LOS PAPAS DEL VATICANO II
                                                                                                                   Père N. Barbara

ÍNDICE

APREMIANTE LLAMADA A LOS LECTORES

Desde la promulgación y la aplicación de los actos del concilio Vaticano II la doctrina del papa Pablo VI y de sus sucesores plantea un problema de conciencia a los católicos. En la Iglesia, un poco por todas partes, millares de fieles, centenares de sacerdotes, y tres obispos, los Excmos. Monseñores Kursch, Lefebvre y De Castro Mayer; han rechazado públicamente someterse a su autoridad especialmente en lo referente a los nuevos ritos.

   Ante estos actos graves y públicos de rebelión que duran desde hace más de veinte años, las autoridades parecen haber capitulado. En lugar de promover un proceso en buena y debida forma para confundir a los rebeldes, reducirlos o expulsarlos, y sobre todo para que estalle a plena luz la perfecta ortodoxia de la enseñanza del Vaticano II puesta en duda por estas resistencias, los Pontífices postconciliares, bajo pretexto de longanimidad y misericordia, han adoptado la aptitud de un jefe que se negase a reconocer sus errores. «Dejémosles hacer», «No hablemos más de ello», «Ignorémoslos», o más bien la de un usurpador que sabe perfectamente que traducir en justicia a los que le resisten, sería proporcionarles la ocasión de demostrar la ilegitimidad de su poder. En el estado actual de cosas, no deja de tener interés interrogarnos sobre la ortodoxia de los papas conciliares.

   El problema de la herejía eventual del Papa reinante es incontestablemente el más grave que pueda plantearse a la conciencia católica. Pero la Iglesia, que es divina, posee necesariamente la solución para ello y una solución al alcance de todos los fieles; cualquiera que tenga la fe católica no puede ponerlo en duda.

   Al escribir en primer lugar, para lectores que no son católicos, vamos a recordar ciertos principios que hay que tener presentes para seguir el razonamiento que pudiese establecer la herejía de estos papas.

I- ALGUNOS PRINCIPIOS A RECORDAR

La fe

   Es una virtud teologal por la cual, advertidos por Dios y ayudados de su gracia, consideramos como verdadero y cierto todo lo que Él ha revelado. El fiel no se adhiere a los dogmas porque ve la verdad intrínseca de ellos, sino únicamente por el testimonio de Dios, que no puede ni engañarse ni engañarnos. «La fe, afirma el Apóstol, es (…) la prueba de las realidades que no se ven » (Heb. XI., 1).

Necesidad de la fe

   Cuando, antes de su Ascensión, el Maestro dio a sus Apóstoles la consigna «de ir por el mundo entero a predicar el Evangelio a toda criatura», subrayó la necesidad absoluta de esta virtud: «El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado» (Mc. XVI, 15-16).

   Este imperativo del Señor manifiesta que la fe teologal es la condición sin la cual no es posible salvarse. El Espíritu Santo lo ha confirmado en la epístola a los Hebreos: «Sin la fe, no es posible agradar a Dios» ( XI, 6).

   El Concilio de Trento dice de esta virtud que es «el comienzo de la salvación del hombre, el fundamento y la raíz de toda justificación» (Denzinger, 801).

Objeto de la fe

   ¿Qué es lo que hay que creer? Todo lo que Nuestro Señor ha venido a revelar a los hombres de parte del Padre: «Enseñadles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt. XXVIII, 20).

Garantía de la fe

   Cualquiera que admita de un lado, la divinidad de Jesús y de otro, la absoluta necesidad para salvarse de creer todo lo que el Hijo de Dios ha venido a revelarnos, no puede dudar que Jesús, antes da dejar a los suyos, haya instituido un medio eficaz, capaz de garantizar a todos, hasta el fin de los tiempos, la integridad y la autenticidad de todo lo que El ha revelado. Este medio, es el magisterio vivo e infalible de la Iglesia, es decir, el Papa reinante y los obispos que están en comunión con él.

   La infalibilidad de este magisterio viviente, compuesto de hombres falibles —«Omnis homo mendax, -afirma el Espíritu Santo-, todo hombre es mentiroso» (Salmá 115 II y Rom. III, 4)— Es un dogma de nuestra fe. El cristiano cree en él, es decir que lo tiene por verdadero y por cierto porque Dios lo ha revelado.

