La Misa del Padre Pío
Según el Hermano Narsi Decoste en “El Padre Pío”
«No se venía a
San Giovanni para ver una clínica ultramoderna o para escuchar narraciones de
conversiones o de curaciones espectaculares. La mayoría de los peregrinos
disponían de un día, a veces de una mañana:
venían a asistir a la misa del Padre Pío. Esto es muy notable cuando se
sabe que llegaban a veces de muy lejos, frecuente de América.
Naturalmente,
algunos aprovechaban de una estancia en Italia, Roma, Nápoles o en otra parte, para
hacer un salto hasta San Giovanni; muchos repartían le mismo día. Habían venido únicamente para esto.
Desde las dos o
tres horas de la mañana, los pesados autobuses descargaban delante del convento
a sus ocupantes, sorprendidos de ver ya la plaza de la iglesia negra de mundo.
Se esperaba pacientemente la apertura de las puertas para entrar; esperando, se
rezaba el rosario.
Para el
incrédulo que venia simplemente como curioso, la misa del Padre Pío era tal vez
una ceremonia como todas las otras; pero, para el creyente, era de un valor
infinito por la presencia real del Señor que el celebrante llama infaliblemente
sobre el altar por las palabras consagratorias. La misa siempre y en todas
partes tiene el mismo valor, allí donde es celebrada válidamente: ¿Por qué
querer asistir a la del Padre Pío? Indudablemente porque este capuchino hacía tangible la misteriosa y sin
embargo real presencia.
Se comprende,
por lo tanto, que nada puede ser añadido a su grandeza, a su valor, a su
significación, que es únicamente limitada par la impenetrable voluntad de Dios.
Cuando el Padre
Pío celebraba la misa, daba la impresión de una tan intima, como intensa y
completa unión con Aquel que se ofrecía al Padre Eterno, como víctima de
expiación por los pecados de los hombres.
Desde que él
estaba al pie del altar, el rostro del celebrante se transfiguraba.
No se
encontraba allí solamente como sacerdote para el Sacrificio, sino como el
hombre de Dios para dar testimonio de su existencia, como sacerdote que portaba
él mismo las cinco llagas sangrantes de la crucifixión sobre el cuerpo. El
Padre Pío poseía le don de hacer rezar a los otros. Se vivía la misa. Se era
fascinado. Puedo decir, que solamente en San Giovanni, comprendí el divino
Sacrificio.
Esta misa
duraba largo tiempo; sin embargo, al seguirla en su larga celebración, se
perdía toda noción de tiempo y de lugar. La primera vez que asistí a ella,
lamenté que se terminara. ¡Con estupor, me di cuenta que había durado más de
dos horas!
Toda la vida del Padre Pío estaba centrada sobre
el Santo Sacrificio de la misa que,
decía él, día tras día, salva al mundo de su perdición. Brunatto, que asistía
generalmente al Padre y tuvo la alegría de acolitarle, testimonió que, durante
los años de su aislamiento, la celebración duraba hasta siete horas. Más
tarde, fue limitada por la obediencia y
duraba alrededor de una hora.
Sí,
verdaderamente, esta misa del Padre Pío era un acontecimiento inolvidable y se
tenía razón de querer y asistir al menos una sola vez.
Cuando salía de
la sacristía, el Padre era generalmente sostenido por dos cohermanos, pues sus
pies transpasados le hacían sufrir atrozmente. De un paso pesado, arrastrando
los pies, incierto, vacilante, avanzaba hacia el altar. Además de los estigmas,
pasaba aún toda la noche en oración; lo
que fue así por medio siglo.
Se le hubiera
creído aplastado bajo el peso des pecados del mundo. Ofrecía todas las
intenciones, los pedidos, las súplicas, que le habían sido confiadas por
escrito u oralmente, del universo entero. Portaba, además, todas les
aflicciones, los sufrimientos, las angustias por las cuales se venía a él y de
las que se había cargado. Es por esto que el Ofrecimiento de esta misa era tan
largo y tan impresionante.
Hacía todo para desviar la atención de él. Evitaba
todo lo que podía ser espectacular en su porte, su expresión, sus gestos, en su
manera de rezar y de callarse; y sin embargo, su porte, su modo de rezar, su
silencio, y sobre todo las largas pausas, en toda su simplicidad, eran
verdaderamente dramáticas.
Cuando,
recogido en el silencio de una multitud íntimamente unida a él, el Padre Pío tomaba la patena en sus
manos sangrantes y la ofrecía al Padre Todo Poderoso, ella pesaba con el peso
enorme ese montón de buenas obras, de sufrimientos y de buenas intenciones.
