Carta Pastoral de Mons. Antonio sobre la Aplicación de
los Documentos promulgados por el Concilio Ecuménico Vaticano II
Al Revmo. Clero secular y regular, a las Congregaciones Religiosas femeninas,
a la Venerable Orden Tercera de Nuestra Señora del Monte Carmelo, a las
Asociaciones de piedad y apostolado, y a los demás fieles de la Diócesis de Campos.
Salutación, paz y bendición en
nuestro Señor Jesucristo
Queridísimos Cooperadores y amados hijos.
Padres de la Diócesis manifestaron el deseo de tener, por escrito, un
comentario del Prelado diocesano sobre los documentos de la cuarta y última
fase del Concilio Ecuménico Vaticano II. Esperaban que el Obispo les enviase
una Pastoral al respecto, como lo hiciera al presentar la Constitución de la
Sagrada Liturgia y el Decreto sobre los instrumentos de comunicación social,
promulgados en la segunda fase conciliar, y al explanar, en la instrucción pastoral sobre la Iglesia,
la Constitución Dogmática “Lumen Gentium”, cuya discusión se concluyó en la
Tercera fase del gran Sínodo, y que trata del asunto central de este Concilio
Ecuménico.
Sucede que, en este último período
conciliar, fueron promulgados nada menos que once Documentos, cada uno merecedor
de estudio especial, y, en el entretanto, sintetizados todos en la Constitución
“Lumen Gentium”. Así, de un lado, se hace casi imposible tratar de todos ellos
en una Carta Pastoral; de otra parte, sus principios generales ya fueron
expuestos en la Instrucción Pastoral sobre la Iglesia.
No obstante, el término del Concilio nos convida a reflexionar sobre su
naturaleza y finalidad, pues así será fácil comprender los Documentos
promulgados, sin incidir en interpretaciones erróneas y peligrosas. Pensamos
que semejante reflexión será de gran utilidad para la formación católica y para
la eficacia de un apostolado de enfervorización cristiana y de expansión del
Reino de Dios en el mundo, obligaciones que incumben a todo fiel.
Enviamos, pues, esta Nuestra palabra de orientación a Nuestros
queridísimos Cooperadores y amados hijos. Creemos con ella atender a la justa
expectativa que Nos fue manifestada, y cumplir, también, Nuestro grave deber de
Padre y Pastor de las ovejas que el Vicario de Cristo se dignó confiar a
Nuestra vigilancia.
Para comprender el Concilio
Ecuménico Vaticano II, es preciso, antes de todo, tener presente la razón por
la que fue convocado por el Santo Padre Juan XXIII, de venerable memoria, y
continuado por el actual Papa, gloriosamente reinante, Pablo VI.
Según el pensamiento de Juan XXIII,
el Concilio no tenía por finalidad fijar algún punto controvertido de la
doctrina católica. Su razón de ser era otra. Su misión era promover una enfervorización
de la vida cristiana, mediante una adhesión más plena y más intensa a la verdad
revenada, espléndidamente expuesta, sobretodo por los Concilios de Trento y del
Vaticano I. En segundo lugar, el Concilio debería empeñarse por que esa
doctrina, sin la menor mutilación, fuese estudiada y explanada según las
exigencias de nuestros tiempos. Como fruto del esfuerzo conciliar, el Papa
esperaba promover aquella unidad mandada por Dios Nuestro Señor, que desea la
salvación de todos los hombres mediante la adhesión a la verdad revelada.
Ya en su primera Encíclica, Juan
XXIII habla sobre la finalidad y las esperanzas del Concilio. Se expresa, entre
tanto, como por lo demás era de esperarse, de modo más explícito en la
Alocución con que inauguró el gran Sínodo el 11 de octubre de 1962. Este es el
tópico de su oración referente más directamente al propósito del Concilio: “El objetivo esencial de este Concilio no es
la discusión sobre este o aquel artículo de la doctrina fundamental de la
Iglesia (...). De hecho, para tales
discusiones, no era menester un Concilio. Presentemente, lo necesario es que
toda la doctrina de la Iglesia, sin mutilación, transmitida con aquella
exactitud que aparece espléndidamente sobretodo en los conceptos y exposición
con que la redactaron los Concilios de Trento y del Vaticano I, sea en nuestros
tiempos, por todos aceptada con adhesión nueva, calma y serena; es necesario
que, como anhelaron ardientemente todos los sinceros fautores del Cristianismo
católico y apostólico, la misma doctrina sea conocida más amplia y más
profundamente, de manera a formar las almas, impregnándolas plenamente; es
preciso que esta doctrina, cierta e inmutable, a la cual se debe obsequiosa
obediencia, sea investigada y expuesta del modo que nuestros tiempos exigen (...).
Sin el auxilio de la doctrina revenada,
en su integridad, no pueden los hombres realizar una firme y perfecta unión de
las almas, unión a la cual está ligada la paz verdadera y la salvación eterna”
(AAS 54, pp. 791-793).
El actual Pontífice, al resolver
reabrir el Concilio Vaticano II, en carta al Emmo. Cardenal Eugenio Tisserant,
Decano del Consejo de Presidencia del Sínodo Ecuménico, confirmó la meta
conciliar establecida por su Augusto Predecesor, acrecentando, en la parte
relativa a la exposición de la doctrina católica, los Concilios precedentes y
el Magisterio ordinario de la Iglesia. Estas son sus expresiones: “Es necesario que la doctrina de la fe,
cierta e inmutable, declarada o definida por el supremo Magisterio de la
Iglesia y por los Concilios anteriores, sobretodo por el de Trento y por el
Vaticano I, a la cual se debe obsequiosa obediencia, sea expuesta de manera
adaptada a nuestros tiempos, para que así se torne más fácil a los hombres de
nuestra época el acceso a las verdades revenadas y a la salvación realizada por
Jesucristo” (AAS 55, p. 742).
En fin, la Constitución sobre la
Liturgia, primer Documento conciliar promulgado, no su parágrafo inicial
recuerda la pluriforme meta del Sagrado Sínodo: enfervorización de la vida
cristiana entre los fieles; mejor adaptación a las necesidades de nuestra
época, de las instituciones pasibles de cambio; fomento de todo cuanto pueda
contribuir para a unión de todos los cristianos; fortalecimiento de todo cuanto
pueda conducir a todos los hombres al seno de la Iglesia. (cf. AAS 56, p. 97).
Entre los fines propuestos al Concilio Ecuménico
Vaticano II, hay una jerarquía. Juan XXIII lo enunció claramente desde su
primera Encíclica “Ad Petri Cathedram” (AAS 51, p. 511). El fin primordial,
base y fundamento de los demás, es la renovación íntima del fiel, según el
espíritu y el ejemplo de Jesucristo. De hecho, cualquier adaptación de la
Iglesia a los tiempos modernos solo puede ser concebida, y fructuosamente
realizada, si procede de una renovación espiritual, según los moldes fijados
por el Divino Maestro. Cualquier otra adaptación no tendrá el cuño y la
autenticidad cristiana.
Por, eso, Pablo VI puede declarar
que la renovación de la vida individual, doméstica y social constituyó el “único fin del Concilio” (Motu propio
“Mirificus Eventus” – ed. Typ. Vat., 1965, p. 3); y esa renovación, la
entiende como un cambio íntimo, mediante la virtud de la penitencia, la
frecuencia de los Sacramentos, el ejercicio de las demás virtudes cristianas,
gracias al influjo sobrenatural obtenido en el Sacrificio y en la Mesa
eucarísticos, la voluntad firme de imitar a Jesucristo crucificado, y el celo
por la dilatación del Reino de Dios (ib., pp. 4-5).
No obstante, la meta principal del Concilio, y
fundamento de cualquier adaptación auténtica, va siendo relegada al olvido. Se
acentúa más el “aggiornamento”, la adaptación a los tiempos actuales, y el
ecumenismo, el empeño por la unión de todos los que se glorían del nombre
cristiano.
