Este
incomparable maestro recibió después de su muerte el
nombre de Crisóstomo o Boca de Oro, en recuerdo de sus
maravillosos dones de oratoria. Pero su piedad y su
indomable valor son títulos todavía más gloriosos que
hacen de él uno de los más grandes pastores de la
Iglesia. San Juan nació en Antioquía de Siria,
alrededor del año 347. Era hijo único de Segundo,
comandante de las tropas imperiales. Su madre, Antusa,
que quedó viuda a los veinte años, consagraba su
tiempo a cuidar de su hijo, de su hogar y a los
ejercicios de piedad. Su ejemplo impresionó tan
profundamente a uno de los maestros de Juan, famoso
sofista pagano, que no pudo contener la exclamación:
"¡Qué mujeres tan extraordinarias produce el
Cristianismo!" Antusa escogió para su hijo los más
notables maestros del Imperio. La elocuencia constituía
en aquella época una de las más importantes
disciplinas. Juan la estudió bajo la dirección de
Libanio, el más famoso de los oradores de su tiempo, y
pronto superó a su propio maestro. Cuando preguntaron a
Libanio en su lecho de muerte quién debía sucederle en
el cargo, respondió: "Yo habría escogido a Juan,
pero los cristianos nos le han arrebatado."
De
acuerdo con la costumbre de la época, Juan no recibió
el bautismo sino hasta los veintidós años, cuando era
estudiante de leyes. Poco después, junto con sus amigos
Basilio, Teodoro (que fue más tarde obispo de Mopsuesta)
y algunos otros, empezó a frecuentar una escuela para
monjes, donde estudió bajo la dirección de Diodoro de
Tarso y, el año 374, ingresó en una de las comunidades
de ermitaños de las montañas del sur de Antioquía. Más
tarde escribió un vivido relato de las austeridades y
pruebas de esos monjes. Juan pasó cuatro años bajo la
dirección de un anciano monje sirio, y después vivió
dos años solo, en una cueva. La humedad le produjo una
grave enfermedad, y, para reponerse tuvo que volver a la
ciudad, en 381. Ese mismo año recibió el diaconado de
manos de San Melecio. En 386, el obispo Flaviano le
confirió el sacerdocio y le nombró predicador suyo.
Juan tenía entonces alrededor de cuarenta años.
Durante doce años, desempeñó este oficio y cargó con
la responsabilidad de representar al anciano obispo.
Juan consideraba como su primera obligación el cuidado
y la instrucción de los pobres, y jamás dejó de
hablar de ellos en sus sermones y de incitar al pueblo a
la limosna. Según los propios cálculos del santo,
Antioquía tenía entonces unos cien mil cristianos y
otros tantos paganos. Juan les alimentaba con la palabra
divina, predicando varias veces por semana y aun varias
veces al día en algunas ocasiones.
Cuando el
emperador Teodosio I se vio obligado a imponer un nuevo
tributo a causa de la guerra con Magno Máximo, los
antioquenses se rebelaron y destrozaron las estatuas del
emperador, de su padre, de sus hijos y de su difunta
esposa, sin que los magistrados pudiesen impedirlo. Pero
pasada la tempestad, el pueblo empezó a reflexionar en
las posibles consecuencias de sus actos, y el terror se
apoderó de todos, y aumentó cuando se presentaron en
la ciudad dos oficiales de Constantinopla que venían a
imponer el castigo del emperador al pueblo. A pesar de
su edad, el obispo Flaviano partió bajo la más
violenta tempestad del año, a pedir clemencia al
emperador, quien, movido a compasión, perdonó a los
ciudadanos de Antioquía. Entre tanto, San Juan había
estado predicando la más notable serie de sermones en
su carrera, es decir, las veintiuna famosas homilías
"De las estatuas." En ellas se manifiesta la
extraordinaria comunicación que el orador creaba con
sus oyentes y la conciencia que tenía del poder de su
palabra para hacer el bien. No hay duda de que la
cuaresma del año 387, en la que San Juan Crisóstomo
predicó esas homilías, modificó el curso de su
carrera y que, a partir de ese momento, su oratoria se
convirtió, aun desde el punto de vista político, en
una de las grandes fuerzas que movían el Imperio. Después
de la tormenta, el santo continuó su trabajo con la
energía de siempre; pero Dios le llamó pronto a
glorificar su nombre en otro puesto, donde le reservaba
nuevas pruebas y nuevas coronas.
