El Gran medio de la Oración
Por San Alfonso María de Ligorio
INTRODUCCIÓN
Varias son las obras
espirituales que he publicado. Citaré las "Visitas al Santísimo Sacramento
y a María Santísima", "La Pasión de Cristo" y "Las Glorias
de María" Escribí también otra obrita contra los materialistas y deístas,
y otras, no pocas, sobre varios temas devotos y espirituales, más, tengo para
mí, que no he escrito hasta ahora libro más útil que éste que trata de la oración,
porque creo que es el medio más necesario y seguro para alcanzar la salvación y
todas las gracias que ella acarrea. Y tengo esto tan cierto que, si me fuera
posible, quisiera lanzar al mundo tantos ejemplares de esta obra cuantos son
los cristianos que en la tierra viven. A todos gustosamente se la regalaría: a
ver si por fin llegan a entender todos la necesidad que tenemos de la oración
para salvamos.
Hablo así, porque
veo, por una parte, la absoluta necesidad que tenemos de la oración, según
doctrina repetida en las sagradas Escrituras y en los libros de los Santos
Padres; y por otra, el poco cuidado que los cristianos tienen en practicar este
gran medio de salvación.
Y hay aún otra cosa
que me aflige todavía más. el ver que los predicadores y confesores hablan muy
poco de esto a sus oyentes y a las almas que dirigen, y que los libros piadosos
que andan hoy en manos de los fieles no tratan con bastante insistencia de este
importantísimo tema. Sin embargo creo yo que predicadores, confesores y libros
de ninguna otra cosa debieran tratar con más extensión que de este asunto de la
oración. Continuamente están inculcando otros excelentes medios para que las
almas se conserven en gracia de Dios, tales como la huida de las ocasiones, la
frecuencia de los sacramentos, el oír la palabra de Dios, el meditar las
verdades eternas y muchos otros más. ¿Quién niega que sean todos ellos
utilísimos para ese fin? Pero pregunto yo a mi vez: ¿Y para qué valen los
sermones, las meditaciones y tantos otros medios que largamente exponen los
maestros de la vida espiritual sin la oración, pues que de ella ha dicho el
Señor que es tan necesaria que no concederá sus gracias a aquellos que no
rezan? Pedid
y recibiréis he ahí su solemne y divina afirmación.
Sin oración, según
los planes ordinarios de la providencia, inútiles serán las meditaciones,
nuestros propósitos y nuestras promesas. Si no rezamos seremos infieles a las
gracias recibidas de Dios y a las promesas que hemos hecho en nuestro corazón.
La razón de esto es que para hacer en esta vida el bien, para vencer las
tentaciones, para ejercitarnos en la virtud, en una sola palabra, para observar
totalmente los mandamientos de Dios, no bastan las gracias recibidas ni las
consideraciones y propósitos que hemos hecho, se necesita sobre todo la ayuda actual
de Dios y esta ayuda actual no la concede Dios Nuestro Señor sino al que reza y
persevera en la oración. Lo probaremos más adelante. Las gracias recibidas, las
meditaciones que hemos concebido sirven para que en los peligros y tentaciones
sepamos rezar y con la oración obtengamos el socorro divino que nos Preserva
del pecado, mas si en esos grandes peligros no rezamos, estamos perdidos sin
remedio.
Quise, amado lector,
poner por delante estas solemnes afirmaciones que luego en otras páginas
demostraré para que des de antemano gracias a Dios, el cual, al poner en tus
Manos este libro mío, parece que quiere hacerte comprender la importancia de
este gran medio de la oración. Lo llamo gran medio de la oración, porque, todos
los que se salvan, si son adultos, ordinariamente por este medio se salvan. Da
por tanto gracias al Señor, porque a aquellos a quienes les da luces para
entender y practicar la oración, obra con ellos misericordiosamente.
Abrigo la esperanza,
hermano mío amadísimo, que cuando hayas terminado de leer este librito, no
serás perezoso en acudir a Dios con la oración si te asaltan tentaciones de
ofenderle. Si entras en tu conciencia y la hallas manchada con graves culpas,
piénsalo bien y verás que el mal te vino porque dejaste de acudir a Dios y no
le pediste su poderosa ayuda para vencer las tentaciones que asaltaban tu alma.
Déjame por tanto que te suplique que leas y releas con toda atención estas
páginas no porque son mías, sino porque aquí hallarás el medio que el Señor
pone en tus manos para alcanzar tu eterna salvación. Así te manifiesta por este
camino que te quiere salvar. Y otra cosa te pediré y es que después de leerlo
procures por los medios que estén a tu alcance que lo lean también tus amigos,
vecinos y cuantos te rodean.
Dicho
esto ... comencemos en el nombre del Señor.
Y SE PROPONE EL PLAN DE TODA LA OBRA
Escribía el apóstol
San Pablo a su discípulo Ti moteo, Recomiendo ante todas las cosas que se
hagan súplicas, oraciones, rogativas, acciones de gracias. Comentando estas
palabras, el Doctor Angélico dice que oración es la elevación del alma a Dios.
Completando esta definición con lo que enseñan recientes catecismos, puede
decirse que la oración es la elevación del alma y del corazón a Dios, para
adorarle, darle gracias y pedirle lo que necesitamos.
En este sentido
hemos de entenderla cuando tratemos de oraciones y súplicas en la presente
obra.
Y para que nos
vayamos encariñando con este gran medio de nuestra salvación eterna, que
llamamos "oración", hemos de decir en primer lugar cuán necesaria nos
es y la eficacia que tiene para alcanzar de Dios todas las gracias, si se las
pedimos como es debido. Así, pues, en esta obra trataremos tres cosas muy
principales: I. Necesidad de la oración. 2. Eficacia de la oración. 3.
Condiciones que ha de tener para que sea poderosamente eficaz cerca de Dios.
Luego pasaremos a demostrar en un segunda parte que la gracia de orar a
todos se la concede el Señor. Será entonces el momento oportuno para explicar
el modo maravilloso con que la gracia obra ordinariamente en nosotros.
Oración
dedicatoria a Jesús y a María
Oh Verbo encamado,
Vos disteis la sangre y la vida para comunicar a nuestras plegarias, según
vuestra divina promesa, una eficacia tan poderosa que alcancen todo lo que
pidan; mas nosotros, oh, Dios mío, tan descuidados andamos en las cosas de
nuestra eterna salvación que ni siquiera queremos pediros las gracias que
necesitamos para salvarnos. Nos disteis con el gran medio de la oración la
llave de todos vuestros tesoros y nosotros, por empeñarnos en no rezar, vivimos
siempre en la más grande miseria espiritual...
¡Ay, Señor mío!,
iluminadnos y hacednos comprender lo mucho que valen ante vuestro Eterno Padre
las plegarias que le dirigimos en vuestro nombre y por vuestros méritos.
A Vos consagro esta
humilde obra mía, bendecidla, y haga vuestra misericordia que cuantos la tomen
en sus manos se sientan movidos a orar y procurar que en todos prenda la llama
de este mismo amor; y así no haya uno solo que no acuda a este gran medio de
salvación.
A vos
encomiendo también esta obrita mía, oh, excelsa Madre de Dios, Virgen María.
Protegedla y dad a cuantos la leyeran el espíritu de la oración, la gracia de recurrir
en todas sus necesidades a vuestro divino Hijo y a Vos, que sois la dispensadora
de las gracias y la Madre de las misericordias, a Vos que no podéis consentir
que nadie se retire de vuestra presencia
triste y desesperado, a Vos, Virgen poderosísirna que
obtenéis cuanto deseáis para vuestros siervo
I. NECESIDAD DE
LA ORACIÓN
En grave error
incurrieron los pelagianos al afirmar que la oración no es necesaria para
alcanzar la salvación. Afirmaba su impío maestro, Pelagio,
que sólo se condena el hombre que es negligente en conocer las verdades que es
necesario saber para la vida eterna. Mas el gran San Agustín salióle al paso con estas palabras: Cosa extraña: de todo
quiere hablar Pelagio menos de la oración, la cual
sin embargo (así escribía y enseñaba el santo) es el único camino para adquirir
la ciencia de los santos, como claramente lo escribía el apóstol Santiago: Si alguno
de vosotros tiene falta de sabiduría pídasela a Dios, que a todos la da
copiosamente y le será otorgada.
Nada más claro que
el lenguaje de las Sagradas Escrituras, cuando quieren demostramos la necesidad
que de la oración tenemos para salvamos ... Es menester
orar siempre y no desmayar ... Vigilad y orad para no caer en la tentación.
Pedid y se os dará ... Está bien claro que las palabras: Es menester...
orad.. pedid significan y
entrañan un precepto y grave necesidad. Así cabalmente lo entienden los
teólogos. Pretendía el impío Wicleff que estos textos
sólo significaban la necesidad de buenas obras, y no de la oración; y era
porque, según su errado entender, orar no es otra cosa que obrar bien. Fue este
un error que expresamente condenó la santa Iglesia. De aquí que pudo escribir
el doctor Leonardo Lessio: no se puede negar la necesidad
de la oración a los adultos para salvarse sin pecar contra la fe, pues es
doctrina evidentísima de las sagradas Escrituras que la oración es el único
medio para conseguir las ayudas divinas necesarias para la salvación eterna.
La razón de esto es
clarísima. Sin el socorro de la divina gracia no podemos hacer bien alguno: Sin
mí nada podéis hacer, dice Jesucristo. Sobre estas cosas escribe
acertadamente San Agustín y advierte que no dice el Señor que nada podemos terminar,
sino que nada podemos hacer. Con ello nos quiso dar a entender
nuestro Salvador que sin su gracia no podemos realizar el bien. Y el Apóstol
parece que va más allá, pues escribe que sin la oración ni siquiera podemos
tener el deseo de hacerlo. Por lo que podemos sacar esta lógica consecuencia:
que si ni siquiera podemos pensar en el bien, tampoco podemos desearlo... Y lo
mismo testifican otros muchos pasajes de la Sagrada Escritura. Recordemos
algunos, Dios obra todas las cosas en nosotros... Yo haré que caminéis por
la senda de mis mandamientos y guardéis mis leyes y obréis según ellas. De
aquí concluye San León Papa que nosotros no podemos hacer más obras buenas que
aquellas que Dios nos ayuda a hacer con su gracia.
Así lo declaró
solemnemente el Concilio de Trento: Si alguno dijere que el hombre sin la previniente
inspiración del Espíritu Santo y sin su ayuda puede creer, esperar, amar y
arrepentirse como es debido para que se le confiera la gracia de la
justificación, sea anatema.
A este propósito
hace un sabio escritor esta ingeniosa observación: A unos animales dio el
Creador patas ágiles para correr, a otros garras, a otros plumas, y esto para
que puedan atender a la conservación de su ser ...
pero al hombre lo hizo el Señor de tal manera que El mismo quiere ser toda su
fortaleza. Por esto decimos que el hombre por sí solo es completamente incapaz
de alcanzar la salvación eterna, porque dispuso el Señor que cuanto tiene y
pueda tener, todo lo tenga con la ayuda de su gracia.
Y apresurémonos a
decir que esta ayuda de la gracia, según su providencia ordinaria, no la
concede el Señor, sino a aquel que reza, como lo afirma la célebre sentencia de
Gennadio: Firmemente creemos que nadie desea
llegar a la salvación si no es llamado por Dios... que nadie camina hacia ella
sin el auxilio de Dios ... que nadie merece ese
auxilio, sino el que se lo pide a Dios.
Pues si tenemos, por
una parte, que nada podemos sin el socorro de Dios y por otra que ese socorro
no lo da ordinariamente el Señor sino al que reza ¿quién no ve que de aquí
fluye naturalmente la consecuencia de que la oración es absolutamente necesaria
para la salvación? Verdad es que las gracias primeras, como la vocación a la fe
y la penitencia las tenemos sin ninguna cooperación nuestra, según San Agustín,
el cual afirma claramente que las da el Señor aun a los que no rezan. Pero el
mismo doctor sostiene como cierto que las otras gracias, sobre todo el don de
la perseverancia, no se conceden sino a los que rezan.
De aquí que los
teólogos con San Basilio, San Juan Crisóstomo, Clemente Alejandrino y otros
muchos, entre los cuales se halla San Agustín, sostienen comúnmente que la
oración es necesaria a los adultos y no tan sólo necesaria como necesidad de
precepto, como dicen las escuelas, sino como necesidad de medio. Lo cual quiere
decir que, según la providencia ordinaria de Dios, ningún cristiano puede
salvarse sin encomendarse a Dios pidiéndole las gracias necesarias para su
salvación. Y lo mismo sostiene Santo Tomás con estas graves palabras: Después
del Bautismo le es necesaria al hombre continua oración, pues si es verdad que
por el bautismo se borran todos los pecados, no lo es menos que queda la
inclinación desordenada al pecado en las entrañas del alma y que por fuera el
mundo y el demonio nos persiguen a todas horas.
He aquí como el
Angélico Doctor demuestra en pocas palabras la necesidad que tenemos de la
oración. Nosotros, dice, para salvamos tenernos que luchar y vencer, según
aquello de San Pablo: El que combate en los juegos públicos no es coronado,
si no combatiere según las leyes. Sin la gracia de Dios no podemos resistir
a muchos y poderosos enemigos... Y como esta gracia sólo se da a los que rezan,
por tanto sin oración no hay victoria, no hay salvación.
Que la oración sea
el único medio ordinario para alcanzar los dones divinos lo afirma claramente
el mismo Santo Doctor en otro lugar, donde dice que el Señor ha ordenado que
las gracias que desde toda la eternidad ha determinado concedernos nos las ha de dar sólo por medio de la oración. Y confirma lo mismo
San Gregorio con estas palabras. Rezando alcanzan los hombres las gracias
que Dios determinó concederles antes de todos los siglos. Y Santo Tornás
sale al paso de una objeción con esta sentencia: No es necesario rezar para que
Dios conozca nuestras necesidades, sino más bien para que nosotros lleguemos a
convencernos de la necesidad que tenemos de acudir a Dios para alcanzar los
medios convenientes para nuestra salvación y por este camino reconocerle a El
como autor único de todos nuestros bienes. Digámoslo con las mismas palabras
del Santo Doctor Por medio de la oración acabamos de comprender que tenemos
que acudir al socorro divino y confesar paladinamente que El solo es el dador
de todos nuestros bienes.
A la manera que
quiso el Señor que sembrando trigo tuviéramos pan y plantando vides tuviéramos
vino, así quiso también que sólo por medio de la oración tuviéramos las
gracias necesarias para la vida eterna. Son sus divinas palabras Pedid.. y se os dará... Buscad y hallaréis.
Confesemos que somos
mendigos y que todos los dones de Dios son pura limosna de su misericordia. Así
lo confesaba David: Yo mendigo soy y pobrecito. Lo mismo repite San
Agustín: Quiere el Señor concedernos sus gracias, pero sólo las da a aquel
que se las pide. Y vuelve a insistir el Señor: Pedid y se os dará ... Y concluye Santa Teresa: Luego el que no pide, no recibe
... Lo mismo demuestra San Juan Crisóstomo con esta comparación: A la
manera que la lluvia es necesaria a las plantas para desarrollarse y no morir,
así nos es necesaria la oración para lograr la vida eterna Y en otro lugar
trae otra comparación el mismo Santo: Así como el cuerpo no puede vivir sin
alma, de la misma manera el alma sin oración está muerta y corrompida. Dice que está corrompida y
que despide hedor de tumba, porque aquel que deja de rezar bien pronto queda
corrompido por multitud de pecados. Se llama también a la oración alimento
del alma porque si es verdad que sin alimento no puede sostenerse la vida
del cuerpo, no lo es menos que sin oración no puede el alma conservar la
vida de la gracia. Así escribe San Agustín.
Todas
estas comparaciones de los santos vienen a demostrar la misma verdad: la
necesidad absoluta que tenemos de la oración para alcanzar la salvación eterna.
