EL AMULETO DE PABLO VI
Y SUS IMPLICANCIAS
EN RELACIÓN CON EL JUDAÍSMO(*)
Pbro. Dr. Joaquín Sáenz y Arriaga(1).

   La Iglesia Católica de los Estados Unidos, más pragmática que teológica, fue, sin duda, la que secundó y patrocinó y apoyó con más eficacia las pretensiones judías, hasta lograr sacar la famosa declaración conciliar. Mons Higgins de la National Catholic Welfare Conference de Washington, D.C. logró obtener una entrevista personal al judío Arthur J. Golberg, quien era entonces Juez de la Suprema Corte de Justicia, con Paulo VI. Y el Rabino Heschel, patrocinado por el Cardenal de Boston, Cushing, obtuvo otra audiencia personal acompañado de Shuster. "La audiencia del Rabino con Paulo en el Vaticano, así como la reunión de Bea con los miembros del Comité Judío Americano en Nueva York, fueron concedidas, bajo la condición de que serían conservadas en secreto. Pero, el descubrir estas secretas conferencias en la cima hizo que los conservadores empezasen a señalar a los Judíos norteamericanos como el nuevo poder detrás de la Iglesia".

   En el Concilio, los Cardenales de San Luis y de Chicago, Joseph Ritter y Albert Meyer exigieron volver al esquema más fuerte y Cushing demandó que el Concilio negase que los judíos habían incurrido en el crimen del Deicidio. El Obispo Auxiliar de San Antonio, Steven Leven pidió: "Nosotros debemos arrancar esa palabra (Deicidio) del vocabulario cristiano, para que así nunca pueda ser usada de nuevo en contra de los judíos". Pero la historia y la Sagrada Escritura no pueden ser enmendadas por el capricho o los compromisos de hombres reunidos en un Concilio Pastoral.

   Según la ya conocida manera de proceder de Paulo VI, en la que afirma en la palabra lo que condena con la acción y viceversa, el Papa, el domingo de Pasión, en una Misa al aire libre en Roma, habló de la crucifixión diciendo que los judíos fueron los principales actores de la muerte de Jesús. En Segni, cerca de Roma, el Obispo Luigi Carli escribió dos profundos artículos, publicados en sendos folletos, probando con argumentos escriturísticos y teológicos que los judíos del tiempo de Cristo y sus descendientes hasta nuestros días, eran colectivamente culpables de la muerte de Jesucristo. Sin embargo, el cardenal Bea, de origen judío, después de afirmar que su secretariado tenía completo control sobre la declaración que estaba preparándose en favor de los judíos, dijo que el Papa había predicado para la gente sencilla y piadosa, no para gente instruída, y que la manera de pensar del Obispo de Segni definitivamente no era la manera de pensar del Secretariado, que el presidía y manejaba en secreta conexión con los organismos judíos. En otras palabras, la predicación del Papa no debía tomarse muy en serio, porque no había hablado para la gente culta, sino para los ignorantes: una es la verdad para los primeros y otra es la verdad para los sencillos e ignorantes. En cuanto a lo que escribió Monseñor Carli, sin refutación alguna, debía rechazarse, porque no era el pensamiento "infalible" del Secretariado por la Unidad Cristiana y de su Suprema Autoridad el Cardenal tudesco Agustín Bea, S.J.

   Naturalmente, en esta conspiración estaba también de acuerdo el Consejo Mundial de las Iglesias, al que más tarde Paulo VI debía hacer una escandalosa visita pronunciando un discurso todavía más escandaloso. "En Génova, el Dr. Willem Visser't Hoff, cabeza de dicho consejo, manifestó a dos sacerdotes norteamericanos -para presionar de esta manera la opinión de los Padres Conciliares- que si los relatos de la prensa (sobre la famosa declaración en favor de los judíos, por aquel entonces no tan halagüeños) eran verdaderos, el movimiento ecuménico seria frenado". El Cardenal Cushing presionaba en Roma; mientras en Alemania un grupo anónimo trabajaba en favor de la amistad judeo-cristiana. "Hay ahora, escribían estos desconocidos, una crisis de confianza vis a vis hacia la Iglesia Católica".

