CONCILIO
VATICANO, 1869-1870 XX
ecuménico (sobre la Fe y la Iglesia)
SESIÓN
III
(24
de abril de 1870)
Constitución
dogmática sobre la Fe católica (1)
Nota:
(1) CL VII 248 ss; ASS 5 (1869) 462 ss; cf. EB 61 ss.
D-1781
... Mas ahora, sentándose y juzgando con Nos los obispos de todo el orbe,
reunidos en el Espíritu Santo para este Concilio Ecuménico por autoridad
nuestra, apoyados en la. palabra de Dios escrita y tradicional tal como
santamente custodiada y genuinamente expuesta la hemos recibido de la
Iglesia Católica, hemos determinado proclamar y declarar desde esta cátedra
de Pedro en presencia de todos la saludable doctrina de Cristo, después
de proscribir y condenar - por la autoridad a Nos por Dios concedida -
los errores contrarios.
Cap.
1. De Dios, creador de todas las cosas
D-1782
[Sobre Dios uno, vivo y verdadero y su distinción de la universidad de
las cosas] (2) La santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana cree y confiesa
que hay un solo Dios verdadero y vivo, ,creador y señor del cielo y de
la tierra, omnipotente, eterno, inmenso, incomprensible, infinito en su entendimiento
y voluntad y en toda perfección; el cual, siendo una sola sustancia
espiritual, singular, absolutamente simple e inmutable, debe ser predicado
como distinto del mundo, real y esencialmente, felicísimo en sí y de sí,
e inefablemente excelso por encima de todo lo que fuera de El mismo
existe o puede ser concebido [Can. 1-4].
Nota:
(2) Con estos corchetes indicamos la distribución de las
materias según la exposición propuesta a los Padres en
el mismo Concilio por los relatores de las Comisiones; CL,
VII 101 ss.
D-1783
[Del acto de la creación en sí y en oposición a los errores modernos,
y
del efecto de la creación]. Este solo verdadero Dios, por su bondad «y
virtud omnipotente», no para aumentar su bienaventuranza ni para
adquirirla, sino para manifestar su perfección por los bienes que
reparte a la criatura, con libérrimo designio, «juntamente desde el
principio del tiempo, creó de la nada a una y otra criatura, la
espiritual y la corporal, esto es, la angélica y la mundana, y luego la
humana, como común, constituida de espíritu y cuerpo»[Conc.
Later.
IV, V. 428; Can 2 y 5].
D-1784
[Consecuencia de la creación]. Ahora bien, todo lo que Dios creó, con
su providencia lo conserva y gobierna, alcanzando de un confín a otro poderosamente
y disponiéndolo todo suavemente [cf. Sap. 8, 1]. Porque todo está
desnudo y patente ante sus ojos [Hebr. 4, 13], aun lo que ha de
acontecer por
libre acción de las criaturas.
Cap.
2. De la revelación
D-1785
[Del hecho de la revelación sobrenatural positiva]. La misma santa Madre
Iglesia sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas,
puede
ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana partiendo
de las cosas creadas; porque lo invisible de El, se ve, partiendo de la
creación del mundo, entendido por medio de lo que ha sido hecho [Rom.
1, 20];
sin embargo, plugo a su sabiduría y bondad revelar al género humano
por otro camino, y éste sobrenatural, a sí mismo y los decretos
eternos de su voluntad,
como quiera que dice el Apóstol: Habiendo Dios hablado antaño en
muchas ocasiones y de muchos modos a nuestros Padres por los profetas, últimamente,
en estos mismos días, nos ha hablado a nosotros por su Hijo [Hebr.
1, 1 s; Can. 1].
D-1786
[De la necesidad de la revelación]. A esta divina revelación, hay ciertamente
que atribuir que aquello que en las cosas divinas no es de suyo inaccesible
a la razón humana, pueda ser conocido por todos, aun en la condición
presente del género humano, de modo fácil, con firme certeza y sin mezcla
de error alguno (1). Sin embargo, no por ello ha de decirse que la revelación
sea absolutamente necesaria, sino porque Dios, por su infinita bondad,
ordenó, al hombre a un fin sobrenatural, es decir, a participar bienes divinos
que sobrepujan totalmente la inteligencia de la mente humana; pues a la
verdad ni el ojo vió, ni el oído oyó, ni ha probado el corazón del
hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman [1 Cor. 2, 9; Can.
2 y 3].
Nota:
(1) Cf. S. THOMAS, S. Theol. I, q. 1, a.1.
D-1787
[De las fuentes de la revelación]. Ahora bien, esta revelación sobrenatural,
según la fe de la Iglesia universal declarada por el santo Concilio de
Trento, «se contiene en los libros escritos y en las tradiciones no
escritas, que recibidas por los Apóstoles de boca de Cristo mismo, o
por los mismos Apóstoles bajo la inspiración del Espíritu Santo
transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros» [Conc.
Trid., v. 783]. Estos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, íntegros
con todas sus partes, tal como se enumeran en el decreto del mismo
Concilio, y se contienen en la antigua edición Vulgata latina, han de
ser recibidos como sagrados y canónicos. Ahora bien, la Iglesia los
tiene por sagrados y canónicos, no porque compuestos por sola industria
humana, hayan sido luego aprobados por ella; ni solamente porque
contengan la revelación sin error; sino porque escritos por inspiración
del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido
transmitidos a la misma Iglesia [Can. 4]
D-1788
[De la interpretación de la Sagrada Escritura]. Mas como quiera que hay
algunos que exponen depravadamente lo que el
santo Concilio de Trento, para reprimir a los ingenios petulantes,
saludablemente decretó sobre la interpretación de la Escritura divina,
Nos, renovando el mismo decreto, declaramos que su mente es que en
materias de fe y costumbres que atañen a la edificación de la doctrina
cristiana, ha de tenerse por verdadero sentido de la Sagrada Escritura
aquel que sostuvo y sostiene la santa madre Iglesia, a quien toca juzgar
del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras santas; y, por
tanto, a nadie es lícito interpretar la misma Escritura Sagrada contra
este sentido ni tampoco contra el sentir unánime de los Padres.