II. LA ORACIÓN ES NECESARIA PARA VENCER
LAS TENTACIONES
Y GUARDAR LOS MANDAMIENTOS
Es además la oración
el arma más necesaria par defendemos de los enemigos de nuestra alma. EL que no
la emplea, dice Santo Tomás, está perdido. El Santo Doctor no duda en afirmar
que cayó Adán porque no acudió a Dios en el momento de la tentaci6n. Lo mismo
dice San Gelasio, hablando de 1os ángeles rebeldes:
No aprovecharon la gracia de Dios y porque no oraron, no pudieron
conservarse en santidad. San Carlos Borromeo dice
en una de sus cartas pastorales que de todos los medios que el Señor nos dio en
el evangelio, el que ocupa el primer lugar es la oración. Y hasta quiso que la
oración fuera el sello que distinguiera su Iglesia de las demás sectas, pues
dijo de ella que su casa era casa de oración: Mi casa será llamada casa de
oración. Con razón,
pues, concluye San Carlos en la referida pastoral, que la oración es el
principio, progreso y coronamiento de todas las virtudes.
Y es esto tan
verdadero que en las oscuridades del espíritu, en las miserias y peligros en
que tenemos que vivir sólo hallamos un fundamento para nuestra esperanza, y es
el levantar nuestros ojos a Dios y alcanzar de su misericordia por la oración
nuestra salud eterna. Lo decía el rey Josafat: Puesto que ignoramos lo que
debemos hacer, una sola cosa nos resta: volver los ojos a Ti. Así lo practicaba
el santo Rey David, pues confesaba que para no ser presa de sus enemigos no
tenía otro recurso sino el acudir continuamente al Señor suplicándole que le librara
de sus acechanzas: Al
señor levanté mis ojos siempre,
porque me soltará de los lazos que me tienden. Se pasaba la
vida repitiendo así siempre; Mírame, Señor, y ten piedad de mí, que estoy
solo y soy pobre. A
ti clamé, Señor, sálvame para que guarde tus mandamientos... porque yo nada
puedo y fuera de Vos nadie me podrá ayudar.
Eso es verdad,
porque después del pecado de nuestro primer padre Adán que nos dejó tan débiles
y sujetos a tantas enfermedades, ¿habrá uno solo que se atreva a pensar que
podemos resistir los ataques de los enemigos de nuestra alma y guardar los
divinos mandamientos, si no tuviéramos en nuestra mano la oración, con la cual
pedimos al Señor la luz y la fuerza para observarlos? Blasfemó Lutero, cuando
dijo que después del pecado de Adán nos es del todo imposible la observancia de
la divina ley. Jansenio se atrevió a sostener también
que en el estado actual de nuestra naturaleza ni los justos pueden guardar
algunos mandamientos. Si esto sólo hubiera dicho, pudiéramos dar sentido
católico a su afirmación, pero justamente le condenó la Iglesia, porque siguió
diciendo que ni tenían la gracia divina para hacer posible su observancia.
Oigamos a San
Agustín: Verdad es que el hombre con sus solas fuerzas y con la gracia ordinaria
y común que a todos es concedida no puede observar algunos mandamientos, pero
tiene en sus manos la oración y con ella podrá alcanzar esa fuerza superior que
necesita para guardarlos. Estas son textuales palabras: Dios cosas
imposibles no manda, pero, cuando manda, te exhorta a hacer lo que puedes y a
pedir lo que no puedes, y entonces te ayuda para que lo puedas. Tan célebre
es este texto del gran Santo que el Concilio de Trento se lo apropió y lo
declaró dogma de fe. Mas, ¿cómo podrá el hombre hacer
lo que no puede? Responde al punto el mismo Doctor a continuación de lo que
acaba de afirmar: Veamos y comprenderemos que lo que por enfermedad o vicio
del alma no puede hacer, podrá hacerlo con la medicina. Con lo cual quiso damos a
entender que con la oración hallamos el remedio de nuestra debilidad, ya que
cuando rezamos nos da el Señor las fuerzas necesarias para hacer lo que no
podemos.
Sigue hablando el
mismo San Agustín y dice: Sería
temeraria insensatez pensar que por una parte nos impuso el
Señor la observancia de su divina ley y por otra que fuera esa ley imposible de
cumplir. Por eso añade: Cuando el Señor nos hace comprender que no somos
capaces de guardar todos sus santos preceptos, nos mueve a hacer las cosas
fáciles con la gracia ordinaria que pone siempre a nuestra disposición: para
hacer las más difíciles nos ofrece una gracia mayor que podemos alcanzar con la
oración. Y si alguno opusiere por qué nos manda el Señor cosas que están
por encima de nuestras fuerzas, le responde el mismo Santo: Nos manda algunas
cosas que no podemos para que por ahí sepamos qué cosas le tenemos que pedir. Y
lo mismo dice en otro lugar con estas palabras: Nadie puede observar la ley
sin la gracia de Dios, y por esto cabalmente nos dio la ley, para que le
pidiéramos la gracia de guardarla. Y en otro pasaje viene a exponer igual doctrina
el mismo San Agustín. He aquí sus palabras: Buena
es la ley para aquel que debidamente usa de ella. Pero ¿qué es usar debidamente
de la ley? A esta pregunta
contesta: Conocer por medio de la ley las enfermedades de nuestra alma y
buscar la ayuda divina para su remedio. Lo cual quiere decir
que debemos servirnos de la ley ¿para qué?, para llegar a entender por medio de
la ley (pues no tendríamos otro camino) la debilidad de nuestra alma y su
impotencia para observarla. Y entonces pidamos en la oración la gracia divina
que es lo único que puede curar nuestra flaqueza.
Esto mismo vino a
decir San Bernardo, cuando escribió: ¿Quiénes somos nosotros y qué fortaleza
tenemos para poder resistir a tantas tentaciones? Pero esto cabalmente era
lo que pretendía el Señor: que entendamos nuestra miseria y que acudamos con
toda humildad a su misericordia, pues no hay otro auxilio que nos pueda valer.
Muy bien sabe el Señor que nos es muy útil la necesidad de la oración, pues por
ella nos conservamos humildes y nos ejercitamos en la confianza. Y por eso
permite el Señor que nos asalten enemigos que con nuestras solas fuerzas no
podemos vencer, para que recemos y por ese medio obtengamos la gracia divina
que necesitamos.
Conviene sobre todo
que estemos persuadidos que nadie podrá vencer las tentaciones impuras de la
carne si no se encomienda al Señor en el momento de la tentación. Tan poderoso
y terrible es este enemigo que cuando nos combate se apagan todas las luces de
nuestro espíritu y nos olvidamos de las meditaciones y santos propósitos que
hemos hecho, y no parece sino que en esos momentos despreciamos las grandes
verdades de la fe y perdemos el miedo de los castigos divinos. Y es que esa
tentación se siente apoyada por la natural inclinación que nos empuja a los
placeres sensuales. Quien en esos momentos no acude al Señor está perdido. Ya
lo dijo San Gregorio Nacianceno: La oración es la defensa de la pureza Y antes
lo había afirmado Salomón: Y como supe que no podía ser puro, si Dios no me
daba esa gracia, a Dios acudí y se la pedí.
Es en efecto la castidad una virtud que con nuestras propias fuerzas no podemos
practicar, necesitamos la ayuda de Dios, mas Dios no la concede sino a aquel
que se la pide. El que la pide, ciertamente la obtendrá.
Por eso sostiene Santo
Tomás contra Jansenio que no podemos decir que la
castidad y otros mandamientos sean imposibles de guardar, pues si es verdad que
por nosotros mismos y con nuestras solas fuerzas no podernos, nos es posible
sin embargo con la ayuda de la divina gracia. Y que nadie ose decir que parece
linaje de injusticia mandar a un cojo que ande derecho. No, replica San
Agustín, no es injusticia, porque al lado se le pone el remedio para curar de
su enfermedad y remediar su defecto. Si se empeña en andar torcidamente suya
será la culpa.
En suma diremos con
el mismo santo Doctor que no sabrá vivir bien quien no sabe rezar bien. Lo
mismo afirma San Francisco de Asís, cuando asegura que no puede esperarse fruto
alguno de un alma que no hace oración. Injustamente por tanto se excusan los
pecadores que dicen que no tienen fuerzas para vencer las tentaciones. ¡Qué atinadamente les responde el apóstol Santiago cuando
les dice: Si las fuerzas os faltan ¿por qué no las pedís al Señor? ¿No las
tenéis? Señal de que no las habéis pedido.
Verdad es que por
nuestra naturaleza somos muy débiles para resistir los asaltos de nuestros
enemigos, pero también es cierto que Dios es fiel, como dice el Apóstol y que
por tanto jamás permite que seamos tentados sobre nuestras fuerzas. Oigamos las
palabras de San Pablo: Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados
sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho
para que podáis manteneros. Comentan do este pasaje, Primacio
dice. Antes bien os dará la ayuda de la gracia para que podáis resistir la
violencia de la tentación.
Débiles
somos, pero Dios es fuerte, y, cuando le invocamos, nos comunica su misma
fortaleza y entonces podemos decir con el Apóstol: Todo lo puedo con la
ayuda de aquél que es mi fortaleza. Por lo que el que sucumbe, porque no ha rezado, no tiene excusa, dice San
Juan Crisóstomo, pues si hubiera rezado hubiera
sido vencedor de todos sus enemigos.
III. DE LA NECESIDAD DE ACUDIR A LOS SANTOS COMO
NUESTROS INTERCESORES
Aquí aparece el
lugar conveniente para tratar de la duda si es necesario también recurrir a la
intercesión de los Santos para alcanzar las gracias divinas.
Que sea cosa buena y
útil invocar a los Santos para que nos sirvan de intercesores y nos alcancen por
los méritos de Jesucristo lo que por los nuestros no podemos obtener, es
doctrina que no podernos negar, pues así lo declaró la Santa Iglesia en el
Concilio de Trento. Lo negaba el impío Calvino, pero
era desatino e impiedad, porque, en efecto, nadie osará negar que es bueno y útil acudir a las almas santas que en el mundo
viven para que vengan en nuestra ayuda con sus plegarias. Así lo hacía el
apóstol San Pablo, el cual escribiendo a los de Tesalónica, les decía: Hermanos,
rogad por nosotros. Pero, ¿qué digo? Hasta el mismo Dios mandaba a los
amigos del Santo Job que se encomendasen a sus oraciones para que por sus
méritos Él les pudiese favorecer. Pues si es lícito encomendarse a las
oraciones de los vivos, ¿no lo será invocar a los Santos que están en el cielo
y más cerca de Dios?
Y no se diga que
esto es quitar el honor debido a Dios, pues es más bien duplicarlo, pues a
reyes y potentados no se les honra solamente en su misma persona, sino también
en la de sus reales servidores. Y apoyado en esto sostiene Santo Tomás que es
cosa muy excelente acudir a muchos santos, porque se obtiene por las oraciones de muchos lo que por las de
uno solo no se logra alcanzar. Y si alguno por ventura objetase de qué puede
servir el recurrir a los Santos, pues que ellos rezan por todos los que son
justos y dignos de sus oraciones, responde el mismo Santo Doctor que si alguno
no fuese digno, cuando los santos ruegan por él, se hace digno desde el momento
en que recurre a su intercesión.
Pedir a las almas del
Purgatorio y por las almas del Purgatorio. Discuten los teológos
si es conveniente encomendamos a las almas del purgatorio. Sostienen que
aquellas almas no pueden rogar por nosotros, y se apoyan en la autoridad de
Santo Tomás, el cual dice que aquellas almas por estar en estado de
purificación son inferiores a nosotros y por tanto no están en condiciones de
rogar, sino que más bien necesitan que los demás rueguen por ellas. Mas
otros muchos doctores, entre los cuales podemos citar a San Belarmino,
SyIvio, cardenal de Gotti, Lession, Medina ..., sostienen lo
contrario y con mayor probabilidad de razón, pues afirman que puede creerse
piadosamente que el Señor les revela nuestras oraciones para que aquellas almas
benditas rueguen por nosotros y de esta suerte hay entre ellas y nosotros más
íntima comunicación de caridad. Nosotros
rezamos por ellas, ellas rezan por nosotros.
Y dicen muy bien Sylvio y Gotti que no parece que
sea argumento en contra la razón que aduce el Angélico Santo Tomás de que las
almas están en estado de purificación; porque una cosa es estar en estado de
purificación y otra muy distinta el poder rogar. Verdad es que, aquellas almas
no están en estado de rogar, pues, como dice Santo Tomás, por hallarse bajo el
castigo de Dios son inferiores a nosotros, y así parece que lo más propio es
que nosotros recemos por ellas, ya que se hallan más necesitadas; sin embargo
aun en ese estado bien pueden rezar por nosotros, porque son almas muy amigas
de Dios. Un padre que ama tiernamente a su hijo puede tenerlo encerrado en la
cárcel por alguna culpa que cometió, y parece que en ese estado él no puede
rogar por sí mismo, mas ¿por qué no podrá interceder por los demás? ¿Y por qué
no podrá esperar que alcanzará lo que pide, puesto que
sabe el afecto grande que el padre le tiene? De la misma manera, siendo las
almas benditas del purgatorio tan amigas de Dios y estando, como están,
confirmadas en gracia, parece que no hay razón ni impedimento que les estorbe
rezar por nosotros.
Cierto es que la
Iglesia no suele invocarlas e implorar su intercesión, ya que ordinariamente
ellas no conocen nuestras oraciones. Mas piadosamente podemos creer, como
arriba indicábamos, que el Señor les da a conocer nuestras plegarias, y si es
así, puesto que están tan llenas de caridad, por seguro podemos tener que
interceden por nosotros. De Santa Catalina de Bolonia se lee que cuando deseaba
alguna gracia recurría a las ánimas benditas, y al punto era escuchada: y
afirmaba que no pocas gracias que por la intercesión de los Santos no había alcanzado,
las había obtenido por medio de las ánimas benditas. Si, pues, deseamos
nosotros la ayuda de sus oraciones, bueno será que procuremos nosotros
socorrerlas con nuestras oraciones y buenas obras.
Me atrevo a decir
que no tan sólo es bueno, sino que es también muy justo, ya que es uno de los
grandes deberes de todo cristiano. Exige la caridad que socorramos a nuestros
prójimos, cuando tienen necesidad de nuestra ayuda y nosotros por nuestra parte
no tenemos grave impedimento en hacerlo. Pensemos que es cierto que aquellas
ánimas benditas son prójimos nuestros, pues aunque murieron y ya no están en la
presente vida, no por eso dejan de pertenecer, como nosotros, a la Comunión de
los Santos. Así lo afirma San Agustín con estas claras palabras: las almas
santas de los muertos no son separadas de la Iglesia. Y más claramente lo
afirma Santo Tomás, el cual, tratando esta verdad, dice que la caridad que
debemos a los muertos que pasaron de esta vida a la otra en gracia de Dios, no
es más que la extensión de la Misma caridad que tenernos en este mundo a los
vivos. La caridad, dice, que es un vínculo de perfección y lazo de la Santa
Iglesia, no solamente se extiende a los vivos, sino también a los muertos que
murieron en la misma caridad. Por donde debemos concluir que debemos socorrer
en la medida de nuestras fuerzas a las ánimas benditas, como prójimos nuestros,
y pues su necesidad es mayor que la de los prójimos que tenemos en esta vida,
saquemos en consecuencia que mayor es la obligación que tenemos de socorrerlas.
Porque, en efecto,
¿en qué necesidad se hallan aquellas santas prisioneras? Es verdad innegable
que sus penas son inmensas. San Agustín no duda en afirmar que el fuego que
las atormenta es más cruel que todas las penas que en este mundo nos pueden
afligir. Lo mismo piensa Santo Tomás
y añade que su fuego es el mismo fuego del infierno. En el mismo fuego, en que el condenado es atormentado, dice, es
purificado el escogido.
