CARTA
ABIERTA
A
JUAN
PABLO II*
Editada
en diciembre de 1985 por Courrier de Rome
nº 66
Ante la nueva reunión de Asís, esta carta es de una sorprendente actualidad, pues en 17 años las cosas no han cambiado nada. Santo Padre, todo lo que ocurre durante los viajes de Su Santidad nos llena de amargura. Ya en el pasado habíamos señalado un episodio que sobrepasaba los límites de lo tolerable, atribuyendo la responsabilidad a su séquito, al cual correspondería el cuidado de impedir todo aquello que resulte inconveniente a la suprema dignidad del Vicario de Cristo. Pero en ocasión del último viaje de Su Santidad a África, son sus propias palabras y sus actos los que nos han llenado de estupor y de consternación. Nos referimos aquí al discurso que Su Santidad dirigió a los jóvenes musulmanes de Casablanca, (cf. L’Osservatore Romano” del 21 de agosto de 1985, pág. 5: Un encuentro dentro del espíritu del Concilio Vaticano II), a su oración en el “bosque sagrado” de Lomé y a los gestos que Su Santidad hizo en Kara y Togoville (cf. “L’Osservatore Romano” del 11 de agosto de 1985, pág. 5: Una oración en el “Bosque sagrado”). Santo Padre, las palabras de Su Santidad han repercutido en toda la Iglesia, y sus actos han sido realizados bajo la mirada de toda la Iglesia. Es por lo que estimamos deber manifestar a Su Santidad nuestra disentimiento público.
No, Santo Padre, nosotros los católicos no creemos en el mismo Dios que los musulmanes. Creemos en el Dios que se reveló plenamente en Jesucristo, mientras que los musulmanes creen en un Dios que se habría revelado plenamente a través de Mahoma. Creemos en un Dios único y trinitario, mientras que los musulmanes rechazan la Santísima Trinidad como una forma de politeísmo. Creemos en el Dios cuya Segunda Persona se encarnó en Nuestro Señor Jesucristo para redimirnos, mientras que los musulmanes rechazan la Encarnación y niegan la necesidad de la Redención. Por lo tanto, el Dios en el que creen los musulmanes no es el mismo Dios, “Padre de Nuestro Señor Jesucristo” en el cual creemos nosotros, los católicos.
No, Santo Padre, la Iglesia no ha recibido de su divino Fundador la misión de promover la colaboración entre los que creen en cualquier divinidad invitándolos a respetarse todos mutuamente en sus diversas creencias, aun falsas, con el fin de realizar una “fraternidad universal” que sólo podría realizarse en el plano natural. El hombre no ha sido creado por Dios para “servir la fraternidad universal”, sino para servir al verdadero Dios dentro de la verdadera religión; la misión de la Iglesia es por lo tanto llevar a todos los hombres, musulmanes incluidos, el único evangelio de salvación, oponiendo la verdad revelada al error. De la aceptación de esta verdad surge la fraternidad universal, es muy cierto, pero fraternidad sobrenatural que se funda en la adopción como hijos de Dios mediante el único bautismo. Y Su Santidad ha señalado efectivamente en el Concilio la línea divisoria de aguas, el punto de partida del nuevo curso de la Iglesia. A partir del Concilio, en efecto, la colaboración con los cristianos de otras religiones, (la cual no era desconocida en el pasado pero sólo se practicaba en circunstancias determinadas y en condiciones determinadas, a saber el ser buena y honesta y jamás en detrimento de la fe) se traduce - cosa que nunca había ocurrido - en el renunciamiento a anunciar el evangelio, es decir a la misión en que se resume toda la razón de ser y de actuar de la Iglesia. Es como si la “fraternidad universal” fuese el valor más alto, al cual todo estuviese subordinado y sacrificado, hasta la Verdad misma que es el valor supremo, a la cual cualquier otro valor se subordina y, cuando es necesario, se sacrifica, aun la fraternidad humana. “No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz sino espada.” (Mt. 10, 34, cf Lc. 12, 51). En razón de la libertad humana y de la naturaleza humana caída, la Verdad separa para el tiempo y para la eternidad a aquellos que la aceptan de los que la rechazan. Cristo mismo, siendo la Verdad, es signo de contradicción. Pero no es lícito por ello dejarlo de lado para “vivir juntos y servir la fraternidad universal”, eso significaría hacer de la Iglesia católica, en nombre de Vaticano II, un doble de la masonería.
