LOS CAMPEONES DE LA HOZ Y EL MARTILLO

Antonio Gramsci:

la sombra de oriente y occidente

(capitulo 13 del libro: "Las llaves de esta Sangre" Malachi Martin S.J. págs. 242-272)

Cuando el papa Juan Pablo II calcula las fuerzas más importantes que están contra él y su Iglesia en el juego final del milenio, en su opinión, la fuerza geopolítica del comunismo mundial dirigido por los soviéticos a fin del siglo veinte, se apoya sobre las contribuciones de un hombre, quien ocupa un segundo lugar sólo después de Marx y Lenin. Los acontecimientos históricos que han estado tomando ímpetu desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y que han alcanzado un punto de fiebre eufórica al iniciarse los noventa, han demostrado que Antonio Gramsci es el más exitoso de todos los intérpretes de Karl Marx.

Los comunistas italianos han reconocido a Gramsci, desde hace tiempo, como el auténtico fundador, teórico y estratega del único éxito de su partido en el Occidente. Pero ésa no es la base del juicio de Juan Pablo. Más bien el Papa considera que las mayores contribuciones de Gramsci son tres. Su incisiva crítica del leninismo clásico. Su exitoso proyecto para la reforma de ese leninismo, que ahora ha conquistado al mundo. Y su exacta predicción del error cardinal que cometerían las democracias occidentales en su confrontación con el comunismo gramsciano y con su propio futuro.

Las contribuciones de Antonio Gramsci han sobrevivido al hombre medio siglo. Y, aunque Moscú ha sido parco en sus elogios a él, permanece el hecho de que la fórmula política que Gramsci ideó ha hecho mucho mas que el leninismo clásico -y, por cierto, más que el estalinismo- para extender el marxismo a través del Occidente capitalista. Todo lo que les ha sucedido tanto a las potencias capitalistas como comunistas desde 1945 y más dramáticamente desde 1985, ha justificado completamente el juicio de este auténtico genio marxista de la Galería de Héroes del Comunismo.

Notas biográficas y perspectivas revolucionarias de Gramsci

Hablando en lo personal, Antonio Gramsci no fue el más afortunado de los hombres. Pero probablemente fue uno de los más tenaces. Nació en la aldea de Ales en la isla de Cerdeña en 1891. Como para cualquier sardo el único camino ascendente es el camino hacia afuera, Gramsci partió hacia la Italia continental, donde estudió filosofía e historia en la Universidad de Turín. En 1913 era miembro del Partido Socialista italiano. En l919 fundó un periódico, cuyo nombre solo -L'Ordine Nuovo. El Nuevo Orden- daba clara indicación de la orientación de su mente y del hecho de que, como Lenin, era un visionario como un ejecutor de hechos.

En 1921, en asociación con Palmiro Togliatti, Gramsci fundó el Partido Comunista italiano. Sin embargo, al año siguiente, Benito Mussolini, rechoncho, de espaldas anchas, cara chupada, de cuarenta años, llegó al poder. Como un sapo que ha estado pasando por príncipe, el que una vez fue un socialista italiano se convirtió en un dictador fascista. Italia se transformó en una nación fascista. Y Gramsci despegó hacia lo que sin duda esperaba que sería el refugio más seguro de la URSS de Lenin.

Marxista como era, y tan plenamente convencido como Lenin de que había una fuerza completamente innata en la humanidad que la impulsaba como un todo hacia el ideal marxista del "Paraíso de los Trabajadores", Gramsci estaba demasiado consciente de los hechos de la historia y de la vida como para aceptar otras suposiciones básicas y gratuitas hechas por Marx, y aceptadas sin cuestionamientos por Lenin.

En primer lugar, Marx y Lenin insistían en que a través del mundo entero la sociedad humana estaba dividida en dos campos opuestos, la amplia "estructura" de la gran masa del pueblo, los trabajadores del mundo, y la injustamente creada "superestructura" del capitalismo opresivo.

Gramsci sabía que era de otra manera. Entendía la naturaleza de la cultura cristiana, que él veía todavía vibrante y floreciente en las vidas de las personas que estaban a su alrededor. El cristianismo no sólo señalaba incesantemente a una fuerza divina más allá de la humanidad, una fuerza exterior y superior al cosmos material. El cristianismo también era el patrimonio espiritual e intelectual que tenían en común los pobres campesinos de su nativa Ales, los trabajadores de las fábricas de Milán, los profesores que le habían enseñado en la Universidad de Turín y el Papa en su esplendor romano.

Gramsci mismo rechazaba el cristianismo y todas sus pretensiones trascendentes. Sabía que Mussolini era el último en una larga lista de líderes que habían abusado de él. Sabía que los campesinos sardos y las clases trabajadoras milanesas acusaban rápidamente a las clases superiores de utilizarlo. Sabía que los catedráticos universitarios podían menospreciarlo. Y sabía que estaba bajo ataques desde muchos ángulos.

De todos modos, sabía que la cultura cristiana existía. De hecho, era mucho más real que la todavía inexistente revolución proletaria. Además, como religión, la atracción y el poder del cristianismo no podían negarse.

Porque ésa era la fuerza que ligaba a todas las clases - campesinos y trabajadores y príncipes y sacerdotes y papas y además todo el resto - en una única cultura, homogénea. Era una cultura específicamente cristiana, en la que los hombres y mujeres individuales comprendían que las cosas más importantes acerca de la vida humana trascendían las condiciones materiales en las que ellos transcurrían sus vidas mortales.

Cierto. en la Rusia zarista en la que habían sido criados Lenin y Stalin, hubo una "superestructura" opresiva - el zar, la aristocracia y la Iglesia ortodoxa rusa -, que había permanecido en oposición a la masa de ciudadanos. Pero hasta en condiciones tan maduras como ésas, no había habido tal revolución proletaria como la que Marx y Lenin habían predicho.

Quizá Lenin y Stalin y el resto del partido bolchevique estaban preparados para fingir que había sido de otro modo. Y quizá el resto del mundo estaba preparado para aceptar su Gran Mentira. Pero no Gramsci. Para él un golpe de Estado no era una revolución. Y para él, las masas rusas, a quienes describía desdeñosamente como "primitivas y serviles", en todo caso no tenían importancia.

Gramsci estaba de acuerdo en que la gran masa de la población mundial estaba compuesta por trabajadores. Eso era un hecho simple. sin embargo, lo que llegó a ser claro para él, fue que en ninguna parte los trabajadores del mundo se veían a sí mismos separados de las clases dirigentes por un abismo ideológico, y especialmente no en la Europa cristiana.

Y si eso era cierto, argumentaba Gramsci, entonces Marx y Lenin tenían que estar equivocados en otras de sus suposiciones fundamentales: nunca habría un glorioso levantamiento del proletariado. No habría un derrocamiento violento, inspirado por el marxismo, de la "superestructura" dirigente por parte de las "subclases" trabajadoras. Porque no importaba cuán oprimidas estuvieran, la "estructura" de las clases trabajadoras no estaba definida por su miseria o por su opresión, sino por su fe cristiana y su cultura cristiana.

Realista como era, Gramsci comprendía que estaba golpeando su cabeza marxista con la fuerte pared milenaria, la omnipresente cultura con la que el cristianismo había construido, alojado, defendido y reforzado su fe. La insistencia marxista en que todo lo valioso de la vida estaba dentro de la humanidad (que era inmanente a la humanidad y a su condición terrena) era impotente contra tal bastión.

Si Gramsci hubiera necesitado alguna confirmación concreta de que su análisis de la situación era el correcto, y no el de Lenin, esa confirmación llegó en 1923, hacia el final de su exilio en la Unión Soviética. Ese año, la revolución proletaria que Lenin había esperado en Alemania, murió en las urnas de votos y en las calles de Berlín.

Sin duda, la crítica de Gramsci también resultaba cierta en China, donde toda la cuidadosa trama de Lenin para la revolución proletaria llegó a su propio y catastrófico fin. Quizá Mijaíl Borodin cargó con la culpa oficial por ese fracaso cuando, como el principal arquitecto del esfuerzo hecho allá, fue, traído de regreso y ejecutado. Pero Gramsci estaba convencido de que ni Alemania, ni China, ni ningún otro país -especialmente, ningún país europeo- satisfacía la fórmula simplista marxista-leninista de una vasta, informe estructura de las masas que se percibían a sí mismas como fundamentalmente diferentes de una superestructura pequeña, ajena.

Gramsci todavía alimentaba la convicción leninista de que tendría lugar el nacimiento final del "Paraíso de los Trabajadores". Pero sabía que el camino hacia esa cumbre de la felicidad humana tendría que ser completamente diferente del concepto leninista de la revolución armada y violenta. Sabía que tendría que haber otro proceso.

Tal como resultaron las cosas, el fracaso de los esfuerzos de Lenin en Alemania y en China no sólo confirmaron a Gramsci en sus convicciones, también quería decir que se le estaba acabando el tiempo en la Unión Soviética. En todo caso, su punto de vista no era completamente popular en Moscú. Su desgracia había sido haber llegado a la Unión Soviética a la hora del ocaso de Lenin, el "genio glorioso" del comunismo. Ahora, con Joseph Stalin a cargo del Comité Central como Secretario General del PCUS, y con la democracia interna del Partido volviéndose algo cada vez más frágil y peligroso, en el mejor de los casos, Gramsci probablemente hubiera terminado en la infame Prisión de Lubyanka, donde hubiera sido torturado para que confesara su desviación y luego ejecutado.

En esas circunstancias, Gramsci volvió sus ojos de nuevo a su patria. Gran enemigo para los ideales de Gramsci como era Mussolini y su fascismo, el ya impresionante control de Stalin sobre la maquinaria del Partido en Moscú dejaría a Gramsci sin aliados en la URSS. Italia, por lo menos, sería la mejor de dos malas opciones.

Una vez que regresó, las cosas fueron bastante bien durante un corto tiempo. Gramsci fue elegido para la Cámara de Diputados italiana en 1924. Como jefe de una fracción comunista de diecinueve hombres en el Parlamento italiano, sin embargo, se convirtió rápidamente en un peligro para el régimen de Mussolini. Fue arrestado en 1926, y en 1928 un tribunal fascista lo sentenció a veintidós años de prisión.

Para aquella época, ya había convertido a los principales pensadores y líderes políticos comunistas italianos a su crítica del leninismo clásico y a su propia propuesta de reforma de ese leninismo. Pero por encima de eso, en una especie de continuo paroxismo de dedicación al marxismo, el prisionero Gramsci se pasó escribiendo los siguientes nueve años de su vida. Expresaba sus ideas en cualquier pedazo de papel al que podía echar mano. Cuando murió en 1937, a los cuarenta y seis años, y contra todas las dificultades, había producido nueve volúmenes de material que señalaban el cambio para alcanzar un mundo marxista.