En semejante hecho, percibimos la presencia del
enemigo de Jesucristo, de la Iglesia, de las almas, el demonio que ronda
buscando a quién devorar (cf. 1 Ped. 5,8) y anda por el mundo para perder las
almas (cf. oración a San Miguel ordenada por León XIII para después de las
Misas rezadas).
La acción del príncipe de este mundo
(cf. Jo. 14,30), Queridísimos hijos, no pensemos que se haya retraído frente a
la realización del Concilio Ecuménico. Antes, por el contrario. Viendo que la
Iglesia se reorganiza nuevamente, y se lanza a la lucha, con mayor ardor, en la
realización de la voluntad de su Divino Fundador, revigoriza él también sus
huestes, se vuelve más perspicaz, más astuto, redobla sus astutos manejos para
impedir el triunfo de Aquel que vino a la tierra para vencerlo (cf. Jo. 16,
33).
Infelizmente, uno de los grandes
peligros que amenazan la salvación de las almas y la paz en el mundo es el
debilitamiento de la fe en la existencia del demonio, o la negación, pura y simple,
de que haya ángeles malos. Podemos considerar como gran victoria de Lucifer el
haber conseguido que la sociedad actual lo ignore: los fieles por tibieza y
apego a las comodidades de la vida, los demás por dejarse capturar por una
concepción materialista de la existencia. En tales condiciones, el enemigo del
género humano tiene una libertad de acción desconocida en tiempos pasados, de
fe viva y ardiente. No sin motivo, Juan XXIII, entre los artículos del Sínodo
Romano, consignó uno (art. 237) que recomienda tengan presente los fieles que
el demonio, príncipe de este mundo, está continuamente actuando en el sentido
de perder las almas, y de estorbar la dilatación del Reinado de Jesucristo, ya
que no puede impedirlo del todo.
Estamos, por tanto, empeñados en una
lucha desigual que con la realización del Concilio Vaticano II, pasó a ser aún
más ardua. En efecto, en esta batalla, para vencer, es preciso no perder de vista
los ardides con que actúa el enemigo. A semejanza de las quintas columnas, es
al interior que procura minar la resistencia de la Iglesia. En el caso actual,
intenta fomentar largamente el programa trazado por el Concilio, vaciándole,
sin embargo, el contenido. Es lo que hace, enalteciendo una adaptación de los
fieles a los tiempos presentes, desligada de su imprescindible base, la
renovación interna de la vida cristiana, y empeñándose por que la Iglesia se
ajuste enteramente al modo de pensar y ser del mundo de hoy.
La advertencia es del Santo Padre
gloriosamente reinante. De hecho, Pablo VI, en la alocución del 18 de noviembre
del año pasado, pronunciada en sesión pública del Concilio, observó que la
adaptación a nuestros tiempos, tan deseada por Juan XXIII, y meta conciliar,
está siendo tomada en un sentido que importaría en la negación de la obra de
Jesucristo. Estas son sus palabras: “Es
este el tiempo de la verdadera adaptación, preconizada por Nuestro Predecesor,
de venerada memoria, Juan XXIII, que a esta palabra no quería ciertamente
atribuir el significado que algunos pretenden darle, como si fuese lícito
considerar de acuerdo con los principios del ‘relativismo’, y según la mente
profana, todo en la Iglesia de Dios: dogmas, leyes, estructuras, tradiciones.
Por el contrario, con su ingenio agudo y firme, tenía él [Juan XXIII] el sentido de la estabilidad doctrinaria y
estructural de la Iglesia, de tal forma que hacía de esa estabilidad el
fundamento de su pensamiento y de su acción”. (“Osservatore Romano”,
edición del 19 de noviembre de 1965, p. 1, col. 7).
El trecho citado muestra como el
Papa está preocupado con el vaciamiento de la meta conciliar. Y notemos,
Queridísimos hijos, que el Santo Padre no habla de la posibilidad de una falsa
comprensión del tan anhelado “aggiornamento”; sino que llama la atención sobre
la existencia de una falsa interpretación del Concilio, como si la Iglesia
hubiese renunciado a la inmutabilidad de su doctrina, de su estructura
fundamental, del valor salvífico de sus tradiciones, para lanzarse al mar
revuelto de la evolución que desvaría a los hombres de hoy, y les hace creer
que nada, absolutamente nada, hay de perenne y eterno que se imponga al
espíritu humano.
La adaptación a nuestros tiempos
indica ciertamente una novedad en la manera de actuar de la Iglesia, un
crecimiento del cuerpo místico de Cristo; no, por eso, una renuncia al pasado,
o un cambio radical. La Iglesia, de hecho, es un organismo vivo, cuya alma es
el Espíritu Santo. Crece como todo organismo vivo. Pero no cambia. Es como el
ser animado, que se enriquece con los años porque su naturaleza se desdobla en nuevas
manifestaciones de vida, conservando, sin embargo, siempre la misma naturaleza,
la misma esencia. Así, la doctrina y los preceptos confiados por Jesucristo a
la Iglesia, y, como consecuencia de ellos, la parte fundamental de su modo de
ser, consignado en sus tradiciones. Pueden, doctrina, preceptos, tradiciones,
usos, en el decurso del tiempo, mostrar aspectos antes desconocidos. Esos
aspectos, entretanto, no pueden ni siquiera implícitamente, negar la doctrina o
contradecir la moral que constituyen el Depósito sagrado entregado a la guarda
vigilante e infalible de la Iglesia. Pero juzgar que pueda haber una doctrina
moderna, católicamente auténtica, que no florezca de la tradición, como las
ramas surgen del tronco, es tener de la Iglesia una noción falsa, y rebajar las
grandezas de los misterios de Dios a las miserias de las fluctuaciones humanas.
La doctrina del crecimiento orgánico
de la Iglesia hace parte de la tradición católica. Fue admirablemente expuesta
por San Vicente de Lerins, en el siglo V, en su “Commonitorium” (n. 28), y la
expresión del Lerinense se volvió clásica. Repetida en todos los tratados sobre
la Iglesia, fue consagrada en el Concilio Ecuménico Vaticano I (ses. III, cap.
4). Pablo VI, como no podía dejar de ser, se mantiene fiel a la misma
tradición. Diríamos que el actual Pontífice se muestra hasta muy preocupado por
que se conserve intacta en el mundo conturbado de hoy. El Papa del diálogo con
toda suerte de personas, para ganar todos a Cristo (cf. 1 Cor. 9, 19), teme que
semejante actitud apostólica venga a ser mal comprendida. Así, en su primera
Encíclica, “Ecclesiam Suam”, especialmente en la segunda parte, que trata de
renovación de la Iglesia, retorna varias
veces sobre este punto: a hacerse no por una acomodación al modo de actuar y
pensar modernos, sino por una fidelidad mayor a la austeridad cristiana,
predicada por Jesucristo. Solo la imitación fiel del Divino Salvador podrá
tornar al cristiano capaz de asimilar lo que de bueno se pueda encontrar en el
mundo actual (cf. AAS 56, p. 626 ss.).
Idéntica preocupación de aliar la
adaptación de la Iglesia en el mundo moderno a la renovación interior, por la
asimilación de los ejemplos de Jesucristo, expresó Pablo VI en la Alocución del
18 de noviembre que arriba citamos, en la que dice el Papa cómo entiende el
“aggiornamento”: “Nos pensamos – dice
el Santo Padre – que la nueva psicología
de la Iglesia debe desenvolverse en esta línea: Clero y fieles encontrarán
magnífico trabajo espiritual a que entregarse para la renovación de la vida y
de la acción, según Cristo Nuestro Señor. Y para la realización de ese trabajo,
convidamos a Nuestros Hermanos y Nuestros hijos: aquellos que aman a Cristo y a
la Iglesia, para que, en unión íntima con Nosotros, hagan la profesión de la
verdad, según la doctrina que Jesucristo y los Apóstoles nos transmitieron.