   Otro jesuita el P. Gus Weigel, viejo amigo de Heschrel, fue uno de los que trabajó en la sombra por la ansiada declaración. "Yo le pregunté, escribió más tarde el rabino, si él creía realmente que fuese ad Maiorem Dei Gloriam el que no hubiese más sinagogas, ni comida de los 'sederes', ni oraciones en hebreo". Weilgel está ya en su tumba, y Heschel se guardó de darnos su respuesta. En todo este 'affaire', como en el 'diálogo' de reconciliación con los masones, los jesuitas ocuparon un puesto decisivo. El estudio sereno de estos incidentes plantea un problema más hondo sobre las graves crisis que en su historia ha tenido la Compañía de Jesús, así externas, como internas.

   Los elementos judíos, interesados vivamente en obtener la famosa declaración conciliar, pensaban que por cuatro años el pueblo de Israel estuvo en el banquillo de los acusados y que los Padres Conciliares se hallaban profundamente divididos en su opinión. "Esta demora, dice Roddy, era perfectamente comprensible, si se tenía en cuenta las razones políticas, pero pocos fueron los que quisieron atribuirla a motivos religiosos. La actual cabeza de la Santa Sede (el Papa), estaba firmemente convencido de que debía buscarse una votación mayoritaria o unánime, cada vez que se ponía a discusión un tema importante. Por el principio de la Colegialidad, según el cual todos los obispos ayudan al Papa en el gobierno de toda la Iglesia, cualquier tema importante dividía al Colegio Episcopal en dos grupos: el progresista y el conservador. El papel del Papa consistía en reconciliar a estas dos alas. Para remediar estas dívisiones en el Colegio Episcopal, el Papa tenía que acudir bien fuese a la persuación, bien fuese a la imposición, que trastornaba el principio de contradición. Cuando una facción decía que la Escritura sola era la fuente de la enseñanza de la Iglesia, la otra defendía que eran dos fuentes: la Escritura y la Tradición. Para poner un puente entre las dos opiniones, la Declaración (en favor de los judíos) fue de nuevo redactada con toques personales de Paulo, en las que se afirman las dos fuentes de la revelación, no sin dejar de dar a entender que el otro punto de vista merecía estudio. Cuando los oponentes a la Declaración sobre la Libertad Religiosa decían que ella podía oponerse a la antígua doctrina de que el Catolicismo es la única y verdadera Iglesia, una solución parecida bajó del cuarto piso del Vaticano al aula conciliar. Ahora esa Declaración sobre la Libertad Religiosa comienza con la doctrina de la única verdadera Iglesia, que, a juicio de los conservadores, satisfechos con esa parte de la Declaración, salva la doctrina tradicional de la Iglesia, sin darse cuenta que el resto de la Declaración es una contradicción o negación de la afirmación inicial".

   Este es Paulo VI, ambiguo siempre, indeciso siempre, que parece establecer un puente entre la afirmación y la negación, entre el ser y el no ser. En realidad, esas dos Declaraciones del Concilio
son una prueba evidente de que el Espíritu Santo no estuvo en el aula conciliar, porque al declarar Juan XXIII que el Concilia era puramente pastoral, cerró las puertas al Espíritu Santo. La Iglesia postconciliar se enfrentó a la doctrina cierta, inmutable, infalible de la Iglesia preconciliar. La indiscutible habilidad y política del Papa Montini no fue tanta, que pudiera identificar los polos opuestos de una contradicción. Lo que sí consiguió Paulo VI es establecer un cisma permanente en la Iglesia de Cristo. Nuestros mismos enemigos, a pesar de sus propias conveniencias, de las enormes ventajas que la política de Paulo les ha dado, reconocen que el consentimiento universal de esas famosas declaraciones de Bea y del Concilio no se ha obtenido. Tal vez hoy, cuando la mayoría del Episopado es ya del bando abiertamente progresista, cuando los estudios serios de la teología han sido sustituídos por la pastoral, cuando nos hemos acostumbrado, en virtud de claudicaciones sucesivas, a aceptar con pronta obediencia las cosas más opuestas a la verdad revelada, la discusión hubiera sido menos violenta en el Concilio y la votación más unánime. Sin embargo, la Iglesia seguiría inmutable en su doctrina recibida en las fuentes apostólicas.