Gramsci no vivió para presenciar la traición de Hitler a Stalin y el fracaso de otro plan más para la violenta revuelta proletaria. No vivió para ver la desgracia y muerte ignominiosa de su perseguidor fascista, Mussolini, a manos de los guerrilleros comunistas italianos. Tampoco vivió para ver siquiera los primeros signos de la justificación y de la victoria de sus ideas.

De todas maneras, cuando se publicó el primer volumen de lo que había escrito en prisión, en 1947 - diez años completos después de su muerte -, la voz del profeta marxista, muerto hacía mucho tiempo, se convirtió en una realidad para la que el mundo en general no tenía una respuesta lista. Una realidad que perseguiría a Joseph Stalin y a cada uno de sus sucesores hasta que Mijaíl Gorbachov, quien al fin escuchó, tomaría finalmente la mano del fantasma de Gramsci y partiría por el camino marxista-leninista hacia el siglo veintiuno.

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La disposición de Gramsci a enfrentar el hecho de que la idea de una violenta revolución proletaria mundial estaba fracasada desde el inicio, le permitió repensar y reaplicar la más poderosa de las ideas de sus predecesores marxistas. Porque nunca perdió la fe en el ideal final, comunista y marxista del Paraíso de los Trabajadores. Simplemente leyó sin lentes coloreados el texto filosófico básico que Marx había absorbido y tomado como propio. Y después aplicó el bisturí a lo que vio como los errores tanto de Marx cuanto de Lenin.

Gramsci, intelectualmente, un producto de la sociedad católica romana de Italia, estaba mucho más avanzado que Hegel o Marx en su comprensión de la metafísica cristiana en general, del tomismo en particular, y de la riqueza de la herencia católica romana. Esa comprensión, y su propia mente insistentemente práctica, le permitió ser mucho más sofisticado y sutil en su interpretación de la filosofía dialéctica de la historia de Hegel de lo que había sido Marx.

Un elemento clave del anteproyecto de Gramsci para la victoria global del marxismo, reposaba sobre la distinción de Hegel entre lo que era "interior" o "inmanente" al hombre y lo que el hombre consideraba que estaba afuera y por encima de él y de su mundo, una fuerza superior que trascendía las limitaciones de los individuos y los grupos, tanto grandes como pequeños.

Lo inmanente. Lo trascendente. Para Gramsci, los dos estaban inevitablemente pareados y uncidos. Lo "trascendente" del marxismo, decía Gramsci, era el ideal utópico. Pero comprendía que si el marxismo no podía tocar la motivación trascendente actualmente aceptada como real por hombres y mujeres y grupos en la sociedad mayoritariamente cristiana que lo rodeaba a él, entonces los marxistas no podrían llegar a lo que hacía marchar a esos individuos y grupos, lo que los hacía pensar y actuar como lo hacían.

No obstante, al mismo tiempo -y precisamente porque lo inmanente y lo trascendente están pareados- Gramsci aducía que, a menos que uno pueda tocar sistemáticamente lo que es inmanente e inmediato a los individuos y a los grupos y a las sociedades, en sus vidas cotidianas, no se los puede convencer de luchar por ningún trascendente.

En consecuencia, hasta donde Gramsci podía ver, el llamado de Marx y Lenin a imponer su "trascendente" por medio de la fuerza era una fútil contradicción para la lógica humana. No era una sorpresa que, aun en su época, el único Estado marxista que existía fuera impuesto y mantenido por la fuerza y por políticas terroristas que duplicaban y hasta excedían las peores facetas del fascismo de Mussolini. Si el marxismo no encontraba una forma de cambiar esa fórmula, no tendría futuro.

Gramsci insistía en que era esencial marxizar al hombre interior. Sólo cuando esto se hiciera uno podía plantear exitosamente la utopía del "Paraíso le los Trabajadores" ante sus ojos, para que fuera aceptada de manera pacífica y humanamente agradable, sin revolución o violencia o derramamiento de sangre.

Aunque era profundamente crítico, Gramsci no tocó las ideas más fundamentales y motivadoras de Marx. Aceptaba totalmente la extraña visión utópica que es el canto de sirena de todos los verdaderos marxistas. La idea de que el capitalismo y los capitalistas deben ser eliminados, que nacerá una sociedad sin clases, y que esa sociedad será el Paraíso de los sueños de Marx. Y estaba totalmente convencido de que la dimensión material de todo lo que hay en el universo, incluyendo a la humanidad, era la única.

Mientras tanto, de Lenin, Gramsci absorbió dos contribuciones importantes y absolutamente prácticas. La primera era la visión extraordinariamente geopolítica de Lenin. La segunda era su invención, aún más extraordinariamente práctica, el Estado-Partido como el corazón operativo del marxismo geopolíticamente exitoso. Porque en el anteproyecto de Gramsci, la intrincada maquinaria internacional del Partido de Lenin seguiría siendo la base para un Partido Comunista mundial bajo el control dominante del Comité Central del PCUS.

De hecho, la creación organizativa de Lenin era la respuesta marxista ideal a la estructura global, centralmente dirigida, de la Iglesia católica romana.

Un modo más estable de Revolución:

Gramsci decía que en lo que Marx y Lenin se habían equivocado era en la parte concerniente a una inmediata revolución proletaria. Sus hermanos socialistas italianos podían ver tan bien como él que, en un país como Italia (y, para el caso, en España o Francia o Bélgica o Austria o América Latina) la tradición nacional de todas las clases era virtualmente consustancial en el catolicismo romano. En el mejor de los casos, la idea de una revolución proletaria en un clima semejante era impráctica, y en el peor, podía ser contraproducente.

Gramsci predecía que hasta los métodos de terror estalinista no podrían eliminar lo que él llamaba "las fuerzas de la reacción burguesa". En cambio, advertía, esas fuerzas reaccionarias - la religión organizada, el stablishment intelectual y académico, los círculos capitalistas y empresariales -todo sería comprimido por cualquier represión de ese tipo, convirtiéndose en densas corrientes de tradición, resistencia y resentimiento. Se volverían subversivos, sin duda, pero buscarían conversos en la estructura leninista. Esperarían que llegara su hora hasta que, en el momento oportuno, surgirían a la superficie, quebrando la unidad marxista y desgarrando las costuras de la estructura leninista.

Gramsci comprendía que, una vez que eso ocurriera, los círculos capitalistas del exterior estarían esperando para meterse en la situación y explotarla para su propio beneficio, y en detrimento del ideal marxista-leninista del Paraíso de los Trabajadores final.

Gramsci tenía un método mejor. Un anteproyecto más sutil para alcanzar la victoria marxista. Después de todo, ¿no era ya la estructura geopolítica de Lenin, con mucho, una creación más brillante para fomentar una revolución cautelosa, según la forma en que piensa la gente, de lo que sería jamás para fomentar levantamientos sangrientos que, de cualquier modo, nunca se materializaban?

Usar la estructura geopolítica de Lenin no para conquistar calles y ciudades, argüía Gramsci. Usarla para conquistar la mente de la sociedad civil. Usarla para adquirir una hegemonía marxista sobre las mentes de las poblaciones que deben ganarse.

 

Estaba claro que, si Gramsci iba a cambiar la perspectiva cultural común, lo primero tenía que ser cambiar la cara exterior del Partido Comunista.

Para comenzar,- los marxistas tendrían que abandonar todos los lemas leninistas. No serviría vociferar sobre la "revolución" y la "distancia del proletariado" y el "Paraíso de los Trabajadores". En cambio, de acuerdo con Gramsci, los marxistas tendrían que exaltar ideas tales como "consenso nacional" y "unidad nacional" y "pacificación nacional".

Además, aconsejaba Gramsci, los marxistas alrededor del mundo tendrían que comportarse como ya se estaba comportando el PC en Italia. Tendrían que participar en los procesos democráticos prácticos y normalmente aceptados, en cabildeos y votaciones y toda la gama completa de la participación parlamentaria. Tendrían que comportarse en todos los aspectos, en la forma en que se comportaban los demócratas occidentales no sólo aceptando la existencia de varios partidos políticos, sino forjando alianzas con algunos y amistades con otros. De hecho, tendrían que defender el pluralismo.

Y -la herejía mayor de todas las herejías leninistas- los marxistas hasta tendrían que defender diferentes tipos de partidos comunistas en diferentes países. El Comité Central del PCUS sería todavía el centro operativo del marxismo mundial, todavía dirigiría este nuevo estilo de revolución mundial por la penetración y la corrupción. Pero ningún partido comunista de ningún país fuera de la Unión Soviética estaría obligado a ser un clon del PCUS.

Encima de todo eso, los marxistas debían imitar, perfeccionar y entender los papeles ya inventados por Lenin y su "experto en inteligencia", Feliks Dzerzhinsky, para los brazos exteriores de la CHEKA y las organizaciones que la sucedieron. En otras palabras, debían unirse a cualesquiera causas liberadoras que pudieran aparecer en diferentes países y culturas como movimientos populares, sin importar lo diferentes que pudieran ser inicialmente esos movimientos del marxismo o entre sí. Los marxistas debían sumarse a las mujeres, a los pobres, a aquellos que encontraran opresivas ciertas leyes civiles. Debían adoptar diferentes tácticas para diferentes culturas y subculturas. Jamás debían mostrar un rostro inapropiado. Y, de esta manera, debían entrar en toda actividad civil, cultural y política en todas las naciones, fermentándolas pacientemente a todas, tan profundamente como la levadura fermenta el pan.

Ni siquiera un anteproyecto tan penetrante corno ése funcionaría al final, sin embargo, a menos que Gramsci pudiera alcanzar con éxito al mayor enemigo del marxismo. Si había alguna verdadera superestructura que tenía que ser eliminada, era el cristianismo que había creado y que todavía impregnaba a la cultura occidental en todas sus formas, actividades y expresiones. Este ataque debía ser fuerte en todas partes, por supuesto, pero particularmente en el sur de Europa y en América Latina, donde el catolicismo romano guiaba más profundamente el pensamiento y las acciones de la generalidad de las poblaciones.

Para este propósito, Gramsci sentía que el momento era bastante bueno. Porque aunque el cristianismo aparecía fuerte en la superficie, durante algún tiempo había sido debilitado por incesantes ataques contra sus enseñanzas y su unidad estructural.

Fiel a su anteproyecto general para la acción, por lo tanto, la idea de Gramsci era que la acción marxista debía ser unitaria contra lo que él veía como el débil remanente del cristianismo. Y por un ataque unitario, Gramsci quería decir que los marxistas debían cambiar la mente residualmente cristiana. Necesitaba alterar esa mente, convertirla en su opuesto en todos sus detalles, de manera que se convirtiera no simplemente en una mente no-cristiana, sino en una mente anticristiana.

En los términos más prácticos, necesitaba conseguir individuos y grupos en todas las clases y etapas de la vida, para pensar sobre los problemas de la vida sin referencia a lo trascendente cristiano, sin referencia a Dios y a las leyes de Dios. Necesitaba que reaccionaran con antipatía y con positiva oposición a cualquier introducción de ideales cristianos o de lo trascendente cristiano en el tratamiento y solución de los problemas de la vida moderna.