Este pan que iba luego a tomar vida, cambiado en Aquel que, sólo, realmente,
era capaz de pagar completamente la deuda de los pecados de los hombres.
En esta
celebración no eran remarcables solamente las principales partes de la misa. El
Padre Pío celebraba toda la misa con la
misma atención sostenida, visiblemente consciente de la profunda significación
de cada palabra, de cada gesto litúrgico.
Lo que pasaba
entre Dios y él permanece un misterio, pero se podría adivinar alguna cosa en
ciertos silencios, en ciertas pausas más largas; los trazos de su cara
traducían a veces su intensa participación en el Drama que él vivía. Con los
ojos cerrados, estaba frecuentemente en
conversación con Dios, o transportado en éxtasis en la contemplación.
Sólo, un ángel
sería capaz de describir dignamente esta misa. Las llagas permanentes de su
cuerpo no eran sino los signos visibles del martirio interior que padecía con el
«divino Crucificado». Por esto, la atención de la asamblea estaba fija en el
punto culminante del Santo Sacrificio: la Consagración.
En efecto, se
detenía un instante como para concentrarse. Parecía desencadenarse una lucha
entre él, que tenía en sus manos la hostia inmaculada y, Dios sabe, que fuerza
obscura e invisible que, sobre sus labios, retenía las palabras consagratorias
cargadas de fuerza creadora.
Ciertos días,
la misa era para él, a partir del Sanctus, un verdadero martirio. El sudor
cubría su cara y las lagrimas corrían a lo largo de sus mejillas. Era
verdaderamente el hombre de dolores tomado por la agonía. Involuntariamente, yo
pensaba en Cristo en el Jardín de los Olivos.
Se veía
claramente, que profiriendo las palabras de la Consagración, padecía un real
martirio. A cada palabra, un choc parecía recorrer sus miembros. ¿Sería
posible, como ciertos lo piensan, que él sufría entonces más intensamente la
Pasión de Cristo y que los salmos dolorosos, que él reprimía cuanto posible, lo
impedían en un momento continuar? O debemos interpretar a la letra las palabras
del Padre diciendo que el demonio se aventure garfios hasta en el altar? En son
actitud tan impresionante, se asistía por lo tanto a una lucha real contre Satán,
que, en ese momento, redoblaba sus esfuerzos para atormentarlo.
Las dos
suposiciones son aceptables.
Frecuente,
cuando abandonaba el altar, después de la misa, ciertas expresiones
involuntarias y reveladoras se le escapaban. Como hablándose a sí mismo, decía por ejemplo: «Me siento quemar... »
y también : « Jesús me dijo... ».
En cuanto a mi,
yo he estado, como todos aquellos que han tenido la alegría de participar en
esta misa, vivamente impresionado por esta emocionante celebración.
Un día, hicimos
al Padre, la pregunta: «Padre, ¿qué es su misa para usted?».
El Padre
respondió: « Una unión completa entre Jesús y yo ».
La misa del
Padre Pío era verdaderamente esto: Le Sacrificio del Gólgota, el Sacrificio de
La Iglesia, el Sacrificio de la última Cena y también nuestro Sacrificio.
Y, aún: «
¿Somos los únicos que estamos en torno del altar durante la misa?
– En torno de
el altar, están los Angeles de Dios.
– Padre, ¿qué
se encuentra en torno de el altar?
– Toda la Corte celestial.
– Padre, ¿está
también presente la Virgen María
durante la misa?
– ¿Puede una
Madre permanecer indiferente para con su Hijo ? ».
Et en una carta
que el Padre escribió, en mayo 1912, sabemos que la Santísima Virgen lo
acompañaba en el altar. La Madre de Dios y nuestra Madre evidentemente no tiene
otra preocupación que la de su Hijo
Jesús que se hacía visible, a nuestros ojos , en la carne del Padre Pío,
herido de amor por Dios y sus hermanos
.
-«Padre,
¿cómo debemos asistir a la misa?
– Como la Santísima Virgen y les santas mujeres , con amor y
compasión. Como san Juan asistía a la
Ofrenda Eucarística y al Sacrificio sangriento de la Cruz . »
Un día que la
multitud de peregrinos era particularmente densa en la iglesia de San Giovanni,
el Padre me dijo después de la misa:
-«¡Me acordé de
usted en el altar!».
-Le pregunté: «
Padre, ¿tiene usted en la memoria todas les almas que asisten a su misa? ». -Respondió : « ¡En el altar, veo a todos mis
hijos como en un espejo!».
Toda la vida del Padre Pío ha sido una Pasión de
Jesús. Su jornada entera era la continuación del Sacrificio de la misa.
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