“In dubiis libertas, in
necesariis unitas, in omnia charitas”, "En la duda libertad, en lo necesario unidad, en
todo caridad". Con esta sentencia de San Agustín se ponía fin a una
larga discusión sobre los márgenes de acción intelectual que los cristianos
teníamos dentro de la Iglesia.
¿Qué quiere decir esto? Que salvo en materias que son dogmas de fe - es
decir, son obligatorias siempre y en todo lugar para todos los católicos sin
excepciones ni restricción, debemos creer aquello que la Iglesia nos manda
creer y que el Santo Padre ha enseñado con las estrictas condiciones que
supone su infalibilidad - tenemos libertad de opinar y pensar lo que sea
siempre que nos mantengamos fieles en el espíritu a las dos fuentes de
revelación que son las Sagradas Escrituras y la tradición.
Esta prerrogativa es
garantizada, dentro de la Iglesia, aún en el nuevo Código de Derecho Canónico
en el canon 212 que no sólo se reconoce el derecho sino que inclusive a veces
el deber de expresar la opinión, hasta de manera pública, por parte de los
fieles.
A quienes estudiamos con
frecuencia el legado de los Santos Padres y los escritos y documentos que
depositaron en nuestras manos todos los santos, papas, concilios, etc., nos
resulta difícil conciliar el contraste patente entre el espíritu de libertad
y de vida bullente de los primeros tiempos y de la Edad Media con el espíritu
moderno que suprime muchas veces esta libertad en pro de una mal entendida
fidelidad al Sumo Pontífice o a la Iglesia.
Y la verdad es que tenemos libertad de opinión en todo lo que deseemos
mientras no caigamos en contradicción con lo dogmático.
En las universidades medievales, por ejemplo, podíamos ver enfrentarse santos
respecto a materias importantes sin que por esto se excomulgasen mutuamente,
se condenasen o la Iglesia apartase a uno de ellos en beneficio de otro por
su simple opinión, aún cuando fuese manifiestamente contraria al pensamiento
general de los fieles y del magisterio.
Pongamos un ejemplo para ilustrar mejor la cuestión: santos, papas y
documentos de primer nivel apoyan la idea de que María Santísima no murió
sino que durmió y desde ese estado fue elevada en cuerpo y alma a los cielos.
Otra porción de santos, papas y documentos apoyan la idea de que murió y fue
elevada en cuerpo y alma a los cielos como lo sostiene el papa Pío XII en la
parte no dogmática del mismo documento en que define el Dogma de la Asunción de
Nuestra Señora. ¿Qué es obligatorio creer de esto? Lo que el rosario nos
recuerda, esto es, que subió al cielo en cuerpo y alma.
Los motivos a favor de la primera tesis son los siguientes: si Nuestra Señora
fue concebida sin pecado (dogma de la Inmaculada Concepción, obligatorio de
creer) no pudo morir ya que esto es consecuencia del pecado original. Dios,
entonces, la habría preservado de esta penosa circunstancia y habría querido
hacerla en todo hija predilectísima de Su corazón y la habría atraído al
cielo en las condiciones comentadas.
La segunda tesis cree ver en Nuestra Señora un amor tal a su Hijo que quiso
compartirlo todo con Él, incluso la muerte y así asimilarse más a El. Por lo
mismo, habría muerto y luego habría resucitado para ascender a los cielos como
decíamos.
En lo personal, todo católico tiene libertad para pensar, argumentar y creer
cualquiera de las dos formas mientras no niegue su asunción a los cielos.
Impresiona mucho a los seglares poco acostumbrados al estudio de la historia
de la Iglesia y de la teología que una materia tan importante y que toca a la
criatura más importante del universo, por quien tenemos más amor que a ningún
otro ser creado, esté sujeta a tamaña libertad de opinión. Sin embargo, ni
los primeros ni los segundos son herejes, cismáticos o infieles a la Iglesia,
ni pecan de falta de devoción a la Santísima Virgen.
Y así como es en este tema, lo es con muchísimos otros. Las únicas
condiciones que nos pide la Santa Iglesia, madre y maestra de la Verdad, son
que mantengamos caridad en todo momento del debate, fidelidad a la doctrina,
respeto por los pastores y espíritu de unión con las verdades primordiales
reveladas por Dios en las Sagradas Escrituras y la Tradición de la Iglesia.
Hoy en día asumimos con demasiada frecuencia, lamentablemente, tesis
fundamentalistas y fanáticas que cierran toda puerta al crecimiento
espiritual de la Iglesia. Y es que sólo la autoridad eclesiástica puede
condenar una tesis como herética.
