San
Francisco nació en el castillo de Sales, en Saboya,
el 21 de agosto de 1567. Al día siguiente, fue bautizado
en la iglesia parroquial de Thorens, con el nombre de
Francisco Buenaventura. San Francisco de Asís había de ser su
patrono durante toda la vida. El cuarto en que nació
Francisco de Sales se llamaba "el cuarto de San
Francisco", porque había en él una imagen del "Poverello"
predicando a los pájaros y a los peces. Francisco de Sales fue
muy frágil y delicado en sus primeros años, debido a
su nacimiento prematuro; pero, gracias al cuidado que tuvo de
su salud, se fue fortaleciendo con los años, de suerte que,
si bien nunca fue robusto, pudo desplegar una enérgica
actividad durante su vida. La madre del santo se
encargó de su educación, ayudada por el P. Déage, quien
fue tutor de Francisco y le acompañó en todos los
viajes de sus primeros años. Durante su infancia se distinguió
por su obediencia y sentido de responsabilidad y
parece haber sido muy amante de la lectura. A los ocho
años entró al colegio de Annecy
donde hizo su primera comunión. En la iglesia de
Santo
Domingo (actualmente San Mauricio), recibió la
Confirmación, y un año más
larde, la tonsura. Un gran deseo de consagrarse a
Dios consumía al joven, que había cifrado en ello la
realización de su ideal; pero su padre (que al casarse había
tomado el nombre de Boisy) tenía destinado a su
primogénito a
una carrera secular, sin preocuparse de sus inclinaciones.
A los catorce años, Francisco fue a estudiar a la
Universidad de París, que con sus cincuenta y cuatro colegios, era
uno de los grandes centros de la época. Su padre le
había enviado al Colegio de Navarra, a donde iban los hijos de
las familias nobles de Saboya; pero Francisco, que
temía por su vocación, consiguió que consintiera en dejarle ir
al Colegio de Clermont, dirigido por los jesuítas y conocido por
la piedad y el amor a la ciencia que reinaban en él. Acompañado
por el P. Déage, Francisco se instaló en el Hotel
de la Rosa
Blanca de la calle de St. Jacques, a unos pasos del
Colegio de Clermont.
Pronto se distinguió
en retórica y en filosofía; después se entregó apasionadamente
al estudio de la teología. Para dar gusto a su padre,
tomó también lecciones de equitación, danza y esgrima, pero sin
poner en ello gran empeño. Cada día estaba más decidido a
consagrarse a Dios y acabó por hacer voto de castidad,
poniéndose bajo la protección de la Santísima
Virgen. Pero no por ello le fallaron las pruebas. Hacia los dieciocho
años le asaltó una angustiosa tentación de desesperación. El
amor de Dios había sido siempre lo más importante para él, y tenía
la impresión de haber perdido la gracia divina y
estaba destinado a
odiar eternamente a Dios junto con los condenados. Esa
obsesión le perseguía día y noche, y su salud empezó a
resentirse. Finalmente, un acto heroico de amor de Dios le salvó
de la tentación: "¡Señor, —gritó el santo—
que jamás
blasfeme yo de Tu nombre, aun en el caso de que no
esté predestinado
a verte en el cielo! ¡Y si no he de amarte en el otro
porque en el infierno los condenados no te alaban, concédeme
que, por lo menos en esta vida te ame con todas mis
fuerzas!" Inmediatamente después, cuando se hallaba
todavía arrodillado ante su imagen favorita de Nuestra
Señora, en la iglesia de St. Etienne des Gres, recitando
humildemente el "Acordáos", el temor y la
desesperación se
esfumaron y una gran paz invadió su alma. Esta prueba le enseñó
a comprender y tratar con bondad a quienes sufrían de
tentaciones
y dificultades espirituales.