A la
muerte de Nectario, arzobispo de Constantinopla, en 397,
el emperador Arcadio, aconsejado por Eutropio, su ayuda
de cámara, resolvió apoyar la candidatura de San Juan
Crisóstomo a dicha sede. Así pues, dio al conde d´Este
la orden de enviar a San Juan a Constantinopla, pero sin
publicar la noticia para evitar un levantamiento
popular. El conde fue a Antioquía; ahí pidió al santo
que le acompañase a las tumbas de los mártires en las
afueras de la ciudad, y entonces dio a un oficial la
orden de transportar al predicador lo más rápidamente
posible a la ciudad imperial, en un carruaje. El
arzobispo de Alejandría, Teófilo, hombre orgulloso y
turbulento, había ido a Constantinopla a recomendar a
un protegido suyo para la sede, pero tuvo que desistir
de sus intrigas, y San Juan fue consagrado por él
mismo, el 26 de febrero del año 398.
En la
administración de su casa, el santo suprimió los
gastos que su predecesor había considerado necesarios
para el mantenimiento de su dignidad, y consagró ese
dinero al socorro de los pobres y la ayuda a los
hospitales. Una vez puesta en orden su casa, el nuevo
obispo emprendió la reforma del clero. A sus
exhortaciones, llenas de celo, añadió las
disposiciones disciplinarias, aunque es preciso
reconocer que, por necesarias que éstas hayan sido, su
severidad revela cierta falta de tacto. El santo era un
modelo exacto de lo que exigía de los otros. La falta
de modestia de las mujeres en aquella alegre capital,
provocó la indignación del obispo, quien les hizo ver
cuan falsa y absurda era la excusa de que se vestían así
porque no veían en ello ningún daño. La elocuencia y
el celo del Crisóstomo movieron a penitencia a muchos
pecadores y convirtieron a numerosos idólatras y
herejes. Los novacianos criticaron su bondad con los
pecadores, pues el santo les exhortaba al
arrepentimiento con la compasión de un padre, y
acostumbraba decirles: "Si habéis caído en el
pecado más de una vez, y aun mil veces, venid a mí y
yo os curaré." Sin embargo, era muy firme y severo
en el mantenimiento de la disciplina, y se mostraba
inflexible con los pecadores impenitentes. En cierta
ocasión, los cristianos fueron a las carreras un
Viernes Santo y asistieron a los juegos el Sábado
Santo. El virtuoso obispo se sintió profundamente
herido, y el Domingo de Pascua predicó un ardiente sermón
"Contra los juegos y los espectáculos del teatro y
del circo." La indignación le hizo olvidar la
fiesta de la Pascua, y su exordio fue un llamamiento
conmovedor. Se han conservado numerosos sermones de San
Juan Crisóstomo, demostrando que no se equivocan
quienes le consideran como el mayor orador de todos los
tiempos, a pesar de que su lenguaje, especialmente en
sus últimos años, era excesivamente violento y
combativo. Como alguien ha dicho, "en algunas
ocasiones, San Juan Crisóstomo casi grita a los
pecadores," y hay razones para pensar que sus
ataques contra los judíos, por motivados que fuesen,
causaron en parte los sangrientos combates entre éstos
y los cristianos de Antioquía. No todos los que se oponían
al obispo eran malos; había entre ellos algunos
cristianos buenos y serios, como el que un día sería
San Cirilo de Alejandría.
Otra de
las actividades a las que el arzobispo consagró sus
energías fue la fundación de comunidades de mujeres
piadosas. Entre las santas viudas que se confiaron a la
dirección de este gran maestro de santos, probablemente
sea la más ilustre la noble Santa Olimpia. San Juan
Crisóstomo no se limitaba a mirar por los fieles de su
rebaño, sino que extendía su celo a las más remotas
regiones. Así, envió a un obispo a evangelizar a los
escitas nómadas, y a un hombre admirable a predicar a
los godos. Palestina, Persia y muchas otras provincias
distantes sintieron los benéficos efectos de su celo.