Acrecienten a esa profesión el celo por la disciplina eclesiástica y por la
unión profunda y cordial que nos confirme como miembros del cuerpo Místico de
Cristo” (“Oss. Rom.” Cit., p. 2, col. 1).
Con la renovación profunda de la
vida cristiana, se alía fructuosamente el esfuerzo por asimilar, en la
tradición católica, lo que haya de bueno en el modo de ser del hombre de hoy.
Fue así, asimilando lo que era pasible de integrarse en la vida cristiana, que
la Iglesia actuó al evangelizar los pueblos bárbaros, y, más recientemente, las
naciones aún paganas. Es así que Ella ostenta su inagotable vitalidad, su
crecimiento, su capacidad de purificar y animar a la sociedad en cuyo seno se
encuentra.
Misión que no es fácil, pues la
Iglesia está envuelta, “como por ondas de
un mar”, por las transformaciones continuas que afectan los pensamientos y
lo íntimo de las almas, y le crean una amenaza capaz de poner en peligro la
solidez de su propia estructura (cf. Enc. “Ecclesiam Suam” – AAS 56, p. 618).
Esos mismos hechos llevan a mucha gente a abrazar las opiniones más singulares,
como si la Iglesia debiese abandonar su misión, y adoptar modelos de vida del
todo nuevos e inesperados (cf. loc. cit.). Debe, pues el fiel premunirse contra
semejante tentación, empeñándose cotidianamente por una fidelidad siempre mayor
a la doctrina, al espíritu y a los ejemplos del Divino Salvador, manteniendo
viva en el corazón la exhortación de San Pablo: “No os conforméis con este mundo, sino transformaos con la renovación
de vuestro espíritu, a fin de acertar cual es la voluntad de Dios, lo que es
bueno, lo que Le agrada y lo que es perfecto” (Rom. 12, 2).
No nos engañemos. Son los santos que
reforman el mundo. Condición indispensable para cualquier adaptación católica
auténtica es la renovación, la reforma de vida, según el Divino Crucificado.
Predicamos, decía San Pablo, “Jesucristo
crucificado, para los elegidos, ya sean judíos, ya griegos [esto es, de
cualquier nación o categoría social],
poder y sabiduría de Dios” (1 Cor. 1, 23-24). Para el individuo, como para
la sociedad, fuera de Jesucristo no hay posibilidad de salvación, pues en la
tierra no fue dado a los hombres otro nombre en el que alguien pueda salvarse.
(cf. At. 4, 12).
Propended, por tanto, queridísimos
hijos, en el orden práctico de las cosas, como hacer para haceros aptos a la
realización de los fines queridos por el Concilio Vaticano II. Se trata de
alguna empresa ardua, como podéis ver por las advertencias del Santo Padre y
del Apóstol, que arriba recordamos. De otro modo, ya el Divino Maestro nos
advierte contra las ilusiones de una salvación fácil, al declarar que el “camino de la vida es angosto” y que “su puerta es estrecha” y “pocos entran por ella” (Mat. 7, 14).
El Decreto “Apostolicam
Actuoritatem”, sobre el apostolado de los laicos, promulgado en el Concilio,
afirma que “en nuestros tiempos se
propagan gravísimos errores que se empeñan en destruir por la raíz la Religión,
el Orden moral y la propia sociedad humana: hac nostra aetate (...) gravissimi grasssantur errores qui religioni,
ordini moralem et ipsam societatem humanam evertere nituntur” (cap. II, n.º
6, ad finem).
¿Cuáles son esos gravísimos errores?
El Santo Padre, en la Alocución del 18
de noviembre, habló del “relativismo”. Ya en la Encíclica “Ecclesiam Suam”
señalara el mismo peligro a que estaban expuestos los fieles en el mundo
actual.
Podemos decir que el relativismo es
una de las características del modo de pensar del hombre moderno, de manera a
constituir una verdadera tentación para los católicos entregados al apostolado
en la sociedad de hoy.
De hecho, uno de los dogmas de la ciencia y de la filosofía dominantes
es la evolución. Todo marcha para el frente, sin meta determinada, por eso, y
sin continuidad con el pasado; antes, afirmando los nuevos pasos sobre los
destrozos de lo que precedió. Como dice el Papa, nada se admite de inmutable y
permanente.
Objetivos visados por el ímpetu
destruidor del relativismo son, en
las palabras del Santo Padre, los dogmas, las leyes y las tradiciones
católicas. Podemos ver, en esa enumeración, la indicación de los grados
sucesivos de la acción corrosiva a la que la filosofía moderna somete el
edificio secular de la Iglesia de Cristo.
La Iglesia, en efecto, es un todo,
uno y orgánico, cuya vida está íntegramente en la dependencia de las verdades
de la fe. Son los dogmas que fundamentan la Moral, que constituyen la razón de
ser de las leyes, de los preceptos. Estos, siempre en la misma línea de
coherencia, dan origen a los hábitos, costumbres, tradiciones. De suerte que
toda la estructura de la formación católica envuelve tres elementos: la fe, o
sea, las verdades reveladas, dócilmente aceptadas; los preceptos impuestos por
esas verdades, seriamente practicados; y las costumbres, la manera de ser y
actuar decurrente de esos preceptos.
El Divino Maestro ilustró esta
doctrina, comparando al fiel al hombre que construye sobre la roca. Su casa resistió
a los vientos y a las tormentas porque estaba afirmada sobre la palabra de Dios
vivida en la existencia cotidiana: “Aquel
que oye mis palabras y las pone en práctica es semejante a un hombre prudente
que edificó su casa sobre la roca. Cayó la lluvia, vinieron las inundaciones,
soplaron los vientos y envistieron contra aquella casa: ella, por eso, no cayó,
porque estaba edificada sobre la roca” (Mat. 7, 24-25). al contrario, el
hombre que abandona los principios, las ideas, las verdades de la fe, queda
entregado al sabor de las pasiones que, como arena movediza, causan la ruina
del edificio construido sobre ellas: “Pero,
aquel que oye mis palabras y no las pone en práctica es semejante a un hombre
insensato que construyó su casa sobre la arena. Cayó la lluvia, vinieron las
inundaciones, soplaron los vientos y envistieron contra aquella casa, y cayó y
grande fue su ruina” (Mat. 7, 26-27).
Los dogmas son el fundamento de la vida cristiana.
Vaciado su contenido por el relativismo de la filosofía moderna, se desarticula
la Moral. No habiendo solidez en los principios, las normas del comportamiento
quedan sujetas a los caprichos de las pasiones. Y estas crean el ambiente a su
imagen y semejanza.
Como hay una articulación lógica entre los elementos
constitutivos de la mentalidad católica, se puede, a través de uno, conocer los
otros. Así, a fe en la providencia genera el despego de los bienes terrenos; la
manera como se presenta un fiel manifiesta la convicción íntima de su dignidad de
hijo de Dios; la condescendencia mayor o menor con los usos y costumbres
sensuales de la sociedad de hoy denuncia el grado de aprecio en que la persona
tiene la santa virtud; como la fluctuación, sin motivo y sin resistencia, al
sabor de la moda es señal de carencia de convicciones, de falta de
personalidad.
En el conjunto de los elementos
constitutivos de la formación católica, no hay duda de que el dogma tiene
primacía. En el orden práctico, entretanto, especialmente en el apostolado, la
manera de ser, de presentarse, de actuar tiene singular importancia.
La Escritura nos dice que “por el semblante se reconoce un hombre, por
el su aspecto se reconoce un sabio. Los vestidos del cuerpo, la risa de los
dientes y el modo de andar de un hombre dicen lo que es” (Ecli. 19, 26-27).
Si es por los vestidos, por la sonrisa, por el andar, que se reconoce a un
hombre sensato, es igualmente por su modo de ser que irradiará en torno de sí
un ambiente sensato. La manera habitual de ser viene a constituir el elemento
más eficaz para hacer triunfar una idea, para llevarla a impregnar una
sociedad, sin que esta a veces lo perciba.
