MES

 

DE

 

MARÍA INMACULADA

 

 

POR EL PRESBÍTERO

 

 

RODOLFO VERGARA ANTÚNEZ

 

 

CON  APROBACIÓN

 

DE 

 

 

AUTORIDAD ECLESIÁSTICA

 

 

 

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Cuarta edición

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A. M. A. S.

 

LIBRERÍA  SALESIANA DE  SARRIA

APANTADO NÚM. I75. ~ BARCELONA

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OFRECIMIENTO DEL MES A MARÍA INMACULADA

 

Postrados a vuestros pies y en presencia de Jesús, vuestro Hijo santísimo, venimos a ofreceros ¡oh Virgen pura! los homena­jes de amor que traeremos a vuestras plantas durante el Mes que hoy comenzamos en vuestro nombre. Pobres serán nuestras ofrendas é indignos de Vos nuestros obse­quios; pero no miréis su pequeñez, para fijaros tan sólo en la voluntad con que os los presentamos. Junto con ellos os deja­mos nuestros corazones animados de amo­rosa ternura. Sois Madre, y lo único que una madre anhela es el amor de sus hijos. Esas flores y esas coronas con que decora­mos vuestra imagen querida; esas luces con que iluminamos vuestro santuario; los dulces himnos con que cantamos vues­tras alabanzas, símbolo son de nuestro amor filial. Acoged, pues, benignamente nuestros votos, escuchad nuestros suspiros y despachad favorablemente nuestras sú­plicas. Obtenednos las gracias que necesitamos para terminar este Mes con el mis­mo fervor con que lo comenzamos, a fin de que, cosechando copiosos frutos para nuestra santificación, podamos un día can­tar vuestras alabanzas en el cielo. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1. Oír una Misa en honra de la Santísima Trinidad en acción de gracias por los favores otorgados a María

2. Saludar a María con el Angelus por la mañana, a mediodía y en la tarde.

3. Sufrir con paciencia por amor a María, todo trabajo, aflicción o contrariedad.

 

 

 

DÍA PRIMERO

 

CONSAGRADO A HONRAR LA PREDESTINACIÓN

DE MARÍA

 

 

Oración para todos los días del Mes

 

¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y vo­tos. Para honraros, hemos esparcido fres­cas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya fres­cura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más her­moso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la ino­cencia de nuestros corazones; nos esfor­zaremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazo­nes la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegare­mos a ser puros, humildes, caritativos, pa­cientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazo­nes todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.

 

CONSIDERACION

 

La encarnación del Verbo fue el medio ine­fable que escogió la Bondad divina para reparar la catástrofe del primer pecado. Pero para llevar a efecto esta obra, más grande que la creación de todos los mundos visibles, necesi­taba del concurso de una mujer en cuyo seno tomase carne el Verbo humanado. Pero ¿dónde encontrar una mujer bastante digna de dar su carne y su sangre al Hijo del Altísimo?- Dios pasea su mirada por toda la extensión de la tierra; hace desfilar en su presencia a todas las generaciones; ve pasar delante de sus ojos a poderosas reinas ceñidas de riquísimas diade­mas, a heroínas aclamadas por los pueblos, a millares de vírgenes y mártires agitando pal­mas inmortales, pero en ninguna de ellas fija su mirada, porque todas aparecen pequeñas a sus ojos.

Era necesario predestinar una mujer que, ataviada con todas las perfecciones de la naturaleza y de la gracia fuera digno tabernáculo del Redentor del mundo. Y desde el instante en que en los altísimos consejos de la sabiduría increada se dispuso la redención, Dios fijó sus miradas en María y comenzó a preparar su ad­venimiento para que fuera anillo de oro que uniera al Verbo eterno con la naturaleza hu­mana. Y desde entonces dejó caer sobre ella, a manera de copiosa Lluvia, todos los dones de la gracia. Porque Dios, que es soberanamente inteligente, proporciona siempre los medios al fin a que destina a sus criaturas, concediéndo­les una dotación de gracias proporcional a la excelencia y magnitud del fin. María habitaba en la mente divina desde la eternidad con el carácter de Madre de Dios. Aun no existían los abismos, dice la Escritura, y María había sido ya concebida; no habían brotado aún las fuen­tes de las aguas, ni se habían sentado los montes en su base de granito, y ella había sido dada á luz en los decretos eternos.

Cuando nuestros primeros padres buscaban temblorosos las sombras del paraíso para sus­traerse a la vista de Dios irritado, el anuncio del advenimiento de María fue el primer rayo de esperanza que iluminó su frente. Desde en­tonces el espíritu profético siguió anunciando su venida de generación en generación, y de ella puede decirse lo que se ha dicho de Jesu­cristo: «que al nacer, encontró cuarenta siglos arrodillados en su presencia.» Desde entonces preparó Dios el camino que había de tener por término el nacimiento de la corredentora del li­naje humano. El cetro y la corona, la espada y la citara, la poesía, la ciencia y, más que todo, la santidad brillan entre sus ascendientes y disponen los preciosos jugos que debían ali­mentar esa planta cuyo fruto había de ser el Hombre-Dios. Dios la eligió desde el principio, y al elegirla por Madre del Verbo encarnado, la adornó con todos los tesoros de la perfección humana y de la munificencia divina.

Toda criatura es predestinada por Dios a un doble fin: a un fin general, que es su gloria, y a un fin particular que consiste en el cumplimiento de la misión especial que se sirve encomendarle. Nuestra salvación depende de lle­no de ese doble fin. -Dios nos ha criado para él; él es nuestro principio y es también nuestro fin. Por lo tanto, todo lo que de nos-otros depende debe referirse a Dios; él es due­ño de nuestra existencia y debe serlo también de nuestras acciones, palabras y pensamientos, como el que planta un huerto es dueño de to­dos sus frutos. Agradar a Dios debe ser, por consiguiente, el fin primario de todas nuestras obras y la norma invariable de nuestra con­ducta. Y quien así no lo hiciere, quien al obrar se buscase a sí mismo o a las criaturas, usur­paría sacrílegamente lo que sólo a Dios perte­nece, se separaría de su fin y tomaría un cami­no de perdición. Busquemos en todo a Dios, como lo buscó María, que le consagró desde su nacimiento sus pensamientos, sus afectos, sus palabras y las obras todas de sus manos. Cum­plamos religiosamente todos los deberes de nuestro estado, contando para ello con una do­tación de gracias proporcional a la excelencia de nuestra misión. Y en la perfección de esas obras encontramos nuestra santificación.

 

EJEMPLO

 

Saludables efectos de la devoción a María

 

El templo de Nuestra Señora de las Victorias, erigido en París por el rey Luis XIII, en acción de gracias por las muchas victorias que había alcanzado sobre sus enemigos, era a principios del siglo XIX poco menos que inútil para la piedad. Colocado en el centro del comercio y de los negocios, rodeado de teatros y lugares de disipación mundanal, era bien esca­so el número de fieles que concurría a él aún en las más grandes solemnidades de la Iglesia.

En 1832 fue nombrado cura de esta parro­quia de indiferentes el abate Carlos Desgenet­tes, santo varón animado de un celo ardiente por la salvación de las almas. Durante cuatro años se esforzó inútilmente por vencer la indi­ferencia glacial de los feligreses, llamándolos por diversos medios al cumplimiento de sus deberes religiosos.

En el estado de aflicción en que se hallaba el buen párroco al ver la absoluta esterilidad de sus afanes, se le ocurrió un día, durante el sacrificio de la Misa, el pensamiento de consa­grar su parroquia al inmaculado Corazón de María para obtener por su mediación la con­versión de los pecadores y el renacimiento del fervor religioso. Tal fue la persistencia con que golpeaba a su mente este pensamiento que lo obligó a redactar sin tardanza los estatutos de la asociación, que es hoy la Archicofradía del Inmaculado Corazón de María. Aprobadas las bases por el señor Arzobispo de París, de­signó el párroco el Domingo 11 de diciembre de 1836 para su solemne instalación e invitó a este acto con encarecimiento a los pocos cris­tianos que acudían a oír sus predicaciones.

Grande y muy grata fue la sorpresa del ve­nerable cura al ver que, á la hora indicada el templo era estrecho para contener la multitud que acudía a su llamado, siendo lo más extraño que una gran parte de la concurrencia era compuesta de hombres. La distribución piadosa dio principio por las Vísperas de la Santísi­ma Virgen y continuó con la plática, que fue oída con atención y recogimiento; pero donde el fervor llegó a su colmo, fue durante el canto de las Letanías, y sobre todo, al llegar al Refugium peccatorum, Ora pro nobis, pala­bras que por un movimiento espontáneo e im­previsto fueron repetidas tres veces consecuti­vas, como el grito de angustia que sale espon­táneamente de todos los labios en presencia de un peligro común.

Al ver este efecto maravilloso, y con el co­razón lleno de las más dulces emociones de alegría, el venerable cura, que se hallaba pos­trado al pie del altar, exclamó animado por la más tierna confianza en medio de un torrente de lágrimas: «Vos salvaréis, Madre mía, a estos pobres pecadores que os aclaman su re­fugio. Adoptad esta piadosa devoción, y en testimonio de que la aceptáis, concededme la gracia de la conversión de M.... a quien mañana visitaré en nombre vuestro.

La conversión que acababa de pedir en un momento tan solemne era la del último minis­tro del rey mártir, Luis XVI, que había vivi­do en el seno de la impiedad y que según todas las apariencias, moriría lejos de la reli­gión. El cura visitó, en efecto, al día siguien­te a este hombre y lo halló tan profundamente cambiado que no pudo ya dudar de que la obra que acababa de fundar era inspirada por la Madre de Dios. Si no hubiera tenido en este hecho una prueba tan clara de la protección de María, habría bastado para convencerse de ello los copiosísimos frutos recogidos de esta admirable obra. Las costumbres se transfor­maron como por encanto, y donde reinaba el hielo de la indiferencia, floreció el fervor reli­gioso, el cual fue creciendo hasta el punto de que tres anos después comulgaban en la Pas­cua diecinueve mil cuatrocientas personas.

Esto nos demuestra que la devoción a la Santísima Virgen tiene el poder de transformar a los individuos y de atraer pueblos enteros a la fe.

 

JACULATORIA

 

Madre de Dios, Madre mía,

Sed mi refugio en la muerte

Y mí esperanza en la vida.

 

ORACIÓN

 

¡Oh Virgen Purísima! Vos que fuisteis elegida desde la eternidad entre todos los hijos de Adán para ser la Madre del Ver­bo encarnado; Vos que recibisteis una do­tación de gracias tan abundante como jamás la recibiera humana criatura; Vos que supisteis corresponder con tanta fidelidad a los designios de Dios, dignaos alcanzarnos de vuestro santísimo Hijo la gracia de conseguir el fin para que hemos sido creados, correspondiendo dignamente a la gra­cia y llenando cumplidamente los deberes de nuestra misión en la tierra. Vos sabéis, Señora nuestra, cuántos son los peligros de que está sembrado el camino de la vida, cuántas las tentaciones que el mundo, el demonio y las pasiones suscitan para sepa­rarnos de nuestro fin, alejándonos de Dios por medio del pecado. Pero Vos, que sois fuerte y poderosa como un ejército orde­nado en batalla, alargadnos vuestra mano protectora, cobijadnos bajo vuestro manto maternal e inspirad a nuestras almas va­lor y energía incontrastables para salir victoriosos de la formidable lucha empeñada contratan insidiosos enemigos. Cuan­do la hora del combate se acerque, cuando nos sintáis desfallecer y lleguen a vuestros oídos nuestras voces suplicantes, venid, dulce Madre, en nuestro auxilio, Y vuestra sola presencia bastará para poner en fuga a los enemigos de nuestra salvación. Dadnos en fin, santas inspiraciones para cumplir con entera fidelidad los designios de Dios sobre nosotros, a fin de que, haciendo en todo su voluntad en la tierra, merezcamos un día poseerlo en el cielo. Amén.

 

 

Oración final para todos los días

 

  ¡Oh María!, Madre de Jesús, nuestro Sal­vador, y nuestra buena Madre nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir, con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuel­van hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, en­cienda por todas partes el fuego de su ar­diente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vi­da y de esperanza para el porvenir. Amén.

 

PRÁCTICAS ESPIRITUALES

 

1. Rezar siete Avemarías en honra de la pureza virginal de la Santísima Virgen, ro­gándole que nos conceda la pureza de alma y cuerpo.

 2. Examinar atentamente nuestros afectos e inclinaciones y si halláremos alguno que ofrezca peligros a nuestra inocencia, corregir­lo con generosidad.

3. Rezar una tercera parte del Rosario para alcanzar de María la conversión de los peca­dores.

 

 

DIA SEGUNDO

 

CONSAGRÁDO A HONRÁR LA CONCEPCIÓN INMACULADA DE MARÍA

 

CONSIDERACION

 

Si Dios escogió a María por Madre desde la eternidad, convenla a su divina grandeza que fuese preservada del pecado que condenaba a muerte a toda la raza de Adán. Repugna a la razón y a la bondad divina., que el Hijo de Dios que venia a destruir el pecado, hubiera querido revestirse de una carne manchada en su origen. La pureza y la santidad por exce­lencia no podían habitar ni un solo instante en un tabernáculo en que el pecado hubiese dejado sus inmundas huellas y donde Satanás hubiere tenido su asiento y ejercido su impe­rio. Y ¿cómo podría ocupar la Reina del cielo el primer puesto entre todas las criaturas, des­pués de Jesucristo, si habiendo estado sujeta a la desgracia común, era igual a todas ellas por el pecado y compañera de todas ellas en la participación de tan triste herencia? ¿Có­mo los espíritus angélicos, criados y confirma dos por Dios en gracia y justicia original ha­brían podido reconocer y aclamar por reina a la que había sido esclava de Satanás, de ese osado enemigo de la gloria de Dios que ellos habían arrojado del cielo? Y si los ángeles y nuestros primeros padres fueron criados en gracia, ¿cómo podía ser concebida en pecado aquella que estaba destinada a ser la Madre de Dios?