Si ésta es la pena
de sentido, mucho mayor y más horrenda será la pena de daño que consiste en la
privación de la vista de Dios. Es que aquellas almas esposas santas de Dios, no
tan sólo por el amor natural que sienten hacia el Señor, sino principalmente
por el amor sobrenatural que las consume, se sienten arrastradas hacia El, mas
como no pueden allegarse por las culpas que las retienen, sienten un dolor tan
grande que, si fueran capaces de morir, morirían de pena a cada momento. De tal
manera, dice San Juan Crisóstomo, que esta privación de la vista de Dios las
atormenta horriblemente más que la pena de sentido. Mil infiernos de fuego,
reunidos, dicen, no les causarían tanto dolor como la sola pena de daño.
Y es esto tan
verdadero que aquellas almas, esposas del señor, con gusto escogerían todas las
penas antes que verse un solo momento privadas de la vista y contemplación de
Dios. Por eso se atreve a sostener el Doctor Angélico que, las penas del
purgatorio exceden todas las que en este mundo podemos padecer. Dionisio el
Cartujo refiere que un difunto, resucitado por intercesión de San Jerónimo,
dijo a San Cirilo de Jerusalén que todos los
tormentos de la presente vida comparados con la pena menor del purgatorio,
parecen delicias y descansos. Añadió que si uno hubiera experimentado las penas
del purgatorio, no dudaría en escoger los dolores que todos los hombres juntos
han padecido y padecerán en este mundo hasta el juicio final, antes que padecer
un día solo la menor pena del purgatorio. Por eso escribía el mismo San Cirilo a San Agustín, que las penas del purgatorio, en
cuanto a su gravedad, son lo mismo que las penas del infierno; en una sola cosa
principalísima se distinguen: en que no son eternas.
Son por tanto
espantosamente grandes las penas de las ánimas benditas del purgatorio, y además
ellas no pueden valerse por sí mismas. Lo decía el Santo Job con aquellas
palabras: Encadenadas están y amarradas con cuerdas de pobreza. Reinas
son y destinadas al reino eterno, pero no podrán tomar posesión de él, y
tendrán que gemir desterradas hasta que queden totalmente purificadas.
Sostienen algunos teólogos que pueden ellas en parte mitigar sus tormentos con
sus plegarias, pero de todos modos no podrán nunca hallar en sí mismas los recursos
suficientes y tendrán que quedar entre aquellas cadenas hasta que no hayan
pagado cumplidamente a la justicia divina. Así lo decía un fraile cisterciense,
condenado al purgatorio, al hermano sacristán de su monasterio-. Ayúdame, le
suplicaba, con tus oraciones, que yo por mí nada puedo. Y esto mismo
parece repetir San Buenaventura con aquellas palabras: Tan pobres son
aquellas benditas ánimas, que por sí mismas no pueden pagar sus deudas.
Lo que sí es cierto
y dogma de fe es que podemos socorrer con nuestros sufragios y sobre todo con
nuestras oraciones a aquellas almas santas. La Iglesia alaba estas plegarias y
ella misma va delante con su ejemplo. Siendo esto así, no sé cómo puede
excusarse de culpa aquel que pasa mucho tiempo sin ayudarlas en algo, al menos
con sus oraciones.
Si a ello no nos
mueve este deber de caridad, muévanos el saber el placer grande que proporcionamos
a Jesucristo, cuando vea que nos esforzamos en romper las cadenas de aquellas
sus amadas esposas para que vayan a gozar de su amor en el cielo. Muévanos
también el pensamiento de los muchos méritos que por este medio adquirimos,
puesto que hacemos un acto de caridad tan grande con aquellas benditas ánimas;
y bien seguros podemos estar que ellas a
su vez, agradecidas al bien que les hemos procurado, sacándolas con nuestras oraciones
de aquellas penas y anticipándoles la hora de su entrada en el cielo, no dejarán
de rogar por nosotros cuando ya se hallen en medio en la bienaventuranza.
Decía el Señor. Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán
misericordia. Pues si el bondadoso galardonador promete misericordia a los
que tienen misericordia con sus prójimos, con mayor razón podrá esperar su
eterna salvación, aquel que procura socorrer a almas tan santas, tan afligidas
y tan queridas de Dios.
La intercesión de los Santos. Pero volvamos a la
duda que arriba nos atrevemos a exponer. ¿Hay verdadera obligación de invocar
la intercesión de los Santos? No es mi propósito resolver aquí esta sutilísima
cuestión, no quiero sin embargo dejar de exponer una doctrina del Angélico
Doctor. Sostiene él primeramente en muchos lugares antes apuntados y especialmente
en el libro de las Sentencias, que es verdad innegable que todos estamos
obligados a rezar, porque de otra manera no alcanzaremos las gracias necesarias
para nuestra salvación eterna, ya que para ello no hay otro camino que el de la
oración. En otro lugar del mismo libro se propone a sí mismo con toda claridad
la siguiente duda: ¿debemos rogar a los Santos para que intercedan por
nosotros? Para que se entienda bien el pensamiento del Santo quiero transcribir
el texto íntegro: Es así: Hay un orden divinamente establecido en todas las
cosas, según Dionisio Areopagita, y es que las últimas cosas vuelvan a Dios
valiéndose de las intermedias. Y como los Santos ya están en la Patria y por
tanto muy cerca de Dios, parece que está pidiendo el orden general establecido,
que nosotros, que aún estamos con este cuerpo mortal y andamos peregrinando
lejos de Dios, a El volvamos por mediación de los Santos. Así sucede, cuando
por ellos llegan hasta nosotros los efectos de la divina bondad Pues nuestra
vuelta a Dios debe seguir en cierto modo el mismo proceso de la donación de su
bondad, ya que los beneficios divinos llegan a nosotros por medio de los
santos, así por medio de los mismos debemos volver a Dios. De aquí podemos
concluir que cuando pedimos a los Santos que recen por nosotros, los
constituimos intercesores y en cierto sentido mediadores nuestros.
Meditemos estas
palabras del Angélico Doctor y veremos que según su doctrina el orden de la
divina ley exige que nosotros, míseros mortales, nos salvemos por medio de los
Santos, recibiendo de sus manos las gracias necesarias para nuestra salvación
eterna. Como alguno puede objetar que parece superfluo acudir a los Santos, ya
que Dios es infinitamente más misericordioso que ellos y más inclinado a
socorrernos, responde el Santo muy atinadamente que, si lo ha dispuesto así el
Señor, no ha sido por falta de poder por parte suya, sino para conservar en
todo el orden general establecido de obrar siempre por medio de las causas
segundas.
Lo mismo enseñan el continuador de Tournel
y Sulvio apoyados en la doctrina de Santo Tomás.
Dicen ellos que si es verdad que sólo podemos rezar a Dios, como autor de la
gracia, tenemos sin embargo obligación de acudir a la intercesión de los Santos
para guardar el orden establecido por Dios, que ha dispuesto que los inferiores
se salven con la ayuda de los superiores.
IV. DE LA INTERCESIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA
Lo que hasta aquí
llevamos dicho de la intercesión de los Santos puede decirse, pero con mucha
mayor excelencia, de la intercesión de la Madre de Dios. sus
oraciones valen más que las de todo el paraíso. Da la razón Santo Tomás,
diciendo que los santos, según su mérito, así es el poder que tienen de salvar
a otros muchos; pero como Jesucristo y digamos lo mismo de su Divina Madre,
tienen gracia tan abundante, por eso pueden salvar a todos los hombres. Lo dice
así el Santo Doctor. Ya es cosa grande decir de un santo que tiene bastante
gracia para salvar a muchos. Pero si pudiera decirse de alguno que la tenía tan
grande que a todos los hombres pudiera dar la salvación sería la más grande
alabanza. Mas ello solamente puede decirse de
Jesucristo y de su Madre Santísima. San Bernardo hablando de la Virgen escribió
estas hermosas palabras: Así como nosotros no podemos acercarnos al Padre
sino por medio del Hijo, que es mediador de justicia, así no podemos acercarnos
a Jesús si no es por medio de María que es la mediadora de la gracia y nos
obtiene con su intercesión todos los bienes que nos ha concedido Jesucristo. En
otro lugar saca el mismo Santo de todo esto una consecuencia lógica, cuando
dice que María ha recibido de Dios dos plenitudes de gracias- la primera, la
encarnación del Verbo eterno, tomando carne humana en su purísimo seno... la
segunda, la plenitud de las gracias que de Dios recibimos por su intercesión.
Oigamos las palabras del mismo Santo: Puso el Señor en María la plenitud de
todos los bienes, y por tanto, si tenemos alguna gracia y alguna esperanza, si
alguna seguridad tenemos de salvación eterna, podemos confesar que todo nos
viene de ella, pues rebosa de delicias divinas. Huerto de delicias es su alma y
de allí corren y se esparcen suaves aromas, es decir, los carismas de todas las
gracias.
Podemos por tanto
asegurar que todos los bienes que del Señor recibirnos, nos llegan por medio de
la intercesión de María. ¿Qué por qué es así? Responde categóricamente San
Bernardo: Porque así lo ha dispuesto el mismo Dios. Esta es su divina
voluntad, son palabras de San Bernardo, que todo lo recibamos por manos
de María Pero San Agustín da otra razón y parece más lógica, y es que María
es propiamente nuestra Madre; lo es, porque su caridad cooperó para que
naciésemos a la vida de la gracia y fuéramos hechos miembros de nuestra cabeza
que es Jesucristo. Pues ella ha cooperado con su bondad al nacimiento
espiritual de todos los redimidos, por eso ha querido el Señor que con su
intercesión coopere a que tengan la vida de la gracia en este mundo, y en el
otro mundo la vida de la gloria. Que por esto la Santa Iglesia se complace en
llamar y saludarla con estas suavísimas palabras: Vida, dulzura y esperanza
nuestra.
Nos exhorta San
Bernardo a recurrir siempre a esta divina Madre, ya que sus súplicas son siempre
escuchadas por su divino Hijo. Acudamos a María, exclama con fervoroso
acento, lo digo sin
vacilar..., el Hijo oirá a su Madre. A
continuación añade: Hijos
míos, Ella es la escala de los pecadores. Ella mi máxima esperanza, Ella, toda
la razón de confianza del alma mía. La llama escala, porque así como
no podemos subir el tercer escalón sin poner antes el pie en el segundo, de la
misma manera nadie llega a Dios sino es por medio de Jesucristo, y a Jesucristo
nadie llega sino por medio de María. Y añade que es su máxima esperanza y el
fundamento de su confianza porque Dios ha dispuesto que todas las gracias nos
pasen por manos de María. Por esto concluye recordándonos que todas las gracias
que queramos obtener, las pidamos por medio de María, porque ella alcanza todo
lo que quiere y sus oraciones jamás serán desatendidas. He aquí sus textuales
palabras: Busquemos la gracia, y busquémosla por medio de María, porque
halla todo lo que busca y jamás pueden ser frustrados sus deseos. No de
distinta forma hablaba el fervoroso San Efrén: Sólo una esperanza tenemos, decía,
y eres tú,
Virgen purísima. San Ildefonso, vuelto a la misma celestial Señora, le
hablaba así. La Majestad divina ordenó que todos sus bienes pasaran por tus
manos benditas. A Ti están confiados todos los tesoros divinos y todas las
riquezas de las gracias. San Germán le decía todo tembloroso: ¿Qué será de nosotros si Tú nos
abandonas, vida de todos los cristianos? San Pedro Damián: En tus manos
están todos los tesoros de las misericordias de Dios. San Antonio: Quien
reza sin contar contigo es como quien pretende volar sin alas. San
Bernardino de Sena: Tú eres la dispensadora de todas las gracias: nuestra
salvación está en tus manos. En otro lugar llegó a afirmar el mismo Santo
que no tan sólo es María el medio por el cual se nos comunican todas las
gracias de Dios sino que desde el día en que fue hecha madre de Dios, adquirió
una especie de jurisdicción sobre todas las gracias que se nos conceden. Sigue
ponderando la autoridad de la Virgen con estas palabras, Por Maria, de la
cabeza de Cristo, pasan todas las gracias vitales a su cuerpo místico. El día
en que siendo Virgen fue hecha Madre de Dios, adquirió una suerte de posesión y
autoridad sobre todas las gracias que el Espíritu Santo concede a los hombres
de este mundo, que nadie jamás obtendrá gracia alguna, sino según lo disponga
esta Madre piadosísima. Y añade esta conclusión, Por tanto, sus manos
misericordiosas dispensan a quien quiere dones, virtudes y gracias. Y lo mismo
confirma San Bernardino de Sena con estas palabras: Ya que toda la naturaleza
divina se encerró en el seno de María, no temo afirmar que por ello adquirió la
Virgen cierta jurisdicción sobre todas las corrientes de las gracias, pues fue
su seno el océano del cual salieron todos los ríos de las divinas gracias.
Muchos teólogos
apoyados en la autoridad de estos Santos, justa y piadosamente tienen la
opinión de que no hay gracia que no sea dispensada por medio de la intercesión
de María. Así podemos citar entre muchos a Vega, Mendoza, Pacíuccheli,
Séñeri, Poiré, Crasset. Lo mismo defiende el docto P. Natal Alejandro, del
cual son estas palabras: Quiere Dios que todos los bienes que de El
esperamos, los obtengamos por la poderosísima intercesión de su Madre, cuando
debidamente la invocamos. Y trae para confirmarlo el célebre texto de San
Bernardo: Esta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por
María. El P. Contenson, comentando aquellas
palabras que Cristo pronunció en la cruz: Ahí tienes a tu madre, añade. Como
si dijere: Ninguno puede participar de mi sangre, sino por la intercesión de mi
Madre. Fuentes son de gracia sus llagas, pero su agua sólo llegará a las almas
por medio de ese canal que se llama María. Juan, mi amado discípulo, serás tan
amado de Mí, cuanto amares a Ella.
Por lo demás, si es
cierto que le agrada al Señor que recurramos a los santos, mucho más le ha de
agradar que acudamos a la intercesión de María para que supla ella nuestra
indignidad con la santidad de sus méritos. Así cabalmente lo afirma San
Anselmo: para que
la dignidad de la intercesora supla nuestra miseria. Por tanto, acudir a la
Virgen no es desconfiar de la divina misericordia; es tener miedo de nuestra
indignidad. Santo Tomás, cuando habla de la dignidad de María, no repara en
llamarla casi infinita.
Como es madre de Dios tiene cierta especie de dignidad infinita. Y por
tanto, puede decirse sin exageración que las oraciones de María son casi más
poderosas que las de todo el cielo.
Pongamos
fin a este primer capítulo resumiendo todo lo dicho y dejando bien sentada esta
afirmación: que el que reza se salva y el que no reza se condena. Si dejamos
a un lado a los niños, todos
los demás bienaventurados se salvaron porque rezaron, y los condenados se
condenaron porque no rezaron. Y ninguna otra cosa les producirá en el
infierno más espantosa desesperación que pensar que les hubiera sido cosa muy
fácil salvarse. Pues lo hubieran conseguido pidiendo a Dios sus gracias, y que
ya serán eternamente desgraciados, porque pasó el tiempo de la oración.
Excelencia de la oración y su poder
ante Dios
Tan gratas a Dios
son nuestras plegarias que ha querido que sus santos ángeles se las presenten,
apenas se las dirigimos. Lo dice San Hilario: Los ángeles presiden las
oraciones de los fieles y diariamente las ofrecen al Señor. Y ¿qué son las
oraciones de los santos, sino aquel humo de oloroso incienso que subía ante el
divino acatamiento y que los ángeles ofrecían a Dios, como vio San Juan? Y el
mismo Santo Apóstol escribe que las oraciones de los santos son incensarios de
oro llenos de perfumes deliciosos y gratísimos a Dios.
Para mejor entender
la excelencia de nuestras oraciones ante el divino acatamiento bastará leer en
las Sagradas Escrituras las promesas que ha hecho el Señor al alma que reza, y
eso lo mismo en el antiguo que en el nuevo Testamento. Recordemos algunos
textos nada más: Invócame en el día de la tribulación ...
