La vida
de Santa Jacinta es, en cierto sentido, única en los
anales de los santos. Casi todos ellos experimentaron,
en un momento determinado, una especie de cambio que
califican de "conversión". En algunos casos,
como en el de San Agustín, la conversión consiste en
la vuelta a Dios, después de una vida de pecado en el
mundo. En otros casos, como el de Santa Teresa, la Vida
anterior parece imperfecta por el contraste que ofrece
con la vida posterior a la conversión. Pero es muy
raro el caso de un santo que, tras de haber llevado una
vida de escandalosa infidelidad a las reglas del
convento, se convierta, vuelva atrás, y finalmente se
entregue definitivamente, movido por una nueva gracia,
hasta alcanzar las cumbres de la perfección.
Clara Mariscotti, que provenía de una
noble familia de Vignarello, se educó en el convento de
las franciscanas de Viterbo, donde una de sus hermanas
era religiosa. Parece que en sus primeros años mostró
poca inclinación a la piedad. Cuando sus padres casaron
a su hermana más joven con el marqués Cassizucchi,
Clara cayó en un estado de postración y mal humor,
insoportables para su familia. En vista de ello, sus
padres, siguiendo la odiosa costumbre de la época,
decidieron forzarla a entrar en la vida religiosa. Clara
ingresó al mismo convento de Viterbo donde había sido
educada, que era una comunidad de la Tercera Orden
Regular Franciscana. Aunque hizo la profesión, la joven
declaró llanamente que el hecho de vestir el hábito
religioso no le impediría exigir todas las exenciones
a las que su rango y la riqueza de su familia le daban
derecho. Durante diez años, fue el escándalo de la
comunidad por su olímpico desprecio de las reglas,
aunque guardaba todavía un mínimo de apariencias. En
cierta ocasión, en que se hallaba ligeramente
indispuesta, un santo sacerdote franciscano fue a
confesarla en su celda y, al ver cuán confortable era
ésta, reprendió severamente a Sor Jacinta (este era el
nombre que había tomado al entrar al convento) por su
tibieza y los graves peligros a que se exponía. La
reprensión impresionó profundamente a la religiosa,
quien temporalmente reformó su vida con un fervor casi
exagerado. Pero esta súbita transformación no duró
mucho; el fervor de Sor Jacinta empezaba ya a decaer,
cuando Dios le envió una enfermedad mucho más seria
que la anterior. Esta vez, la gracia fue plenamente
eficaz y a partir de ese momento, la santa llevó una
vida de crueles disciplinas, constantes ayunos y
vigilias, y largas horas de oración.
Lo más extraordinario, tratándose de un
temperamento como el de Jacinta, es que, siendo maestra
de novicias, dio muestras de un gran sentido común en
la dirección espiritual, ya que refrenaba las
exageraciones de fervor y penitencia en sus novicias y
escribía mesurados consejos a las numerosas personas
que la consultaban por carta. Por ejemplo, a una persona
que le preguntaba su opinión sobre una religiosa muy
reputada por su unión con Dios y su don de lágrimas,
Jacinta respondió: "Antes que nada, quisiera yo
saber si esa religiosa está despegada de las creaturas,
si es humilde, si ha renunciado a la voluntad propia,
aun en las cosas buenas y santas; sólo así es posible
determinar si los deleites de su devoción vienen
realmente de Dios. Yo admiro sobre todo a los que son
poco admirados, a los olvidados de sí mismos, aunque
tengan pocas consolaciones sensibles. La verdadera señal
del espíritu de Dios es la cruz, el sufrimiento, la
perseverancia generosa, a pesar de la falta de consuelo,
en la oración".
La caridad de Jacinta era notable, y no se
limitaba a su comunidad. Con su ayuda se formaron en
Viterbo dos cofradías encargadas de los enfermos, los
ancianos, los nobles venidos a menos y los pobres.
Pidiendo limosna de puerta en puerta, Jacinta reunía
los fondos necesarios para el trabajo de las cofradías.
La santa murió a los cincuenta y cinco años de edad,
el 30 de enero de 1640, y fue canonizada en 1807. La
bula de canonización afirma que "su mortificación
era tan grande, que la conservación de su vida era un
constante milagro" y que, "con su apostólica
caridad ganó a Dios más almas que muchos predicadores
de su tiempo".
Ver
Flaminio de Latera, Vita della V. S. Giacinta
Variscotti (1805); Léon, L'Auréole séraphique,
vol. I, pp. 117-126; Kirchenlexikon, vol. VI,
pp. 514-516.
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