Había que lograr eso, no había duda. Porque Gramsci era un marxista completo. Y la esencia fundamental del marxismo, la piedra angular del ideal marxista de un Paraíso en Este mundo como cima de la existencia humana, es que no hay nada más allá de la materia de este universo. No hay nada en existencia que trascienda al hombre, a su organismo material dentro de su ambiente material.

Por lo tanto, era un hecho puro y simple que el residuo de trascendentalismo cristiano en el mundo tenía que ser remplazado con el inmanentismo genuinamente marxista.

También era obvio que tales metas, como la mayor parte del anteproyecto de Gramsci, tenían que ser perseguidas por medio de una revolución tranquila y anónima. No servirían levantamientos armados y sangrientos. No alcanzarían la victoria las confrontaciones belicosas. Más bien, todo debía hacerse en nombre de la dignidad y derechos del hombre, y en nombre de su autonomía y libertad con respecto a las restricciones exteriores. Con respecto a los reclamos y restricciones del cristianismo, sobre todo.

Logren eso, decía Gramsci, y tendrán establecida una verdadera hegemonía, libremente adoptada, sobre el pensamiento civil y político de todos los países anteriormente cristianos. Hagan eso, prometía, y en esencia habrán marxizado al Occidente. Entonces seguirá el paso final, la marxización de la política de la propia vida. Todas las clases serán una clase. Todas las mentes serán mentes proletarias. Se habrá llegado al Paraíso terrenal.

Ejecución del proyecto gramsciano:

La ejecución práctica de la fórmula de Gramsci para alcanzar el éxito marxista avanzó a tropezones. Como era predecible, le parecía a Stalin -y a los estalinistas de todas partes- que un programa como el que Gramsci había diseñado para sus hermanos socialistas italianos y que defendía tan persuasivamente en sus escritos, era una amenaza para los principios más fundamentales del leninismo. Había solamente un Partido Comunista principal: el PCUS. Y la función de todos los demás partidos comunistas era marchar detrás del PCUS para fomentar la revolución proletaria violenta en todo el mundo.

Además, la fórmula de Gramsci para permitir formas variadas de comunismo, condicionadas por la situación de cada país y, por lo tanto, diferente del comunismo soviético, se enfrentaba directamente contra la insistencia estalinista sobre el control y la preeminencia personal total.

De todos modos, mientras las ideas básicas de Gramsci eran repudiadas por Moscú, comenzaron a abrirse paso en las operaciones prácticas en el campo, en todo el mundo. Con el tiempo, hubo un acercamiento gradual, aunque no explícito, entre el proceso leninista "oficial" y el proceso puesto en movimiento con la expansión de las ideas de Gramsci. Ya a fines de lo años cuarenta y a comienzos de los cincuenta, algunos comenzaron a entender que el sigiloso proceso de revolución por infiltración que el difunto sardo les había legado, era exactamente el medio para extender el marxismo-leninismo en el mundo.

La sabiduría táctica de Gramsci se volvió cada vez más evidente en su éxito. Los principios que él había establecido --especialmente su principio del comunismo ajustado para adecuarse a las condiciones y situaciones que variaban de país a país -dieron nacimiento a principios de los cincuenta a lo que llegó a llamarse el eurocomunismo.

Por cierto, mientras su proceso se afianzaba en un número creciente de países de Europa Occidental, la pulga Gramsci picó también a países satélites orientales tales como Albania y Yugoslavia, porque encontraban en Gramsci una justificación y un combustible adicional para su continua negativa a moverse en formación cerrada en la órbita estalinista.

No es sorprendente que la oposición de Stalin al espectro de Gramsci aumentara durante esos años. Pero, con su propia oposición, Stalin demostraba que su difunto adversario marxista tenía razón en otras de sus profecías. Porque Gramsci había predicho con exactitud la reacción del Occidente ante cualquier avance abierto del leninismo, aun tal como lo había conocido en los treinta.

La respuesta del Occidente a las estridentes políticas oficiales de Stalin en la posguerra, en los cuarenta, fue tender la mano hacia la defensa de las armas militares y de la provisión económica. El Plan Marshall fue propuesto y ejecutado para revivir a la Europa Occidental. Se crearon la OTAN [Organización del Tratado del Atlántico Norte] y la SEATO [Organización del Tratado del Sudeste de Asia]. Las naciones occidentales patrullaban los puntos estratégicos de estrangulamiento de las avenidas comerciales en los océanos del mundo, y refinaron extensamente sus propias operaciones de contrainteligencia. Mientras tanto, dentro de sus propias fronteras, las diferentes naciones occidentales iniciaron sus propias y amplias estructuras de bienestar social, como una respuesta a las necesidades económicas de sus varias poblaciones.

Pero al fin se le estaba acabando el tiempo a Stalin. A pesar de sus décadas de desenfreno entre la sangre y el horror, y gracias a los primeros comienzos del éxito de las políticas de Gramsci, en el momento en que Stalin murió, a las 9:50 P.M. del 5 de marzo de 1953, el eurocomunismo era un hecho irreversible de la vida.

De manera importante, la historia del Este y el Oeste durante los mandatos de los cuatro secretarios generales que siguieron a Stalin en la URSS -Nikita Jrushchov (1953-64), Leonid Brezhnev (1964-82), Yuri Andropov (1982-84) y Konstantin Chernenko (1984-85)- es la historia de la exitosa persecución de ambos lados de la Guerra Fría por parte del fantasma de Antonio Gramsci.

Desaparecido Stalin, los expertos profesionales de la contrainteligencia del Estado-Partido de la Unión Soviética fueron los primeros en reconocer oficialmente la verdad de la predicción de Gramsci, de que, siguiendo la política leninista y estalinista de fomentar en el exterior la revolución violenta, no podían crear la revolución proletaria en las mentes y en las vidas de las poblaciones capitalistas. Y fueron los primeros en comprender que, en el anteproyecto de Gramsci, habían tropezado con la fórmula de contrainteli- gencia por excelencia. Sabían que él le había proporcionado a los soviéticos del Kremlin lo que podría describirse -en apropiada jerga de la KGB- como el ejercicio de engaño de mayor alcance que jamás ejecutara el Estado-Partido, un ejercicio ya perfectamente adecuado a la estructura internacional que había creado Lenin.

Los expertos profesionales de inteligencia han detallado las diversas fases de esa operación de la contrainteligencia soviética durante los años siguientes a la muerte de Stalin. Tal como lo plantea John Dziak, tuvo que desarrollarse todo un nuevo vocabulario de inteligencia para cubrir la intrincada actividad inspirada por el mandato de Gramsci. Como lo expresa Dziak, era un estilizado "vocabulario operativo, ruso y soviético, usado en la integración de actividades operativas de seguridad de diversa condición".

Hasta un vocabulario parcial de ese nuevo léxico es instructivo: "medidas activas" (aktivnyye meropriyatiya), "desinformación" (dezinformatsiya) y "engaño militar" (maskirovka) estaban brillantemente "combinados" (kombinatsiya) para provocar precisamente las reacciones que se deseaban del Occidente.

Agentes soviéticos entrenados y experimentados en el terreno, se burlaron de Occidente con sus juegos calculados, destinados a conseguir el consentimiento a su propio engaño por parte de los principales blancos políticos, educativos, burocráticos y editoriales. Todo el campo de juego estaba enmarañado con las complejidades de la "provocación" (provokatsiya), "penetración" (proniknoveniye), "fabricación" (fabrikatsiya), "diversión" (diversiya), "trabajo clandestino" (konspiratsiya), mortales "asuntos húmedos" (mokrye dela), "acción directa" (aktivnyye akty), y por una "combinación" de todas esas tácticas, y más.

Aunque había predicho todo, podría haber dejado pasmada hasta a la mente de Gramsci el ver el grado hasta el que los gobiernos y los individuos del Occidente cristiano, capitalista, respondían a su revolución anónima con su consentimiento y su franca cooperación con el propósito Soviético concerniente a ellos.

Las cosas se vieron muy favorecidas cuando, en el tradicional estilo soviético, Nikita Jrushchov puso directamente sobre la cabeza de Stalin la culpa de todos los problemas que había experimentado el mundo con el Estado-Partido soviético. Habiendo llegado a la silla del Secretario General en 1953, Jrushchov había consolidado su poder para 1956. En el Congreso del Partido de Moscú de ese año, pronunció un duro discurso en el que denunció a Stalin por sus crímenes inenarrables, repudió el culto a la personalidad de Stalin y envió a tumbos a la total desgracia al "Georgiano Milagroso", póstumamente.

Quizá en tres años más, alrededor de 1959, el engaño militar estratégico (maskirovka) y todas las diferentes formas de engaño político estratégico inspiradas en la fórmula brillantemente solapada de Gramsci, se habían centralizado organizativamente en los procesos burocráticos del Estado-Partido soviético.

Por esa época, Mijail Gorbachov, de veintiocho años, ya un veterano del Komsomol, se había graduado en la universidad y habla llamado la atención del guardián doctrinal del PCUS, el entonces todopoderoso Mijail Suslov.

Tanto Gorbachov como Suslov comprendían y valoraban la nueva preocupación soviética con lo que John Dziak llama "complejas operaciones análogas a jugadas de ajedrez". Ahora se veía como la cima de la contrainteligencia la realización de "variadas empresas operativas en momentos y lugares diferentes, para intensificar los resultados operativos generales", nuevamente en palabras de Dziak.

Puede que ese lenguaje no suene romántico. Pero era el sueño de Gramsci volviéndose realidad. La penetración incruenta del Occidente por medio de su revolución marxista clandestina y no violenta había comenzado.

No que todo fuera sencillo, ni siquiera entonces. Resultó que Nikita Jrushchov no estaba completamente decidido en su preferencia de las políticas de Gramsci por encima de las de Stalin. Pareció necesaria la crisis de los misiles cubanos de 1962 para convencerlo, de una vez para siempre, de que los capitalistas -los norteamericanos en este caso-, cuando se los empujara contra la pared en una confrontación abierta, pelearían, aunque eso significara una guerra nuclear. Otro punto a favor del juicio de Gramsci.

Aunque la crisis cubana dejó en claro que la resistencia militar y económica de Occidente al marxismo-leninismo era seria y estaba bien concentrada, seguía siendo cierto que todo el campo de la cultura occidental, y todos los lugares donde se elabora y difunde la cultura, no podían ser protegidos. Los blancos favoritos de Gramsci, las instalaciones educativas desde la escuela primaria hasta la universidad, por ejemplo, los medios, los partidos y estructuras políticas, hasta la unidad familiar, estaban todos gordos, contentos y completamente abiertos a la penetración sistemática y profesional marxista.