¡Oh triunfo incomparable de la gracia! Dios necesitaba para su Hijo de una madre digna, y hela ahí ataviada con todos los dones de la munificencia divina. Ella sola está de pie, mientras que todos caímos heridos por la maldición primitiva. Apoyada al árbol de la vida, jamás probaron sus labios el fruto del árbol de la muerte. Jamás soplo alguno de esos que empañan el alma, robándole la inocencia, mancilló ni un instante su virginal pureza. Ella fue el arca misteriosa que sobrena­dó sobre las aguas cenagosas del pecado; la fuente sellada cuyas corrientes fueron siempre límpidas y puras; el jardín cerrado que jamás dio entrada a la antigua serpiente cuya cabeza quebrantó.

Si María fue preservada de toda culpa y si jamás el pecado entró en su corazón, nosotros debemos imitarla preservándonos de toda culpa.

Nada hay más bello en el mundo que un alma en gracia, y nada más abominable a los ojos de Dios y de María que un alma en pecado.

Un alma pura es la amiga predilecta de Dios; en su seno reside como en su más rico santuario, derramando sobre ella sus bendiciones, regalándola con inefables consuelos e inspirándola las más santas resoluciones. Dios es su esposo, y como tal, la hace saborear todas las delicias de su amor y toda la dulzura de sus castísimos abrazos. Mora en esa alma esa paz dulcísimo, hija tan sólo de la conciencia pura, y que en vano se busca en los mentidos placeres que brinda el mundo a sus adoradores, Los contratiempos de la vida, si la arrancan lágrimas no alcanzan á turbar el sosiego del alma en gracia que busca en Dios el consuelo en la adversidad. Ella ve en El a un padre amoroso, y esa dulce persuasión derrama gotas de dulzura en el cáliz que la desgracia acerca a sus labios; y humilde y resignada bendice la mano que la hiere.

En el estado de gracia el hombre está íntimamente unido a Dios y seguro de que, si su vida mortal terminase en ese feliz estado, esa unión se consumaría en el cielo. La muerte es para el justo un tránsito de la tierra a la bienaventuranza. Era un peregrino de estos valles regados con sus lágrimas, y con la muerte termina su penosa jornada; era un desterrado, y la muerte le abre las puertas de su Patria; era un navegante que surcaba un mar sembra­do de escollos, y la muerte es el momento ven­turoso en que arriba al puerto donde encuentra eterno abrigo contra las tempestades.

Todas las obras buenas ejecutadas en el estado de gracia son para el justo otros tantos merecimientos que lo hacen acreedor a mayores grados de gracia y a mayores grados de gloria. Sus acciones, palabras y pensamientos, referidos a Dios, son preciosas monedas que van aumentando el caudal con que pueden comprar el cielo.

¡Felices las almas que pueden decir: Dios está conmigo y yo con él; mi amado es para mí y yo soy para mi amado! Cuando no hay una espina que torture la conciencia, nuestros días transcurren serenos, es tranquilo nuestro sueño y sin mezcla de amargura nuestros goces. ¡Horas afortunadas de gracia y de inocencia, no os alejéis jamás!...

 

EJEMPLO

 

La confesión de una pecadora

 

En los Anales de la archicofradía del Cora­zón de María se lee la siguiente carta; dirigida al abate Desgenettes por una distinguida señora de Paris:

“Educada en los sanos Principios de la religión católica, tuve la dicha de practicarla, hasta que una pasión ciega me precipitó en el abismo del vicio. Desde entonces me empeñé por arrojarla de mi corazón y hasta de mis recuerdos, porque la voz austera de sus enseñanzas me importunaba con el aguijón del remor­dimiento. Devorada por la inextinguible sed de las pasiones, deseaba carecer de alma ra­cional para entregarme sin temores, como los animales, al exceso de mis desórdenes. A fuerza de trabajo, logré extinguir en mí la idea de la inmortalidad del alma, mirando esta eter­na verdad como una invención de los curas, y me felicitaba de haber triunfado de lo que yo llamaba mis antiguas preocupaciones.

“Sin embargo, de vez en cuando los estímu­los de mi conciencia me hacían oír un grito aterrador, y sentía miedo de mí misma. Pero en estos momentos lúcidos de la pasión, la desesperación destruía la obra del remordimien­to, pues la salvación me parecía una cosa im­posible; y entonces, animándome a mi misma, me decía: si he de condenarme forzosamente, gozaré cuanto pueda en el plazo que me dure la vida. En medio de esta lóbrega noche de mi alma, solía cruzar, corno rayo fugitivo, una lejana confianza en María, que parecía aliviarme del peso enorme del temor y del remordimiento.

“Siete años pasaron de profunda degradación, de locos devaneos, de entero olvido de Dios; siete años de tortura perpetua del alma, de in­definible tristeza, de hastío incurable. Un día una mano desconocida hizo llegar hasta mí el primer cuaderno de los Anales de la Archicofradía, de la cual no tenía antecedente alguno.

Abrí el libro por curiosidad, leí algunas páginas y sentí que mi corazón daba cabida á una dulce, si bien lejana esperanza.

“La conversión de Ratisbonne me conmovió Profundamente; y tal vez hubiera cedido a este primer toque de la gracia, sino hubiese dejado el libro para disipar las saludables impresio­nes, pues comprendí que podía obrar un cam­bio en una vida que me parecía dulce, á pesar de sus amarguras. Sin embargo, pocos días después, hube de ceder á las instancias de una persona piadosa para asistir a la distribución de la Archicofradía, y me dirigí a la iglesia, no con el ánimo de convertirme, sino para ver si por este medio lograba la paz interior sin cambiar de vida. ¡Insensata! pretendía un imposible...

“En el momento de las súplicas, el sacerdote leyó una carta de una joven de mi edad, peca­dora como yo, que se encomendaba a las ora­ciones de la Archicofradía, y añadió: «La pobre alma que en su aflicción os dirige la pre­sente carta no se halla ahora en este templo; pero tal vez algunos de los que me escuchan, podrán hallar en lo que ella ha sido un retrato fiel de sus desórdenes, y se han de persuadir de que Dios los llama a penitencia por mis la­bios.»

“Al oír estas palabras, que parecían dirigidas a mi, sentí un estremecimiento que no pude evi­tar y mi corazón se agitaba con violencia; las lágrimas inundaron mi rostro; la gracia obra­ba en mi alma suave y eficazmente, haciéndome comprender toda la profundidad del abis­mo en que me hallaba: pero en mi insensatez temía ser oída con exceso, temía verme convertida... Sin embargo, la gracia pudo más que mi obstinación, y mi espíritu, tanto tiempo encor­vado hacia la tierra, se elevó hacia Dios, y la voz de la inmortalidad, como recogida hasta entonces en los pliegues secretos de mi cora­zón, hizo llegar sus ecos hasta los más recón­ditos senos de mi alma. Me postré entonces a los pies (de la Santísima Virgen; y ésta fue la primera vez que oré, después de siete años de vida criminal. Aquél fue el momento dichoso en que sentí desatarse, romperse y desaparecer las cadenas que hasta entonces habían tenido amarrado mi corazón al poste de las pasiones criminales. La incredulidad cedió el lugar a las esplendorosas luces de la fe: ya no sólo creía en todo, sino que me parecía ver con mis propios ojos las verdades más sublimes de la religión. De tal suerte me penetró esta luz di­vina que por unos instantes dudé de si era yo la misma, porque todo había cambiado, pensamientos, deseos e inclinaciones.

“¡La confesión debía poner el sello a esta transformación; y no es mi pluma capaz de traducir cuánta fue entonces mi felicidad, y cuán suave es el bálsamo que vierten sobre el corazón herido las lágrimas penitentes! ¡Gloria a Vos! ¡Oh María mi dulce y soberana Libertadora!”

Hasta aquí la carta. Lo que Mana hizo en favor de esa pobre alma, que iba en camino de perdición, está dispuesta á hacerlo en favor de todos los pecadores, si la invocan con confian­za. No en vano ha recibido de la Iglesia el ti­tulo de Refugio de los pecadores.

 

JACULATORIA

 

Libradme ¡oh Virgen bendita!

Del pecado, que a mi alma

Hará de Dios enemiga.

 

ORACION

 

¡Oh María! ¡Virgen purísima e inmacu­lada! cuán dulce nos es mirar en Vos a la mujer bendita, única entre todos los hijos de Adán, a quien respetó el torrente del pecado, que a todos nos envolvió en sus ondas emponzoñadas. ¡Cuán dulce es a vues­tros hijos amantes contemplaros; oh Ma­dre querida! más bella que el primer rayo del alba, sin que jamás soplo alguno haya empañado el purísimo cristal de vuestra alma. Jamás un hijo puede ser indiferente á la gloria y grandeza de su madre; por eso nosotros, vuestros hijos, os enviamos hoy nuestras ardientes felicitaciones por el singular privilegio de haber sido preservada de la culpa original. Porque fuis­teis pura, el Padre os adoptó por hija, el Verbo os escogió por madre y el Espíritu Santo puso en vuestro dedo el anillo de esposa. Por eso los ángeles os aclaman su reina; las vírgenes deponen a vuestros pies sus coronas; los profetas predicen vuestras grandezas y los apóstoles publi­can vuestra gloria. Por eso los peregrinos de la vida os invocamos con filial confianza desde nuestro destierro, y por eso todas las generaciones y todos los pueblos os llaman bienaventurada. Permitid, ¡oh Ma­dre del amor hermoso y de la santa espe­ranza! que en este día, en que recordamos la más excelente de vuestras prerrogativas, elevemos a Vos nuestras plegarias suplicantes, pidiéndoos nos alcancéis la gracia de vivir y morir en la inocencia y pureza de nuestras almas. Bien sabéis Vos que soplan en el mundo vientos que pasan so­bre las almas, arrancándoles la inocencia, y bien conocéis la debilidad de nuestra naturaleza viciada en su origen por el pecado. Pero Vos que amáis tanto la pure­za, simbolizada en el blanco lirio que lle­vamos en homenaje a vuestras plantas, apartad de nosotros el soplo corruptor del mundo y preservad a nuestra alma de dolorosas caídas, a fin de que, siendo siem­pre amigos de Dios en la tierra, cantemos un día vuestras alabanzas en el cielo. Amén.

 

PRÁCTICAS ESPIRITUALES

 

1. Rezar siete Salves en honra de la Con­cepción Inmaculada de María.

2. Abstenerse, por amor a María, de todo acto de impaciencia o de ira.

3. Hacer una piadosa visita a la Santísima Virgen en algún santuario en que se la venere o delante de una imagen suya, pidiéndole que interceda por el triunfo de la Iglesia sobre sus perseguidores.

 

 

DIA TERCERO

 

CONSAGRADO A HONRAR LA NATIVIDAD DE MARÍA

 

CONSIDERACIÓN

 

En una modesta estancia de la ciudad de Nazaret vivían olvidados del mundo dos ancianos esposos: Joaquín, descendiente de la familia de David y Ana, vástago ilustre de la familia de Aarón. Ambos eran justos en la presencia de Dios y observaban su ley con un corazón puro. Sin embargo, faltaba a su vida una gran bendición: eran ancianos ya, y el cielo les había negado el consuelo de la pater­nidad. Ningún hijo que endulzase las amarguras de la decrepitud crecía en su solitario hogar. Esto turbaba la paz de sus tranquilos días y les arrancaba copiosas lágrimas, porque la esterilidad era un oprobio en Israel. Para obtener la gracia de la fecundidad, ellos se habían obligado en voto a consagrar a Dios el primer fruto de su unión, si se dignaba ben­decirla.

Después de veinte años de fervorosas plega­rias, se presenta un ángel a Joaquín y le dice: «Tus oblaciones han sido agradables al Señor y tus oraciones y las de tu esposa han si­do oídas. Ana dará a luz una hija, a la cual pondrás el nombre de María ella pertenecerá al Señor desde su infancia, y será perpetua­mente virgen.”

Eran los primeros días del sexto mes del año 734 de la fundación de Roma. Mil demostraciones de alegría se dejaban notar dentro de la antes desierta y silenciosa casa de Joaquín. Ana acababa de dar a luz una hija más her­mosa que la azucena del valle y más pura que las primeras luces del alba.

Sólo algunos parientes y amigos rodeaban su cuna uniéndose al gozo de los felices pa­dres. En torno suyo no se veía ni real magni­ficencia, ni se escuchaban alegres sinfonías, ni se aderezaban suntuosos festines. El mundo no estaba allí, sólo se ostenta el dulce gozo de la familia, que bendecía la mano bienhecho­ra que hacía nacer la felicidad en un hogar tanto tiempo habitado por el dolor.

Pero si este acontecimiento se realiza igno­rado del mundo, en cambio los ángeles lo celebran en el cielo con cánticos de júbilo, y el infierno se estremece, presintiendo su próxima derrota. Acababa de nacer la Reina de los án­geles y la mujer destinada a quebrantar la ca­beza de la serpiente. Se levantaba sobre el oscuro horizonte del mundo la bella aurora que anunciaba la Venida del Sol de justicia. Pero, aquella que en el teatro mismo de la muerte y del pecado, se levantó como una promesa de vida y de salvación, apareció en el mundo cercada de pobres y humildes apariencias. El te­cho de una modesta estancia cobija su cuna. Unos cuantos vecinos y parientes, pobres co­mo ella, forman su corte.

María se regocijaba de este olvido y se goza­ba en su oscuridad. Nacida para Dios, nada le importaba la estimación del mundo. Deseosa sólo de dar gloria a Dios despreciaba la efíme­ra gloria y los vanos honores de los hombres.

