IN CINERE ET CILICIO
“Convertimini ad Me in toto corde vestro in jejunio, et in fletu, et in planctu. Et scindite corda vestra et non vestimenta vestra, et convertimini ad Dominum Deum vestrum” “Convertíos a Mi de todo vuestro corazón, con ayuno y con llanto, y con gemidos. Y rasgad vuestros corazones, y no vuestros vestidos, y convertíos al Señor Dios vuestro” (Joel, II,12 y 13) |
La Santa Iglesia Católica asistida y guiada por Dios suele disponer antes de las Fiestas Litúrgicas importantes alguna preparación de penitencia, como recordatorio para todos los cristianos que debemos preparar el espíritu y el corazón limpiando nuestras conciencias y haciendo oración, para recibir de Dios las Gracias que quiere recibamos dignamente y causen en nosotros los efectos que Él espera. La Cuaresma ha sido instituida como preparación a la Santa Pascua, modelada sobre el ejemplo de Moisés y Elías, los cuales después de un ayuno de cuarenta días fueron admitidos a la visión de Dios, y más todavía a imitación del retiro y del ayuno cuadragenario realizado por Cristo en el desierto. En el uso litúrgico tanto de la Iglesia latina como de la Iglesia griega, se suele anteponer a la Cuaresma un periodo de tres semanas, las cuales llevan el nombre de Septuagésima, Sexagésima y Quincuagésima. Al inicio de estas tres semanas (Domingo de Septuagésima) la Liturgia nos muestra la historia de nuestros Primeros Padres Adán y Eva, los dos primeros hombres que Dios creó y puso sobre la faz de la tierra; nos narra así mismo la bondad de Dios al crear al hombre y al establecerlo por encima de toda la creación material y de cómo estos primeros hombres no conformes de la alta dignidad con que Dios les había favorecido quisieron ser “como dioses” (Génesis III, 5) y escuchando al demonio y a su propio orgullo desobedecen a Dios comiendo del fruto del “árbol de la ciencia del bien y del mal”(Génesis II, 17; y III,11) . Así entró el pecado al mundo. Y no sólo el pecado sino la inclinación al pecado. Privados nuestros primeros Padres de la Justicia Original en la que habían sido creados, heredamos nosotros sus hijos el Pecado Original, hallándonos en comparación al estado primitivo, mermados y heridos, sujetos al error, inclinados al mal, débiles para resistir a las tentaciones. El hombre perdió el justo equilibrio que Dios le había concedido de sus facultades y potencias. “Siento otra ley en mis miembros que contradice la ley de mi espíritu” (Epístola del Ap. San Pablo a los Romanos, VII, 23). “La carne desea y apetece contra el espíritu” (Gal., V, 17). El Pecado Original ha dejado una herida en nuestra naturaleza, de manera tal que aún queriendo el hombre dirigir sus afectos y acciones hacia Dios se ve inclinado muchas veces a ir en contra de ese mismo Dios y a seguir su concupiscencia; se siente atraído de manera desordenada por las cosas de este mundo material, por los placeres, por las riquezas, o por la vana gloria que los hombres pueden brindarle, y así muchas veces olvidado de ese gran Dios se ocupa de lo terreno con detrimento de su conciencia cometiendo pecado, cambiando estos bienes infinitamente menores por Dios “bien por excelencia” y único capaz de llenarnos del todo: “Señor, Tu nos has hecho para Ti y no descansará nuestro corazón hasta estar en Ti” (San Agustín). Pero esa mala inclinación que dejó el Pecado Original en nosotros no es insuperable; con la Gracia de Dios y el ejercicio de las virtudes podemos no solo superarla sino someterla. “No será coronado sino el que peleare varonilmente” (II Tim., II, 5). No estamos libres los hombres en esta vida de tentaciones del maligno enemigo a fin de mostrar a Dios nuestra fidelidad: “Porque os prueba el Señor Dios vuestro, porque se haga patente si le amáis o no con todo el corazón y con toda vuestra alma” (Deuteronomio, XIII, 3). Pero, sería presunción de nuestra parte querer salir airosos de los embates del enemigo con nuestras propias fuerzas: “¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte? La Gracia de Dios por Nuestro Señor Jesucristo” (Rom., VII, 24-25). Así debemos ayudarnos del auxilio divino que está siempre a nuestro alcance, pues si bien es cierto que no nos han de faltar tentaciones en esta vida, más cierto es que en esos momentos tenemos siempre las Gracias que necesitamos, “en virtud de los méritos de Nuestro Jesucristo, y la tutela de los ángeles buenos especialmente la de nuestros ángeles de la guarda” (Tanquerey). “A Dios rogando y con el Mazo dando” decía el gran San Bernardo. “Velad y orad para que no entréis en tentación” porque “el espíritu está pronto pero la carne es débil” S. Mt. XXVI, 41; S.Mc, XIV, 38), palabras de la Verdad Eterna. Si bien el espíritu está pronto a seguir la voluntad e inspiraciones de Dios, el cuerpo nos inclina a lo contrario: “los ojos se nos van tras lo llamativo y curioso; los oídos están siempre prestos a escuchar novedades; el tacto busca las sensaciones agradables, sin cuidarse para nada de las leyes de la moral; tráenos la imaginación mil representaciones más o menos sensuales; corren con ardor y aún con violencia hacia el bien sensible nuestras pasiones sin atender al aspecto moral del mismo” (Tanquerey). Nuestra humanidad herida es como un “potro” que tiende a ir naturalmente a donde se le antoja. La Ley de Dios es ese “freno” que se le impone en la boca