Llámame y yo te libraré ... Llámame y yo te oiré ... Pedid y se os dará ...
Buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá. Cosas buenas dará mi Padre que está
en los cielos a aquel que se las pida ... Todo aquel
que pide, recibe ... Lo que queráis, pedidlo, y se os dará. Todo cuanto
pidieren, lo hará mi Padre por ellos. Todo cuanto pidáis en la oración, creed
que lo recibiréis y se hará sin falta. Si algo pidiéreis
en mi nombre, os lo concederá. Y como éstos muchos textos más que no
traemos aquí para no extendemos más de lo debido.
Quiere Dios
salvarnos, mas, para gloria nuestra, quiere que nos salvemos, como vencedores.
Por tanto, mientras vivamos en la presente vida, tendremos que estar en
continua guerra. Para salvamos habremos de luchar y vencer. Sin victoria nadie
podrá ser coronado. Así afirma San Juan Crisóstomo: Cierto es que somos muy
débiles y los enemigos muchos y muy poderosos; ¿cómo, pues, podremos hacerles
frente y derrotarlos? Responde el Apóstol animándonos a la lucha con estas
palabras: Todo lo puedo con Aquel que es mi fortaleza. Todo lo podemos con la
oración; con ella nos dará el Señor las fuerzas que necesitarnos, porque, como
escribe Teodorato, la oración es una, pero
omnipotente. San Buenaventura asegura que con la oración podemos
adquirir todos los bienes y libramos de todos los males.
San Lorenzo
Justiniano afirma que con la oración podemos levantamos una torre fortísima
donde hemos de estar seguros de las asechanzas y ataques de todos nuestros
enemigos. San Bernardo escribe estas hermosas palabras: Fuerte es el
poder del infierno, pero la oración es más fuerte que todos los demonios. Y ello
es así, porque con la oración alcanza el alma la ayuda divina que es más
poderosa que toda fuerza creada. Por esto el santo rey David, cuando le
asaltaban los temores, se animaba con estas palabras, Con cánticos de alabanza
invocaré al Señor y seré libre de todos mis enemigos. San Juan Crisóstomo
lo resume en esta sentencia: La oración es arma poderosa, tutela, puerto y
tesoro. Es arma poderosa porque con ella vencemos todos los asaltos del
enemigo; defensa, porque nos ampara en todos los peligros; puerto, porque nos
salva en todas las tempestades; y tesoro, porque con ella tenemos y poseemos
todos los bienes.
Conociendo el Señor,
como conoce, que tan grande bien sea para nosotros la necesidad de la oración,
como se dijo en el anterior capítulo, permite que seamos asaltados de muchos y
terribles enemigos para que acudamos a El y le pidamos la ayuda que El mismo
nos prometió y bondadosamente nos ofrece. Si halla mucha complacencia en ver
cómo recurrimos a El, no es menor su pena y pesadumbre cuando nos halla
perezosos en la oración. Lo mismo que un rey tendría por traidor al capitán que
se hallara situado en una plaza y no pidiera fuerzas de socorro, de la misma
manera, dice San Buenaventura tiene el Señor por traidor a aquel que al
verse sitiado de tentaciones no acude a El en demanda de socorro, pues deseando
está y esperando que se le pida para volar en su auxilio. Lo asegura el
profeta Isaías: Díjole al rey Acaz de parte de Dios que pidiera el milagro que quisiera
al Señor su Dios. Contestó el impío rey: Nada pediré ...
no quiero tentar al Señor. Esto dijo, porque confiaba en sus ejércitos y para
nada quería el apoyo del auxilio divino. Duramente se lo echó en cara el
profeta con estas palabras. Oye, oh rey de la casa de David, ¿acaso te parece
poco el hacer agravio a los hombres, que osáis hacerlo también a mi Dios? Con
lo cual quiso significar que ofende e injuria al Señor aquel que deja de
pedirle las gracias que El bondadosamente le ofrece.
Venid a mí todos los
que andáis agobiados con cargas y trabajos, que yo os aliviaré. Pobres hijos míos,
dice el Señor, los que andáis combatidos de tantos enemigos y cargados con el
peso de tantos pecados, recurrid a MI con la oración y yo os daré fuerzas para
resistir y pondré remedio a todos vuestros males. En otro lugar dice por labios
del profeta Isaías: Venid y argüidme... aunque vuestros pecados sean rojos,
como la grana, blancos quedarán, como la nieve. Que es lo mismo que decir:
Hombres, venid a mí, y aunque tengáis vuestra conciencia manchada con grandes
culpas, no dejéis de venir... y si después de haber acudido a mí, yo con mi
gracia no os vuelvo vuestra alma pura y cándida como la nieve, os autorizo para
que me lo echéis en cara.
¿Qué es la oración? La
oración – responde el
Crisóstomo – es áncora para el que está en peligro de zozobrar
... tesoro inmenso de riquezas para aquel que nada tiene, medicina
eficacísima para los enfermos del alma. Defensa segurísima para aquel que
quiere conservarse firme en santidad ¿Para qué sirve la oración? Responda
por mí San Lorenzo Justiniano. La
oración aplaca a Dios, el cual perdona al punto a aquel que con humildad se lo
pide ... alcanza todas las gracias que pide ... vence todas las fuerzas del
demonio; en una palabra, tan maravillosamente transforma a los
hombres que a los ciegos ilumina, a los débiles fortifica y de los pecadores
hace santos. El que
tenga necesidad de luz divina acuda al Señor y tendrá luz. Lo dice Salomón: Invoqué
al Señor y al punto descendió sobre mí la sabiduría. El que tenga
necesidad de fortaleza, llame al Señor y tendrá fortaleza como lo confesaba el
profeta David: Abrí los labios para rezar y en el acto recibí la ayuda de
Dios. ¿Y cómo
pudieron los mártires tener tan grande fortaleza que resistieron a todos los tiranos?
Con la oración, con la cual tuvieron la fuerza para vencer todos los tormentos
y hasta la misma muerte.
Resumiéndolo todo,
escribe San Pedro Crisólogo que aquel que emplea
el arma de la oración, no cae en la muerte de la culpa, sino que se desprende
de la tierra, y se eleva a los cielos y goza del trato con Dios. Túrbanse algunos y se preguntan inquietos y miedosos:
¿Quién sabe si estaré escrito en el libro de la vida? ¿Quién sabe si Dios me
dará la gracia eficaz y la perseverancia? Vanas son estas preguntas. Sigamos el
ejemplo de San Pablo, el cual escribía. No os inquietéis por la solicitud de
cosa alguna: mas en todo presentad a Dios vuestras peticiones por medio de la
oración y de las plegarias, acompañadas de hacimiento
de gracias. Con estas palabras parece que nos quiere decir: ¿Por qué
inquietarnos con necios temores y con inútiles angustias? Dejad todas vuestras
temerosas solicitudes, que no sirven más que para empujar a la desesperación y
hacer tibios y perezosos en el camino de la salvación eterna. Rezad, rezad
siempre; que vuestras plegarias suban continuamente ante el trono de Dios.
Dadle siempre gracias por las promesas que os hizo de concederos todas las
gracias que le pidiereis; la gracia eficaz, la perseverancia, la salvación y
todo cuanto deseareis... Nos lanzó el Señor a la batalla contra enemigos
fuertes, pero Él será fiel a la promesa que nos hizo de no permitir que seamos
más fieramente combatidos de lo que nuestras fuerzas pueden resistir. Es fiel
porque al punto socorre al que le invoca.
Dice a este
propósito el eminentísimo cardenal Gotti: que el
Señor no está obligado a darnos una gracia que sea tan poderosa como la
tentación, pero si la tentación arrecia y nosotros acudimos a Él, entonces Él
se obliga a darnos la fuerza necesaria para vencer la acometida del demonio. Todo
lo podemos con la ayuda divina que el Señor da a aquel que humildemente se
la pide. Por donde concluyamos que si somos vencidos, culpa nuestra es, por
no haber rezado. Pues, como escribe san Agustín: por la oración huyen todos nuestros enemigos.
Dice San Bernardino
de Sena que la oración es embajadora fiel. El rey del cielo la conoce muy
bien, pues tiene por costumbre entrarse muy confiadamente en sus
tabernáculos y allí no se cansa de importunarle hasta que al fin alcanza la
ayuda de su gracia para nosotros, pobres necesitados, que gemimos en medio de
tantos combates y de tantas miserias en este valle de lágrimas. El profeta
Isaías nos asegura que cuando el Señor oye nuestras plegarias, al punto se
mueve tanto a compasión, que no nos deja llorar en demasía, pues luego nos
responde concediéndonos lo que deseamos. Así lo dice el profeta: De ninguna
manera llorarás: El Señor, apiadándose de ti, usará contigo de misericordia: al
momento que oyere la voz de tu clamor, te responderá benigno. El profeta Jeremías así se queja en
nombre de Dios. ¿Por ventura he sido yo para Israel algún desierto o tierra
sombría que tarda en fructificar? Pues, ¿por qué motivo
me ha dicho mi pueblo: Nosotros nos retiramos. no volveremos
jamás a Ti? ¿Por qué no quieres recurrir más a mí? ¿Por ventura es para
vosotros mi misericordia, tierra estéril, que no puede producir fruto alguno de
gracia? ¿O es que pensáis que es tierra de mala ley, que sólo lleva frutos
tardíos? Con estas palabras nos hace comprender el Señor que no deja El nunca
de oír nuestras oraciones y sin tardanza, y a la vez condena la conducta de
aquellos que dejan de rezar con el pretexto de que Dios no quiere escuchar.
Generoso favor sería
de parte de Dios, si solamente una vez al mes se dignase acoger nuestras
plegarias. Así lo hacen los grandes de la tierra, los cuales ponen dificultades
para atender. No es así el Señor, antes por el contrarío, dice el Crisóstomo,
que siempre está aparejado a oír nuestras oraciones y no se dará jamás el
caso de que le invoque un alma y El no oiga al punto su oración. En otro
lugar dice el mismo santo que antes que nosotros terminemos de rezar ya ha oído
El nuestra petición. Lo asegura el mismo Dios con estas palabras: Aún estaban
ellos rezando, y ya les había oído mi misericordia. El santo rey David dice
oportunamente que el Señor está muy junto a los que le invocan y se complace en
oírlos y en salvarlos. Así habla el salmista: Pronto estará el Señor para todos los que
le invocan de verdad. Condescenderá con la voluntad de los que le temen; oirá
benigno sus peticiones y los salvará. Ya antes que él se gloriaba de lo
mismo el santo caudillo Moisés: No hay nación por grande que sea que tenga
los dioses tan cerca de sus adoradores, como está nuestro verdadero Dios
presente a todas nuestras Plegarias. Los dioses gentiles eran sordos a las
voces de los que los invocaban, porque eran simples estatuas 0 miserables
criaturas que na-. da
podían. Nuestro Dios todo lo puede, y por eso no es sordo a nuestras
peticiones, antes por el contrario está siempre al lado del que reza para
concederle todas las gracias que él pida. Decía el Salmista. En cualquier
hora que te invoco, al instante conozco que tú eres mi Dios. Como si
dijera. En esto conozco que eres mi Dios, Dios de bondad y de misericordia, en
que me socorres apenas recurro a Ti.
Tan pobres somos que
por nosotros mismos nada tenemos, pero con la oración podemos remediar nuestra
pobreza. Si nada tenemos Dios es rico, y Dios, dice el Apóstol, es generoso
con todos aquellos que le 'invocan. Con razón, pues, nos exhorta San
Agustín a que tengamos confianza: Tratamos con un Dios que es infinito en
poder y riquezas. No le pidamos cosas ruines y mezquinas, sino cosas muy altas
y grandes. Pedir a un rey poderoso un céntimo vil, sería sin duda una especie
de injuria. ¿Y no lo será hacer lo mismo con nuestro Dios? Aunque seamos pobres
y miserables y muy indignos de los beneficios divinos, sin embargo, pidamos al
Señor gracias muy grandes, porque así honramos a Dios, honramos su misericordia
y su liberalidad, porque pedimos, apoyados en su fidelidad y en su bondad y en
la promesa solemne que nos hizo de conceder todas las gracias a quien
debidamente se las pidiere. Pediréis todo lo que queráis y todo se hará según
vuestros deseos.
Santa María
Magdalena de Pazzis, afirma que con este modo de
orar se siente el Señor muy honrado. Y tanta consolación halla cuando vamos a
El en busca de gracias, que no parece sino que Él mismo nos lo agradece, pues
de esta manera le damos ocasión y le abrimos el camino de hacernos beneficios y
de satisfacer así las ansias que tiene de hacernos bien a todos. Estemos
persuadidos de que, cuando llamamos a las puertas de Dios para pedirle gracias,
nos da siempre más de lo que le pedimos. Por esto decía el apóstol Santiago: Si alguno tiene falta de sabiduría, pídasela a Dios, que
a todos la da copiosamente y no zahiere a nadie. Con esto quiso
decirnos que Dios no es avaro de sus bienes, como suelen serlo los hombres. Los
hombres de este mundo por muy generosos que sean, al dar limosna siempre
encogen algo la mano y dan menos de lo que se les pide, porque, por muy grandes
que sean sus tesoros, siempre son limitados, y así, a medida que van dando,
suele ir disminuyendo su caudal. Dios a los que rezan da copiosamente con larga
y abundante mano, y más de lo que se le pide, por que infinita es su riqueza, y
por mucho que dé, nunca disminuyen sus tesoros ... Así lo decía David: Porque
Tú Señor, eres suave, manso y de gran misericordia para todos los que te
invocan. Como si dijera: Las misericordias que derramáis son tan
abundantes, que superan con mucho la grandeza de los bienes que os piden.
Pongamos,
por tanto, sumo cuidado en rezar con gran confianza y estemos seguros de que,
como decía el Crisóstorno, con la oración
abriremos
para dicha nuestra el arca de los tesoros divinos.
Eficacia preferente de la oración
Quede bien sentada
que la oración es verdadero tesoro y que el
que más pide, más recibe. San Buenaventura llega a afirmar que cuantas
veces el hombre devotamente acude al Señor con la oración, gana bienes que
valen más que el mundo entero.
Algunas almas,
emplean mucho tiempo en leer y meditar y se ocupan muy poco de rezar. No niego
que la lectura espiritual y la meditación de las verdades eternas sean muy
útiles para el alma, mas San Agustín no
duda en afirmar que es cosa mejor rezar que meditar. Y da la
razón: Porque en la lección conocemos lo que tenemos que hacer y en la
oración alcanzamos la fuerza para cumplirlo. Y, a la verdad, ¿de qué nos sirve saber lo que tenemos
que hacer si no lo hacemos? Somos más culpables en la presencia de Dios. Leamos
y meditemos en buena hora, pero es cosa cierta que no cumpliremos con nuestros
deberes, si no pedimos a Dios la gracia para cumplirlos.
A propósito de esto
dice San Isidoro que en ningún otro momento anda el demonio tan solícito en
distraernos con pensamientos de cosas temporales, como cuando acudimos a Dios
para pedirle sus gracias. ¿Por qué? Porque está bien persuadido el espíritu
del mal que nunca alcanzamos mayores bienes espirituales que en la oración.
Este, por tanto, ha de ser el fruto mayor de la meditación: aprender a pedir a
Dios las gracias que necesitamos para la perseverancia y la salvación. Por esto
muy principalmente se dice que la meditación es moralmente necesaria al alma
para que se conserve en gracia, porque aquel que no se recoge para hacer
meditación y en ese momento no reza y pide las gracias que necesita para la
perseverancia en la virtud, no lo hará en otro momento, pues si no medita, ni
pensará en rezar, ni siquiera comprenderá la necesidad que tiene de la oración.