A los veinticuatro
años, Francisco obtuvo el doctorado en leyes en Padua
y fue a reunirse
con su familia en el castillo de Thuille, a orillas
del lago Annecy Ahí llevó durante dieciocho meses,
por lo menos en apariencia, la vida ordinaria de un joven de
la nobleza. El padre de Francisco tenía gran deseo de
que su hijo
se casara cuanto antes y había escogido para él a
una encantadora muchacha, heredera de una de las familias del
lugar. Sin embargo, el trato cortés , pero distante, de
Francisco hicieron pronto comprender a la joven que
éste no
estaba dispuesto a secundar los deseos de su padre. El
santo declinó, por la misma razón, la dignidad de miembro
del senado que le había sido propuesta, a pesar de su
juventud. Hasta entonces Francisco sólo había confiado
a su madre,
a su primo Luis de Sales y a algunos amigos íntimos,
su deseo de consagrarse al servicio de Dios. Pero había
llegado el momento de hablar de ello con
su padre. El señor de Boisy lamentaba que su hijo se
negara a aceptar el puesto en el senado y no hubiese
querido casarse, pero ello no le había hecho
sospechar ni por un momento, que Francisco pensara en hacerse
sacerdote. La muerte del deán del capítulo de Ginebra
hizo pensar al canónigo Luis de Sales en la posibilidad
de nombrar a Francisco para sustituirle, lo cual
haría menos duro el golpe para el padre del santo. Con la ayuda de
Claudio de Granier, obispo de Ginebra, pero sin consultar a
ningún miembro de la familia, el canónigo explicó el
asunto al Papa, quien debía hacer el nombramiento y,
a vuelta de correo, llegó la respuesta del Sumo Pontífice
que daba a Francisco el puesto. Este quedó muy sorprendido ante
la dignidad con que le distinguía el Papa, pero se resignó a
aceptar ese honor que no había buscado, con la esperanza de
que su padre accedería así más fácilmente a su ordenación.
Pero el Sr. de Boisy era un hombre muy decidido,
con el principio de que sus hijos debían una obediencia
absoluta a sus deseos, y Francisco tuvo que recurrir a toda su
respetuosa paciencia y su poder de persuasión para
convencerle de que debía ceder. Por fin vistió la sotana el día
mismo en que obtuvo el consentimiento de su padre, y fue
ordenado sacerdote seis meses después, el 18 de diciembre de
1593. A partir de ese momento, se entregó al cumplimiento
de sus nuevos deberes con un celo que nunca decayó.
Ejercitaba los ministerios sacerdotales entre los pobres, con
especial cariño; sus penitentes predilectos eran los de cuna
humilde. Su predicación no se limitó a Annecy
únicamente
a muchas otras ciudades. Hablaba con palabras tan
sencillas, que los oyentes le escuchaban encantados, pues no
había en sus sermones todo ese ornato de citas griegas y
latinas tan común en aquellos tiempos, a pesar de que
Francisco era doctor. Pero Dios tenía destinado al santo a
emprender, en breve, un trabajo mucho más difícil.
Las
condiciones religiosas de los habitantes del Chablais,
en la costa sur del lago de Ginebra, eran deplorables debido a
los constantes ataque de los ejércitos protestantes, y el
duque de Saboya rogó al obispo Claudio de Granier que
mandase algunos misioneros a evangelizar de nuevo la
región. El obispo envió un sacerdote a Thonon, capital del
Chablais; pero sus intentos fracasaron. El enviado tuvo que
retirarse muy pronto. Entonces el obispo presentó el asunto a
la consideración de su capítulo, sin ocultar sus dificultades
y peligros. De todos los presentes, el deán fue quien
mejor comprendió la gravedad del problema, y se ofreció a
desempeñar ese duro trabajo, diciendo sencillamente: "Señor,
si creéis que yo pueda ser útil en esa misión,
dadme la orden de ir, que yo estoy pronto a obedecer y me
consideraré dichoso de haber sido elegido para ella". El
obispo aceptó al punto, con gran alegría de
Francisco. Pero
el señor de Boisy veía las cosas de distinta manera,
y se dirigió a Annecy para impedir lo que él llamaba
"una especie de locura". Según él, la
misión equivalía
a enviar a su hijo a la muerte. Arrodillándose, a los
pies del obispo, le dijo: "Señor, yo permití que mi
primogénito, la esperanza de mi casa, de mi avanzada edad y de
mi vida, se consagrara al servicio de la Iglesia pero yo
quiero que sea un confesor y no un mártir".