¡Qué elocuente lección para nosotros, que tan prendados vivimos de los falsos honores y pasajera gloría del mundo! Riquezas, honores, renombre, estimación, he aquí lo que ansiosamente buscamos, sin parar un momento la atención en la nada y vanidad que envuelven. Las arcas repletas de oro, si nos prestan comodida­des temporales están muy lejos de darnos la verdadera felicidad, que consiste en la paz del alma y en la tranquilidad de la conciencia; antes bien su posesión no nos satisface, el cui­dado de conservarlas nos turba, su adquisición nos impone duros sacrificios y su pérdida nos desespera. Muchas veces el rico que sobrena­da en riquezas es más desgraciado que el pobre labriego que vive bajo un techo de paja, que come un pan escaso y reposa de sus fati­gas en desabrigado lecho. Si Dios se digna concedernos las riquezas, no encerremos nuestro corazón en las arcas que las guardan, y no busquemos en su posesión el bien supremo de la vida. Si no somos pobres en el efecto, seámoslo en el afecto.

Los honores y la gloria son el barniz de la vida, inestables como el carmín de las flores, vanos como el perfume que el viento desvanece y erizados de espinas como el tallo de las rosas. Sin embargo, tras de esos bienes vanos e inestables corre el mundo desalado.

El nacimiento de María nos enseña a no fundar en esas frivolidades un titulo de orgullo, despreciando a los que están colocados en esfera inferior a la nuestra. ¿Qué son esos bie­nes comparados con los de la eternidad? Pol­vo y paja. ¿De qué sirven al rico sus tesoros y al grande sus honores, si su eterna morada es el infierno? ¿Y qué puede importar al pobre su miseria, al humilde sus abatimientos, si al fin encuentra en el cielo riquezas que no se ago­tan y honores que no desvanecen jamás? Bus­quemos ante todo el reino de Dios y su justi­cia, que lo demás se nos dará por añadidura.

 

EJEMPLO

 

María consoladora de los afligidos

 

Uno de los más insignes devotos de María, de los que en el seno de la Iglesia se han distinguido más por su fervor en honrarla, ha sido San Francisco de Sales, honra y lumbrera del episcopado católico. Cuando este ilustre Santo era todavía estudiante en Paris, quiso Dios aquilatar su virtud, permitiendo que fuera ten­tado en orden a su predestinación. El espíritu de las tinieblas le sugirió la idea de que era inútil cuanto hacía por adelantar en los cami­nos de la santificación, porque estaba irremi­siblemente condenado.

Compréndese fácilmente cuán horribles se­rían las angustias del santo joven, estando en la persuasión de que él, que tanto amaba a Dios, se hallaría en la necesidad de odiarlo, maldecirlo y blasfemarlo, por toda una eterni­dad en el infierno. Esta consideración, que para cualquier alma que tiene fe, bastaría para convertir la vida en un infierno anticipa­do, era para Francisco un martirio más cruel que las torturas de los mártires. Aquella idea, clavado día y noche en su mente, alejaba el sueño de sus ojos y le hacia olvidar el alimen­to y el reposo no permitiéndole hacer otra cosa que llorar. Pálido, triste, agitado, se arrastra­ba como un espectro por las calles de París sin rumbo fijo y abismado en profunda meditación.

Agobiado bajo el peso de esta enorme mon­taña y buscando en todas partes un consuelo que no hallaba en ninguna, penetró un día en el templo de San Esteban para ir a postrarse a los pies de la Santísima Virgen, su protec­tora, su refugio y su madre. Allí, deshecho en un río de lágrimas, levantó hacia ella sus ojos cansados de llorar, y, con todo el amor que ardía en su corazón, le dijo: «Si es tanta mi desdi­cha que he de condenarme y estar eternamente en la desgracia de Dios después de mi muerte, a lo menos, concédeme el consuelo de poderlo amar durante toda mi vida.» Y tomando en su mano una tablilla que estaba colgada al lado del altar y en la cual se hallaba escrita la bella oración de San Bernardo, acordaos, oh piado­sísima Virgen María, la rezó con un fervor que conmovió, sin duda, las entrañas maternales de la que con tanta razón es llamada Consola­dora de los afligidos. Y a fin de interesar más y más su protección hizo allí voto de perpetua virginidad y la promesa de rezarle todos los días de su vida una tercera parte del Rosario.

Tan tierno, tan puro y tan probado amor merecía ciertamente una recompensa digna de tanta fidelidad, tornando en dulcísima paz los tormentos que martirizaban aquel corazón tan desinteresado en amar como constante en sufrir. Como el navegante que, tras de larga y tormentosa noche, ve amanecer un día sereno en un mar en calma, así sintió Francisco que tras de dos meses de crueles padecimientos, renacía el sosiego del alma y se disipaban al soplo del cielo aquellos negros temores que, a no estar sostenido por la gracia, lo habrían precipitado en el abismo de la desesperación. El que momentos antes creía que su destino habría de ser odiar a Dios eternamente en el infierno, tuvo la dulce certidumbre de que la amaría y bendeciría eternamente en el cielo. Cierto que esta gracia le había sido alcanzada por la intercesión de María, a quien acababa de invocar en el extremo de su aflicción, redobló su amor y su confianza hacía tan bondadosa Madre: y fiel a sus promesas, la amó y honró toda su vida con la ternura del hijo más amante.

En medio de las aflicciones y adversidades que siembran el camino de la vida, busquemos en el regazo de María, siempre abierto para los desgraciados, consuelo y amparo.

 

JACULATORIA

 

¡Oh amable Reina del cielo!

Sé en la desgracia mi aliento

Y en la aflicción mi consuelo.

 

ORACIÓN

 

Llenos nuestros corazones del más puro regocijo, venirnos ¡oh tierna y hermosa Niña! a presentarte nuestros homenajes de amor al pie de la pobre cuna en que dulcemente te adormías durante las bellas horas de tu infancia. Si el mundo te desconoció y si los hombres no vieron en Ti sino a una pobre hija de Adán, porque no eran de púrpura tus panales ni fue tu cuna recamada de oro, nosotros te saludamos como á la aurora de bendición que anun­cia la salida del sol de justicia. Entre las modestas apariencias que te cercan, vemos en Ti a la corredentora del linaje humano y a la Madre del Salvador del mundo. Tú viniste a la tierra para ser la consoladora de los afligidos, el amparo de los débiles y el sagrado asilo de los desventurados. Tú naciste para ser un puerto de salvación para los infelices náufragos de la vida, un escudo de protección contra las asechanzas del infierno y una estrella cuya luz apacible guía los pasos de los peregrinos de este valle oscuro y desolado; por eso tu nacimiento es para nosotros un motivo del más ardiente júbilo. El ha glorificado a la Trinidad, ha regocijado a los ángeles y ha hecho temblar al infierno. Dígnate ¡oh María! nacer nuevamente en nuestros co­razones por el amor y hacer brotar en nues­tras almas los sentimientos que abrigaba la tuya cuando naciste al mundo. Inspíranos un santo desprecio por los honores y rique­zas y vanos placeres de la tierra para que ardiendo sólo en las llamas del amor divi­no, no busquemos ni amemos otros bienes ni otros tesoros que los del cielo. Amén.

 

PRÁCTICAS ESPIRITUALES

 

1. Desprenderse de algún objeto que sea ocasión de vanidad, o a lo menos dejar de usarlo en este día.

2. Rezar devotamente las Letanías de la Santísima Virgen para honrarla en su glorio­sa Natividad.

3. Dar una limosna a los pobres.

 

 

DIA CUARTO

 

DEDICADO A HONRAR EL DULCE NOMBRE DE MARÍA

 

CONSIDERACIÓN

 

Objeto de grande interés es ordinariamente para los padres el nombre que han de poner al hijo recién nacido, porque parece que el nombre guardará íntima relación con el destino del hombre, siendo una especie de presagio de lo que ha de ser más tarde.

Pero Joaquín y Ana no tuvieron que inquietarse en buscar un nombre adecuado a la hermosa niña que acababan de dar a luz en la tarde avanzada de su vida. Ese nombre bajó del cielo y le fue comunicado por el ministerio de un ángel: era el de María.

Algunos días después de su nacimiento, la hija de Ana recibió ese nombre que tan dulce había de ser para los oídos de los que la aman, que es miel para los labios, esperanza para los tímidos, consuelo para los tristes y júbilo para el corazón cristiano. Muchos siglos ha que los peregrinos de la tierra lo pronuncian de rodillas y con sentimiento de profunda veneración, en homenaje de respetuoso acatamiento hacia la persona que lo lleva. Millones de almas lo repiten con filial amor y lo llevan esculpido en lo más secreto del corazón. Manan de él raudales de dulzura y lleva en si mismo el sello de su origen celestial, comunicando a los que lo pronuncian con amor una virtud celestial, que hace brotar santos afectos y pensamientos purísimos en el alma.

Por eso, ese nombre está grabado con caracteres de oro en cada una de las páginas de la historia del mundo, en los anales de todos los pueblos cristianos y en todos los monumentos de la piedad de los fieles.

Todos los que lloran y padecen encuentran al repetirlo alivio y descanso en sus tribulaciones. Por eso el náufrago lo pronuncia en medio de la tempestad, el caminante al borde de los precipicios, el enfermo en medio de sus dolencias, el moribundo en el estertor de su agonía, el guerrero en lo reñido del combate, el menesteroso en las horas de su angustiosa miseria, el sacerdote en medio de las difíciles tareas de su ministerio, el alma atribulada cuando la tentación arrecia, el desgraciado cuando el infortunio lo hiere, y el pecador arrepentido al implorar la divina clemencia.

Ese nombre se oye también pronunciar en los momentos más solemnes de la vida; porque todos saben que el nombre de María no sólo es consuelo en los grandes dolores de la vida y escudo de protección en todos los peligros, sino también preciosa garantía que asegura un éxito favorable en todas las empresas.

No es extraño entonces que los Santos hayan profesado tan ardiente devoción por el nombre de María. Cuando San Hermán lo pronunciaba postrábase de rodillas y permanecía allí por largo tiempo. Un amigo suyo que lo notó, preguntóle que hacia en aquella postura, a lo que él contestó: Estoy cogiendo dulces frutos del nombre de María, pues me parece que todas las flores de la tierra y los aromas más delicados se han reunido en él para deleite mío: yo siento que una virtud desconocida se exhala de ese augusto nombre cuando lo pronuncio, bañándome en celestiales delicias y consuelos, y quisiera permanecer siempre de rodillas para seguir gustando tan exquisita suavidad.

Si tales son los efectos de ese nombre bendito, necios seremos si no lo repetimos con frecuencia, sino buscamos en él nuestro descanso, nuestro consuelo, nuestra fuerza. Hay días malos en la vida en que nuestro corazón no siente atractivo alguno por el bien y en que está como embargado por el hielo de la indiferencia; entonces alcemos al cielo nuestros ojos y digamos: ¡María!.. Hay horas en que fatigados de nuestra penosa marcha, nos sentimos desfallecer, sin tener ánimo y valor para el combate; entonces volvamos nuestras miradas a la que es fuerte como un ejército ordenado en batalla, y repitamos: ¡María!.. Hay momentos en que la desgracia parece anegarnos en sus aguas amargas y en que la desesperación nos hace perder toda esperanza; entonces dirigiendo nuestras plegarias á la Consoladora de los afligidos, digamos: ¡María!.. Hay sobre todo un instante supremo: aquel en que daremos un adiós eterno a cuanto hemos amado en la vida, instante de dolorosa ansiedad, de tristes desengaños, de eterna separación, instante en que se decidirá nuestra eterna suerte; entonces volvamos nuestros ojos al cielo y repitamos: ¡María!... Que el nombre de María sea en todas las circunstancias de nuestra vida la expresión de nuestros sentimientos: en los momentos de gozo sea nuestro cántico de reconocimiento: en el combate, nuestro signo de victoria; en la desolación, nuestro grito de socorro; y en la hora de la muerte, nuestra corona y nuestra recompensa.

 

EJEMPLO

 

María, socorro de los que la invocan

 

Era el año de 1755. Un espantoso terremoto, que parecía querer reducir a escombros la Europa entera, produjo en el mar tan grandes levantamientos que sus olas turbulentas invadían las playas y se extendían por los campos vecinos, devastándolo todo á su paso. La hermosa ciudad de Cádiz, situada en las riberas españolas, se vio casi sepultada en las aguas. Las olas azotaban con furia sus murallas y penetraban en sus calles como implacables enemigos.

La situación de la ciudad era verdaderamente desesperada: pocos momentos debían bastarle al mar enfurecido para esparcir sus ruinas por el fondo del abismo. Todo era llanto, gemidos y lamentos desesperados, pues ningún auxilio podía salvarla de la potente ira del ciego elemento. El momento era supremo; la desolación y espanto universales: perdida ya toda esperanza, los gaditanos sólo pensaron en prolongar por algunos instantes la triste vida refugiándose en sitios elevados. Pero los corazones afligidos se levantan instintivamente al cielo para buscar en él el remedio y el consuelo. Se acordaron de su celestial Protectora, y acudieron en gran número al templo de Nuestra Señora de la Palma, y cayendo a sus plantas benditas, imploraron su protección con lágrimas y súplicas. Era el último recurso que les quedaba, pero era el más poderoso, porque nunca deja de acudir María en socorro de los que la invocan en la aflicción y el peligro.

Un venerable sacerdote que se hallaba en aquellos momentos en el templo, advirtiendo el universal desconsuelo de los que entraban en tropel a postrarse a los pies de la imagen de María, los exhortó a confiar en su protección con palabras llenas de santa unción. Y tomando en sus manos el estandarte de María les dijo con una fe y un ardor sin límites:

-«Seguidme, y si tenéis fe, veréis como la Madre de Dios os va a librar de la inundación... No, Virgen Santísima, continuó dirigiéndose a María, vos no podéis permitir que perezca un pueblo que os ama y confía en vuestra bondad.»