Son esos hábitos, al lado de otras
pequeñas cosas, que crean el ambiente propicio para germinar la simiente de una
doctrina. Hace muchos años atrás, hubo en San Pablo una exposición de arte
moderna que constituyó un éxito singular para sus promotores, por el número de
visitas y ventas con que contó. Remarcaba, en la ocasión, un comentarista que a
exposición tuvo un éxito social mucho mayor que el comercial. Pues mucha gente
de tradición llevó para su casa cuadros de los pintores modernos. No,
evidentemente, para tirarlos en una bodega. Sino, para exponerlos. ¿Donde? En
una sala adornada ya con el retrato al óleo de algún antepasado, con la nobleza
y la austeridad de los antiguos. Después de algún tiempo, la dueña de la casa
percibirá la imposibilidad de mantener juntas dos pinturas tan discordantes.
Y... el antepasado se alojará en la bodega. La sala, con eso, habrá cambiado de
ambiente. Pasará a permitir lo que antes la censura muda de la austeridad
antigua, irradiada por el retrato del antiguo jefe de familia, hacía
inadmisible.
Nadie negará el valor a esa
conclusión. Son las pequeñas cosas que crean los ambientes. No solamente las
inanimadas, como en el ejemplo anterior, sino principalmente la manera de ser
de las personas que o se conforman con el ambiente en que viven, o contribuyen
a formar un ambiente nuevo. La sabiduría antigua resumía ese mundo de
imponderables en el famoso adagio: “Verba
volant, exempla trahunt”.
No es necesario observar que el “príncipe de este
mundo” de eso tiene conocimiento perfecto, y podemos anticipar que es a través
de los ambientes que ejerce su dominio sobre su principado, especialmente en
los días que corren.
De hecho, el tiempo de las herejías
claras pasó. Ellas hicieron el mal que el sembrador de la cizaña deseaba causar: dividieron el
campo del Padre de familia. Ahora se trata de infeccionar la parte sana. Es
necesario actuar con astucia. No ostentar lo horrendo de la cara; sino
disimularla, de suerte que no sea desde el principio percibida. Es lo que
obtiene por medio de la herejía difusa, que sin concretizarse en proposiciones
explícitas, está subyacente y operante en la manera de ser del común de los
hombres de hoy, y, a través de la sociedad, se infiltra en los medios
católicos.
Es patente que la herejía difusa,
que impregna el ambiente moderno, hace aún más ardua y casi neutraliza la
acción de la Iglesia. Por lo mismo que es difusa, es difícil precisarla en
contornos bien definidos que faculten descargar sobre ella el argumento claro
que convence la inteligencia, y mueve la voluntad a detestarla. Y hoy, un
pacifismo generalizado, en el cual hay una idiosincrasia no solamente con
relación a las guerras sangrientas, sino a cualquier divergencia más
puntiaguda, ocasiona, a gran escala, la propagación de la herejía difusa que
actualmente es el mayor obstáculo a la implantación del Reino de Jesucristo en
la sociedad. Creemos no errar viendo una alusión a la herejía difusa en el
trecho de la Encíclica “Ecclesiam Suam”, en que el Papa describe la Iglesia
envuelta como por ondas del mar que Le ponen en peligro las propias
estructuras, y llevan a mucha gente a pensar que Ella deba abandonar su misión,
para ajustarse a modos de ser bizarros, de todo inesperados. (cf. AAS 56, pp.
617-618).
La existencia de la herejía difusa,
y su concordancia con la mentalidad del hombre de hoy, son atestadas por
teólogos de las corrientes más diversas, y, por eso mismo, autónomos entre sí.
Así, el boletín de la “Fraternité de
la Très Sainte Vierge”, que se publica en Atenas, Grecia, en su número de
septiembre de 1962, nos habla de la “amplia
ola de herejía difusa en la Iglesia”,
que habría “aumentado mucho en los
últimos años”, como fruto de un deseo desordenado de “interminables adaptaciones de lenguaje y conceptos a los criterios
naturalistas e históricos, a la relatividad fundamental de la filosofía profana”,
las cuáles terminaron en la formación de una mentalidad errónea que, “sin atacar directamente las formulas
dogmáticas, tiende a transformar el
misterio de la Encarnación y de la Iglesia, y a desviar la esperanza de la
Eternidad hacia la historia” (apud “Sanctifier”, octubre de 1965, pp. 6-7 –
señalados nuestros). Más adelante continúa el mismo boletín: “Esta alianza en el error, que surge en
todos los campos, prueba que no se trata de una cuestión de ideas, sino de un
impulso de liberación, de rompe de grillos, de un deseo de libertad profana y
de un deseo de reconciliación, a cualquier precio, con la naturaleza
corrompida, pero sin la cruz; fue este impulso de rebelión que permitió la
invasión general del evolucionismo y del relativismo que terminan por
introducir en la Iglesia una especie de fenomenología cristiana” (ib., p.
7).
Los mismos conceptos, la misma
verificación de la herejía larvada y de una concordancia entre esa especie de
herejía y las aspiraciones del hombre moderno vamos a encontrar, expresados de modo más explícito
en un teólogo reconocido como de los medios progresistas. Carlos Rahner,
jesuita alemán, en su obra “Was ist Haeresie”, así describe la situación de la
Iglesia frente al mundo moderno: “... El
hombre de hoy vive en un espacio existencial (...) determinado por actitudes, doctrinas, tendencias que deben ser
calificadas como heréticas contrastando con la doctrina evangélica. No es
preciso que toda esa masa herética, de que el espacio existencial de todo
hombre está influenciado, llegue necesariamente a objetivarse en
proposiciones teoréticas. Semejante cripto-herejía
está viva inclusive en la Iglesia (...). ese tipo de herejía (que no tiene
necesidad, para existir, de ser temáticamente explícito) puede encontrarse
en todos los miembros, aún en los
representantes de la dirección jerárquica”. Significa Rahner con estas
palabras que el veneno de la herejía larvada es tan sutil que puede infiltrarse
aún en los miembros de la Jerarquía Eclesiástica. Continúa el teólogo jesuita: “El carácter implícito de la herejía latente entre los propios
miembros de la Iglesia encuentra un extraño aliado en el hombre de hoy”.
Iguales consideraciones llevaron al
teólogo suizo, Cardenal de la Santa Iglesia, Charles Journet a escribir en 1965
que “la crisis actual es ciertamente más
grave que la del ‘modernismo’”. No estaría fuera de la verdad quien
afirmase que la crisis actual, esencialmente, no difiere de la crisis
modernista, pues es el mismo relativismo modernista que se volvió más actuante,
que penetró más profundamente en los espíritus de hoy. “un día, acrecienta el mismo Emmo. Cardenal, los fieles despertarán y tomarán conciencia de que fueron intoxicados
por el Espíritu del Mundo” (apud “Sanctifier”, octubre de 1965, p. 6).
Podríais preguntar, queridísimos
hijos, cómo fue que se creó semejante situación para la Iglesia en la sociedad
moderna.
San Pió X, en el Motu propio “Sacrorum Antistitum”, de
1.º de septiembre de 1910, declara que, inclusive después de la condenación,
los modernistas continuaron a agruparse
y a reunir adeptos en sociedad secreta (cf. AAS 2, p. 655). El fin del
pontificado del gran Santo y la primera guerra mundial impidieron una acción
más eficaz contra la difusión del espíritu modernista y sus corifeos. Pudieron,
pues, los modernistas, sirviéndose de sus asociaciones secretas, minar la
estructura de la sociedad e infiltrarse en los medios eclesiásticos, para crear
ahí el ambiente de la herejía difusa.
