Dios
se comunica con los hombres de muchas maneras. Las Sagradas Escrituras
se refieren a muchas comunicaciones divinas hechas a través de visiones
y aún de sueños. Los sueños, no siempre son sólo sueños.
La
"carta del más allá" que se transcribe seguidamente se
refiere a la condenación eterna de una joven. A primera vista parece
una historia novelada. Pero considerando las circunstancias se llega a
la conclusión de que no deja de tener su fondo histórico, a partir de
su sentido moral y su alcance trascendental.
El
original de esta carta fue encontrado entre los papeles de una
religiosa fallecida, amiga de la joven condenada. Allí cuenta la monja
los acontecimientos de la vida de su compañera como si fueran hechos
conocidos y verificados, así como su condenación eterna comunicada en
un sueño. La Curia diocesana de Treves
(Alemania) autorizó su publicación como lectura sumamente instructiva.
La
"carta del más allá" apareció por primera vez en un
libro de revelaciones y profecías, junto con otras narraciones. Fue el Rvdo. Padre Bernhardin Krempel C.P., doctor en
teología, quien la publicó por separado y le confirió mayor autoridad
al encargarse de probar, en las notas, la absoluta concordancia de la
misma con la doctrina católica.
Entre
los manuscritos dejados en su convento por una religiosa, que en el
mundo se llamó Clara, se encontró el siguiente testimonio:
El
relato de Clara:
Tuve
una amiga, Anita. Es decir, éramos muy
próximas por ser vecinas y compañeras de trabajo en la misma oficina M.
Más
tarde, Ani se casó y no volví a verla. Desde
que nos conocimos, había entre nosotras, en el fondo, más amabilidad
que propiamente amistad.
Por
eso, sentí muy poco su ausencia cuando, después de su casamiento, ella
fue a vivir al barrio elegante de las villas, lejos del mío.
Durante
mis vacaciones en el Lago de Garda (Italia),
en septiembre de 1937, recibí una carta de mi madre en la que me decía:
"Anita N murió en un accidente
automovilístico. La sepultaron ayer en Wald Friendhof"
Me
impresioné mucho con la noticia. Sabía que mi amiga no había sido
propiamente religiosa. ¿Estaría preparada para presentarse ante Dios?
¿En qué estado la habría encontrado su muerte súbita?
Al
día siguiente escuché misa, comulgué por la intención de Anita, en la casa del pensionado de las hermanas,
donde estaba viviendo. Rezaba fervorosamente por su eterno descanso, y
por esta misma intención ofrecí la Santa Comunión.
Durante
todo el día percibí un cierto malestar, que fue aumentando por la
tarde.
Dormí
inquieta. Me desperté de improviso, escuchando algo así como una
sacudida en la puerta del cuarto. Encendí la luz. El reloj indicaba las
doce y diez minutos. Nada. Tampoco ruidos. Tan solo las olas del Lago
de Garda golpeando monótonas contra el muro
del jardín del pensionado. No había viento.
Yo
conservaba la impresión de que al despertar encontraría, además de los
golpes de la puerta, un ruido de brisa o viento, parecido al que
producía mi jefe de la oficina, cuando de mal humor tiraba sobre mi
escritorio una carta que lo molestaba.
Reflexioné
un instante si debía levantarme.
No! Todo no es más que sugestión, me dije. Mi fantasía
está sobresaltada por la noticia de la muerte.
Me
di vuelta en la cama, recé algunos Padrenuestros por las ánimas y me
dormí de nuevo.
Soñé
entonces que me levantaba de mañana, a las 6, yendo a la capilla. Al
abrir la puerta del cuarto, me encontré con una cantidad de hojas de
carta. Levantarlas, reconocer la letra de Anita
y dar un grito, fue cosa de un segundo.
Temblando,
las sostuve en mis manos. Confieso que quedé tan aterrorizada que no
pude rezar. Apenas respiraba. Nada mejor que huir de allí, salir al
aire libre. Me arreglé rápidamente, puse la carta dentro de mi cartera
y salí en seguida.
Subí
por el tortuoso camino, entre olivos, laureles y quintas de la villa,
más allá del conocido camino gardesano.