No, Santo Padre, el testimonio dado a la verdadera fe no puede conciliarse con el respeto de “las otras tradiciones religiosas”, porque ese respeto implica precisamente la infidelidad a Dios y la indiferencia a la verdad. El respeto de “las otras tradiciones religiosas” que no son la única Religión divinamente revelada equivale al respeto del error, y el error no debe ser respetado sino combatido como contrario a Dios. El hombre no tiene por lo tanto derecho a esperar ser respetado “por lo que es de hecho y por lo que cree en conciencia”, porque eso equivale a exiger el respeto aun para el mal y para el error. El hombre debe ser respetado por lo que Dios lo llama a ser, y su conciencia debe ser respetada en la medida en que adhiere a la verdad objetiva. “Si tu hermano no quiere escucharte... dilo a la Iglesia; si se niega a escuchar aun a la Iglesia, que sea para ti como el pagano y el publicano” (Mt. 18, 15-17). La caridad de la Iglesia, adaptándose al modelo de la Divina Caridad, siempre ha distinguido entre pecado y pecador, entre el error y el que lo comete, odiando “con un odio perfecto” (Sal 138, 23) el pecado y el error en cuanto opuestos a Dios y obstáculos a la perfección del hombre, y amando al pecador y al extraviado no en cuanto tal sino en cuanto aún capaz de adherir a la Verdad y al Bien (S. Th. L1- II, q. 25, art. 6). Los condenados, en efecto, que han definitivamente perdido esta capacidad, quedan definitivamente excluídos de la Caridad.
Santo Padre, Su Santidad ha expresado así, en nombre de la Iglesia, estima por un camino religioso salido de la fantasía de un exaltado y que se lleva a cabo en el error, en el rechazo de Nuestro Señor Jesucristo sin Quien nadie puede ser salvado, y de su Iglesia, fuera de la cual no hay salvación. Su Santidad ha confirmado de esta manera a los musulmanes en su error. Además, Su Santidad ha puesto en pie de igualdad la tradición espiritual musulmana y la Divina Revelación que nos ha sido transmitida infaliblemente por Pedro y por sus sucesores. Su Santidad ha de este modo humillado la Tradición católica y elevado la tradición musulmana a un nivel al cual no tiene derecho en absoluto. Entre otras cosas, las palabras de Su Santidad parece aprobar todas las perversidades cometidas por el Islam contra el catolicismo en la “guerra santa” (¡se trata de algo muy diferente a la “fraternidad universal”!), guerra que, siendo para los musulmanes uno de los cinco principales deberes religiosos prescritos por el Corán, es inseparable tanto de su “camino religioso” como de su “tradición espiritual”. Implícitamente, las palabras de Su Santidad significan la condenación de todos los pontífices, como San Pío V y el Bienaventurado Inocencio XI, quienes combatieron al Islam para permitir que sobreviviera la Europa católica. Santo Padre, ¿nos será permitido recordar a Su Santidad que, sin la “tradición espiritual” islámica que elogia, la Iglesia católica no habría sido expulsada de África del Norte, y que allí donde hoy había para Su Santidad millares de jóvenes musulmanes que creen en Alá, habría habido millares de jóvenes creyentes en Jesús Nuestro Señor?