Además, la idea de una herejía
larvada les pertenece pleno derecho. Fueron ellos, según testimonio de San Pió
X, quienes introdujeron el sistema de las medías verdades, esparciendo sus
errores como cosas desconexas, cuando hipócritamente ocultaban su pensamiento
sistemático y coherente afirmado en una concepción de la Religión, de la fe,
del dogma y de la Iglesia, diametralmente opuesta al depósito de la Revelación,
y basada en el mismo relativismo hoy reprobado por el Magisterio eclesiástico.
Nada, pues, impide que culpemos a
los modernistas por la actual crisis en materia religiosa. Ni contradice
semejante suposición el que Pablo VI haya responsabilizado a los instrumentos de
comunicación social como fautores de la difusión del aire pestilente de la
herejía en la sociedad y en medios eclesiásticos. Pues, de hecho, el actual
Pontífice, en Carta dirigida al Maestro General de los dominicanos, el 30 de
junio del año pasado, declaraba: “en
nuestros tiempos una manera secularizada y liviana de pensar y actuar,
propagada por toda parte por los varios medios de comunicación social, procura
penetrar hasta en el recinto de los conventos” (ap. “Itinéraires”, n.º 99,
p. 91).
En nuestra Instrucción Pastoral
sobre la Iglesia, del 2 de marzo de 1965, mostramos cómo la prensa, al
acompañar la realización del Concilio Ecuménico, sirvió muy bien a los
designios del modernismo, procurando debilitar en el corazón de los fieles el
amor y la confianza con referencia a la autoridad y al celo del Romano
Pontífice (cf. doc. cit., cap. VI).
Esa desobediencia es, “enfermedad particularísima de nuestra
época” (Pablo VI, Carta citada), una característica de los modernistas – pueblo
de cabeza dura (cf. Ex. 32, 9) – que perpetua en la tierra el orgullo de la
primera desobediencia, lleva al hombre a confiar en sí mismo, lo hace olvidar
el pecado original, lo sumerge en el naturalismo y le predispone el espíritu
para acoger toda herejía.
En nuestra Instrucción Pastoral
sobre la Iglesia mostramos la infiltración del espíritu modernista, en a
rebelión manifiesta contra la estructura monárquica de la Iglesia, en el
combate a las devociones particulares, especialmente el Rosario de la
Bienaventurada Virgen María.
Nos corresponde ahora señalar como,
en la aplicación de los documentos conciliares, no raramente se procura dar a
esos Documentos una interpretación que choque el sentimiento religioso
tradicional del fiel, dejando revolotearle en el espíritu, medio confusamente,
que la Iglesia no goza de aquella infalibilidad que para él fue siempre una
base segura de su fe.
“Salvo derecho particular, manténgase el uso del latín en los ritos
latinos” (Const. “de Sacra Liturgia”, 36, § 1)
Obsérvese, por ejemplo, lo que se pasa, en muchos
lugares, con la aplicación de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia en lo que se refiere al
latín.
En la Iglesia Occidental y en las por fundadas esta,
el latín fue siempre considerado por los fieles como lengua de la Iglesia.
Veían ellos en el latín la envoltura sagrada de un misterio sagrado. En el
latín admiraban la unidad de la Iglesia que congraciaba en la misma lengua a
los pueblos más distantes por los usos, costumbres e idiomas. Atendiendo a todas
estas razones, y a otras más que fueron expuestas en las Congregaciones
generales del Concilio, la Constitución sobre la Sagrada Liturgia mandó que se
conservase el uso del latín en los ritos litúrgicos de la Iglesia Latina.
Teniendo en vista, entretanto, el eventual beneficio de los fieles, permitió el
uso del vernáculo en varias partes de los ritos sagrados, especialmente en las
lecciones, amonestaciones, en algunas oraciones y cánticos (Const. “de S. Lit.”
36, § 2). Lo que vale también del Sacrosanto Sacrificio de la Misa. Manda, por
eso, el Concilio que se providencie a que el fiel pueda decir o cantar también
en latín las partes del Ordinario de la Misa que le competen (Const. “de S.
Lit.”, 54).
A la vista de lo expuesto, sería
normal un empeño por que los fieles se habituasen al latín, y, ahora, más de
dos años después de la promulgación de
la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, debería ser común verlos en muchos
lugares ya habituados a dialogar la Misa en latín. ¿Es lo que vemos?
La determinación general de la
Constitución, declarando que el uso de la lengua latina debe ser conservado en
los ritos de la Iglesia Latina, normalmente tendría como consecuencia que, sin
motivo razonable, no se emplease el vernáculo, y, de otro lado, se favoreciese
lo más posible el conocimiento del texto latino de los libros litúrgicos por
parte del pueblo. Lo que notamos, en muchos lugares, es una campaña para hacer
olvidar el latín. En breve los fieles no tendrán más facilidad para obtener el
texto latino de los ritos Sagrados de la Iglesia Latina. Pues siempre se
generaliza más la costumbre de ponerles en las manos únicamente texto en
vernáculo.
Se verifica, por lo tanto, lo
inverso de lo que manda la Constitución. Según el Documento conciliar, se
debería facilitar el uso del latín, pues es la lengua oficial del rito latino.
En la realidad, como aplicación de esta Constitución, se dificulta el uso de la
lengua oficial de la Liturgia romana. Convengamos que tal manera de actuar no
contribuye para la edificación de los fieles.
Es verdad que estamos en campo disciplinar, donde
puede haber variaciones. Sin embargo, obsérvese, primero, que el campo
disciplinar no es libre. En él también nos debemos atener a las decisiones de
la Santa Sede. Y la Liturgia es cosa sagrada, diremos sacratísima, por cuanto
se trata de la finalidad para la que fue formada la Iglesia del Sagrado costado
del Divino Redentor: la alabanza y el culto al Dios Altísimo, a la Trinidad
Santísima. Por eso, nadie, ni siquiera el Sacerdote, dice la Constitución
conciliar, debe osar introducir en ella modificaciones según su albedrío
(Const. “de S. Lit.”, 22, § 3). Está sujeta a la Santa Sede, y, dentro de los
límites por ésta establecidos, a las Conferencias Episcopales, y a los Obispos
Diocesanos. En segundo lugar, es de mal espíritu, y denuncia la tendencia a
sobreponer el propio juicio al de la Sagrada Jerarquía, considerar de menos las
cuestiones disciplinares. En estas se manifiesta también el espíritu de la
Iglesia, y, por tanto, lo que la Iglesia tiene de esencial. Podemos aplicar a
tales cuestiones lo que arriba adujimos de la Sagrada Escritura sobre las
relaciones entre lo exterior del hombre y sus disposiciones internas. No sin
motivo, el Concilio de Trento, reconociendo sin embargo la necesidad de
cuidarse de que los fieles sepan lo que se realiza sobre el altar, afirmó el
uso del latín contra los innovadores del tiempo (cf. sess. XXII, cap. 8 e can.
9); igualmente por razón ponderable el reciente Concilio mantiene el latín como
lengua oficial del rito latino. A su turno, algún motivo llevaba a los
jansenistas a oponerse tan tenazmente a esas manifestaciones disciplinares:
idioma propio para los actos litúrgicos, la presentación de imágenes en las
Iglesias, multiplicidad de Misas en el mismo templo, etc. (cf. Sínodo de
Pistoya).
Con los ejemplos tomados en la
manera de actuar de los jansenistas, tocamos otros puntos que juzgamos
conveniente comentar con Nuestros amados hijos, no va y sea que vengan a
entender mal el espíritu del Vaticano II.
Relacionado con el latín, está el canto gregoriano.
Para muchos entendidos, este último no se ajusta al vernáculo; de donde, que la
creciente substitución, en la Liturgia, del latín por los idiomas nacionales
tendría como consecuencia el alejamiento progresivo del canto gregoriano.
Aunque así no fuese, aunque esos entendidos se hubiesen engañado, es cierto
que el canto llano va teniendo el mismo destino que la lengua oficial de la
Liturgia romana. Y talvez por el mismo motivo, por el mismo gusto de novedad, o
por el fondo de rebeldía contra todo lo que es consagrado por la Tradición de
la Iglesia, fondo de que hablaba el Santo Padre, Pablo VI, en la Carta al
Maestro General de los Dominicanos, que citamos arriba.