Cuando el obispo, impresionado por el dolor y las súplicas de
su amigo, se disponía a ceder, el mismo Francisco le rogó que
se mantuviese firme: "¿Vais a hacerme indigno
del Reino de los Cielos?" —preguntó— "Yo he
puesto ya mi mano en el arado, no me hagáis volver atrás".
El
obispo empleó todos los argumentos posibles para
disuadir al Sr. de Boisy,
pero éste se depidió con las siguientes palabras:
"No quiero oponerme a la voluntad de Dios, pero
tampoco quiero ser el asesino de mi hijo permitiendo
su participación en esta empresa descabellada. Que
Dios haga lo que su Providencia le dicte, pero
yo jamás autorizaré la misión".
Francisco tuvo que
emprender el viaje, sin la bendición de
su padre, el 14 de septiembre de 1594, día de la Sania
Cruz. Partió a pie, acompañado solamente por su
primo, el canónigo
Luis de Sales, a la reconquista del Chablais.
El gobernador de provincia se había hecho fuerte con un
piquete de soldados en el castillo de Allinges, donde los dos
misioneros se las ingeniaron para pasar las noches a
fin de
evitar sorpresas desagradables. En Thonon quedaban
apenas unos veinte católicos, a quienes el miedo impedía
profesar abiertamente sus creencias. Francisco entró en
contacto con ellos y les exhortó a perseverar
valientemente.
Los misioneros predicaban todos los días en Thonon,
y poco a poco fueron extendiendo sus fuerzas a las regiones
circundantes. El camino al castillo de Allinges, que estaban
obligados a recorrer, ofrecía muchas dificultades
y, particularmente en invierno, resultaba peligroso.
Una noche, Francisco fue atacado por los lobos y tuvo que trepar a
un árbol y permanecer ahí en vela para escapar con vida. A la mañana
siguiente, unos campesinos le encontraron en tan lastimoso estado
que, de no haberle trasportado a su casa para darle
de comer y
hacerle entrar en calor, el santo habría muerto seguramente.
Los buenos
campesinos eran calvinistas. Francisco les dio las
gracias en términos tan llenos de caridad, que se hizo amigo de
ellos y muy pronto los convirtió al catolicismo. En el mes de
enero de 1595, un grupo de asesinos se puso al acecho de
Francisco en dos ocasiones, pero el cielo preservó
la vida del santo en forma casi milagrosa.
El tiempo pasaba
y el fruto del trabajo de los misioneros era muy
escaso. Por otra parte, el Sr. de Boisy enviaba constantemente
cartas a su hijo, rogándole y ordenándole que abandonase
aquella misión desesperada. Francisco respondía
siempre que si su obispo no le daba una orden formal de volver, no
abandonaría su puesto. El santo escribía a un amigo de Evián en estos términos:
"Estamos apenas en los comienzos. Estoy decidido a
seguir adelante con valor, y mi esperanza contra toda esperanza
está puesta en Dios". San Francisco hacía todos
los intentos para tocar los corazones y las mentes del pueblo. Con
ese objeto, empezó a escribir una serie de panfletos en los que
exponía la doctrina de la Iglesia y refutaba la de los
calvinistas. Aquellos escritos, redactados en plena
batalla, que el santo hacía copiar a mano por los fieles, para
distribuirlos, formarían más tarde el volumen de las
"controversias". Los originales se conservan
todavía en el convento de la Visitación de Annecy. Así empezó
la carrera de escritor de San Francisco de Sales, que a este
trabajo añadía el cuidado espiritual de los soldados de la
guarnición del castillo de Allinges, que eran
católicos de nombre y formaban una tropa ignorante y disoluta. En
el verano de 1595, cuando San Francisco se dirigía al
monte Voiron a restaurar un oratorio de Nuestra Señora,
destruido por los habitantes de Berna, una multitud se
echó
sobre él, después de insultarle, y le maltrató.