 Seguido de una inmensa multitud, que invocaba con lágrimas a su excelsa Patrona, avanzó el sacerdote por las calles con el estandarte en alto. Llegaron bien pronto al lugar en que las aguas invadían con temible furia. La emoción era general: millares de personas tenían fijos los ojos y clavadas las almas en la sagrada enseña. El sacerdote lleno de confianza y con voz suplicante, exclamó: «¡Oh María! Vos que todo lo podéis, haced que no pasen de aquí las aguas.» Y diciendo esto, clavó en tierra el sagrado estandarte, como si quisiera poner un dique insalvable á las olas irritadas; y ¡oh prodigio! las olas para las cuales los altos muros no habían sido obstáculos que las impidieran inundar la población, detuviéronse de improviso delante de la imagen de María, y comenzaron a retroceder, como si la misma omnipotente mano que en un principio les puso por vallado una cinta de deleznable arena, hubiese en aquel instante renovado su mandato.

En presencia de aquel estupendo prodigio, el pueblo cayó de rodillas bendiciendo la mano de su celestial Protectora, y exclamando entre sollozos de gratitud: Milagro, milagro... Y en efecto, sesenta y dos pies había subido el mar en aquel día memorable sobre el nivel ordinario, y si hubiese continuado el ascenso, Cádiz habría irremisiblemente desaparecido.

 

JACULATORIA

 

Concédeme ¡dulce Madre!

Que en la vida y en la muerte

Lleve tu nombre en mis labios.

 

ORACIÓN

 

 ¡Oh Madre de gracia y de misericordia! No pueden nuestros labios pronunciar vuestro dulce nombre sin que el corazón se inflame en purísimas llamas de amor por Vos. Hay en vuestro nombre tan inefables delicias, que es imposible repetirlo sin experimentar consuelos y dulzuras quo no son de esta tierra, sino gotas desprendidas de la felicidad del cielo. Si es grato el aroma de las flores, si la miel es dulce y sabrosa para los labios, si las acordes vibraciones del arpa llegan deleitables al oído en la mitad de la callada noche, muy más grato, dulce y deleitable es vuestro nombre ¡oh María! para el corazón de los que os aman. Tesoros de amor se encierran para el hijo en el nombre de su madre; en el vuestro ¡oh tierna Madre! se ocultan tesoros de bendiciones para nosotros vuestros infortunados hijos. Haced, Señora nuestra, que cuando la tribulación nos visite, que cuando la tentación nos asedie, que cuando el desaliento nos rinda, podamos acudir a Vos llamándoos por vuestro nombre. No os mostréis entonces sorda a nuestro llamamiento y á nuestros clamores; como la madre corre presurosa al oír el grito de angustia de sus hijos, venid en nuestro socorro, Vos que sois la más amorosa de las madres. Si el mundo nos abandona, si los hombres ensordecen a nuestros lamentos, si nos dejan solos con nuestro dolor, sed Vos la compañera de nuestras desgracias, la consoladora de nuestras penas, el asilo de nuestra orfandad, la fuerza de nuestra debilidad, la luz en nuestras tinieblas, el guía de nuestro camino y el abrigo seguro contra las tempestades del mundo. Permitid, en fin, que sean el vuestro y el de Jesús los últimos nombres que modulen nuestros labios embargados por el hielo de la muerte, para obtener la gracia de morir santamente y volar al cielo a cantar eternamente vuestras alabanzas. Amén.

 

PRÁCTICAS ESPIRITUALES

 

1. Invocar frecuentemente el nombre de María pidiéndole su protección.

2. Hacer un cuarto de hora de meditación sobre alguna de las virtudes de María con el propósito de imitarla.

3. Contribuir con alguna limosna al culto público de la Santísima Virgen.

 

 

DÍA QUINTO

 

CONSAGRADO A HONRAR LA PRESENTACIÓN DE MARÍA EN EL TEMPLO

 

CONSIDERACION

 

 Tres años habían pasado desde el día del nacimiento de María, cuando el prematuro desarrollo de su razón advirtió a sus ancianos padres que había llegado la hora de la separación, dando cumplimiento al voto que habían hecho de consagrar a Dios el primer fruto de su matrimonio.

Con el corazón partido de dolor, los dos ancianos esposos toman el camino de Jerusalén para depositar en el templo el tesoro más caro de sus corazones, el consuelo de su senectud y el único embeleso de su hogar tanto tiempo solitario. Entre tanto, María deja alegre y contenta aquel hogar querido, porque si amaba tiernamente a sus padres, suspiraba por vivir en la amable soledad del santuario para consagrarse enteramente a Dios. Largos parecíanle los caminos que veía serpentear al través de las montañas y llanuras; y cuando, desde el fondo del valle, vio levantarse las altas cúpulas que protegían la santa casa del Señor, su tierno corazón se derretía en santos afectos y palpitaba de la más dulce alegría.

¡A dónde vas, tierna niña, cuando apenas despunta en Ti la alborada de la vida! ¿Por qué tan presto abandonas el techo de tu hogar y el regazo y las caricias de tu madre? ¿Por qué te desprendes de sus brazos amorosos para entregarte en manos de personas desconocidas, en las cuales no hallaras la ternura maternal? -«El pájaro encuentra abrigo, responde, y la tórtola su nido: y yo, tímida paloma, voy a buscar mi nido en los altares del Señor.»- Oigo una voz que me había al corazón y me dice: «Hija mía, olvídate de tu pueblo y de la casa de tu padre, y el Rey se complacerá en tu belleza.» «Yo voy en seguimiento de mi Amado, porque El es todo para mí y yo soy toda para El. »

Colocada la hermosa niña a la sombra del santuario del Dios de Israel, sólo se ocupó en prepararse para desempeñar la más augusta misión que se haya jamás confiado a humana criatura. Puesta en manos del Sumo Sacerdote, subió en compañía de los ángeles los escalones del santuario y se incorporó entre las vírgenes de Sión. Tierna planta que crecerá al abrigo del mundo, fecundada por el calor de la caridad divina y regada por mano de los ángeles.

Así es como en la edad más tierna, María consuma su sacrificio, buscando en el santuario un asilo para su inocencia. Allí, desprendida de todos los afectos del mundo y profundamente recogida dentro de si misma, se absorbe en la contemplación de las verdades eternas y se embriaga en los purísimos goces del amor divino. Desde el principio del mundo, jamás se había hecho al cielo una oblación más pura, dice San Andrés de Creta; ninguna criatura había ejecutado hasta entonces un acto de religión más agradable á Dios. El Sumo Sacerdote acepta, en nombre de Jehová, esa oblación de inestimable valor, coloca a la sombra del tabernáculo ese precioso depósito y concluye bendiciendo a los dos ancianos y felices esposos.

Hay en el mundo ciertas almas privilegiadas a quienes Dios llama al retiro y a la amable soledad del claustro. Con mano amorosa las escoge entre la multitud, las segrega del mundo y las conduce al silencio de su templo y de su casa para hacerlas sus esposas.

Esas almas comienzan a sentir entonces un vacío que no pueden llenar los más dulces placeres y los más agradables pasatiempos de la vida. Atraídas por un encanto irresistible, suspiran por la soledad y buscan en su seno la paz y el gozo que les niega el mundo, y como tímidas palomas, atraídas por el perfume del incienso, forman su nido en las grietas del santuario. Allí, Dios les había al corazón, y al escuchar esa voz dulcísima, cortan todos los lazos que las ligan al mundo y se entregan enteramente a su servicio.

¡Almas afortunadas! vosotras sois verdaderamente las hijas predilectas del mejor de los padres. Si él os llama, es porque quiere regalaros con todos los tesoros de su bondad, porque quiere vivir con vosotras en toda la dulce intimidad en que viven les esposos. Considerad que esta gracia de inestimable precio no la otorga a todas, y ya que vosotras habéis tenido la suerte de fijar la elección divina sin merecimiento alguno de vuestra parte, no tardéis un instante en acudir a su llamado. ¡Qué ingrata seríais si, despreciando la vocación de Dios, rehusaseis enrolaros entre las santas vírgenes que viven a la sombra del santuario! A ejemplo de María, id presto a donde os llama el esposo de las almas. María no tarda, no delibera, no deja para después su resolución; oye y marcha.

Dios quiere victimas sin mancha, y no los restos despreciables, sino las primicias del corazón. No querer pertenecer a Dios desde temprano, es exponerse a no pertenecerle nunca, porque esa dilación voluntaria y culpable lo aleja de las almas y acaso para no volver a tocar la puerta que no se abrió a sus primeros toques.

 

EJEMPLO

 

María, Virgen Clemente

 

 Santa María Egipciaca, célebre penitente que hace recordar en sus extravíos y penitencia a la pecadora del Evangelio, debió a María su maravillosa conversión. Diecisiete años hacia quo esta joven disoluta llevaba en Alejandría una vida de escándalos, cuando se embarcó un día para Jerusalén entre muchos cristianos que iban a celebrar la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Allí continué en sus desórdenes sin tener consideración que se hallaba en el teatro mismo en que se operé la redención del mundo. Pero un día en que los fieles penetraban en el templo para adorar la Santa Cruz, quiso ella seguirlos, pero sin intención de ejecutar un acto de cristiana piedad. Era allí donde la divina misericordia la aguardaba para torcer el rumbo de esta barca rota, que fluctuaba en medio de la tempestad mundana. Cuando intentó penetrar en la iglesia, sintió que una mano invisible la detenía; y cuanto mayores eran sus esfuerzos, tanto más poderosa era la fuerza que la repelía.

Este prodigio abrió los ojos de la pecadora, y comprendió que sus enormes delitos la hacían indigna de ver y adorar el sagrado madero en que Jesucristo obró nuestra redención. Una luz interior iluminó todo su pasado y presentáronse a su mente todas sus culpas como un escuadrón de espectros infernales. Confusa, avergonzada de sí misma y deshecha en lágrimas, alzó la vista al cielo, y vio una imagen de María que coronaba la fachada del templo. Se acordó entonces de que en los años de su inocencia había oído decir que María era Madre de misericordia, y exclamó en medio de sus sollozos: “¡Tened compasión de esta infeliz criatura, oh Vos que sois refugio de pecadores! pues siendo yo la mayor de todas, tengo particular derecho a vuestra protección. No merezco que Dios derrame sobre mí las gracias que derrama hoy sobre tantas almas fieles que se aprovechan de la sangre de Jesucristo; pero, a lo menos, no me niegues el consuelo de ver y adorar en este día el sacrosanto madero en que mi dulce Redentor obró la salvación de mi alma. ¡Yo os prometo Señora que después de este favor, me iré a un desierto a llorar mis pecados por el resto de mi vida, y a perder en la soledad hasta la infeliz memoria del mundo a quien he servido!.”

Animada entonces de una dulce confianza, entra en la iglesia sin resistencia; y postrada de nuevo a los pies de la Santísima Virgen, le pide que sea su conductora en el camino de la salvación. No bien había terminado su oración, cuando oye como de lejos una voz que le dice: «Pasa el Jordán, y hallaras descanso.»

Salió entonces de la ciudad, llevando tres panes por toda provisión. Llegó al anochecer a las orillas del Jordán, y pasó toda la noche orando en una iglesia dedicada á San Juan Bautista. A la mañana siguiente purificó su alma en las aguas de la penitencia, recibió la sagrada Eucaristía y pasó el río en una embarcación que halló en la ribera. El desierto la recibió en sus impenetrables soledades y la ocultó durante cuarenta y siete años a las miradas del mundo. Allí no tuvo más sustento que raíces silvestres, ni más compañía que las aves del cielo. La oración y la penitencia eran sus ocupaciones y su delicia, las lagrimas su pan de cada día y los recuerdos del mundo y las sugestiones de la concupiscencia sus implacables enemigos.

Dios permitió que al morir recibiese la visita de San Zócimo, primera y única persona a quién vio durante los años que vivió en el desierto. De su mano recibió el viático de los moribundos, después de haberle revelado los secretos de su conversión y de su vida penitente para edificación del mundo y eterno testimonio de la misericordia de María.

 

JACULATORIA

 

Ven a mi amparo, Señora,

Que un pecador os implora.

 

ORACIÓN

 

 ¡Oh María! al considerar vuestra pronta, entera e irrevocable consagración a Dios en los más tiernos años de vuestra vida, al veros, como la paloma, ir a construir vuestro nido en el silencio de la casa del Señor y lejos de la Babilonia del mundo, venimos a suplicaros, os dignéis despertar en nosotros el deseo de imitaros en vuestra entera consagración al servicio de Dios, esposo y padre de nuestras almas. Los años de nuestra vida han transcurrido, Señora nuestra, en la disipación y en la tibieza, dividiendo nuestro corazón entre Dios y el mundo y acaso dando a éste la mejor par-te. ¡Cuántas veces hemos desoído los llamamientos divinos y seguido las inspiraciones de nuestro amor propio y las sugestiones del demonio! ¡Cuántas veces Jesús ha venido a tocar a la puerta de nuestro corazón en solicitud de un recibimiento amoroso, y lo ha encontrado sordo a sus clamores y ocupado en afectos terrenos y miserables! ¡Ah Señora nuestra! Vos que sois nuestro guía y maestra, nuestro modelo y protectora, dignaos inspirarnos un amor ardiente a Dios para consagrarnos desde hoy a su servicio, ahogando todo afecto que no lo tenga a Él por principal objeto. No más afecciones puramente terrenas, no más horas perdidas en vanos intereses, no más pensamientos pecaminosos, no más entretenimientos inútiles, no más amor por las riquezas, honores y deleznables placeres del mundo. Yo quiero seguiros, dulce Madre, y penetrar con Vos en el santuario del Dios de las virtudes y buscar allí mi reposo y mi morada para no pensar ya en otros intereses que en los de mi santificación. Y ya que no me es dable morar con Vos en la soledad y apartamiento del mundo, permitidme al menos hacer de mi corazón un santuario de virtudes y de mi alma una morada del Dios vivo, para disfrutar allí de las dulzuras que están reservadas a los felices moradores de la soledad y a los fieles servidores del Señor. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

 1. Hacer una fervorosa comunión espiritual, pidiendo a Jesús, por la intercesión de María, que nos conceda un intenso amor a Dios.

