San Ignacio, llamado Teóforo,
"el que lleva a Dios," probablemente fue un converso, discípulo
de San Juan Evangelista; los datos históricos fidedignos sobre sus primeros años
son pocos. De acuerdo con algunos escritores
antiguos, los apóstoles San Pedro y San Pablo ordenaron que sucediera a San
Evodio como obispo de Antioquía, cargo que conservó por cuarenta años, y en
el cual brilló como pastor ejemplar. El historiador eclesiástico Sócratas
dice que introdujo o divulgó en su diócesis el canto de antífonas, hecho poco
probable. La paz de que gozaron los cristianos al morir Domiciano, duró únicamente
los quince meses del reinado de Nerva y bajo Trajano se reanudó lo persecución.
En una interesante carta del emperador a Plinio el Joven, gobernador
de Bitinia, se establecía el principio de que los cristianos debían ser
muertos, en caso de que existieran delaciones oficiales; y, en otros casos, no
se les debía molestar. Trajano fue magnánimo
y humanitario; pero la gratitud que lo vinculaba con sus dioses por las
victorias sobre los dacios y escitas, lo llevó posteriormente a perseguir a los
cristianos, que se negaban a reconocer estas divinidades. Desgraciadamente, no
podemos confiar en la relación legendaria sobre el arresto de Ignacio y su
entrevista personal con el emperador; sin embargo, desde época muy remota,
se ha creído que el interrogatorio al que fue sometido el soldado de Cristo por
Trajano, siguió aproximadamente este
cauce:
"¿Quién eres tú,
espíritu malvado, que osas desobedecer mis órdenes incitas a otros a su
perdición? "
"Nadie llama a Teóforo
espíritu malvado ,"
se dice que respondió el santo.
"¿Quién es Teóforo? "
"El que lleva a Cristo
dentro de sí ."
"¿Quiere es o
decir que nosotros no llevamos dentro a los dioses que nos
ayudan contra nuestros enemigos?" preguntó el emperador.
"Te equivocas cuando llamas
dioses a los que no son sino diablos," replicó Ignacio. "Hay un sólo
Dios que hizo el cielo, la tierra y todas las cosas; y un solo
Jesucristo, en cuyo reino deseo ardientemente ser admitido."
Trajano inquirió, "¿te
refieres al que fue crucificado bajo Poncio P ilato?"
"Sí, a Aquél que con su
muerte crucificó al pecado y a su autor, y que proclamó que toda malicia
diabólica ha de ser hollada por quienes lo llevan
en el corazón."
"¿Entonces tú llevas a
Cristo dentro de ti?" dijo el emperador.
Ignacio respondió, "sí,
porque está escrito, viviré con ellos y caminaré con ellos."
Cuando Trajano mandó encadenar
al obispo para que lo llevaran a Roma y ahí lo devoraran
las fieras en las fiestas populares, el santo exclamó "te doy gracias,
Señor, por haberme permitido darte esta
prueba de amor perfecto y por dejar que me encadenen por Ti, como tu apóstol
Pablo."
Rezó por la Iglesia, la
encomendó con lágrimas a Dios, y con gusto sometió sus
miembros a los grillos; y lo hicieron salir apresuradamente los soldados para
conducirlo a Roma.
En Seleucia, puerto de mar,
situado a unos veinticinco kilómetros de Antioquía, se e mbarcaron
en un navío
que, por razones desconocidas, fue costeando por la ribera sur y occidental del
Asia Menor, en lugar de dirigirse directamente a Italia. Algunos de sus amigos
cristianos de Antioquía tomaron Un
camino más corto, llegaron a Roma antes que él, y ahí esperaron su llegada.
Durante la mayor parte del trayecto acompañaron a San Ignacio el diácono Filón
y Agatopo, a quienes se considera autores de las actas de su martirio. Parece
que el viaje fue sumamente cruel, pues San Ignacio iba vigilado día y noche por
diez soldados tan bárbaros, que San Ignacio dice eran como "diez
leopardos" y añade "iba yo luchando con fieras salvajes por tierra y
mar, de día y noche" y "cuando se las trataba bondadosamente, se
enfurecían mas."