El santo obispo se distinguió también por su
extraordinario espíritu de oración, virtud ésta que
predicó incansablemente, exhortando a los mismos laicos
a recitar el oficio divino a media noche: "Muchos
artesanos —decía— tienen que levantarse a trabajar
a media noche, y los soldados vigilan cuando están de
guardia; ¿por qué no hacéis vosotros lo mismo para
alabar a Dios?" Grande fue también la ternura con
que el santo hablaba del admirable amor divino,
manifestado en la Eucaristía, y exhortaba a los fieles
a la comunión frecuente. Los negocios públicos
exigieron a menudo la participación de San Juan Crisóstomo;
por ejemplo, a la caída del ayuda de cámara y antiguo
esclavo Eutropio, en 399, predicó un famoso sermón en
presencia del odiado cortesano, quien se había
refugiado en la catedral, detrás del altar. El obispo
exhortó al pueblo a perdonar al culpable, ya que el
mismo emperador, a quien habían injuriado directamente,
le había perdonado. Como dijo el santo, en adelante no
tendrían derecho a esperar que Dios les perdonase, si
no perdonaban entonces a quien necesitaba de
misericordia y de tiempo para hacer penitencia.
Pero San
Juan Crisóstomo tenía todavía que glorificar a Dios
con sus sufrimientos, como lo había hecho con sus
trabajos. Y, si miramos el misterio de la cruz con ojos
de fe, reconoceremos que el santo se mostró más grande
en las persecuciones contra él que en todos los otros
actos de su vida. Su principal adversario eclesiástico
fue el arzobispo Teófilo de Alejandría antes
mencionado, que tenía muchos cargos contra su hermano
de Constantinopla. Enemigo no menos peligroso era la
emperatriz Eudoxia. San Juan había sido acusado de
haberla llamado "Jezabel," y la malevolencia
de algunos vio un ataque a la emperatriz en el sermón
del obispo contra la malicia y vanidad de las mujeres de
Constantinopla. Sabiendo que el obispo Teófilo no quería
al Crisóstomo. Eudoxia se unió a él en una conspiración
para deponer al obispo de Constantinopla. Teófilo llegó
a dicha ciudad en junio de 403, acompañado de varios
obispos egipcios; se negó a alojarse en la casa del
santo y reunió un conciliábulo de treinta y seis
obispos en una casa de Calcedonia llamada "La
Encina." Las principales razones que se alegaban
para deponer a Juan eran que había depuesto a un diácono
por haber golpeado a un esclavo; que había llamado réprobos
a algunos miembros de su clero; que nadie sabía cómo
empleaba sus rentas; que había vendido algunos objetos
que pertenecían a la iglesia; que había depuesto a
varios obispos fuera de su provincia; que comía solo, y
que daba la comunión a quienes no observaban el ayuno
eucarístico. Todas las acusaciones eran falsas, o carecían
de importancia. San Juan reunió un concilio legal en la
ciudad, y se rehusó a comparecer ante el conciliábulo
de "La Encina." En vista de ello, el conciliábulo
procedió a firmar la sentencia de deposición y a
enviarla al emperador, añadiendo que el santo era reo
de traición, probablemente por haber llamado "Jezabel"
a la emperatriz. El emperador dio la orden de destierro
contra San Juan Crisóstomo.
Constantinopla vivió tres días de gran agitación, y
el Crisóstomo lanzó un vigoroso manifiesto desde el
pulpito: "Violentas tempestades me acosan por todas
partes —dijo—; pero no las temo, porque mis pies
descansan sobre la roca. El mar rugiente y las
gigantescas olas no pueden hacer naufragar la nave de
Jesucristo. No temo la muerte, que considero como una
ganancia; ni el destierro, porque toda la tierra es del
Señor; ni la pérdida de mis bienes, porque vine
desnudo al mundo y desnudo partiré de él." El
obispo declaró que estaba pronto a dar su vida por sus
ovejas, y que todos sus sufrimientos provenían de que
no se había ahorrado trabajo alguno para ayudar a sus
cristianos a salvarse. Después de este sermón se
entregó espontáneamente, sin que el pueblo lo supiera,
y un legado del emperador le condujo a Preneto de
Bitinia. Pero el primer destierro fue de corta duración.
La ciudad sufrió un ligero terremoto que aterrorizó a
la supersticiosa Eudoxia, quien rogó a Arcadio que
hiciese volver al Crisóstomo del exilio. El emperador
le dio permiso de que escribiese el mismo día una
carta, en la que la emperatriz rogaba al santo que
volviera y aseguraba no haber tenido parte en el decreto
de destierro. Toda la ciudad salió a recibir a su
obispo, y el Bosforo se cubrió de relucientes
antorchas. Teófilo y sus secuaces huyeron esa misma
noche.
