DIA VENTIUNO

 

MARIA EN EL CENACULO

 

CONSIDERACIÓN

 

Jesús no subió a los cielos sin dejar a sus apóstoles una promesa consoladora que endulzara las lágrimas que les ocasionaba su ausen­cia: la promesa de enviarles el Espíritu Santo. Los discípulos, como ovejas sin pastor, después de recibir la bendición postrera de su divino Maestro, se dirigieron al Cenáculo para aguar­dar allí, en la oración y el retiro, la venida del Espíritu Consolador. María estaba en medio de ellos, porque en la ausencia de Jesús, era la compañera inseparable de los desconsolados huérfanos y la columna de la naciente Iglesia.

Diez días habían pasado en expectativa de la promesa de Jesús, cuando en la mañana del décimo todos los congregados en el Cenáculo sintieron un ruido a manera de viento impetuoso que sacudió la casa desde sus cimientos. Era el Espíritu Santo que descendía sobre los após­toles en forma de lenguas ondulantes de fuego, que ardían sobre la cabeza de cada uno de ellos como una ancha cinta batida por el viento.

Desde ese momento se operó en los discípulos una completa transformación. Los que antes eran tímidos y cobardes, que habían huido en presencia de los enemigos de su Maestro, dejándolo abandonado entre sus manos, preséntanse con frente alta y corazón animoso delante de los tribunales de la nación, que les intimaban la orden de callar, para decirles con acento va­ronil y resuelto: «Antes que a los hombres obedeceremos a Dios.» -Podéis, si lo tenéis a bien, mandarnos al patíbulo; pero callar... non possumus, -no podemos. Los que eran pobres é ignorantes pescadores se trasformaron en sapientísimos doctores de las cosas divinas y en inspirados maestros de las verdades de la fe, y se esparcen por todo el mundo conocido para predicar el Evangelio. Tanto fue el entusiasmo de que se sintieron poseídos, tanto el amor que ardía en sus corazones, que las gentes que los veían los creyeron tomados del vino. ¡Cual seria el gozo de Maria al contemplar estos estu­pendos prodigios!-Ella, tan interesada como el mismo Jesús en la prosperidad de la grande obra fundada al precio de su sangre, debió sentir inmenso júbilo al ver a esa falange de denodados atletas que iban a extender por el mundo el fruto de la pasión de su Hijo arran­cando a los infieles de las sombras de la muerte.

La oración de María en el Cenáculo, fue sin duda, la más poderosa para apresurar el advenimiento del Espíritu Santo. Por su media­ción debemos nosotros alcanzar también los dones y gracias de ese mismo Espíritu. Aquel que puso en el dedo de María el anillo de es posa y que cubrió su seno con la sombra de su poder para obrar el prodigio de la Encarna­ción del Verbo, no puede olvidar la efusión de sus dones en favor de aquellos por quienes se interesa. ¡Y cuánta necesidad tenemos de esos dones y gracias! -Cobardes, no nos atrevemos muchas veces a confesar con la frente erguida y corazón entero la fe de Jesucristo delante del mundo que la desprecia y la insulta. Ignorantes de las cosas divinas y de las vías de la santificación, necesitamos del espíritu de luz que alumbre nuestras inteligencias, que nos haga conocer nuestros únicos verdaderos inte­reses, que son los de la propia salvación, y que nos señale la ruta que a ellos conduce. Tibios y pusilánimes para las cosas de Dios, habemos menester del espíritu de amor que inflame nuestro corazón en las llamas de la caridad divina, y que llenándolo de Dios, des­tierre de él todo afecto desordenado a las cria­turas. Siempre desidiosos en el servicio de Dios y en lo que concierne a la santificación de nuestras almas, necesitamos del espíritu de piedad que nos haga solícitos en el cumpli­miento de aquellos ejercicios de piedad y de devoción, que son para el alma como el rocío y el riego para las plantas, sin los cuales no podrá producir fruto de santidad. Invoque­mos a María siempre que tengamos necesidad de algunos o de todos esos dones, seguros de que su intercesión poderosa nos los alcanzara con abundante profusión.

 

EJEMPLO

 

María Luz de los ciegos

 

Hay en Turín, consagrado a María Auxilia­dora, un templo venerando y eminentemente popular. Cuando en 1865, el San Vicente de Italia, Don Bosco, fundador de la Pía Socie­dad de San Francisco de Sales, echó los ci­mientos de esa iglesia apenas tenía 40 cénti­mos en caja. Concluidos los trabajo en 1868 el valor alcanzaba a mas de un millón de li­ras. Y tamaña empresa se había realizado sin correr una sola suscripción. ¿Quién proporcio­nó los recursos?-María; si, porque los fieles que incesantemente llegaban a Don Bosco con una piadosa ofrenda significábanle al mismo tiempo era sólo el pago de una deuda contraída con la Madre de Dios de quien habían alcan­zado un señalado favor. Cada piedra de ese santuario, cada uno de los exvotos sin número que relucen en sus muros atestigua una gracia de María Auxiliadora. Sin que sea posible mencionar tantos hechos extraordinarios, baste la relación del siguiente:

Vivía en Vinovo, aldea cercana a Turín, una joven llamada María Stardero, la cual tuvo la desgracia de perder totalmente la vis­ta. Ansiosa de recobrarla concibió el pensa­miento de hacer una peregrinación a la iglesia de Maria Auxiliadora, y un sábado del mes que le esta consagrado, acompañada de su tía se presentó en el templo. Después de breve oración ante la imagen de Nuestra Señora, fue conducida a la presencia de Don Bosco, en la sacristía, y allí tuvo con él esta conver­sación:

-¿Cuanto tiempo hace que estáis enferma?