Las numerosas paradas, dieron al
santo oportunidad de confirmar en la fe a las iglesias cercanas a la costa de
Asia Menor. Dondequiera que el barco atracaba, los cristianos enviaban sus
obispos y presbíteros a saludarlo, y grandes multitudes se reunían para
recibir la bendición de aquel mártir
efectivo. Se designaron también delegaciones que lo escoltaron en el camino. En
Esmirna tuvo la alegría de encontrar a su antiguo condiscípulo San Policarpo;
ahí se reunieron también el obispo Onésimo quien iba a la cabeza de una
delegación de Efeso;
el obispo Dámaso, con enviados de Magnesia, y el obispo Polibio de Tralles.
Burrus, uno de los delegados, fue tan servicial con San Ignacio, que éste
pidió a los efesios que le permitieran acompañarlo. Desde Esmirna, el santo
escribió cuatro cartas.
La carta a los efesios comienza
con un cálido elogio de esa iglesia. Los exhorta a permanecer
en armonía con su obispo y con todo su clero, a que se reúnan con frecuencia
para rezar públicamente, a ser mansos y humildes, a sufrir las injurias,
sin murmurar. Los alaba por su celo contra la herejía
y les recuerda que sus obras más ordinarias
serían espiritualizadas, en la medida que las hicieran
por Jesucristo. Los llama compañeros de viaje en su camino a Dios y les
dice que llevan a Dios en su pecho. En sus cartas a las iglesias de Magnesia y
Tralles habla en términos
análogos y los pone sobre aviso contra el docetismo, doctrina que negaba
la realidad del cuerpo de Cristo y su vida humana. En la carta a Tralles Ignacio
dice a aquella comunidad que se guarden de la herejía,
"lo que harán si permanecen unidos a Dios, y
también a Jesucristo y al obispo y a los mandatos
de los apóstoles. El que está dentro del altar está limpio, pero el que está
fuera de él, o sea, quien se separa del obispo, de los presbíteros y diáconos,
no está limpio". La cuarta carta, dirigida a los cristianos de
Roma, es una súplica para que no le
impidan ganar la corona del martirio; pensaba que había
peligro de que los influyentes trataran de obtener una mitigación
de la condena. Su alarma no era infundada. A
esas fechas, el cristianismo ya había conseguido adeptos
en sitios elevados. Había hombres como Flavio Clemente, primo del
emperador, y los Acilios Glabriones que tenían
amigos poderosos en la administración.
Luciano, satirista pagano (c. 165 d.C.),
quien seguramente conoció estas cartas de Ignacio, da testimonio de lo anterior.
"Temo que vuestro amor, me
perjudique" escribe el obispo, "a vosotros os es fácil hacer lo que
os agrada; pero a mí me será difícil llegar a Dios, si vosotros no os
cruzáis de brazos. Nunca tendré oportunidad como ésta para llegar a mi Señor ...
Por tanto, el mayor favor que pueden hacerme es permitir que yo
sea derramado como libación a Dios mientras el altar está preparado;
para que formando un coro de amor, puedan dar
gracias al Padre por Jesucristo porque Dios se ha dignado traerme a mí, obispo
sirio, del oriente al occidente para que pase de este mundo y resucite de nuevo
con El... Sólo les suplico que rueguen a Dios que me dé gracia interna
y externa, no sólo para decir esto, sino para desearlo, y para que no sólo me
llame cristiano, sino para que lo sea efectivamente... Permitid que sirva
de alimento a las bestias feroces para que por ellas pueda alcanzar a Dios. Soy
trigo de Cristo y quiero ser molido por los dientes de las fieras
para convertirme en pan sabroso a mi Señor Jesucristo. Animad a las bestias
para que sean mi sepulcro, para que no dejen nada de mi cuerpo, para que cuando
esté muerto, no sea gravoso a nadie... No os lo ordeno, como Pedro y Pablo:
ellos eran apóstoles, yo soy un reo condenado; ellos eran hombres libres, yo
soy un esclavo. Pero si sufro, me convertiré en liberto de Jesucristo y en El
resucitaré libre. Me gozo de que me tengan ya preparadas las bestias y deseo de
todo corazón que me devoren luego; aún más,
las azuzaré para que me devoren inmediatamente y por completo y no me sirvan a
mí como a otros, a quienes no se atrevieron a atacar. Si no quieren atacarme,
yo las obligaré. Os pido perdón. Sé lo que me conviene. Ahora comienzo a ser
discípulo.