Pero el
buen tiempo duró poco. Frente a la iglesia de Santa Sofía
se había erigido una estatua de plata de la emperatriz;
los juegos públicos celebrados con motivo de la
dedicación de la estatua perturbaron la liturgia y
produjeron desórdenes y manifestaciones supersticiosas.
El Crisóstomo había predicado frecuentemente contra
los espectáculos licenciosos. En esta ocasión, habían
tenido lugar en un sitio que los hacía todavía más
inexcusables. Para que nadie pudiera acusarle de que
aprobase el abuso tácitamente, el santo obispo habló
atacando los espectáculos con la libertad y el valor
que le caracterizaban. La vanidosa emperatriz tomó esto
como un ataque personal, y volvió a convocar a los
enemigos de San Juan. Teófilo no se atrevió a acudir,
pero envió a tres legados. Este nuevo conciliábulo
apeló a ciertos cánones de un concilio arriano de
Antioquía contra San Atanasio, que mandaba que ningún
obispo que hubiese sido depuesto por un sínodo pudiese
volver a tomar posesión de su sede, sino por decreto de
otro sínodo. Arcadio ordenó al santo que se retirara
de su diócesis, pero éste se negó a abandonar el rebaño
que Dios le había confiado, a no ser por la fuerza. El
emperador mandó que sus tropas echasen a los fieles
fuera de las iglesias el Sábado Santo. Los templos
fueron profanados con el derramamiento de sangre y se
produjeron otros ultrajes. El santo escribió al Papa
San Inocencio I, rogándole que invalidase las órdenes
del emperador, que fueran notoriamente injustas. También
escribió a otros obispos del occidente pidiéndoles su
apoyo. El Papa escribió a Teófilo exhortándole a
comparecer ante un concilio que debía dictar la
sentencia, de acuerdo con los cánones de Nicea.
Igualmente dirigió algunas cartas a San Juan Crisóstomo,
a sus fieles y algunos de sus amigos, con la esperanza
de que el nuevo concilio lo arreglaría todo. Lo mismo
hizo Honorio, emperador del occidente. Pero Arcadio y
Eudoxia lograron impedir que el concilio se reuniese,
pues Teófilo y otros cabecillas de su facción temían
la sentencia.
Crisóstomo
solamente pudo permanecer en Constantinopla hasta dos
meses, después de la Pascua. El miércoles de Pentecotés,
el emperador firmó la orden de destierro. El santo se
despidió de los obispos que le habían permanecido
fieles y de Santa Olimpia y las demás diaconisas, que
estaban desoladas al verle partir, y abandonó su diócesis
furtivamente para evitar una sedición. Llegó a Nicea
de Bitinia el 20 de junio de 404. Después de su
partida, un incendio consumió la basílica y el senado
de Constantinopla. Muchos de los partidarios del santo
obispo fueron torturados para que descubrieran a los
causantes del incendio, pero no se consiguió averiguar
nada. El emperador determinó que San Juan Crisóstomo
permaneciese en Cucuso, pequeña aldea de las montañas
de Armenia. El santo partió de Nicea en julio, y debió
sufrir mucho a causa del calor, la fatiga y la
brutalidad de los soldados. Después de setenta días de
viaje, llegó a Cucuso, donde el obispo del lugar y todo
el pueblo cristiano rivalizaron en las muestras de
respeto y cariño que le prodigaron. Han llegado hasta
nosotros las cartas que San Juan Crisóstomo escribió
desde el destierro a Santa Olimpia y a otras personas,
así como el tratado que dedicó a dicha santa:
"Que nadie puede hacer daño a aquél que no se
hace daño a sí mismo."