En consecuencia, hacia el fin de la era Jrushchov, el proceso gramsciano había sido plenamente integrado al proceso leninista oficial. El fantasma de Gramsci había ganado en Moscú la guerra política que Gramsci, el hombre, había perdido en 1923. Junto a sus análisis y predicciones exactos, las expectativas de Lenin y Stalin se veían como habladurías y sus políticas parecían mastodónticas.

Bajo Leonid Brezhnev, quien sucedió a Jrushchov como Secretario General del PCUS en 1964, el impulso oficial del leninismo modificado estaba concentrado en dos políticas principales. La primera, la penetración total de la inteligencia occidental, no presentaba gran dificultad para los soviéticos. La segunda, la insistencia en que la URSS fuera aceptada, "con defectos y todo", según la expresión de la época, como una potencia mundial legalmente constituida y plenamente legítima, tomó un cierto tiempo par echarse a andar.

La primera política avanzaba constantemente gracias a la KGB con su operación de contrainteligencia asombrosamente profesional, que penetraba con éxito los campos militar, científico e industrial en todo Occidente. Recién ahora los expertos occidentales vienen a calcular el número de contactos "profundos" que fueron activados durante los años sesenta la red de "topos" latentes ideada cuarenta anos antes por Lenin como parte fundamental de su estructura global. Y después estaban todos aquellos otros quienes no eran exactamente "topos", pero que habían sido tan inteligente y profundamente comprometidos, de una forma u otra, por la KGB, que se podía pedir su cooperación a voluntad, como otros tantos importantes pagarés.

Esta faceta de la política de inteligencia de Brezhnev permitió que la URSS mantuviera el ritmo con Occidente en los avances militares, científicos y espaciales. Pero dejó las masas de los pueblos de Occidente sin tocar, en su mayoría. La segunda parte de la política de Brezhnev -su empuje para lograr la total aceptación de la URSS en el Occidente capitalista- se encargó del problema como una aplanadora. Y debió su éxito al proceso que había creado Gramsci.

Esa política recibió un nombre. Se le llamó la "doctrina Brezhnev". Y su significado no pudo haber sido más claro, tal como se desarrolló durante las presidencias de Richard M. Nixon y Gerald R. Ford. Ahora "pertenecían" a la Unión Soviética todos los pueblos y territorios que la URSS había adquirido, ya fuese por conquista militar, o por sabotaje y subterfugios políticos, o faltando a la palabra dada a sus aliados de la Segunda Guerra Mundial contra Hitler. Más aún, la Unión Soviética podía recurrir a las armas y a la invasión, si era necesario, para hacer valer su derecho a esos territorios. El significado de lo que fue cortésmente llamado "detente" entre Este y Oeste durante los periodos de Nixon y de Ford, se resumía precisa y exactamente en la así llamada doctrina Brezhnev.

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En 1975, Occidente aceptó plena y oficialmente la política soviética de la detente. En la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa, treinta y cinco naciones firmaron el Acta Final de los Acuerdos de Helsinki, por la que el Occidente estaba de acuerdo en fingir que la URSS tenía un derecho legal a todos esos territorios y pueblos que había adquirido.

No sólo había funcionado la detente, había funcionado según los términos de Gramsci. A pesar de sus mentiras, sus excesos, sus métodos terroristas, sus políticas genocidas y su continua existencia como el único Estado de contrainteligencia en el mundo, la Unión Soviética era un miembro respetable de la sociedad de las naciones. Ahí estaba escrito: como una nación que respetaba y observaba los derechos de los hombres descritos en la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, y especificados en los pactos de Helsinki, los soviéticos habían alcanzado la cima de la aceptación internacional.

Sin embargo, siguiendo el anteproyecto de Gramsci, difícilmente ése era el fin de la cuestión. Más bien, era más parecido a un nuevo comienzo. Porque ahora la URSS estaba en posición de adoptar la actitud, con toda seriedad, de una potencia mundial normalmente reglamentada, mientras que la actividad de contrainteligencia del Estado-Partido - ese primer brazo de la política dual de Brezhnev- redoblaba sus esfuerzos operativos.

Claramente, había llegado el momento de continuar, con mortal seriedad, con la marxización de la mente de la cultura occidental. Porque, siguiendo la guía de Gramsci, el largo empleo de la máquina geopolítica laberíntica de Lenin por parte de la KGB, finalmente había dado resultado. En Helsinki, Occidente había mostrado que estaba fermentado hasta el punto de cooperar de buen orado en su propia conversión final.

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La lucha contra la Iglesia continúa, pero no es más desde afuera:

-Se paraliza y luego se desarticula la defensa católica: En la preparación misma del Concilio consagra el éxito de la tesis gramsciana

Durante todos esos años, no se había olvidado que el más antiguo y formidable enemigo del marxismo cultural y político era la Iglesia católica romana mundial. Ni la doctrina Brezhnev, ni la detente, ni Helsinki cambiaban eso.

La primera apertura por la que en realidad la Iglesia católica romana se convirtió en el instrumento más útil de todos para la penetración gramsciana de la cultura occidental, se presentó sorpresivamente cuando Nikita Jrushchov todavía estaba dirigiendo las cosas en la Unión Soviética.

En el otoño de 1958, fue electo al papado como Juan XXIII el sonriente, rechoncho y pequeño cardenal cuyos ascendientes eran campesinos de Bérgamo, Angelo Giuseppe Roncalli. En un periodo de tres meses después de su elección, el papa Juan asombró a su jerarquía católica y al mundo entero con el anuncio de que convocaría el vigesimoprimer concilio ecuménico en los dos mil años de historia de la Iglesia católica. El Segundo Concilio Vaticano.

Con ese anuncio, llegó una especie de tregua no declarada en la profunda y profesional enemistad que mantenían desde hacía tiempo el Vaticano y la Iglesia contra el marxismo y la Unión Soviética. Durante todas las décadas desde el golpe de Estado de Lenin de 1917, y hasta el papado del papa Pío XII, la Unión Soviética y su marxismo fueron considerados y descritos como el enemigo del catolicismo y el semillero del Anticristo.

Sin embargo, durante los tres años de preparación del Concilio que siguieron a su anuncio inicial, el papa Juan invirtió esa política por primera vez. Porque uno de sus principales objetivos era convencer a Nikita Jrushchov de que permitiera a dos clérigos rusos ortodoxos, de la URSS, asistir como observadores a su Concilio de Roma.

La idea del Papa era mucho más abierta que el solapado anteproyecto de Gramsci para la penetración cultural, y era mucho más benigna, también. La idea del Pontífice al convocar al Concilio era que el Espíritu Santo inspirara en todos los que asistieran un renovado vigor de la fe y un renovado evangelismo en todo el mundo, y quería incluir a la Unión Soviética en esa renovación.

El papa Juan pagó más de un alto precio por el acuerdo de Jrushchov para enviar a esos dos clérigos soviéticos como observadores. Y un precio fue la apertura de la primera brecha seria en el bastión católico contra comunismo. Porque, ente la insistencia de Jrushchov, el Pontífice aceptó secretamente que su futuro Concilio no emitiría una condena del marxismo ni del Estado comunista.

Esa aceptación fue una concesión papal enorme, porque precisamente tales condenas habían sido siempre incluidas como cosa corriente en cualquier comentario vaticano o católico romano sobre el mundo en general. Y el alcance del Vaticano II, como fue rápidamente llamado al Concilio, tenía ciertamente la intención de incluir al mundo en general.

Otro precio que el papa Juan pagó, tomó la forma de una profunda desilusión de millones de fieles y expectantes católicos alrededor del mundo, por lo que ellos llegaron a ver como otra brecha en el baluarte católico anticomunista. Una fuerte tradición de la Iglesia decía que si, en el año 1960, el papa reinante efectuaba un acto público consagrando a la Unión Soviética a la protección de la Virgen María, la URSS se convertiría de su firme ateísmo oficial, y seguiría un largo periodo de paz mundial.

Tal como resultó, Juan XXIII era ese Papa. Pero en esas circunstancias, sintió que efectuar un acto tan público sería declarar nuevamente la guerra contra la Unión Soviética de Jrushchov, calificándolo de nuevo, y en un escenario internacional, como nido de ateos. "Este paso no es para nuestro tiempo", observó privadamente el papa Juan, y archivó la propuesta.

Después de haber desechado la propuesta de Nuestra Sra. de Fátima... se inicia la secularización de lo católico.

El Vaticano II consistió en cuatro sesiones, y se extendió más de tres años, desde el otoño de 1962 hasta diciembre de 1965. Cuando terminó, Juan XXIII y Nikita Jrushchov estaban muertos. Y la historia de la Iglesia en los siguientes veinticinco años se convirtió en la historia de la secularización del catolicismo romano.

Muy pronto después de que se reuniera la primera sesión del Concilio, se amplió la brecha ya abierta por Juan a través de su acuerdo con Jrushchov. Más de quinientos de los obispos asistentes -muchos más de los necesarios para tener el quórum requerido- propusieron que el Concilio emitiera una condena del comunismo ateo y de su ideología. La propuesta fue invalidada unilateralmente por las autoridades vaticanas, así que nunca llegó a presentarse ante el Concilio para una votación final.

En su mayoría, las otras preocupaciones del Concilio, tal como quedaron expresadas en los documentos que sí llegaron a la votación, parecían suficientemente legítimas para el observador promedio, lo que es decir que parecían apropiadamente pastorales en su intención y propósito.

¿Concilio Pastoral?... sí, Pastoral; pero pastoral gramsciana.

En su examen del mundo contemporáneo, por ejemplo, ¿qué podría haber sido más pastoral para el Concilio que destacar a los pobres -y particularmente a los pobres del Tercer Mundo- como merecedores especiales de la atención de la Iglesia?

El documento sobre la libertad religiosa les pareció un poco peligroso a algunos, declarando como lo hacía el principio de que todos debían estar libres de toda restricción en cuestiones religiosas, incluyendo la elección y la práctica de cualquier religión que uno quisiera escoger. ¿No podía tomarse el significado de esto como que uno no necesitaba convertirse en católico romano para salvarse del fuego del infierno? Muchos lo han interpretado así. Aún así, la moción fue aprobada.

Luego, también, estaba la curiosa cuestión del ecumenismo. Tradicionalmente, los términos "ecumenismo" y "ecuménico" se han referido exclusiva mente a los cristianos, y específicamente a la cuestión de la reunificación entre las iglesias cristianas separadas.

Antes del término de la cuarta sesión y final del Vaticano II - presidida por el sucesor del papa Juan, Paulo VI-, algunos obispos y personal del Vaticano ya habían adoptado significados enteramente nuevos e innovadores para la idea de ecumenismo. El poderoso cardenal Bea, por ejemplo, era una figura destacada en el Concilio y un consejero íntimo de Paulo VI, como lo había sido del papa Juan. Bea era visto como la propia cabeza de lanza del Vaticano en lo que llegó a ser nada menos que una revolución ecuménica. El cardenal organizó "reuniones ecuménicas" que incluían no sólo a católicos romanos y protestantes, como de costumbre, sino también a judíos y musulmanes. A su tiempo, y sólo era lógico, budistas, shintoístas, animistas y una hueste de otros grupos no cristianos y hasta no-religiosos encontrarían un lugar en el nuevo "ecumenismo", escasa y ampliamente definido.

