EL SERMON DE LA MONTAÑA
Y LAS BIENABENTURANZAS
EVANGELICAS
Orlando Fedeli
Nuestro Señor Jesucristo hizo su primer gran sermón, en lo alto de un monte, y lo inició enumerando las ocho bienaventuranzas.
Hoy, existe tan grande desconocimiento de la doctrina católica, y tal deformación de ella, que consideramos útil resumir, para los lectores de Nuestro site, lo que comentaron los grandes santos sobre ese Sermón y sobre las ocho bienaventuranzas.
Es claro que, al hacer este resumen y esta exposición, nos sometemos enteramente a lo que enseña la Santa Iglesia Católica, estando prontos a retirar y a condenar cualquier cosa que ella condene o que ordenase que fuese retirado.
Es en el Evangelio de San Mateo que aparece la narración más larga de ese famoso sermón de Jesús, anunciando la Nueva Ley:
"Viendo Jesús aquella multitud, subió a un monte, y, habiéndose
sentado, se aproximaron a El sus discípulos. El, abriendo su boca, les
enseñaba, diciendo:
"Bienaventurados los pobres de espíritu," etc.
Inicialmente, conviene examinar la introducción de ese capítulo de San Mateo.
En ella se dice que "Viendo Jesús aquella multitud, subió a un monte".
¿Por qué Cristo, al iniciar la predicación del Evangelio, al enseñar la Nueva Ley del Nuevo Testamento, al ver la multitud, subió a un monte?
Los grandes Doctores que comentaron ese Sermón, notan que Jesús, siempre que era cercado por la multitud, se apartaba de ella, retirándose o para un monte -- como en este caso -- o para una barca, la barca de Pedro, como se cuenta en Luc. V, 2, o para el desierto (Luc. IV, 41).
¿Por qué se apartaba Cristo de la multitud?
Conforme San Juan Crisóstomo, "parece que Cristo quiso evitar verse envuelto por la las turbas, y por eso subió a un monte, para hablar especialmente a sus discípulos".
E aún nos enseña San Juan Crisóstomo: "En esto de predicar sobre un monte y en la soledad, y no en la ciudad, ni en el foro, Jesús nos enseñó a no hacer nada por ostentación, y separarnos de los tumultos, principalmente cuando conviene discurrir sobre cosas necesarias". (Apud Santo Tomás de Aquino, Catena Áurea, Comentario al Evangelio de San Mateo, V, 1-3. Cursos de Cultura Católica, Buenos Aires, vol. I, p. 112).
Se ve bien, por ese comentario del gran San Juan Crisóstomo, como difiere la mentalidad cristiana de la mentalidad que domina en Nuestro tiempo.
Hoy, infelizmente, los predicadores buscan la multitud, corren atrás de ella, prefieren el tumulto de la las turbas al silencio de la oración y al aislamiento de la humildad. Buscan tener prestigio, y, para eso, quieren agradar a la multitud, seguirla, inmergirse en ella, ora usando medios y métodos demagógicos, ora capitulando delante de sus caprichos, o callando y omitiéndose delante de sus pasiones desregladas.
El resultado es que nadie, de hecho, sigue eses malos predicadores, que antes deberían ser llamados de pegadores, cazadores de prestigio. Pero pegadores fracasados, porque en nada y a nadie pegan. La multitud los oye, y mal, en cuanto ellos admiten sus caprichos y favorecen sus pasiones, pero luego los abandonan, porque es propio del capricho ser mudable, y, de la pasión, es propio el cansarse pronto. Y nadie sigue a aquel que sigue a la multitud.
Prestigio y fama son como la sombra: nunca se los alcanza, cuando se corre atrás de ellos.
Cristo no procuraba su prestigio, haciendo concesiones a la las turbas. Esas concesiones son propias de los demagogos, y no de la Santidad. Por eso, cuando los fariseos se escandalizaron con las palabras de Cristo de que, quien no comiese su carne, y no bebiese su sangre, no tendría la vida eterna, y los fariseos se apartaban, Cristo no fue atrás de ellos, procurando retenerlos con palabras que suavizasen lo que dijera. Por el contrario, pregunto a los Apóstoles: "¿No queréis vosotros también retiraros?" (Jo. VI, 68).
Cristo, entonces, para quedar apartado de la multitud "subió a un monte", para enseñar mejor.
Hizo, sin embargo, que sus discípulos, se aproximasen más, quedando la las turbas un poco más allá. De este modo, enseñó que se debe proceder con jerarquía, -- no con igualdad -- pues los hombres no son iguales. Los Apóstoles y los discípulos, que iban a tener mayor deber y mayor responsabilidad, deberían estar más próximos del Divino Maestro, para aprender mejor, y, después, enseñar a las turbas.
"Subió al monte" para enseñar.
¿Por qué subir a un monte? Claro que era para ser visto más fácilmente por la las turbas. Pero, al lado de este fin práctico, había otros motivos superiores para enseñar desde lo alto del monte.
Los grandes hechos del Antiguo Testamento se dieron en lo alto de los montes.
El arca de Noe se detuvo en el alto del monte Ararat (Gen. VIII ,4).
Abram subió a un de los tres montes de Moira, para sacrificar su hijo Isaac, símbolo de Dios Padre que sacrificó su Hijo Unigénito en lo alto del monte Calvario (Gen, XXII, 2).
Y el Profeta Elías vio la promesa de Dios de que haría llover al justo sobre la tierra en lo alto del monte Carmelo, y, más tarde vio al propio Dios en el monte Horeb.
También en el Antiguo Testamento Dios ordenó a Moisés que subiese al monte Sinaí, donde le daría la Ley, en dos tablas de piedra.
"Moisés subió al monte, para ir hablar con Dios, y el Señor lo
llamó del monte" (Ex. XIX, 3).