para que pueda ser llevado dócilmente. La Oración aunada a la Mortificación proporciona a cuerpo y alma esa disciplina de la rienda, a fin de someter el cuerpo al espíritu, la razón a la voluntad y ésta a Dios. Se define pues la mortificación como “la lucha contra las malas inclinaciones para someterlas a la voluntad y ésta a Dios” (Tanquerey). Entonces la Mortificación Cristiana no es el odio de sí mismo como quiere hacerlo creer la propaganda anticatólica, sino que es un amor bien entendido; p.ej: un miembro gangrenado en nuestro cuerpo es capaz de infectarlo todo completo, así es mejor amputarlo por amor al todo que dejarlo por amor a la parte, o al final se perderá todo; así un amor bien entendido nos hace desprendernos de aquello que nos es perjudicial. Si bien la Mortificación contribuye a purificarnos de las faltas pasadas, su fin principal es prevenirnos contra las faltas presentes y futuras, disminuyendo el amor al placer que es el origen de nuestros pecados. “Si alguien quiere venir en pos de Mi niéguese a sí mismo” (S. Lucas IX, 23). “Mortificad vuestros miembros” (Col. III, 5). “Aquellos que son de Cristo crucificaron su carne con los vicios y concupiscencias” (Gal. V, 24). La Mortificación enseña al hombre a desprenderse de las criaturas, valiéndose de ellas como medio y no como fin: “El hombre ha sido creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su alma; y las otras cosas sobre la faz de la tierra han sido creadas para el hombre, y para que le ayuden a la consecución del fin para el que ha sido creado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar de ellas, cuanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse de ellas, cuanto para ello le impiden” (San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, Principio y Fundamento). La Mortificación es pues necesaria a todo hombre y en todo tiempo tanto para su salvación como para su perfección: “Si viviereis según la carne, moriréis; mas, si con el espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Rom., VIII, 13); hay, pues, mortificaciones que son necesarias, sin las cuales caeríamos en pecado mortal. “Nuestro Señor habla muy claramente con ocasión de los pecados contra la castidad [Todo aquel que mira a una mujer para desearla, ya cometió adulterio con ella en su corazón, S. Mt., cap. V, v. 28], hay, pues, miradas que son gravemente pecaminosas, las que proceden de malos deseos; y es necesaria la mortificación de esas miradas bajo pena de pecado mortal” (Tanquerey). “Si, pues, tu ojo derecho te hace tropezar, arráncatelo y arrójalo lejos de ti…” (S. Mt., Cap. V, 29). “Dos maneras hay de penitencia y mortificación: una corporal, que castiga y aflige el cuerpo, y ésta es la que llamamos penitencia exterior, como disciplinas, ayuno, cilicio, mala cama, comida pobre, vestido áspero y otras cosas semejantes que afligen al cuerpo y le quitan su regalo y deleite. Otro género hay de mortificación y penitencia espiritual y mucho más excelente y levantado que el primero” (San Agustín); y continúa el R.P. Rodríguez, “que es regir y gobernar los movimientos de nuestro apetito, andar uno cada día peleando contra sus vicios y malas inclinaciones, andar negando siempre su propia voluntad, quebrantando su propio juicio, venciendo su ira, reprimiendo su impaciencia, refrenando su gula, lengua, ojos y todos sus sentidos y movimientos”(Ejercicio de Perfección y Virtudes Cristianas) La práctica de la mortificación se puede resumir en algunos principios: 1.- La mortificación debe abarcar a todo el hombre, cuerpo y alma, para que todo el hombre llegue a ser mortificado y disciplinado. 2.- La mortificación se opone al placer, que en sí no es un mal sino que es un bien cuando está subordinado al fin por el que Dios le instituyó; así Dios agregó a algunas acciones cierto placer para que dichas acciones se realizaran (p.e, la comida para alimentarse). El placer no es un fin sino un medio; querer el placer en sí mismo es algo desordenado y es ocasión de caer en faltas mayores. Debemos entonces: a).- privarnos de los malos placeres; b).- renunciar a los peligrosos; c).- abstenernos de algunos placeres lícitos (inclusive realizar alguna mortificación voluntariamente). 3.- Debe realizarse con prudencia y discreción y debe ser proporcionada a las fuerzas físicas y morales y de acuerdo al deber de estado. La Penitencia y Mortificación no es sólo entonces como muchos creen para este tiempo de Cuaresma, tenemos que asegurar nuestra perseverancia y la mortificación es uno de los medios más efectivos para vencer. Nosotros siempre tenemos miedo de sufrir porque no pensamos lo suficiente en los sufrimientos del Purgatorio. Nuestro progreso va de acuerdo a la violencia que nos hagamos: “Tanto aprovecharás cuanto más fuerza te hicieres” (Kempis T. I, Cap. 25), pues no se trata solamente de no pecar, sino además de avanzar; más aún no hay ninguna virtud que pueda aguantar mucho tiempo sin algo de mortificación: (Kempis T. II, Cap. XII). Preparemos el corazón y redoblemos esfuerzos ya cercana la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. “Avergüéncese bajo la cabeza de un coronado de espinas aquel que se las da de delicado” (San Bernardo). ¡Ave María Purísima! P. Alfredo Contreras Miércoles de Pasión, 28 de marzo del 2007. |
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