2. Abstenerse, por amor a María, de toda palabra de murmuración o de crítica.

3.  Hacer un cuarto de hora de lectura espiritual.

 

 

DIA SEXTO

 

CONSAGRADO A HONRAR LA VIDA DE MARÍA EN EL TEMPLO

 

CONSIDERACIÓN

 

María entró en el templo de Jerusalén co­mo una víctima destinada al sacrificio. Pero esa víctima no seria consumida por las llamas del altar, sino por las llamas del amor. Era el amor a Dios el que la impulsaba en todas sus obras: el amor divino la arrancó de los brazos de su madre y la llevó a la soledad del santuario; el amor la hizo consagrar a Dios para siempre la flor de su virginidad, flor que no había encontrado hasta entonces en el mun­do ni terreno en que nacer ni atmósfera en que vivir. Antes que María se abrazase con ella voluntariamente, y no con lágrimas como la hija de Jefté, la virginidad era una hermosa desterrada que tocaba en vano a la puerta de los corazones en solicitud de hospitalario al­bergue. Fue María la que dio a conocer a los hombres su precio y la que les enseñó que esa virtud busca para vivir el apartamiento y el retiro de la Casa del Señor.

Dice San Jerónimo que María en el templo distribuía sus ejercicios en la siguiente forma: desde la aurora hasta promediada la mañana, entregábase a la oración; hasta el mediodía se ocupaba en obras de mano; se instruía después en la ley y los profetas, y luego se entregaba de nuevo a la oración, que duraba hasta la entra­da de la noche. Esto constituía sus delicias y su pan cotidiano, creciendo cada día en amor a Dios y en la perfección de las virtudes. Ella era la primera en las vigilias, la más fiel en cumplir la ley divina, la más asidua en la oración, la más constante en el trabajo, la más profunda en la humildad, la más exacta en la obediencia y la más puntual en sus deberes. Asperas eran sus penitencias, prolongados sus ayunos, brevísimo su sueno, frugal su alimen­to, sencillo su vestido y escasas sus palabras. La oración era su vida y su alimento, y duran­te esas horas felices en que el cielo se entre­abría a sus miradas, su alma se derretía en ado­raciones y ternísimos y encendidos afectos ante el amado de su corazón. En esos momen­tos el mundo desaparecía ante sus ojos y nin­gún pensamiento humano ocupaba su mente. Embriagada en celestiales delicias y enajenada en sublimes arrobamientos, su alma se despren­día en la cárcel de su cuerpo y se transportaba a las moradas del gozo eterno. - «Nadie, dice San Ambrosio, estuvo nunca dotado de un don más sublime de contemplación; su espíritu siempre acorde con su corazón, no perdía jamás de vista a Aquel a quien amaba con más ardor que todos los serafines juntos; toda su vida no fue otra cosa que un ejercicio continuo del amor más puro a Dios; y cuando el sueño ve­nía a cerrar sus párpados, su corazón velaba y oraba todavía.»

A fuerza de candor y de modestia, ella pro­curaba ocultar sus altas perfecciones, pero es imposible que el diamante se oculte por mucho tiempo, aunque se esconda bajo una cor­teza de barro. Los ancianos encanecidos en los trabajos del templo la veían llenos de ad­miración y la consideraban como el más estupendo prodigio de santidad que hubiera apa­recido en Israel. Enteramente entregada a sus deberes y a sus ocupaciones, jamás desperdi­ciaba el tiempo y siempre estaba pronta para ejecutar todas las obras que podían dar algu­na gloria a Dios. A Dios buscaba en todo: era el blanco de sus aspiraciones, el térmi­no de sus deseos, el objeto de sus pensamien­tos y el único móvil de todas sus acciones. Agradar a Dios, he ahí la sola palabra que resume toda la vida de María en la casa del Señor.

Esta es también la lección más provechosa que nos enseña María durante su vida solitaria: huir del mundo para dedicarnos al servicio de Dios. Es imposible seguir a un mismo tiempo las máximas de Jesucristo y las máximas del mundo; unas y otras se rechazan como la luz y las tinieblas, como el vicio y la virtud. Quien milite bajo las banderas del uno, no puede aspirar a ser discípulo del otro; es una ilusión pérfida pretender vivir en sociedad con los mundanos y llamarse discípulo de Jesu­cristo, que se abrazó con la cruz y que hizo del sacrificio su ley y su consigna. Para ser­vir fielmente a Dios y santificarse es indispen­sable alejarse del bullicio disipador que amor­tigua la piedad é impide oír las inspiraciones divinas.

Pero, para conseguirlo, no es necesario ir a buscar el silencio de los claustros. El retiro y apartamiento del mundo puede encontrarse también entre las paredes del propio hogar con sólo cerrar sus puertas al bullicio y pasatiem­pos mundanos. No es necesario huir de la sociedad para encontrar a Dios, porque no es po­sible vivir sin el concurso de los demás; basta que evitemos la compañía de los malos y de los que no siguen la doctrina ni practican la ley de Jesucristo. Es preciso apartarse de la vida disipada, ociosa y holgazana que sólo se emplea en proporcionarse satisfacciones, en halagar la vanidad y condescender con las in­clinaciones de la carne- Esa vida lleva directa mente al pecado, engendra la indiferencia y aleja de Dios; esa vida enciende las pasiones, aviva la sensualidad y concluye con todo deseo de la propia santificación- La ley cristiana es ley de abnegación y sacrificio; ella impone el constante vencimiento de las pasiones, la mortificación de la carne, la guarda de los sentidos, la muerte del amor propio y la huida de la ociosidad. Y para alcanzar tan grandes y preciosos bienes, es preciso vacar diariamente algunos momentos a la oración, frecuentar los Sacramentos y practicar la piedad. Son estas las fuentes puras donde el alma encuentra gracias en abundancia: es ahí donde se retem­plan las fuerzas para el combate, y se hallan el consuelo y la esperanza que hacen soporta­bles las desgracias de la vida. Si queremos santificarnos, no vayamos a buscar la santidad en otra parte; si deseamos la paz de nuestras almas, no vayamos a pedirla al mundo, que vive en turbación perpetua; si anhelamos con­suelos, no los pidamos al mundo, que él sólo puede darnos amarguras y desengaños.

 

EJEMPLO

 

María, Virgen fielísima

 

San Vicente Ferrer, comúnmente llamado el Ángel del Apocalipsis por la unción celestial de su palabra, profesaba una entrañable devo­ción a la Santísima Virgen desde los albores de su infancia. El fue quien introdujo la pia­dosa y laudable costumbre de saludar a María después del exordio de los sermones, costum­bre que se ha conservado hasta el presente. El amor que sentía por esta bondadosa Madre lo comunicaba a todas las almas que conver­tía, asegurando por este medio su perseveran­cia en el bien. Al pie de una imagen que vene­raba en su celda buscaba las luces necesarias para el ejercicio del ministerio de la predica­ción, y éste era el resorte secreto del éxito ad­mirable de su palabra.

Irritado el espíritu del mal por las innume­rables almas que arrebataba a su imperio, em­pleó todos sus recursos infernales para hacerle perder la vida de la gracia. Empezó por ten­tarlo de un modo violento y terrible contra la angelical virtud de la pureza, que Vicente ama­ba con sin igual ardor y cuidaba con indecible esmero. Un día en que se ocupaba en preparar un discurso sobre esta misma virtud, rogó encarecidamente a la Santísima Virgen que se la conservara por toda la vida. Mas, no bien hubo formulado este ruego, cuando oyó una voz que le decía: «Vicente, no puedo conce­derte lo que me pides porque muy luego per­derás la virtud que tanto estimas.»

Trémulo, confuso y abismado en amarguras quedó el glorioso Apóstol al oír aquella res­puesta, que creía ser de los labios de la dulce Madre a quién había invocado. Y postrándose con el alma atribulada y los ojos anegados en lágrimas a los pies de su querida imagen le decía: ¿Cómo es posible, Madre mía, que consientas que este hijo que tanto te ama manche su cuerpo y su espíritu con un pecado que me hará indigno de presentarme ante tus ojos vir­ginales? Todo lo temo de mi miseria, pero tam­bién todo lo he esperado siempre de tu pro­tección; ¿y ahora me abandonas a mi miseria, negándome tu amparo?

Compadecida la bondadosa Madre de las an­gustias de Vicente, le hizo oír estas palabras:

«No te aflijas, querido hijo mío, porque la voz que te ha puesto en tanta congoja, es la voz de Satanás que quería inducirte a la desespe­ración: consuélate, pues has de saber que mientras tú me seas fiel, yo lo seré también con­tigo, intercediendo por ti ante mi Divino Hijo.»

Estas consoladoras palabras devolvieron la paz al corazón de Vicente y tornaron en suavísima alegría su pasada tristeza. Teniendo por defensora a la que es fuerte como un ejército ordenado en batalla, no temió ya los asaltos del infierno. Esta asistencia maternal de Ma­ría se hizo sentir especialmente en la última hora de su siervo fiel, anticipándole con su presencia las delicias del cielo y arrojando de su lecho de muerte al espíritu maligno que in­tentaba dar el último asalto a aquella alma privilegiada.

La Santísima Virgen es fiel hasta la muerte con los devotos suyos que imploran su asistencia en el peligro y le sirven con fidelidad en la vida.

 

JACULATORIA

 

En tu regazo ¡oh María!

Desde hoy dejo el alma mía.

 

ORACION

 

¡Oh María! Madre de Dios y madre nuestra, nosotros venimos hoy a vuestros pies en solicitud de nuevas gracias y de nuevos favores, porque sabemos que jamás se agota vuestra piedad y amor para con vuestros hijos necesitados. Vos sabéis que vivimos en un mundo que tiende a todas horas lazos a nuestra inocencia. Pero nosotros que os hemos escogido por Madre y prometido despreciar las pompas y vanidades del mundo, venimos a protes­taros que con el auxilio de la gracia jamás nos separaremos de la senda que nos ha­béis trazado con vuestros ejemplos y vir­tudes. No, Señora nuestra, el mundo no tendrá encantos bastante poderosos para inducirnos a olvidar por un momento las dulzuras de vuestro amor, ni cadenas bas­tante fuertes que nos retengan lejos de vuestro lado. ¡Ah, qué sería de nosotros sin Vos! ¡a dónde iríamos a buscar el consuelo en nuestras penas y el alivio en nuestras dolencias; en qué fuente iríamos a beber esos goces purísimos con que sa­béis recompensar el amor de los que os buscan; a dónde iríamos a buscar luz en nuestras dudas, dirección en nuestros ne­gocios, consejo en nuestras vacilaciones! ¿Quién se compadecería de nuestra mise­ria, quién tomarla a su cargo los intereses de nuestra salvación, quién intercedería por nosotros delante de Dios nuestro juez? ¡Ah! ¡Quién sino Vos, dulce Madre, que no desoís jamás los clamores de vuestros hi­jos y que tenéis siempre pronta vuestra diestra para arrancar de los brazos de la misma muerte a los que iban a perecer! Con Vos todo lo tenemos, gracia, consue­lo, salvación. Ayudadnos, y seremos siem­pre vuestros fieles hijos y vuestros rendi­dos siervos. Amén.

 

PRÁCTICAS ESPIEITUALES

 

1. Ofrecer al Sagrado Corazón de Jesús, por medio del Corazón Inmaculado de María, todos nuestros pensamientos, palabras, obras, trabajos y sufrimientos en satisfacción de nues­tros pecados.

2. Rezar devotamente el Acordaos  por la conversión de los pecadores.

3. Hacer un acto de mortificación interior o exterior en honra de los dolores de María.

 

 

 

DIA SÉPTIMO

 

CONSAGRADO A HONRAR LA ANUNCIACION DE MARÍA

 

CONSIDERACIÓN

 

María se vio precisada a dejar la amable so­ledad del templo para dar su mano de esposa a un varón santo y justo a quien la divina Providencia confiaba el tesoro de su virginidad. Pero ella, al alejarse de la casa del Señor don­de había visto transcurrir los más bellos años de su vida, había dejado allí su corazón. Había entrado en el mundo, pero había hecho de su hogar un asilo solitario donde no llegaba el ruido del mundo. El trabajo y la oración seguían ocupando todas las horas del día, y el perfume de sus virtudes se conservaba siem­pre intacto bajo el techo de su silenciosa morada de Nazaret.

Así discurrían felices y tranquilos los días de la hija de Ana cuando sonó en el reloj de los tiempos la hora afortunada en que la llu­via celestial debía dar el Justo a la tierra. Esa virgen humilde y desconocida del mundo era el objeto de las más dulces complacencias del Señor y la mujer destinada a dar a luz al Re­dentor. Pero Dios, que ha dado al hombre la libertad, la respeta; el gran misterio de la En­carnación del Verbo no se realizaría mientras que esa mujer incomparable no diese su consentimiento en orden a su maternidad divina. Para solicitarlo, despréndese el arcángel Ga­briel de la celeste turba que rodea el trono del Altísimo y desciende más veloz que una saeta a la humilde estancia de María. Ella hacía en este momento la oración de la tarde y acaso pediría al cielo que enviase pronto al Liberta­dor de su pueblo. La presencia del mensajero del cielo, que había penetrado a su retiro sin abrir sus puertas, llena de turbación a María; pero su turbación se redobla al escuchar de los labios del ángel la extraña salutación que la dirige: “Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es contigo y bendita eres entre todas las mujeres.» La adorable Trinidad la había reservado ese género desconocido de salutación para dar a conocer a los siglos la excelsa dignidad de María; pero su humildad no le permite reconocerse en ese inaudito elo­gio, porque ella ignora los tesoros de gracias que encierra dentro de sí misma. María nada res­ponde, porque la más grande turbación la agita: y no sabiendo qué hacer ni qué decir; guarda si­lencio y piensa cual será el significado de tan extraña embajada. -El ángel, que conoció su turbación, la dijo con dulzura: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; concebirás en tu seno y darás a luz un hijo a quien pondrás el nombre de Jesús; él se­rá grande y será llamado el Hijo del Altísi­mo; Dios le dará el trono de su padre David; reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin.» - Al escuchar este inesperado anuncio, la turbación de María crece. Ella recuerda entonces que su virginidad ha sido sellada con un voto solemne y perpetuo, y vacila entre ser madre de Dios y renun­ciar a esa cualidad tan querida de su corazón. Y en medio de esta cruel vacilación, pregunta «al casto amador de las almas púdicas.» ¿Có­mo podrá ser esto, cuando yo soy virgen y he prometido serlo siempre?

