Los Derechos de la Verdad
y
Los Derechos del Amor
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Cuando alguien escribe algo pueden sus líneas ser leídas de distintas maneras, sea con un prejuicio favorable, sea con uno más o menos antipático, sea con la ecuanimidad del hombre recto que no considera sólo la mano que empuña la pluma sinó, y sobre todo, la verdad y el criterio de los contenidos, la fuerza de las razones y la lógica de las conclusiones.
La escritura tiene ventajas y desventajas. Ventajas y desventajas porque en ella el hombre compromete su pensamiento no sólo ante Dios, Quien un día lo juzgará, sinó también ante los hombres quienes lo juzgarán inmediatamente. La escritura sufre un juicio de solas fiscalías ya que la defensa ante la estima o desestima ajena es sólo remota. Nadie puede defenderse ante el lector a no ser por la verdad de los argumentos y la rectitud de la intención de alguna manera manifestada. Quizás por eso muchos hombres que pudieran escribir o entablarse en una lucha leal de los conceptos para que triunfe nó el interés sinó la verdad, no lo hacen, sin embargo, temerosos del juicio de los lectores o ante el riesgo de equivocarse. Otros prefieren el anonimato del comentario de las conversaciones para referirse a lo que han leído o a su escritor sin exponerse a la sana contienda por la verdad; allí el adversario no puede defenderse y es fácil restarle autoridad nó con las razones pero sí a veces causando impresiones y sentimientos en los demás con sólo un gesto o una sonrisa burlona. ¿Escapará esto al juicio de Dios? Pareciera que nó.
Aún así parece nuestro cometido empresa suficiente para correr el riesgo de la crítica con tal que en los hombres probos y honrados hagamos algo de bien, mejor aún, para que nuestras pobres líneas sean en bien de Dios y en bien de muchos.
¿Por qué en bien de Dios?
Porque si de Verdad y Amor hablamos Dios es el primer concernido; si lo desea Usted más filosóficamente, es Dios el primer analogado de todas las proporciones que conciernan a la Verdad y al Amor, siendo Dios Autor de todas las proporciones de los seres al ser Creador de todos ellos.
¿Por qué en bien de muchos?
Porque si lo que buscamos es el bien de Dios buscamos también el ajeno. A Dios nada le falta gozando Él de una pacífica, eterna e infinita felicidad. ¿Cómo puedo buscar su bien si nada le falta ni nada desea? Buscando nó lo que fueran sus deseos, que nó los tiene, sinó buscando lo que es su Voluntad, a saber, que los hombres se salven y que la heroica Redención de su Hijo cuaje en las almas. Cristo Nuestro Señor abrió las puertas del redil de los Cielos, ahora es preciso que los hombres, movidos por su Gracia, entren en él. Ese es en resumen el fin terreno de la Santa Iglesia, llevar a los hombres a su Señor y su Dios.
Se entiende entonces que si busco el bien de Dios que yo puedo darle, busco entonces se haga su Voluntad en mi y en los demás, busco que los hombres se salven y eso es buscar su bien. Esto es entonces el bien de Dios y el bien de muchos.
Ahora bien, ¿Cuál es nuestro cometido? Lo que reza el título, que la Verdad tiene derechos y que el Amor también los tiene, derechos que les son propios, inalienables, impostergables, que no pueden renunciarlos, ni perderlos. Que entonces pueden, deben y merecen ser defendidos. Que la vida de todo hombre noble, por sencillo o instruido que sea se reduce a ello, a la Verdad y al Amor; a la Verdad en sus pensamientos, ideas, ideales y palabras; al Amor en sus actos, sus conductas y sus quereres.
Hemos enunciado muchos conceptos, muchas cosas, digamos, que hoy todos nombran, pocos entienden, casi nadie defiende, y de los que sí lo hacen, pocos lo hacen bien. Esto establecerá nuestro plan.
¿A cuáles conceptos nos referimos?
Derecho, Verdad y Amor.
¿Quién no habla de ellos en nuestros días? Sin embargo jamás había visto la historia semejante atropello al Derecho ni tan universal afrenta; jamás había escuchado tanto error y mentira; nunca había sido abrumado por tanto mal y desorden, por tanto “amor” mal entendido y peor usado.
El Derecho:
Del Derecho muchos hablan, bastantes enseñan, pocos saben. Claro está que no nos referimos a la penosa tarea de aplicar leyes y resolver conflictos sinó a los fundamentos más básicos de todo ello. Esos fundamentos son esenciales y trascendentes y, modificados los mismos, se distorsiona el verdadero Derecho de modo que aún una enorme injusticia podría ser jurídicamente valedera, al menos en el Derecho Civil, claro está, no así en el Derecho Eclesiástico.