Y Moisés santificó al pueblo, y Dios le ordenó:
"Vuelve al pueblo, santifícalo, entre hoy y mañana, laven sus vestidos, y estén preparados para el día tercero; porque en el día tercero, el Señor descenderá a vista de todo el pueblo sobre el Monte Sinaí. Fijarás límites en el circuito al pueblo y les dirás: Guardaos de subir al monte, ni os acerquéis a sus límites, todo el que tocase el monte será punido de muerte. No lo tocará mano alguna, mas quien lo tocare será apedreado, o traspasado con saetas; ya sea un animal o un hombre, no vivirá; cuando comenzare a sonar la trompeta entonces suban al monte" (Ex. XIX, 10-14).
El pueblo debía ser mantenido apartado del Sinaí, donde solo Moisés podría subir. Del mismo modo, el pueblo no puede subir al altar. Solo el sacerdote puede hacerlo. No hay igualdad entre el sacerdote y el pueblo. Además de eso, conviene mucho notar, el Sinaí, esto es, la revelación y la ley son intocables. Dios decretó la pena de muerte contra quien toca en la revelación y en la ley, en la Fe y en la Moral.
Como eso contraría el "achismo" actual, en que cada uno se arroga el "derecho" de pensar lo que quiera sobre la Fe y sobre lo lícito y lo ilícito. Nadie puede cambiar la Fe, la Moral, porque las palabras de Dios permanecen eternamente.
Así como Moisés subió al Sinaí para dar al pueblo la ley antigua, ahora, es Cristo que hace su gran Sermón en la Montaña de las Bienaventuranzas, dando la nueva ley del Nuevo Testamento.
Si en el Sinaí Dios se manifestó con rayos y truenos, en el monte Cristo dio su ley con suavidad y amor, pues "El estaba lleno de gracia y de verdad" (Jo. I, 14).
¿Por qué esa preferencia de Dios de querer manifestarse, normalmente, sobre una montaña?
La montaña es hecha de tierra. Y tierra es el hombre. Un monte es una elevación de tierra que se aproxima al cielo. La montaña es lo que, en la tierra, se aproxima más del cielo. La Montaña simboliza, pues, algo humano que se acerca de lo Divino.
La Montaña simboliza los grandes santos, y simboliza también a la Iglesia, sociedad divina y humana, pues que en ella, se asocian a Cristo Dios, como su cabeza, y los hombres, como miembros del Cuerpo Místico de Cristo.
La Iglesia es el monte santo de Dios.
Es lo que explica el mismo San Juan Crisóstomo al decir:
"O de otro modo, [Cristo] "subió al monte" para manifestar que todo aquel que quiera conocer la verdad, debe subir al monte de la Iglesia, de la Cuál dice el Profeta: "El Monte del Señor es un monte rico". (Apud Santo Tomás de Aquino, Catena Áurea, Comentario al Evangelio de San Mateo, V, 1-3. Cursos de Cultura Católica, Buenos Aires, vol. I, p. 112).
"El Monte de Dios es un monte Fértil, monte coagulado, monte fecundo.¿Pero por qué pensáis en otros montes Fertiles? Hay un monte en que plugo a Dios morar, porque el Señor habitará en él perpetuamente" (Ps. LXVII, 16-17).
Ese monte es la Iglesia, que fue simbolizada, en el Antiguo Testamento por el Sinaí, e, después, por el monte Sion, en Jerusalén.
Y Cristo murió sobre el Monte Calvario, y no sobre Sión, porque el Calvario estaba fuera de la ciudad, a fin de significar que la Iglesia sería fundada fuera de Israel.
Porque el Monte representa la Iglesia es que Cristo, hablando de la Iglesia, dice:
"No se puede esconder una ciudad situada sobre un monte" (Mt V, 14).
Es de ese monte en que fue puesta la Iglesia, que profetizaron los profetas, diciendo:
"Y acontecerá que, en los últimos tiempos, el monte de la casa del Señor será fundado sobre lo alto de los otros montes, y se elevará sobre los collados, y los pueblos concurrirán a él. Las naciones han de correr para allá en multitud diciendo: Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob, y El nos enseñará sus caminos" (Is. II, 2-3 y Miq. IV, 1-2).
"Y el Monte del Señor de los ejércitos será un monte santo" (Zac. VIII, 3).
Por todas esas razones, Cristo subió a un monte para hacer o su primer y mayor sermón, dando la nueva Ley a los hombres, una ley que era carga leve y un yugo suave.
Entretanto, si en el Sinaí -- símbolo de la Iglesia -- Dios ordenó que el pueblo se mantuviese apartado, en el monte de las bienaventuranzas, Cristo, aunque dejase al pueblo más abajo que sus Apóstoles y discípulos, pues no debe haber igualdad entre ellos, no le colocó barreras que distanciasen demás al pueblo del Mesías, porque Cristo era el Mesías, el Emmanuel, que quiere decir Dios con nosotros. Y Cristo quiere unirse personalmente a cada hombre.
Como dijimos, en el Sinaí, Dios dejó claro que quien tocase en el monte moriría, para significar que nadie puede tocar en la ley de Dios. Nadie puede tocar en la revelación.
Por eso, en el Sermón de la Montaña, Cristo irá repetir varias veces, que El no vino a cambiar, no vino cambiar la ley, sino a perfeccionarla, y que ni una jota será quitada de la ley. Que pasarán los cielos y la tierra, pero que sus palabras no pasarán.
¡Cómo están pues errados los que pretenden acomodar la Fe a nuestros tiempos, o adaptar la moral a las nuevas costumbres!
No es la Iglesia que se debe adaptar al mundo, sino, al contrario, es el mundo que debe ser convertido y transformado por la Iglesia. Por eso los no católicos tienen que convertirse a la Iglesia, y no lo contrario.
Hoy, los malos pastores hacen lo opuesto: se "convierten" a las costumbres y a las pésimas modas del día, adoptando los modos, las actitudes y hasta las ropas del mundo y las palabras de los mundanos. Entran en la "onda" del día. Y la "onda" los arrastra para el abismo.
El Evangelio de San Mateo dice que Cristo "después de haberse sentado" sobre el Monte, "abrió la boca" para comenzar a enseñar.
¿Por qué se sentó Cristo, para enseñar?