¡Oh María! ¿Por qué vaciláis? ¿No veis tantos siglos inclinados en vuestra presencia, que aguardan su libertad colgados de vuestros la­bios? Olvidad los honores inmensos a que vuestra humildad resiste y considerad sola­mente el porvenir del mundo, la salvación del linaje humano y la gloria de Dios. -Pero la vacilación de María persevera hasta que el án­gel le manifiesta la manera inefable como se obrará el misterio: «El Espíritu Santo sobre­vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cu­brirá con su sombra.» La virginidad queda salvada y sólo se le exige el sacrificio de su humildad; pero la humildad de corazón no es­tá reñida con la grandeza, y María exclama: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra.» -El ángel se retira enton­ces para dar lugar a la realización del au­gusto misterio.

¡Oh virtud preciosa de la humildad! Porque María, enamorada de ti, te había escogido pa­ra ser la joya más preciada de su corazón, Dios escogió su seno para tomar en él la natu­raleza humana. Si, el Dios que abate á los soberbios y engrandece e los humildes, no podía llegar á la tierra sino en alas de la humil­dad. La soberbia se había enseñoreado del mundo desde que nuestros primeros padres cedieron a sus engañosas sugestiones, y desde entonces ella había dominado todos los cora­zones y causado todas las grandes desdichas de la humanidad. Convenía que el gran res­taurador comenzase por abatirla, poniendo la humildad por base de toda sólida e imperecedera grandeza. La soberbia arrebata a Dios la gloria que a él sólo pertenece, haciendo que los hombres se atribuyan a sí mismos los bienes que sólo deben a la bondad divina y que se engrían neciamente de los dones que Dios les ha dado en préstamo, creyéndose indepen­dientes de su soberano bienhechor y negán­dole la gratitud que su generosidad reclama.

La humildad devuelve a Dios la gloria que la soberbia le usurpa, y se complace en reconocerlo a él solo como digno de honor y de alabanza, sin dejar a los hombres más que el derecho de bendecir la mano generosa que los provee de numerosos dones sin haberlos merecido. Ella despierta la gratitud más ardiente en el corazón humano hacia el dador de todo bien, no permitiéndole que, poseído de una falsa suficiencia se crea desligado de todo de­ber para con Dios. Mientras el humilde todo lo atribuye a Dios, el soberbio se lo atribuye todo á si mismo; mientras el uno lo bendice y lo ama, el otro lo olvida y lo desconoce. Por eso la humildad es tan querida de Dios; por eso la regala con sus más grandes recompen­sas, y por eso la exalta, la engrandece y la hace depositaria de sus más ricos dones.

En el corazón humilde mora la paz como en su asiento, porque no siente el aguijón de las grandezas, de los honores y del fausto, y se contenta con lo que el Señor le da. No cre­yéndose acreedor a nada, se satisface con poco y aún de ese poco se juzga indigno, dando por ello á Dios gracias infinitas y perpetuas alabanzas. Seamos humildes, si queremos que Dios nos ame: hagámonos humildes para ser verdaderamente grandes.

 

EJEMPLO

 

María, asiento de la Sabiduría

 

Conocido es en los anales de la ciencia el insigne doctor de la Iglesia, San Alberto Magno, religioso de la Orden de predicadores. Este esclarecido varón, que ha ilustrado con su sabiduría las ciencias teológicas y filosófi­cas, recién tomó el hábito de Santo Domingo, estuvo a punto de abandonar su vocación a causa de su poca capacidad para el estudio. Confuso al ver que sus condiscípulos de filo­sofía lo dejaban muy atrás en el aprovecha­miento en esa difícil ciencia, a pesar de su empeñosa diligencia, llegó a creer que debía adoptar otro género de vida. Pero su devoción a la Santísima Virgen, a quien había fervoro­samente invocado en solicitud de luces para su mente, lo salvó. Una noche, mientras dormía, le pareció que colocaba una escalera en los muros del convento para fugarse, y que al tiempo de trepar en ella, vio en lo alto de la muralla cuatro señoras venerables, entre las cuales una aventajaba las demás en hermosura y majestad. Le pare­ció que éstas le impedían subir y que en vano intentó hacerlo por tres veces, hasta que una de ellas le preguntó cual era el motivo que lo inducía á tomar aquella resolución- a lo que Alberto contestó: «Porque veo que mis compañeros hacen grandes progresos en la filosofía, al paso que yo me aplicó inútilmente.» En­tonces la señora que le hizo la pregunta, le di­jo: «He aquí a la Reina del cielo, Asiento de la Sabiduría; dirígete a Ella y conseguirás lo que deseas.»

Alberto, dirigiéndose a la Señora le suplicó que le diese entendimiento para progresar en el aprendizaje de las ciencias. -María oyó benig­namente su súplica, y le aseguró que conse­guiría lo que deseaba, añadiéndole: «Pero pa­ra que sepas que obtendrás esta gracia por mi intercesión llegara un día en que mientras es­tés enseñando públicamente olvidarás repentinamente todo lo que sepas.»

Los resultados demostraron que aquella vi­sión no había sido un sueño fantástico; porque desde aquel día hizo Alberto tan rápidos pro­digios en las ciencias que maravillaba a todos por su talento y su sabiduría. Resolvía con ad­mirable claridad las cuestiones más difíciles de la Teología y Filosofía; y bien pronto llegó a ser insigne maestro de estas ciencias y lumbre­ra de su siglo. Y para que nada faltase al cum­plimiento de la predicción hecha por su soberana protectora, tres años antes de su muerte, estando enseñando en Colonia, perdió en un momento la memoria, de tal suerte que no con­servó ni rastros del inmenso caudal de ciencia con que había asombrado al mundo.

Entonces lleno de emoción, refirió á sus discípulos lo que le sucedió en otro tiempo, manifestándoles que toda esa ciencia que le mereció el titulo de Magno, era una dádiva generosa de la que es justamente llamada Asien­to de la Sabiduría.

Este prodigio nos señala a todos el camino por donde debemos buscar la verdadera sabiduría, que consiste en el temor de Dios, en el conocimiento de nuestros deberes y en la prác­tica de la virtud. Acudamos á María en nues­tras dudas, en los negocios importantes, en las grandes resoluciones de la vida para que ella nos ilumine y nos guíe.

 

JACULATORIA

 

Por tu Anunciación gloriosa

Otórganos, Virgen pura,

Tu protección generosa.

 

ORACION

 

Bendita seáis una y mil veces, María, porque en Vos reside la plenitud de la gracia, de la santidad y de la justicia. Bendita seáis una y mil veces porque el Dios altísimo se dignó morar en vuestro seno como en un santuario de inestimable pre­cio. Bendita seáis María, porque el Espíri­tu Santo se dignó escogeros por esposa y regalaros con la abundancia de sus dones. Bendita seáis entre todas las mujeres, por­que fuisteis elegida entre todas las hijas de Eva para ser la corredentora del linaje hu­mano y la celestial dispensadora de todas las gracias alcanzadas al precio de la san­gre de vuestro Hijo. Nosotros nos gozamos, dulce Madre, de vuestros gozos y nos complacemos en vuestra gloria, y ce­lebramos ardientemente vuestro poder in­comparable, porque los gozos, la gloria y el poder de una Madre son prendas queri­das para los hijos. ¡Cuán grato nos es con­templaros tan amada y favorecida de Dios, ensalzada por el mensajero del cielo y sa­ludada en nombre del Verbo con saluta­ciones que jamás escuchó humana criatura! Después de haber sido objeto de tan hon­rosas manifestaciones, ¿qué podremos deciros nosotros, qué alabanzas dignas de vuestra gloria podrán articular nuestros torpes labios sino repetir una y mil veces las palabras con que el ángel ensalzó vues­tra dignidad? Y al considerar ¡oh María! que el principio de tanta grandeza fue la humildad profunda bajo cuyo velo pro­curasteis ocultar vuestras virtudes, no podemos menos de suplicaros que os dignéis enseñarnos a practicar esa virtud tan ama­da de Dios. A vuestra imitación, no queremos otras grandezas que las de la virtud, ni otra gloria que la gloria de Dios, ni otros honores que los del cielo, para que sirviéndoos en la tierra humildemente, logremos un día ser grandes y felices en el cielo. Amén.

 

PRÁCTICAS ESPIRITUALES

 

1. Ejercitarse en la virtud de la humildad, ejecutando actos que mortifiquen nuestro amor propio.

2. Saludar tres veces en el día con cinco Avemarías a la Santísima Virgen, felicitándo­la por haber sido escogida para Madre del Verbo encarnado.

3. Por amor a María no comer ni beber fue­ra de las horas acostumbradas.

 

 

DIA OCTAVO

 

DESTINADO A HONRAR LA VISITACION DE MARÍA A SANTA ISABEL

 

CONSIDERACION

 

Acababa de realizarse en María el gran misterio de la Encarnación del Verbo. Dios había tomado ya posesión de su castísimo seno y habitaba en él comunicándole todos los tesoros de su amor y caridad. La Santísima Virgen se abrasaba en vivísimas llamas de celo por la gloria de Dios y por el bien de los hombres. Fruto de ese celo fue la visita de María a su prima Santa Isabel para ir a derramar la gracia, la salvación y la vida en la casa del an­ciano Zacarías, y sacar el alma de Juan Bau­tista de las sombras del pecado y de la muerte.

La larga distancia que separaba a Nazaret de la morada de Isabel, un camino erizado de montañas, cortado por torrentes y despeñaderos y cruzado por extensos desiertos; la delica­deza de su edad, el habito de una vida silen­ciosa y retirada, nada es bastante a detener el celo de María. Ya a salvar un alma y a acre­centar la dicha de la estéril esposa de Zacarías, que había concebido en el invierno de la ancianidad un tardío, pero precioso fruto.

Al ver a María, Isabel experimenta una emo­ción desacostumbrada. Su rostro se anima; sus ojos se encienden; brilla en su frente un rayo de inspiración profética y, en medio de los transportes de su admiración, exclama; Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre -María, en un rapto de ce­lestial arrobamiento al contemplar las mara­villas del Señor prorrumpe en un cántico de gratitud: Mi alma glorifica al Señor y mi espí­ritu se transporta de gozo en Dios mi Salvador.

Así es como la Madre de Dios abre la senda del apostolado y da a los obreros del Evange­lio la primera lección de celo por la salvación de las almas. Ella interrumpe el éxtasis dulcísimo en que se embebecía en la contempla­ción del amado de su alma que habita en su seno, para ir a derramar el raudal de la gracia que emanaba de la fuente que en sus entrañas llevaba. Su caridad la hacia olvidarse de sí mis­ma para comunicar a otros sus celestiales in­cendios. Para ello tiene que soportar grandes sacrificios y someterse a humillaciones profun­das. No importa: comprende mejor que nadie el mérito del sacrificio y el precio de la humi­llación voluntaria; sabe que el Dios humanado, que lleva en su seno, ha venido al mundo a sacrificarse en aras del amor y a envilecerse para dar muerte a la soberbia. El amor de Dios y el amor del prójimo la conducen hasta la le­jana morada donde el Precursor de su Hijo va a ser dado a luz; ella se apresura a santificarlo para que sea un digno heraldo del Redentor y un apóstol que atraiga los hombres a la penitencia con sus palabras y el ejemplo de la santidad.

Así busca María la gloria de Dios y así se emplea su caridad en beneficio de sus herma­nos. ¡Qué hermosas y fecundas enseñanzas para nosotros que con tan fría indiferencia miramos la salvación de las almas! Vemos a millares que se pierden porque no hay una mano compasiva que las arranque del vicio, del error y de la muerte. Nos parece que esa tarea de caridad esta sólo reservada a los mi­nistros del Evangelio, sin pensar que cada uno tiene el deber de dar gloria a Dios y de atraer a los que se separan del camino del bien y de la salvación. Cada hombre tiene un campo más o menos vasto en que emplear su celo. Todos tienen medios de influir sobre los suyos, a fin de preservarlos de la perdición y enderezarlos por el buen camino. No es mies la que escasea, sino operarios celosos que la sieguen. Dios quiere que por amor suyo cada uno de nosotros se haga un obrero de su viña. El que ama verdaderamente a Dios, no puede dejar de interesarse por la salud de las almas que son hijas de sus sacrificios y frutos de su sangre. Si comprendiéramos el precio de las humillaciones y de los dolores de Jesucristo, entonces nos esmeraríamos en dilatar el reino de Dios y atraer ovejas a su rebaño. Entonces antepondríamos con gusto a todas las ambi­ciones mundanas la gloria de asociarnos a la obra de la redención, derramando, si no nues­tra sangre, al menos nuestros sudores, a fin de salvar una sola alma. Porque salvar un alma es una gloria más grande que todas las obras del genio, que todos los prodigios del arte, que todo el honor de los conquistadores y que la posesión del mundo entero. Porque la salvación de un alma da más gloria a Dios que cuanto los hombres pueden darle consagrándole todo lo que forma el orden material. Y bien, ¿dónde están las obras de nuestro celo? ¿Qué hemos hecho para dilatar el reino de Dios conquistando almas para el cielo? ¿Cuáles son las que nos servirán de corona en el día de las supremas recompensas? Dejemos nuestras casas y olvidémonos un momento de nosotros mismos, como María, para ir en busca de almas que santificar, de corazones que en­cender en amor divino y de inteligencias que iluminar con las luces de la fe. Acudamos en auxilio del apostolado católico, que apenas basta para las numerosas necesidades que re­claman su atención. Consideremos que existen muchos pequeñuelos que piden pan y que no hay quién se lo distribuya.