Poco a poco el auditorio de sus sermones en Thonon fue más
numeroso, al tiempo que los panfletos hacían efecto en el
pueblo. Por otra parte, aquellas gentes sencillas
admiraban la paciencia del santo en las dificultades y
persecuciones, y le otorgaban sus simpatías. El número de
conversiones empezó a aumentar y llegó a formarse una
corriente continua de apóstatas que volvían a
reconciliarse con la Iglesia.
Cuando el obispo Granier fue a visitar la misión,
tres o cuatro años más tarde, los frutos de la abnegación y celo de San
Francisco de Sales eran visibles.
Muchos católicos salieron a recibir al obispo, quien
pudo administrar una buena cantidad de confirmaciones, y aun
presidir la
adoración de las cuarenta horas, lo que habría sido inconcebible unos años
antes, en Thonon. San Francisco había restablecido la fe católica en la
provincia y merecía, en justicia, el ítulo de "Apóstol del Chablais". Mario
Besson, un posterior obispo de Ginebra
ha resumido la obra apostólica de su predecesor en
una frase del mismo San
Francisco de Sales a Santa Juana de Chantal: "Yo
he repetido con frecuencia que la mejor manera de predicar contra los herejes es
el amor, aun sin decir una sola palabra de refutación contra sus
doctrinas". El mismo obispo Mons. Besson, cita al cardenal du
Perron: "Estoy
convencido de que, con la ayuda divina, la ciencia que Dios me ha dado es suficiente
para demostrar que los herejes están en el error; pero si lo que queréis es
convertirles, llevadles al obispo de Ginebra, porque Dios le ha dado la gracia de
convertir a cuantos se le acercan".
Mons.
de Granier, quien siempre había visto en Francisco un
posible coadjutor y sucesor, pensó que había llegado el momento
de poner en obra sus proyectos. El santo se negó a aceptar, al principio,
pero finalmente se rindió a las súplicas de su obispo, sometiéndose a lo que
consideraba como una manifestación de la voluntad de Dios. Al poco tiempo, le
atacó una grave enfermedad que le puso entre la vida y la muerte. Al
restablecerse fue a Roma, donde el Papa Clemente VIII, que había oído muchas
alabanzas sobre las cualidades del joven deán, pidió que se sometiese a
un examen en su presencia.
El día señalado se reunieron muchos teólogos y
sabios. El mismo Sumo Pontífice, así como Baronio, Belarmino, el cardenal
Federico Borromeo (primo de San Carlos) y otros, interrogaron al santo sobre
treinta y cinco puntos difíciles de teología. San Francisco respondió con sencillez y
modestia, pero sin ocultar su ciencia. El Papa confirmó su nombramiento de
coadjutor de Ginebra y Francisco volvió a su
diócesis, a trabajar con mayor ahínco y energía que
nunca. En 1602 fue a París donde le invitaron a
predicar en la capilla real, que pronto resultó pequeña para la multitud que acudía
a oír la palabra del santo, tan sencilla, tan conmovedora y tan valiente. Enrique
IV concibió una gran estima por el coadjutor de Ginebra y trató en vano de
retenerle en Francia. Años más tarde, cuando San Francisco de Sales fue de
nuevo a París, el rey redobló sus instancias; pero el joven obispo se rehusó
a cambiar su diócesis de la montaña, su "pobre esposa", como él la
llamaba, por la importante diócesis —la "esposa rica"— que el rey le ofrecía.
Enrique IV exclamó: "El obispo de Ginebra tiene todas las virtudes, sin un solo
defecto".
A
la muerte de Claudio de Granier, acaecida en el otoño
de 1602, Francisco le sucedió en el gobierno de la diócesis.
