A MANERA DE INTRODUCCIÓN*
... En relación con el drama que vive la Iglesia Universal existe un vacío espantoso en las mentes y en las almas, y un ansia inmensa de nutrirse con el alimento desesperadamente necesario de las ideas espirituales, que expuestas por Cristo, constituyen toda la trabazón inmortal de la Iglesia y de la Fe católica. Estas constituyeron siempre algo uniforme, cerrado, compacto, sólido y único. Ser católico era ser algo idéntico en cualquier punto de la Tierra y en cualquier momento de la Historia. Independientemente de que el catolicismo, sin cuarteaduras ni concesiones artificiales y malévolas, fue siempre y sigue siendo la representación inalterable de la Verdad trascendente -de aquélla Verdad que nos conduce y nos asegura la inmortalidad gozando de la presencia de Dios y reunidos con los nuestros que pasajeramente nos dejaron en una dolorosa pero transitoria ausencia- nos daba la sensación cierta y consoladora de formar parte todos los cristianos de una sola unidad: procedentes de un sólo Creador común que es, además, Padre, Redentor y Juez; hijos de una misma excelsa Madre Celestial en cuyo seno el Verbo encarnó como verdadero Dios y como verdadero hombre, que vertió su sangre por redimirnos en un sacrificio cruento perpetuado -contra toda absurda transitoriedad- en la Santa Misa, donde no se relata ni se conmemora, ni se analiza, sino que se revive real pero incruentamente el mismo drama, el mismo sacrificio supremo de la Cruz; adictos todos, de polo a polo. a la Sagrada Eucaristía, es decir, a la presencia cierta y efectiva, material y sustancial de Cristo en persona en la Forma Sagrada mediante el inefable misterio de la transubstanciación, que sería una locura sino fuera obra del mismo Dios, éste es mi Cuerpo. ésta es mi Sangre. dichas a los Apóstoles al concederles, quien todo lo puede, el poder anonadante de hacerlo ellos también. En la común confianza y seguridad inconmovible de que es la muerte temporal un tránsito a la vida eterna, y que desde este mundo convivimos con los nuestros que ruegan por nosotros mientras nosotros rogamos por ellos. Todas estas Verdades, únicas en las que puede fundarse la humana y auténtica fraternidad de la especie, puesto que nos da un origen común y un común destino y una ley común dentro de la cual vivir y convivir. Eso que nos ha dado siempre a los católicos la convicción inmutable de que al entrar a una iglesia en cualquier lugar del planeta entrábamos a la casa común y elevábamos oraciones comunes formando todos un sólo rebaño bajo un mismo pastor -el Papa- que al hablarnos como Papa, es decir, como Pastor, Maestro y Guía Universal sobre determinadas y exclusivas materias, era el Espíritu Santo el que hablaba por sus labios manteniendo así la unidad monolítica de la doctrina depositada para su custodia en Pedro y sus sucesores. Todo esto tan grandioso, tan solemne, tan augusto y tan congruente con esta vida de unos años, y la otra vida cuya realidad jamás concluye: todo esto era, es y ha sido siempre algo que se expresa en forma angelicalmente simple. Y está contenido, completa y totalmente, en el Credo, Símbolo de los Apóstoles, en donde se plantean las promesas hechas posteriormente en el sacramento del bautismo. Pues bien, todo esto ha sido puesto entredicho, ha sido puesto en duda, es actualmente objeto de discusión y contradicción, junto con los principios de orden temporal, de caridad y justicia, que presuponen en la vida de los cristianos su tránsito por el mundo. Todo esto tan sagrado se ha hecho objeto de innobles tratos, de acercamientos culpables, de "comprensiones" de transigencias, de desviaciones, en una palabra, de herejías que en el fondo significan una inmensa. gigantesca, inconcebible traición. Y el traicionado es Cristo. Es decir, empezamos a vivir una era de Apostasía Universal. que es la negación universal también de la Verdad revelada. El mundo contemporáneo vive dándole diariamente y a todas horas la espalda a Cristo. Se empieza por dársela en el mismo altar, donde primero es el "Pueblo de Dios" y después es Dios Creador de ese pueblo. Vivimos en un mundo iconoclasta para el que las imágenes sagradas son ídolos; para el que los santos y la santidad son mitos y regresiones. Vivimos en un Mundo -tanto más tremendo cuanto más ingenuo parece- en que no se concibe la ciencia en armonía con la fe, sino la fe como una quiebra estruendosa de la ciencia. Un mundo de vanidad, de orgullo, de soberbia, de corrupción en las ideas y en las costumbres; un mundo en el que se conjugan, enlazadas, la ley del placer y la ley de la selva. Un mundo, en fin, al cual debe servir y al cual debe adecuarse Cristo con su Iglesia y con su Fe, y no el mundo depravado y amoral regenerarse para un definitivo reajuste con la ley de Dios. Dios al servicio del mundo, en un mundo creado y regido, a pesar del propio mundo, por Dios. Y por ese camino de espanto y desolación que sentimos apenas como un leve arañazo. hemos entrado insensiblemente los católicos y, lo que es más angustioso y terrible, ha ido entrando poco a poco, no la Iglesia cuya inerrancia la custodia Dios mismo, pero sí la falsa iglesia con un Pontífice débil o infiltrado -lo ignoramos- y con una jerarquía, Obispos, Arzobispos y Cardenales que hacen de la Verdad revelada por Cristo un motivo de revisión constante y de constante claudicación y acomodamiento. Ahora la Iglesia no se siente llamada a conducir al hombre a la vida eterna. La atraen cosas más baladíes. Se siente llamada, sólo, a hacerlo feliz en la Tierra. ...Una vez más. No estamos contra el Pontificado. Nos sustraemos a estar con el Pontífice -que Dios sabe por qué- está contra el Pontificado. |
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