Por el contrario, el que todos los días hace meditación conoce muy bien las
necesidades de su alma y los peligros en que se halla y la obligación que tiene
de rezar. Rezará para perseverar y salvarse. De sí mismo decía el Padre Séñeri que en los comienzos de su vida, cuando hacía
meditación, ponía mayor empeño en hacer afectos que en pedir; mas cuando poco a
poco llegaba a comprender la excelencia de la oración y su inmensa utilidad, ya
en la oración mental pasaba Más tiempo en pedir y rezar.
Como el polluelo de
la golondrina, así clamaré, decía el devoto rey Ezequías.
Los polluelos de las golondrinas no hacen más que piar continuamente. Piden a
sus madres el alimento que necesitan para vivir. Lo mismo debemos hacer
nosotros, si queremos conservar la vida de la gracia: claramente siempre,
pidamos al Señor que nos socorra para evitar la muerte del pecado y seguir adelante
en la senda de su divino amor. De los padres antiguos que fueron grandes
maestros del espíritu refiere el P. Rodríguez que se juntaron en asamblea y
allí discutieron cuál sería el ejercicio más útil para alcanzar la salvación
eterna; y resolvieron que parecía lo mejor repetir con frecuencia aquella breve
oración del profeta David: Dios mío, ven en mi socorro. Eso mismo ha de hacer
el que quiera salvarse, afirma Casiano, decir con frecuencia al Señor.-
Dios mío, ayudadme... ayúdame, oh mi buen Jesús. Esto hay que hacerlo desde
el primer momento de la mañana, y esto hay que repetirlo en todas las angustias
y en todas las necesidades, temporales y espirituales, pero muy
particularmente, cuando nos veamos molestados por la tentación. Decía san
Buenaventura que a veces más alcanzamos y más pronto con una breve oración,
que con muchas obras buenas. Y más allá va San Ambrosio, pues dice que el
que reza, mientras reza, ya alcanza algo, pues el rezar ya es singular don de
Dios. Y San Juan Crisóstomo escribe que no hay hombre más poderoso en el
mundo que el que reza. El que reza participa del poder de Dios. Todo esto
lo comprendió San Bernardo en estas palabras: Para caminar por la senda de
la perfección hay que meditar y rezar; en la meditación vemos lo que tenemos:
con la oración alcanzamos lo que nos falta.
Resumen del Capítulo
segundo.
Resumamos: I. Sin
oración cosa muy difícil es que nos podamos salvar; tan difícil que, como
lo hemos demostrado, es del todo imposible según la ordinaria Providencia.
II. Con la oración,
la salvación es segura y fácil. Porque en efecto, ¿qué se necesita para salvarnos?
Que digamos: Dios mío ayudadme; Señor mío, amparadme y tened misericordia de
mí. Esto basta. ¿Hay cosa más fácil? Pues, repitámoslo; que si lo decimos bien
y con frecuencia, esto bastará para llevamos al cielo. San Lorenzo Justiniano
nos exhorta muy encarecidamente que al principio de todas nuestras obras
hagamos alguna oración. Casiano por su parte, nos recuerda el ejemplo de
los antiguos padres, los cuales exhortaban a todos a que recurrieran a Dios con
breves, pero frecuentes jaculatorias. San Bernardo decía: Que nadie haga
poco caso de la oración, ya que el Señor la estima tanto que nos da lo que
pedimos o cosa mejor, si comprende que es más útil para nuestra alma
III.
Pensemos que, si no rezamos, ninguna excusa podremos alegar, porque Dios a
todos da la gracia de orar. En nuestras manos está el rezar siempre que
queramos como lo confesaba el santo rey David: Haré para conmigo oración a
Dios, autor de mi vida. Le diré al Señor.- Tú eres mi amparo. Mas de esto
largamente hablaremos en la parte segunda. Allí se pondrá en claro que Dios da
a todos la gracia de orar; y así con la oración podemos alcanzar los socorros
divinos que necesitamos para observar los mandamientos y perseverar hasta el
fin en el camino del bien. Ahora afirmo únicamente que si no nos salvamos,
culpa nuestra será. Y la causa de nuestra infinita desgracia será una sola: que
no hemos rezado.
B. CONDICIONES DE LA BUENA ORACIÓN
En
verdad, en verdad os digo que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo
concederá. Tal es la bella promesa que nos ha hecho Jesucristo.
Dice que nos concederá todo cuanto le pidamos, pero debemos entender que con la
condición de que recemos con las debidas disposiciones. Ya lo dijo el apóstol
Santiago: Si pedís y no alcanzáis lo que pedís, es porque pedís malamente. Y San Basilio, apoyando esta
sentencia del apóstol, escribe: Si alguna vez pediste y no recibiste, fue
seguramente porque pediste con poca fe y poca confianza, con pocas ansias de
alcanzar la divina gracia porque pediste cosas no convenientes o porque no
perseveraste en la oración hasta el fin, Santo Tomás reduce a cuatro las
condiciones para que la oración sea eficaz: pedir por uno mismo, pedir cosas
necesarias para la salvación, pedirlas con piedad y pedirlas con perseverancia.
I. SE DICE POR QUIÉN HEMOS DE PEDIR
Pedir
por uno mismo. La primera condición de la oración, dice el Doctor
Angélico, es que pidamos por nosotros mismos. Sostiene, en efecto, el santo
Doctor, que nadie puede alcanzar para otro hombre la vida eterna, ni por tanto
las gracias que conducen a ella a título de justicia, ex condigno, como
dice la teología. Y advierte además esta razón: que la promesa que hizo el Señor
a los que rezan es solamente a condición de que recen por ellos mismos y no por
los demás. Dabit vobis.
A vosotros se os dará.
Hay sin embargo
muchos doctores que sostienen lo contrario, tales como Cornelio Alápide, Silvestre, Toledo, Habert
y otros, y se apoyan en la autoridad de San Basilio, el cual afirma categóricamente
que la eficacia de la oración es infalible, aun cuando recemos por otros, con
tal que ellos no pongan algún impedimento positivo. Se apoya en las sagradas
Escrituras que dicen: Orad
los unos por los otros para que seáis salvos: que es muy poderosa
ante Dios la oración del justo. Y todavía es más claro lo que leemos en San
Juan: El que sabe que su hermano ha cometido un pecado, ruegue por él y Dios
dará la vida al que peca, no de muerte.
Comentando estas
palabras San Agustín, San Beda y San Ambrosio dicen
que aquí se trata del pecador que se empeña en vivir en impenitencia o sea en
la muerte del pecado; pues Para los obstinados en la maldad se necesita una
gracia del todo extraordinaria. A los pecadores que no son culpables de tan
grande maldad podemos salvarlos con nuestras acciones. Así lo aseguran,
apoyados en esta solemne afirmación del apóstol San Juan: Reza y Dios dará la
vida al pecador.
Lo que en todo caso
está fuera de duda es que las oraciones que hacemos por los pecadores, a ellos
les son muy útiles y agradan mucho al Señor: y no pocas veces se lamenta el
mismo Salvador de que sus siervos no le recomiendan bastante los pecadores. Así
lo leemos en la vida de santa María Magdalena de Pazzis,
a la cual dijo un día Jesucristo: Mira, hija, cómo los cristianos viven
entre las garras de los demonios. Si mis escogidos no los libran con sus
oraciones, serán totalmente devorados.
Muy especialmente
pide esto Ntro. Señor Jesucristo a los sacerdotes y religiosos. Por esto la
misma santa hablaba así a sus monjas: Hermanas, Dios nos ha sacado del mundo
no sólo para que trabajemos por nosotros, sino también para que aplaquemos la
cólera de Dios en favor de los pecadores. Otro día dijo el Señor a la misma
santa carmelita: A vosotras, esposas predilectas, os he confiado la ciudad
de refugio, que es mi sagrada Pasión: encerraos en
ella y ocupaos en socorrer a aquellos hijos que perecen... y ofreced vuestra
vida por ellos. Por esto la santa, inflamada de caridad, cincuenta veces al
día ofrecía a Dios la sangre del Redentor por los pecadores y tanto se consumía
en las llamas de su devoción, que exclamaba:
¡Qué pena tan grande, Señor, ver que podría muriendo hacer bien
a vuestras criaturas y no poder morir! En todos sus ejercicios de piedad
encomendaba al Señor la conversión de los pecadores, y leemos en su biografía,
que ni una sola hora del día pasaba sin rezar por ellos. Levantábase
muchas veces a media noche y corría a rezar ante el sagrario por los pecadores.
Un día la hallaron llorando amargamente. Le preguntaron la causa de su llanto y
contestó: Lloro, porque me parece que nada hago por la salvación de los
pecadores. Llegó hasta ofrecerse a sufrir las penas del infierno, con la
sola condición de no odiar allí al Señor. Probóla el
Señor con grandes dolores y penosas enfermedades. Todo lo padecía por la
conversión de los pecadores. Rezaba de modo especial por los sacerdotes, porque
sabía que su vida santa era salvación de muchos, y su vida descuidada, ruina y
condenación de no pocos. Por eso pedía al Señor que castigase en ella los
pecados de los desgraciados pecadores. Señor, decía, muera yo muchas
veces y otras tantas torne a la vida hasta que pueda satisfacer por ellos a
vuestra divina justicia. Por este camino salvó muchas almas de las garras
del demonio, como leemos en su biografía.
Aunque he querido
hablar más extensamente del celo de esta gran santa, puede muy bien decirse lo
mismo de todas las almas verdaderamente enamoradas de Dios, pues todas ellas no
cesan de rogar por los pobres pecadores. Así ha de ser, porque el que ama a
Dios, comprende el amor que el Señor tiene a las almas y lo que Jesucristo ha
hecho y padecido por ellas, y a la vez se da cuenta de las grandes ansias que
tiene ese Divino Salvador de que todos recemos por los pecadores; y entonces
¿cómo es posible que vea con indiferencia la ruina de esas almas desgraciadas
que viven sin Dios y esclavas del infierno? ¿Cómo no se sentiría movida a pedir
al Señor que dé a esas desventuradas luz y fuerza para salir del estado
lastimoso en que viven y duermen perdidas? Es verdad
que el Señor no ha prometido escucharnos cuando aquellos por quienes pedimos
ponen positivos impedimentos a su conversión, mas no lo es menos que Dios, por
su bondad y por las oraciones de sus siervos da muchas veces gracias extraordinarias
a los pecadores más obstinados, y así logra arrancarlos del pecado y ponerlos
en camino de salvación.
Por tanto, cuando
digamos u oigamos la Santa Misa, en la comunión, en la meditación, y cuando
visitemos a Jesús Sacramentado, no dejemos de pedir por los pobres pecadores.
Afirma un sabio escritor que quien más pide por los otros más pronto verá oídas
las plegarias que haga por sí mismo.
Dejemos a
un lado esta breve digresión y sigamos explicando las condiciones que exige
Santo Tomás para que sean eficaces nuestras oraciones.
II. HAY QUE PEDIR COSAS NECESARIAS PARA LA SALVACIÓN
La segunda condición
que pone el Angélico es que pidamos cosas que sean convenientes y necesarias
para nuestra salvación. Pues la promesa que nos hizo el Señor no es de cosas
exclusivamente materiales y que no son convenientes para la vida eterna, sino
de aquellas gracias que necesitamos para ir al cielo. Dijo el Señor que
pidiéramos en su nombre. Y comentando estas palabras, San Agustín, dice
claramente que no pedimos en nombre del Señor cuando pedimos cosas que son
contra la salvación.
Pedimos no pocas
veces a Dios bienes temporales y no nos escucha. Dice el santo que esto es
disposición de su misericordia, porque nos ama y nos quiere bien. Y da esta
razón: Lo que al enfermo conviene, mejor lo sabe el médico que el mismo
enfermo. Y el médico no da al enfermo cosas que pudieran serle nocivas. Cuántos
que caen en pecados, estando sanos y ricos, no caerían si se encontraran pobres
o enfermos. Y por esto cabalmente a algunos que le piden salud del cuerpo y
bienes de fortuna se los niega el Señor. Es porque los ama y sabe que aquellas
cosas serían para ellos ocasión de pecado o de vivir vida de tibieza en la vida
espiritual.
No queremos decir
con esto que sea falta pedir cosas convenientes para la vida presente. También
las pedía el Sabio en las Sagradas Escrituras: Dame tan sólo, Señor, las
cosas necesarias para la vida cotidiana. Tampoco es defecto, como afirma
Santo Tomás, tener por esos bienes materiales una ordenada solicitud. Defecto
sería, si miráramos esas cosas terrenales como la suprema felicidad de la vida
y pusiéramos en su adquisición desordenado empeño, como si en tales bienes
consistiera toda nuestra felicidad. Por eso, cuando pedimos a Dios gracias
temporales, debemos pedirlas con resignación y a condición de que sean útiles
para nuestra salvación eterna. Si por ventura el Señor no nos las concediera
estemos seguros que nos las niega por el amor que nos tiene, pues sabe que
serían perjudiciales para nuestro progreso espiritual que es lo único que
merece consideración.
Sucede también a
menudo que pedimos al Señor que nos libre de una tentación peligrosa, mas el
Señor no nos escucha y permite que siga la guerra de la tentación. Confesemos
entonces también que lo permite Dios para nuestro mayor bien. No son las
tentaciones y malos pensamientos los que nos apartan de Dios, sino el
consentimiento de la voluntad. Cuando el alma en la tentación acude al Señor y
la vence con el socorro divino ¡cómo avanza en el camino de la perfección! ¡Qué
fervorosamente se une a Dios! Y por eso cabalmente no la oía el Señor.
¡Con qué ansias
acudía al cielo el apóstol San Pablo! ¡Cómo pedía al Señor que le quitara las
graves tentaciones que le perseguían! Contestóle el
Señor: Te basta mi gracia. Así lo confiesa él mismo en la carta a los de
Corinto: Para que las grandezas de las revelaciones no me envanezcan, se me
ha dado el estímulo de la carne que es como un ángel de Satanás que me abofetea.
Tres veces pedí al Señor que le apartase de mí. Y respondióme:
Te basta mi gracia.
Lo que
debemos hacer en la tentación es clamar a Dios con fervor y resignación,
diciéndole: Libradme, Señor, de este tormento interior, si es conveniente
para mi alma, y si queréis que siga, dadme la fuerza de resistir hasta el fin. Debemos
decir a este respecto con San Bernardo: que cuando pedimos a Dios una gracia,
El nos da esa gracia u otra mejor. A veces permite que nos azoten las
tempestades para que de esta manera quede afirmada nuestra fidelidad y mayor
ganancia de nuestro espíritu. Parecía que estaba sordo a nuestras plegarias...
pero no es así. Al contrarío, estemos ciertos que en esos momentos se halla muy
cerca de nosotros, fortificándonos con su gracia, para que resistamos el ataque
de nuestros enemigos. Así muy cumplidamente nos lo enseña el salmista con estas
palabras. En la tribulación me invocaste y yo te libré. Te oí benigno en la
oscuridad de la tormenta. Te probé junto a las aguas de la contradicción.
III. HAY QUE ORAR CON HUMILDAD
Escucha el Señor
bondadosamente las oraciones de sus siervos, pero sólo de sus siervos sencillos
y humildes, como dice el Salmista: Miró el Señor la oración de los humildes.
Y añade el apóstol Santiago: Dios resiste a los soberbios y da sus
gracias a los humildes. No escucha el Señor las oraciones de los soberbios
que sólo confían en sus fuerzas, antes los deja en su propia miseria, y en ese
mísero estado, privados de la ayuda de Dios, se pierden sin remedio. Así lo
confesaba David con lágrimas amargas: Antes que fuera humillado, caí. Pequé
porque no era humilde. Lo mismo acaeció al apóstol Pedro el cual, cuando el
Señor anunció que aquella misma noche todos sus discípulos le habían de
abandonar, él, en vez de confesar su debilidad y pedir fuerzas al Maestro para
no serie infiel, confió demasiado en sus propias fuerzas y replicó animoso que,
aunque todos le abandonaran, él no le abandonaría. Predícele de nuevo Jesús que
aquella misma noche, antes que cantase el gallo, tres veces le había de negar;
de nuevo, Pedro fiado en sus bríos naturales contestó orgullosamente: Aunque
tenga que morir, yo no te negaré. ¿Qué pasó? Apenas el malhadado puso los
pies en la casa del pontífice, le echaron en cara que era discípulo del
Nazareno y él por tres veces le negó descaradamente y afirmó con juramento que
no conocía a tal hombre. Si Pedro se hubiera humillado y con humildad hubiera
pedido a su divino Maestro la gracia de la fortaleza, seguramente no le hubiera
negado tan villanamente.