En esas formas diferentes, a veces abiertas, a veces sin duda muy sutiles, se estaba ensanchando constantemente la brecha en lo que durante tanto tiempo había sido el bastión católico contra el comunismo. En diciembre de 1965, cuando el Concilio terminó su sesión final, se habían colocado los cimientos para las transformaciones claves en la fe y en la práctica que seguirían después.

Como Papa reinante, Paulo VI pronunció un discurso de despedida a los obispos que partían del Concilio, el 5 de diciembre. El discurso proporcionó el amplio paraguas filosófico y casi teológico bajo el cual estaría protegido el secularismo dentro de la Iglesia romana de la tormenta de protesta e indignación armada por los católicos tradicionales en los años siguientes al Concilio.

Mientras los fieles católicos estaban protestando, el mismo discurso fue usado por los herederos de Antonio Gramsci para inutilizar las disposiciones de la organización estructural mundial de la Iglesia católica romana elegantemente como querían

El papa Paulo VI les dijo a los obispos que partían, que su Iglesia había decidido optar, servir y ayudar al hombre a construir su hogar sobre esta tierra. El hombre con sus ideas y sus objetivos, el hombre con sus esperanzas y sus temores, el hombre en sus dificultades y sufrimientos... ésa era la pieza central del interés de la Iglesia, les dijo el Pontífice a sus obispos.

Tan claramente elaboró el Papa sobre ese tema de la devoción de la Iglesia a favorecer los intereses humanos materiales, que el propio Gramsci no podría haber escrito un texto papal mejor para la secularización de las instituciones católicas romanas o para la descatolización de la jerarquía católica romana, del Clero y de los fieles.

A mediados de los años sesenta, entonces, con Brezhnev en la cúspide de la estructura geopolítica leninista, y con Paulo VI en la cúspide de la estructura georreligiosa católica romana, parecía que el fantasma de Antonio Gramsci casi había triunfado. En Moscú, su doctrina de la revolución a través de la penetración disfrazada y clandestina de las poblaciones capitalistas, había salido gananciosa en las guerras políticas del liderazgo marxista-leninista. Y en Roma, el Concilio Vaticano Segundo había entregado las llaves de la fe milenaria de la Iglesia católica, y de la cultura que durante mil años había sido la expresión viviente de esa fe.

Lo que le sucedió a la Iglesia católica romana en las décadas siguientes al Concilio Vaticano Segundo también le sucedió a la mayoría de las principales iglesias protestantes. Atravesaron al cristianismo nuevas herejías, claramente secularistas, teniendo como armadura las interpretaciones parciales y egoístas de la fórmula del papa Paulo, y como justificación, la redacción vaga de los documentos producidos por los obispos del Vaticano II.

La atención especial que los obispos habían deseado que prestara la Iglesia a la tribulación de los pobres del mundo se tradujo en algo llamado la "opción preferencial por los pobres", y que a su vez fue tomada como carta blanca para celebrar profundas alianzas políticas con socialistas y comunistas, incluyendo a grupos terroristas.

El énfasis de Paulo VI sobre el interés humano se convirtió en la base para descartar el sacrificio, la plegaria, la fe y los sacramentos de la Iglesia como lemas de la esperanza en este mundo. Fueron remplazados con la solidaridad humana, que se convirtió en el objetivo y pieza central del esfuerzo católico.

El ecumenismo ya no era un intento por sanar los desgarramientos heréticos y cismáticos que durante siglos habían dividido a la única Iglesia que Cristo había fundado sobre el cargo central de la piedra de Simón Pedro. El ecumenismo no era un medio para una genuina curación, sino para eliminar diferencias de cualquier clase entre todos los creyentes cristianos y no creyentes. Eso encajaba perfectamente en el nuevo objetivo central de la solidaridad humana como la esperanza de la humanidad.

La lucha fundamental en la que la Iglesia y todos los católicos estaban comprometidos ya no era la guerra personal entre Cristo como salvador y Lucifer como Adversario Cósmico. del Altísimo en la conquista de las almas de los hombres. La lucha ya no estaba en absoluto en el plano sobrenatural, en realidad. Estaba en las circunstancias materiales del tangible sociopolítico aquí y ahora. Era la lucha de clases que Marx y Lenin habían propuesto como la única zona de combate valiosa para los humanos.

Por lo tanto, la liberación ya no era la liberación del pecado y de sus horribles efectos. Era la lucha contra la opresión del gran capital y de las autoritarias potencias colonialistas de Occidente, particularmente de Estados Unidos como el archivillano de toda la historia humana.

A los cinco años de haber terminado el Vaticano II, a comienzos de los setenta, toda América Latina estaba inundada con una nueva teología -la Teología de la Liberación- en la que el marxismo básico estaba inteligentemente engalanado con vocabulario cristiano y conceptos cristianos reelaborados. Libros escritos principalmente por sacerdotes católicos reclutados, junto con manuales políticos y de acción revolucionaria, saturaron el área volátil de América Latina, donde más de 367 millones de católicos incluían a los estratos más bajos y más pobres de la sociedad. . . ese noventa por ciento de la población que no tenía esperanza concreta de ninguna mejoría económica para sí o para sus hijos.

La Teología de la Liberación era un ejercicio perfectamente fiel de los principios de Gramsci. Podía lanzársele con la corrupción de unos relativamente pocos Judas bien colocados. Pero se le podía dirigir hacia la cultura y la mentalidad de las masas. Despojaba a ambas de cualquier relación con lo trascendente cristiano. Encerraba tanto al individuo como a su cultura en el apretado abrazo de una meta que era totalmente inmanente: la lucha de clases para la liberación sociopolítica.

Rápidamente, los ejes del control vaticano y papal fueron remplazados por las demandas de la nueva teología, orientadas hacia la acción. Las órdenes religiosas más poderosas de la Iglesia romana -jesuitas, dominicos, franciscanos, maryknollistas-, todas se comprometieron con la Teología de la Liberación. En Roma y en el campo mundial de sus apostolados, las políticas y las acciones de estas órdenes religiosas se convirtieron en la savia del naciente coloso de la Teología de la Liberación.

La corrupción de los mejores es la peor corrupción. No pasó mucho tiempo antes de que una mayoría de obispos diocesanos, no sólo en América Latina sino también en Europa y en Estados Unidos, fuera arrebatada por esta nueva teología de la liberación en este mundo. Contribuyó a todo el esfuerzo la cuidadosa e intrincada red de una nueva creación, extendida por las diócesis católicas: la Comunidad de Base. Compuesta esencialmente por católicos legos, cada Comunidad de Base decidía cómo orar, qué sacerdotes aceptar, qué obispos -si es que alguno- tendrían autoridad, qué tipo de liturgia tolerarían. Se consideraba secundaria, si no completamente superflua, toda referencia a la teología católica tradicional y a la autoridad central de Roma.

Las Comunidades de Base de América Latina - plagadas de Teología de la Liberación y abiertamente marxistas en su filosofía política- odiaban decididamente a Estados Unidos. Se adherían tenazmente a la Unión Soviética. Y preferían ferozmente la revolución violenta, la única nota no-gramsciana en una adherencia por lo demás fiel a su anteproyecto.

La acelerada difusión tanto de la Teología de la Liberación como de las Comunidades de Base fue fomentada enormemente por varios factores. Pero entre los más importantes, estaba la cadena de Comisiones Justicia y de Paz (sucursales, se podría decir, de la Comisión central de Roma) que existía en todas las diócesis del mundo de la Iglesia romana. Su personal estaba compuesto mayoritariamente por clérigos, monjas y legos que ya eran marxistas convencidos, y se convirtieron en centros para la difusión de la nueva teología. Consumían los fondos vaticanos para pagar congresos, convenciones, viajes burocráticos y un aluvión de materiales impresos, todo lo cual se dirigía abiertamente a la reeducación de los fieles.

Mientras tanto, en Estados Unidos y en Europa, los pobres eran demasiado pocos en número, estaban demasiado aislados y demasiado desinteresados como para servir como blanco fundamental de la oportunidad gramsciana. No importaba. Porque en ambas áreas había seminarios mayores que ya eran antipapales en sus sentimientos y antitradicionales en su teología. Rápidamente entronizaron a la Teología de la Liberación como la nueva forma de pensar sobre todas las viejas cuestiones. La referencia a la teología católica y a las enseñanzas romanas ortodoxas salieron por la ventana.

El proceso de secularización en las iglesias católica y protestantes progresó tan rápidamente y con tal energía que, tal como había previsto Gramsci, alimentó a otras corrientes de influencia antieclesiástica de Occidente. Esas eran corrientes que, aparentemente independientes de la influencia marxista, defendían una interpretación materialista de todos los sectores del pensamiento, investigación y acción humanos.

En algún momento hacia el final de los sesenta, ya se había vuelto evidente para una minoría sorprendentemente coherente, que la solución técnica a los problemas de la sobrepoblación y de los crecientes costos de la vida podía residir solamente en la anticoncepción y el aborto. La tendencia aumentó rápidamente hasta considerar a esas soluciones como parte central de los derechos humanos básicos. Por supuesto, tenían que tomarse medidas legislativas para que tales medidas fueran declaradas oficialmente derechos humanos. Por consiguiente, la aprobación legislativa y la sanción en favor de la anticoncepción y el aborto fueron ampliamente propuestos en todo Occidente por partidos que no eran comunistas, movimientos que se habían convertido, por cierto, en extraños aliados.

Sin embargo, la marea del secularismo no era totalmente legalista y legislativa. A medida que pasó el tiempo, el profesorado académico de Europa y de América, ya orgulloso de su posición en la vanguardia del pensamiento liberal y en la vanguardia política, se entregó con la mayor facilidad a la marea creciente de interpretaciones marxistas de la historia, de la ley, de la religión y de la investigación científica. El aspecto de la educación, en todo, desde genética hasta sociología y psicología, se había vuelto decididamente, y con frecuencia exclusivamente, materialista.

Ahora todo parecía avanzar sobre el principio de que todos los interrogantes de la humanidad y todos los problemas de la vida humana tenían que ser resueltos sin ninguna mezcla con lo trascendente. Todo el significado de la vida humana y la respuesta a toda esperanza humana estaban contenidos dentro de los límites del mundo visible, tangible y material del aquí y ahora.

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Cuando Juan Pablo II se instaló en el Palacio Apostólico de Roma, como sucesor de Paulo VI y del breve reinado de Juan Pablo I, a fines de los setenta y comienzos de los ochenta, las muchas y variadas corrientes de la influencia materialista ya se habían desbordado, inundando el paisaje general de la cultura occidental. Todo parecía unirse en favor de Gramsci.