Que ninguna cosa visible o invisible me impida llegar a Jesucristo. Que venga
contra mí fuego, cruz, cuchilladas, desgarrones, fracturas y
mutilaciones; que mi cuerpo se deshaga en pedazos y que todos los tormentos del
demonio abrumen mi cuerpo, con tal de que llegue a
gozar de mi Jesús. El príncipe de este mundo trata de arrebatarme y de
pervertir mis anhelos de Dios. Que ninguno de vosotros le ayude. Poneos de mi
lado y del lado de Dios. No llevéis en vuestros labios el nombre de
Jesucristo y deseos mundanos en el corazón. Aun
cuando yo mismo, ya entre vosotros os
implorara vuestra ayuda, no me escuchéis, sino creed lo que os digo por carta.
Os escribo lleno de vida, pero con anhelos de morir."
Los guardias se apresuraron a
salir de Esmirna para llegar a Roma antes de que terminaran los juegos, pues las víctimas
ilustres y de venerable aspecto, eran la gran
atracción en el anfiteatro. El mismo
Ignacio, gustosísimo, secundó sus prisas. En seguida se embarcaron
para Troade, donde se enteraron de que la paz se había
restablecido en la Iglesia de Antioquía. En Troade Ignacio escribió
tres cartas más. Una a los fieles de Filadelfia, alabando a su obispo, cuyo
nombre calla, y rogándoles que eviten la herejía.
"Usad una sola Eucaristía; porque la carne de Jesucristo
Nuestro Señor es una y uno el cáliz para unirnos a
todos en su sangre. Hay un altar, así como un obispo, junto con el cuerpo de
presbíteros y diáconos, mis hermanos siervos, para que todo lo que hiciereis
vosotros lo hagáis de acuerdo con Dios."
En la carta a los de Esmirna encontramos otro aviso contra los docetistas, que
negaban que Cristo hubiera tomado una naturaleza
humana real y que la Eucaristía fuera realmente su cuerpo. Les prohíbe todo
trato con esos falsos maestros y sólo les permite orar por ellos. La última
carta es a San Policarpo, y consiste principalmente en consejos, como
conviene a una persona mucho más joven que el
escritor. Lo exhorta a trabajar por Cristo, a reprimir las falsas enseñanzas, a
cuidar de las viudas, a tener servicios
religiosos con frecuencia, y les recuerda que la medida de sus trabajos será la
de su premio. Como San Ignacio no tuvo tiempo de escribir a otras
Iglesias, nidio a San Policarpo que lo hiciera en su nombre.
De Troade navegaron hasta Nápoles
de Macedonia. Después fueron a Filipos y, habiendo
cruzado la Macedonia y el Epiro a pie, se volvieron a embarcar en Epidamno (el
actual Durazzo en Albania). Hay que confesar que estos detalles se basan únicamente
en las llamadas "actas" del martirio, y no podemos tener ninguna
confianza en la descripción de la escena final. Se dice que al aproximarse el
santo a Roma, los fieles salieron a recibirlo y se regocijaron al verlo, pero lamentaron
el tener que perderlo tan pronto. Como él lo había previsto, deseaban tomar
medidas para liberarlo, pero les rogó que no le impidieran llegar al Señor.