La
mañana aparecía radiante. En los días anteriores, yo me detenía cada
cien pasos, maravillada por la vista que ofrecían el lago y la Isla de Garda. El suavísimo azul del agua me refrescaba;
como una niña que mira admirada a su abuelo, así contemplaba,
extasiada, al ceniciento monte Baldo, que se levanta en la orilla
opuesta del lago, hasta los 2.200 metros de altura.
Ese
día no tenía ojos para todo eso. Después de caminar un cuarto de hora,
me dejé caer maquinalmente sobre un banco ubicado entre dos cipreses,
donde la víspera había leído con placer "La doncella Teresa".
Por primera vez veía en los cipreses el símbolo de la muerte, algo en
lo que antes no había pensado.
Tomé
la carta. No tenía firma. Sin la menor duda, estaba escrita por Ani. No faltaba la gran "s", ni la
"t" francesa, a la que se había acostumbrado en la oficina,
para irritar al Sr. G.
No
era su estilo. Por lo menos, no era así como hablaba de costumbre. Lo
habitual en ella era la conversación amable, la risa, subrayada por los
ojos azules y su graciosa nariz...
Sólo
cuando discutíamos asuntos religiosos se volvía mordaz y caía en el
tono rudo de la carta. Yo misma me siento envuelta por su excitada
cadencia.
Hela
aquí, la Carta del Más Allá de Anita N.,
palabra por palabra, tal como la leí en el sueño.
La
Carta:
CLARA,
NO RECES POR MÍ, ESTOY CONDENADA. Si te doy este aviso - es más, voy a
hablarte largamente sobre esto - no creas que lo hago por amistad.
Quienes estamos aquí ya no amamos a nadie. Lo hago como obligada. Es
parte de la obra "de esa potencia que siempre quiere el mal y
realiza el bien".
En
realidad, me gustaría verte aquí, adonde llegué para siempre. No te
extrañes de mis intenciones. Aquí, todos pensamos así. Nuestra voluntad
está petrificada en el mal, es decir, en aquello que ustedes consideran
"mal". Aún cuando pueda hacer algo "bien" (como yo
lo hago ahora, abriéndote los ojos ante el infierno), no lo hago con
recta intención.
¿Recuerdas?
Hace cuatro años que nos conocimos, en M. Tenías 23 años y ya
trabajabas en el escritorio desde seis meses antes, cuando yo ingresé.
Varias
veces me sacaste de apuros. Con frecuencia me dabas buenos avisos que a
mí, principiante, me venían muy bien. Pero, ¿qué es "bueno"?
Yo
ponderaba, en aquel entonces, tu "caridad". Ridículo... Tus
ayudas eran pura ostentación, algo que desde entonces sospechaba.
Aquí,
no reconocemos bien alguno en absolutamente nadie.
Pero
ya que conociste mi juventud, es el momento de llenar algunas lagunas.
De
acuerdo con los planes de mis padres, yo nunca tendría que haber
existido. Por un descuido se produjo la desgracia de mi concepción. Mis
hermanas tenían 14 y 16 años cuando vine al mundo.
Ojalá
no hubiera nacido! Ojalá pudiera ahora
aniquilarme, huir de estos tormentos! No hay
placer comparable al de acabar mi existencia, así como se reduce a
cenizas un vestido, sin dejar vestigios. Pero es necesario que exista.
Es preciso que yo sea tal como me he hecho: con el fracaso total de la
finalidad de mi existencia.
Cuando
mis padres, entonces solteros, se mudaron del campo a la ciudad,
perdieron el contacto con la Iglesia.
Era
mejor así.
Mantenían
relaciones con personas desvinculadas de la religión. Se conocieron en
un baile, y se vieron "obligados" a casarse seis meses
después.
En
la ceremonia nupcial, recibieron solo unas gotas de agua bendita, las
suficientes para atraer a mamá a la misa dominical unas pocas veces al
año.
Ella
nunca me enseñó verdaderamente a rezar. Todo su esfuerzo se agotaba en
los trabajos cotidianos de la casa, aunque nuestra situación no era
mala.