Fijó su residencia en Annecy, donde organizó su casa con
la más estricta economía, y se consagró a sus deberes
pastorales con enorme generosidad y devoción. Además
del trabajo administrativo, que llevaba hasta en los
menores detalles del gobierno de su diócesis, el santo
encontraba todavía tiempo para predicar y confesar
con infatigable celo. Organizó la enseñanza del catecismo;
él mismo se encargaba de la istrucción en Annecy, y lo
hacía en forma tan interesante y fervorosa, que las
gentes del lugar recordaban todavía, muchos años después
de su muerte, "el catecismo del obispo". La
generosidad y caridad, la humildad y clemencia del santo
eran inagotables. En su trato con las almas fue
siempre bondadoso, sin caer en la debilidad; pero
sabía emplear la firmeza cuando no bastaba la
bondad. En su maravilloso Tratado del amor de
Dios", escribió: "La medida del amor es
amar sin
medida". Y supo vivir sus palabras. Con su
abundante correspondencia alentó y guió a innumerables personas que necesitaban de su ayuda.
Entre los que dirigía espiritualmente, Santa Juana Francisca de
Chantal ocupa un sitio especial. San Francisco la conoció en
1604, cuando predicaba un sermón de cuaresma en
Dijón. La
fundación de la Congregación de la Visitación, en
1610, fue el resultado del encuentro de los dos santos. La
"Introduccción a la Vida Devota" nació de las notas que
el santo conservaba de las instrucciones y consejos enviados a su
prima política, la Sra. de Chamoisy, que se había
confiado a su dirección. San Francisco se decidió, en 1608,
a publicar dichas notas, con algunas adiciones. El libro fue
recibido como una de las obras maestras de la
ascética,
y pronto se tradujo a muchos idiomas. En 1610, Francisco
de Sales tuvo la pena de perder a su madre (su padre había muerto
nueve años antes). El santo escribió más tarde a Santa Juana de
Chantal: "Mi corazón estaba desgarrado y lloré por mi buena
madre como nunca había llorado, desde que soy sacerdote".
San Francisco había de sobrevivir nueve años a su
madre, nueve años
de inagotable trabajo.
En 1622,
el duque de Saboya, que iba a ver a Luis XIII en
Aviñón,
invitó al santo a unírseles en aquella ciudad. Movido por el
deseo de conseguir ciertos privilegios para la parte francesa de su
diócesis, el obispo aceptó al punto la invitación,
aunque arriesgaba su débil salud en un viaje tan largo, en
pleno invierno. Pero parece que el santo presentía que su fin se
acercaba. Antes de partir de Annecy puso en orden todos los
asuntos, y emprendió el viaje, como si no tuviera esperanza
de volver a ver a su grey. En Aviñón hizo todo lo
posible por llevar su acostumbrada vida de austeridad; pero
las multitudes se apiñaban para verle y todas las comunidades
religiosas querían que el santo obispo les predicara. En el
viaje de regreso, San Francisco se detuvo en Lyon,
hospedándose en
la casita del jardinero del convento de la Visitación.
Aunque estaba muy fatigado, pasó un mes entero atendiendo
a las religiosas. Una de ellas le rogó que le dijese qué
virtud debía practicar especialmente; el santo
escribió en una
hoja de papel, con grandes letras:
"Humildad". Durante el Adviento y la Navidad, bajo
los rigores de un crudo invierno, prosiguió su viaje,
predicando y administrando los sacramentos a todo el que se lo
pidiera. el día de San Juan le sobrevino una parálisis; pero
recuperó la palabra y el pleno conocimiento. Con admirable
paciencia, soportó las penosas curaciones que se le
administraron con la intención de prolongarle la
vida, pero que no hicieron más que acortársela. En su lecho
repetía: Exspectans exspectavi Dominum et intendit
mihi, et exaudivit preces meas, et eduxit me de lacu
miseriae et de luto faecis: "Puse toda mi esperanza en
el Señor, y me oyó y escuchó mis súplicas y me sacó del
foso de la miseria y del pantano de la iniquidad".