Entre tanto, la Constitución
conciliar sobre la Sagrada Liturgia mantiene, en su artículo 116, la
prescripción tradicional sobre la música litúrgica: “La Iglesia, dice la
Constitución, reconoce el canto
gregoriano como el canto propio de la liturgia romana; el cual, por tanto, en
paridad de condiciones, tiene la primacía” (AAS 56, p. 129).
La melodía gregoriana, enseña San
Pío X, contiene, en grado supremo, las cualidades de la música sacra (cf. Motu proprio “Tra le Solicitudini”, de
22 de noviembre de 1903, II), esto es, envuelve el texto litúrgico, propuesto a
la inteligencia de los fieles, de manera
a auxiliarlos en la devoción, y así a disponerse mejor para recibir los
frutos de la gracia, obtenidos en la celebración de los Santos Misterios
(ibid., I) tienen, pues, razón, aquellos que ven en el gregoriano la expresión
más elevada, en el arte musical, de la espiritualidad católica. Y no sabemos
como no aceptar el motivo, que esos autores presentan, para explicar la
aversión al canto llano, o sea, el deseo del hombre de hoy de fabricarse una
espiritualidad moderna, o mejor, una pseudo-espiritualidad, que se reputa más
accesible a la masa, y lo es de hecho, porque poco se preocupa de elevar al
pueblo fiel del plano de las realidades terrenas al de las verdades
sobrenaturales. Tiene esa pseudo-espiritualidad, como trazo característico,
ignorar la adoración. No admira que no pueda expresarse por un arte que es el
propio lenguaje de la adoración (cf. André Charlier, “Grégorien et
spirritualité”, en “Itinéraires”, enero de 1966, p. 130).
Por lo mismo que el gregoriano es el
lenguaje musical de la adoración, está al alcance de todos. Es, dice San Pío X,
suave, dulce y fácil de aprenderse (cf. carta al Em. Card. Vicario Respighi,
del 8 de diciembre de 1903), de donde la obligación de hacerlo retornar al uso
del pueblo, para que éste pueda, como antiguamente, contribuir con una parte
más activa en los oficios litúrgicos (cf. Motu
proprio arriba citado, II).
Deseamos, por tanto, que, de acuerdo con la
Instrucción de la Sagrada Congregación de los Ritos de 3 de septiembre de 1958,
sobre la Música Sacra y Sagrada Liturgia, n.º 26 (AAS 50, p. 640), se
introduzca los domingos y días santos de guarda, en las parroquias, la Misa
Cantada en gregoriano. Los Revmos. Vicarios providenciaran, a través del coro
parroquial, que haya un grupo que, en medio del pueblo fiel ejecute en canto
llano al menos las partes fijas de la Misa. Las partes móviles como permite la
Instrucción arriba citada, pueden ser en recto tono. De esa manera el pueblo se
irá habituando a las melodías gregorianas.
Competiéndonos, según el artículo 26
de la Constitución Dogmática “Lumen Gentium” (AAS 57, p. 32), la orientación de
todo el culto público en la Diócesis, queremos que en las Misas cantadas y en
las solemnes se conserve el uso del latín, para habituar Nuestras ovejas al
gusto por el gregoriano.
En el mismo asunto del canto
religioso, se observa otra disposición de la Constitución conciliar sobre la Sagrada
Liturgia que va siendo ignorada. Es la que se refiere al canto popular. “El canto popular religioso, dice la
Constitución, sea sagazmente fomentado,
para que en los ejercicios piadosos, y mismo en las acciones litúrgicas, según
las normas y los preceptos de las rubricas, pueda ser oída la voz de los
fieles” (artículo 118). Entre tanto, la introducción de las melodías
modernas, de sabor protestante, va paulatinamente expulsando la manera ya
espontánea con que nuestro pueblo expresaba sus sentimientos de adoración, de
acción de gracias, de penitencia o de súplica, al dirigirse a la Divina
Misericordia, a la Bienaventurada Virgen María y a los Santos patronos. Estos
son los cantos populares que la Constitución sobre la Sagrada Liturgia
considera en su artículo 118.
Deseamos, pues, que se observen las
prescripciones del Concilio Vaticano II, y que sean mantenidas en uso en
nuestras Iglesias y capillas, nuestros cantos religiosos populares.
El Concilio tuvo el gran
mérito de insistir sobre el misterio de la Iglesia, como Cuerpo Místico de
Cristo, realidad posta en plena luz por Pío XII, en la Encíclica “Mystici
Corporis” (AAS 35, pp. 193 ss).
Como consecuencia, se difundió entre
los fieles la conciencia de la solidaridad que hay entre ellos, como miembros
que son del mismo Cuerpo. De ahí el nuevo impulso de la piedad litúrgica,
propia del cuerpo Místico como tal, y de la vida comunitaria, natural entre los
miembros de un mismo organismo. Y en todo eso, saludamos con alegría una nueva
fuente de vida de la inagotable riqueza del misterio del cuerpo Místico, ya sea
la piedad litúrgica, ya sea la conciencia de la comunión existente entre todos
los hijos de la Iglesia, contribuyen para estrechar los vínculos de caridad que
hermanan a todos los fieles, hecho fecundo en realizaciones de orden
sobrenatural y social.
También aquí, no obstante, es
menester estar vigilante, no se venga a ser presa de los engaños del demonio.
La vida comunitaria no puede ser
llevada tan lejos, que prácticamente venga a anular la personalidad del fiel.
Sería hacer una concesión al socialismo, llamado por Pío XII el Leviatán que,
en esta segunda mitad del siglo XX, amenaza devorar las personas y las familias
(cf. AAS 44, p. 792). La realidad del cuerpo Místico no destruye las
características de cada individuo, la responsabilidad personal del fiel, y la
inviolabilidad del alma humana en frente de cualquier autoridad terrena.
La vida comunitaria debe servir para
aumentar las riquezas comunes existentes en la Iglesia, a fin de que cada fiel
pueda, en ese tesoro, recoger nuevas energías para su santificación personal.
Pues que nadie se salva en común, sino que cada uno responde, individualmente,
por sus actos delante del Soberano Juez. Lo mismo en la vida en sociedad, cada
cual colabora para su enriquecimiento, por el caudal de santidad personal con
que hace más intensa la circulación vital en la comunión de los Santos. Pío
XII, que Pablo VI declaró de suma autoridad en esta materia teológica (cf. AAS
56, p. 620), supone este hecho en toda la exposición de la Encíclica “Mystici
Corporis”. Temiendo, no obstante, una falsa concepción de la unión de los
fieles en el Cuerpo Místico, declara explícitamente que la unidad de la Iglesia
no destruye la personalidad de éstos. En una atmósfera saturada de socialismo,
conviene aducir las propias palabras del gran Pontífice: “En cuanto en el cuerpo natural el principio de unidad junta de tal
manera las partes, que cada una queda sin propia subsistencia, en el Cuerpo
Místico, al contrario, la fuerza de mutua cohesión, por más íntima que sea, une
a los miembros de modo que conservan perfecta y propia personalidad. Más allá
de eso, si consideramos la relación entre el todo y los diversos miembros en
todo y cualquier cuerpo físico dotado de vida, los miembros particulares se
destinan, en último análisis únicamente, al bien de todo el compuesto, al pasó
que toda sociedad de hombres, considerando el fin último de su unidad, es
finalmente ordenada al provecho de todos los miembros y cada uno de ellos, como
personas que son” (AAS 35, pp. 221-222).
No podemos, pues, concordar con una
vida comunitaria que venga a apagar las iniciativas individuales, de tal manera
que el individuo no pase de ejecutor autómata de una voluntad colectiva, que,
en último análisis, no pasa de la voluntad del más hábil, ni siempre lo más
próximo de la verdad y de la prudencia.