Había diálogos y convenciones cristiano-marxistas por todas partes. La influencia del inequívocamente marxista y prosoviético Consejo Mundial de Iglesias penetraba por todos lados. Los principios tradicionales de la educación se derrumbaban en las escuelas católicas, desde el nivel primario hasta el universitario. La negativa de los obispos occidentales a insistir en la obediencia de los fieles a las leyes de la Iglesia sobre divorcio, aborto, anticoncepción y homosexualidad se convirtió en la regla, no en la excepción. En realidad, por todas partes había un ímpetu masivo letal, de acuerdo con los términos de Antonio Gramsci, contra la cultura católica y cristiana de las naciones occidentales.

En realidad, cuando Juan Pablo II llegó al papado, ya no era ni siquiera un secreto que hasta las filas de clérigos del propio Vaticano habían sido afectadas profundamente. Por cierto, quizá la victoria más profunda del proceso gramsciano fue básicamente visible en la pasmosa confusión, ambigüedad y fluidez que ya eran las señales características de la reacción de Roma ante la rápida descatolización de la Iglesia, así como de los tratos del Vaticano con obispos que a veces declaraban abiertamente su independencia de la autoridad papal. El control papal y vaticano habían sido eliminados efectivamente de la maquinaria georreligiosa de la Iglesia católica romana hasta un alto grado.

El papa Juan Pablo no llegó de Polonia sin saberlo. Entendía mejor que la mayoría lo que le había sucedido a su Iglesia en Occidente. En realidad, probablemente era el único líder mundial importante, no comunista, que conocía la contribución que había hecho Antonio Gramsci al marxismo operativo en todo el mundo, y que comprendía tanto el turbio proceso que había defendido como la maquinaria leninista en la que ese proceso estaba ahora entronizado.

Sin embargo, si Juan Pablo había esperado que en sus cinco viajes papales a América Latina podría poner un obstáculo en la lealtad de su clero de allí a la Teología de la Liberación, o de que podría recordarles a sus obispos y sus órdenes religiosas en la región sus votos de obediencia, fue defraudado en esas esperanzas. Ni las exhortaciones papales en público o en privado, ni las directivas de su Vaticano, causaron la menor diferencia sustancial en la situación que había allí.

Por cierto, en 1987, las Comunidades de Base prosoviéticas e inclinadas a la violencia, en América Latina sola, llegaban a más de seiscientas mil. Por comparación, no había ni siquiera mil diócesis católicas romanas en Norte y Sudamérica sumadas, y prácticamente todas ellas eran por lo menos dudosas en su lealtad a Roma.

Finalmente, hasta en países pertenecientes al centro territorial católico, como Italia y España, no había nada que se pusiera en el camino de legalización del divorcio y de la liberación de todas las leyes y de las restricciones morales basadas en el cristianismo, incluyendo las más básicas y personales concernientes a la familia, la sexualidad y la pornografía.

 

Inevitablemente, a medida que avanzaban los ochenta, las corrientes no-marxistas de influencia fueron crecientemente, y hasta más rápidamente, afectadas por la penetración y la cooperación gramscianas. La cultura "liberalizada" de las naciones occidentales esencialmente convergió con el proceso de creciente secularización, coincidiendo libre y sólidamente en el nuevo principio de que toda la vida, las actividades y las esperanzas de la humanidad descansaban en las estructuras sólidas de este mundo solo.

Los sistemas de creencias profesionalmente seculares -el humanismo, la megarreligión y el pozo de la fortuna de la Nueva Era, por ejemplo- forjaron sus propias y no-tan-extrañas alianzas con los herederos de Gramsci, precipitándose hacia el vacío religioso que se había creado en las sociedades anteriormente cristianas. Porque ellos también estaban unidos en la insistencia sobre la proposición fundamental de que la religión y la fe religiosa no tenían otra función más que ayudar a que toda la humanidad se uniera y estuviera en paz en este mundo, para alcanzar su cima más alta de desarrollo humano.

En la misma década de los ochenta, salió a la superficie una nueva inclinación intelectual, virtualmente dentro de todas las corrientes secularistas de actividad confluyentes en el globalismo occidental.

La generalidad de las personas pensantes en todas las naciones occidentales -empresarios, académicos, políticos, artistas, gente de los medios, industriales, científicos- se inclinaba hacia el concepto de que toda la sociedad de las naciones debía y podía ser forjada como una unidad, como una gran sociedad, secular hasta la médula de sus huesos, rechazando todas las antiguas divisiones religiosas, repudiando todas las viejas y gastadas pretensiones de la religión a las ambiciones y propósitos relacionados con el otro mundo.

Para comienzos de los noventa, el proceso gramsciano en Occidente se había fundido sin costuras, como vidrio derretido, en las energías e impulsos más importantes de la nueva cultura prevaleciente en las sociedades democráticas capitalistas.

Dentro de lo que todavía era llamado catolicismo, la palabra "romano" era frecuentemente suprimida; el catolicismo romano no era un concepto compatible con el globalismo secular, después de todo. Dentro del "catolicismo moderno", como se llamaba a sí mismo, una gran mayoría de obispos, sacerdotes, religiosos y laicos habían adoptado todos los rasgos de la nueva cultura que los rodeaba. Habían dejado de ser católicos en cualquier sentido que hubiera sido reconocido por el papa Juan XXIII cuando instó a su Segundo Concilio Vaticano a "abrir las ventanas" de su Iglesia al mundo en búsqueda de su renovación, de su aggiornamento.

El engaño mental de tantos millones de católicos por una convicción completamente terrenal, materialista y no-católica, sólo era igualado por el oscurecimiento intelectual al que se habían forzado a sí mismas las elites culturales de Occidente. El fantasma de Gramsci las había capturado a todas dentro de su "hegemonía marxista de la mente".

Lo trascendental se inclinaba ante lo inmanente. El materialismo total era adoptado libre, pacífica y agradablemente en todas partes, en nombre de la dignidad y de los derechos del hombre, en nombre de la autonomía y libertad del hombre frente a las restricciones exteriores. Por encima de todo, tal como lo había planeado Gramsci, esto se hizo en nombre de la libertad con respecto a las leyes y restricciones del cristianismo.

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Decirle a cualquier persona en Occidente -a cualquiera de los participantes en las actividades empresariales de América y de Europa, a cualquiera que esté en los medios occidentales, a cualquiera de la comunidad científica o de los círculos académicos de las universidades - que todos ellos, junto con los principales teólogos y dignatarios eclesiásticos de todo el mundo, están profundamente versados en los principios básicos del marxismo, sería provocar exclamaciones de burla y santurrones gritos de protesta. Sin embargo, la respuesta del papa Juan Pablo a tales exclamaciones y gritos es señalar el fantasma de Gramsci, que ha penetrado profundamente en todos estos grupos con el sentido revolucionario comunista de inmanencia.

Muchos de los que rechazarían esa afirmación de Juan Pablo, señalarían a su vez a las social-democracias que florecen en los países escandinavos. Con seguridad, no puede decirse que el marxismo florezca en tales áreas, ni siquiera una rama del marxismo tan incruenta como la de Gramsci. Después de todo, en Suecia, en Noruega, en Dinamarca, ha existido repugnancia hacia la opresión marxista de la libertad. Y en todas ellas florece uña clase burguesa a la que no le gustan las debilidades económicas marxistas y no tiene inclinación hacia renunciar al capitalismo o a la comodidad material que éste trae.

La respuesta de Juan Pablo a ese dedo señalador es que pasa por alto todo el sutil ataque del proceso ingeniosamente agradable de Gramsci. En realidad, arguye el Pontífice, usar este argumento es en sí mismo cooperar con el principio operativo central del marxismo-leninismo: el engaño.

El Papa acota rápidamente que el modelo nórdico de social-democia en Noruega, Suecia y Dinamarca ha producido un estilo de vida cómodo; un estilo de vida con valores de moderación, igualitarismo y solidaridad social profundamente arraigados; un estilo de vida reforzado por grandes beneficios sociales; un estilo de vida en el que hay una virtual ausencia de riqueza ostentosa,. pero en el cual los niveles de vida permanecen cerca del máximo en la escala internacional.

No obstante, como Juan Pablo comprende para su dolor, las social-democracias modelo de estos países descansan sobre un estilo de vida que no se preocupa de ninguna manera por cualquier valor que trascienda al aquí y ahora. Todos los valores públicos son inmanentes. En una conversación privada con uno de sus colegas norteamericanos, un editor sueco señaló que: "Suecia es un país pequeño y ateo". El papa Juan Pablo extendería esa observación, con igual exactitud, a los socios nórdicos de Suecia en la social-democracia.

En sus esfuerzos por alcanzar algún grado de unidad económica con la Europa de 1992, mientras tanto, las administraciones nórdicas están pasando un mal rato. Para ellas es difícil limitar los gastos del sector público o aumentar la productividad nacional, o permitirles a las empresas privadas una rienda más suelta. Porque hacer cualquiera de estas cosas haría vacilar el consenso nacional en sus propios países. Y éste es un consenso que descansa exclusivamente en el "valor" del confort material.

En la interpretación del papa Juan Pablo, el punto capital en los países nórdicos no es muy diferente del punto capital en el resto de las naciones occidentales, incluyendo a Estados Unidos. En todos los casos, la cultura nacional se desarrolló sobre la base de las creencias cristianas y de las leyes morales cristianas. Sin duda, argumenta el Pontífice apoyándose en la historia, esas creencias y leyes le dieron a cada nación su resistencia, su coraje y su inspiración. En suma, tal como se dio cuenta Gramsci, el cristianismo era tanto la filosofía como la savia de la cultura occidental, compartidas por, todas las naciones en cuestión.

Sin embargo, hacia fines de los ochenta, ya no había ni siquiera ningún comentario serio sobre las creencias cristianas o las leyes morales cristianas. Si entraban a los grandes diálogos del momento, se las reducía a "valores", como cualquier otra moneda que existiera para el solo propósito de ser cambiada por otra cosa.

 

George Orwell escribió una vez que, "en cualquier momento dado, hay una especie de ortodoxia omnipresente, un acuerdo tácito general para no discutir algún hecho grande e incómodo".

En opinión de Juan Pablo, la "ortodoxia omnipresente" en el Occidente, en la década final del siglo veinte, es un acuerdo tácito para no discutir el "hecho grande e incómodo" de que los líderes y las poblaciones occidentales, en su consenso público, han abandonado la filosofía cristiana de la vida humana.

De hecho, de acuerdo con el análisis que hace el papa Juan Pablo de la cultura occidental en el momento actual, no hay ninguna filosofía de la vida que merezca ese nombre. Lo que ahora pasa por filosofía es nada más que un complejo híbrido de modas y tendencias, e impulsos y teorías que moldean la opinión pública, que guían la educación pública y que dominan la expresión artística y literaria en todo Occidente. ¿Que mejor guión que ése podría haber incorporado Gramsci a su anteproyecto? Es el escenario perfecto para su proceso (adoptado hace mucho por los marxistas europeos) de promover el crecimiento de la democracia social dentro de la sociedad de las naciones europeas y de ocupar los espacios dejados vacantes por la propia cultura burguesa.