-Ya mucho tiempo, pero hace como un año que nada veo.

-¿Habéis consultado a los médicos? ¿Qué dicen? ¿No os han medicinado?

-Hemos usado toda clase de remedios sin resultado alguno, respondió la tía. Los médicos no dan la menor esperanza... -y se echó a llorar.

-¿Distinguís los objetos grandes de los pe­queños?

-No, señor; no distingo nada absolutamente.

-¿Veis la luz de esa ventana?

-No, señor; nada veo.

-¿Queréis ver?

-Señor, soy pobre, necesito la vista para buscar la subsistencia; ¿no he de quererlo?

-¿Os serviréis de los ojos para bien de vuestra alma y no para ofender a Dios?

-Lo prometo con todo mi corazón.

-Confiad en la Santísima Virgen; ella os sanara.

-Lo espero, mas entretanto estoy ciega.

- Veréis.

-¡Ver yo!

Entonces Don Bosco con tono y ademán so­lemnes exclamó:

-A gloria de Dios y de la bienaventurada Virgen María, decid ¿que tengo en la mano?

La joven abrió los ojos, los fijó en el objeto que Don Bosco le presentaba, y gritó:

-Veo... una medalla... y de la Santísima Virgen.

-Y en este otro lado de la medalla, pregunta Don Bosco, mostrándoselo, ¿qué hay?

-Un anciano con una vara florida: es San José.

Renunciamos a describir lo que entonces pasó; sólo añadiremos que habiendo María extendido la mano para coger la medalla, cayó ésta al suelo, yendo a parar a un rincón de la sacristía, y la misma María, por orden de Don Bosco, la buscó y la encontró, con lo que dejó a todos perfectamente convencidos de la reali­dad de la curación, la cual fue tan completa como prodigiosa, porque María Stardero no ha vuelto a padecer de los ojos.

 

JACULATORIA

 

Madre de Dios, madre mía,

Mi vida, mi cuerpo y mi alma

Te ofrezco desde este día.

 

ORACIÓN

 

¡Augusta esposa del Espíritu Santo! fuente inagotable de gracias y de bendi­ciones, dignaos alcanzarnos de vuestro di­vino Esposo los dones que tan profusa­mente otorgó a los apóstoles reunidos en el Cenáculo: el don de sabiduría, que disi­pa los errores de nuestra inteligencia, ha­ciéndonos comprender la vanidad de los falsos bienes de la tierra y la excelencia de los bienes del cielo; el don de entendimien­to que nos instruya acerca de nuestros de­beres y de todo lo que concierne a los in­tereses de nuestra santificación; el don de fortaleza, que nos comunique entereza bas­tante para desafiar las burlas y desprecios del mundo, hollando sus máximas con san­ta energía; el don de ciencia, que nos escla­rezca acerca de las verdades eternas; el don de piedad, que nos haga amar el servi­cio de Dios; y, en fin, el don de temor, que nos inspire un santo respeto mezclado de amor por Dios. Bien sabéis ¡Virgen bendi­ta! que nuestras pasadas resistencias a las inspiraciones del Espíritu Santo nos hacen indignos de sus beneficios; pero, ayudados de vuestras oraciones obtendremos del au­tor de todo don perfecto las gracias que nos son necesarias para vivir santamente en la tierra y llegar un día a la eterna fe­licidad. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1. Invocar al Espín tu Santo en solicitud de sus dones, rezando devotamente el himno Ven a nuestras almas.

2. Rezar cinco Salves en honor de la pureza inmaculada de María.

3. Hacer una comunión espiritual pidiendo a Jesús, por intercesión de María, que encien­da nuestra alma en el fuego del divino amor.

 

 

DIA VEINTIDOS

 

CONSAGRADO A HONRAR LA FELICISIMA MUERTE DE MARIA

 

CONSIDERACIÓN

 

El Sol de justicia no derramaba ya sobre el mundo la luz de sus enseñanzas y de sus ejemplos; pero la Estrella de los mares alumbraba aún con sus suaves resplandores el campo inculto y dilatado en que los obreros del Evangelio sembraban semillas divinas. Jesús había subido al cielo y María vegetaba aún en la tie­rra como una enredadera separada del olmo que la sostiene. Lejos estaba su tesoro y allí estaba su corazón. La tierra era para ella un doloroso destierro, y en medio de los rigores de su ostracismo, se consolaba tan sólo tornando al cielo sus miradas y respirando de lejos los aires puros de la patria. Peregrina aun sobre la tierra, daba aliento a los sembradores de la palabra divina, que a sus pies iban a deponer las primeras espigas cosechadas en la heredad que había hecho fecunda la sangre de su Hijo.