La Iglesia defiende la propiedad
privada precisamente como atributo de la persona, que permita el ejercicio de
la autonomía y de la libertad propias del individuo humano (cf. Pío XII, Disc.
y Radiomess., vol. XXIII, p. 734). Por las mismas razones Juan XXIII, en la
Encíclica “Mater et Magistra”, pide para los operarios, resguardada la unidad
de dirección de la empresa, la posibilidad de iniciativas personales (cf. AAS
53, pp. 423-424).
Es obvio que semejante concepción de
la vida comunitaria no se ajusta bien con la estructura jerárquica que el
Divino Salvador instituyó en su Iglesia.
Menos aún podemos concordar, amados
hijos, con un exceso de vida comunitaria que pretenda resolver los casos de
conciencia individuales en equipos, en los Cuáles, cada uno, delante de sus
semejantes, abra totalmente los arcanos de su alma, a título de combate al
individualismo.
Hay, en cada hombre, algo de
íntegramente personal, inviolable, de lo que él no tiene obligación de de dar
cuentas a los demás hombres, campo en que es libre de escoger a quien mejor lo
pueda encaminar en las vías de la santificación. Un sistema, que desconozca esa
realidad íntima de la persona humana, concurre no para la formación del fiel,
sino para su despersonalización, por su absorción en un todo amorfo, del cual
él no pasa de ser una pieza sin finalidad autónoma. Es precisamente lo que
siempre intentaron hacer los totalitarismos, que sacrifican el hombre al
Estado, y desconocen la dignidad personal que hay en todo individuo.
Sobre la indispensable piedad
individual, la ascesis y la mortificación personal, como frutos y al mismo
tiempo como medios de una fructuosa participación en los actos litúrgicos, no
precisamos repetir aquí las advertencias que, basados en enseñanzas
pontificias, hicimos, sea en Nuestra Pastoral sobre Problemas del Apostolado
Moderno, de 6 de enero de 1953, sea en Nuestras Notas Pastorales sobre los
Documentos conciliares promulgados el 4 de diciembre de 1963, o sea, la
Constitución sobre la Sagrada Liturgia y el Decreto sobre los instrumentos de
comunicación social.
En este mismo Orden de ideas se
encuentra la opinión de aquellos que menosprecian las Misas rezadas
particularmente, sin concurrencia de pueblo. También aquí hay resabios de
jansenismo (cf. Sínodo de Pistoya, prop. 31 – D. 1531). Fue explícitamente
apuntada como errónea por el Santo Padre, en la Encíclica “Mysterium Fidei”
sobre la doctrina y el culto de la SS. Eucaristía (cf. AAS 57, p. 755).
Pero especialmente queremos llamar
la atención de Nuestros amados hijos para el culto de los Santos, de sus
imágenes y reliquias. A propósito, la Constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia habla en los artículos 111 y
125. En el artículo 111, afirma que es de acuerdo con la tradición de la
Iglesia que los Santos sean honrados sean veneradas sus reliquias auténticas y sus
imágenes. Sus fiestas, sin prevalecer sobre la conmemoración de los misterios
de la salvación, proclaman las maravillas operadas por Cristo en sus siervos, y
presentan a nuestra imitación oportunos ejemplos. En el artículo 125, manda el
Documento conciliar que se mantenga firme la costumbre de exponer en las
Iglesias imágenes a la veneración de los fieles, bien que en número moderado y
de manera ordenada, para no crear admiración en el pueblo, ni inducirlo a una
devoción menos recta (cf. AAS 56, pp. 127-132).
No deja de causar extrañeza,
queridísimos hijos, el modo como está siendo aplicado ese texto del Concilio en
diversos lugares. Se despojaron las Iglesias de las imágenes de los santos y
mismo de la Bienaventurada Virgen María, y en las nuevas que se construyen no
se planea lugar para ellas.
También en este punto, advertimos
Nuestros amados hijos, se insinúa objetivamente – por cuanto estamos seguros de
que no hay semejante intención – una condena de la manera tradicional de actuar
de la Santa Iglesia, desde los primeros siglos, cuando ya en las catacumbas se
veneraban imágenes de la SS. Virgen y de los varones santos del Antiguo
Testamento. Con la proscripción de las imágenes, se extenúa naturalmente el
culto de los Santos, con gran perjuicio para el progreso espiritual de los
hijos de la Iglesia.
De hecho, en el culto de los Santos,
en la veneración de sus vidas y virtudes, tienen los fieles un gran estímulo
para santificarse ellos mismos y darle gloria a Dios. Pues los Santos, como
recuerda la Constitución conciliar, son expuestos por la Iglesia a nuestra
veneración, explícitamente para ese doble fin. En la contemplación de sus
vidas, tenemos un medio de elevarnos a Dios, cuya bondad se refleja en la
virtud de los Santos. Así ellos nos sirven de medio para glorificar a Dios
Nuestro Señor, consonante con la exhortación del Divino Maestro: “...vean vuestras buenas obras y glorifiquen
a vuestro Padre que está en los Cielos” (Mat. 5, 16).
San Agustín, entre las razones de
conveniencia presentadas para la encarnación del Verbo, da esta que, por
Jesucristo, Dios, trascendente e invisible, se mostró sensiblemente a los
hombres (apud Billot, “De Verbo incarnato”, Roma, 1922, p. 24), para que
pudieran en el Hijo de Dios humanado adorar la Omnipotencia, la Bondad y la
Misericordia del Altísimo. Podemos decir que los Santos están aún más próximos
a nosotros. El Hijo de Dios, hecho hombre, asumió, sin duda, nuestra carne
mortal; por eso, exenta del pecado, y de las miserias que acompañan nuestra
naturaleza caída y nos hacen ardua la práctica de la virtud. No acontece lo
mismo con los Santos. Estos estuvieron sujetos a una naturaleza en todo igual a
la nuestra. Así, “al ver sus caídas,
dice San Ambrosio, los reconozco
semejantes a mi enfermedad”. Por eso, ellos se hacen nuestros pedagogos,
iniciándonos en el camino de la penitencia, de la mortificación que nos lleva a
la imitación del Divino Crucificado. “al
verlos semejantes, continúa el Arzobispo de Milán, percibo que debo imitarlos” (Apología de de lavi, c. 2, n.º 7).
Los Santos son, por tanto, no
solamente el espejo donde contemplamos los reflejos de las perfecciones
divinas, y con eso nos elevamos a glorificar al Autor de “toda dádiva buena, de todo don perfecto” (Tiag. 1, 17), como, además,
el estímulo para que nosotros también nos decidamos a “recorrer la vía de los Mandamientos” (Sl. 118, 32).
Además, tenemos siempre en los
Santos – que son heroicos en todas las virtudes – la posibilidad de encontrarse
con un modelo apropiado para el momento presente, que nos ayudará a vencer las
ardides tramadas por el demonio para perder las almas, en la época en que
vivimos.
Por todo eso, los sacerdotes deben alimentar en los fieles la devoción a
los Santos. Una devoción terna, familiar, por cuanto pertenecemos todos a la
misma Familia de Dios, manteniendo siempre el debido respeto a los hermanos que
se distinguen por esmerada virtud. Devoción sólida, que no se limite a
peticiones egoístas en las necesidades, sino que sea la manifestación del amor
que les dedicamos a la vista de sus virtudes, y de la confianza en su
intercesión junto a Dios. El mismo Señor Altísimo nos encaminó al culto de los
Santos, cuando condicionó el perdón de los amigos de Job a la intercesión del
paciente Patriarca (cf. Job 42, 7 ss.), y bien así, cuando aplacó su ira contra
el pueblo elegido, delante de las súplicas de Moisés (cf. Ex. 32, 11-14).