   La Declaración promulgada el 28 de octubre de 1965 dice así: "Aunque las autoridades judías y aquéllos que las seguían presionaron para obtener la muerte de Cristo (cf. Juan 19,6), sin embargo, lo que sufrió Cristo en su pasión no puede ser atribuído, sin distinción alguna, a los judios, que entonces vi vían, ni a los judíos de hoy. Aunque la Iglesia es el nuevo pue blo de Dios, los judíos no deben presentarse como rechazados de Dios o malditos, como si esto se siguiese de la Sagrada Escri tura. Vean, pues, todos, que en la obra catequística o en la pre dicación de la palabra de Dios no se enseñe nada que sea in consistente con la verdad del Evangelio y con el espíritu de Cristo.
   "Más todavía, la Iglesia que rechaza cualquier persecución (contra cualquier hombre, teniendo presente el común patrimo nio con los judíos y movida no por razones políticas, sino por el espiritual amor del Evangelio, deplora el odio, las persecucio nes y los movimientos del antisemitismo, que hayan sido pro movidos contra los judíos, en cualquier tiempo y por cualquier persona".

      ¡Lamentable Declaración, aun sin tener en cuenta las enseñanzas de la Escritura y de la Tradición de la Iglesia! El sofisma quiere encubrir, ya que no puede destruir la realidad histórica y teológica. Todos sabemos que en el pueblo judío, el pueblo en otros tiempos de las predilecciones divinas, había una cierta solidaridad, establecida por Dios mismo, así en las bendiciones como en las maldiciones divinas. Es evidente que no todos los judíos, que vi vían en tiempo de Cristo, estaban presentes en el pretorio de Pilatos, ni personalmente pidieron la crucifixión y muerte del Señor. Es también evidente que los mismos judíos que estuvieron presen tes no tienen todos la misma personal responsabilidad, que la de sus dirigentes, que no sólo presionaron, sino se hicieron e hicieron al pueblo responsable del drama del Calvario. No fueron ellos, claro está, los que azotaron a Cristo, los que le pusieron la corona de espinas, los que le crucificaron. Pero, ellos son los autores in telectuales del deicidio, ellos los principales responsables de todo lo que el Señor sufrió en su Sagrada Pasión. Y es, finalmente evidente, teniendo en cuenta la elección divina de Israel y la ingratitud colectiva de ese pueblo, que la responsabilidad solidaria recae to davía sobre los que hoy, como ayer siguen negando la divinidad de Cristo; los que hoy, como ayer, volverían a pedir su Pasión y Muerte.

      Si la Iglesia es el nuevo Israel, como lo reconoce el Concilio, síguese que el antiguo Israel ha perdido sus privilegios, es ahora un pueblo desechado por Dios. Y esto se sigue de la Sagrada Es critura, si no queremos cambiar su sentido. O estamos con Cristo o estamos en contra de Cristo.

   Me permito copiar algunos conceptos, que escribí en mi libro "CON CRISTO O CONTRA CRISTO": "Es conveniente insistir aquí en un punto básico, sobre el cual, con sofisma manifiesto se pretende exonerar de toda responsabilidad al pueblo judío de la muerte de Cristo. Empezaremos, pues, por precisar conceptos, aunque tenga mos que repetir ideas ya expuestas. Una es la responsabilidad personal y otra es la responsabilidad colectiva. La responsabilidad personal solamente existe cuando hay un pecado o un crimen per sonal; en cambio, la responsabilidad colectiva puede darse y de he cho se da, aun en la justicia humana, cuando las colectividades por sus jefes o representantes lesionan gravemente los derechos inalienables de los individuos o de otras colectividades agredidas. Así, por ejemplo, aunque no todos los alemanes fueron personal mente responsables de las atrocidades atribuídas a la guerra de Hitler, sin embargo, todo el pueblo alemán fue considerado respon sable, con esa responsabilidad solidaria, hasta exigirle pagar es trictamente todos los daños y perjuicios de los que se consideraban agraviados y especialmente de los judíos. La solidaridad nacional impuso a todos y cada uno de los alemanes la responsabilidad co lectiva de los crímenes atribuídos a Hitler y a su gobierno; aunque, como es evidente, no todos los alemanes que vivieron entonces ni mucho menos todos los alemanes que viven ahora pueden tener la responsabilidad personal de esos supuestos crímenes. Los niños de aquel entonces tuvieron que asumir las agobiantes penas im puestas sobre todo el pueblo por aquélla responsabilidad colectiva.