   El cristiano recuerda también, que las obras de Dios son perfectas y que «Hace todo lo que quiere así en el cielo como en la tierra» (Salmo 134, 6); luego nunca está corto de medios para realizar sus planes. Así, Jesús ha revelado que para poseer en ellos la vida divina, a fin de resucitar en el último día para una resurrección de vida, sus discípulos deberían «comer su carne y beber su sangre». He aquí un medio que repugna a la razón natural, por lo menos tanto como la infalibilidad de un magisterio compuesto de hombres falibles: «¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?» se preguntan desconcertados sus oyentes. Reconozcamos cuán misterioso era este mandato para toda inteligencia aunque fuese sublime y, fuera de la fe, imposible de aceptar hasta para los corazones mejor dispuestos. La aquiescencia de los Apóstoles formulada por Pedro, no pudo ser dada sino porque éste se colocó en el acto y únicamente en el plano de la fe: «Señor, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna. Pero nosotros, hemos creído y hemos conocido que Tú eres Cristo, el Hijo de Dios» (Jn VI, 52-69).

   Su fe, lo sabemos, no fue defraudada. En la tarde del Jueves Santo comprendieron cómo podían verdaderamente comer la carne y beber la sangre de su Señor. Y desde entonces, incluso entre los que se dicen discípulos de Jesús, ¿quién admite su presencia real en el Sacramento de la Eucaristía? Los que creen verdaderamente, sinceramente, que es Cristo, el Hijo de Dios. Sólo estos no dudan de El cuando les dice: «Este es mi cuerpo, esto es mi sangre».

   Sucede lo mismo con el carisma de la infalibilidad. ¿Cómo el Papa, que es un hombre pecador, falible, puede ser infalible en su función oficial de Papa? He aquí un aserto tan difícil de admitir, para todos los hombres en general y para los sociólogos en particular, como el que afirma que hay que comer la carne de Cristo y beber su sangre. Pero para los católicos, para los que creen que Jesús es verdaderamente Cristo, el Hijo de Dios, el que posee realmente las palabras de vida eterna, este carisma no admite ninguna duda, puesto que está garantizado por la Palabra todopoderosa que dijo a Simón Pedro: «He rogado por ti, a fin de que tu fe no desfallezca» (Lc. XXII, 32). La infalibilidad del Papa, que descansa sobre la única promesa de Dios-Hombre, sólo puede admitirse a la luz de la fe teologal.

Precisión sobre el objeto de la fe

   Su objeto, lo hemos dicho, es todo lo que Cristo ha revelado y que su Iglesia infalible propone como divinamente revelado.

   Pero conviene hacer una distinción.

   Ciertas verdades han sido reveladas por Dios DIRECTAMENTE, por ejemplo la imposibilidad de error de la Sagrada Escritura, la doble naturaleza de Cristo —es verdaderamente Dios y verdaderamente Hombre—, la Asunción corporal de María, la infalibilidad del Papa en su magisterio ex cathedra.

   Otras lo han sido sólo INDIRECTAMENTE, pero hay que creerlas porque su negación lleva consigo necesariamente la negación de un dogma de fe: «Elcana es el padre del profeta Samuel». Negar esta verdad, es negar indirectamente la imposibilidad de error de la Biblia, que afirma que Ana concibió a Samuel de Elcana (I Samuel, I, 19-20): «En Jesús hay dos inteligencias y dos voluntades». Negar esta verdad, es negar indirectamente el dogma que afirma que Jesús es hombre perfecto y Dios perfecto. «Pío XII ha sido verdaderamente Papa de la Iglesia católica.» Negarlo lleva consigo necesariamente la negación del dogma de la Asunción de la Virgen definido y proclamado por este Papa. «La publicación de un ordo missae para la Iglesia universal es un acto del magisterio infalible del Papa.» Negarlo es admitir, contra el dogma de la infalibilidad, que el Papa puede imponer errores a la Iglesia universal.

La herejía

   Es el pecado del que niega con obstinación una verdad revelada. Propiamente hablando, la obstinación no constituye el pecado de herejía, sino que lo manifiesta y permite distinguir al herético, que niega voluntariamente una verdad de fe, del que está en el error de buena fe.

   Puesto que hay dos clases de verdades reveladas, ¿qué pecado comete el que niega una verdad indirectamente revelada?

   Si se da cuenta que su negación acarrea necesariamente la negación de un dogma, es culpable de un pecado de herejía. Si no, su negación de buena fe no es una herejía.

   Cuando la negación de una verdad trae consigo indirectamente la negación de un dogma, no es raro sobre todo cuando los que la niegan son numerosos, que haya en la Iglesia un periodo de fluctuación durante el cual los espíritus están divididos, unos, afirmando y otros, negando que esta negación acarree necesariamente el rechazo de un dogma. En este caso es necesario que la Iglesia intervenga para zanjar la diferencia con su autoridad soberana. Así es como condenó, por ejemplo, a los monotelitas que, al negar la existencia de dos voluntades en Cristo, negaban indirectamente la doble naturaleza del Dios-Hombre.

