LEX ORANDI, LEX CREDENDI
"Lex orandi, lex credendi", la ley del orar establece la ley del creer. Este axioma secular de la teología católica, con la brevedad y claridad de los latinos, nos da la clave para descifrar el sentido misterioso y profundo de la frase de la Sagrada Escritura que encabeza estas sencillas líneas que se escapan de las manos de nuestra fe, así como el sonido quejumbroso de un río que corre, deja escapar sus lamentos en la anchura del valle que le sirve de cuna. La Santa Iglesia Católica es la Esposa Inmaculada de Nuestro Señor, esposa que celebrara sus desposorios eternos en el Altar del Calvario, en la presencia del Altísimo tres veces Santo, que bendijera su unión al recibir complacido entre sus manos eternas el Alma soberana de Jesús muerto. Esa Esposa bendita prefigurada por aquella del Cantar de los Cantares, en que la religión se hace idilio, no puede callar su amor jurado de una vez y para siempre; y, como el pájaro que despierta en la mañana acariciado por el suave toque de los rayos del astro soberano, que comienza a extender su imperio suave y luminoso, rompe el silencio con la armonía de sus trinos; así, Ella, Prometida Inmaculada del Verbo, alza su voz vibrante en los acordes de la Liturgia de esta tierra, presagio inigualado de aquella Liturgia inigualable de los Cielos que celebran en el medio día eterno de la Gloria las cohortes de los Ángeles y las pléyades de los Santos. La Iglesia en sus preces y en sus cantos es sincera con la fuerza de la Fe y de la Verdad; y no canta sino aquello que cree y no reza sino aquello que profesa y que escuchara de los labios eternos de su Dios, bebiendo en el aljibe desbordante de aquélla Revelación misteriosa que se cerrara con la muerte de San Juan, el último de los Apóstoles en morir, dura prueba para aquél que fuera el primero de los Apóstoles en amar. Si la Santa Madre Iglesia, con la voz cristalina de su Liturgia, sin ambages ni distorsiones, describe a la Santísima Virgen María como un ejército ordenado en orden de batalla siguiendo, los sabios consejos de sus Santos y Doctores, con esa sabiduría que aprendieran en las profundidades del Corazón de Dios, es porque ciertamente lo es, Reina de los triunfos y de los combates de Dios. Todos los combates de Dios se resumen en combates contra la Fe y contra la Gracia, sublevados por su enemigo jurado, aquel altivo satanás caído que muerde el polvo de su castigo eterno en el abismo del infierno y que mientras pueda escupirá su odio eterno sobre las almas que Dios se eligiera. "Omne quod non est ex Fide, peccatum est, schisma ticum est et extra unitatem Ecclesiae est". "Todo lo que no procede de la Fe es pecado, es cismático y está fuera de la unidad de la Iglesia". (Romanos 14, 23). Toda la Fe y toda la Gracia triunfaron de una vez y para siempre en el combate singular de la Cruz en que el Atleta de Dios, Jesucristo, destronó de su cátedra de ignominia a aquel ángel caído en cuyo rostro sólo cuaja la bajeza y cuyos labios sólo musitan la blasfemia. Jesucristo triunfó con su Madre a su lado, como Escudera de sus lides, y le permitió con antelación, y en previsión de los méritos que El habría de adquirir en la Cruz (S.S. Pío IX, Definición de la Inmaculada Concepción de la Sma. Virgen María), quebrar la cabeza repugnante de la bestia con el peso incalculable de su Inmaculada Concepción. Rugió el abismo ante el triunfo de la Inmaculada que con el suave posarse de sus plantas sujetó a vergüenza eterna al dragón desvergonzado, a la par que cautivó con su sereno andar a la corte de los elegidos. "In odorem unguento rum tuorum currimus Sancta Dei Genetrix". "Correremos tras el aroma de tus perfumes, Santa Madre de Dios." Por eso es que Ella, en el inicio inmaculado de su existencia terrenal en el silencio acogedor del seno bendecido de Santa Ana; en el recogimiento infuso de aquella Anunciación que balbucearan los labios purísimos del gran Arcángel San Gabriel ante la figura resplandeciente de la "Llena de Gracia" y ante el acatamiento modesto de la "Esclava del Señor"; en el dolor amarguísimo del Calvario sólo suavizado por un amor que por lo grande era divino y por lo tierno maternal; como en el triunfo incomparable de su Asunción a los Cielos y de su Coronación por las manos del que es la Unción de todos los ungidos; es siempre la Vencedora de los combates de Dios porque hunde, sin mancharse, en el cieno del castigo eterno la testa hedionda de satanás. Por lo mismo, fue Ella, y lo será siempre, quien triunfó en todas las batallas que los hijos de Dios libraron en defensa de los derechos ínalienables e incoercibles de Dios. Fue Ella quien dio a San León el Grande la bravura que su nombre significa para enfrentarse a Atila, que osaba mancillar con su cabalgadura el suelo bendito de la Roma eterna; fue Ella quien enardeció al Príncipe Sobieski para arrancar de Europa a los turcos con la fuerza de su espada; fue Ella quien dio nobleza y arrojo al corazón hidalgo de Don Juan de Austria para poner fuego a la armada turca que pretendía vencer en Lepanto y que vio reducida su grandeza a un despojo vergonzoso de maderos, vencida por las armas y por el arma inigualable del Santo Rosario; fue Ella el refugio seguro de S.S. Pío IX en los tiempos borrascosos en que los masones y los revolucionarios intentaban destruir por la fuerza a la Santa Iglesia. Ella recogió la sangre de los mártires, los lamentos de las Vírgenes, las oraciones de los Confesores y los gritos de batalla de los Héroes de Dios. Por todo eso la invocamos con la Iglesia "sicut Acies ordinata" en estos tiempos sombríos en que la furiosa tempestad del modernismo, de la revolución y el comunismo, descargan toda su fuerza sobre la Santa Madre Iglesia y las almas inocentes. El bajel humano y temporal de la Iglesia hace agua por todas partes, el mundo y el demonio ponen su pie infecto sobre Ella tratando de hacerla zozobrar; la tea del infierno ha puesto en llamas todas las pasiones; los mismos elegidos temen. Por eso la invocamos Poderosa, Reina y Señora para siempre. ¡Qué el diablo se revuelque impotente bajo el peso de tus plantas y escupa su veneno acechando tu calcañar que son tus hijos; que nosotros sabemos que tu pie no se levantará jamás y que el eterno vencido en un único combate no podrá jamás nada contra la Iglesia con tal que nos confiemos a Tí! ¡Sólo danos, oh Virgen Reina, oh Señora nuestra, el poner el fuego de la caridad y de la santidad en toda la Iglesia y en todo el mundo, siempre humildes como el talón, pero ciertos de ser tu calcañar que recibe el peso enorme de tu Amor! Ave María Purísima. P. Andrés Morello |
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* "Credidimus Caritatis", Nª 7, septiembre de 1985.