Siempre la autoridad fue representada por un trono, por una cátedra. Los reyes tienen un trono. Los jueces se sientan en una cátedra más alta, en los tribunales, y los Maestros tienen una cátedra, para enseñar. Y otrora, los padres predicaban el sermón de lo alto del púlpito.
Hoy, el púlpito del sermón, símbolo de la montaña del Sermón de Cristo, fue retirado de las Iglesias...
El padre, hoy, habla al nivel del piso. Palabras terrenas. Muchos lo hacen porque reconocen que no tienen altura para hablar, allá, de lo alto del púlpito, palabras del cielo...
La silla o cátedra magisterial significa la inmovilidad de la autoridad. Porque, como dice Aristóteles, "conviene que el esclavo corra, y que el Señor se quede sentado".
Cuanto más una autoridad se mueve, más pierde fuerza y autoridad.
Dios altísimo es acto puro, inmutable. De ahí estar escrito: "Dios no es como el hombre, capaz de mentir, ni como el hijo del hombre, sujeto a mudanzas" (Num. XXIII, 19). Dios no muda.
Por esto, Cristo se sentó, para enseñar con autoridad.
Está escrito que "sus discípulos llegaron más cerca de él", porque, estando más próximos al Señor, tienen más derecho de aprender del Maestro, visto que son ellos los que recibirían la misión de evangelizar la tierra y las naciones.
Y luego después, el Evangelio anuncia que Cristo:
"Abriendo la boca, les enseñaba".
San Gregorio explica que se dice eso, porque "Como Jesús tenía que expresar preceptos sublimes en el monte, se dice a guisa de prefacio: "Y abriendo la boca, etc. Aquel que había abierto la boca de los profetas [ahora, El mismo iría a hablar, enseñando a la humanidad]. (Apud Santo Tomás de Aquino, Catena Áurea, Comentario al Evangelio de San Mateo, V, 1-3. Cursos de Cultura Católica, Buenos Aires, Vol. I, p. 113).
Era el Verbo de Dios hecho hombre que iba a hablar. La misma palabra de Dios, por medio de la Cuál fueron creadas todas las cosas, es la que iba a hablar. Cuando, en el Principio, El pronunciaba una palabra, la cosa enunciada era creada. Era el Hijo de Dios hecho hombre quien iba a abrir su boca, para enseñar.
Pues fue escrito:
"Mí boca publicará la verdad, y mis labios detestarán al impío" -- "Veritatem meditabitur guttur meum, et labia mea detestabuntur impium" (Prov. VIII, 7).
Porque es imposible amar la verdad sin detestar la falsedad. Para conocer el grado de amor que tenemos para con la verdad, debemos medir el grado de odio que tenemos de la mentira. La boca que dice amar la verdad, sin detestar la mentira, miente. El amor del bien produce el odio al mal. El amor a la virtud produce el odio del vicio. Y quien no detesta el vicio, no ama la virtud.
Por eso dice bien un dictado español: "Quien ama, detesta, y quien detesta, combate".
Santo Tomás de Aquino explica ese versículo del Libro de los Proverbios, arriba citado, al inicio de la Suma contra los Gentiles.
El Aquinate dice ahí:
"El último fin del universo es, pues, el bien del entendimiento,
que es la verdad."
"Por esto la Sabiduría divina Encarnada declara que vino a este
mundo para manifestar la verdad: "Yo para esto he nacido y he venido al mundo, para dar
testimonio de la verdad" (Jn. XVIII, 37). Y el
Filósofo determina que la primera filosofía es la "Ciencia de la
verdad", y no de cualquier verdad, sino de aquella que es origen de toda
verdad, y que pertenece al primer principio del ser de todas las cosas. Por eso
su verdad es principio de toda verdad, pues así es la disposición de las cosas
en la verdad como en el ser.
Por otra parte, a un mismo sujeto pertenece aceptar uno de los
contrarios y rechazar el otro; como sucede con la medicina, que sana y combate
la enfermedad. Luego, así como es propio del sabio el contemplar,
principalmente, la verdad del primer principio y juzgar de las otras verdades,
así también es propio de él luchar contra el error contrario. Por boca de la
Sabiduría, por tanto, se señala convenientemente, en las palabras propuestas
[en Prov. VIII, 7], el doble deber del sabio: exponer la verdad divina,
meditada, verdad por antonomasia, a la que se refiere cuando dice: "Mí boca proclamará la verdad"
y atacar el error contrario a la verdad, al que se refiere cuando dice: "Y mis labios detestarán lo
inicuo" (Prov. VIII, 7).
En estas últimas palabras quiere mostrar la falsedad contra la verdad divina, que es también contraria a la religión, llamada también "piedad", de donde a su opuesto asume el nombre de "impiedad"” (Santo Tomás, Suma Contra los Gentiles, libro I, Cap. I).
Por esa razón también está escrito que "Dios odia igualmente al impío y a la impiedad" (Sab. XIV, 9).
Cristo, entonces, subiendo al monte para enseñar, abrió su boca louvando el bien y condenando el mal, enseñando la verdad y condenando el error.
Pues fue dicho "La Sabiduría Abriré mí boca en parábolas" (Ps. LXXVII, 2). Y en San Mateo se lee: "Abriré mí boca en parábolas, publicaré los enigmas de los tiempos antiguos" (Mt. XIII, 35).
Y San Agustín dice que "Donde se lee que Jesús abrió la boca, entiéndase que El va a decir grandes cosas" (Apud Santo Tomás, Catena Aurea, Comentario a San Mateo, V, ed. cit. , p. 113).
Y siguió Jesús enunciando las ocho bienaventuranzas.
A la primera lectura, es difícil percibir el orden de las ocho bienaventuranzas. Entretanto, ellas tienen un orden profundo. Si no percibimos pronto ese orden profundo, es por nuestra incapacidad, pues la Sabiduría encarnada nada hizo o dice desordenadamente.
Estas son las ocho bienaventuranzas proclamadas por Jesucristo, al inicio del Sermón de la Montaña:
1a) "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el
reino de los cielos.
2a) "Bienaventurados los mansos, porque poseerán la tierra.
3a) "Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.