 

EJEMPLO

 

El castigo de un sacrilegio

 

El célebre escritor católico Luis Veuillot refiere en una de sus obras el hecho siguiente, que demuestra como castiga Dios a los profa­nadores de las imágenes de su santa Madre.

Es sabido que en el silo de 1793 la Francia fue teatro de escenas que la historia recuerda con horror. La impiedad triunfante convirtió a este país en un lago de sangre y lágrimas, en cuyo abismo cayeron el trono y los altares. Los sacerdotes fueron perseguidos de muerte, los templos prostituidos y las santas imágenes derribadas.

En ese tiempo un ejército francés se dirigió a los Pirineos para contener al ejército espa­ñol que invadía el territorio con motivo del asesinato del rey Luis XVI. Tres jóvenes fran­ceses, que se encaminaban a incorporarse en las huestes de la Convención, se detuvieron al frente de un templo católico en cuyo frontis­picio se veía una estatua colosal de la Santí­sima Virgen.

A la vista de esta imagen se le ocurrió a uno de ellos hacerla blanco de sus tiros para ejercitarse en el manejo de las armas. Otro de los compañeros aceptó entre burlas implas el sacrílego proyecto; el tercero, menos descreído, intentó en vano disuadirlos de tal propósito.

En efecto, los tres cargaron sus fusiles: apuntó el primero, y la bala fue a clavarse en la frente de la sagrada Imagen; apuntó el se­gundo y el proyectil dio en el pecho de la efi­gie de María. Vacilaba el tercero, y bien hubiera querido excusarse de cometer aquel atenta-do sacrílego; pero temeroso de las burlas de sus compañeros, apuntó temblando y con los ojos cerrados, y la bala fue a estrellarse en la rodilla de la venerada estatua. El pueblo es­taba horrorizado, pero en aquellos tiempos de terror nadie se atrevía a manifestar sus senti­mientos; sin embargo, una anciana, sin poder contener su indignación, les dijo como inspi­rada por una luz profética. «Vais a la guerra; pero sabed que la nefanda acción que acabáis de cometer os acarreara grandes desdichas.»

Efectivamente, desde su salida de la pobla­ción comenzaron a experimentar muchos y muy graves contratiempos antes de reunirse con el ejército francés. A poco de su llegada trabóse una acción entre los ejércitos. Nuestros tres camaradas concurrieron a ella y pe­learon con denuedo; pero de lo alto de una ro­ca salió un tiro, y una bala fue a clavarse en la frente del primero de ellos, precisamente en el mismo lugar en que había herido la sa­grada imagen de María. Al verle caer mortalmente herido, y al observar el lugar en que tenía la herida, los dos compañeros se estreme­cieron de espanto y volvieron a resonar en sus oídos las fatídicas palabras de la anciana.

A la mañana siguiente, el ejército español vencido en la jornada anterior, volvió con nue­vos bríos a presentar batalla a los franceses; y los dos compañeros, silenciosos y cabizbajos, ocuparon sus puestos, diciendo uno de ellos: ¡Hoy me toca a mí!... Y en efecto, cuando el ejército francés retrocedía perseguido por el español, del fondo de un precipicio salió un tiro disparado por un soldado herido, y la bala fue a atravesar de parte a parte el pecho de aquel que había herido en el pecho la esta­tua de María. El infeliz sacrílego, revolvién­dose en un charco de sangre, pedía a grandes voces un sacerdote; pero los convencionales lo dejaron morir abandonado en el camino sin auxilio espiritual ni temporal.

El único que quedaba, aquel que se había opuesto al sacrílego atentado, se llenó de tan grande horror al ver la triste suerte de sus compañeros, que, temiendo morir como ellos, prometió a Dios confesarse tan pronto como le fuera posible. Pero viendo que el Señor se mostraba clemente, llegó a olvidarse de su promesa, y dirigiéndose algún tiempo después a España enrolado en el ejército de Napoleón, al pasar a inmediaciones del lugar del sacrile­gio, disparósele el fusil a un soldado francés, y la bala fue a clavarse en la rodilla del infe­liz sacrílego, esto es, en el mismo lugar en que él había herido la sagrada imagen.

La Santísima Virgen tuvo misericordia de este desgraciado alcanzándole la gracia del más sincero arrepentimiento, y con él la sa­lud del alma; pero la herida se mostró, du­rante veinte años, rebelde a todos los recur­sos de la ciencia.

Este hecho manifiesta que Dios tiene reser­vados tremendos castigos para aquellos que ofenden o insultan a su Madre.

 

JACULATORIA

 

Refugio del pecador,

Del afligido consuelo,

Ampárame desde el cielo

Al escuchar mi clamor.

 

ORACIÓN

 

¡Oh Virgen inmaculada! ¡Cuán dulce consuelo experimenta mi alma al contempla­ros en este día tomar la penosa ruta que conduce a la pobre morada de Isabel! Vos sois conducida en alas de la más ardiente caridad para ir a sacar a un alma querida de la oscuridad del pecado y santificaría en el vientre de su madre. Este rasgo de ge­neroso celo alienta en mí la esperanza que siempre he fundado en vuestra maternal protección. Acudid ¡oh Madre mía! en auxi­lio de mi debilidad para librarme de las sombras del pecado, que sin cesar me cer­can. Vos sois el refugio de los pecadores y vuestra mano esta siempre pronta a li­bertarios del peligro y sacarlos del preci­picio. Dirigid vuestra vista ¡oh María! por toda la extensión de la tierra, y en todas partes se presentara a vuestros ojos el do­loroso espectáculo que ofrecen tantos des­venturados náufragos que se pierden en los mares del mundo. ¡Cuántos pecadores vi­ven contentos atados a las cadenas de los vicios! ¡Cuantos infieles, sentados a la som­bra de la muerte, no conocen aún el precio de la redención! ¡Cuántos herejes, ramas tronchadas del árbol de la fe, perecen pri­vados de la savia que sólo se encuentra en el Catolicismo! Apiadaos, Señora mía, de todos esos infelices que siguen un camino de perdición eterna. Haced que todos ellos reconozcan sus yerros y detesten sus extravíos para que, formando una sola familia, unidos a nosotros por los vínculos de una misma creencia y un mismo amor, os reconozcamos todos por Madre hasta que esa unión, comenzada en la tierra, se con­sume y estreche eternamente en el cie­lo. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1. Rezar una tercera parte del Rosario pidiendo a María por la conversión de los infie­les, herejes y pecadores.

2. Esmerarse en cumplir con exactitud to­das las prácticas ordinarias de piedad.

3. Aprovechar santamente el tiempo no desperdiciándolo en frivolidades o pasatiempos inútiles.

 

 

 

DÍA NOVENO

 

CONSAGRADO A HONRAR EL GOZO DE MARÍA EN EL NACIMIENTO DE JESUS

 

CONSIDERACION

 

En una mañana de invierno nebulosa y triste, dos viajeros, un hombre noble y fuerte y una mujer joven y hermosa, dejaban a Naza­ret y tomaban el camino de Belén. Eran José y María que, obedeciendo a las órdenes impe­riales, iban a inscribir sus oscuros nombres en la ciudad de sus antepasados. El viaje era largo y penoso: María se hallaba en el último mes de su preñez, pero soportaba con humilde resignación las asperezas del camino. Multi­tud de alegres y presurosos viajeros subían ala ciudad de David para buscar albergue bajo el techo de las posadas. José fue a golpear también a sus puertas en demanda de un apo­sento para pasar la noche, que dejaba ya caer sus sombras sobre el mundo. Pero no hubo ni un rincón para ellos, que no podían ofrecer a los hospederos una moneda de oro, como pre­cio de la hospitalidad. Llegaba la noche, y los dos esposos habían reclamado en vano un pobre techo bajo el cual guarecerse; ninguna puerta se abría para darles hospitalario asilo. Tristes pero resignados, salieron de Belén sin saber adonde dirigirse. No lejos de la ciudad descubrieron a la luz de los postreros resplando­res del crepúsculo, una caverna horadada en una enorme roca que daba asilo a algunos ani­males. Ambos viajeros bendijeron a la Pro­videncia, que les preparaba aquella agreste morada en que pasar la noche. Y allí, reclina­da en una dura roca, María dio a luz al Re­dentor del mundo, en la mitad de una noche fría y tenebrosa.

Así es como nace al mundo el soberano due­ño de todas las riquezas. Busca un pesebre por palacio, una roca por cuna y unas toscas pajas por lecho. Pero como dice San Bernar­do, esos panales son nuestras riquezas y son más preciosos que la púrpura, ese pesebre es más glorioso que los tronos de los reyes. Pero María, olvidándose de tan tristes apariencias, abre su corazón al gozo más puro. Acaba de dar a luz al Verbo encarnado. Y si todo le falta, si el mundo le niega hasta un oscuro asi­lo, en cambio ella se entrega a los transportes del amor maternal y ese amor la indemniza de todos sus sufrimientos. Ella lo adora como a Dios y lo acaricia como a hijo, e inclinándose amorosamente sobre él, exclama, dice San Ba­silio: «¿Cómo os deberé llamar?... ¿Un mortal?- Pero yo os he concebido por operación divi­na... ¿Un Dios?- Pero vos tenéis cuerpo de hombre... ¿Debo yo acercarme a vos con el in­cienso u ofreceros mi leche?- ¿Es preciso que yo prodigue los cuidados de madre, o que os sirva como vuestra esclava con la frente en el polvo?»

¡Oh sublimes anonadamientos de Jesús y de María! ¡Bajo qué humilde techo se hallan asilados el Criador del cielo y la Reina de los án­geles! ¡María da a luz al Salvador del mundo y no tiene otro lecho que darle que unas húmedas pajas! ¡Digna madre de aquel que no tendrá donde reposar su cabeza, que vivirá trabajando durante su vida hasta darla por el hombre en la Cruz!

Estaban velando en aquellos contornos unos pastorea y haciendo centinela de noche sobre su rebaño, cuando de repente un ángel del Señor apareció junto a ellos y los inundó con su resplandor una luz divina; lo cual los lle­nó de sumo temor. Díjoles entonces el ángel: “No temáis, pues vengo a daros una nueva de grandísimo gozo para todo el pueblo, y es que hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, Señor Nuestro. Sírvaos de señal que hallaréis al niño envuel­to en pañales y reclinado en un pesebre.» Al misino tiempo se dejó ver con el ángel un coro numeroso de la milicia celestial que alababa a Dios cantando: “Gloria a Dios en los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena volun­tad.”

Cuidemos mucho no suceda lo que ocurrió en Belén, donde Jesucristo no encontró lugar para nacer en las hospederías. Procuremos lo encuentre en nuestros corazones, donde desea siempre permanecer con su divina gracia.

 

EJEMPLO

 

Las primeras lagrimas de un pecador

 

Un sacerdote salía de una de las cárceles de París.

-Señor Cura (le dijo un carcelero): tenemos aquí un hombre condenado a muerte: muchos de la clase de V. han ensayado hablarle de religión; pero él se ha negado a escucharles; esta furioso; quiere romper su cabeza contra las paredes, y ha asido menester encerrarle en un calabozo... ¿Quiere V. verle?

-Vamos allá, respondió el sacerdote.

El carcelero le condujo por un corredor som­brío y subterráneo: se abrió una puerta, y vio a un desgraciado, tendido sobre una cama de hierro y cubierto con una camisa de fuerza. A la vista de una sotana, sus ojos se inflamaron y gritó furioso:

-¿A qué venís? ¿No he dicho ya que no quería confesarme? Salid...   salid... 

-Pero, amigo mío (repuso el ministro del Señor), yo no vengo a confesaros: vos estáis solo; os debéis fastidiar mucho, y vengo a daros algún consuelo.

-Enhorabuena (le contestó). Tiene Y. cara de buen hombre. Siéntese aquí.

Y le señaló una gruesa piedra, que ha­bía en un rincón del calabozo.

El sacerdote no se lo hizo repetir, y aceptó el asiento. El preso le contó su historia. Era un joven de veintinueve años, de honrada fa­milia, si bien su educación religiosa había si­do completamente descuidada. Hacía algunos años llevaba una vida criminal, hasta el pun­to de ser cogido y sentenciado a la última pena. Cuando hubo terminado su historia, el sacerdote ensayó hacérsela contar de nuevo en forma de confesión. Lo comprendió el preso, y prorrumpió en horrorosas blasfemias. El sa­cerdote sólo pudo obtener de él la promesa de rezar todos los días el Acordaos, piadosísima Virgen...

Muchas veces repitió el sacerdote sus visi­tas; pero todas eran estériles. El desgraciado preso estaba convencido de que sus crímenes eran demasiado enormes, y que no había misericordia para él.

Sin embargo, un día en que el infeliz con­taba de nuevo su historia, el sacerdote, convertido en su mejor amigo, le interrogó como se hace a cualquiera que se confiesa. Advir­tiólo el preso, pero no se opuso a ello; y cuando hubo concluido, el sacerdote le dijo:

-Amigo mío, acabáis de confesaros, y no os falta mas que un verdadero arrepentimiento.

Entonces, cogiéndole las manos con ternu­ra, le indujo a arrodillarse sobre la cama; in­vocó sobre su cabeza las bendiciones de Dios, y, con toda la simpatía y la caridad de un apóstol, conjuróle a detestar sus culpas, has­ta que por fin oyó escapársele del pecho un profundo suspiro, seguido de estas palabras:

-¡Ah! Si me arrepiento. ¡Cuán bueno es usted! ¡Me ha levantado un peso enorme, que oprimía mi corazón!