Cap.
3. De la fe
D-1789
[De la definición de la fe]. Dependiendo el hombre totalmente de Dios
como de su creador y señor, y estando la razón humana enteramente sujeta
a la Verdad increada; cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle
por la fe plena obediencia de entendimiento y de voluntad [Can. 1].
Ahora bien, esta fe que «es el
principio de la humana salvación» [cf. 801], la Iglesia Católica
profesa que es una virtud sobrenatural por la que, con inspiración y
ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por El ha sido
revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la
luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que
revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos [Can. 2].
Es, en efecto, la fe, en testimonio del Apóstol, sustancia de las cosas
que se esperan, argumento de lo que no aparece [Hebr. 11, 1].
D-1790
[La fe es conforme a la razón]. Sin embargo, para que el obsequio de
nuestra fe fuera conforme a la razón [cf. Rom. 12, 1], quiso Dios que a
los auxilios
internos del Espíritu Santo se juntaran argumentos externos de su revelación,
a saber, hechos divinos y, ante todo, los milagros y las profecías que,
mostrando de consuno luminosamente la omnipotencia y ciencia infinita de
Dios, son signos certísimos y acomodados a la inteligencia de todos, de
la revelación divina [Can. 3 y 4]. Por eso, tanto Moisés y los
profetas, como sobre
todo el mismo Cristo Señor, hicieron y pronunciaron muchos y clarísimos
milagros y profecías; y de los Apóstoles leemos: Y ellos marcharon y
predicaron por todas partes, cooperando el Señor y confirmando su
palabra con
los signos que se seguían [Mc. 16, 20]. Y nuevamente está escrito: Tenemos
palabra profética más firme, a la que hacéis bien en atender como a una
antorcha que brilla en un lugar tenebroso [2 Petr. 1, 19].
[La fe es en sí misma un don de Dios]. Mas aun cuando el
asentimiento
de la fe no sea en modo alguno un movimiento ciego del alma; nadie, sin embargo, «puede consentir a la predicación evangélica», como es
menester
para conseguir la salvación, «sin la iluminación e inspiración del Espíritu
Santo, que da a todos suavidad en consentir y creer a la verdad» [Conc.
de Orange, v. 178 ss]. Por eso, la fe, aun cuando no obre por la caridad
[cf. Gal. 5, 6], es en sí misma un don de Dios, y su acto es obra que pertenece
a la salvación; obra por la que el hombre presta a Dios mismo libre
obediencia, consintiendo y cooperando a su gracia, a la que podría
resistir [cf. 797 s;
Can. 5].
D-1792
[Del objeto de la fe]. Ahora bien, deben
creerse con fe divina y católica
todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o
tradicional,
y son propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente
reveladas, ora por solemne juicio,
ora por su ordinario y universal magisterio.
D-1793
[De la necesidad de abrazar y conservar la fe]. Mas porque sin la fe...
es imposible agradar a Dios [Hebr. 11, 6] y llegar al consorcio de los
hijos
de Dios; de ahí que nadie obtuvo jamás la justificación sin ella, y
nadie
alcanzará
la salvación eterna, si no perseverara en ella hasta el fin [Mt. 10;
22;
24, 13]. Ahora bien, para que pudiéramos
cumplir el deber de abrazar la
fe
verdadera y perseverar constantemente en ella,
instituyó Dios la Iglesia
por medio de su Hijo unigénito y la proveyó de notas
claras de su institución, a
fin de que pudiera ser reconocida por todos como guardiana
y maestra de la palabra revelada.
D-1794
[Del auxilio divino externo para cumplir el deber de la fe]. Porque a
la
Iglesia Católica sola
pertenecen todas aquellas cosas, tantas y tan maravillosas, que han sido
divinamente dispuestas para la evidente
credibilidad de la fe cristiana. Es más, la Iglesia por sí misma, es
decir, por su admirable propagación, eximia santidad e inexhausta
fecundidad en toda suerte de bienes, por su unidad católica y su invicta
estabilidad (de existencia y doctrina), es un grande y
perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina
legación.
[Del
auxilio divino interno para lo mismo]. De lo que resulta que ella
misma,
como una bandera levantada para las
naciones [Is. 11, 12], no sólo
invita
a sí a los que todavía no han creído, sino que da a sus hijos la
certeza de que la fe que profesan se apoya en fundamento firmísimo. A
este testimonio se añade el auxilio eficaz de la virtud de lo alto.
Porque el benignísimo Señor excita y ayuda con su gracia a los
errantes, para que puedan llegar al conocimiento de la verdad [1 Tim. 2.
4], y a los que trasladó de las tinieblas a su luz admirable [1 Petr.
2, 9], los confirma con su gracia para que perseveren
en esa misma luz, no abandonándolos, si no es abandonado [v.
804]. Por eso, no es en manera alguna igual la situación de aquellos
que por el don celeste de la fe se han adherido a la verdad católica y
la de aquellos que, llevados de
opiniones humanas, siguen una religión falsa porque los que
han recibido la fe bajo el magisterio
de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa de cambiar o poner en
duda esa misma fe [Can. 6]. Siendo esto así, dando gracias a
Dios Padre que nos hizo dignos de entrar a la parte de la herencia de
los santos en su luz [Col. 1, 12], no descuidemos salvación tan grande,
antes bien, mirando al autor y consumador de nuestra fe, Jesús, mantengamos
inflexible la confesión
de
nuestra esperanza [Hebr. 12, 2; 10, 23].