4a) "Bienaventurados los que tiene hambre y sed de justicia,
porque serán saciados.
5a) "Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán
misericordia.
6a) "Bienaventurados los puros de corazón, porque verán a Dios.
7a) "Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de
Dios.
8a) “Bienaventurados los que sufren persecución por amor a la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos." (Mt. V, 1-10).
¿Cuál es el criterio de esa enumeración?
El hombre busca siempre la felicidad. Entretanto, muy frecuentemente los hombres se engañan en lo que consiste realmente la felicidad.
Dos fuerzas impelen nuestra alma y de modo desarreglado:
La primera es concupiscible, que nos impulsa hacia bien, bajo cualquier forma que se presente. Y la primera forma y más grosera de bien que se nos ofrece es el bien del apetito sensible, el bien del placer, sea el placer carnal, sea el del paladar, sea el de la posesión de los bienes exteriores a nosotros, esto es las riquezas. Estos bienes -- del placer y de la riqueza-- son bienes materiales, creados por Dios, que solo son males si los colocamos sobre los bienes espirituales. Es en el desorden de los bienes que consiste el pecado, esto es, en la colocación de un bien material sobre el bien del alma. Pecado es cometer ese desorden de los bienes.
El concupiscible se desordenó después del pecado original: o queremos exageradamente el bien inferior, o somos fríos delante de él.
Por otro lado, cuando algo se opone a que conquistemos un bien, cualquier que sea, nos irritamos, y nos lanzamos con fuerza contra aquello que se nos opone a la posesión de ese bien. Esa fuerza que nos lleva a luchar contra los obstáculos es el irascible.
También o irascible quedó deteriorado con la queda original.
O nos irritamos demás contra los obstáculos que se levantan en oposición a la
realización de nuestra voluntad, o pecamos por falta de coraje, reaccionando
débilmente contra los obstáculos. De ahí San Paulo decir: "Irritaos pero no pequéis"
Como dice Platón, en el Diálogo República, nuestra alma puede ser comparada con una carroza, tirada por dos caballos salvajes.
El concupiscible y el irascible son esos dos caballos bravíos que arrastran el carro de nuestra alma. Ambos deben ser controlados por la prudencia, que es una virtud intelectual. La razón seria el cochero de nuestra alma, que retiene al ardor desenfrenado de los caballos salvajes, por medio de las riendas, y los excita, cuando es preciso, cuando no quieren actuar, con el rejo.
La virtud que controla al concupiscible es la virtud de la templanza o del equilibrio en el amor del bien. La virtud que controla al caballo del irascible es la fortaleza. La virtud intelectual de la prudencia es el cochero -- la razón -- que controla sabiamente al concupiscible y al irascible.
Y Platón concluye que la justicia es la virtud que armoniza y une esas tres virtudes tornando al hombre justo.
Las tres primeras virtudes se funden en una sola: la justicia. Pues tres son uno y uno es tres. (Platón, República).
De todo eso se comprende que el primer error en cuanto a la felicidad consiste en colocarla en los placeres y en la imposición de la propia voluntad a los otros.
De ahí las tres primeras bienaventuranzas afirmar que, en verdad, las tres primeras bienaventuranzas son: la pobreza espiritual, la mansedumbre y llorar los pecados propios y los de los otros.
Un segundo error cuanto a la esencia de la felicidad consiste en colocarla en la realización de grandes acciones. Contra ese error Nuestro Señor enseña que la bienaventuranza consiste en hacer justicia y ejercer la misericordia (4a e 5a bienaventuranza).
Finalmente, el último error con relación a la felicidad consiste en querer obtenerla a través de una falsa vida contemplativa o de un falso conocimiento.
Contra esa falsa contemplación y falso conocimiento opone Cristo la sexta y séptima bienaventuranzas: la visión de Dios y el promover la verdadera paz.
Finalmente, la octava bienaventuranza es solo una síntesis de todas las siete anteriores.
Por tanto, las bienaventuranzas están colocadas en perfecta e profunda orden.
Análisis de las
Bienaventuranzas
1a) "Bienaventurados los pobres de
espíritu, porque de ellos es el reino del Cielo" (Mt.
V, 3)
¡Cuánta locura no se ha dicho sobre esta bienaventuranza!
Hay quien juzgue que Nuestro Señor presentó como bienaventurados a los que tienen poca inteligencia, por entender que "pobres de espíritu" serían los tontos, los apocados intelectualmente, y que, por tanto, ser inteligente sería una señal de perdición.
Conforme enseña Santo Tomás, el primer obstáculo para nuestra salvación reside en la felicidad que se piensa alcanzar con los placeres.
Y la vida voluptuosa se puede alcanzar a través de los bienes exteriores, sea la riqueza matendríal, sean las honras. El hombre tiene que tener bajo dominio esa tendencia, usando moderadamente quiere das riquezas, quiere das honras, por medio de la virtud de la templanza.
De ahí, Cristo proclamar bienaventurados los que no colocan la felicidad en las riquezas y en las honras, mas nos bienes eternos y en la gloria celestial. (Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, I - 2ae, Q. 69, a.3).
Para entender esa bienaventuranza más perfectamente, es preciso comprender que se puede ser pobre o rico de dos maneras:
Existe el hombre materialmente pobre y aquel que es pobre espiritualmente, aunque tenga riquezas. Pobre espiritual es aquel que teniendo o no riquezas, las desprecia y no coloca en ellas la felicidad.
Rico material es aquel que tienen muchos bienes materiales, en cuanto rico espiritualmente es el hombre que estando rico, o mismo pobre, juzga que el bien de la existencia está en la riqueza.
San Luis, Rey de Francia era muy rico, pero despreciaba las riquezas, por eso San Luis era bienaventurado, pues no colocaba en los bienes terrenos la felicidad.
En contrapartida, un favelado -- materialmente pobre -- puederá ser un rico en espíritu se ele colocar a su felicidad en la ambición das riquezas, aunque no as posee, solo vive pensando en ellas y só vive para ellas.
Nuestro Señor proclama bienaventurados los "pobres de espíritu", esto es, aquellos que no viven para el dinero, ténganlo o no.