   Así también, ante Dios, existe una doble responsabilidad: la responsabilidad personal, que cada uno de nosotros tenemos por los pecados propios o individuales, y la responsabildad colectiva que recae sobre las colectividades humanas, sobre todo cuando existe de por medio una cierta solidaridad o unión en esas colectividades, por un plan divino que abarca y encierra a esas colectividades. En el lenguaje bíblico, los jefes de raza son identificados con sus respectivas descendencias, que forman con ellas una mis ma persona moral. Esta solidaridad es más compacta y universal, cuando ha sido establecida por Dios mismo -como ya indicamos- en orden a la realización de los planes divinos. Así fue la solidaridad que Dios quiso que hubiese entre Adán y todos sus descendientes, en orden a nuestra elevación a la vida divina; y así también es la solidaridad que Dios estableció en el pueblo hebreo, que, como ya dijimos, estaba colectivamente destinado a la preparación del advenimiento de Cristo.

   Los mismos hebreos han reconocido siempre y han defendido celosísimamente la solidaridad racial, que existe entre ellos, por institución del mismo Dios. Cualquier libro judío, incluso el Talmud, nos habla de esta solidaridad sagrada. Pero el gran sofisma del judaísmo y del Vaticano II está en defender esta solidaridad en las bendiciones solamente y no en las maldiciones y castigos del Señor, a quien con sus infidelidades han ellos provocado.

   Si el mesianismo divino, el plan redentor y la elección divina para preparar los caminos del futuro Mesías, con que Dios favore ció al pueblo de Israel, fue para todo el pueblo fuente de las divinas bendiciones y fundamento de todas sus grandezas; el mesianismo judío, que es la negación y ataque a los derechos divinos, fue, es y será para ese pueblo signo de reprobación y castigo de un Dios traicionando y ofendido. O Cristo con sus bendiciones o el anti- Cristo con sus maldiciones: el dilema es ineludible.

   La solidaridad en las bendiciones, que, en el plan divino, alcanzaban a todos los Israelitas, descendientes de los Patriarcas, exige lógicamente la solidaridad también en los castigos o maldiciones divinas, a los que colectivamente se hizo digno el pueblo hebreo por la incredulidad agresiva de sus dirigentes. Esas divinas bendiciones, esas promesas del amor divino, no fueron absolutas, sino condiciones. No fue Dios quien falló; fue Israel el que, por sus cabezas, abandonó a Dios. Su infidelidad atrajo sobre sí las maldiciones divinas.

   Dios había prometido a su pueblo sus bendiciones, si guarda ban sus mandamientos: "Si de verdad escuchas la voz de Yavé, tu Dios, guardando diligentemente todos sus mandamientos, que hoy te prescribo, poniéndolos por obra, Yavé, tu Dios, te pondrá en alto sobre todos los pueblos de la tierra"... Pero esas bendiciones di vinas eran condicionadas; exigían la observancia fiel de la ley divi na. Si el pueblo de Israel no aceptaba prácticamente los preceptos de Dios, si quería sacudir el yugo de su ley divina, el Señor tam bién lanzaría sobre él el furor y los castigos de su justicia infinita: "Pero, si no obedeces la voz de Yavé, tu Dios, guardando todos sus mandamientos y todas sus leyes que yo te prescribo hoy, he aquí las maldiciones que vendrán sobre tí y te alcanzarán: Maldito serás en la ciudad y en el campo, Maldita tu canasta y maldita tu artesa. Maldito será el fruto de tus entrañas, el fruto de tu suelo y las crías de tus vacas y de tus ovejas. Y Yavé mandará contra tí la maldición, la turbación y la amenaza en todo cuanto emprendas hasta que seas destruído y perezcas bien pronto, por la perversidad de tus obras, con que te apartaste de Mí..." (Deuteronomio XXVIII,15-19).

   La palabra de Dios escrita está. Los cielos y la tierra pasarán, pero esa palabra no pasará.