Si el Derecho a algo emana de los votos de la mayoría las cosas que hoy fueren justas mañana podrían ser injustas. Así el divorcio como anulación del vínculo o el aborto, siendo aberraciones morales y gravísimamente injustas, son moneda corriente en muchas legislaciones civiles.
Si el Derecho nace de lo que es exitoso, rinde o triunfa, así sea malo de suyo, seríamos utilitaristas; pragmáticos, si el fin justificara los medios.
Se entiende que el Derecho no puede depender de una mayoría, de una opinión, de un capricho, una conveniencia o un triunfo monetario. Derecho es lo que responde a Justicia y justo lo que es debido a algo a alguien. Ha de haber entonces en la cosa o en la persona alguna razón, algún motivo, alguna prerrogativa o dignidad que le permita reivindicar uno o varios derechos como algo justo y que por eso le es debido.
Es claro entonces que una cosa, como ser por ejemplo un territorio, merece ciertos respetos por pertenecer a una Nación; clarísimo que las personas sean sujetos de derechos ya que son lo más relevante de una Nación que sin ellas no sería nada; de una claridad meridiana que Dios Nuestro Señor es más sujeto de derechos que nadie ya que todos los hombres de Él recibimos el poder pretender o reivindicar algo. Grandes derechos los nuestros, sí, pero derechos recibidos de un Creador aún mayor y más digno, de Quien somos creaturas.
Entendidos los derechos en Dios, se entienden todos en sus inferiores; ignorados los de Dios o, lo que sería peor, ignorado Dios mismo, todos los otros derechos se alteran y trastocan, sea para más, sea para menos.
Ya hemos avanzado algo. Sabemos que Derecho es lo que de alguna manera alguien puede pretender para si, según justicia; que lo justo es dar a cada quien lo propio y esto en la medida en que le es debido; que siendo así, hombres, Ángeles y Dios tienen derechos; que sólo ellos por ser inteligentes pueden tenerlos, porque sólo ellos pueden reconocerlos y reivindicarlos. Que siendo así, el Derecho sigue a las naturalezas inteligentes y que, lógicamente, la que más merece es la de Dios.
La Verdad:
Puesta en claro la noción de Derecho tratemos de hacer lo suyo con la noción de Verdad.
La Verdad sigue necesariamente al ser de las cosas, no necesariamente a la palabra que dice afirmarlo. Las cosas no son así porque yo las diga tales, sinó que debo decirlas como ellas son. Quiero decir que mi palabra no hace ni crea la Verdad sinó que simplemente enuncia la Verdad que encierran las cosas. Por así decirlo, las cosas gritan su ser, gritan lo que son a la inteligencia cabal que las escucha. Digo inteligencia cabal porque las cosas necesitan de nuestro sentido común para ser entendidas como son, para que las pasiones, el apresuramiento, el orgullo o la vanidad no nos hagan decirlas distintas de cómo son para parecer distintos o destacados, o por algún interés aún más mezquino.
Verdad entonces será pensar y decir de las cosas, de los seres y aún de nosotros mismos tal como todo eso es. Será acomodar, “adecuar” dirá el latino, nuestra inteligencia a la cosa, plasmando en nosotros lo que está en ella y así haciéndonos capaces de decirlo.
Lo que está en ella... Es una verdad de perogrullo que las cosas son algo. No se preguntó Usted ¿Cómo llegaron a serlo? ¿Cómo hicieron las cosas para ser lo que son? ¿Alcanzará con la explicación fantaseosa de una gigantesca explosión inicial que al reventar hizo la armonía de los cielos, dio timbre al canto de las aves, agudeza a la mirada del águila, vigorosa delicadeza al colibrí, medidas exactas al panal, constancia a la abeja y belleza al cielo, a la tierra y a los hombres? ¿Pudo este supuesto desparramo primigenio ser principio de unidad, de equilibrio y de belleza?
Agotadas todas las solucione inventadas, dispares e incapaces de dar una explicación sólo queda en pié la respuesta del sentido común: No hay obra sin autor ni orden sin ordenador.
Las cosas son porque Alguien las pensó tales antes de hacerlas.
Las cosas existen porque ese Alguien que supo pensarlas, supo también quererlas para que de hecho fueran. Las cosas existen porque ese Alguien las quiso. Al decir inigualable, entonces, de Santo Tomás de Aquino, “somos porque Dios nos piensa, existimos porque Dios nos ama”, a saber, somos tales, con tal entidad o naturaleza porque nos pensó así; existimos de hecho, porque Dios quiso que fuéramos.