Cuantos ricos hay que solo viven para o dinero! Mas hoy, infelizmente, los socialistas "cristianaos" hicieron de los pobres, gracias a su propaganda atea y subversiva, ricos espiritualmente, esto es, ambiciosos, cobiçosos, e cupidos de louro.
Bienaventurados los pobres de espíritu, bienaventurados los que comprenden que el hombre no debe vivir para ser rico, para tener posesiones, para tener vida cómoda, sino para ser santo.
Desventurados los que colocan su felicidad en las riquezas, y aún más maldecidos sean los que hacen que los que son materialmente pobres se revelen contra la pobreza, y llenan sus corazones de ambición y de envidia.
Por pobres de espíritu se puede entender aún -- es lo que enseña San Agustín -- los que son humildes; y ricos de espíritu, los orgullosos.
Como los bienes terrenos deseados por nuestra concupiscencia
desordenada nos cautivan con gran fuerza, El don del Espíritu Santo que nos
ayuda a vencer esa atracción es el del temor de Dios. Es por el don del Temor de Dios que aprendemos a usar con
temperancia de los bienes y de las honras, ya que en el más simple grado de
virtud, somos movidos por el temor, más que por el amor. Por eso está escrito
que "el temor de Dios es el inicio
de la Sabiduría".
2a) "Bienaventurados los mansos, porque
ellos poseerán la tierra"
Esta es la segunda bienaventuranza anunciada por Cristo.
Si en la primera bienaventuranza se alabó a los que dominan el concupiscible, en la segunda se anuncia la bienaventuranza de los que vencen el irascible.
Es lo que expone Santo Tomás, en la cuestión citada arriba. Pues la virtud exige que el hombre controle su irascible de acuerdo con la razón, sin excederse en la ira, y sin ausencia de la ira cuando la injusticia exige reacción.
Mansos no son aquellos que no reaccionan, que no tiene fibra, y que todo aguantan pasivamente. Mansos son aquellos que controlan la ira, cumprindo lo que dice San Pablo: "Irritaos, pero no pequéis".
La mansedumbre no es una pasividad budista. La mansedumbre es una virtud, y como tal, exige un esfuerzo de la voluntad correspondiendo a la gracia de Dios. Por la virtud de la mansedumbre el hombre domina su irascible que tenta llevarlo a imponer siempre su propia voluntad, aún que de modo irracional. El iracundo quiere imponerse y dominar a todos, y, exactamente por eso, acaba no por imponerse, sino produciendo revuelta contra su tiranía, pues "espada aguzada demás, pierde el filo fácilmente", dice un dictado chino.
El hombre que posee la virtud de la mansedumbre tiene control completo de sus reacciones, es Señor de sí mismo. Ahora, como la palabra tierra designa al hombre, que fue hecho de tierra, lo que Cristo promete en esta segunda bienaventuranza, es que los mansos serán Señores de sí mismos. Poseerán la "tierra", esto es, dominarán su propia naturaleza, su alma y su cuerpo. De este modo, son mansos aquellos que cumprem con el mandato divino a Adán: "Dominad la tierra" (Gen. I, 28).
Los iracundos -- que tienen el vicio opuesto a la virtud de la mansedumbre -- querrán imponerse a todos y a todo mundo. Querrían dominar el mundo. Sin embargo, como no dominan ni siquiera su propia ira, como no dominan su propia naturaleza, sino que la pasión de la ira los esclaviza, nada serán capaces de dominar. Por el contrario, son los mansos que no quieren imponerse a nadie por su capricho, y no quieren disputar nada con nadie, por interés propio, son los que tendrán la mayor autoridad y que dominarán la tierra y los hombres.
Y el don del Espíritu Santo que los ayuda a vencerse y a dominar la tierra es el don de Piedad, que hace interesarse por el respeto de los derechos de los otros, especialmente cuando los otros no tienen como defender aquello a lo que tienen derecho.
3a) "Bienaventurados los que lloran,
porque serán consolados".
Las dos primeras bienaventuranzas son para aquellos que dominan el concupiscible y el irascible. Pero, se puede ir más allá del equilibrio en el ejercicio de la temperancia (que controla el concupiscible) y de la fortaleza, (controladora del irascible).
Se va más allá cuando además del ejercicio de las virtudes se lamentan los pecados cometidos contra ellas, y se busca, por la penitencia, lo opuesto de lo que procuran el concupiscible y el irascible, llorando los pecados pasados.
¿Quiénes son los que lloran?
Son aquellos que, teniendo pecado con relación a los bienes terrenos, viviendo para ellos, o aquellos que buscaron la felicidad en los placeres de la carne, o que, habiendo deseado imponer su voluntad, violando la virtud de la mansedumbre, se arrepienten y lloran sus pecados, porque comprenden que en ellos no está la verdadera felicidad. Lloran el mal hecho, y lloran porque hacen penitencia que siempre es dolorosa y amarga y causa llanto.
San Juan Crisóstomo enseña que los bienaventurados que lloran en este mundo lo hacen por dos razones: primera, por las miserias de esta vida; y, segunda razón, por el deseo de las cosas celestiales.
Recuerda aún este gran Doctor del Oriente que, si aquellos que pierden los hijos o entes muy amados, "por mucho tiempo no desean riquezas ni gloria, ni se exasperan por las ofensas, ni son dominados por ninguna pasión, mucho más deben observar estas cosas los que lloran sus pecados" (Santo Tomás, Catena Aurea, p. 116).
Bienaventurados, pues, los que lloran sus pecados por un arrependimento verdadero.
Pero, San Jerónimo dice más: "Los que lloran en realidad sus propios pecados pueden llamarse bienaventurados, sin embargo a la mitad. Pero bienaventurados aún son aquellos que lloran los pecados ajenos". (Apud Santo Tomás, Catena Aurea, vol. I, p. 115).
¿Por qué es así?
Porque, cuando alguien llora sus propios pecados, hace muy bien, pero puede tener más interés por sí, que por la gloria de Dios. Encuanto cuando alguien llora sincera y desinteresadamente por los pecados ajenos, llora por el mal que el otro hizo a su alma, y principalmente, por la gloria de Dios que es disminuida.