Con su propia filosofía aún en su lugar y basada tan inflexiblemente como siempre sobre la dialéctica materialista de Marx, los herederos de Gramsci han entusiasmado al Occidente de libre mercado con un nuevo artículo muy apreciado: ese tipo de inmanencia que es específicamente comunista.

El Secretario General del Partido Comunista italiano, Achille Occhetto, dio una pequeña demostración de lo bien que funciona la fórmula de Gramsci a comienzos de junio de 1989. La ocasión fue su piadosa denuncia del PC de China por ordenar al Ejército de Liberación Popular (ELP) que usara los tanques y las armas automáticas para aplastar la protesta estudiantil en las calles de Pekín, unas semanas antes.

"En Oriente (China)", declaró Occhetto sin inmutarse siquiera por la sangrienta historia del marxismo, "comunismo es un término que ya no tiene relación con sus orígenes históricos y constituye un marco político que está completamente equivocado". Entonces, en el gran engaño requerido por la política de Gramsci, Occhetto proclamó: "No queda absolutamente nada del comunismo como sistema unitario y orgánico". Para demostrar este punto, de hecho, Occhetto y sus camaradas del PC italiano organizaron manifestaciones públicas de su solidaridad con el fracasado movimiento democrático de China, encabezado por los estudiantes.

A pesar de las palabras de Occhetto, la suya era la perfecta muestra del mandato de Gramsci para los marxistas de todas partes. Aprovechad cada oportunidad que se presente, había dicho Gramsci. Sed inflexibles en la dialéctica materialista de Marx. Sed rígidos en la filosofía material y firmes en la interpretación marxista de la historia. Pero sed inteligentes al hacerlo. Aliad todo eso a cualesquiera fuerzas que presenten una apertura para la inmanencia marxista.

Obedientemente, los marxistas gramscianos de Europa y de otras partes atizaron el nacionalismo en África. Pero, al mismo tiempo, se aliaron con el globalismo de los empresarios del mundo y los europeizantes de Europa. Se pusieron del lado del sentimiento norteamericano que condenaba los excesos del marxismo chino. Pero apoyaron a los elementos del Congreso y de la administración norteamericana que fomentaban la negociación con los líderes marxistas chinos.

Se unieron con las iglesias cristianas en el diálogo fraternal y en empresas humanitarias comunes. Pero el objeto es confirmar al nuevo cristianismo en su búsqueda antimetafísica y esencialmente atea de la liberación de los problemas materiales, del temor de un holocausto nuclear, de las restricciones sexuales de cualquier tipo y, finalmente, de todas las constricciones sobrenaturales, así como de todos los temores materiales. La liberación total es construir la largamente soñada Utopía marxista-leninista, ésa es la regla.

Precisamente por ese proceso, creado por Antonio Gramsci hace más de medio siglo en el tétrico confinamiento de las prisiones de Mussolini, la cultura occidental se ha privado a sí misma de su savia.

 

Corriendo a través de las antiguas arterias de las tierras una vez cristianas, el papa Juan Pablo ve el suero acuoso, que mata al alma, de lo que él ha llamado el "superdesarrollo" y un siempre nervioso esfuerzo en favor de la solidez económica. El ideal es exclusivamente de aquí y ahora. Toda meta es totalmente inmanente al hombre histórico en sus ciudades y en sus casas y en sus placeres, en sus industrias y en sus talleres y, sobre todo, en sus bancos y en sus mercados financieros. Este es el goteo del suero que precede a la muerte y que ha remplazado a la sangre de la cultura en Occidente.

Dada tal condición de la cultura occidental -incluyendo a los tan cacareados modelos nórdicos de democracia social-, hubiera sido risible para Juan Pablo, si no hubiera sido tan doloroso, oír la reciente opinión, casi mística, de Krister Ahlstrom, director ejecutivo de la Confederación de Patrones Finlandeses. "Algo indefinible liga a los países nórdicos entre sí", ponderó Ahlstrom, "como si tuvieran una fuerza invisible". Esa fuerza no es invisible en absoluto, sostiene el papa Juan Pablo. Es la fuerza del éxito de Gramsci. No sólo los países nórdicos, sino todo Occidente, al fin ha dado nacimiento al hijo del fantasma de Gramsci: una sociedad completamente secularizada. Y en lo que todavía se llama "el espíritu del Vaticano II", la organización institucional mundial católica romana de Juan Pablo ha sido al mismo tiempo la partera y la nodriza de esa fuerza.

 

Sólo una vez existió una amenaza realmente seria al proceso gramsciano. Llegó, entre todos los lugares posibles, a Polonia. Y siguió a la "peregrinación" del papa Juan Pablo de 1979, con su arriesgado, dramático y convincente desafío al statu quo del régimen comunista de su patria.

Una amarga y continua experiencia, primero bajo el estalinismo de la segunda posguerra y después bajo Jrushchov y Brezhnev, le había enseñado a Juan Pablo una lección básica. El tipo de marxismo-leninismo de Stalin no permitiría que se manosearan las tuercas del dominio de la Unión Soviética sobre Polonia. Cualquier intento por diluir el control soviético sobre las fuerzas armadas polacas, o sobre la policía de seguridad organizada por la KGB, o sobre el servil parlamento polaco, se encontraría con la fuerza total del puño de hierro soviético, lo que es decir con la represión total, con el uso, si fuera necesario, de las divisiones soviéticas acuarteladas en Polonia oriental, y con el apretón de una vigilancia aún más estrecha por parte de la propia KGB.

La respuesta efectiva a esa exigencia de fuera-las-manos-de-nuestro-campo hecha por el régimen polaco, vino del cardenal Wyszynski, primado de Polonia y mentor del papa Juan Pablo durante sus días como sacerdote y obispo en Cracovia. Wyszynski siempre había insistido en que, en otros países satélites orientales, notablemente en Hungría, la lucha dura e intransigente de la Iglesia con los ateos regímenes títeres de la URSS, había terminado en un desastre. Por otra parte, tampoco podía la Iglesia de esos países escapar a la situación hostil y represiva que los absorbía. El cardenal ideó un tercer camino. La Iglesia tenía que convivir en Polonia con el régimen político marxista, dijo, pero, al mismo tiempo tenía que preservar a su pueblo intacto en su cultura.

Bajo la guía astuta de Wyszynski, la omnipresente Iglesia católica de Polonia desarrolló su propia versión anti-Gramsci del proceso de Gramsci, su propia red, dentro de la cual podía conservarse y desarrollarse la cultura polaca.

La universidad clandestina o "volante", de la que el propio papa Juan Pablo era producto, publicaciones y bibliotecas clandestinas, actividades culturales y empresas artísticas clandestinas, todos estos esfuerzos y otros más, incontables, cubrieron a Polonia y constituyeron un estrato popular de cultura polaca. Todos ellos estaban relacionados con la Iglesia, ideados, fomentados, nutridos y sólidamente apoyados bajo la guía de Wyszynski. Y todo estaba incontaminado de la mano sofocante del marxismo.

En los meses siguientes al cuidadoso pero inequívoco llamado al cambio hecho por el papa Juan Pablo durante sus discursos papales de 1979, en Varsovia, Gniezno y Cracovia, el movimiento Solidaridad -originalmete basado en los trabajadores de los astilleros de los puertos bálticos- se abrió paso a través de Polonia. Tuvo existencia oficial en 1980, cuando se firmaron los primeros acuerdos en los Astilleros Lenin de Gdansk.

El éxito y la popularidad del movimiento polaco de Solidaridad agregó una dimensión enteramente nueva al concepto de Wyszynski. Casi insensiblemente, nació una nueva proposición en muchas mentes. Era cierto -y hasta donde cualquiera podía ver en aquel momento, iba a seguir siendo cierto- que los polacos estaban forzados a concederle poderes políticos, militares y de seguridad al régimen soviético de Moscú. Pero ese régimen podía permitir exactamente las libertades públicas que Juan Pablo había pedido en todas las áreas de la cultura. Seguramente, en la educación, en el arte y en la literatura, pero también, y finalmente, en el campo de las relaciones laborales.

Cuando se presentó esa proposición en la realidad, los funcionarios del PC de Polonia la encontraron atractiva en diversos aspectos. Moscú estaba acosando continuamente a Varsovia para que hiciera algo con la economía de Polonia, que estaba en ruinas, y con su inquietud laboral, que siempre estaba lista para desbordarse, y con su deuda de 30,000 millones de dólares con los acreedores occidentales.

Al recibir reconocimiento y Status, era sólo posible que Solidaridad pudiera eliminar las huelgas paralizantes que plagaban a la industria polaca. Hasta podía prevenir las sutiles y costosas tácticas de "trabajo a desgano" utilizadas por los obreros polacos, quienes veían la reducción de la productividad como su único medio para protestar contra salarios de hambre, escasez de alimentos, brutalidad policial y todas las demás formas de opresión gubernamental.

Hasta podía ser que, si tal receta podía funcionar en Polonia, la Unión Soviética viera en ella una fórmula para probar en otras economías enfermas de su imperio satélite oriental.

Es improbable que alguna vez quede expuesto ante los ojos de los historiadores de hoy el registro de las conversaciones privadas entre los participantes en las negociaciones, o del intercambio de cables entre la Varsovia del cardenal Wyszynski, el Vaticano del papa Juan Pablo y la Moscú del Secretario General Brezhnev o los pocos documentos adicionales involucrados. Sin embargo, parece seguro que, con la aprobación de Moscú, por lo menos se alcanzó finalmente un acuerdo verbal entre los organizadores clandestinos de Solidaridad y el régimen comunista polaco.

Era una idea brillante. Una bolsa mezclada, de zanahorias y garrotes, para ambas partes. Haría difícil cualquier penetración del proceso gramsciano en la cultura polaca. Pero al fin habría un acuerdo para dejar la seguridad y el control político de Polonia en manos del Partido Comunista controlado por los soviéticos. Y esto prometía un alivio económico en por lo menos uno de los países satélites que estaba secando los recursos ya escasos de, Moscú.

El plan podría haber funcionado, si el acuerdo relacionado con el control político exclusivo por parte del régimen comunista no hubiera sido violado. Pero entre los organizadores de Solidaridad había miembros de otra organización, del Comité de Defensa de los Trabajadores, conocido internacionalmente por sus siglas polacas, KOR. Ya fuera adrede o por un error táctico, KOR consiguió empujar las políticas y demandas de Solidaridad más allá de los límites de la cultura. KOR quería una participación en el poder político del régimen, también, y no estaba contento con esperar a que el tiempo madurara las posibilidades.