   Pero antes de la intervención del Magisterio, ¿se puede tachar de herejía a los que niegan una verdad indirectamente revelada? Escuchemos lo que de ello dice Cayetano: «Mientras no haya definición de la Iglesia, ¿cuándo diremos que es manifiesto que tal tesis acarree una consecuencia contraria a la fe? No basta con que muchos lo piensen entre los doctos, si hay otros que son de opinión contraria. En semejante caso se dispensará de herejía, e incluso de todo pecado, a los que tengan una falsa opinión, si en su categoría, según sus luces, estiman seguir el partido más razonable, guardando la reverencia debida a la Iglesia» (Summa Teológica, ed. de la Juventud. Q. 32, a.4 conclusión, nota 92).

Consecuencia del pecado de herejía

   Todo pecado mortal hace perder el estado de gracia pero, incluso privado de la gracia divina, el pecador es siempre miembro de Cristo. Un miembro muerto en el cual la vida ya no circula, pero todavía unido al sarmiento. Pío XII lo ha recordado: «Los pecadores están en la Iglesia de la que siguen siendo miembros» Mystici Corporis.

   No solamente los pecados de herejía y de cisma dan la muerte espiritual, sino que separan a los que los cometen del Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia. El hereje ya no le pertenece, ya no es miembro suyo.

   Separado de la Iglesia, el hereje, si está dentro de las órdenes sagradas (diácono, sacerdote, obispo), conserva los poderes inherentes al orden recibido, pero ya no tiene el derecho de ejercerlos. Sería un sacrilegio. Además, pierde toda jurisdicción. «Los Santos Padres enseñan unánimemente, no solamente que los herejes están fuera de la Iglesia; sino que también están privados ipso facto de toda jurisdicción y dignidad eclesiásticas. San Cipriano dice «Nosotros afirmamos plenamente que ningún hereje o cismático no tiene, ni poder, ni derecho» (Da Silveira, La messe de Paul VI Qu’en penser? p 262).

   Si el herético es Papa, por el sólo hecho de su pecado, pierde su cargo. «La razón, de ello es, dice San Roberto Belarmino, que no puede ser la cabeza de la Iglesia el que ya no es miembro de Ella» (Citado por Da Silveira, p. 261).

¿Se podría admitir la buena fe de un Papa que enseña oficialmente el error en materia doctrinal?

   El Papa que ha caído en herejía como doctor privado (como doctor oficial está preservado de ello) podría manifestar su error doctrinal de dos maneras:

  • como doctor privado, en este caso, como para todo fiel que se equivoque, no solamente se puede, sino que se debe suponer su buena fe, sobre todo si se enmienda desde que está advertido de su error, como lo hicieron Pedro (Gal. 2, 11) y Pascual II.
  • en forma oficial. En este caso ni siquiera puede suponérsele buena fe. En efecto, es un dogma de nuestra fe que en el ejercicio de su cargo el Papa no puede enseñar el error. Luego si un Papa lo enseñase de forma oficial, por el hecho de hacerlo, manifestaría que habría perdido anteriormente el papado al caer en la herejía como doctor privado. Y es por lo que ha podido enseñar el error no ex cathedra, sino en la forma ex cathedra.

   A la luz de la fe, no aceptar la consecuencia necesaria de esta constatación sería negar indirectamente el dogma de la infalibilidad, o lo que sería más grave todavía, acusar a Cristo de infidelidad. En efecto, el error ha sido enseñado a la Iglesia universal de forma oficial. Si se supone la buena fe del Papa, no se le podría tener por responsable. Como no hay jamás efecto sin causa, en esta hipótesis, el responsable de este error sería Cristo que habría faltado a su promesa de asistencia: «Simón, (…) he pedido para que tu fe no desfallezca y tú confirma a tus hermanos» (Luc. XXII, 32). ¿Por muy ligero que fuese un creyente se atrevería a sostener una hipótesis que lleva consigo tal consecuencia?

¿Existe una enseñanza oficial del Papa para la Iglesia universal que no esté revestida por el carisma de la infalibilidad?

   No, no existe y no puede tenerlo, por la simple razón de que el Papa ha recibido su autoridad de Cristo sobre toda la Iglesia (Jn. XXI, 17) «para confirmar la fe de sus hermanos» (Lc. XXII, 32) y para decir auténticamente a la Iglesia, con ellos, todo lo que el Maestro ha revelado (Mt XXVIII, 20) y que los fieles deben creer y practicar para salvarse (Mc XVI, 16). Esta enseñanza oficial, digámoslo otra vez con Pío XI, «el Pontífice Romano y los Obispos que están en comunión con El, la ejercen todos los días» Mortalium animos, y cada día Cristo los asiste Él mismo y por el Espíritu Santo (Mt. XXVIII, 20; Jn. XIV, 16-26). Si por un imposible la enseñanza oficial del Papa fuese errónea, «resultaría, como no teme decirlo claramente León XIII, que Dios mismo sería el autor del error de los hombres: «Señor, si estamos en el error, sois Vos mismo quien nos habéis engañado» Satis cognitum.