Convenzámonos de que
estamos todos suspendidos sobre el profundo abismo de nuestros pecados ... por el hilo de la gracia de Dios. Si ese hilo se
corta, caeremos ciertamente en ese abismo y cometeremos los más horrendos
pecados. Si el Señor no me hubiera socorrido, seguramente sería el infierno
mi morada. Eso decía el Salmista y eso podemos repetir nosotros también.
Esto mismo quería manifestar San Francisco de Asís cuando de sí mismo decía que
era el mayor pecador del mundo. Contradíjole el
fraile que le acompañaba: Padre mío, le dijo, eso no es verdad, pues
de seguro que hay en el mundo muchos pecadores que han cometido más graves
pecados. A lo cual contestó el Santo: Muy
verdad es lo que decís; pues si Dios
no me tuviera de su mano, hubiera hecho los más horribles pecados que se pueden
cometer.
Es verdad de fe que
sin la ayuda de la gracia de Dios no puede el hombre hacer obra alguna buena,
ni siquiera tener un santo pensamiento. Así lo afirmaba también San Agustín: Sin
la gracia de Dios no puede el hombre ni pensar ni hacer cosa buena. Y añadía el mismo Santo: Así como
el ojo no puede ver sin luz, así el hombre no puede obrar bien sin la gracia. Y
antes lo había escrito ya el Apóstol: No somos capaces por nosotros mismos
de concebir un buen pensamiento, como propio, sino que nuestra suficiencia y
capacidad vienen de Dios. Lo mismo que siglos antes había confesado el rey
David, cuando cantaba: Si el Señor no es
el que edifica la casa en vano se fatigan los que la edifican. Vanamente
trabaja el hombre en hacerse santo, si Dios no le ayuda con su poderosa mano.
Si el Señor no guarda la ciudad, inútilmente se desvela el que la guarda. Si
Dios no defiende del pecado el alma, vano empeño sería quererlo hacer ella con
sus solas fuerzas. Por eso decía el mismo real profeta: No confiaré en mi arco.
No confío en la fuerza de mis armas, solamente Dios me puede salvar.
El que sinceramente
tenga que reconocer que hizo algún bien y que no cayó en más graves pecados,
diga con el apóstol San Pablo: Por la gracia de Dios soy lo que soy. Y
por esta misma razón debe vivir en santo temor, como quien sabe que a cada paso
puede caer. Mire, pues, no caiga el
que piense estar firme. Con estas palabras que son del mismo apóstol
nos quiso decir que está en gran peligro de caer el que ningún miedo tiene a
caer. Y nos da la razón con estas palabras: Porque si alguno piensa ser
algo, se engaña a sí mismo, pues verdaderamente de suyo nada es. Sabiamente
nos recordaba lo mismo el gran San Agustín, el cual escribió: Dejan muchos
de ser firmes, porque presumen de su firmeza.. Nadie
será más firme en Dios que aquel que de por sí se crea menos firme. Por
tanto si alguno dijere que no tiene temor, señal será que confía en sus fuerzas
y buenos propósitos; pero los que tal piensan, andan muy engañados con esta
vana confianza de sí mismos, y fiados en sus solas fuerzas no temerán y no
temiendo dejarán a Dios y por este camino su ruina es inevitable y segura.
Pongamos también
mucho cuidado en no tener vanidad de nosotros mismos, cuando vemos los pecados
en que por ventura vienen a caer los demás; por el contrario, tengámonos entonces
por grandes pecadores y digamos así al Señor: Señor mío, peor hubiera obrado
yo, si Vos no me hubierais sostenido con vuestra gracia. Porque si no nos
humillamos, bien pudiera ser que Dios, en castigo de nuestra soberbia, nos
dejara caer en más graves y asquerosas culpas. Por esto el Apóstol nos manda
que trabajemos en la obra de nuestra salvación. Pero ¿cómo? temiendo
y temblando. Y es así, porque aquel que teme caer desconfía de sí mismo y
de sus fuerzas y pone toda su confianza en Dios pues que en El confía, a El
acude en todos los peligros, le ayuda el Señor y le sacará vencedor de todas
las tentaciones.
Por Roma caminaba un
día San Felipe Neri y por el camino iba diciendo: Estoy
desesperado. Le corrigió un religioso y el Santo le contestó: Padre mío,
desesperado estoy de mí mismo ... pero confío en Dios. Eso mismo hemos de hacer nosotros, si
de veras queremos salvarnos. Desconfiemos de nuestras humanas fuerzas. Imitemos
a San Felipe, el cual apenas despertaba por la mañana decía al Señor: Señor,
no dejéis hoy de la mano a Felipe, porque si no, este Felipe os va a hacer alguna
trastada,
Concluyamos, pues,
con San Agustín que toda la ciencia M cristiano consiste en conocer que el
hombre nada es y nada puede. Con esta convicción no dejará de acudir
continuamente a Dios con la oración para tener las fuerzas que no tiene y que
necesita para vencer las tentaciones y practicar la virtud. Y así obrará bien,
con la ayuda de Dios, el cual nunca niega su gracia a aquel que se la pide con
humildad. La oración del humilde atraviesa las nubes... y no se retira hasta
que la mire benigno el Altísimo. Y aunque el alma sea culpable de los más
grandes pecados, no la rechaza el Señor, porque, como dice David: Dios no
desprecia un corazón contrito y humillado. Por el contrario: Resiste
Dios a los soberbios y a los humildes les da su gracia. Y así como el Señor
es severo para los orgullosos y rechaza sus peticiones, así en la misma medida
es bondadoso y espléndido con los humildes. El mismo Señor dijo un día a Santa
Catalina de Sena: Aprende, hija mía, que el alma que persevera en la oración
humilde, alcanza todas las virtudes.
A este propósito parécenos bien apuntar aquí un consejo que en una nota a la
carta decimoctava de Santa Teresa trae el piadosísimo Obispo Palafox y que se
dirige muy especialmente a las personas que tratan de cosas del espíritu y
quieren hacerse santas. Escribe la Santa a su confesor y le da cuenta de los
grados de oración sobrenatural con que el Señor la había favorecido. Sobre esto
el citado Prelado nos enseña que esas gracias sobrenaturales que se dignó
conceder Dios a Santa Teresa y a otros santos no son necesarias para llegar a
la santidad, ya que muchas almas llegaron sin ellas a la más alta perfección y
otras muchas por el contrario, aunque alguna vez las gozaron, al fin
miserablemente se perdieron. De aquí concluye que es tontería y presunción
pedir esos dones sobrenaturales, ya que el verdadero camino para llegar a la
santidad es ejercitarnos en la virtud y en el amor de Dios, y a esto se llega
por medio de la oración y de la correspondencia a las luces y gracias de Dios,
que sólo desea vernos santos, como dice el Apóstol: Ésta es la voluntad de
Dios... vuestra santificación.
Luego pasa a tratar
el dicho piadoso escritor de los grados de oración extraordinaria de los cuales
la Santa escribía, esto es, de la oración de quietud, del sueño y suspensión de
las potencias, de la unión, del éxtasis, del vuelo y de la herida espiritual.
Sobre estas cosas escribe discretamente el sabio autor.
En vez de oración de
quietud debemos pedir y desear que Dios nos libre de todo afecto y deseo de
bienes mundanos que, no tan sólo no dan la paz, sino que por el contrario traen
consigo inquietud y aflicción de espíritu, como dijo Salomón: Todo es
vanidad y aflicción de espíritu. No hallará jamás verdadera paz el
corazón del hombre si no arroja de sí todo aquello que no es del agrado de
Dios, para dejar lugar totalmente al amor divino, el cual debe poseerlo por
completo. Mas esto de por sí no puede tenerlo el alma y tendrá que alcanzarlo
con continua oración.
En vez del sueño
y suspensión de potencias, pidamos a Dios que tengamos el alma dormida y
muerta para todas las cosas temporales y muy despierta
para meditar la bondad divina y para suspirar por el amor santo y los bienes
eternos.
En vez de la unión
de las potencias pidamos a Dios la gracia de no pensar, buscar y desear
sino lo que sea su divino querer, pues la santidad más alta y la perfección más
sublime sólo consisten en la unión de nuestra voluntad con la voluntad divina.
En vez de éxtasis y raptos será
mucho mejor que pidamos a Dios que nos arranque del alma el amor desordenado de
nosotros mismos y de las criaturas y que nos arrastre detrás de sí y de su
amor.
En vez del vuelo
del espíritu pidamos al Señor la gracia de vivir enteramente despegados de
este mundo, como las golondrinas, que no se posan sobre la tierra para comer,
si no que volando comen. Con lo cual debe entenderse que sólo debemos tomar
aquellas cosas materiales que son necesarias para sostenimiento de la vida,
pero volando por los aires siempre, es decir, sin detenernos en la tierra para
saborear los placeres de este mundo.
En vez del ímpetu
del espíritu pidamos al Señor que nos dé aquella energía y aquella
fortaleza que nos son necesarias para resistir a los ataques de nuestros
enemigos y para vencer las pasiones y abrazarnos con la cruz, aun en medio de
las desolaciones y tristezas espirituales.
Y en cuanto a la herida
espiritual pensemos que, así como las heridas con sus dolores nos traen a
cada paso a la memoria el recuerdo de nuestro mal, así hemos de pedir a Dios
que de tal suerte nos hiera con la lanzada de su santo amor, que recordemos
continuamente su bondad y el apodo que nos ha tenido, y de esta manera podamos
vivir siempre amándolo y complaciéndolo con obras y deseos.
Pues
todas estas gracias no se alcanzan sin oración, y con ella se alcanza todo, con
tal que sea humilde, confiada y perseverante.
IV. HAY QUE ORAR CON CONFIANZA
Lo que más
encarecidamente nos pide el apóstol Santiago, si queremos alcanzar con la
oración las divinas gracias, es que recemos con la más firme confianza de que
seremos oídos. Pide, dice, con confianza, sin dudar nada. Santo
Tomás nos enseña que así como la oración tiene su mérito por la caridad, así
tiene su maravillosa eficacia por la fe y la confianza. Lo mismo nos predica
San Bernardo, el cual afirma solemnemente que la sola confianza nos obtiene las
misericordias divinas.
La causa de que
nuestra confianza en la misericordia divina sea tan grata al Señor es porque de
esta manera honramos y ensalzamos su infinita bondad que fue la que El quiso
sobre todo manifestar al mundo cuando nos dio la vida. Así lo cantaba el
profeta, cuando decía: Alégrense, Dios mío, todos los que en Ti esperan,
porque así serán eternamente benditos y Tú vivirás en medio de ellos. Y en
otro lugar exclama: Protector es el Señor de todos los que esperan en El.
Señor, Tú eres el que salvas a los que confían en Ti.
¡Oh, qué hermosas
son las promesas que Dios ha hecho en las Sagradas Escrituras a aquellos que
confían en El! Los que esperan en El no caerán en pecado. La causa la da el
profeta David, cuando dice que los
ojos del Señor descansan sobre aquellos que le temen y confían
en su misericordia para salvar sus almas de la muerte de la culpa. En otro
lugar dice el mismo Señor: Porque esperó en Mí, le libraré..
le protegeré, le salvaré, Le glorificaré. Nótese
aquí que la razón que da para protegerlo y salvarlo y glorificarlo en la vida
eterna es porque confió en Dios. Hablando también el profeta Isaías de aquellos
que confían en el Señor, dice:
Los que tienen puesta en el Señor su esperanza adquirirán nuevas
fuerzas, tomarán alas, como de águila, correrán y no se fatigarán, andarán y no
desfallecerán. Es decir: Ya no serán débiles, porque Dios les dará
la fortaleza, y no tan sólo no caerán, sino que ni siquiera hallarán fatiga en
el camino de la salvación: correrán, volarán como águilas. Añade el mismo santo
Profeta: En la quietud y en la esperanza estará vuestra fortaleza. Esto nos
quiere decir que toda nuestra fortaleza está en poder de Dios y en callar, es
decir, descansando amorosamente en los brazos de su misericordia, y no haciendo
caso de la ayuda y de los medios humanos.
¿Se oyó por ventura
que alguna vez se haya perdido el que en Dios confió? Ninguno jamás esperó en el Señor y se quedó confundido. San
Agustín pregunta: ¿Será Dios tan mezquino que se ofrezca a sacamos con bien de
los peligros si acudimos a Él, y luego nos deje solos y abandonados cuando
hemos acudido a Él? Y responde: No, no es Dios un charlatán que se ofrece con
palabras a sostenernos, y retira el hombro cuando queremos apoyarnos en Él.
Bienaventurado el
hombre que espera en Ti, decía al Señor el Real Profeta. ¿Por qué? Responde el
mismo Santo Rey: porque a aquel que confía en Dios le circundará por todas
partes la misericordia divina. Y de tal modo será ceñido y rodeado de la
protección de Dios que estará bien seguro contra todos sus enemigos y no
correrá ningún peligro de perderse.
Por eso no se cansa
el Apóstol de exhortarnos a que no perdamos nunca la confianza en Dios, porque
le está reservada una grande recompensa. Como sea nuestra confianza, así serán
las gracias que recibiremos de Dios. Si es grande, grandes serán las gracias
divinas. Confianza grande, cosas grandes merece, escribía San Bernardo, y
añadía que la misericordia divina es fuente abundantísima
y que el que a ella acude con vaso grande, cuanto mayor sea el vaso de
confianza con que acudimos a ella, mayor es la cantidad de gracias que
recibimos. Lo mismo había dicho ya antes el Real Profeta: Sea tu
misericordia, Señor, sobre nosotros, según nosotros esperamos en Ti. Lo vemos
confirmado en el centurión del Evangelio, al cual dijo Jesucristo, ponderando
su confianza: Vete y hágase
como confiaste. A Santa Gertrudis le reveló el Señor que el que
pide con confianza tiene tal fuerza sobre su corazón, que no parece sino que le
obliga a oírle y darle todo lo que pide. Lo mismo afirmó San Juan Clímaco: La oración hace dulcemente violencia sobre
Dios.
San Pablo nos
exhorta a la confianza con estas fervorosas palabras: Lleguémonos confiadamente
al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar el auxilio de la
gracia para ser socorridos a tiempo oportuno. El trono de la gracia
es Jesús. Sentado está ahora a la diestra del Padre, no en trono de justicia,
sino en trono de gracia, para darnos el perdón si vivimos en pecado, y la
fuerza para perseverar si gozamos de su divina amistad. A ese trono hemos de
acudir siempre con confianza, con aquella confianza que proviene de la fe que
tenemos en la bondad y en la fidelidad de Dios, confianza firme e invencible,
ya que se apoya en la palabra del Señor que ha prometido oír la oración de
aquellos que de tal manera le rezaren.
Aquel que
por el contrario se pone a orar con duda y desconfianza esté seguro que nada puede
recibir. Así lo asegura el apóstol Santiago: El que anda dudando es
semejante a la ola del mar, alborotada y agitada por el viento, de acá para
allá. Así que un hombre tal no tiene que pensar que ha de recibir poco ni
mucho del Señor. Nada alcanzará, porque la necia desconfianza que turba su
corazón será un obstáculo para los dones de la divina misericordia. No pediste
bien, dice San Basilio, cuando pediste con desconfianza. Y el
profeta David dice que nuestra confianza debe ser firme como montañas que no se
mueven a capricho de los vientos. Los
que ponen su confianza en el Señor estarán firmes como el monte de Sión, que no se cuarteará jamás. Oigamos, por tanto, el
divino consejo que nos da nuestro Redentor, si de veras queremos obtener las
gracias que pedimos. Todas cuantas cosas pidierais en la oración, tened viva
fe de conseguirlas, y sin duda se os concederán sin falta.