La demanda de KOR era demasiado, demasiado pronto, para la Unión Soviética de Leonid Brezhnev y para su régimen subrogado de Polonia. El acuerdo se derrumbó. Tuvo lugar el intento de asesinato del papa Juan Pablo. Y en diciembre de 1981, el general polaco Wojciech Jaruzelski había impuesto la ley marcial en nombre de Moscú. La alternativa, como insistía el general en su propia defensa ante el cardenal Wyszynski y el papa Juan Pablo, sería una intervención militar directa de la Unión Soviética.

Retrospectivamente, tanto Moscú como Varsovia parecen haber sufrido una pérdida de sangre fría. En Polonia, el proceso de Gramsci se había encontrado directa y abiertamente, por primera vez, con el uso decidido de sus propias tácticas. Y cuando esas tácticas parecieron amenazar el control del marxismo soviético dentro de su propio dominio de la política polaca, todo pensamiento del llamamiento de Gramsci para que el PCUS fomentara diferentes rostros del comunismo en diferentes países, se perdió en el pánico.

Lo que Brezhnev vio en la situación fue una amenaza al total control soviético en su propio territorio. En esas circunstancias sin precedentes, se volvió hacia sus raíces estalinistas. Abandonó en Polonia el experimento gramsciano, el primero, pero no el último que saldría a la superficie en los países satélites.

Sin embargo, aun aquí, las consecuencias de la acción de Brezhnev demostraron todavía una vez más la imprudencia del leninismo clásico. Porque una vez más, tales políticos de mano dura no consiguieron cambiar la forma en que la gente pensaba sobre su vida y sus problemas. Los polacos siguieron siendo fundamentalmente católicos por tradición. Su cultura, con sus leyes morales y costumbres cívicas, sólo tuvo que volverse clandestina. Cierto, el pueblo fue forzado nuevamente a comportarse, en lo exterior, de acuerdo a las odiadas reglas dentro de un régimen sociopolítico odiado. Pero, tal como había dicho Gramsci, lo trascendente religioso

-Dios, con sus leyes y su adoración- continuaba floreciendo, y continuaba nutriendo la oposición hacia lo que los polacos veían en todas partes como la superestructura ajena de una dictadura marxista soviética.

El dramático experimento polaco que abrió la década de los ochenta fracasó. Nunca se sabrá quién podría haber ganado en aquel momento, Gramsci o Wyszynski. Pero el día no estaba tan lejano en el camino cuando se intentara nuevamente el juego. Y cuando llegara la hora, a medida que los ochenta llegaban a su término, las mejores cartas estaban todas en manos soviéticas. Porque, a pesar de que Moscú había perdido la sangre fría al poner a prueba por primera vez la fórmula de Gramsci dentro de la órbita soviética, la propia marxización fundamental de Occidente no se había detenido ni retrasado en lo más mínimo.

Por el Contrario, la mente originalmente cristiana de las naciones occidentales ya estaba tan erosionada, que las naciones capitalistas se estaban persuadiendo a sí mismas de que debían estar satisfechas con la convicción de que el objetivo y significado de toda vida es la vida. Vida arraigada en la lealtad a una nación. Vida conducida con un sentido máximo de solidaridad entre una sociedad de naciones. Vida con reverencia a todas las cosas vivientes, ya sea que caminen en dos patas, o en cuatro patas, o sin patas. Vida, como escribió el alguna vez marxista Milovan Djilas en forma extremadamente conmovedora, "que es patriótica sin ser nacionalista, socialmente responsable sin ser socialista, y respetuosa de los derechos humanos y aquellos de todas las criaturas, sin llamarse a si misma cristiana".

Con esas condiciones como telón de fondo en Occidente, el rechazo soviético del desafío polaco al proceso de Gramsci en Polonia se convirtió en cosa del pasado, un error de la historia.

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Mijail Gorbachov irrumpió en la escena mundial como el primer líder soviético con mente suficientemente amplia como para evaluar, apreciar y abrazar plenamente la fórmula gramsciana. El único líder soviético suficientemente realista y valiente como para comprometer hasta sus propios territorios satélites al plan del difunto sardo para obtener la victoria en la consistente lucha del marxismo por el total predominio geopolítico entre las naciones, y por su total aceptación en los recientemente descristianizados corazones y mentes de los hombres y las mujeres que pueblan esas naciones.

Uno por uno, se ve a los ex satélites soviéticos como liberados del control directo de la URSS. Los partidos comunistas en esos países, individualmente, han sido desplazados de su apoyo solitario sobre el estrado del gobierno; por cierto, en Hungría, el ex PC ha renunciado hasta a llamarse "comunista". Y los cambios, con la bendición de Gorbachov, siguen yendo más allá. Ahora la reunificación de las "dos Alemanias" tiene su aprobación. Sin duda, en breve tiempo, los tres Estados bálticos -Lituania, Estonia y Letonia- alcanzarán un status aún más separado de la URSS que el de los ex satélites.

En su patrón gramsciano, Gorbachov tiene la visión de una nueva estructura gubernamental para la propia URSS y de un nuevo status - ¡inimaginable maravilla de las maravillas!- para varias de las "Repúblicas Socialistas Soviéticas" que son la sustancia de la URSS. Armenia, Georgia, Azerbaiján, Ucrania, todas alcanzarán un nuevo status, diferente al de "Repúblicas" completamente integradas en la "Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas". El proceso gramsciano requiere de esos cambios. El gorbachovismo implícitamente los aprueba. En esto, como lo percibe Juan Pablo, Gorbachov está siendo muy fiel a su fundamental leninismo, mientras que le suma su propia actualización y correctivos.

Según la comprensión que tiene Juan Pablo II de la arena geopolítica de los noventa, el occidente secularizado parecería estar hecho a la medida del gorbachovismo. El Secretario General soviético ha dejado en claro que está perfectamente consciente de la esterilidad que aflige a los planes sangrientos de Lenin, a quien Pravda aclamó una vez como "el genio radiante que ilumina el sendero de la humanidad hacia el comunismo". En cambio, Gorbachov ha comprendido su mundo contemporáneo, y desenfadadamente, a la luz más exacta del análisis de Antonio Gramsci, pero manteniendo intacto un principio táctico básico de ese "genio radiante", Gorbachov hasta se ha tomado el trabajo de explicar ese principio táctico básico. En su libro, Perestroika, ha explicado:

"Sería adecuado recordar cómo luchó Lenin por el Tratado de Paz de Brest en el difícil año de 1918. Campeaba la guerra civil, y en ese momento llegó una amenaza muy seria de Alemania. Así que Lenin sugirió firmar un tratado de paz con Alemania.

"Los términos de paz que Alemania nos planteó perentoriamente fueron, en las palabras de Lenin, "vergonzosos, sucios". Significaban que Alemania se anexaba un enorme pedazo de territorio con una población de cincuenta y seis millones... Sin embargo, Lenin insistió en ese tratado de paz. Hasta algunos miembros del Comité Central hicieron objeciones... trabajadores, también... demandando que se rechazara a los invasores alemanes. Lenin seguía llamando a la paz porque lo guiaban intereses vitales, no inmediatos, de la clase trabajadora como un todo, de la Revolución y del futuro del Socialismo... estaba mirando muy adelante... no puso lo que era transitorio por encima de lo que era esencial... Más tarde, era fácil decir confiadamente y sin ambigüedades que Lenin tenía razón. . . La Revolución se salvó."

Probablemente Gorbachov considera la insistencia de Occidente en la liberación de los derechos humanos como una intromisión indebida, y la insistencia de las ex naciones satélites por ser libres como acciones "vergonzosas" y "sucias" por parte de los "hermanos socialistas". Pero, para salvar a la revolución, para salvar las cosas esenciales del Estado-Partido, él ve como necesario liberalizar el imperio soviético, hasta desmembrar la actual estructura de la URSS. Porque sólo así puede tener la esperanza de ser admitido como un miembro en pleno de la nueva sociedad globalista de naciones.

Flexibilidad leninista, coloreada por las sutilezas gramscianas y modificadas para agregar cualquier cosa que faltara en los anteproyectos de Gramsci para la victoria... esto constituye el programa de Gorbachov. Porque es cierto que los asuntos humanos en la última década del siglo veinte no son en absoluto los mismos que los de sus primeras cuatro décadas, cuando Gramsci vivió y pensó y murió. "Marx nunca vio una lamparilla eléctrica, y Engels nunca vio un avión", comentó Hu Yao-bang, de China, en noviembre de 1986. Del mismo modo, el globalismo era impensable para el sardo políticamente endurecido en el combate, cuya mete y perspectiva estaban polarizadas entre el provincialismo de la seudorrevolucionaria Moscú de Lenin y una cultura europea occidental que estaba por quedar hundida en una guerra total.

Gramsci nunca vio la mortal nube en forma de hongo de una explosión nuclear, el terrible anuncio de presentación de una nueva e inaudita interdependencia de las naciones. Jamás tuvo ni siquiera un indicio de la idea del chip para computadora, que ha revolucionado el desarrollo industrial en regiones cuyas poblaciones estaban, hasta hace lo que parece sólo unos momentos, encerradas en sus arrozales asiáticos y sus sabanas africanas y sus selvas brasileñas. Nada, en el ambiente pre-Segunda Guerra Mundial de Gramsci, ni siquiera daba un indicio de la posibilidad de una "aldea global".

En manos de Gorbachov, sin embargo, Gramsci ha ingresado a la competencia globalista. De eso está convencido el papa Juan Pablo. Al tiempo que el Pontífice dirige la harapienta. pero toda poderosa y única estructura de su Iglesia romana católica universal a través de la impredecible volatilidad de nuestros tiempos, está seguro de que Mijail Gorbachov entrará confiadamente a las aguas profundas del nuevo globalismo, con el fantasma de Antonio Gramsci como compañero y guía.

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El Papa ve a Gorbachov sumamente confiado en que puede maniobrar la estructura y organización geopolítica leninista que ahora encabeza para colocarla en una posición de dominio total en ese nuevo globalismo. El Pontífice no tiene ninguna de las ilusiones alimentadas por otros líderes occidentales sobre la visión del Secretario General, de cómo ese nuevo globalismo puede ser encaminado en la dirección del leninismo, adaptándolo hábilmente a la meta geopolítica leninista. La visión de Gorbachov aún está animada, como ha escrito el periodista chileno Jaime Antúnez, por "un sentido de inmanencia, y [por] su propósito de cambiar las relaciones sociales [y] económicas con vistas a producir un 'hombre nuevo', completamente liberado de los 'viejos lazos morales' de la civilización cristiana occidental".

Mientras que, en la mente del Pontífice, el éxito o el fracaso del juego de Gorbachov con el nuevo globalismo sigue siendo una pregunta sin respuesta -con las probabilidades fuertemente en favor de Gorbachov-, el análisis de Juan Pablo sobre los nuevos globalistas y sus planes lo hace sentirse pesimista acerca de las probabilidades que tienen de alcanzar algún grado aceptable de éxito.

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