No, Santo Padre, no podemos, nosotros cristianos, regocijarnos de esos valores religiosos que los musulmanes tendrían en común con nosotros, desde el momento en que esos valores excluyen la fe en Nuestro Señor Jesucristo y en su Iglesia. Antes de la Redención era necesario, para salvarse, creer no solamente en Dios, sino también en el Cristo que había de venir; con más razón después de la Redención es necesario creer no sólo en Dios sino también en el Cristo que ha venido. Ningún hombre puede por lo tanto esperar hallar en Dios un juez misericordioso al final de los tiempos si no aceptó a Jesucristo y a su Iglesia. Aun si las obras de justicia que realizamos no nos salvan por sí mismas sino en virtud de nuestra incorporación a Cristo (1 Co 16, 2-3). Si, al final de los tiempos, hay musulmanes que se salvan, no será en virtud de su seudoreligión, sino a pesar de su seudoreligión, en virtud del deseo de Cristo y de su Iglesia que está implícito en la disposición moral de cumplir fielmente la voluntad de Dios en la observación de la ley natural (Rom 2, 14-16); deseo que puede reemplazar, en caso de ignorancia invencible o de imposibilidad, la fe real en Nuestro Señor Jesucristo y la pertenencia a la Iglesia Católica. Eso no quita nada a esta verdad de fe divina y católica según la cual la pertenencia a la Iglesia es necesaria a todos para obtener la salvación, y no anula los deberes que derivan, para la Iglesia, del precepto de su divino Fundador: “Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado” (Mt 28, 19-20; cf Rom 1, 5).
No, Santo Padre, no es solamente exigencia de lealtad, y menos se trata de reconocer y de respetar las diferencias recíprocas. Se trata aquí del derecho y del deber: deber de la Iglesia de anunciar a Nuestro Señor Jesucristo y la salvación que Él trae, derecho de las almas a oír este anuncio. Porque, contrariamente a lo que Su Santidad parece decir, la religión católica no es una creencia subjetiva de los cristianos, sino que es la única verdadera Religión, revelada por Dios, y que todo hombre recto puede perfectamente distinguir a través de signos ciertos. Y Nuestro Señor Jesucristo hace entrar a los creyentes no “siempre y cuando” Lo proclamen y Lo reconozcan Señor y Salvador, sino precisamente “porque” lo proclaman y lo reconocen Señor y Salvador. Porque eso es lo que Él es ante todo, no solamente para los que ya son cristianos, sino para todos los hombres, incluidos los musulmanes, que no se salvarán si no es gracias a Él: sólo Cristo es “la vía que lleva a Dios”, y no el hombre, como Su Santidad lo ha dicho a los jóvenes en un punto de su discurso, mientras que no les ha pedido que “abran las puertas”, cosa que sólo se pide a los cristianos. Santo Padre, no queremos poner en duda la fe de Su Santidad, pero en Casablanca, sus labios no expresaron la fe de San Pedro, el cual no dudó en confesar la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo ante los judíos mismos que lo habían crucificado.
Santo Padre, nos sentimos obligados a decir a Su Santidad que aún hoy nuestros ojos creen equivocarse al leer esto. Su Santidad, Vicario de Nuestro Señor Jesucristo, sucesor de aquél que mereció ser el príncipe de los Apóstoles en razón de su Fe, ha pedido la tolerancia para la religión católica. Sería absurdo pensar que Su Santidad no sabe que “tolerancia” significa actitud hacia un mal teórico o práctico que se deja subsistir, pero sin aprobarlo, por alguna razón proporcionada. Su Santidad ha por lo tanto pedido para la Verdad revelada lo que se pide para el error. No insistamos sobre el contrasentido que significa pedir a los musulmanes la tolerancia en el preciso momento en que se acaba de dar testimonio a su propia fe, la cual prescribe la intolerancia. Finalmente, Su Santidad remite a cristianos y musulmanes a una luz futura acerca del “misterio” de su diferencia de fe, siendo que no existe allí ningún misterio y que todas las luces han sido dadas.