V. LOS FUNDAMENTOS DE NUESTRA
CONFIANZA
Y ahora quizás dirá
alguno: Pues si yo soy ruin y miserable ¿sobre qué fundamento puedo apoyar mi
confianza de alcanzar todo lo que pidiere? ¿Sobre qué fundamento? Sobre aquella
promesa infalible que hizo Jesucristo, cuando dijo: Pedid y recibiréis. ¿Quién
puede temer ser engañado, pregunta San Agustín, cuando el que promete es la
misma verdad? ¿Cómo podemos dudar de la eficacia de nuestras oraciones, cuando
Dios, que es la misma verdad, nos garantiza solemnemente que nos dará todo lo
que pidamos? Y añade el mismo santo Doctor: No
nos exhortaría a pedir, si no quisiera escuchar. Pero leamos
el Evangelio y veremos cuán encarecidamente nos inculca el Señor que oremos: Orad,
pedid, buscad, y alcanzaréis cuanto pidiereis. Pedid cuanto queréis: todo se
hará a medida de vuestros deseos. Y
para que le pidiéramos con esta debida confianza quiso que en la oración
dominical, en la cual recurrimos a Dios para pedirle las gracias necesarias
para nuestra salvación eterna, pues todas en esa divina oración están
encerradas, e demos no el nombre de Señor, sino el de Padre. Es que quiere que
pidamos las gracias a Dios con aquella amorosa confianza con que un hijo pobre
y enfermo busca el pan y la medicina en el corazón de su padre. Si un hijo, en
efecto, estuviera para morirse de hambre, le bastaría decírselo a su padre, y
éste al punto le daría el alimento necesario; y si el hijo por ventura fuese
mordido de una venenosa serpiente, que vaya al padre con la herida abierta, que
sin duda en el acto le aplicará remedio.
Vamos, pues, lo que
nos dice el apóstol San Pablo: Mantengamos firme la esperanza que
hemos confesado, pues es fiel el que hizo la promesa. Confiados en
esta divina promesa, pidamos siempre con confianza, y no sea confianza
vacilante, sino firme e inconmovible. Pues si es cierto que Dios es fiel a sus
promesas, la misma certidumbre ha de tener nuestra confianza de alcanzar todo
lo que le pidamos. Verdad es que hay momentos en que por aridez del espíritu o
por otras turbaciones, que agitan nuestro corazón, no podemos rezar con la
confianza que quisiéramos tener. Mas ni en estos casos dejemos de rezar, aunque
tengamos que hacernos violencia. Dios nos escuchará- Bien pudiera ser que
entonces nos oiga más prontamente el Señor, pues en ese estado rezamos más
desconfiados de nosotros mismos y más fiados en la bondad y fidelidad de Dios a
las promesas que hizo a la oración. ¡Oh, cómo se complace el Señor al ver que
en la hora de la tribulación, de los temores y de la tentación, seguimos esperando
en El contra toda esperanza, esto es, contra aquel sentimiento de desconfianza
que la desolación interior quiere levantar en nuestro espíritu!
Así decía San Pablo
en alabanza de Abraham: que seguía en su esperanza contra toda esperanza. Afirma
San Juan que aquel que se pone con firme confianza en Dios será santo. Lo dice
con estas palabras: Quien en El tiene tal esperanza, se santifica a sí
mismo, así como Él es santo también. La razón es que Dios derrama
abundantemente las gracias sobre los que confían en Él. Sostenidos por esta
confianza tantos mártires, tantos niños y tantas vírgenes, aun en medio de los
más horrendos tormentos que los tiranos inventaron contra ellos, vencieron y se
mantuvieron en la fe. Si a veces sucede que nos asaltan dudas de desconfianza,
no por eso dejemos de orar. Perseveremos en la oración hasta el fin. Así lo
hacía el Santo Job, el cual repetía generoso: Aunque me llegare a matar, en
El esperaré. Dios mío, aunque me arrojes de tu presencia no dejaré
de orar y confiar en tu misericordia. Hagámoslo así y estemos seguros de que
alcanzaremos de Dios todo lo que queramos.
Así hizo la cananea
y por este camino consiguió de Jesucristo lo que pedía. Tenía la desventurada
madre a su hija poseída del demonio y se acercó al Redentor para que la curase:
Ten piedad de mí, le dijo, mi hija está cruelmente atormentada del
demonio. Replicóle el Señor que Él no había
venido a salvar a los gentiles, sino a los judíos. No perdió la mujer la confianza, antes prosiguió diciendo
con mayores ansias: Señor, si queréis, podéis salvarme. Señor, ayudadme... Y
otra vez le sale al paso Jesucristo con estas palabras: El pan de los hijos
no hay que tirárselo a los perros. A lo cual replicó ella: Es verdad,
Señor, pero al menos a los perritos se
les echa las migajas que sobran en la mesa de los amos. Y aquí ya no
pudo negarse el Señor y alabando la fe y la confianza de aquella mujer, le
concedió la gracia que le pedía diciéndole: ¡Oh mujer, qué grande es tu confianza, hágase como deseas! Con
razón, pues, dice el Eclesiástico: ¿Quién invocó al Señor y fue despreciado
por Él?
Dice San Agustín que
la oración es la llave maravillosa que nos abre todos los tesoros del cielo.
Apenas nuestra oración llega al Señor, desciende sobre nosotros la gracia que
acabamos de pedir. Sus palabras son éstas: Es la llave y puerta del cielo ... sube la oración y desciende la misericordia de
Dios. Esto es tan verdadero, que el Real Profeta dice que juntas caminan
siempre la oración nuestra y la misericordia de Dios. Bendito sea el Señor
que no desechó mi oración ni retiró de mí su misericordia. San Agustín nos
enseña lo mismo, cuando escribe: Cuando ves que tu oración está en tus
labios, date cuenta y está seguro que se halla muy junto también de ti su
divina misericordia. De mí sé decir que no siento nunca mayor consolación
en mi espíritu, ni tengo confianza más firme de salvarme, que cuando me
hallo a los pies de mi Dios, rezando y encomendándome a su bondad. Lo mismo
tengo por cierto que pasará a los demás, pues otras señales de predestinación
inciertas son y falibles, pero que Dios oye la oración de quien le reza con
confianza, es verdad indubitable e infalible, como infalible es que Dios no
puede ser infiel a sus promesas.
Así,
pues, cuando sintamos nuestra debilidad e impotencia para vencer las pasiones u
otras dificultades que se oponen a la voluntad de Dios sobre nosotros digamos
animosos con el Apóstol: Todo lo puedo en Aquel que es mi fortaleza. Jamás
se nos ocurra pensar, no puedo... no me siento con fuerzas... Es cierto que con
nuestras fuerzas nada podemos, mas lo podemos todo con la ayuda divina. Si Dios
dijera a uno de sus siervos: Toma este monte, échatelo a la espalda y llévalo
de aquí que yo te ayudaré, y él dijere: No quiero, porque no tengo fuerzas para
tanto... ¿no le tendríamos por necio y poco confiado? Pues, cuando nosotros por
ventura nos veamos llenos de miserias y enfermedades y reciamente combatidos de
tentaciones, no perdamos los ánimos, antes alcemos los ojos al cielo y digamos
a Dios con David: Ayúdame, Señor, y despreciaré a todos mis enemigos. Con
tu ayuda, oh, Dios mío, me burlaré de los asaltos de
todos los enemigos de mi alma y venceré. Y cuando nos hallemos en grave peligro
de ofender a Dios o en trance de funestas consecuencias, y no sepamos a donde
volver los ojos, volvámonos a Dios y encomendémonos a Él, diciéndole: El Señor es mi luz y
mi salvación... ¿a quién puedo temer? Tengamos absoluta certidumbre de que
el Señor nos iluminará y nos librará de todo mal.
VI. TAMBIÉN LOS PECADORES DEBEN ORAR
No faltará alguno
que dirá por ventura: Soy pecador y por tanto no puedo rezar, porque leí en las
Sagradas Escrituras: Dios
no oye a los pecadores. Mas nos ataja Santo Tomás, diciendo con San
Agustín, que así habló por su cuenta el ciego del Evangelio, cuando aún no
había sido iluminado por Cristo. Y luego, añade el Angélico, que eso sólo se
puede decir del pecador, en cuanto es pecador, esto es, cuando pide al Señor
medios para seguir pecando, como si se pidiese al cielo ayuda para vengarse de
su enemigo o para llevar adelante alguna mala intención. Y otro tanto puede
decirse del pecador que pide al Señor la gracia de la salvación sin deseo de
salir del estado de pecado en que se encuentra. En efecto, los hay tan
desgraciados que aman las cadenas con que los ató el demonio y los hizo sus
esclavos. Sus oraciones no pueden ser oídas de Dios, porque son temerarias y
abominables. ¿Qué mayor temeridad la de un vasallo que se atreve a pedir una
gracia a su rey, a quien no tan sólo ofendió mil veces, sino que está resuelto
a seguir ofendiéndole en lo venidero? Así entenderemos por qué razón el
Espíritu Santo llama detestable y odiosa la oración de aquel que por una parte
reza a Dios y por otra parte cierra los oídos paya no oír y obedecer la voz del
mismo Dios. Lo leemos en el Libro Sagrado de los Proverbios: Quien cierre
sus oídos para no escuchar la ley, execrada será de Dios su oración. A
estos desatinados pecadores les dirige el Señor aquellas palabras del profeta
Isaías: Por eso, cuando levantareis las manos hacia mí yo apartaré mi vista de vosotros, y cuantas más oraciones me hiciereis,
tanto menos os escucharé, porque vuestras manos están llenas de sangre. Así
oró el impío rey Antíoco. Oraba al Señor y prometíale grandes cosas, pero fingidamente y con el corazón obstinado en la culpa. Oraba tan sólo para ver si se libraba de]
castigo que le venía encima. Por eso no oyó el Señor su oración y murió devorado
por los gusanos. Oraba aquel malvado al Señor, mas en vano, porque de Él no
había de alcanzar misericordia.
Hay pecadores que
han caído por fragilidad o por empuje de una fuerte pasión y son ellos los primeros
en gemir bajo el yugo del demonio y en desear que llegue por fin la hora de
romper aquellas cadenas y salir de tan mísera esclavitud. Piden ayuda al Señor,
y si esta oración fuere constante, Dios ciertamente los oirá, pues dijo Él: Todo
el que pide recibe y el que busca encuentra. Comentando estas palabras un autor antiguo dice: Todo
el que pide ... sea justo, sea pecador ... Hablando Jesucristo de aquel que dio
todos los panes que tenía a un amigo suyo y no tanto por amistad, cuanto por la
terca importunidad con que se los pedía, dice, según leemos en San Lucas: Yo os
aseguro que cuando no se levantare a dárselos por razón de amistad, a lo
menos por librarse de su impertinencia se levantará al fin y le dará cuantos
hubiere menester ... Así os digo yo: pedid y se os dará. Aquí tenemos cómo
la perseverante oración alcanza de Dios misericordia, aun cuando los que rezan
no sean sus amigos. Lo que la amistad no consigue, dice el Crisóstomo, obtiénese por la oración. Por eso concluye diciendo: Más
poderosa es la oración que la amistad. Lo mismo enseña San Basilio,
el cual categóricamente afirma que también los pecadores consiguen lo que
piden, si oran con perseverancia. De la misma opinión es San Gregorio, el cual
dice: Siga clamando el pecador, que su oración llegará hasta el corazón de
Dios. Y San Jerónimo
sostiene lo mismo y añade: El pecador puede llamar padre a Dios y será su
padre, y si persiste en acudir a Él con la oración será tratado como hijo. Pone
el ejemplo del hijo pródigo el cual, aun cuando todavía no había alcanzado el
perdón, decía: Padre mío, pequé. San Agustín razona muy bien cuando dice
que si Dios no oyera a los pecadores, inútil hubiera sido la oración de aquel
humilde publicano que le decía: Señor, tened piedad de mí, pobre pecador. Sin
embargo, expresamente nos dice el Evangelio que fue oída su oración y que salió
del templo justificado.
Mas ninguno estudió
esta cuestión como el Doctor Angélico, y él no duda en afirmar que es oído el
pecador, cuando reza; y trae la razón que, aunque su oración no sea meritoria,
tiene la fuerza misteriosa de la impetración, ya que ésta no se apoya en la
justicia, sino en la bondad de Dios. Así podía orar el profeta Daniel, cuando
decía al Señor: Dígnate escucharme, oh, Dios mío, y atiéndeme. Inclina, oh,
Dios mío, tus oídos y óyeme... pues postrados ante Ti, te prestamos nuestros
humildes ruegos, no en nuestra justicia, sino en tu grandísima misericordia.
Sigue Santo Tomas diciendo que no es menester que en el momento de orar seamos
amigos de Dios por la gracia: la oración ya de por sí nos hace en cierto modo
sus amigos. Otra bellísima razón aduce San Bernardo cuando escribe que la
oración del pecador que quiere salir de la culpa viene del fondo de un corazón
que tiene el deseo de recobrar la gracia de Dios. Y añade: pues, ¿por qué
daría el Señor al hombre pecador ese buen deseo, si después no le quisiera
escuchar? Leamos las Sagradas Escrituras y allí veremos muchos ejemplos de
pecadores que con la oración lograron salir del estado de pecado. Recordemos
solamente a Acab, al rey Manasés,
a Nabucodonosor y al buen ladrón. ¡Qué grande y
maravillosa es la eficacia de la oración! Dos son los pecadores que en el
Gólgota están al lado de Jesucristo: uno reza: acuérdate de mí, y
se salva... el otro no reza y se condena. Todo lo encierra el Crisóstomo en
estas palabras: Ningún pecador
sinceramente arrepentido oró al Señor y no obtuvo lo que pidió. Mas ¿para qué traer más
autoridades y razones? Bástenos para demostración de esa afirmación la palabra
del mismo Jesucristo el cual dice: Venid a mi todos
los que sufrís y estáis cargados y yo os ayudaré. Comentando este pasaje
San Jerónimo, San Agustín y otros doctores dicen que los que caminan por la
senda de la vida cargados son los pecadores que gimen bajo el peso de sus
culpas. Si acuden a Dios, levantarán su frente, según la promesa divina y se
salvarán por su gracia. Y es que Dios tiene mayores ansias de perdonarnos, que
nosotros de ser perdonados. Así lo asegura el Crisóstomo. Y añade el mismo
Santo: No hay cosa
que no pueda la
oración; te salvará aunque estés manchado con miles de pecados; pero ha de
ser tu oración fervorosa y perseverante. Volvamos a repetir lo que antes
dijimos del apóstol Santiago: Si alguno necesita sabiduría divina, pídasela al
Señor que El a todos la da abundantemente y a nadie le sirve de pesadumbre. En
efecto, a todos los que acuden a su bondad con la oración los escucha el Señor
y les concede la gracia con abundante profusión. Pero fijémonos sobre todo en
lo que añade. Y a nadie le sirve de pesadumbre... Esto solamente lo hace
el Señor: los hombres por lo general, si alguien les pide algún favor y antes
gravemente los ofendió, le echan en cara su antigua descortesía e insolencia.
No obra así el Señor, ni aun con el mayor pecador del mundo. Si ese tal viene a
pedirle una gracia conveniente para su salvación eterna, no le echa en cara las
ofensas que antes recibió de él; como si nada hubiera pasado entre los dos, lo
acoge, lo consuela, lo escucha y le despacha después de haberle socorrido
adecuadamente.