Palabras
como rezar, misa, agua bendita, iglesia, sólo puedo escribirlas con
íntima repugnancia, con incomparable repulsión. Detesto profundamente a
quienes van a la Iglesia y, en general, a todos los hombres y a todas
las cosas.
Todo
es tormento. Cada conocimiento recibido, cada recuerdo de la vida y de
lo que sabemos, se convierte en una llama incandescente.
Y
todos estos recuerdos nos muestran las oportunidades en que
despreciamos una gracia. Cómo me atormenta esto!
No comemos, no dormimos, no andamos sobre nuestros pies.
Espiritualmente encadenados, los réprobos contemplamos desesperados
nuestra vida fracasada, aullando y rechinando los dientes, atormentados
y llenos de odio.
¿Entiendes?
Aquí bebemos el odio como si fuera agua. Nos odiamos unos a otros.
Más
que a nada, odiamos a Dios. Quiero que lo comprendas.
Los
bienaventurados en el cielo deben amar a Dios, porque lo ven sin velos,
en su deslumbrante belleza. Esto los hace indescriptiblemente felices.
Nosotros lo sabemos, y este conocimiento nos enfurece
Los
hombres, en la tierra, que conocen a Dios por la Creación y por la
Revelación, pueden amarlo. Pero no están obligados a hacerlo.
El
creyente - te lo digo furiosa - que contempla, meditando, a Cristo con
los brazos abiertos sobre la cruz, terminará por amarlo.
Pero
el alma a la que Dios se acerca fulminante, como vengador y justiciero
porque un día fue repudiado, como ocurrió con nosotros, ésta no podrá
sino odiarlo, como nosotros lo odiamos. Lo odia con todo el ímpetu de
su mala voluntad. Lo odia eternamente, a causa de la deliberada
resolución de apartarse de Dios con la que terminó su vida terrenal.
Nosotros no podemos revocar esta perversa voluntad, ni jamás querríamos
hacerlo.
¿Comprendes
ahora por qué el infierno dura eternamente? Porque nuestra obstinación
nunca se derrite, nunca termina.
Y
contra mi voluntad agrego que Dios es misericordioso, aún con nosotros.
Digo "contra mi voluntad" porque, aunque diga estas cosas
voluntariamente, no se me permite mentir, que es lo que querría. Dejo
muchas informaciones en el papel contra mis deseos. Debo también
estrangular la avalancha de palabrotas que querría vomitar.
Dios
fue misericordioso con nosotros porque no permitió que derramáramos
sobre la tierra el mal que hubiéramos querido hacer. Si nos lo hubiera
permitido, habríamos aumentado mucho nuestra culpa y castigo. Nos hizo
morir antes de tiempo, como hizo conmigo, o hizo que intervinieran
causas atenuantes.
Dios
es misericordioso, porque no nos obliga a aproximarnos a El más de lo
que estamos, en este remoto lugar infernal. Eso disminuye el tormento.
Cada paso más cerca de Dios me causaría una aflicción mayor que la que
te produciría un paso más rumbo a una hoguera.
Te
desagradé un día al contarte, durante un paseo, lo que dijo mi padre
pocos días antes de mi comunión: "Alégrate, Anita,
por el vestido nuevo; el resto no es más que una burla".
Casi
me avergüenzo de tu desagrado. Ahora me río. Lo único razonable de toda
aquella comedia era que se permitiera comulgar a los niños a los doce
años. Yo ya estaba, en aquel entonces, bastante poseída por el placer
del mundo. Sin escrúpulos, dejaba a un lado las cosas religiosas. No
tomé en serio la comunión.
La
nueva costumbre de permitir a los niños que reciban su primera comunión
a los 7 años nos produce furor. Empleamos todos los medios para
burlarnos de esto, haciendo creer que para comulgar debe haber
comprensión. Es necesario que los niños hayan cometido algunos pecados
mortales. La blanca Hostia será menos perjudicial entonces, que si la
recibe cuando la fe, la esperanza y el amor, frutos del bautismo -
escupo sobre todo esto - todavía están vivos en el corazón del niño.
¿Te
acuerdas que yo pensaba así cuando estaba en la tierra?