Como era de esperarse, no hay propósito del Concilio cuya realización
esté enteramente a cubierto de las insidias del demonio. Lo que se da con la
adaptación, ocurre también con el ecumenismo. La unión de todos los cristianos
en la verdadera fe es un ideal sublime, constituye una derrota tan grande para
el Infierno, que no es posible pensar que el “príncipe de este mundo” no se haya empeñado por desviar también
esta admirable meta conciliar.
Es lo que, como a propósito de la
adaptación, sobre la falsa aplicación del ecumenismo, el Papa advirtió también
a los fieles. Según despachos de las agencias telegráficas, el Santo Padre
habría observado, en una de sus Alocuciones de las audiencias generales, que el
apostolado junto a los hermanos separados no está exento de ilusiones y
peligros. Ilusiones, por una esperanza sin fundamento, peligro por la
posibilidad de, en el deseo ardiente de obtener la conversión del hereje o del
apóstata, falsear el sentido de la verdad revelada, o no exponerla en su
integridad. El texto transmitido por las agencias telegráficas es el siguiente:
“Hay una toma de posición, también por
parte de aquellos que demuestran demasiado entusiasmo, como si los contactos
con hermanos separados fuesen fáciles y sin peligro, y cono si bastase no
conceder importancia a las cuestiones de doctrina y de disciplina, para
conseguir inmediatamente la concordia y la colaboración. Es una actitud
errónea, porque puede crear ilusiones, decepciones, flaquezas y conformismos
que no son provechosos para la causa verdadera del ecumenismo” (apud “O
Estado de Sao Pablo”, de 23 de enero de 1966, p. 2).
La primera condición para un
apostolado fructuoso junto a nuestros hermanos separados es huir a todo y
cualquier irenismo doctrinario, aún que implícito. “La salvación de las almas – comenta el boletín de la “Fraternité
de La Tres Sainte Vierge” ya citado por nosotros– de todos los hermanos separados no será nunca comprometida por una
palabra de la Iglesia pronta, precisa y eterna, que no deja lugar a la duda ni
a la perturbación en las almas. (...) al
contrario, toadas las almas, mismo de los católicos, corren el riesgo de
perderse cuando se vacila y se duda y se continua vacilando y dudando delante
de la herejía”. (apud “Sanctitifier”, de octubre de 1965, p. 8).
Con relación al apostolado
Ecuménico, recordemos, queridísimos hijos, los puntos de doctrina definidos,
que no pueden, por tanto, ser puestos en duda ni implícitamente, por actitudes
tomadas en los contactos con los hermanos separados.
Según San Pablo (1 Tim. 2, 4), Dios
quiere sinceramente la salvación de todos los hombres. Por eso Jesucristo murió
no solamente por los fieles, como querían los jansenistas, sino por los pecados
de todo el mundo (cf. 1 Jn. 2, 2). En virtud de esta voluntad salvífica
universal, el Señor concede a todos los hombres la gracia necesaria para
cumplir todos los preceptos impuestos por Dios. De manera que nadie se condena
sin culpa propia.
Entre los preceptos divinos, está la
obligación de ingresar en la Iglesia Católica, instituida por Jesucristo como
medio único de salvación para todos los hombres. Como consecuencia, la
condición del católico es esencialmente diferente de la condición del no
católico. El católico, por el hecho de pertenecer a la Iglesia verdadera, no
tiene motivo alguno para dudar de que esté en la posesión de la verdad. El no
católico está en condición perfectamente inversa. El no está de posesión de la
verdad, de manera que tiene todo motivo para dudar de su posición religiosa. Y
si estuviere de buena Fe, más fácilmente será llevado a percibir la falta de fundamento
para sus convicciones.
Estos puntos son pacíficos en la
teología católica, y fueron objeto de enseñanza auténtica del Magisterio
Eclesiástico. La excelencia de la condición del católico con relación al no
católico, con la consecuente obligación, fue definida por el Concilio Vaticano
I (cf. sess. III, cap. III y can. 6).
De donde, queridísimos hijos, en
nuestras relaciones con nuestros hermanos separados, no nos es lícito tomar una
actitud que pueda ser interpretada o en el sentido de que no estamos
convencidos de que nos hayamos en posesión de la verdad y en el camino de la
salvación; o en el sentido de que cualquier Religión agrada a Dios, Nuestro
Señor.
En fin, una obligación grave de caridad nos obliga a evitar todas las
ocasiones en que pueda periclitar nuestra perseverancia en la Fe y nuestra
adhesión a la Iglesia Católica.
Dentro de esos principios, debemos
llevar lo más lejos posible nuestra caridad con los hermanos separados. Sin
olvidar la condición de “separados”, esto es apartados de la verdadera Iglesia
de Cristo, debemos tener presente a todo momento su prerrogativa de “hermanos”,
y esforzarnos por utilizar los puntos que justifican el apelativo de
“hermanos”, para llevarlos a una reflexión más profunda sobre las realidades
cristianas que aún poseen, a fin de que las comprendan mejor, y perciban que
ellas solo adquieren su verdadera autenticidad en la Iglesia Católica.
Eso en una acción directa que la
Providencia podrá exigirnos con nuestros hermanos separados, donde haya un
deseo sincero de amar la verdad. Por cuanto, con aquellos que se fijaron en la
herejía, y la abrazan conscientemente, un diálogo fructuoso es prácticamente
imposible. Podemos aún y debemos compadecernos de ellos, y con nuestras
oraciones, penitencias y otras buenas obras, empeñar la misericordia divina,
que los ilumine y les conceda la rectitud de voluntad, de que han menester,
para llegar a la unidad auténtica del Cristianismo en la Iglesia Romana.
Lo que debemos evitar – salvas las
necesidades de una justa y noble polémica impuesta por el interés de las almas
– son las expresiones que puedan, de cualquier forma, herir a nuestros hermanos
separados; eso aún cuando debamos soportar con paciencia las consecuencias de
una voluntad que la herejía o el cisma hicieron más especialmente áspera con
nosotros. Vale en este punto el consejo de San Pablo: procura vencer el mal con
el bien (cf. Rom. 12, 21). Mismo, por eso, con los que están de buena Fe,
conviene evitar la familiaridad, consonante al prudente y hoy de sobremanera
oportuno consejo de S. Tomás: “para que
nuestra familiaridad no de a los otros ocasión de errar” (Quodlibetum 10,
q. 7, a. 1 c).
Os presentamos, queridísimos
hijos, estas reflexiones, porque Nos parecen necesarias. Tememos, en efecto,
que Nuestra incuria vos exponga a la saña del enemigo de vuestras almas, según
se lee en el Profeta Isaías: “Animales de
los campos, venid todos apacentaos, como también fieras del bosque. Mis guardas
están todos ciegos y no ven nada; son perros mudos incapaces de ladrar, sueñan
estirados, gustan dormitar [...] son
pastores que nada observan” (Is. 56, 9-11).
Con la vigilancia a que en
esta Pastoral os exhortamos, y sobretodo con la renovación de vuestro fervor en
la imitación de Jesucristo, en la desconfianza de vuestras fuerzas y en la
docilidad a la gracia, en la humildad y en la oración frecuente, estamos
ciertos de que podréis contribuir muy eficazmente para que la Iglesia, Cuerpo
Místico de Cristo, aumente en santidad y amplíe el número de sus hijos en
proporciones que dejen entrever el suspirado día en que habrá un solo rebaño y
un solo Pastor.
Que la Virgen Santísima os preserve
de todo mal y os conceda el fervor de caridad que la obra apostólica, para la
cual la Iglesia os convoca por medio del Concilio Vaticano II, de vosotros
exige.
Son los votos que con paternal
afecto os enviamos con Nuestra Bendición pastoral, en nombre del Padre + y del
Hi+jo y del Espíritu + Santo. Amén.
Dada y pasada en Nuestra episcopal
ciudad de Campos, bajo Nuestra señal y sello de Nuestras armas, a los 19 días
del mes de marzo del año de 1966, fiesta de San José, esposo de la SS. Virgen
María y Patrón de la Iglesia Universal.
+ Antonio, Obispo de Campos