Sin duda
por este motivo y para animarlos dijo nuestro Redentor aquellas suavísimas
palabras: En verdad, en verdad os digo, si algo pidiereis al Padre en mi
nombre, se os dará. Quiso decir: ánimo, pecadores amadísimos, no os
impidan recurrir a vuestro Padre celestial y confiar que tendréis la salvación
eterna, si de veras la deseáis. No tenéis méritos para alcanzar las gracias que
pedís, más bien por vuestros deméritos sólo castigo merecéis. Pero seguid mi
consejo, id a mi Padre en nombre mío y por mis méritos. Pedidle las gracias que
deseáis... yo os lo prometo, yo os lo juro, que esto precisamente significa la
fórmula que emplea: En verdad, en verdad os digo (según San Agustín),
cuánto a mi Padre pidiereis, El os lo concederá. ¡Oh Dios mío, y
qué mayor consolación puede tener un pecador después de su espantosa desgracia
que saber con absoluta certeza que cuanto pida a Dios en nombre de Jesucristo
lo alcanzará!
VII. HAY QUE ORAR CON PERSEVERANCIA
Nuestra oración sea
humilde y llena de confianza en Dios; mas esto no basta para tener la perseverancia
final y con ella la salvación eterna. Verdad es que nuestras oraciones
cotidianas nos alcanzarán las gracias que necesitamos para cada momento de
nuestra vida, mas si no seguimos hasta el fin en la oración, no conseguiremos
el don de la perseverancia final, y es que esta gracia' por ser como el
resultado de todas las otras, exige que multipliquemos nuestras plegarias y
perseveremos hasta la muerte.
La gracia de la
salvación eterna no es una sola gracia, es más bien una cadena de gracias, y todas
ellas unidas forman el don de la perseverancia. A esta cadena de gracias ha de
corresponder otra cadena de oraciones, si es lícito hablar así, y, por tanto si
rompemos la cadena de la oración, rota queda la cadena de las gracias que han
de obtenernos la salvación, y estaremos fatalmente perdidos.
Tengamos por
indubitable verdad que la perseverancia final es gracia que nosotros no podemos
merecer. Así nos lo enseña el sagrado Concilio de Trento con estas palabras: Sólo puede otorgarla
Aquel que tiene poder para sostener a los que están de pie y hacerles
permanecer así hasta el fin. Mas a esto replica
San Agustín: Este gran don de la perseverancia, con la oración se puede
merecer. Añade el Padre Suárez que, el que reza, infaliblemente lo
consigue. Lo mismo sostiene el gran Santo Tomás del cual son estas graves
palabras: Después del bautismo es necesaria la oración continua y
perseverante para que el hombre pueda entrar en el reino de los cielos.
Pero antes que todos
nos repitió esto mismo muchas veces nuestro divino Salvador cuando decía: Es
menester orar siempre y no desmayar nunca Vigilad por tanto, orando en todo tiempo,
a fin de merecer el evitar todos estos males venideros y comparecer con
confianza ante el Hijo del hombre. Y lo mismo leemos en el Antiguo
Testamento: Nada te detenga de orar siempre que puedas. En todo tiempo
bendice al Señor y pídele que dirija El los caminos de tu vida. Por esto el
Apóstol exhortaba a los primeros discípulos a que nunca dejaran la oración... Orad
sin descanso, les decía... Perseverad en la oración y velad en
ella. Quiero que los hombres recen en todo lugar. En esta escuela aprendió
San Nilo, cuando repetía: Puede darnos el Señor la
perseverancia y la salvación eterna, mas no la dará sino a los que se la piden
con perseverante oración. Hay pecadores que con la ayuda de la gracia de
Dios se convierten, mas dejan de pedir la perseverancia y lo pierden todo.
El santo cardenal Belarmino nos dice que no basta pedir la gracia de la
perseverancia una o algunas veces, hay, que pedirla siempre, todos los días,
hasta la hora de la muerte, si queremos alcanzarla. Diariamente. Quien un día
la pide, la tendrá ese día, mas si al siguiente día la deja de pedir, ese día
tristemente caerá. Esto parece quiso darnos a entender el Señor en la parábola
de aquel amigo que no quiso dar los panes que le pedían, sino después de muchas
importunas exigencias. Comentando ese pasaje argumenta San Agustín que si aquel
amigo dio los panes que le pedía contra su voluntad y sólo por deshacerse de
sus impertinencias ¿qué hará el Señor, quien no tan sólo nos exhorta a que le
pidamos, sino que lleva muy a mal cuando no le pedimos? Tengamos en cuenta que
Dios es bondad infinita y que tiene grandes deseos de que le pidamos sus
divinos dones. De donde podemos concluir que gustosamente nos concederá cuantas
gracias demandemos. Lo mismo escribe Cornelio Alápide,
del cual es esta sentencia: Quiere Dios que perseveremos en la oración hasta
la importunidad. Acá en el mundo los hombres no pueden soportar a los
importunos, mas Dios no sólo los soporta, sino que desea que con esa terca
importunidad le pidan sus gracias y sobre todo el don de la perseverancia. Así
San Gregorio lo afirmó, cuando escribía: El Señor quiere ser repetidamente
llamado, quiere ser obligado, quiere ser vencido por nuestras amorosas
importunidades. Buena es esta violencia, ya que con ella, lejos de ofenderse
nuestro Dios se calma y aplaca.
Pues, para alcanzar
la santa perseverancia forzoso será que nos encomendemos a Dios siempre, mañana
y tarde, en la meditación, en la misa, en la comunión y muy especialmente en la
hora de la tentación. Entonces debemos acudir al Señor y no cansarnos de
repetir: Ayúdame, Señor, sostenme con tus manos benditas... no me dejes... ten
piedad de mí. ¿Hay por ventura cosa más sencilla que decir a Dios: Ayúdame...
asísteme...? Dijo el Salmista: haré
dentro de mí oración a Dios, autor de mi vida. Comentando este lugar la
glosa añade: Alguno por ventura podrá decir que no puede ayunar, ni dar
limosna, pero si se le dice: reza... a esto no podrá alegar que no puede. Y es
que no hay cosa más sencilla que la oración. Sin embargo, por eso mismo no
debernos dejar apagarse en nuestros labios la oración. A todas horas hemos de
hacer fuerza sobre el corazón de Dios para que nos socorra siempre; que esta
fervorosa violencia es muy grata a su corazón, como nos lo asegura Tertuliano.
Y San Jerónimo llega a decir que cuanto más perseveramos e importunamos a Dios
en la oración, más gratas le son nuestras plegarias.
Bienaventurado el
hombre que me escucha que vela continuamente a las puertas de mi casa y está de centinela en los umbrales de ella. Esto dice el Señor, y
con ello nos enseña que es feliz el hombre que con la oración en los labios oye
la voz de Dios y vela día y noche a las puertas de su misericordia.
Y el profeta Isaías
decía también: Bienaventurados cuantos esperan en Él. Sí, bienaventurados
aquellos que orando esperan del Señor su salvación. ¿Y no nos enseña lo mismo
Jesucristo en su santo Evangelio? Oigamos sus palabras: Pedid y se os
dará... buscad y hallaréis... llamad y, se os abrirá. Bien está que dijera:
Pedid... pero, ¿a qué añadir aquello de... buscad... llamad? Mas
no son ciertamente superfluas estas palabras. Con ellas ha querido enseñamos
nuestro divino Redentor que hemos de imitar a los pobres, cuando mendigan
limosna, los cuales si por ventura nada reciben, y además son despectivamente
rechazados, no por eso se van, sino que siguen a la puerta de la casa
repitiendo la misma conmovedora súplica. Si sucede que el amo de la casa no
aparece por ninguna parte, dan vueltas en derredor en su busca, y allí se
están, aunque los tengan por importunos y fastidiosos. Asimismo quiere el Señor
que obremos nosotros con El: quiere que pidamos y tornemos a pedir y que no nos
cansemos nunca de decirle que nos ayude, que nos socorra, que no permita jamás
que perdamos su santa gracia.
Dice el
doctísimo Lessio que no puede excusarse de pecado
mortal aquel que no reza cuando está en pecado o en peligro de muerte, y peca
también gravemente quien pasa sin rezar bastante tiempo, esto es: uno o dos
meses. Así opina él. Mas esto ha de entenderse, si no estamos combatidos de
tentaciones, que si nos asalta una tentación grave, sin duda ninguna que peca
gravemente quien en ese trance no acude a Dios con la oración, para pedirle la
fuerza de resistir a ella, pues de sobra sabe que, si así no lo hace, está en
peligro próximo de caer en grave culpa.
VIII. SE DICE POR QUÉ EL SEÑOR NO NOS DA HASTA EL
FIN LA GRACIA DE LA PERSEVERANCIA
Y ahora dirá alguno.
Pues si el Señor puede y quiere damos la santa perseverancia, ¿por qué no nos
la da de una vez, cuando se la pedimos? A esta pregunta responden los santos Padres
alegando muchas y sapientísimas razones.
Y es la primera, que
Dios quiere por este camino probar la confianza que tenemos en Él.
La segunda nos la da
San Agustín cuando escribe que es porque quiere el Señor que suspiremos por
ella con grandes deseos. Y añade, no quiere darte el Señor la perseverancia,
apenas se la pides, para que aprendas que las cosas muy excelentes hay que
desearlas con muy grandes ansias: pues vemos acá que lo que por mucho tiempo
codiciamos, lo saboreamos más deliciosamente cuando lo poseemos, y las cosas
que pedimos y al punto recibimos fácilmente las estimamos poco y hasta tenemos
por viles.
Otra razón podemos
dar y es que Dios quiere de este modo que nos acordemos más de Él. Si, en
efecto, estuviéramos ya seguros de la perseverancia y de nuestra salvación
eterna y no sintiéramos a cada paso necesidad de la ayuda de Dios, fácilmente
nos olvidaríamos de Él. Los pobres, porque padecen pobreza, por eso acuden a
casa de los potentados, que tienen riquezas. Por esto mismo dice el Crisóstomo
que no quiere el Señor darnos la gracia completa de la salvación hasta la hora
de nuestra muerte, para vernos muy a menudo a sus pies y tener El la
satisfacción de llenamos a todas horas de beneficios.
Y aún podemos dar
otra cuarta y última razón, y es que con la oración diaria y continua nos
unimos con Dios con lazos más estrechos de caridad. Lo afirma el mismo San Juan
Crisóstomo con estas palabras: No
es la oración pequeño vínculo de amor divino, sino que así el alma se
acostumbra a tener sabrosos coloquios con Dios, y este acudir a El y este
confiar que nuestras oraciones nos van a obtener las gracias que deseamos, es
llama y cadena de santo amor, que nos abrasa y nos une más íntimamente con
Dios.
¿Qué hasta cuándo
hemos de orar? Responde el mismo Santo: Hemos de orar siempre, hasta que
oigamos la sentencia de nuestra salvación eterna, es decir, hasta la muerte. Este
es el consejo que el Santo nos da: No cejes hasta que no recibas tu
galardón. Y añade: El que dijere que no suspenderá su oración hasta que
sea salvo, ése se salvará, Ya escribía antes el Apóstol que muchos son los
que toman parte en los campeonatos pero que uno solamente gana el premio. ¿No
sabéis, exclamaba, que los que corren en el estadio, si bien todos
corren, uno solo se lleva el premio? Corred, pues, de tal modo que lo ganéis.
Por aquí podemos ver
que no basta orar: hay que orar siempre hasta que recibamos la corona que Dios
ha prometido a aquellos que no cesan en la oración.
Si, por tanto,
queremos ser salvos, si ganamos el ejemplo del profeta David, el cual tenía
siempre los ojos vueltos al Señor para pedirle su ayuda y no caer en poder de
los enemigos del alma. Mis ojos, cantaba, miran siempre al Señor: porque El
es quien arrancará mis pies del lazo que me han tendido mis enemigos.
Escribe el apóstol
San Pedro que nuestro adversario, el demonio, anda dando vueltas, como león
rugiente, a nuestro alrededor, en busca de presa para devorar. De aquí
hemos de concluir que, así como el demonio a todas horas nos anda poniendo
trabas para devorarnos, así nosotros hemos de estar continuamente con las armas
de la oración dispuestas para defendernos de tan fiero enemigo. Entonces
podremos decir con el rey David: Perseguiré
a mis enemigos… y no volveré atrás hasta que queden totalmente deshechos.
Mas ¿cómo
reportaremos esta victoria tan decisiva y tan difícil para nosotros? Nos
responde San Agustín: Con oraciones, pero con oraciones continuas. ¿Hasta
cuándo? Ahí está San Buenaventura que nos dice. La lucha no cesa nunca... nunca tampoco debemos dejar de
pedir misericordia. Los combates son de todos los días, de todos los
días debe ser la oración para pedir al Señor la gracia de no ser vencidos. Oigamos
aquella temerosa ‘amenaza' del Sabio: ¡Ay
de aquel que perdiere el ánimo y la resistencia! Y
san Pablo nos avisa que seamos constantes en orar confiadamente
hasta la muerte con estas palabras: Nos
salvaremos. a condición de que hasta el fin mantengamos
firme la animosa confianza en Dios y la esperanza de la gloria.
Animados, pues, por
la misericordia de Dios y sostenidos por sus promesas repitamos con el Apóstol:
¿Quién, pues, nos separará de la caridad de Cristo? ¿La tribulación? ¿La
angustia? ¿El peligro? ¿La persecución? ¿La espada? Quiso decirnos: ¿Quién
podrá apartarnos del amor de Dios? ¿Acaso la tribulación? ¿Por ventura el
peligro de perder los bienes de este mundo? ¿Las persecuciones de los demonios
y de los hombres? ¿Quizás los tormentos de los tiranos? En todas esas cosas
salimos vencedores por amor de Aquel que nos amó. Así decía Él. Ni tribulación
alguna, ni peligro alguno, ni persecución, ni tormento de ninguna clase nos
podrán separar de la caridad de Cristo, que todo lo hemos de vencer luchando
por amor de aquel Señor que dio la vida por nosotros.
En la vida del P.
Hipólito Durazzo leemos que el día que renunció a la
dignidad de prelado romano para darse todo a Dios y abrazar la vida religiosa
en la Compañía de Jesús temblaba pensando en su propia debilidad, y así se
dirigió al Señor: No me dejéis, Señor, hoy sobre todo que enteramente me
consagro a Vos ... ¡por piedad! no me desamparéis. Oyó
allá en su corazón la voz de Dios que respondía: Yo soy el que debo decirte
a ti que nunca me desampares. El siervo de Dios, confortado con estas
palabras, le contestó: Pues entonces, Dios mío, que Vos no me dejéis a mí,
que yo no os dejaré a Vos.
Digamos, pues, para
concluir, que, si queremos que Dios no nos abandone, hemos de pedirle a todas
horas la gracia que no nos desampare: que si así lo hacemos, ciertamente que
nos socorrerá siempre y no permitirá que nos separemos de El y perdamos su
santo amor. Para lograr esto no hemos de pedir solamente la gracia de la
perseverancia y las gracias necesarias para obtenerlas, sino que hemos de pedir
de antemano también la gracia de perseverar en la oración. Este es precisamente
aquel privilegiado don que Dios prometió a sus escogidos por labios del profeta
Zacarías: Derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén
el espíritu de gracia y de oración. ¡Oh!, ésta sí que es gracia grande, el
espíritu de oración, es decir, la gracia de orar siempre... esto sí que es puro
don de Dios.
No
dejemos nunca de pedir al Señor esta gracia y este espíritu de continua
oración, porque, si siempre rezamos, seguramente que alcanzaremos de Dios el
don de la perseverancia y todos los demás dones que deseemos, porque
infaliblemente se ha de cumplir la promesa que El hizo de oír y salvar a todos
los que oran. Con esta esperanza de orar siempre ya podemos creernos salvos.
Así lo aseguraba San Beda, cuando escribía: Esta
esperanza nos abrirá ciertamente las puertas de la santa ciudad del Paraíso.