Una distinción tan esclarecedora como importante

   Es la que conviene hacer entre los falsos y los malos pastores. El mal pastor escandaliza al rebaño por una conducta que desmiente su enseñanza. Pero, poseyendo la fe católica, sigue siendo pastor.

   El falso pastor, es el que no es dueño del redil, aquél a quien no pertenece el rebaño, el que no tiene de pastor más que las apariencias.

Reglas de conducta

   Tres textos de los santos Evangelios nos las proporcionan.

   El primer texto lo leemos en San Mateo, capítulo VII, versículos 15 al 20.

   Jesús sabía muy bien que surgiría una multitud de falsos profetas que perderían a muchas gentes. Para que sus discípulos pudiesen distinguir fácilmente los verdaderos de los falsos profetas, les dio un medio de discernimiento tan sencillo como absoluto «por sus frutos los conoceréis

   El verdadero profeta, «sentado en la cátedra de Moisés», participa del poder profético de Cristo y habla en nombre de Dios. Su palabra, que es la de Cristo (Lc. X, 16), da normalmente frutos de santidad, pues «todo árbol bueno produce buenos frutos y no puede producirlos malos».

   El falso profeta al contrario, no estando, o no estando ya «sentado en la cátedra de Moisés», no participa del poder profético del Maestro. Su palabra no es pues la de Jesús y no puede producir sus frutos. «¿Acaso se cogen uvas de los espinos o higos de las zarzas? Todo mal árbol produce malos frutos, no puede producirlos buenos». «Por sus frutos distinguiréis los falsos de los verdaderos profetas», los falsos de los verdaderos pastores.

   El segundo texto lo leemos en el capítulo XXIII del mismo evangelio, versículos 1 al 3. Regula la conducta que los fieles deben tener con los malos pastores.

   Aunque malos, continúan con su cargo y, por este hecho, siguen participando en los poderes de Cristo. Por ellos, Cristo continúa enseñando y mandando y Jesús ha sido terminante: hay que escucharles y obedecerles. «Están sentados en la cátedra de Moisés, escuchadles, pero no los imitéis, pues hablan pero no hacen lo que dicen

   El tercer texto es de San Juan, capítulo X, versículos 1 al 5 y 10. Jesús indica a sus fieles el comportamiento que deben adoptar con toda naturalidad con los «extranjeros», los «falsos profetas», los que no son «de la misma familia de la fe». (Gal. VI, 10). El Maestro, que ha comparado a menudo su Iglesia a un rebaño, los invita a imitar a las ovejas que huyen de todo extranjero. ¿En qué reconocen que no es su Pastor? En la Voz. Mientras que la del pastor les es familiar y les da confianza, una voz desconocida los asusta. Instintivamente se apartan del extranjero y huyen.

   Tal debe ser el comportamiento del rebaño del Señor. Es por la voz, es decir por la doctrina que oyen predicar, por la que los fieles de Cristo reconocen que un pastor no es del redil. Así como, confiados en la voz del verdadero pastor, le siguen normalmente, seguros de seguir a Jesús, de la misma forma, inquietos, turbados por la nueva doctrina del extranjero, le huyen instintivamente «pues no conocen la voz de los extraños».

   La voz, repitámoslo, es la doctrina, es la enseñanza; él es nuevo y se revela como extraño. Sin saber explicarlo —Dios no se lo pide— los fieles se dan cuenta de que este supuesto pastor no participa del poder profético de Cristo, puesto que «su voz» turba su fe. Luego no está sentado en la cátedra de Moisés, «su cátedra es una cátedra de pestilencia» (Salmo I, 1). Como dice el Maestro, se ha infiltrado en el aprisco «para robar, degollar y destruir». He aquí por qué los fieles le huyen.

   ¿Por qué razón, a pesar de todas las apariencias contrarias, no está o ya no está sentado en la cátedra de Moisés? No están obligados a saberlo. Una sola cosa les importa y los tranquiliza: desde el momento que su fe perturbada es la que les impide escucharle, es que el pretendido pastor no está en la cátedra de Pedro que es una cátedra de verdad, no es pastor de la Iglesia; ni bueno, ni malo, es un extraño, no hay que escucharle, hay que huirle.

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