Cuando la Iglesia, fortalecida por la perse­cución, había afianzado sus cimientos, su presencia era menos necesaria, y “como una sega­dora fatigada que busca el descanso en medio del día, quiere reposar a la sombra del árbol de la vida que crece cerca del trono del Señor.” Un ángel desprendido de la celestial milicia, vino a anunciarle que sus deseos serian bien pronto realizados.

Retiróse María al lugar santificado por la venida del Espíritu Santo para aguardar allí su última hora. Los apóstoles y discípulos con­gregados en gran número, fueron a rendir a la Madre de Dios los postreros homenajes de su amor filial. Reclinada sobre su humilde lecho, los recibió a todos con la afabilidad encantadora que le era característica.

Era la noche: la luz pálida de una bujía alumbraba aquella multitud silenciosa y conmovida que, deshaciéndose en torrentes de lágrimas, rodeaba el lecho de la mujer bendita. Ella entre tanto, con rostro sereno, pero en el cual se dibujaba un tinte melancólico que realzaba admirablemente su belleza más que hu­mana, fijó en todos sus hijos adoptivos mirada cariñosa. Su voz dulcísima, resonando en el recinto fúnebre, los consolaba prometiéndoles que no los olvidarla jamás; que en medio de las celestiales delicias, siempre abrigaría por ellos y por todos los redimidos con la sangre de su Hijo un amor verdaderamente maternal. Clavó después sus ojos en el cielo; una sonrisa suave como el último rayo de la tarde se dibujó en sus labios; un color más encendido que el de la rosa de Jericó se pintó en su rostro em­bellecido con celestial belleza. Acababa de ver que el cielo se abría en su presencia y que su Hijo bajaba sentado en nube resplandeciente para recibirla entre las purísimas efusiones del amor filial. Veía a legiones innumerables de espíritus angélicos que venían a su encuentro agitando palmas triunfales y trayendo coronas inmarcesibles para coronarla como Reina del empíreo. Arrebatada en inefable arrobamiento, su alma desprendióse dulcemente de su cuer­a la manera que el lirio de los valles des­pide al marchitarse un último perfume. El ángel de la muerte, a quien ningún poder huma­no detiene en su carrera, revoloteaba en torno de esa humilde hija de David sin atreverse a herirla; pero si el Hijo pagó tributo volunta­rio a la muerte, la madre hubo de someterse también a su imperio.

Al punto, luz misteriosa bañó con resplan­dores celestiales la estancia de María y cánticos que no ha escuchado jamás oído humano, turbaron el silencio de la callada noche, cuyos ecos repitieron los sepulcros de los reyes y las ruinas de sus palacios. María había dejado de existir; pero la muerte se había despojado en su presencia de todos sus horrores: ella no fue más que un dulce y apacible sueño. Las brisas de la noche, robando sus aromas a las flores del valle, soplaban perfumadas en la fúnebre estancia, y el brillo melancólico de las estrellas penetraba por entre sus rejas silenciosas.

La muerte es ordinariamente el reflejo de la vida. María, cuya existencia fue enteramente consagrada a Dios, no podía dejar de tener un fin adecuado a lo que fue su vida. María mu­rió a impulso del deseo de unirse al amado de su corazón. Su vida fue un largo y prolongado suspiro de amor; su muerte fue el instante en que ese suspiro se escapé de su pecho para ir a clavarse como una saeta en el cora­zón de Jesús y no separarse jamás de ahí.

Por mucho que amase María a su castísimo cuerpo, su separación le era grata, porque me­diante esa separación iba a unirse con Dios. Si tanto anhelaba ese momento el apóstol San Pablo, ¿cuánto lo anhelaría aquella que no hizo otra cosa que amar? No hay un deseo más vehemente en el corazón del que verdade­ramente ama, que el de unirse con el objeto amado; por eso María, sí vivía en la tierra se­parada de Jesús, era solamente porque cum­plía la voluntad de Dios, pero para ella la vida era un tormento y uno de los muchos sacrifi­cios que le fueron impuestos. Jamás recibió María noticia mas fausta que la de su muerte, y jamás un alma humana se desprendió mas fácilmente de un cuerpo humano. El fruto bien maduro se desprende del árbol con la más leve sacudida. Así como la paloma, libre de los la­zos que la tenían cautiva, emprende sin violencia el vuelo a las alturas, así María, libre de Su cuerpo, voló a las regiones del gozo eterno.

¡Qué muerte tan envidiable!-De todas las ventajas del amor divino es ésta la mas preciosa y la más apetecible. ¡Qué dulce es la muer­te para las almas que aman!

 

EJEMPLO

 

María, Auxilio de los cristianos

 

La bondadosísima Madre de Dios, no solamente se complace en acudir en auxilio de las necesidades particulares de sus devotos, sino que ostenta su misericordia y poder en las calamidades públicas que afligen a los pueblos. Testimonio fehaciente de esta verdad es la célebre victoria obtenida en las aguas de Lepan­to por las armas cristianas contra los musulmanes, que amenazaban con una formidable flota a Italia y a la Europa entera.

