En tiempo
de la persecución de Decio, uno de los lugartenientes
de este emperador se presentó en Cesarea de Bitinia
para ejecutar el edicto promulgado contra los
cristianos. Leucio, que era uno de los ciudadanos
principales de aquel lugar, se atrevió a reprocharle su
ardor por el culto a los ídolos. Inmediatamente fue por
ello castigado con toda suerte de tormentos y,
finalmente, decapitado.
En el momento en que el lugarteniente
estaba a punto de abandonar la ciudad, un célebre
atleta llamado Tirso, que había admirado la constancia
de Leucio en los tormentos, se presentó a este oficial
y públicamente le reprochó su idolatría. No pudo
tolerar tal audacia el gobernador y, sin más forma pro
cesal, entregó a Tirso a los verdugos.
Pero a lo largo de las torturas infligidas
a Tirso, se produjo toda una serie de prodigios. La víctima
fue conducida a Apamea y, de allí, a Apolonia. Un gran
sacerdote de los ídolos, llamado Calinico, se convírtió
y fue decapitado con otros quince sacerdotes que
siguieron su ejemplo. Al fin, Tirso sucumbió a los
diversos suplicios que sucesivamente se le infligieron.
Se debe, sobre todo, a la difusión de su
culto, el que estos mártires hayan sido ilustres. Puede
que haya habido una traslación del cuerpo de San Tirso
a Nicomedia, aunque no se puede afirmar con certeza.
A fines del siglo IV fue trasladado de
Apolonia a Constantinopla. En occidente, el culto de
este santo se propagó por ambos lados de los Pirineos.
El resumen de las Actas muestra que los
tres mártires no murieron el mismo día, sino que
Leucio murió primero, después Calinico y, por último,
Tirso. Por eso los nombres están colocados el 18, el
20, el 25 y el 27 de enero en el Martirologio
Jeronimiano. En fin, el redactor del Martirologio Romano
adoptó el 28.
Acta
sanctorum, 28 de enero; Quentin, Les martyrologes
hist., du Moyen Age, p. 191; Delehaye, Les
origines du culte des martyrs, pp. 69, 102, 191,
223, 274
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