Cap.
4. De la fe y la razón
D-1795
[Del doble orden de conocimiento]. El perpetuo sentir de la Iglesia
Católica
sostuvo también y sostiene que hay un doble orden de conocimiento,
distinto no sólo por su principio, sino también por su objeto; por su
principio, primeramente, porque en uno conocemos por razón natural, y
en otro por fe divina; por su objeto también, porque aparte aquellas
cosas que la razón natural puede alcanzar, se nos proponen para creer
misterios escondidos en Dios de los que, a no haber sido divinamente
revelados, no se pudiera tener noticia [Can. 1]. Por eso el Apóstol,
que atestigua que Dios es conocido por los gentiles por medio de las
cosas que han sido hechas [Rom. 1, 20]; sin embargo, cuando habla de la
gracia y de la verdad que ha sido hecha por medio de Jesucristo [cf. Ioh.
1, 17], manifiesta: Proclamamos la
sabiduría de Dios en el misterio; sabiduría que está escondida, que
Dios predestinó antes de los siglos para gloria nuestra, que ninguno de
los príncipes de este mundo ha conocido...; pero a nosotros
Dio nos la ha revelado por medio de su Espíritu. Porque el Espíritu,
todo lo escudriña, aun las profundidades de Dios [1 Cor. 2, 7, 8 y 10].
Y el Unigénito mismo alaba al Padre, porque escondió estas cosas a los
sabios y prudentes y se las reveló a los pequeñuelos [cf. Mt. 11, 25].
D-1796
[De la parte que toca a la razón en el cultivo de la verdad
sobrenatural.]
Y, ciertamente, la razón ilustrada por la fe, cuando busca
cuidadosa,
pía y sobriamente, alcanza por don de Dios alguna inteligencia, y
muy
fructuosa, de los misterios, ora por analogía de lo que naturalmente
conoce,
ora por la conexión de los misterios mismos entre sí y con el fin
último
del hombre; nunca, sin embargo, se vuelve idónea para entenderlos
totalmente,
a la manera de las verdades que constituyen su propio objeto.
Porque
los misterios divinos, por su propia naturaleza, de tal manera
sobrepasan
el entendimiento creado que, aun enseñados por la revelación y
aceptados
por la fe; siguen, no obstante, encubiertos por el velo de la misma
fe
y envueltos de cierta oscuridad, mientras en esta vida mortal
peregrinamos
lejos
del Señor; pues por fe caminamos y no por visión [2 Cor. 5, 6 s].
D-1797
[De la imposibilidad de conflicto entre la fe y la razón]. Pero,
aunque
la fe esté por encima de la razón; sin embargo, ninguna
verdadera
disensión
puede jamás darse entre la fe y la razón, como quiera que el mismo
Dios que revela los misterios e infunde la fe, puso dentro del alma
humana la luz de la razón, y Dios no puede negarse a sí mismo ni la
verdad contradecir jamás a la verdad. Ahora
bien, la vana apariencia de esta contradicción se origina
principalmente o de que los dogmas de la fe no han sido entendidos y
expuestos según la mente de la Iglesia, o de que las fantasías de las
opiniones son tenidas por axiomas de la razón. Así, pues, «toda
aserción contraria a la verdad de la fe iluminada, definimos que es
absolutamente falsa» [v Concilio de Letrán; v. 738].
D-1798
Ahora bien, la Iglesia, que recibió
juntamente con el cargo
apostólico
de enseñar, el mandato de custodiar el depósito de la fe, tiene
también
divinamente el derecho y deber de proscribir la ciencia de falso
nombre
[1 Tim. 6, 20], a fin de que nadie se deje engañar por la filosofía y
la vana falacia
[cf. Col. 2, 8; Can 2]. Por eso, no sólo se prohibe a todos los
fieles
cristianos defender como legítimas conclusiones de la ciencia las
opiniones que se reconocen como contrarias a la doctrina de la fe, sobre
todo
si
han sido reprobadas por la Iglesia,
sino que están absolutamente obligados a tenerlas más bien por errores
que ostentan la falaz apariencia de la verdad.
D-1799
[De la mutua ayuda de la le y la razón y de la justa libertad de la
ciencia].
Y no sólo no pueden jamás disentir entre sí la fe y la razón, sino
que
además
se prestan mutua ayuda, como quiera que la recta
razón demuestra los fundamentos de la fe y, por la luz de ésta
ilustrada, cultiva la ciencia de las cosas divinas y la fe, por su
parte, libra y defiende a la razón de los errores y la provee de múltiples
conocimientos. Por eso, tan lejos está la Iglesia de
oponerse al cultivo de las artes y disciplinas humanas, que más bien lo
ayuda y fomenta de muchos modos. Porque no ignora o desprecia las
ventajas que de ellas dimanan para la vida de los hombres; antes bien
confiesa que, así como han venido de Dios, que es Señor de las
ciencias [1 Reg. 2, 3]; así, debidamente tratadas, conducen a Dios con
la ayuda de su gracia. A la verdad, la Iglesia no veda que esas
disciplinas, cada una en su propio ámbito, use de sus principios y método
propio; pero, reconociendo esta justa libertad, cuidadosamente
vigila que no reciban en sí mismas errores, al oponerse a la doctrina
divina, o traspasando sus propios límites invadan y perturben lo que
pertenece a la fe.