Para conjurar este peligro, el gran Pontífi­ce San Pío V convocó a los príncipes cristianos para resistir unidos al poderoso enemigo de la Cristiandad y de los pueblos. Respondieron a su llamamiento Italia, España y Venecia, y con su auxilio se reunió una flota de doscien­tas galeras tripuladas con más de veinte mil combatientes, bajo las órdenes del denodado guerrero español Don Juan de Austria.

Aunque la armada cristiana era una de las más poderosas que había surcado los mares de Europa, era inferior a la flota otomana en nú­mero y calidad. Pero los cristianos, mas que del poder de sus armas, esperaban la victoria de la protección divina alcanzada por la interce­sión de María, que por disposición del Papa, era invocada en toda la Cristiandad por medio del Santísimo Rosario. Animosos marcharon al combate los cristianos bajo tan poderoso patrocinio, mientras que el turco ensoberbecido con su poder se regocijaba de antemano de su triunfo.

Avistáronse las dos formidables flotas en las aguas del mar jónico, y entraron en lucha el 7 de octubre de 1571. Al tiempo de entrar en batalla, don Juan de Austria izó en el palo mayor de la nave capitana una bandera con la imagen de Jesús crucificado que inflamó el va­lor de los guerreros cristianos, y el estandarte de María se desplegó al viento en cada una de las principales naves. A la sombra de estas gloriosas enseñas se peleó con un arrojo invencible, hasta que tomada por don Juan de Austria la nave capitana de los turcos y muerto su jefe, entró la confusión en la flota otomana, y un grito de victoria salió ardiente y sonoro de los labios de los soldados cristianos.

Entre tanto, el Papa, como un nuevo Moi­sés, oraba fervorosamente en el fondo de su palacio, y una visión celestial le dio a saber el triunfo de los cristianos en el momento en que la batalla se decidía en su favor. La conmemoración de este fausto acontecimiento es el objeto de la fiesta del Rosario, que celebra la Iglesia el primer domingo de Octubre.

Un siglo después, el poder de la Media Lu­na se presentó de nuevo amenazante bajo los muros de Viena con un ejército de doscientos mil hombres. Una cruzada de los príncipes cristianos, inspirada por el Papa Inocencio XI y mandada por Juan Sobieski, rey de Polonia, reprodujo el drama libertador de Lepanto. El día en que debía librarse la gran batalla asistió Sobieski a la misa con todos sus generales y se mantuvo durante toda ella con los brazos extendidos en cruz. Terminado el sacrificio se levantó exclamando: «Vamos al encuentro del enemigo bajo la protección del cielo y la asis­tencia de María.»-Pocos días después volvía al mismo templo a depositar a los pies de su celestial protectora las banderas tomadas al enemigo.

 

JACULATORIA

 

Salud ¡oh Madre admirable!

Lirio hermoso de los valles

Y pura flor de los campos.

 

ORACIÓN

 

DE SAN LIGORIO PARA PEDIR UNA BUENA MUERTE

 

 

¡Oh María! ¿Cuál será mi muerte? Cuán­do yo considero mis pecados y pienso en ese momento decisivo de mi salvación o condenación eterna, me siento sobreco­gido de espanto y de temor. ¡Oh Madre llena de bondad! el único sostén de mis esperanzas es la sangre de Jesucristo y vuestra poderosa intercesión. ¡Oh conso­ladora de los afligidos! no me abandonéis en esa hora y no rehuséis consolarme en esa extrema aflicción. Si hoy me siento atormentado por el remordimiento de mis pecados, por la incertidumbre del perdón, por el peligro de volver a caer en él, por el rigor de la Divina Justicia. ¿Qué será entonces? Si Vos no venís en mi auxilio, yo seré perdido para siempre. ¡Oh María! antes del momento de mi muerte, obtenedme un vivo dolor de mis pecados, un verdadero arrepentimiento y una entera fidelidad a Dios por todo el tiempo que me queda de vida. Esperanza mía, ayu­dadme en esas terribles angustias de la postrera agonía; alentadme para que no desespere a la vista de mis faltas que el demonio procurará poner delante de mis ojos; obtenedme la gracia de poder invo­caros fervorosamente en esa hora a fin de que espire pronunciando vuestro santo nombre y el de vuestro Divino Hijo. Vos, que habéis otorgado esta gracia a tantos de vuestros siervos, no me la rehuséis a mí. ¡Oh María! yo espero aún el que me consoléis con vuestra amable presencia y con vuestra maternal asistencia; mas si yo fuera indigno de tan inestimable favor, asistidme, al menos, desde el cielo, a fin de que salga de esta vida amando a Dios para continuar amándolo eternamente. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1. Hacer un cuarto de hora de meditación sobre la muerte de María, a fin de estimularnos a vivir santamente para obtener una muer­te dichosa.