Entonces, arrodillándose con sus hermanos, rogó por la Iglesia, por el fin de
la persecución, y por la caridad y concordia entre los fieles. De acuerdo con
la misma leyenda, llegó a Roma el 20 de
diciembre, último día de los juegos públicos, y fue conducido ante el
prefecto de la ciudad, a quien se le entregó la carta del emperador. Después
de los trámites acostumbrados, se le llevó
apresuradamente al anfiteatro flaviano.
Ahí le soltaron dos fieros leones, que inmediatamente lo devoraron, y sólo
dejaron los huesos más grandes. Así fue escuchada su oración.
Parece haber suficiente
fundamento para creer que los fragmentos que se pudieron reunir de los restos
del mártir, fueron llevados a Antioquía y sin duda, fueron venerados al
principio de un modo que no llamara demasiado la atención "en un
cementerio fuera de la puerta de Dafnis."
Esto lo refiere San Jerónimo, escribiendo en 392, y sabemos que él había
visitado Antioquía. Por el antiguo martirologio sirio nos enteramos de que la
fiesta del mártir se celebraba en esas regiones
el 17 de octubre, y se puede suponer que el panegírico de San Ignacio, hecho
por San Juan Crisóstomo, cuando éste era presbítero de Antioquía, fue
pronunciado en ese día. San Juan hace resaltar el hecho de que el suelo de Roma
había sido empapado con la sangre de la víctima, pero que Antioquía atesoraba
para siempre sus reliquias. "Ustedes lo prestaron por una temporada,"
dijo al pueblo, "y lo recibieron con interés. Lo enviaron siendo obispo, y
lo recobraron mártir. Lo despidieron con oraciones y lo trajeron a su tierra
con laureles de victoria." Pero ya en
tiempo del Crisóstomo la leyenda había
comenzado a tejerse. El orador supone que Ignacio había sido nombrado por
el mismo apóstol San Pedro para sucederlo en el obispado de Antioquía.
No es de maravillar que en fechas posteriores se fabricara toda una correspondencia,
incluso ciertas cartas entre el mártir y la Santísima Virgen, cuando
vivía en la tierra, después de la ascensión de su Hijo. Tal vez el relato más
candoroso de todas estas fábulas medievales es la historia que identifica
a Ignacio con el niño a quien Nuestro Señor tomó
en sus brazos y que le sirvió para dar una
lección sobre la humildad (Marcos 9:36).
Hay un marcado contraste entre la
oscuridad que rodea casi todos los detalles de la carrera de este gran mártir
y la certeza con que los eruditos actuales afirman la autenticidad de las
siete cartas a que nos hemos referido antes, como
escritas por él, camino de Roma. No es este lugar para discutir las
tres ediciones críticas de estas cartas, conocidas como
la "Más Larga," la "Curetoniana" y la "Vossiana."
Una controversia secular ha dado por resultado una abundante literatura, pero en
la actualidad la disputa
está prácticamente terminada. En todo caso, puede decirse que, con rarísimas
excepciones, la actual generación de estudiantes de patrística está de
acuerdo en admitir la autenticidad de la "Curetoniana," que fue
la primera identificada por el arzobispo Ussher en 1644, y cuyo texto griego fue
impreso por Isaac Voss y por Dom Ruinart,
un poco más tarde.
No hay temor de exagerar la
importancia que el testimonio de estas cartas aporta sobre las creencias y la
organización interna de la iglesia cristiana, años después de la ascensión
de Nuestro Señor. San Ignacio de Antioquía es el primer escritor, que, fuera
del Nuevo Testamento, subraya el nacimiento virginal. A los de Efeso, por
ejemplo, les escribe, "y al príncipe de este mundo se le ocultó la
virginidad de
María y su parto y también la muerte del Señor."