Vuelvo
a mi padre. Peleaba mucho con mamá. Pocas veces te lo dije, porque me
avergonzaba. Qué cosa ridícula la vergüenza!
Aquí, todo es lo mismo.
Mis
padres ya no dormían en el mismo cuarto. Yo dormía con mamá, papá lo
hacía en el cuarto contiguo, donde podía volver a cualquier hora de la
noche. Bebía mucho y se gastó nuestra fortuna. Mis hermanas estaban
empleadas, decían que necesitaban su propio dinero. Mamá comenzó a
trabajar. Durante el último año de su vida, papá la golpeó muchas
veces, cuando ella no quería darle dinero. Conmigo, él siempre fue
amable. Un día te conté un capricho del que quedaste escandalizada. ¿Y
de qué no te escandalizaste de mí? Cuando devolví dos veces un par de
zapatos nuevos, porque la forma de los tacos no era bastante moderna.
En
la noche en que papá murió, víctima de una apoplejía, ocurrió algo que
nunca te conté, por temor a una interpretación desagradable. Hoy, sin
embargo, debes saberlo. Es un hecho memorable: por primera vez, el
espíritu que me atormenta se acercó a mí.
Yo
dormía en el cuarto de mamá. Su respiración regular revelaba un sueño
profundo. Entonces, escuché pronunciar mi nombre. Una voz desconocida
murmuró: "¿Qué ocurrirá si muere tu padre?"
Ya
no lo quería a papá, desde que había empezado a maltratar a mi madre.
En realidad, no amaba absolutamente a nadie: sólo tenía gratitud hacia
algunas personas que eran bondadosas conmigo. El amor sin esperanza de
retribución en esta tierra solamente se encuentra en las almas que
viven en estado de gracia. No era ése mi caso.
"Ciertamente,
él no morirá", le respondí al misterioso interlocutor.
Tras
una breve pausa, escuché la misma pregunta.
"El
no va a morir!", repliqué con brusquedad.
Por
tercera vez, me preguntaron: "Qué ocurrirá si muere tu padre?". Me representé en ese momento en la
imaginación el modo como mi padre volvía muchas veces: medio ebrio,
gritando, maltratando a mamá, avergonzándonos frente a los vecinos.
Entonces, respondí con rabia: "Bien, es lo que se merece. Que
muera!".
Después,
todo quedó en silencio.
A
la mañana siguiente, cuando mamá fue a ordenar el cuarto de papá,
encontró la puerta cerrada. Al mediodía, la abrieron por la fuerza.
Papá, semidesnudo, estaba muerto sobre la cama. Al ir a buscar cerveza
al sótano, debió sufrir una crisis mortal. Desde hacía tiempo que
estaba enfermo. (¿Habrá hecho depender Dios de la voluntad de su hija,
con la que el hombre fue bondadoso, la obtención de más tiempo y
ocasión de convertirse?).
Marta
K. Y tú me hicieron ingresar en la asociación de jóvenes. Nunca te
oculté que consideraba demasiado "parroquiales" las instrucciones
de las dos directoras, las señoritas X. Los juegos eran bastante
divertidos. Como sabes, llegué en poco tiempo a tener allí un papel
preponderante. Eso era lo que me gustaba. También me gustaban las
excursiones. Llegué a dejarme llegar algunas veces a confesar y
comulgar.
Para
decir la verdad, no tenía nada para confesar. Los pensamientos y las
palabras no significaban nada para mí. Y para acciones más groseras
todavía no estaba madura.
Un
día me llamaste la atención: "Ana, si no rezas más, te
perderás".
Realmente,
yo rezaba muy poco, y ese poco siempre a disgusto, de mala voluntad.
Sin
duda tenías razón. Los que arden en el infierno o no rezaron, o rezaron
poco. La oración es el primer paso para llegar a Dios. Es el paso decisivo.
Especialmente la oración a Aquella que es la madre de Cristo, cuyo
nombre no nos es lícito pronunciar. La devoción a Ella arranca
innumerables almas al demonio, almas a las que sus pecados las habrían
lanzado infaliblemente en sus manos.