El llorar por los pecados ajenos es fruto del celo por las almas y por la gloria de Dios ofendida.
Es lo que hizo San Elías, en el Horeb, pues cuando Dios le perguntou: "¿Qué haces aquí, Elías? Ele respondió: "Yo me consumo de celo por la causa del Dios de los Ejércitos, porque los hijos de Israel abandonaron tu Alianza, destruyeron tus altares, mataron tus profetas a la espada. Y quedé solo y me buscan para quitarme la vida" (I Reis, XIX, 9-11).
La verdadera santidad se manifiesta en ese celo por las almas y por la justicia en la tierra, a fin de que Dios sea glorificado.
Y los que lloran los pecados ajenos también serán consolados, visto que, en la otra vida, conocerán la gran bondad de Dios, y como los malos actuarán injustamente, no conmoviéndose ni con sus lágrimas, ni, mucho menos atendiendo a los llamados de la Providencia. Entonces, ellos se alegrarán por la punición de aquellos por quien lloraron sin que aprovechasen, pues está escrito: "El justo se alegrará en la venganza [de Dios].” (Sl. LVII, 11).
4a) "Bienaventurados los que tienen
hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados".
Después de tratar de aquellos que no colocan la felicidad en los placeres y en la imposición de su voluntad, vienen las bienaventuranzas de la vida activa. Y como expone Santo Tomás la vida activa sin justicia hace no dar a cada uno lo que es suyo, y a tratar a los débiles sin ninguna misericordia.
Nuestro Señor afirma entonces que la verdadera felicidad proviene y es dada para aquellos que le dan a cada cual lo que le es debido, y a quien trata a los débiles no solo con justicia, sino con misericordia, dándoles más de aquello que es justo.
Justicia es dar a cada uno lo que le es debido. No quitar a de cada uno lo que le pertenece. Ni ambicionar arrebatar de los otros los bienes que poseen. Aún que la Pastoral de la tierra llame a eso justicia... social.
La justicia manda pagar a cada uno lo que le debemos, pero la misericordia va más allá, haciendo dar generosamente inclusive aquello que no es impuesto por la estricta justicia.
Por justicia se entiende también a perfección da virtud. Por eso, ter hambre e sede de justicia significa ter apetencia de virtud.
Cuanto más un hombre apetece la virtud más Dios le dará gracias. Pero para aquellos que no manifiestan deseo de virtud, menos se les dará, y a estos lo poco que tienen les será quitado.
Conforme dice San Juan Crisóstomo, tiene hambre de justicia aquel que quiere actuar de acuerdo con la Justicia de Dios. Y tiene sed de justicia aquel que desea adquirir su ciencia.
Estos serán saciados porque desean la justicia e la ciencia, pues Cristo dice que no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. Como también Nuestro Divino Maestro y Modelo nos afirmó que "Mí comida es hacer la voluntad de aquel que me envió" (Jo. IV, 34), la cual es la justicia.
Los mundanos piensan que es la industria y el desarrollo que producirán la abundancia, pero Dios nos enseñó lo opuesto: "Buscad, pues, en primer lugar, el reino de Dios y su justicia y todo lo demás os será dado por añadidura" (Mt. VI, 33).
Exactamente lo contrario de lo que enseñan los "teólogos" de la Liberación. Para estos nuevos herejes marxistóides, es la ambición y la rapiña guerrillera que traerán la justicia y la abundancia. En la verdad, como la ambición y la rapiña son contrarias a la justicia, ellas solo traen la miseria, la injusticia y el crimen.
El don del Espíritu Santo correspondiente a esta bienaventuranza, según Santo Tomás, es el don de Fortaleza, que nos permite soportar con paciencia y fuerza todos los sufrimientos venidos a causa de nuestra hambre y sed de justicia.
5a) "Bienaventurados los
misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia"
Después de las bienaventuranzas relacionadas con los bienes exteriores a nosotros y con nuestros placeres materiales, Cristo cita las bienaventuranzas relacionadas con la vida activa, que es constituida por obras de virtud, que ordenan el hombre al próximo.
Misericordia es la virtud que nos hace tener el corazón lleno de pena por las miserias ajenas. El misericordioso ve la desgracia la desventura del otro como propia. El mal de los otros le duele como si fuese suyo.
Como hay dos desgracias que pueden afligir a los hombres, la desgracia material y el pecado que es la mayor desgracia posible en este mundo, hay también dos misericordias; la misericordia material, que procura atender a los males materiales del prójimo; y la misericordia espiritual que se duele y aflige con los pecados ajenos y quiere corregirlos a través de los consejos, de la instrucción, de la corrección y mismo del castigo. De ahí el Catecismo apuntar como obra de misericordia espiritual "instruir a los ignorantes y corregir a los que yerran".
Es evidente que las obras de misericordia espiritual son superiores a las obras de misericordia material.
Hoy, sin embargo, solo se habla de las obras de misericordia materiales, y se quiere hacerlas apenas por amor del hombre en sí mismo, y no por amor de Dios. Ahora bien, San Juan Crisóstomo nos enseña que "toda obra buena que no es hecha por amor del mismo bien (Dios), es desagradable delante de Dios" (Santo Ambrosio, apud Santo Tomás, Catena Aurea, p.116-117).
Hacer el bien por amor del hombre es filantropía y no caridad; es obra humana y no divina.
La misericordia y la justicia son virtudes inseparáveis: una no puede existir sin la otra. Son como los dos arcos de una ojiva gótica: si fuere sacado un arco, el otro cae, y viceversa.
Por eso dice la glosa: "La justicia y la misericordia están tan unidas que una sustenta a la otra. Justicia sin misericordia es crueldad. Misericordia sin justicia es disipación (o moleza)" (Santo Tomás, Catena Aurea, p. 117).
De ahí estar escrito: "La misericordia y la verdad se encontraran, la justicia y la paz se besarán en el rostro.” (Ps. LXXXIV, 11). Y verdad ahí significa exactamente justicia, pues explica Santo Tomás que, en Dios la justicia es la verdad.