Luego enjugando dos lágrimas que brota­ban de sus ojos exclamó:

-¡Esto si que es chusco!.. Parece que lloro; ¡yo..., que no había llorado nunca! ¡Yo, que he visto morir a mi pobre madre, a quien ama­ba, y de cuya muerte sin duda fui causa!.. ¡Y no lloro! ¡Yo, que sin llorar olla lectura e a sentencia de mi muerte! Todas las mañanas cuando veía aparecer el sol por entre las rejas, decía entre mí: ¡Quién sabe si será por última vez! ¡y no lloraba!... ¡y hoy lloro!... ¡Cuan bueno sois, Dios mío! ¡Cuan bella y consola­dora es la Religión! ¡Cuánto me pesa no ha­beros conocido antes! No me vería en tan triste estado.

Y dejándose caer de rodillas, y cogiéndose de la sotana del sacerdote, le dijo:

-Padre mío, acérquese mas; no se aparte de mi lado, y oremos juntos, pues si rezo solo, Dios no me escuchara.

Arrodillóse el sacerdote y mezcló sus lagri­mas con las del criminal arrepentido. Algunos días después, el desgraciado joven; lleno de resignación cristiana, llevaba su cabeza a la guillotina, asistido hasta el último momento por su fiel amigo, que había obrado en su es­píritu tan maravillosa transformación.

María no se deja vencer jamás en generosi­dad: los más pequeños sacrificios hechos en su obsequio los retribuye con la munificencia de una reina y con la bondad inagotable de una madre.

El mismo fin podemos alcanzar para muchos infelices pecadores, si por ellos rogamos con fervor a la Madre de Dios, refugio de pecado­res.

 

JACULATORIA

 

Esperanza del que llora,

Refugio de pecadores,

Ven a mi amparo, Señora.

 

ORACION

 

Cuando nuestra conciencia gime sintiendo la espina del pecado, cuando nuestro corazón esta oprimido por el dolor, cuan­do negros temores nos asaltan en orden a nuestra salvación: nuestro único consuelo y nuestra sola esperanza es poder levan­tar nuestros ojos llorosos hacia Vos ¡oh Madre de Dios y Reina omnipotente del cielo!-Henos aquí ¡oh Virgen santa! ¡Oh estrella del mar y consoladora de los que padecen! henos aquí prosternados a vues­tros pies para saludaros y bendeciros en nombre de todos los pecadores penitentes, de todas las almas atribuladas y de todos los peregrinos de la vida, por la inconmen­surable gloria de que disfrutáis en el cie­lo. Descended también vosotros ¡oh espíri­tus angélicos! a celebrar con nosotros la gloria de nuestra Soberana, fuente de todos los bienes y santuario de todas las virtu­des. ¡Oh amiga querida! desde el solio de vuestra grandeza, lanzad hacia nosotros una mirada compasiva; ved las llagas de nuestras almas, ved la inconstancia de nuestras resoluciones, ved las malas inclinaciones que se abrigan en nuestro cora­zón. Sed nuestra mediadora delante de vuestro Hijo y reconciliadnos con nuestro Supremo Juez. Recordadle vuestros dolo­res y alegrías del pesebre en aquella triste noche de angustia y desamparo, pero también de indecible gozo para Vos. No olvidéis ¡oh Madre! que a nosotros infortu­nados pecadores, debéis la diadema inmor­tal que ciñe vuestra frente. Sin nuestros pecados no habríais sido Madre de Dios; sin nuestra miseria no habríais sido llamada Madre de misericordia y de gracia; nuestra pobreza os ha enriquecido y nuestros vicios enaltecido. Recibidnos, pues, bajo vuestra protección y no ceséis de ser para nosotros madre compasiva y gene­rosa, a fin de que, sostenidos por Vos en la vida, podamos alabaros eternamente en el cielo. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1. Hacer tres actos de vencimiento de la propia voluntad, privándonos de lo que más nos agrade.

2. Sufrir con paciencia las molestias y contrariedades ocasionadas por las personas con quienes vivimos o tratamos.

3. Dar una limosna para el culto de la Santísima Virgen en alguna iglesia pública.

 

 

DIA DECIMO

 

COCONSAGRADO A HONRAR EL MISTERIO DE LA PURIFICACION DE MARÍA

 

CONSIDERACION

 

La ley de Moisés obligaba a las madres a presentar a sus hijos al templo cuarenta días después de su nacimiento, y a purificarse ofre­ciendo a Dios una ofrenda. Por ningún titulo estaba obligada María a sujetarse a esta pres­cripción; porque ella era la pureza misma y porque el Hijo que iba a presentar no pertenecía al número de los pecadores, para los cua­les había sido dictada la ley. Pero el Hijo y la Madre quisieron ocultar la grandeza de sus destinos y de su dignidad para dar ejemplo de obediencia a las prescripciones religiosas que reglan para los hijos y las madres de Is­rael. Como todas las mujeres del pueblo, ella se presenta al templo de Jerusalén acompaña­da de su esposo y llevando en sus brazos al hijo que había dado a luz por operación del Espíritu Santo. Y como pertenecía a la cla­se de los pobres, fue modesta su ofrenda y pequeña su oblación.

Pero un fin más alto la conducía al santua­rio del Señor. Iba a dar gracias a Dios por el incomparable beneficio de su fecundidad glo­riosa. Si toda paternidad viene de Dios, la maternidad de María era la obra primorosa de su amor y de su misericordia, el principio de la felicidad del mundo y el testimonio más elo­cuente de la predilección que tenía por la que eligió por Madre del Verbo encarnado. Por lo mismo, ella debía a Dios beneficios más excelsos que todas las madres juntas y acciones mas ardientes de gracias que las que le han envia­do en todos los siglos todas las que han sido favorecidas con el don de la fecundidad.

¡Ah! ¡Cuáles serían en ese momento los ar­dores de la gratitud de María, que conocía en toda su magnitud la gracia de que había sido depositaria! Su corazón, abrazado en las lla­mas del amor y del reconocimiento, levantarla hasta el cielo, a manera de purísimo incienso, los mas encendidos afectos que jamás se esca­paran del corazón humano. Ella, que amó a Dios desde el primer momento de su existencia, ¿cuál estaría su corazón cuando, no sólo ama­ba a Dios como simple criatura y lo bendecía no solamente por los dones comunes que le había otorgado, sino que lo amaba como ma­dre y lo bendecía por las excepcionales prerro­gativas de que la acababa de colmar? No es la inteligencia humana capaz de comprender la intensidad de los afectos de amor y gratitud que brotarían en ese momento del pecho aman­te y agradecido de María. Ellos excederían sin duda, a los de los más ardientes serafines.

He aquí lo que nos enseña María en el mis­terio que meditamos. Cumple a todos los hombres el deber ineludible de dar a Dios acciones incesantes de gracias por todos los beneficios, así generales como particulares, con que han sido favorecidos. Quien se muestre ingrato y olvidadizo con el Bienhechor soberano se ha­ce indigno de sus favores. El primero de los deberes del beneficiado es el de la gratitud pa­ra con su benefactor. La naturaleza misma impone esta obligación y quien rehúse cum­plirla contraria los sentimientos mas naturales que abriga el corazón. La gratitud, como todos los sentimientos del alma, se manifiesta por medio de repetidos actos; y así como el amor se deja conocer por actos de amor, el agrade­cimiento debe mostrarse con acciones de gra­cias.

¡Ah! ¿Quién será aquel que en cada uno de los días de su vida no tenga un nuevo beneficio que agradecer a Dios? La conservación de la vida, el alimento que nos mantiene, el vestido que nos cubre, el techo que nos guarece, el sol que nos calienta, el aire que respiramos... todo es obra de su mano generosa. Las inspiraciones secretas, las mociones de la voluntad, los pensamientos saludables, los propósitos santos en orden a la reforma y perfeccionamiento de la vida, las advertencias caritativas, los buenos consejos y hasta lo que llamamos desgracias y contratiempos, son otros tantos beneficios que recibimos de su infinita liberalidad. Y si sus favores no cesan, ¿cómo podrán cesar nuestras acciones de gracias? ¿Cómo podremos, sin ser desagradecidos, pasar un día solo sin que levan­temos a Dios un acento de ardiente gratitud? Ah! y si consideramos los beneficios genera­les que ha dispensado Dios al mundo, en la creación, conservación, redención, institución de la Iglesia y llamamiento a la fe, el deber de la gratitud aparece todavía mas estricto e imprescindible. Imitemos a María, cuya vida fue una continuada acción de gracias y cuyo corazón fue un incensario vivo que estuvo siempre perfumando el trono de Dios con los aromas del amor más puro y de la gratitud más ardiente.

 

EJEMPLO

 

María, Vaso de insigne devoción

 

San Bernardino de Sena, uno de los astros más resplandecientes de la orden de San Francisco, y de los más bellos ornamentos de su siglo, se distinguió desde la más tierna infancia por su acendrado amor a la Madre de Dios. Nacido el 8 de septiembre de 1380 día de la Natividad de la Santísima Virgen, todos los grandes actos de su vida se verificaron en este mismo día; su toma de habito, su profesión religiosa y su primera misa, augurio cier­to de la predilección de esta bondadosa Madre.

Conociendo sus superiores los grandes ta­lentos de este insigne hijo de María, no qui­sieron que esta antorcha quedara oculta entre las sombras del claustro, y lo enviaron a pre­dicar a Milán y demás estados de Italia en un tiempo en que la corrupción de las costumbres se extendía como una lepra gangrenosa en el cuerpo social. La Santísima Virgen le concedió la gracia de que su lengua, que era tarda por defecto natural, adquiriera una expedición tan admirable que no hubo en su época quien lo aventajase en elocuencia. Innumerables fueron las conversiones que hacía su predicación: los pueblos cambiaban de faz, personas inveteradas en el vicio se volvían a Dios, y multi­tudes incontables eran arrastradas por la irresistible unción de su palabra. La devoción a María palpitaba en sus discursos y se comunicaba a sus oyentes como el calor de una llama. Decía que no predicaba con gusto cuando no le era posible hablar de María en sus sermones. Admirables son los que se conservan sobre la Santísima Virgen, y, en especial sobre su In­maculada Concepción, pues no podía tolerar que se pusiese en duda que la Madre de Dios había sido concebida en gracia y exenta de toda mancha.

María pagó con retribución generosa el en­cendido amor de su fidelísimo hijo, pues ella sabe corresponder a los obsequios de que es objeto con inagotable generosidad.

Un día quiso dar un testimonio público de su amor por Bernardino, haciendo aparecer una estrella brillantísima sobre su cabeza en el momento en que predicaba en Aquila sobre las doce estrellas que coronan la frente de la gloriosa Reina de los Angeles. Este prodigio, que fue presenciado por un gran número de personas, aumentó la veneración que a. todos inspiraba la santidad de Bernardino. En la hora de su muerte tuvo la dicha de ver a María junto a su lecho mortuorio y espirar entre los brazos maternales de aquella por cuya gloria había trabajado con tanto afán. Ella recibió en su regazo el espíritu de su siervo y remontóse con él al cielo para que recibiera el premio que había merecido por su amor a Je­sús y María.

Así es como la Santísima Virgen recompen­sa el amor de sus fieles hijos, y el celo de los que se consagran a extender su gloria y dila­tar su culto.

 

JACULATORIA

 

¡Astro esplendente del día!

Pues que eres de gracia llena,

No me olvides, Madre mía.

 

ORACION

 

Al contemplaros ¡oh María! de rodillas y con el corazón inflamado de amor al pie de los altares de la casa del Señor, dando gracias por todos los beneficios que Dios ha otorgado al mundo por la mediación de Jesús, nosotros no podemos menos de avergonzarnos de ser tan desagradecidos e ingratos para con Dios. Caen sobre nos­otros lluvias de bendiciones y no se arran­ca de nuestro corazón ni un suspiro de amor y gratitud para con el soberano Bien­hechor. Transcurren unos tras otros los días de nuestra vida llenos de favores divinos; pero parece que nosotros lo ignoramos, porque la frialdad y la indiferencia son la respuesta que damos a la liberalidad ina­gotable de la Providencia. Enseñadnos ¡oh María! a ser gratos a los favores celestiales, Vos que no hicisteis en la tierra otra cosa que enviar al cielo los perfumes de vuestros amorosos y agradecidos afectos. Dad Vos por nosotros rendidas gracias a la Bon­dad divina y suplid con vuestros homena­jes de gratitud lo que no puede hacer nues­tra indolencia. Recibid Vos también la expresión de nuestro agradecimiento en los filiales obsequios que venimos diariamente a deponer a vuestras plantas. Que esas flo­res y esas guirnaldas con que decoramos vuestra imagen querida, lleven en sus aromas el perfume de nuestra gratitud. Recibid con nuestros homenajes el afecto con que los traemos a vuestros pies y sirvan ellos de emblema de amor y prenda de nuestra correspondencia a vuestras mater­nales finezas. Haced que todos los que nos reunimos aquí para cantar vuestras ala­banzas, merezcamos los favores que Dios concede a las almas amantes y reconoci­das, para que, comenzando en la tierra el himno de nuestra gratitud, podamos en el cielo unir nuestra voz a la de los coros an­gélicos que repiten sin cesar: ¡Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres de buena voluntad! Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1. Rezar el Trisagio en homenaje de agradecimiento por los beneficios que hemos re­cibido de Dios.

2. Ofrecer una Comunión, o si esto no fuere posible, oír una Misa en sufragio del alma más devota de María.

3. Hacer una visita al Santísimo Sacra­mento para desagraviarlo de todas las inju­rias, desprecios y olvidos de que es víctima en el adorable Sacramento del altar.