D-1800
[Del verdadero progreso de la ciencia natural y revelada]. Y, en
efecto,
la doctrina de la fe que Dios ha revelado, no ha sido propuesta como
un
hallazgo filosófico que deba ser perfeccionado por los ingenios
humanos,
sino
entregada a la Esposa de Cristo como un depósito divino, para ser
fielmente
guardada e infaliblemente declarada. De ahí que también hay
que
mantener
perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez declaró
la santa madre Iglesia y jamás hay que apartarse de ese sentido so
pretexto y nombre de una más alta inteligencia [Can.
3]. «Crezca, pues, y
mucho
y poderosamente se adelante en quilates, la inteligencia, ciencia y
sabiduría
de todos y de cada uno, ora de cada hombre particular, ora de toda
la
Iglesia universal, de las edades y de los siglos; pero solamente en su
propio
género,
es decir, en el mismo dogma, en el
mismo sentido, en la misma
»
Cánones
[sobre la fe católica ] (2)
1.
De Dios creador de todas las cosas
Nota:
(2) CL VII 255 a s; ASS 5 (1869) 469 ss.
D-1801
1. [Contra todos los errores acerca de la Existencia de Dios creador].
Si alguno negare al solo Dios verdadero creador y señor de las cosas
visibles e invisibles, sea anatema [cf. 1782].
D-1802
2. [Contra el materialismo.] Si alguno no se avergonzare de afirmar
que
nada existe fuera de la materia, sea anatema [cf. 1783].
D-1803
3. [Contra el panteísmo.] Si alguno dijere que es una sola y la misma
la
sustancia o esencia de Dios y la de todas las cosas, sea anatema [cf.
1782].
D-1804
4. [Contra las formas especiales del panteísmo.] Si alguno dijere que
las
cosas finitas, ora corpóreas, ora espirituales, o por lo menos las
espirituales, han emanado de la sustancia divina, o que la divina
esencia por
manifestación
o evolución de sí, se hace todas las cosas, o, finalmente, que
Dios
es el ente universal o indefinido que, determinándose a sí mismo,
constituye
la universalidad de las cosas, distinguida en géneros, especies e
individuos,
sea anatema.
D-1805
5. [Contra los panteístas y materialistas.] Si alguno no confiesa que
el
mundo y todas las cosas que en él se contienen, espirituales y
materiales,
han
sido producidas por Dios de la nada según toda su sustancia [cf. 1783],
[contra
los güntherianos] o dijere que Dios no creó por libre voluntad, sino
con
la misma necesidad con que se ama necesariamente a sí mismo [cf. 1783],
[contra
güntherianos y hermesianos] o negare que el mundo ha sido creado
para
gloria de Dios, sea anatema.
2.
De la revelación
D-1806
1. [Contra los que niegan la teología natural.] Si alguno dijere que
Dios
vivo y verdadero, creador y señor nuestro, no puede ser conocido con
certeza
por la luz natural de la razón humana por medio de las cosas que han
sido
hechas, sea anatema [cf. 1785]
D-1807
2. [Contra los deístas.] Si alguno dijere que no es posible o que no
conviene
que el hombre sea enseñado por medio de la revelación divina acerca de
Dios y del culto que debe tributársele, sea anatema [cf. 1786].
D-1808
3..[Contra los progresistas.] Si alguno dijere que el hombre no puede
ser
por la acción de Dios levantado a un conocimiento y perfección que
supere la natural, sino que puede y debe finalmente llegar por sí
mismo, en constante progreso, a la posesión de toda verdad y de todo
bien, sea anatema.
D-1809
4. Si alguno no recibiera como sagrados y canónicos los libros de la
Sagrada Escritura, íntegros con todas sus partes, tal como los enumeró el
santo
Concilio de Trento [v. 783 s], o negare que han sido divinamente
inspirados,
sea anatema.
3.
De la fe
D-1810
1. [Contra la autonomía de la razón.] Si alguno dijere que la razón
humana
es de tal modo independiente que no puede serle imperada la fe por
Dios,
sea anatema [cf. 1789].
D-1811
2. [Deben tenerse por verdad algunas cosas que la razón no alcanza
por
sí misma.] Si alguno dijere que la fe divina no se distingue de la
ciencia
natural
sobre Dios y las cosas morales y que, por tanto, no se requiere para la
fe
divina que la verdad revelada sea creída por la autoridad de Dios que
revela,
sea anatema [cf. 1789].
D-1812
3. [Deben guardarse en la fe misma los derechos de 1a razón.] Si
alguno
dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos
externos
y que, por lo tanto, deben los hombres moverse a la fe por sola la
experiencia
interna de cada uno y por la inspiración privada, sea anatema [cf.
1790].
D-1813
4. [De la demostrabilidad de la revelación.] Si alguno dijere que no
puede
darse ningún milagro y que, por ende, todas las narraciones sobre
ellos, aun las contenidas en la Sagrada Escritura, hay que relegarlas
entre las fábulas o mitos, o que los milagros no pueden nunca ser
conocidos con certeza y que con ellos no se prueba legítimamente el
origen divino de la religión cristiana, sea anatema [cf. 1790].
D-1814
5. [Libertad de la fe y necesidad de la gracia: contra Hermes; v.
1618 ss.] Si alguno dijere que el asentimiento a la fe cristiana no es libre,
sino
que
se produce necesariamente por los argumentos de la razón; o que la
gracia de Dios sólo es necesaria para la fe viva que obra por la
caridad [Gal. 5, 6], sea anatema [cf. 1791].