"(...) la justicia de Dios que establece en las cosas un orden en conformidad con la razón o idea de su Sabiduría, que es su ley, con razón se llama "verdad", y por eso, inclusive entre nosotros, hablamos de la "verdad de la justicia" (Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, I, Q. 21, a. 2).
Y es por eso que, también, está escrito "Todos los caminos del Señor son misericordia y verdad" (Ps. XXIV, 10).
Como la misericordia para con el prójimo se refiere siempre a una situación concreta en que está, el don del Espíritu Santo que nos lleva a alcanzar esa bienaventuranza es el don de Consejo. Este don del Espíritu Santo consiste en ver claramente, por la Sabiduría y por la inteligencia de los principios cómo aplicarlos en un caso particular.
A los misericordiosos se les promete la misericordia de Dios
para con ellos, porque, se tienen pena de los males espirituales que afligen al
próximo, deseando ayudarlo para que dejen el estado de pecado, Dios tendrá de
ellos aún mayor misericordia, pues que El no puede ser vencido en generosidad.
Esto es tan importante que Nuestro Señor Jesucristo incluyó, en el Padre
Nuestro, -- que contiene todo lo que debemos pedir a Dios -- la petición de que
Dios tenga misericordia de nosotros, así como tenemos misericordia de los
otros: "perdónanos nuestras
deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores".
6a) "Bienaventurados los puros de
corazón, porque ellos verán a Dios"
Las dos últimas bienaventuranzas corresponden a la felicidad de la vida contemplativa, que es superior a la de la vida activa.
Esta felicidad será perfecta y en máximo grado en el cielo, pero, ya en la tierra, aquellos que practicarán la virtud pueden gozar, aún aquí, una cierta felicidad sapiencial de la vida contemplativa.
Y esta Bienaventuranza fue colocada en el sexto lugar, porque fue en el sexto día que Dios creó al hombre y lo hizo a su imagen y semejanza. (Cfr. San Ambrosio, apud Santo Tomás, Catena Aurea, p.118).
Dominadas as pasiones do concupiscible e do irascible, vencidas as tentaciones relativas a la vida activa con relación al próximo, el hombre goza, aún en esta vida de un dominio de su alma que lo hace Señor de si e de las cosas que ele ve de modo claro, sin a distorsión das pasiones e con valor que as cosas tienen realmente.
Ni a Padrexão hace ver as cosas distorcidas, ni os afectos desregrados as valorizan injustamente.
El hombre todo contempla, como dice Dante, "com occhio chiaro e com afetto puro".
Ver todo con mirada clara, sin la desfiguración de la voluptuosidad, sin la distorsión de la avaricia, sin el apego de la dominación, ver a todos los seres -- hombres y demás criaturas -- tales cuales fueron hechos por Dios en la mañana original.
Ver con "occhio chiaro", esto es con inteligencia cierta, precisa y clara.
Y, cuando se ven las cosas y las personas así, se ven en ellas la imagen y los vestígios de Dios.
Dios hizo el universo por medio de su Palabra, de su Verbo. A cada palabra que Dios decía una cosa era hecha. De este modo cada criatura es una palabra de Dios cristalizada en un ser.
Siendo el universo un conjunto de palabras de Dios, el universo es un poema. Esa idea esplendida es de San Buenaventura.
Y siendo el universo un poema, puede ser "leído", pues todas las cosas hablan de Dios. Pero solo es capaz de leer el universo -- leer sus símbolos, ya que el símbolo es un inteligible no sensible, conforme a la magistral definición de un autor sospechoso, el Pseudo-Dionisio -- solo es capaz de leer el poema del universo quien tiene el corazón recto, quien tiene la mirada clara y el afecto puro.
San Francisco, en su esplendido poema intitulado "Cantico delle Creature", lo que hizo fue una lectura del poema del universo cantando al hermano Sol (Fratre nostro Sole), la hermana Luna (Sor nostra Luna, el hermano fuego y la hermana agua. Y la hermana Muerte, de la Cuál "nullo vivente può scappare" (Nuestra hermana Muerte de la cuál ningún ser vivo puede escapar).
Para leer las criaturas es preciso tener pureza de corazón. Quien tiene el corazón recto puede leer el universo y ver en él la imagen de Dios en los ángeles y en los hombres, y ver sus vestigios, en las criaturas hechas por Dios para el hombre.
Corneille hizo una bella poesía bajo este tema: "Si ton coeur estair droit...".
Si ton coeur étair droit...
Si ton coeur était
droit, toutes les créatures
te seraient
des miroirs et des livres ouverts,
où tu verrais
sans cesse, en mille lieux divers,
des modèles
de vie et des doctrines pures.
Toutes, come à l’envie, te montrent leur Auteur,
Il a dans la
plus basse imprimé sa hauteur,
et dans
les plus petite Il est plus admirable:
De sa pleine bonté, rien
ne parle à demi,
et du
vaste océan la masse épouvantable
ne l ‘étale moins
que la moindre fourmi.
Et tous les êtres
ne parlent que de Lui
dès la Sainte Vierge
au petit grain de sable,
dès la petite
étoile au Soleil à midi.
(Adaptado de Pierre Corneille)
["Si tu corazón fuese recto, todas las criaturas
serían para ti como espejos y libros abiertos,
donde verías, sin cesar, en mil lugares diversos,
modelos de vida y doctrinas puras.
Todas como deseosas te muestran su Autor.
El, en la más baja de ellas, imprimió a su grandeza,
y en la menor de todas, El es aún más admirable.
De su plena bondad en nada habla por la mitad,
y la masa espantosa del vasto océano,
no lo patentiza más de lo hace que la pequeña hormiga.
Y todos los seres solo hablan de El,
desde la Santa Virgen hasta el menor grano de arena,
desde la menor estrellita hasta el Sol al medio día".]
Hugo de San Víctor nota que Dios dio a Adán tres ojos:
1 – El ojo material;
2 - El ojo de la razón;
3 – El ojo de la Sabiduría.