2. Examinar atentamente la conciencia para descubrir nuestra pasión dominante y aplicarnos a corregirla.

3. Rezar las Letanías de la buena muerte para alcanzar de Jesús, por mediación de María, la gracia de tenerla feliz.

 

 

DIA VEINTITRÉS

 

CONSAGRADO A HONRAR LA ASUNCIÓN DE MARIA

 

CONSIDERACIÓN

 

Los apóstoles, tristes y abatidos, preparaban el entierro de la Madre de Dios. Los bálsamos más preciosos y las telas más finas fueron traídos con inmensa profusión para honrar los restos queridos, que, depositados en un lecho portátil, condujeron los apóstoles en sus propios hombros. En el fondo del Getsemaní las piado­sas mujeres habían preparado una cuna de flores, que tal parecía la fosa cineraria. Una piedra empapada en lágrimas de los fieles cu­brió el santo cuerpo. Allí velaron durante tres días alternando con los Angeles cantares dulcí­simos que parecían arrullar el sueño de María.

Tomas, el que había puesto su mano en las llagas de Jesús resucitado, no habiendo estado presente a los últimos instantes de la divina Madre, no pudo resignarse a no ver sus restos helados para tener la satisfacción de dejar en ellos el tributo de sus lágrimas. Fue preciso ceder a sus instancias; todos los apóstoles y discípulos se congregaron para levantar la losa del sepulcro y cual no fue su sorpresa al ver que el sagrado cuerpo había desaparecido del sarcófago, no quedando en su lugar sino las flores, frescas y lozanas todavía, que le habían servido de lecho, mas el sudario de finísimo li­no que despedía perfume celestial.

Los ángeles lo habían arrebatado al sepul­cro y lo habían conducido en sus alas a la mansión del gozo eterno. Porque el cuerpo en cuya formación había intervenido el cielo y había sido el tabernáculo de la divinidad no podía ser pasto de gusanos.

Era necesario escribir sobre su tumba las mismas palabras que los ángeles pronunciaron sobre el sepulcro de Jesús: «Ha resucitado, no esta aquí.» Ved el lecho en que lo habéis colocado, vedlo vacío, porque su cuerpo no es­ta ya en la tierra, sino en el cielo, en un trono de inmensa gloria.

Sí; María, exenta de las miserias de la naturaleza decaída, no podía pagar a la muerte sino un corto tributo. Por eso, alzándose majestuo­sa en cuerpo y alma sobre las plumas de los vientos, fue a tocar a las puertas del empíreo, donde su santísimo Hijo le tenía aparejado un trono de gloria sólo inferior al suyo y donde debía ser coronada por el Eterno Padre como Reina de los ángeles y de los hombres.

Los ángeles al verla llegar con tan brillante cortejo, exclamarían asombrados: «¿Quién es ésta que avanza como la aurora, que es más bella que la luna, elegida entre millares como el sol y fuerte como un ejército ordenado en ba­talla?»-Y los serafines responderían: «Es la Virgen María que sube al tálamo celeste7 en el cual el Rey de los reyes se sienta en solio de estrellas.» Y la humilde doncella de Nazaret exclamaría: «Mi alma glorifica al Señor, por­que se ha dignado mirar la humildad de su sierva, y he aquí que todas las generaciones me llamaran bienaventurada.»

El triunfo de María en su gloriosa Asunción abre nuestro corazón a la más dulce esperanza. Ese triunfo nos enseña que las dolorosas pruebas de la vida son breves y que los sacrificios que hacemos por Dios o que soportamos con santa resignación, serán resarcidos en el cielo por una gloria que la lengua humana no puede explicar. «Las lágrimas, esa sangre del alma, triste pri­vilegio del hombre, tributo fatal de una maldición hereditaria, expresión común de todos los sufrimientos y que forman el principal lo­te de la virtud,» serán enjugadas en el cielo por la mano de Dios mismo para tornarías en otros tantos motivos de felicidad y de consuelo. Esa mano que sostiene el mundo y que pesa con terrible pesadumbre sobre el infierno, se cambiara entonces en mano llena de misericor­dia y de bondad. No habrá una sola lágrima, por oculta y silenciosa que haya sido, que no sea recogida por Dios y recompensada en el cielo.

He aquí lo que esta reservado a las almas que siguen las huellas de María estampadas en el camino real de la cruz. ¿Quién no querrá derramarlas en abundancia si tan grandes son los premios que le están reservados? -«Por largo que sea el camino, marchad, viajeros de la vida, porque, en verdad os digo, las visio­nes de la patria valen de sobra las penas que os impone la trabajosa jornada del tiempo.»

 

EJEMPLO

 

María, Reina del Santísimo Rosario

 

No hay tal vez devoción más grata a los maternales ojos de María que la del Santísimo Rosario, práctica que ella misma se dignó inspirar a Santo Domingo de Guzmán, y con la cual convirtió innumerables herejes y obstinados pecadores. El que practica esta santa devoción puede tener la seguridad de merecer una protección especial de la Madre de Dios. Entre mil casos que pudiéramos citar, prueba esta consoladora verdad el hecho siguiente.

El célebre artista Gluk, tan fervoroso cris­tiano como hábil músico, dio los primeros pa­sos en la senda del arte cantando, cuando niño, bajo las suntuosas bóvedas de una basílica católica. Dios lo había dotado de una voz tan maravillosa que era inmenso el numero de fie­les que concurría al templo, cuando se anunciaba que él cantaría algún cántico sagrado.

