Francisco
Javier Bianchi nació en Arpino, en 1743. Arpino formaba
entonces parte del reino de las dos Sicilias. El santo
hizo sus estudios eclesiásticos en Nápoles y recibió
la tonsura a los catorce años. Su padre se opuso
tenazmente a que el joven entrara en la vida religiosa,
y Francisco Javier atravesó un período de angustioso
conflicto entre la voluntad de sus padres y lo que él
consideraba como la voluntad de Dios. Finalmente acudió
a San Alfonso de Ligorio en busca de consejo, durante
una de las misiones del santo. Este le confirmó en su
vocación y Francisco Javier, venciendo todas las
oposiciones, entró en la Congregación de los Clérigos
Regulares de San Pablo, más conocidos con el nombre de
barnabitas. Probablemente a consecuencia de los
esfuerzos que había hecho para superar esa prueba, el
santo cayó enfermo y sufrió terriblemente durante tres
años. Por fin, logró rehacerse, realizó grandes progresos en sus estudios y se distinguió particularmente
en la literatura y en las ciencias. Fue ordenado
sacerdote en 1767. Sus superiores le dieron muestras de
excepcional confianza, ya que no sólo le permitieron oír
confesiones a pesar de ser muy joven (cosa muy rara en
Italia), sino que le nombraron superior de dos colegios,
a la vez. El santo ejercitó este cargo durante quince años.
Le fueron confiados otros muchos oficios de
importancia, pero Francisco Javier se sentía cada vez más
llamado a despegarse de las cosas terrenas y consagrarse enteramente a la oración y los ministerios
sacerdotales. Así pues, empezó a llevar una vida de
extremada mortificación y austeridad. Pasaba gran parte
de su tiempo en el confesionario, a donde miles de
personas iban a consultarle. Su salud se resintió y le
sobrevino una debilidad tan grande, que apenas podía
arrastrarse para ir de un sitio a otro. No por ello
cambió Francisco Javier su forma de vida, sino que
siguió adelante como si nada sucediese. Su valiente
resolución de vivir al servicio de los demás parece
haber dado una eficacia especial a sus palabras y
oraciones, de suerte que todos le consideraban como un
santo.
Cuando las congregaciones religiosas fueron
dispersadas en Nápoles, Francisco Javier se hallaba en
un estado lamentable; tenía las piernas hinchadas y
cubiertas de llagas, y había que llevarle cargado al
altar para que celebrara la misa. Esto tuvo la ventaja
de merecerle privilegios especiales, pues las autoridades le permitieron conservar el hábito religioso y
permanecer en el colegio, donde vivió totalmente solo
en la más estricta observancia religiosa.
Se cuentan muchos milagros y profecías del
P. Bianchi. En el proceso de beatificación se hizo
mención de dos notables casos en los que multiplicó el
dinero para pagar deudas. Durante la erupción del
Vesuvio, en 1805, la población llevó al santo en vilo
hasta el río de lava, que se detuvo en cuanto Francisco
Javier hizo la señal de la cruz, frente a él. La
veneración que los napolitanos le tenían al fin de su
vida era ilimitada: "Roma tuvo su Neri (negro) -decían-,
pero nosotros tenemos a nuestro Bianchi (blanco), que no
es menos bueno". Muchos años antes, una de sus
penitentes, Santa María Francisca de Nápoles, muerta
en 1791, había prometido al P. Bianchi que se le
aparecería tres días antes de que él pasara a mejor
vida. Este estaba persuadido de que la santa cumpliría
su promesa, como sucedió en efecto. San Francisco
Javier Bianchi exhaló el último suspiro el 31 de enero
de 1815. Fue canonizado en 1951 por Pío XII.
Ver
P. Rudoni, Virtu e meraviglie del ven. Francesco S.
M. Bianchi (1823); C. Kempf, The Holiness of the
Church in the Nineteenth Century (1916), pp. 96-97; Analecta
Ecclesiastica, 1893, pp. 54 ss.
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