Con el pecado original, el hombre perdió el ojo de la Sabiduría, lo que hizo necesaria, para él, la revelación.
Quedó aún con el ojo de la razón damnificado, de modo que con dificultad comprendía la verdad.
Solo le quedó intacto el ojo material. De ahí, que el hombre tenga la tendencia de acreditar solo en lo que ve. Por eso, Cristo llamó bienaventurados aquellos que, no habiendo visto, creerán.
Se debe notar, en consecuencia, que hay tres maneras de ver a Dios, en el universo creado:
1 -- Por la luz natural de la razón. Es definido por el Concilio Vaticano I, que es posible, por la luz natural de la razón, llegar al conocimiento de la existencia de Dios. Fue lo que hizo Aristóteles con sus cinco pruebas de la existencia de Dios. Pero, aunque sin el conocimiento metafísico de Aristóteles, los hombres pueden llegar al conocimiento de que tiene que existir un Dios creador de todas las cosas, al examinar el orden y el bien de las cosas existentes.
2-- Una segunda manera de llegar a esa visión -- y mucho más perfecta -- es por la luz de la Fe. Es la Fe la que nos permite conocer la verdad plena. Además de eso, la luz de la Fe auxilia enormemente a la razón para comprender las cosas que examina naturalmente, porque la gracia perfecciona la naturaleza.
3 -- La tercera manera de ver a Dios en las cosas creadas es por la luz de la Sabiduría proveniente de la Fe, pues no toda persona que tiene Fe, posee también la virtud. La persona puede tener Fe y vivir en pecado. Pero aquel que tiene Fe y posee la virtud, puede ver a Dios en las cosas creadas.
Todas esas maneras de ver a Dios serán superadas por la visión beatífica, en el cielo, cuando se verá a Dios cara a cara.
El don del Espíritu Santo correspondiente a esta Bienaventuranza es el de la Inteligencia, ya que la Inteligencia es una forma de visión superior.
¿Después de estas consideraciones es de espantar que el mundo actual, tan sumergido en la impureza y en los placeres materiales, sea ateo, e incapaz de ver a Dios?
De los hombres de nuestro tiempo se puede decir lo que Dante dice de los condenados al infierno: "quelli che hanno perso il bem del intellecto" (aquellos que perdieron el bien del intelecto".
7a)"Bienaventurados los pacíficos,
porque serán llamados hijos de Dios"
Paz es la tranquilidad en el orden.
Paz no es la ausencia de lucha o de guerra, como se piensa en este siglo que no piensa.
Hoy, se juzga que, habiendo tranquilidad, habría paz. Ahora bien, la tranquilidad puede ser o causada por la muerte o por el orden. En un cementerio puede haber tranquilidad, sin embargo no hay orden, sino deterioramiento y putrefacción. En un salón de clase si entran asaltantes y por las armas imponen silencio, habrá una falsa tranquilidad, pero no habrá paz.
La tranquilidad de la paz es aquella que es producida por el orden. Ahora bien, el orden es la recta disposición de los elementos de un conjunto, para alcanzar un fin.
Hay orden cuando cada elemento de un todo está en su debido lugar, hace lo que debe y recibe aquello a lo que tiene derecho. Y hacer lo que se debe, y recibir lo que se tiene derecho es exactamente lo que hace la justicia. Por eso, está escrito: "La paz es obra de la justicia".
Esto es lo que enseña San Agustín: "La paz es la tranquilidad del orden: y orden es la disposición por medio de la cuál se concede a cada uno su lugar, conforme sean iguales o desiguales. Así como no hay nadie que no quiera alegrarse, también no hay nadie que no quiera la paz. Estando así, inclusive hasta los que quieren la guerra no buscan encontrar otra cosa sino la paz gloriosa, batallando". (San Agustín, apud Santo Tomás, Catena Aurea, p.119).
Pacífico es aquel que hace la paz. Pero no al modo de los que ganan el premio Nobel, simplemente poniendo fin a una guerra. Pacífico es el que establece la paz como producto del orden y de la justicia.
Un cuerpo que no tenga salud, no tiene paz física, porque en el estado de enfermo los órganos o no hacen lo que deben o no reciben lo que tienen derecho y necesidad. Cuando el mal es causado por un tumor, solo se recupera la salud por medio de una operación quirúrgica. El bisturí trae la salud. Del mismo modo, en la sociedad, muchas veces, solo se restablece la paz por medio de un "bisturí", que es la espada, para restablecer la justicia y el orden. Por esa razón Santa Joana d`Arc decía: "Solo se tendrá paz en la punta de la lanza". Y ella era una guerrera pacífica, que los ángeles llamaban "Fille de Dieu".
Así como hay una paz internacional, o social, del mismo modo se puede tener una paz del alma.
Explica San Agustín que son pacíficos aquellos que, habiendo ordenado todos los movimientos de su alma, sujetándolos a la razón, mantienen bajo dominio todas las concupiscencias de la carne. Y esta es la paz que Dios da, en la tierra a los hombres de buena voluntad. Y hombres de buena voluntad no son algunos misteriosos Señores que no siguen ninguna religión, sino solo los Derechos del hombre. Hombres de buena voluntad son aquellos que quieren hacer, antes que todo, la voluntad de Dios.
Solo quien tiene paz en sí mismo, puede ofrecer la paz a los demás.
Los que viven en paz consigo mismos, y procuran ordenar al prójimo de modo que ellos también tengan paz, actúan para con ellos como verdaderos hermanos. Viven con los demás como en una familia y, por eso tienen a Dios por Padre adoptivo. Pues solo hay paz cuando todo se somete a Dios Padre. De ahí, que el premio de esos hombres que buscan la paz es el de ser llamados "hijos de Dios".
El don del Espíritu Santo correspondiente a esta Bienaventuranza es el de Sabiduría.
El Doctor de Hipona explica, por fin, que esta Bienaventuranza es colocada en séptimo lugar, porque en el séptimo día Dios descansó, simbolizando el descanso eterno de los Bienaventurados en el cielo, donde reinarán como Hijos de Dios.