D-1815
6 [Contra la duda positiva de Hermes; v. 1619.] Si alguno dijere que
es
igual la condición de los fieles y la de aquellos que todavía no han
llegado a la única fe verdadera, de suerte que los católicos pueden
tener causa justa de poner en duda, suspendido el asentimiento, la fe
que ya han recibido bajo el magisterio de la Iglesia, hasta que terminen
la demostración científica de la
credibilidad
y verdad de su fe, sea anatema [cf. 1794].
4.
De la fe y la razón
[Contra
los pseudofilósofos y pseudoteólogos, sobre los que se habla en 1679
ss]
D-1816
1. Si alguno dijere que en la revelación divina no se contiene ningún
verdadero
y propiamente dicho misterio, sino que todos los dogmas de la fe
pueden
ser entendidos y demostrados por medio de la razón debidamente
cultivada
partiendo de sus principios naturales, sea anatema [cf. 1795 s].
D-1817
2. Si alguno dijere que las disciplinas humanas han de ser tratadas
con
tal libertad, que sus afirmaciones han de tenerse por verdaderas, aunque
se
opongan a la doctrina revelada, y que no pueden ser proscritas por la
Iglesia,
sea anatema [cf. 1797-1799].
D-1818
3. Si alguno dijere que puede suceder que, según el progreso de la
ciencia,
haya que atribuir alguna vez a los dogmas propuestos por la Iglesia un
sentido distinto del que entendió y entiende la misma Iglesia, sea
anatema [cf. 1800].
D-1819
Así, pues, cumpliendo lo que debemos
a nuestro deber pastoral, por
las
entrañas de Cristo suplicamos a todos sus fieles y señaladamente a los
que presiden o desempeñan cargo de enseñar, y a par por la autoridad
del mismo Dios y Salvador nuestro les mandamos
que pongan todo empeño y cuidado en apartar y eliminar de la Santa
Iglesia estos errores y difundir la luz de la fe purísima.
D-1820
Mas como no
basta evitar el extravío herético, si no se huye también diligentísimamente
de aquellos errores que más o menos se aproximan a aquél, a todos
avisamos del deber de guardar también las constituciones y decretos por
los que tales opiniones extraviadas,
que aquí no se enumeran expresamente, han
sido proscritas y prohibidas por esta Santa Sede.
SESIÓN
IV
(18
de julio de 1870) (1)
Constitución
dogmática sobre la Iglesia de Cristo
Nota:
(1) CL VII 482 a ss; ASS 6 (1870) 40 ss.
D-1821
[De la institución y fundamento de la Iglesia.] El Pastor
eterno y
guardián
de nuestras almas [l Petr. 2, 25], para convertir en perenne la obra
saludable
de la redención, decretó edificar la Santa Iglesia en la que, como en
casa
del Dios vivo, todos los fieles estuvieran unidos por el vínculo de una
sola
fe y caridad. Por lo cual, antes de que fuera glorificado, rogó al
Padre,
no
sólo por los Apóstoles, sino también por todos los que habían de
creer en
El
por medio de la palabra de aquellos, para que todos fueran una sola
cosa, a la manera que el mismo Hijo y el Padre son una sola cosa [Ioh.
17, 20 s].
Ahora
bien, a la manera que envió a los Apóstoles a quienes se había
escogido
del mundo -, como El mismo había sido enviado por el Padre [Ioh.
20,
21]; así quiso que en su Iglesia hubiera pastores y doctores hasta la
consumación
de los siglos [Mt. 28, 20]. Mas para que el episcopado mismo
fuera
uno e indiviso y la universal muchedumbre de los creyentes se
conservara
en la unidad de la fe y de la comunión por medio de los sacerdotes
coherentes entre sí; al anteponer al bienaventurado Pedro a los Apóstoles,
en él instituyó un principio perpetuo de una y otra unidad y un
fundamento
visible, sobre cuya fortaleza se construyera un templo eterno, y la
altura de la Iglesia, que había de alcanzar el cielo, se levantara
sobre la
firmeza
de esta fe (1). Y puesto que las
puertas del infierno, para derrocar, si
fuera
posible, a la Iglesia, se levantan por doquiera con odio cada día mayor
contra su fundamento divinamente asentado;
Nos, juzgamos ser necesario para la guarda,
incolumidad y alimento de la grey católica, proponer con
aprobación del sagrado Concilio, la doctrina sobre la institución,
perpetuidad y naturaleza
del sagrado primado apostólico - en que estriba la fuerza y solidez de
toda la Iglesia --, para que sea creída y mantenida por todos los
fieles, según la antigua y constante fe de la Iglesia universal, y a la
vez proscribir y condenar los errores
contrarios, en tanto grado perniciosos al rebaño del Señor.
Nota:
(1) Cf. S. LEO M., Sermo 4 de natali ipsius, 2 [PL 54,
150
c].
Cap.
1. De la institución del primado apostólico
en
el bienaventurado Pedro
D-1822
[Contra los herejes y cismáticos.] Enseñamos, pues, y declaramos
que,
según los testimonios del Evangelio, el primado de jurisdicción sobre
la
Iglesia
universal de Dios fue prometido y conferido inmediata
y directamente al bienaventurado Pedro por Cristo Nuestro Señor.
Porque sólo a Simón – a quien ya antes había dicho: Tú te llamarás
Cefas [Ioh. 1, 42) --, después de pronunciar su confesión: Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo, se dirigió el Señor con estas solemnes
palabras: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque ni la
carne ni la sangre te lo ha revelado, sino mi Padre que está en los
cielos. Y yo te digo que tu eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella, y a
ti te daré las llaves del reino de los cielos; y cuanto atares sobre la
tierra, será atado también en los cielos; y cuanto desataras sobre la
tierra, será desatado también en el cielo [Mt. 16, 16 ss].