   En la parábola del padre de familias que dejó a los campesinos en arrendamiento su viña, cuando mandó el dueño a sus siervos a recoger sus frutos, los mataron. Y cuando, al fin, el padre de fa milia envía a su propia hijo, los campesinos le echan mano, le sacan fuera de la viña y le dan muerte infame. Es una clara alusión del Divino Maestro a la ingratitud y perfidia con que el puebla de Israel pagó las predilecciones divinas. Por eso termina Cristo: Auferetur a vobis regnum, Dei, et debitur genti facienti fructus eius: Se os quitará el reino de Dios y será dado a la gente que dé sus frutos. (Mateo, XXI, 43).

   La masa de los judios y especialmente sus dirigentes resistie ron a las invitaciones de Cristo y frustraran los esfuerzos de los Apóstoles para su conversión, por lo cual quedaron fuera de la Igle sia, la viña, el Reino de Dios, a la cual afluyen los gentiles de todas partes. Jehová se había proclamado cien veces el Libertador, el Salvador de su pueblo; el Mesías había de ser, en primer término, el Redentor de los judíos: Sión estaba señalada de antemano como centro de la Teocracia Mesiánica y punto de convergencia de las naciones infieles. Pero, al rechazar los judíos el mesianismo divino, al proclamar su mesianismo materialista, al dar muerte al Salvador, solamente entran los gentiles en la Iglesia, sin pasar por la Sinago ga; entran casi solos, mientras que los judíos quedan excluídos, a pesar de que sus derechos parecían preponderantes y, a su juicio, exclusivos.

   En tres capítulos de su Epístola a los Romanos trata San Pablo de resolver este enigma. Sin negar San Pablo las indiscutibles pre rrogativas, con las que Dios quiso favorecer a ISRAEL, afirma, sin embargo, que los gentiles, quienes parecían ser nada para Dios y para quienes Dios era nada, fueron los llamados a la fe, mientras que fue excluído el Pueblo Santo, la Raza Sacerdotal, la Casa de Jehová. Los herederos naturales son desheredados, los hijos legíti mos son suplantados por intrusos; parecen olvidadas las prome sas de Dios y violados los pactos. ¿ Cómo conciliar todo esto con la Fidelidad de Dios y la Justicia Divina?

   Las pretensiones judías descansan en la torcida interpreta ción que ellos han dado siempre a las promesas del Señor. Invo can el nombre de Abraham como si fuera una garantía absoluta para ponerlos al abrigo de todo mal, cualquiera que fuese su con ducta; y piensan que la sangre de Israel, como una especie de Sa cramento, debe salvarlos ex opere operato, sin consideración algu na a las disposiciones personales. Hay en esto cierto paralelismo, cierta semejanza entre las pretensiones judías y las pretensiones luteranas: para los hebreos, la sola sangre de Abraham; para los protestantes, la fe sola son prenda de salvación. Pero se olvidan los hebreos que hay un Israel, según la carne -los que tienen la sangre de Abraham- y hay un Israel, según el espíritu. Al primero no se le debe nada; al segundo pertenece la Promesa. "No todos los que llevan el nombre de Israel son Israel, ni todos los que descien den de Abraham son hijos de Abraham. (Rom. IX, 6-7).

  La incredulidad de los judíos ha sido causa de que la Antígua Alianza quedase rota y que naciera la Nueva Alianza, el Nuevo Tes tamento, que recogiese todas las antíguas bendiciones en la Iglesia fundada por Jesucristo, en el nuevo "pueblo de Dios", qui non ex sanguinibus, neque ex voluntate carnis, neque ex voluntate viri, sed ex Deo nati sunt, que está formado no por la sangre, ni por volun tad de la carne, ni por voluntad del varón, sino por los que han nacido de Dios (a la vida sobrenatural, a la vida divina).

   Por otra parte, la dureza de corazón, la incredulidad judía ha sido tradicional en ese pueblo. Ya Isaías se quejaba de esta dureza, cuando decía: "Señor, ¿quién ha prestado fe a nuestro mensaje?... Todo el día he extendido las manos hacia un pueblo que se niega a creerme y me contradice. (Is. LXV, 2). La presente incredulidad, objeto de tanta admiración y de tanto escándalo, no es sino un caso más en los anales de la apostasía del pueblo judío.