Nada hay que contribuya más poderosamente a desenvolver el sentimiento religioso en las almas bien dispuestas que la practica del arte musical en el santuario. Por eso el joven artista sentía que su fe y piedad se acrecentaban a medida que, haciendo el oficio de los ángeles en el cielo, cantaba las alabanzas del Señor en el templo católico.

Salía un día del coro, después de haber cantado admirablemente una plegaria a María, cuando se acercó un religioso con los ojos húmedos en lágrimas para felicitarlo por su talento artístico. --«Quisiera tener, le dijo, algo digno de tu mérito para expresarte la complacencia que siento al ver que empleas tus admirables talentos en honrar al soberano Se­ñor que te los ha dado. Pero soy pobre, lo único que puedo ofrecerte es este rosario, que pongo en tus manos con la súplica de que lo reces todas las tardes en honra y gloria de la Madre de Dios: si así lo hicieres, te pronostico que el cielo bendecirá tus esfuerzos y llegaras a ser grande entre los hombres.»

Sorprendido y a la vez complacido de lo que acababa de oír, Gluk tomó respetuosamente el rosario que le ofrecía aquella mano escuálida por las austeridades, prometiendo rezar el ro­sario todos los días de su vida.

No tardó la Santísima Virgen en premiar el obsequio del joven artista. Sus padres, comprendiendo las felices disposiciones de su hijo, resolvieron enviarlo a Roma para que se per­feccionase en el arte. Pero eran pobres, care­cían de los recursos necesarios para educar al niño y costear su permanencia en país extran­jero. Una tarde en que Gluk acababa de ter­minar su rosario, llamaron reciamente a la puerta de su humilde morada. Era el Maestro de Capilla de la Catedral de Viena que en­cargado de ir a Italia para formar la colección de las obras de Palestrina, llegaba por encar­go del Arzobispo a proponer a los padres de Gluk el cargo de secretario para su hijo.

Sus deseos estaban cumplidos: Gluk iría a Roma sin sacrificio alguno y bajo el patrocinio de un sabio profesor. Gluk dejaba a los quince años la casa paterna para ocupar un puesto que envidiarían muchos hombres después de una larga carrera. Su fama llegó hasta los palacios de los reyes, quienes lo colmaron de honores. Fue el favorito de dos reinas, Maria Teresa y Maria Antonieta de Austria, y el pre­ferido de la corte de Versalles.

Pero, en medio de los honores, de la gloria y de las riquezas, no olvidó ni un solo día la promesa que había hecho al monje al salir del templo de su pueblo. Interrumpía los banque­tes y los saraos de las cortes para rezar el rosario con el fervor de los primeros días. Durante los años de su larga y brillante carrera resistió con admirable entereza a las seduc­ciones del mundo y a la voz insidiosa de las pasiones. Cruzó por entre las perversiones de la sociedad de su época sin contaminarse, como la paloma vuela por encima de los pantanos sin manchar sus blancas alas.

 

JACULATORIA

 

Ruega por mí, ¡oh Madre mía!

Para que sufra contigo

Y contigo goce un día.

 

ORACIÓN

 

¡Qué grato es para nosotros! ¡Oh Madre bienaventurada! ¡verte en el cielo al lado de tu divino Hijo en un océano de inefables delicias después de la furiosa tormen­ta que se descargó sobre Ti! Hijos de vuestros dolores, queremos manifestarte hoy con nuestros himnos de júbilo que com­partimos también contigo la alegría de que disfrutas en la mansión del perenne gozo. Jamás un hijo puede ser indiferente así a las lágrimas como a la felicidad de su adorada madre; por eso nosotros, que hemos llorado contigo al pie de la cruz, nos gozamos también contigo de la gloria de que gozas al pie del árbol de la vida. Peregrinos en este valle de lágrimas, tene­mos también mucho que padecer. Permítenos, dulce Madre, descansar en tu rega­zo en las horas de la tribulación para no desfallecer en la prueba y perder el mérito del padecimiento. ¡Oh María, ten piedad de los que llevamos a cuestas la cruz del sacrificio; pero que no se haga, no, nues­tra voluntad, sino la de Dios! Queremos seguir en tu compañía a Jesús hasta la muerte, para poder decir con él y como él: «Todo esta consumado, ya no hay más que sufrir, vengan ahora las eternas coronas y las palmas inmarcesibles.» Hasta que ese momento llegue, dígnate sostenernos en nuestra debilidad; permítenos to­mar algún reposo en tus brazos, y en me dio de la tribulación, habla a nuestro corazón palabras de aliento y esperanza, a fin de que, cesando un día para siem­pre nuestras lágrimas, den lugar a los eternos gozos del cielo. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1. Hacer una visita a la Santísima Virgen en alguno de sus Santuarios para felicitarla por la gloria de que disfruta en el cielo.

2. Rezar devotamente el Acordaos por la conversión de los pecadores.

3. Dar una limosna para contribuir a los gastos que demanda la celebración del Mes de María en los templos en que se practican estos santos ejercicios.