En el útimo momento, apretando la mano de uno de los que le
asistían solícitamente murmuró: "Advesperascit et
inclinata est jam dies": "Empieza a
anochecer y el día se va alejando". Su última palabra fue
el nombre de Jesús. Mientras los circunstantes recitaban de
rodillas las letanías de los agonizantes, San
Francisco expiró dulcemente, a los cincuenta y seis años
de edad.
La beatificación
de San Francisco de Sales fue la primera llevada a
cabo con solemnidad en San Pedro de Roma. La canonización tuvo lugar en
la misma basílica, tres años después. La fiesta del santo se celebra el 29 de enero,
día de la traslación de sus restos al convento de la Visitación de
Annecy. En 1877 fue declarado Doctor de la Iglesia, y el Papa Pío XI le nombró patrono de
los periodistas. Cuando San Francisco murió, un sacerdote llamado Vicente
de Paul vivía en París. El santo obispo le había confiado el cuidado del primer
convento de la Visitación. San Vicente dijo de San Francisco: "El siervo de
Dios se conformaba de tal modo al molde que Dios le había fijado, que muchas
me pregunté admirado cómo una criatura podía alcanzar tan alto grado
perfección, dada la fragilidad de nuestra
naturaleza ... Meditando sus palabras me he sentido tan lleno de admiración, que creo que Francisco de Sales es el
hombre que ha reproducido más fielmente sobre la tierra el amor del Hijo de
Dios".
Algunas personas, considerando que el santo era demasiado
indulgente con los pecadores, se lo dijeron francamente cierta vez. El obispo
resondió: "Si existiera una virtud más alta que la bondad, Dios nos la habría
enseñado. Pues bien, a nada nos exhortó tanto Jesucristo como a ser mansos
y humildes de corazón.
¿Por qué os oponéis a que obedezca al mandato de mi Señor?
¿Quién mejor que Dios puede indicarnos el camino en este punto?" La
ternura de San Francisco se mostraba especialmente con los apóstatas y los
pecadores. Cuando esos pródigos volvían a la casa paterna, el santo les acogía
con la bondad de un padre, diciéndoles: "Dios y yo estamos dispuestos a
ayudaros. Todo lo que os pido es que no desesperéis; del resto yo me encargo".
Su solicitud por ellos se extendía también a sus dificultades materiales, y les
abría su bolsa tan ampliamente como su corazón. Como algunos
murmurasen de que eso alentaba a los pecadores en sus malos hábitos, el santo
respondió: "¿No forman acaso parte de mi grey?
¿O acaso el Señor no derramó su sangre
por ellos? Estos lobos se transformarán en mansos corderos y un día
valdrán más ante los ojos de Dios que todos nosotros. Si Dios no hubiese usado
de misericordia con Saulo, San Pablo no existiría".
Existe un material
inmenso sobre la vida de San Francisco de Sales. En el
siglo XVII aparecieron numerosas biografías, dos de
ellas, apenas un par de años después de la muerte del santo. Sus
propias obras, especialmente sus cartas, constituyen
una mina inagotable de información. Ver la gran edición de
Annecy, preparada por las religiosas de la
Visitación, bajo la
dirección del benedictino inglés Dom Mackey, y más
tarde, bajo la dirección del P. Navatel y otros. L'esprit de
St. François de Sales, de Mons. Camus, alcanzó
inmensa popularidad desde la primera edición en 1641, y ha
sido traducido a muchos idiomas; ver también St. Francís
de Sales (1937) de M. Mueller. Las más completas
biografías modernas son la del P. Hamon y la de Mons. W. G.
Trochu. Existe un estudio en francés, sobre San Francisco
de Sales, Maestro de Perfección, del canónigo
J. Lerlmq (1948). Entre las obras de lectura fácil se cuentan la
de M. M. Maxwell Scott, St. Francis de Sales and his
friends, y la Vida de Margerie. Dos
escritores anglicanos han escrito sobre el santo: L. Farrer (Mrs.
Lear), Life (1872) y E. K. Sanders (1928).
- *
Vidas de los Santos, de Butler. Vol. I.
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