[Contra
Richer, etc.; v. 1503]. Y sólo a Simón Pedro confirió Jesús
después de su resurrección la jurisdicción de pastor y rector supremo
sobre todo su rebaño, diciendo: «Apacienta a mis corderos». «Apacienta
a mis ovejas» [Ioh. 21, 15 ss].
A
esta tan manifiesta doctrina de las Sagradas Escrituras, como ha sido
siempre entendida por la Iglesia Católica, se oponen abiertamente las
torcidas sentencias de quienes, trastornando la forma de régimen
instituida por Cristo Señor en su Iglesia, niegan
que sólo Pedro fuera provisto por Cristo del primado de jurisdicción
verdadero y propio, sobre los demás Apóstoles, ora aparte cada uno,
ora todos juntamente. Igualmente se oponen los que afirman
que ese primado no fue otorgado inmediata y directamente al mismo
bienaventurado Pedro, sino a la Iglesia, y por medio de ésta a él,
como ministro de la misma Iglesia.
D-1823
[Canon.] Si alguno dijere que el bienaventurado Pedro Apóstol no
fue
constituido por Cristo Señor, príncipe de todos los Apóstoles y
cabeza
invisible
de toda la Iglesia militante, o que recibió directa e inmediatamente
del
mismo Señor nuestro Jesucristo solamente
primado de honor, pero no de
verdadera
y propia jurisdicción, sea anatema.
Cap.
2. De la perpetuidad del primado del
bienaventurado Pedro en los Romanos Pontífices
D-1824
Ahora bien, lo que Cristo Señor, príncipe de los pastores y gran
pastor
de las ovejas, instituyó en el bienaventurado Apóstol Pedro para
perpetua
salud y bien perenne de la Iglesia, menester es dure perpetuamente
por
obra del mismo Señor en la Iglesia que, fundada sobre la piedra, tiene
que permanecer firme hasta la
consumación de los siglos. «A nadie a la verdad es dudoso,
antes bien, a todos los siglos es notorio que
el santo y beatísimo Pedro, príncipe y cabeza de los Apóstoles, columna de la fe y
fundamento de la Iglesia Católica, recibió las llaves del reino de
manos de nuestro Señor Jesucristo, Salvador y Redentor del género
humano; y, hasta el tiempo presente y siempre,
sigue viviendo y preside y ejerce el juicio en sus
sucesores» [cf. Concilio de Efeso, v. 112], los obispos de la santa Sede
Romana,
por él fundada y por su sangre consagrada. De donde se sigue que
quienquiera
sucede a Pedro en esta cátedra, ése, según la institución
de Cristo mismo, obtiene el primado de Pedro sobre la Iglesia universal.
«Permanece, pues, la disposición de la verdad, y el bienaventurado Pedro,
permaneciendo en la fortaleza de piedra que recibiera, no
abandona el timón de la Iglesia que una vez empuñara» (1).
Nota:
(1) S. LEO M., Sermo 3 de natali ipsius 3 [PL 54, 146B]
Por
esta causa, fue «siempre necesario que» a esta Romana Iglesia, «por
su
más poderosa principalidad, se uniera toda la Iglesia, es decir,
cuantos
fieles
hay, de dondequiera que sean» (2), a fin de que en aquella Sede de la
que
dimanan todos «los derechos de la veneranda comunión» (3), unidos
como miembros en su cabeza, se trabaran en una sola trabazón de cuerpo.
Nota:
(2) S. IRENAEUS., Adv. haer. 3, 3 [PG 7, 849 A]
Nota:
(3) S. AMBROSIUS., Epist.11; 4 [PL 16, 946 A]
D-1825
[Canon.] Si alguno, pues, dijere que no es de institución de Cristo
mismo,
es decir, de derecho divino, que el bienaventurado Pedro tenga
perpetuos sucesores
en el primado sobre la Iglesia universal; o que el Romano Pontífice no
es sucesor del bienaventurado Pedro en el mismo primado, sea anatema.
Cap.
3. De la naturaleza y razón del Primado del
Romano
Pontífice
D-1826
[Afirmación del primado.] Por tanto, apoyados en los claros
testimonios
de las Sagradas Letras y siguiendo los decretos elocuentes y
evidentes,
ora de nuestros predecesores los Romanos Pontífices, ora de los
Concilios
universales, renovamos la definición
del Concilio Ecuménico de
Florencia,
por la que todos los fieles de Cristo deben creer que «la Santa Sede
Apostólica y el Romano Pontífice poseen el primado sobre todo el orbe,
y que el mismo Romano Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe
de los Apóstoles, y verdadero
vicario de Jesucristo y cabeza de toda la Iglesia, y padre
y maestro de todos los cristianos; y que a él le fue
entregada por nuestro Señor Jesucristo, en
la persona del bienaventurado Pedro, plena
potestad de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia
universal, tal como aun en las actas de los Concilios Ecuménicos y en
los sagrados Cánones se contiene» [v. 694].
D-1827
[Consecuencias negadas por los innovadores.] Enseñamos, por ende,
y
declaramos, que la Iglesia Romana, por disposición del Señor, posee el
principado
de potestad ordinaria sobre todas las
otras, y que esta potestad de jurisdicción del Romano Pontífice,
que es verdaderamente episcopal, es
inmediata. A esta potestad están obligados por
el deber de subordinación
jerárquica
y de verdadera obediencia
les pastores y fieles de cualquier rito y
dignidad,
ora cada uno separadamente, ora todos juntamente, no
sólo en las
materias
que atañen a la fe y a las costumbres,
sino también en lo que
pertenece
a la disciplina y régimen
de la Iglesia difundida por todo el orbe; de suerte que, guardada
con el Romano Pontífice esta unidad tanto de comunión como de profesión
de la misma fe, la Iglesia de Cristo sea un solo rebaño bajo
un solo pastor supremo. Tal es la doctrina de la verdad católica, de la
que nadie puede desviarse sin
menoscabo de su fe y salvación.
D-1828
[De la jurisdicción del Romano Pontífice y de los obispos.] Ahora
bien,
tan lejos está esta potestad del Sumo Pontífice de dañar a aquella
ordinaria
e inmediata potestad de jurisdicción episcopal por la que los obispos
que, puestos por el Espíritu Santo [cf. Act. 20, 28], sucedieron a los
Apóstoles,
apacientan y rigen, como verdaderos pastores, cada uno la grey
que
le fue designada; que más bien esa misma es afirmada, robustecida y
vindicada
por el pastor supremo y universal, según aquello de San Gregorio
Magno:
«Mi honor es el honor de la Iglesia universal. Mi honor es el sólido
vigor
de mis hermanos. Entonces soy yo verdaderamente honrado, cuando no se
niega el honor que a cada uno es debido» (1)'.
Nota:
(1) S. GREG., Ep. ad Eulogium episc. Alexandrinum
8,
30 [PL 77, 933 C]
D-1829
[De la libre comunicación con todos los fieles.] Además de la
suprema
potestad del Romano Pontífice de gobernar la Iglesia universal,
síguese
para él el derecho de comunicarse libremente en el ejercicio de este su
cargo
con los pastores y rebaños de toda la Iglesia, a fin de que puedan
ellos
ser
por él regidos y enseñados en el camino de la salvación. Por eso,
condenamos
y reprobamos las sentencia de aquellos que dicen poderse impedir lícitamente
esta comunicación de la cabeza suprema con los pastores y rebaños, o
la someten a la potestad secular, pretendiendo que cuanto por la Sede Apostólica
o por autoridad de ella se estatuye para el régimen de la Iglesia, no
tiene fuerza ni valor, si no se confirma por el placet de la potestad
secular [v.
D-1830
[Del recurso al Romano Pontífice como juez supremo.] Y porque el
Romano Pontífice preside la Iglesia universal por el derecho divino del
primado
apostólico, enseñamos también y declaramos que él es el juez
supremo
de los fieles [cf. 1500] y que, en todas las causas que pertenecen al
fuero
eclesiástico, puede recurrirse al juicio del mismo [v. 466]; en cambio,
el
juicio
de la Sede Apostólica, sobre la que no existe autoridad mayor, no puede
volverse a discutir por nadie, ni a nadie es lícito juzgar de su juicio
[cf. 330 ss]. Por ello, se salen
fuera de la recta senda de la verdad los que afirman que es lícito
apelar de los juicios de los Romanos Pontífices al Concilio
Ecuménico, como a autoridad superior a la del Romano Pontífice.
D-1831
[Canon.] Así, pues, si alguno dijere que el Romano Pontífice tiene
sólo
deber de inspección y dirección, pero no plena y suprema potestad de
jurisdicción
sobre la Iglesia universal, no sólo en las materias que pertenecen a la
fe y a las costumbres, sino también en las de régimen y disciplina de
la
Iglesia
difundida por todo el orbe, o que tiene la parte principal, pero no toda
la
plenitud de esta suprema potestad; o que esta potestad suya no es
ordinaria e inmediata, tanto sobre todas y cada una de las Iglesias,
como sobre todos y cada uno de los pastores y de los fieles, sea anatema.
Cap.
4. Del magisterio infalible del Romano Pontífice
D-1832
[Argumentos tomados de los documentos públicos.] Ahora bien, que
en
el primado apostólico que el Romano Pontífice posee, como sucesor de
Pedro,
príncipe de los Apóstoles, sobre toda la Iglesia, se comprende también
la suprema potestad de magisterio,
cosa es que siempre sostuvo esta Santa
Sede,
la comprueba el uso perpetuo de la Iglesia y la declararon los mismos
concilios
ecuménicos, aquellos en primer lugar en que Oriente y Occidente se
D-1833
juntaban en unión de fe y
caridad. En efecto, los Padres del Concilio
cuarto
de Constantinopla, siguiendo las huellas de los mayores, publicaron esta
solemne profesión: «La primera
salvación es guardar la regla de la recta fe [...] Y como no
puede pasarse por alto la sentencia de nuestro Señor Jesucristo que
dice: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia [Mt. 16,
18], esto que fue dicho se comprueba por la realidad de los sucesos,
porque en la Sede Apostólica se
guardó siempre sin mácula la Religión Católica, y fué
celebrada
la santa doctrina. No deseando, pues, en manera alguna
separarnos de la fe y doctrina de esta Sede [...] esperamos
que hemos de merecer hallarnos en la única
comunión que predica la Sede Apostólica, en que está la íntegra
y verdadera solidez de la religión cristiana» (1) [cf. 171 s].
Nota:
(1) Hrd v 773 s.
D-1834
Y con aprobación del Concilio segundo de Lyon, los griegos
profesaron:
Que la Santa Iglesia Romana posee el sumo y pleno primado y
principado
sobre toda la Iglesia Católica que ella veraz y humildemente
reconoce
haber recibido con la plenitud de la potestad de parte del Señor
mismo
en la persona del bienaventurado Pedro, príncipe o cabeza de los
Apóstoles,
de quien el Romano Pontífice es sucesor; y como está obligada
más que las demás a defender la verdad de la fe, así las
cuestiones que acerca de la fe surgieren, deben
ser definidas por su juicio» [cf. 466].
D-1835
En fin, el Concilio de Florencia definió: «Que el Romano Pontífice
es
verdadero vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia y padre y
maestro de todos los cristianos, y a él, en
la persona de San Pedro, le fue entregada por nuestro Señor
Jesucristo la plena potestad de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia
universal» [v. 694].
D-1836
[Argumento tomado del consentimiento de la Iglesia.] En cumplir
este
cargo pastoral, nuestros antecesores pusieron empeño incansable, a fin
de que la saludable doctrina de
Cristo se propagara por todos los pueblos de la tierra, y con
igual cuidado vigilaron que allí
donde hubiera sido recibida, se conservara sincera y pura.
Por lo cual, los obispos de todo el orbe, ora
individualmente,
ora congregados en Concilios, siguiendo la larga costumbre
de
las Iglesias y la forma de la antigua regla dieron
cuenta particularmente a
esta
Sede Apostólica de aquellos peligros que surgían en cuestiones de fe,
a fin de que allí señaladamente se resarcieran los daños de la fe,
donde la fe no puede sufrir mengua
(2). Los Romanos Pontífices, por su
parte, según lo persuadía la condición de los tiempos y de
las circunstancias, ora por la
convocación
de Concilios universales o explorando el sentir de la Iglesia
dispersa
por el orbe, ora por sínodos particulares, ora empleando otros que la
divina Providencia depara, definieron
que habían de mantenerse aquellas
cosas que, con la ayuda de Dios, habían reconocido ser conformes a las
Sagradas Escrituras y a las tradiciones Apostólicas; pues no fue
prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por
revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su
asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación
trasmitida por los Apóstoles, es decir el depósito de la fe.
Y,
ciertamente, la apostólica doctrina de ellos, todoslos venerables
Padres la han abrazado y los Santos Doctores ortodoxos venerado y
seguido, sabiendo plenísimamente que esta
Sede de San Pedro permanece siempre intacta de todo error,
según la promesa de nuestro divino Salvador hecha al príncipe de sus
discípulos: Yo he rogado por ti, a fin de que no desfallezca tu fe y
tu, una vez convertido,
confirma a tus hermanos [Lc. 22, 32].
Nota:
(2) Cf. S. BERN., Epist. (190)
ad Innoc. II [PL 182,
1053
D]
D-1837
Así, pues, este carisma de la verdad
y de la fe nunca deficiente, fué
divinamente
conferido a Pedro y a sus sucesores en esta cátedra, para que
desempeñaran
su excelso cargo para la salvación de todos; para que toda la
grey
de Cristo, apartada por ellos del pasto venenoso del error, se
alimentara con el de la doctrina celeste;
para que, quitada la ocasión del cisma, la Iglesia
entera se conserve una, y, apoyada
en su fundamento, se mantenga firme contra las puertas del infierno.
D-1838
[Definición de la infalibilidad.] Mas como quiera que en esta misma
edad
en que más que nunca se requiere la eficacia saludable del cargo apostólico,
se hallan no pocos que se oponen a su autoridad, creemos ser
absolutamente
necesario afirmar solemnemente la prerrogativa que el
Unigénito
Hijo de Dios se dignó juntar con el supremo deber pastoral.
D-1839
Así, pues, Nos, siguiendo la tradición recogida fielmente desde el
principio
de la fe cristiana, para gloria de Dios Salvador nuestro, para
exaltación de la fe católica y salvación de los pueblos cristianos,
con
aprobación
del sagrado Concilio, enseñamos y
definimos ser dogma
divinamente
revelado: Que el Romano Pontífice, cuando habla ex
cathedra –esto es, cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de
todos los cristianos, define por su suprema autoridad
apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida
por la Iglesia universal–,
por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del
bienaventurado Pedro, goza de aquella
infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su
Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres;
y, por tanto, que las definiciones del Romano Pontífice son
irreformables por sí mismas no por el consentimiento de la Iglesia.
D-1840
[Canon.] Y si alguno tuviere la osadía, lo que Dios no permita, de
contradecir
a esta nuestra definición, sea anatema.
________________________________________
BREVE
ANÁLISIS DE LA PASTOR AETERNUS EN RELACIÓN A LA OBEDIENCIA DEBIDA AL
PAPA, Y LA NO-OBEDIENCIA OBLIGADA EN CASO DE UN USURPADOR (UN NO-CATÓLICO):
Es
sumamente perverso acudir a este D-1839 para propagar la doctrina herética
de unos “Papas” que puedan hablar como Doctores privados de (es
decir, contra) cosas ya definidas. Porque la persona natural (Simón)
que es el sujeto (subjectum)
del Papado no sólo cae en herejía o apostasía si contraviene ese
D-1839 sino también, y con más razón, si de un modo constante e
universal (¡nada de hereje solamente material!) contraviene con su enseñanza,
sea el grado magisterial que se le quiera dar, a la verdad ya definida
(porque uno que se le reconoce como Papa legítimo, no puede hablar como
doctor privado de Fe, Costumbres (y Disciplinas) ya definidas).
Por tanto, el D-1839 hay que comprenderlo en el contexto más
amplio del D-1819/20 y, sobre todo, del clarísimo D-1836.
Por
otra parte, una vez discriminado si nos las habemos con un Papa o con un
Usurpador de la Sede Apostólica, en el caso de reconocer a un Simón
como Pedro, es necesario, bajo anatema, reconocer la autoridad, y no sólo
la legitimidad, de dicho hombre reconocido como Papa. En tal caso, bajo
anatema, nadie, puede arrogarse el
derecho de discriminar, ni con la Tradición en la mano, los actos de
magisterio, jurisdicción y gobierno particulares. ESTO NO ES
CATÓLICO.
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