 

 

DIA VEINTICUATRO

 

DESTINADO A HONRAR LA CORONACIÓN DEMARIA EN EL C1ELO

 

CONSIDERACIÓN

 

Después del triunfo de Jesús, jamás presen­ciaron los ángeles triunfo más espléndido que el de María al hacer su entrada en el Paraíso. Los príncipes de la corte celestial le salen al encuentro batiendo palmas triunfales y ento­nando dulcísimos cantares al compás de sus citaras de oro. Un trono hermosísimo aparejado a la diestra de Jesús, es el lugar destinado para aquella a quién los ángeles proclaman reina y soberana, yen medio del júbilo universal ocupa ese trono que habían visto hasta ese momento vacío. Los más encumbrados serafines ciñen la frente de María con una corona más rica y glo­riosa que la de todos los reyes de la tierra. For­man esa corona doce relucientes estrellas, como habla el Apocalipsis, que representan a los apóstoles, de los cuales es proclamada reina, como fue en la tierra su madre, su apoyo y su consuelo. Además de esas estrellas de primera magnitud que hermosean la corona de María, brillan muchas otras que representan a los nue­ve coros de los ángeles, quienes ven en ella ala mujer bendita que quebrantó la cabeza de la serpiente. Esas estrellas representan a los pa­triarcas y profetas de la antigua ley, que pre­pararon la descendencia de esa mujer incompa­rable y anunciaron su venida; a los doctores de la Iglesia, que se reconocen deudores a María de la luz que por su medio les fue comuni­cada, y en la cual bebieron la doctrina con que resplandecieron; a los mártires, que aprendie­ron de María la invencible fortaleza con que desafiaron las iras de los tiranos y dieron con­tentos su vida por la fe de Jesucristo; a las vírgenes, a quienes enseñó María a abrazarse con la bellísima flor de la virginidad, que era hasta entonces desconocida en el mundo y que hoy perfuma con sus aromas el cielo. Todos los bienaventurados la miran con el más profundo acatamiento, por cuanto fue la madre del Re­dentor, y a impulsos de su gratitud y de su admiración, le rinden sus coronas, confesando que ella es verdaderamente su reina y la de todo el universo.

La Iglesia militante no cede en entusiasmo a la triunfante en reconocer a María por soberana. Los peregrinos de la tierra la invocan en medio de los contratiempos de la vida con la confianza que inspira su poder, porque nada le podrá ser rehusado después del triunfo que alcanzó en su entrada al Paraíso. ¡Qué gloria y qué dicha para nosotros tener una Reina tan po­derosa y tan clemente! ¡Qué inestimable fe­licidad la nuestra al saber que ella se honra con ejercer su amoroso imperio en los desvali­dos para socorrerlos, en los menesterosos para enriquecerlos, en los atribulados para conso­larlos, en los pecadores para llamarlos a penitencia, en los justos para sostenerlos en sus combates y en los desgraciados para comunicarles la resignación y el aliento en sus traba­jos. ¡Ah! nosotros debiéramos tener a mayor honra ser el último de sus vasallos que empuñar el primer cetro del mundo. En su protec­ción tendremos cuanto podemos necesitar en nuestro destierro; luz, fuerzas, consuelos, es­peranza, una prenda segura de salvación. Sirvámosla como fieles y rendidos vasallos; hagamos nuestros los intereses de su gloria; alegrémonos de verla tan colmada de grandezas y extasíense nuestros apasionados corazo­nes en la gloria de que Dios la colma en el cielo. ¡Felices los que la honran y la sirven!...

 

EJEMPLO

 

Magnificencia de María en el cielo

 

Había en el monasterio de la Visitación de Turín una religiosa doméstica, que por su santidad era la edificación de sus hermanos en re­ligión. Distinguíase especialmente por una de­voción ternísima a la Santísima Virgen. En 1647 Nuestro Señor favoreció a su sierva con una enfermedad que al parecer debía terminar con la muerte. Los médicos declararon que no la entendían, y los remedios que le propinaban, en vez de aliviarla, redoblaban sus padecimientos.

Un día en que sus dolencias llegaron a un extremo de rigor insoportable, se sintió de improviso poseída del espíritu de Dios y en un estado de completa enajenación de sus facultadles y sentidos. Dios quiso premiaría haciéndola gozar por un momento de la visión del cielo y en especial de la gloria de que allí disfruta la Santísima Virgen.

