LA SOMBRA DE LA CRUZ
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Nuestra sencilla publicación ha debido nacer en medio de este fárrago falsario de las ideas engañosas de una civilización decadente que marcha ciega en apretadas filas hacia su caída definitiva, a confundir sus infectos despojos con aquellos que amontona la historia en la fosa común de sus glorias pasajeras y de sus triunfos aparentes. En medio de esta civilización que se hunde altiva entre sus vicios vergonzosos, sus ideas falsas y sus costumbres libertinas, ante el silencio desconcertado de unos pocos buenos, y ante el mutismo culpable de un clero obsecuente si no colaboracionista; nos ha tocado alzar nuestra voz, sin ser quienes por nuestros méritos, y sólo sabiendo cómo por la Gracia de Nuestro Señor, para defender los derechos inalienables e irrenunciables de Nuestro Dios. Por este motivo, no queremos que nuestro periódico se convierta en un relator de lo sucedáneo, ni en un diccionario de las actualidades que escandalizan a las almas buenas. Queremos en medio de tanta borrasca alzar el estandarte radiante de la Verdad Revelada y de la Tradición continua y universal para esclarecer a todos en momentos tan aciagos, sin entretenemos con lo anecdótico que a tantos es conocido, dando principios generales, que en estos momentos sirvan para esclarecer las mentes y enardecer los corazones en el amor sincero de nuestro Dios y en el servicio generoso de la Santa Iglesia Católica. La Santa Iglesia Católica y la Civilización cristiana tienen un origen común, ambas han nacido en la misma circunstancia histórica y son un mismo acontecimiento que las agiganta en el horizonte de la historia humana. San Pablo decía: "Omnia enim vestra sunt, vos autem Christi, Christus autem Dei (1 Coro 3, 21-23), de modo que todo sucede en cierta manera en razón de los elegidos "Omnia propter electos". Así entonces podríamos sin temor a equivocamos decir que así como todo fue creado para Jesucristo y que todo estaba ordenado hacia El al conocer Dios toda la historia con su presciencia divina, así también estaba ordenado para los que habrían de salvarse. Entonces, el nacimiento de la Santa Iglesia Católica y el alumbramiento histórico de la Civilización católica no son un azar ni una coincidencia histórica sino el cumplimiento de las eternas disposiciones divinas y de los profundos anhelos humanos. La Santa Madre Iglesia, que a todos engendrara y diera a luz en las fuentes saludables del Bautismo, Ella también fue hija, y nació al concierto clamoroso de los siglos, ante la incertidumbre de los paganos y el horror del diablo, del costado abierto de Nuestro Señor en lo alto de la Cruz. Dios clavó en el mundo la Cruz de la ignominia que los hombres alzaron para que su Hijo único, el Rey de los Mártires, borrara su afrenta con el baño saludable de su Sangre inocente, para que de allí en más fuera signo del Amor Infinito y prenda de Gloria. A partir de ese momento, ni la Iglesia, ni el mundo, ni las civilizaciones, ni los hombres pueden renunciar a la Cruz, y si lo hacen están condenados al fracaso más estruendoso que los condene al silencio vergonzoso de lo intrascendente que llena los almacenes de la historia humana. No hay, por lo tanto, Religión Católica sin Cruz, así como no se concibe a Jesucristo sin Cruz; no hay vida Cristiana sin Cruz, ni civilización Cristiana, ni vida moral, ni salvación alguna que puedan realizarse sin la Cruz, o lo que es peor, en contra de Ella. Desde hace casi dos mil años, desde que Dios ancló la Cruz en la historia de los hombres, nada puede escapar a la influencia de la Cruz. Si escapa, se pierde por la ausencia de fuerzas reales; si se enfrenta y se opone le caerá encima como un mazo gigantesco que la reduzca a nada junto con aquellos que fueron los enemigos de Dios y que ahora el pasado los ha sumido en su silencio, mientras la voz eterna y poderosa de Dios sigue proclamando la Verdad. La sombra benéfica de la Cruz, que se agiganta en la historia al proyectarse sobre el sucederse continuo de los siglos, hace nacer bajo su influjo todo lo bueno y todo lo santo; mientras que en su derredor la aridez absoluta, de los que no poseen la Gracia ni la Fe, construye su propia desaparición y elabora su propio olvido. Por eso todo lo que sirve a los designios de Dios lleva la marca de la Cruz, y que el sello de la inspiración celestial es inseparable del dolor y la renuncia. Por eso el misterio de la Cruz es de tal manera fundamental en el cristianismo que Jesucristo ha querido unirlo a todos. Mientras que la ola de las revoluciones arrastra todo el resto, la Cruz permanece en pie: "Stat Crux dum volvitur orbis", ¡Ah! Queridos hermanos, pueda Ella permanecer siempre en pie en vuestros corazones; pueda Ella guardar siempre en los sentimientos y en los hábitos de vuestra vida el lugar que le pertenece. Apegarse a todo el resto, es apegarse a lo que cae y perece. Unirse a Dios, a Su Cruz, es unirse a lo que hace el sostén y el consuelo de la vida presente, a lo que promete la felicidad y la Gloria de la vida futura. "Per Crucem ad lucem ". ¡Viva Dios! ¡Viva Jesús! ¡Viva María! |
P. Andrés Morello |
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