Santo Padre, no juzgamos las intenciones de Su Santidad: como es justo, dejamos el juicio en manos de Dios. Pero nos preguntamos si Su Santidad ha medido la gravedad del espectáculo que ha sido presentado a los creyentes y a los no creyentes. Han visto al Vicario de Nuestro Señor Jesucristo orando en un lugar consagrado al culto de falsas divinidades y realizando prácticas rituales mediante las cuales se profesa una falsa creencia religiosa. Santo Padre, el comportamiento de Su Santidad en África es para los no creyentes una incitación a persisitir en el error y en las prácticas supersticiosas de sus falsas religiones; para los creyentes, es un motivo de escándalo. El discurso de Su Santidad en Casablanca, unido a sus gestos, parece una desautorización de toda la actividad misionera tal como se desarrolló durante dos mil años en la Iglesia Católica; desautorización de los misioneros que, comenzando por los Apóstoles, ejecutando la orden de Jesús Nuestro Señor, anunciaron a los infieles la necesidad de la Redención y de pertenecer a la Iglesia para ser salvados, exigiendo a los convertidos el abandono de todas las prácticas ligadas a las falsas religiones; desautorización de la Iglesia que, fiel a la orden de Cristo, los envió a esa misión y canonizó a los que fueron fieles a esa misión hasta la efusión de la sangre; desautorización del precepto mismo del Señor de anunciar el Evangelio a todos los pueblos y de bautizarlos en el nombre del Dios único en tres Personas. Santo Padre, es innegable que en los gestos y en las palabras de Su Santidad hay ruptura con la enseñanza y la práctica tradicional de la Iglesia Católica. Y ya que Su Santidad apela a Vaticano II - y podría apelar a otros - suministra la prueba más autorizada de que Vaticano II está en ruptura con la enseñanza divina católica en algunos de sus textos y en su aplicación. El origen de esta ruptura debe ser buscado en la aceptación de una idea de “libertad religiosa” que, nacida fuera de la Iglesia y contra la Iglesia, se insinuó finalmente en los documentos conciliares, y cuya puesta en práctica por las más altas autoridades de la Iglesia, y en particular por Su Santidad misma, aparta cualquier duda acerca del error de su formulación. Nos referimos aquí no solamente al reciente viaje de Su Santidad a África, sino también a su colaboración ecuménica en Cantorbery, a su “encuentro” con los luteranos en su templo de Roma, a su “visita” a la más alta autoridad del budismo tailandés. En esas ocasiones, los católicos han visto la herejía puesta en un mismo plano que la verdad, las seudorevelaciones gratificadas con la misma autoridad que la única verdadera religión, los falsos cultos equiparados a los verdaderos cultos. Santo Padre, todo esto es motivo de escándalo para el pueblo católico, lleva a la indiferencia dando a pensar que no existe una única verdadera religión sino que todas las creencias religiosas pueden ser medios de salvación. Sin interrupción durante 150 años los papas se han sentido obligados, esclarecidos como lo estaban por las enseñanzas de Nuestro Señor transmitidas por su Iglesia, a condenar la idea de “libertad religiosa” a la cual, contrariamente, Vaticano II ha abierto ampliamente las puertas: los predecesores de Su Santidad preveían con razón los efectos nefastos de este error. Y, en efecto, es ese mismo concepto de “libertad religiosa” el que se halla en la raíz de todas las “innovaciones” propuetas por los textos conciliares y particularmente de ese falso ecumenismo, fuente envenenada de todas las reformas más desastrosas, comenzando por la de la liturgia, y de las orientaciones más perniciosas de la época posconciliar. Santo Padre, veinte años de cosechas envenenadas bastan para juzgar al árbol. La hora ha llegado de tomar el hacha reafirmando todo lo que la Iglesia ha enseñado siempre acerca de la “libertad religiosa” con todas las consecuencias prácticas que derivan de ello. Esto es lo que, como hijos de la Iglesia, tenemos derecho a esperar de Su Santidad. Porque, si tenemos el deber de manifestar nuestro desacuerdo en tan grave materia, no tenemos el poder de remediar el desastre que se vuelve cada día más evidente. Es a Su Santidad a quien Nuestro Señor Jesucristo ha confiado ese poder al mismo tiempo que la autoridad suprema y, con ese poder, el deber de guiar a la Iglesia en tiempos normales y el de salvarla en tiempos de tempestad, para el honor de Nuestro Señor Jesucristo y para la salvación de las almas. Con todo el respeto debido a Su Santidad. * Traducido de: http://www.unavox.it/doc70.htm . (volver) |