Se supone claramente conocido el misterio de la Trinidad, y se percibe un
marcado enfoque cristológico, cuando leemos en la misma carta (c. 7), "hay
un médico de carne y espíritu, engendrado y no engendrado,
Dios en hombre, verdadera Vida en muerte, hijo de María e hijo de Dios, primero
pasible y después impasible, Jesucristo
Nuestro Señor." No menos notables son
las frases usadas respecto a la Sagrada Eucaristía. Es "la carne de Cristo,"
"el don de Dios," "la medicina de inmortalidad,"
e Ignacio denuncia a los herejes "que no confiesan que la Eucaristía es la
carne de Jesucristo nuestro Salvador, carne que sufrió por nuestros pecados y
que en su amorosa bondad el Padre resucitó." Finalmente, en la
carta a los de Esmirna, por vez primera en la literatura cristiana
encontramos mencionada a "la Iglesia Católica."
"Que doquier aparezca el obispo, ahí esté el pueblo; lo mismo que donde
quiera que Jesucristo está también está la Iglesia Católica." El
santo habla severamente de las especulaciones
heréticas —en particular las de los docetistas— que ya en su tiempo
amenazaban con dañar la integridad de la fe cristiana. Ciertamente puede
decirse que la nota clave de toda su instrucción fue la de insistir sobre la unidad
de creencia y de espíritu entre los que pretendían seguir a Nuestro Señor.
Pero a pesar de su temor a la herejía, recalcaba la necesidad de ser
indulgentes con los que estaban en el error e insiste en la tolerancia y en el
amor a la cruz. La exhortación a los efesios proporciona una lección a todos
aquellos, para quienes
su religión no es un título vacío:
"Rueguen incesantemente por el resto
de los hombres —porque hay en ellos esperanza de arrepentimiento— para
que lleguen a Dios. Por lo tanto, instrúyanlos
con el ejemplo de sus obras. Cuando ellos estallen en ira, ustedes sean
mansos; cuando se vanaglorien al hablar, sean ustedes humildes;
cuando les injurien a ustedes, oren por ellos; si ellos están en el error, ustedes
sean constantes en la fe; a vista de su furia, sean ustedes apacibles. No ansíen
el desquite. Que nuestra indulgencia les muestre que somos sus hermanos.
Procuremos ser imitadores del Señor, esforzándonos
para ver quién puede sufrir peores
injusticias, quién puede aguantar que
lo defrauden, que lo rebajen a la nada;
que no se encuentre en ustedes cizaña del diablo.
Sino con toda pureza y sobriedad vivan en Cristo Jesús en carne
y en espíritu."
Por lo anterior, se ve claramente que en la práctica, las
siete cartas de San Ignacio forman la
única fuente fidedigna respecto de su vida. El lector puede
consultar estas cartas en la obra magistral del obispo Lightfoot, The
Apostolic Fathers (1877-1885). Hay una
traducción manuable con una valiosa introducción y notas en el volumen del Dr.
J. H. Srawley titulado The Epistles of St.
Ignatius (1935) y un texto y
traducción por Kirsopp Lake
en la Biblioteca de Clásicos Loeb, titulado The
Apostolic Fathers, vol. I (1930).
La traducción y notas en la colección Primeros
Escritores Cristianos (1946) son del Dr. J. A. Kleist.
Otras ediciones, como las de A. Lelong, F. X. Funk y T. Zahn, no hay para qué
mencionarlas aquí. Las cartas de San Ignacio, traducidas al latín y a varios
idiomas orientales, eran ampliamente conocidas por los
primeros escritores cristianos. Aun
el británico San Gildas, en su De excidio Britanniae, escrito
alrededor del 540, cita la carta dirigida a los romanos. El panegírico del Crisóstomo
está en Migne, P. G. vol. I.
Para mayores datos sobre la fecha del martirio, véase H. Grégoire en
Analecta Bollandiana, vol. LXIX (1951), pp. 1 ss. Se menciona a San
Ignacio en el canon de la misa de rito romano, sirio y maronita.
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