Tengo a mano una edición del Catecismo Mayor prescrito por SS Pío X
(Ediciones Magisterio Español, Madrid, 1973) que recomiendo a los lectores
por constituirse como un breve manual de fe que conviene estudiar diariamente
para formarnos en doctrina. Aquí leemos: “¿Quiénes están fuera de la
verdadera Iglesia? – Están fuera de la verdadera Iglesia los infieles, los
judíos, los herejes, los apóstatas, los cismáticos y los excomulgados”. Más
adelante define: “¿Quiénes son los herejes? – Herejes son los bautizados que
rehusan creer una verdad revelada por Dios y enseñada como de fe por la
Iglesia católica; por ejemplo, los arrianos, los nestorianos y varias sectas
de los protestantes. ¿Quiénes son los apóstatas? – Apóstatas son los que
abjuran, esto es, niegan con acto externo la fe católica que antes
profesaban. ¿Quiénes son los cismáticos? – Cismáticos son los cristianos que,
sin negar explícitamente ningún dogma, se separan voluntariamente de la
Iglesia de Jesucristo, esto es, de sus legítimos Pastores. ¿Quiénes son los
excomulgados? Excomulgados son aquellos que por faltas gravísimas son
castigados por el Papa o por el Obispo con la pena de excomunión, en cuya
virtud son, como indignos, separados del cuerpo de la Iglesia que espera y
desea su conversión” (artículos 226, 229, 230, 231 y 232).
Cito esto para ilustración de los lectores y para ayudar a la comprensión de
las verdaderas dimensiones del cisma o de la apostasía. Quiero decir que no
rompiendo la unión con el Santo Padre como autoridad y con la fe como dogma,
tenemos plena libertad de acción.
Por prudencia la Iglesia ha debido condenar muchos excesos contemporáneos,
pero no por eso debemos asfixiar la libertad de pensamiento y de acción que
existe en la Iglesia.
El Señor nos enseña que la Iglesia es un gran árbol, con una copa inmensa y
acogedora, en la cual distintos pájaros vienen a hacer sus nidos en
diferentes ramas. ¿Cómo no conmovernos ante esta bellísima descripción de la
Iglesia? Benedictinos y franciscanos, jesuitas y carmelos, cartujos y
salesianos... ¿No son en apariencia contradictorios o muy distintos si se
analizan inflexiblemente y por partes? No, porque cada pertenece a este gran
árbol y ninguno de ellos se aparta de la Iglesia, como nadie se aparta por
sostener opiniones distintas a las que otros sostengan.
Queda un último factor importante de resaltar: la falsa obediencia a la autoridad
eclesiástica. Con esto deseo señalar un error frecuente que observo en los
fieles y consiste en creer que por la misma investidura toda opinión emanada
de la autoridad debe ser asumida como dogma de fe. Y sabemos que la Iglesia
se compone de hombres y que los hombres son falibles. No digo con esto que
necesariamente toda la enseñanza de la Iglesia sea errada, ya que esto
constituiría una aberración por negar la acción del Espíritu Santo en la
Iglesia. Si un sacerdote opina como mejor el color rojo para un automóvil, y
yo creo como mejor el verde, no por eso me expongo a la excomunión o al
cisma. Y así con todo lo que no sea materia de fe y de dogma. Y si, por
desgracia, en la jerarquía algún (os), en un momento dado, se separaran de
modo evidente de la enseñanza perenne en materias definidas por el Magisterio,
corresponde por un deber de caridad, al fiel, actuar al tenor del canon
mencionado.
Junto con esto se presenta anexo otro problema y es una falsa humildad. Todos
los fieles podemos opinar aunque la prédica esté reservada sólo a los
consagrados por sacramento para ello. Es decir, los fieles también pueden y
deben opinar mientras lo hagan con conocimiento, buena fe y celo por la
salvación de las almas. También el código de derecho canónico nos recuerda
que los fieles juegan un papel auxiliar en la labor pastoral del Obispo y que
constituye una obligación indicar y anunciar los problemas y perspectivas que
pueden contribuir a su mejor gobierno.
Aún incluso podríamos diferir de la opinión del Santo Padre, sin caer en
cisma, apostasía, herejía o excomunión. Descarto, evidentemente la rebelión
abierta o escondida, el espíritu pecaminoso de contradicción, la exhibición
fatua de conocimientos o incluso la maliciosa interpretación de sus
pronunciamientos. Nosotros le obedecemos por amor y fidelidad, pero sus
pronunciamientos y documentos no son dogmáticos sino directivas pastorales
importantísimas para el buen gobierno de la Iglesia y del mundo; ese mismo
amor y fidelidad pueden obligarnos, en un momento dado, a disentir respetuosamente.
¿Qué quiere decir esto? Que cualquier autoridad puede equivocarse, como
cualquier laico puede equivocarse. Sólo el Santo Padre, cuando enseña en
cuanto tal, y en las condiciones especialísimas denominadas ex cátedra, es
infalible aquí, ahora y en todo momento y lugar.
Deseo llamar a los lectores a una profunda reflexión sobre el estado de abatimiento
en el trabajo intelectual dentro de la Iglesia y a estimularles recordándoles
la virtuosa libertad para trabajar en todo aquello que sea importante para la
salvación de las almas, la gloria de Dios y el advenimiento de Su Reino. Para
ello no es necesario que caigamos dentro del renacentista defecto del
intelectualismo hermético en sus términos y arduo en su exposición.
Discutamos, como en las épocas primaverales de la espiritualidad cristiana, y
luchemos por echar luz y sabor al mundo según la máxima evangélica: Iglesia
somos todos, y el Santo Padre nos llama, nos urge a una nueva evangelización,
nueva en métodos y eterna en principios que la inspiran.
Dios sea alabado y María glorificada en sus santos, sus mártires y todos los
devotos fieles que les aman de verdad.
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