Furiosa
continúo, porque estoy obligada a hacerlo, aunque no aguanto más de
tanta rabia. Rezar es lo más fácil que se puede hacer en la tierra. Y
justamente de esto, que es facilísimo, Dios hace depender nuestra
salvación.
Al
que reza con perseverancia, paulatinamente Dios le da tanta luz, y lo
fortalece de tal modo, que hasta el más empedernido pecador puede
recuperarse, aunque se encuentre hundido en un pantano hasta el cuello.
Durante
los últimos años de mi vida ya no rezaba más, privándome así de las
gracias, sin las que nadie se puede salvar.
Aquí,
no recibimos ningún tipo de gracia. Aunque la recibiéramos, la
rechazaríamos con escarnio. Todas las vacilaciones de la existencia
terrenal terminaron en esta otra vida.
En
la tierra, el hombre puede pasar del estado de pecado al estado de
gracia. De la gracia, se puede caer al pecado. Muchas veces caí por
debilidad; pocas, por maldad. Con la muerte, cada uno entra en un
estado final, fijo e inalterable.
A
medida que se avanza en edad, los cambios se hacen más difíciles. Es
cierto que uno tiene tiempo hasta la muerte para unirse a Dios o para
darle las espaldas. Sin embargo, como si estuviera arrastrado por una
correntada, antes del tránsito final, con los últimos restos de su
voluntad debilitada, el hombre se comporta según las costumbres de toda
su vida.
El
hábito, bueno o malo, se convierte en una segunda naturaleza. Es ésta
la que lo arrastra en el momento supremo.
Así
ocurrió conmigo. Viví años enteros apartada de
Dios. En consecuencia, en el último llamado de la gracia, me decidí
contra Dios. La fatalidad no fue haber pecado con frecuencia, sino que
no quise levantarme más.
Muchas
veces me invitaste para que asistiera a las predicaciones o que leyera
libros de piedad. Mis excusas habituales eran la falta de tiempo. ¿Acaso
podría querer aumentar mis dudas interiores?
Finalmente,
tengo que dejar constancia de lo siguiente: al llegar a este punto
crítico, poco antes de salir de la "Asociación de Jóvenes",
me habría sido muy difícil cambiar de rumbo. Me sentía insegura y desdichada.
Pero frente a la conversión se levantaba una muralla.
No
sospechaste que fuera tan grave. Creías que la solución era tan simple,
que un día me dijiste: "Tienes que hacer una buena confesión, Ani, todo volverá a ser normal".
Me
daba cuenta que sería así. Pero el mundo, el demonio y la carne, me
retenían demasiado firme entre sus garras.
Nunca
creí en la influencia del demonio. Ahora, doy testimonio de que el
demonio actúa poderosamente sobre las personas que están en las
condiciones en que yo me encontraba entonces
Sólo
muchas oraciones, propias y ajenas, junto con sacrificios y
sufrimientos, podrían haberme rescatado. Y aún esto, poco a poco.
Si
bien hay pocos posesos corporales, son innumerables los que están
poseídos internamente por el demonio. El demonio no puede arrebatar el
libre albedrío de los que se abandonan a su influencia. Pero, como
castigo por su casi total apostasía, Dios permite que el
"maligno" se anide en ellos.
Yo
también odio al demonio. Sin embargo, me gusta, porque trata de
arruinarlos a todos ustedes: él y sus secuaces, los ángeles que cayeron
con él desde el principio de los tiempos.
Son
millones, vagando por la tierra. Innumerables como enjambres de moscas;
ustedes no los perciben.
A
los réprobos no nos incumbe tentar: eso les corresponde a los espíritus
caídos.
Cada
vez que arrastran una nueva alma al fondo del infierno, aumentan aún
más sus tormentos. Pero, de qué no es capaz el odio!
Aunque
andaba por caminos tortuosos, Dios me buscaba. Yo preparaba el camino
para la gracia, con actos de caridad natural, que hacía muchas veces
por una inclinación de mi temperamento.
A
veces, Dios me atraía a una Iglesia. Allí, sentía una cierta nostalgia.
Cuando cuidaba a mi madre enferma, a pesar de mi trabajo en la oficina
durante el día, haciendo un sacrificio de verdad, los atractivos de
Dios actuaban poderosamente.
|