San Jerónimo
llama a Santa Marcela "la gloria de las matronas
romanas". Habiendo perdido a su esposo a los siete
meses de matrimonio, Marcela rechazó las proposiciones
del cónsul Cereal y decidió imitar a los ascetas del
oriente. Se privó del vino y de la carne, consagró su
tiempo a la lectura espiritual, la oración, las visitas
a las iglesias de los mártires, y no habló jamás a
solas con ningún hombre. Otras mujeres de noble linaje
siguieron su ejemplo y se pusieron bajo su dirección, y
Roma presenció la formación de varias comunidades de
ese tipo en breve tiempo. Nos han quedado dieciséis
cartas de San Jerónimo a Santa Marcela, en respuesta a
las preguntas que la santa le hacía; pero ésta no se
contentaba con escuchar pasivamente las respuestas del
Doctor de la Iglesia, sino que discutía a fondo sus
argumentos y aun le reprendía por su mal carácter.
Cuando los godos saquearon Roma, el año 410,
maltrataron a Santa Marcela para que revelase el sitio
en que había escondido sus supuestos tesoros, que en
realidad habían pasado a manos de los pobres, desde
mucho tiempo atrás.
La santa no temía por sí misma, sino por
su discípula Principia (no su hija, como algunos han
supuesto erróneamente). Arrodillándose, pues, ante los
soldados, les rogó que no le hicieran daño alguno.
Dios les movió a compasión, y estos condujeron a las
dos mujeres a la iglesia de San Paulo, en la que Alarico
respetaba el derecho de asilo. Santa Marcela murió poco
tiempo después, en los brazos de Principia, a fines de
agosto del año 410. El Martirologio Romano venera su
memoria en el día de hoy.
Todos
los datos que poseemos sobre Santa Marcela provienen prácticamente
de las cartas de San Jerónimo, especialmente de la 127,
titulada Ad Principiam virginem, sive Marcellae
viduae epitaphium (Migne, PL., vol. XXII, cc. 1087
ss.). Ver también Grützmacher, Hieronymus; eine
biographische Studie, vol. I, pp. 225 ss.; vol. II,
pp. 173 ss.; vol. III, pp. 195 ss.; Cavallera, Saint
Jérome (2 vols., 1922); y DBC., vol. III, p. 803.
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