El Amor:
Verdad, entonces, es pensar y decir de las cosas lo que ellas son, pero resulta que lo que son y que es capaz de llenar nuestros conceptos; y su existencia, que a veces nos cautiva y embelesa, ambas cosas proceden de Dios. El ser y la existencia de las cosas, de los seres, de los hombres y de los Ángeles proceden de Dios; es aquello que Dios pensó en las honduras diáfanas y misteriosas de su pensamiento, es aquello que Dios quiso que fuera y que, por quererlo, lo amó con su Voluntad Infinita y Creadora.
Señores, estamos como ante un abismo hacia arriba, como ante la cumbre infinita de la Divinidad sabia, justa y bondadosa de Quien todo y todos somos creaturas.
En la Creación hay encerrado, por ende, un acto de Amor, acto infinito en su origen; finito, múltiple, variado y equilibrado en todos sus efectos.
En medio de todas las discusiones leales de los hombres; y digo leales porque muchas las guía la pasión, el orgullo, la vanidad o el interés; en medio de todas aquellas queremos concluir lo que es de lo discutido. Cada vez que nos encontramos con la Verdad de lo que es nos encontramos también con Aquel Pensamiento infinito de Dios que lo pensó primero y lo quiso amándolo para que fuera.
Estos son los Derechos de la Verdad y los Derechos del Amor.
En cada acierto, en cada afirmación correcta, en la defensa viril de la Verdad, en la humildad de reconocerla cuando la afirma el adversario, en la búsqueda afanosa de decir con justeza y de vivir con justicia, en todo eso hay como un atisbo de la Verdad y del Amor que son de Dios. Por eso Verdad y Amor van juntos como están juntos en Dios. No puedo pelear por la Verdad y la Doctrina y no ser veraz y justo en mi conducta. El respeto de la Verdad exige el respeto del Amor; de nada vale la Doctrina en quien no tiene caridad para decirla y enseñarla. Claro está que es grandioso defender la Verdad pero esa Verdad debe salvarnos sinó haríamos sólo la obra efímera de mostrarla sin seguirla. Por eso el Evangelio de San Juan encierra tres frases profundísimas de Nuestro Señor Jesucristo:
San Juan III, 21: “Quien hace, pues, la Verdad llega a la luz”. (No sólo decirla sinó decirla y hacerla)
San Juan XVII, 17: “Santifícalos en la Verdad”. (Verdad, entonces, que debiera santificar).
San Juan VIII, 32: “La Verdad os hará libres”. (Con la libertad más grande de quien sirve a la Gracia y vive de ella).
La Verdad y el Amor, como en Dios mismo, van juntos en la obra de Dios. La Verdad y el Amor de Él proceden y por eso merecen la reverencia de nuestra inteligencia y la condescendencia de nuestra voluntad; es como una genuflexión de nuestras almas a lo que Dios pensó y quiso de cosas y hombres.
Esta especie de genuflexión espiritual que es esa reverencia y aquella condescendencia deben regir nuestros estudios, la defensa de la Doctrina, la enseñanza, la discusión respetuosa con quien dice o piensa distinto, aún lo que digamos al que yerra.
Así hizo siempre la Santa Iglesia, nunca dejó de decir la Verdad, nunca la ensombreció para alcanzar favores o componendas, nunca dejó de llamar error o herejía a lo que lo era aunque rezó por el hereje y le esperó maternalmente para que se convirtiera. Con más razón todavía no podemos defender la Verdad y la Doctrina gastando nuestras horas en hablar mal de los demás, en hacer lucir defectos personales, en denigrar a los otros por cosas que no hacen ni a la Verdad ni a la Doctrina y menos al Amor. Por eso dirá San Pablo a su discípulo San Timoteo: “Atende tibi et doctrinae” (I Tim. IV, 16) “Considérate a ti y a la doctrina”, se bueno y di Verdad.
Quizás, y nó sin ayuda foránea, muchas veces sucede hoy lo contrario en quienes defienden la Fe. Recordemos: La Fe, la Verdad, el Amor tienen Derechos impostergables. No es normal, criterioso ni justo defenderlos hiriendo innecesariamente a los demás, pero sí es imperativo defenderlos. Tampoco es normal, criterioso ni justo sentirse atacado e insultado cuando alguien de buena manera y con razones nos arguye en contrario. La Verdad y el Amor ponen sus condiciones para decirlas y para escucharlas.
La Fe es, sobremanera, reverencia a la Verdad de Dios, necesariamente entonces debe ser reverencia a su Amor, a su Gracia, a la muerte de su Hijo Quien por todos murió, por nosotros, por nuestros adversarios, por nuestros enemigos. No abdiquemos la Verdad, no renunciemos al Amor de Dios y de los otros. Por la Verdad de confesarse Hijo de Dios y por el bien de salvarnos murió Jesucristo Nuestro Señor. El discípulo ha de seguir a su Maestro, los Santos siempre obraron así.
Ave María Purísima
18 de Octubre del 2008
+ Mons. Andrés Morello.