La
principal de las santas viudas, Paula, sobrepasaba a
todas las matronas romanas en riquezas, nacimiento e
inteligencia. Había nacido
el 5 de mayo de 347. Por las venas de su madre, Blesila,
corría la sangre de los Escisiones,
de los Gracos y de Paulo Emilio. Su padre pretendía ser
descendiente de Agamenón, y su marido de Eneas. Paula
tuvo un hijo, llamado Toxocio como su marido,
y cuatro hijas: Blesila, Paulina, Eustoquio y Rufina.
Paula poseía en alto grado todas las virtudes de una
mujer casada, y ella y su marido edificaron a Roma con
su ejemplo. Sin embargo, la virtud de Paula no carecía
de defectos, particularmente el de
cierto amor a la vida mundana, casi inevitable en una
mujer de tan alta posición. Al principio, Paula no se
daba cuenta de esa secreta tendencia de su corazón;
pero la muerte de su esposo, ocurrida cuando ella tenía
treinta y tres años, le abrió los ojos.
Su pena fue inmoderada, hasta el momento en que su amiga
Santa Marcela, una viuda romana que asombraba con sus
penitencias la persuadió de que se entregara
totalmente a Dios. A partir de entonces, Paula vivió en
la mayor austeridad. Su comida era muy sencilla, y no
bebía vino; dormía en el suelo, sobre un saco; renunció
por completo a las diversiones y a la vida social,"
y repartió entre los pobres todo aquello que le
pertenecía y evitó lo que pudiera distraerla de sus
buenas obras.
En una
ocasión ofreció
hospitalidad a San Epifanio de Salamis y a San Paulino
de Antioquía, cuando
fueron a Roma. Ellos la presentaron a San Jerónimo, con
quien la santa estuvo estrechamente
asociada en el servicio de Dios mientras vivió en Roma,
bajo el Papa San Dámaso.
Santa Blesila,
la hija mayor de Santa Paula, murió súbitamente, cosa
que hizo sufrir mucho
a la piadosa viuda. San Jerónimo, que acababa de volver
a Belén, le escribió una carta de consuelo, en la que
no dejaba de reprenderla por la pena excesiva que
manifestaba sin pensar que su hija había ido a recibir
el premio celestial. Paulina, su segunda hija, estaba
casada con San Pamaquio, y murió siete años antes que
su madre. Santa Eustoquio, su tercera hija, fue su inseparable
compañera. Rufina murió siendo todavía joven. Cuanto
más progresaba Santa Paula en el gusto de las cosas
divinas, más insoportable se le hacía la tumultuosa
vida de la ciudad. La santa suspiraba por el desierto, y
deseaba vivir en una ermita, sin tener otra cosa en que
ocuparse más que en pensar en
Dios. Determinó, pues, dejar su casa, su familia y sus
amigos y partir de
Roma. Aunque era la más amante de las madres, las lágrimas
de Toxocio y Rufina
no lograron desviarla de su propósito. Santa Paula se embarcó
con su hija Eustoquio, el año 385; visitó a San
Epifanio en Chipre, y se
reunió con San Jerónimo y otros peregrinos en Antioquía.
Los peregrinos visitaron los Santos Lugares de
Palestina y fueron a Egipto a ver a los monjes y
anacoretas del desierto. Un
año más tarde llegaron a Belén, donde 5a11
Paula y Santa
Eustoquio se quedaron bajo la dirección de San Jerónimo.
Las dos
santas vivieron en una choza, hasta que se acabó de
construir el monasterio
para hombres y los tres monasterios para mujeres. Estos
últimos constituían
propiamente una sola casa,
ya que las tres comunidades se reunían noche y
día en la capilla para el oficio divino, y los domingos
en la iglesia próxima. La alimentación era escasa y
mala, los ayunos frecuentes y severos. Todas
las religiosas ejercían algún oficio y tejían
vestidos para sí y para los demás. Todas vestían un hábito
idéntico. Ningún hombre podía entrar en el
recinto de los monasterios.
Paula gobernaba con gran caridad y discreción. Era la
primera en cumplir las reglas, y participaba, como
Eustoquio, en los trabajos de la casa. Si alguna
religiosa se mostraba locuaz o airada, su penitencia consistía
en aislarse de la comunidad, colocarse la última en las
filas, orar fuera de las puertas y comer aparte, durante
algún tiempo. Paula quería que el amor a la pobreza se
manifestase también
en los edificios e iglesias, que eran construcciones
bajas y sin ningún adorno costoso.
Según la santa, era preferible repartir el dinero entre
los pobres, miembros vivos de Cristo.
Paladio
afirma que Santa Paula se ocupaba de atender a San
Jerónimo, y le fue a éste de gran utilidad en sus
trabajos bíblicos, pues su padre le había enseñado el
griego y en Palestina había aprendido suficiente hebreo
para cantar los salmos en la lengua original. Además,
San Jerónimo la había
iniciado en las cuestiones exegéticas lo bastante para
que Paula pudiese seguir con interés su desagradable
discusión con el obispo Juan de Jerusalén sobre el
origenismo. Los últimos años de la santa se vieron
ensombrecidos por esta disputa y por las preocupaciones
económicas que su
generosidad había producido. Toxocio, el hijo de Santa
Paula, se casó con Leta, la hija de un sacerdote
pagano, que era cristiana. Ambos fueron fieles
imitadores de la vida de su madre y enviaron a su hija
Paula a educarse en Jerusalén al cuidado
de su abuela. Paula, la joven, sucedió a Santa Paula en
el gobierno de los monasterios. San Jerónimo envió a
Leta algunos consejos
para la educación de su hija, que todos los padres
deberían leer. Dios llamó a sí a Santa Paula a los
cincuenta y seis años de edad. Durante su última
enfermedad, la santa repetía incansablemente
los versos de los salmos que expresan el deseo del alma
de ver la Jerusalén celestial y unirse con Dios. Cuando
perdió el habla, Santa Paula hacía la señal de la
cruz sobre sus labios. Murió en la paz del Señor, el
26 de enero del año 404.
Prácticamente todos los
datos que poseemos sobre Santa Paula nos vienen de San
Jerónimo, sobre todo de la carta 108, que es una
especie de biografía; se encuentra en Migne, P. L.,
vol. XXII, cc. 878-906, y en Acta Sanctorum, 26
de enero. Ver también la encantadora monografía de F.
Lagrange, Histoire de Ste. Paule, que ha sido
reeditada muchas veces desde 1868; y R. Genier, Ste.
Paule (1917).
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