Entretanto, el Papa Inocencio y el emperador Honorio habían
enviado cinco obispos a Constantinopla para preparar el
concilio, exigiendo al mismo tiempo que el santo
continuase en el gobierno de su diócesis, hasta ser
juzgado. Pero dichos obispos fueron hechos prisioneros
en Tracia, pues el partido de Teófilo (Eudoxia había
muerto en octubre a resultas de un mal parto) sabía muy
bien que el concilio les condenaría. Los partidarios de
Teófilo consiguieron también que el emperador
desterrase a San Juan a Pitio, un lugar todavía más
lejano en el extremo oriental del Mar Negro. Dos
oficiales partieron con el encargo de conducirle hasta
allá. Uno de ellos conservaba todavía un resto de
compasión humana, pero el otro era incapaz de dirigirse
al obispo en términos correctos. El viaje fue
extremadamente penoso, ya que el calor hacía sufrir
mucho al anciano obispo, y los oficiales imperiales le
obligaban a marchar en las horas de sol abrasador. Al
pasar por Comana de Capadocia, el santo iba ya muy
enfermo. Esto no obstante, los oficiales le obligaron a
arrastrarse hasta la capilla de San Basilisco, unos diez
kilómetros más lejos. Durante la noche, San Basilisco
se apareció a San Juan y le dijo: "Animo, hermano
mío, que mañana estaremos juntos." Al día
siguiente, sintiéndose exhausto y muy enfermo, el
obispo rogó a los oficiales que le dejasen reposar un
poco más. Estos se rehusaron a concederle esa gracia.
Apenas habían caminado siete kilómetros, vieron que el
obispo estaba entrando en agonía y le condujeron de
nuevo a la capilla. Ahí el clero le revistió los
ornamentos episcopales, y el santo recibió los últimos
sacramentos. Pocas horas más tarde, pronunció sus últimas
palabras: "Sea dada gloria a Dios por todo," y
entregó su alma. Era el día de la Santa Cruz, 14 de
septiembre de 407.
Al año
siguiente, el cuerpo de San Juan Crisóstomo fue
trasladado a Constantinopla. El emperador Teodosio II y
su hermana Santa Pulquería acompañaron en procesión
el cadáver junto con el arzobispo San Patroclo,
pidiendo perdón por el pecado de sus padres, que tan
ciegamente habían perseguido al siervo de Dios. El
cuerpo del santo fue depositado en la iglesia de los Apóstoles
el 27 de enero, fecha en que se le conmemora en
occidente. En oriente su fiesta se celebra el 13 de
noviembre y otros días. En la Iglesia bizantina, San
Juan Crisóstomo es uno de los tres Santos Patriarcas y
Doctores Universales; los otros dos son San Basilio y
San Gregorio Nazianceno. La Iglesia de occidente cuenta
también a San Atanasio en el grupo de los grandes
doctores griegos. En 1909, San Pío X declaró a San
Juan Crisóstomo patrono de los predicadores. Su nombre
está incluido en la liturgia eucarística de los ritos
bizantino, sirio, caldeo y maronita.
Nuestras
principales fuentes sobre la vida de San Juan son el Diálogo
de Paladio (a quien el abad Cuthbert Butler y casi
todos los historiadores recientes identifican con el
autor de la Historia Lausiaca), los
detalles autobiográficos que se encuentran en las
propias homilías y cartas del santo, las historias
eclesiásticas de Sócrates y Sozomeno, y un panegírico
atribuido a un tal Martirio. La literatura sobre San
Juan Crisóstomo es, naturalmente, enorme. La mejor
biografía que podemos recomendar, sobre todo por el
admirable sentido histórico con que el autor sitúa al
santo en su tiempo, es la de Mons. Duchesne en su Histoire
ancienne de l´Eglise, vols. II y III; pero la
biografía definitiva es la de Dom C. Baur, Der hl.
Johannes Chrysostomus und seine Zeit (2 vols.,
1929-1930). En 1921 fue publicada una traducción
inglesa del diálogo de Paladio; el texto griego se
halla en P. E. Coleman-Northon, 1928. Son también
dignas de mención las biografías de W. R. W. Stephens
(1883) y D. Attwater (1939), así como el vivido retrato
trazado por A. Fortescue, The Greek Fathers (1908).
Una buena introducción a las obras del santo son las Selections
from St John Chrysostom (1940), publicadas
por el Cardenal D´Alton. Ver también Puech, St John
Chrysostom, (trad. inglesa) en la serie Les
Saints; el volumen de ensayos publicado en Roma en
1908 bajo el título de Xrusostomiká, para
celebrar el décimo quinto centenario del santo; el artículo
del canónigo E. Venables, en DCB., vol I. pp. 518-535;
y el artículo de G. Bardy, en DTC, vol. VIII, cc. 660
ss., donde se encontrará una bibliografía completa.
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