   Después de lo que sumariamente hemos dicho, resulta incom prensible la famosa declaración del Vaticano II, cuando nos dice: "los judíos no deben presentarse como rechazados de Dios o mal dítos, como si esto se siguiese de la Sagrada Escritura". Necesita mos mudar o suprimir los libros sagrados para admitir esa pos tura pastoral del Concilio, que parece querer a todo trance, -in cluso contradiciendo a la Escritura, al dogma, a la Tradición, a los escritos de todos los Santos Padres y Doctores de la Iglesia, a la verdad histórica- exonerar la responsabilidad judaica, para com placer las exigencias de nuestros mortales enemigos, que, por otra parte, se mantienen en su posición de rebeldía y negación en contra de Cristo y de su Iglesia .

   Por lo demás, debemos recordar, como lo afirma San Pablo que la desgracia de Israel no es ni total, ni defintiva. No es total, porque siempre ha habido sinceros conversos del judaísmo -(no hablamos de los marranos, los falsos, los criptojudíos)-, que, al reconocer el Mesianismo y la Divinidad de Cristo, han ingresado en la Iglesia, han formado parte del Israel espiritual y han vuelto a ser hijos de la predilección. No es definitiva, porque, como lo afir ma San Pablo, la conversión del pueblo judío ha de ser uno de los signos que vendrán antes del nuevo advenimiento del Redentor, para juzgar a vivos y muertos.

   Tan absurdo es afinnar que todo judío, por el hecho de ser judío, es un criminal, como, cambiando los calificativos, el afir mar que todo judío, por el hecho de ser judío, es incapaz de crimen alguno, incluso, del crimen de los crímenes, del crimen del deicidio.

   Es necesario precisar bien el sentido de los términos, para no sufrir sofísticas propagandas, que quisieran desorientar la opi nión pública e impedir de esta manera las necesarias defensas de todo lo que somos y todo lo que creemos. Una cosa es el anti semitismo -que, como ya dijimos, no existe, ni nunca ha existido, ese crimen ya elevado a la categoría de lesa humanidad, acaso a crimen de lesa divinidad- porque, ante los crímenes supuestos que se suponen han sido cometidos contra los judíos, se borran o no existen los crímenes perpetrados por ellos con categoría de genocidios milenarios o millonanos, sí las víctimas son cristianas-, y otracosa totalmente distinta es la reacción del mundo libre ante las atroces y seculares fechorías del judaísmo kabalista y talmú dico. El antisemitismo de tipo racista, determinista, materlaliste -del que se quejan los enemigos- nunca ha existido entre cris tianos. Judío, en cuanto hombre, fue Jesucristo, judíos han sido no sólo los apóstoles y los primeros fieles de la Iglesia, sino innumera bles y preclaros defensores de la causa cristiana. El judío, por el hecho de ser judío, no está impulsado fatalmente al mal; puede ser y, en muchos casos, es sujeto del bien. También por ellos murió Cristo; también ellos, aun antes que nosotros, recibieron la voca ción divina de la fe y de la salvación. La Iglesia Católica condena ese llamado antisemitismo, como condena toda discriminación ra cia1, como condena todos los crimenes del judaísmo, del comunis,mo y de la masonería.

   Pero, -no lo olvidemos- el cristianismo es la antítesis del Kabalismo y el talmudismo: lucha secular en contra de Cristo: del Cristo Redentor y del Cristo Místíco; ambición de dominio universal sobre todos los pueblos y naciones; perpetuación de la Si nagoga de Satanás, de aquel Sanedrín que condenó a muerte a Jesús de Nazareth.

   Después de estos breves comentarios, que, a la luz que nos dio el artículo de Roddy, hemos hecho sobre el problema judío en la Iglesia de Dios, creemos que el uso del "efod y del pectoral del jui cio" del Gran Sacerdote Levítico, que las fotografías nos presentan sobre el pecho de Paulo VI adquiere una importancia excepcional y decisiva, sobre todo si se tienen en cuenta las secretas relaciones que personalmente y por sus asociados ha mantenido el Papa Mon tini con los dirigentes de la mafia judía desde el principio de su pontificado.  

ÍNDICE DEL SITIO

INICIO: