MENSAJE DE JUAN PABLO II
A LOS REPRESENTANTES DE LAS
GRANDES RELIGIONES MUNDIALES
REUNIDOS EN BARCELONA
Del 2 al 4 de septiembre de 2001
Al señor cardenal Roger Etchegaray
Presidente emérito de los Consejos Pontificios
Justicia y Paz y Cor Unum
Me es grato dirigir, por medio de Usted, mi cordial saludo a los ilustres Representantes de las grandes Religiones mundiales, que este año se reúnen en Barcelona para el XV Encuentro Internacional de Oración por la Paz sobre el tema: «Las fronteras del diálogo: religiones y civilizaciones del nuevo siglo».
El presente Encuentro significa una etapa importante, no sólo por haber llegado a su XV edición, sino también porque con él queréis subrayar cómo entrar en este nuevo tiempo. No sólo con los debates y las reflexiones que se han tenido estos días, sino sobre todo con vuestra presencia, manifestáis al mundo que es bueno iniciar el siglo XXI no con discrepancias sino con una visión común: el sueño de la unidad de la familia humana.
Yo hice mío este sueño cuando, en octubre de 1986, invité a Asís a mis hermanos cristianos y a los responsables de las grandes Religiones mundiales para orar por la paz: uno junto al otro, ya no uno contra el otro. En efecto, quería que todos, jóvenes y mayores, mujeres y hombres, en un mundo divido aún en dos bloques y condicionado por el miedo a la guerra nuclear, se sintieran llamados a construir un futuro de paz y prosperidad. Tenía ante mis ojos como una gran visión: todos los pueblos del mundo en camino desde diversos puntos de la tierra para congregarse ante el único Dios como una sola familia. Aquella tarde memorable, en la ciudad natal de san Francisco, aquel sueño se hacía realidad: era la primera vez que representantes de diversas religiones del mundo se encontraban juntos.
Han pasado quince años desde entonces. Aprovecho esta ocasión para agradecer vivamente a la Comunidad de San Egidio haber secundado aquella iniciativa y haber seguido proponiéndola con esperanza, año tras año, para que los esfuerzos por la paz perseveren sin desfallecer, aun en medio de grandes adversidades. Estas jornadas se llevan a cabo en un clima de fraternidad, que yo quise denominar el «espíritu de Asís». En estos años ha crecido una amistad entrañable que se ha extendido a tantas partes del mundo y ha dado no pocos frutos de paz. Muchas personalidades religiosas se han unido a los primeros que vinieron, a través de la oración y la reflexión. Han asistido también personas no creyentes que, buscando honradamente la verdad, han participado con el diálogo en estos encuentros, hallando en ellos gran ayuda.
Doy gracias a Dios, rico en misericordia y bendición, por el camino realizado en estos años. Con todos vosotros me congratulo por esta iniciativa. Los hombres y mujeres del mundo ven cómo vosotros habéis aprendido a estar juntos y a rezar según la propia tradición religiosa, sin confusión y en el respeto mutuo, conservando cada uno íntegras y sólidas las propias creencias. En una sociedad en la que conviven personas de religión diversa, este encuentro representa un signo de paz. Todos pueden constatar cómo, en este espíritu, la paz entre los pueblos ya no es una lejana utopía.
Por eso me atrevo a afirmar que estos Encuentros han llegado a ser un «signo de los tiempos», como diría el Beato Juan XXIII, de venerada memoria. Un signo oportuno para el siglo XXI y para el tercer milenio, caracterizados cada vez más por el pluralismo cultural y religioso, para que su futuro esté iluminado desde el inicio por el diálogo fraterno y se abra así al encuentro pacífico. Vosotros mostráis de manera visible cómo superar una de las fronteras más delicadas y urgentes de nuestro tiempo. En efecto, el diálogo entre las diversas religiones, no sólo «aleja el espectro funesto de las guerras de religión que han bañado de sangre tantos períodos en la historia de la humanidad» («Novo millennio
ineunte», 55), sino que establece sobre todo condiciones más seguras para la paz. Todos nosotros, como creyentes, tenemos un deber grave y al mismo tiempo apasionante, además de urgente: «El nombre del único Dios tiene que ser cada vez más, como ya es de por sí, un nombre de paz y un imperativo de paz»
(ibíd.).
Os habéis reunido en esa ciudad de Cataluña, tan querida por mí, la cual se abre sobre el Mediterráneo y mira hacia horizontes más amplios. En esta circunstancia dirijo mi fraterno saludo a la archidiócesis de Barcelona y a su benemérito Arzobispo, el Cardenal Ricardo María Carles
Gordó, por haber cooperado en la realización de este Encuentro. Asimismo, envío también mi deferente saludo a la Generalitat de Cataluña y a su Presidente, al Ayuntamiento de Barcelona y a su Alcalde, quienes han hecho posible esta laudable iniciativa.
Juntos, queridos hermanos y hermanas, «rememos mar adentro» en el diálogo ecuménico. Que el tercer milenio sea el de la unión en torno al único Señor: Jesucristo. Ya no se puede tolerar más el escándalo de la división: es un "no" repetido al amor de Dios. Demos voz a la fuerza del amor que Él nos ha mostrado para tener la audacia de caminar juntos.
Junto con vosotros, Representantes de las grandes Religiones mundiales, debemos también «remar mar adentro» hacia el gran océano de este mundo para ayudar a todos a levantar la mirada y dirigirla hacia lo Alto, hacia el único Dios y Padre de todos los pueblos de la tierra. Reconoceremos que las diferencias no nos empujan al enfrentamiento sino al respeto, a la colaboración leal y a la edificación de la paz. Todos debemos apostar por el diálogo y el amor como las únicas vías que nos permiten respetar los derechos de cada uno y afrontar los grandes desafíos del nuevo milenio.
Vaticano, 28 de agosto de 2001, fiesta de San Agustín.
IOANNES PAULUS II
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