«¿Quién podrá referir, decía la venerable re­ligiosa, los portentos de la hermosura y grandeza incomparables de esta Reina del empíreo? Para dar una idea de tanta grandeza necesitaría la lengua de los ángeles y hablar un idioma que no fuese humano. Esa hermosura y grandeza son tales que jamás se ha dicho en el mun­do nada que se aproxime ni de lejos a la realidad. Después de haber visto lo que me ha sido dado ver, no experimento ya la satisfacción que an­tes sentía al oír publicar las alabanzas de Ma­ría, pues la expresión humana me parece baja y grosera. Incapaz de declarar convenientemen­te lo que he visto, sólo diré respecto de la grandeza de María, lo que decía del cielo el Apóstol San Pablo, esto es, que el entendimiento del hombre no puede comprender lo que Dios nos prepara de placer y felicidad con sólo ver a la Santísima Virgen en la plenitud de su gloria. Yo la vi sentada en un trono brillante como el sol, sostenida por millares y millones de ánge­les. En rededor de este trono vi un infinito número de santos que le rendían y tributaban mil alabanzas. Esto me hizo pensar que aquellas almas bienaventuradas eran como otras tantas reinas de Saba alabando en la celestial Jerusalén a la Madre del inmortal Salomón.»

«Tan dulces eran sus miradas, tan suaves y deliciosas sus sonrisas, tan llenos de gracia y majestad sus movimientos que habría estado toda una eternidad contemplándola sin cansarme. Su rostro, de hermosura incomparable, despedía una luz tan viva que llegaba hasta mi envolviéndome en sus resplandores. Una corona de relucientes estrellas formaba un cer­co en torno de su frente. Me parecía ver que con una respetuosa y amorosa Majestad ella adoraba un objeto que se escondía a mis mira­das: era, sin duda, la Divinidad que se oculta­ba en medio de una luminosa oscuridad adon­de mis ojos no podían llegar. Yo vi que la so­berana Reina del cielo, revestida de una gra­cia arrobadora, pidió a Dios, no sólo, mi salud sino también la prolongación de mi vida, y una dulcísima sonrisa que se dibujó en sus la­bios purísimos me dio a entender que la Divinidad accedía a su súplica. En efecto, el día de la gloriosa Asunción me encontré comple­tamente curada, y en disposición de dejar la cama y ejercer mis oficios.»

«Esta visión me inspiró un desprecio tan grande por todo lo creado, que desde entonces no he visto ni hallado nada que me cause ni el mas ligero placer: me hallo enteramente insen­sible para todo lo de este mundo. Esta visión me ha inspirado además, una confianza sin lí­mites en el poder y bondad de esta Madre de amor, pues be podido comprender cuan grande es la eficacia de su intercesión por la pron­titud con que fue atendida la súplica que por mi se dignó presentar, de manera que habría podido decirse que en vez de suplicar habla ordenado.»

«Fáltame aún decir, que he comprendido que la incomprensible grandeza de María es debida al abismo de su humildad. Si, la humildad la ha hecho Madre Dios, la humildad la ha elevado sobre todos los ángeles y santos...»

He aquí un pálido reflejo de la gloria de María en el cielo revelada a la tierra por un alma que mereció el insigne favor de contem­plarla por un instante. Acreciente esta reve­lación el amor y la confianza hacia ella en nuestros corazones, para que invocándola en nuestras necesidades, logremos un día la di­cha inefable de gozar de su compañía.

 

JACULATORIA

 

Salud ¡oh Reina del cielo!

Salud ¡oh Madre querida!

Fuente de paz y consuelo,

Sé nuestro amparo en la vida.

 

ORACIÓN

 

¡Oh poderosa Reina del cielo y de la tierra, postrados a vuestros pies, venimos en este día, consagrado a recordar las coronas que ciñeron vuestra frente, a unir nuestras voces de júbilo a los himnos que entonaron los ángeles y los bienaventurados el día de vuestra gloriosa coronación!

¡Cuan dulce es para nosotros, que nos complacemos en llamaros nuestra madre, veros levantada a tan excelsa gloria y revestida de tan alto poder! Sabemos, dul­ce madre, que todo lo podéis en el cielo y que jamás será desgraciado el que me­rezca vuestra decidida protección; sabe­mos también que a Vos, como madre, Dada os será tan grato que alargar a vuestros hijos una mano compasiva para auxiliar los y protegerlos. Por eso nos es permitido depositar en Vos nuestra mas dulce confianza; por eso acudimos a Vos con la se­guridad de no ser jamás desoídos; por eso experimentamos tan dulce complacencia al invocar vuestro nombre; al llamaros en nuestro socorro. Tierna madre nuestra, nosotros necesitamos en toda horade vuestra maternal solicitud; no nos abandonéis en medio de las borrascas del camino. Vasallos rendidos, os imploramos como a Reina que dispone de un omnímodo poder para emplearlo en provecho de sus fieles súbditos; no permitáis, Señora, que aban­donemos alguna vez nuestra gloriosa cua­lidad de vasallos humildes y rendidos para hacernos esclavos de las pasiones, del mundo y del demonio. Alcanzadnos la gracia de vivir y morir a la sombra de vuestro manto de madre y vuestro cetro de Reina, a fin de haceros un día eterna compañía en el cielo. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1. Rezar una tercera parte del Rosario en homenaje a la gloria de María en su corona­ción en el cielo.

2. Hacer tres actos de vencimiento de la propia voluntad, pidiendo a María el espíritu de sacrificio.

3. Repetir nueve veces el Gloria Patri en honra de la Santísima Trinidad en agradecimiento de los favores otorgados a María.

 

 

DIA VEINTICINCO

 

MARIA CONSIDERADA COMO MADRE DE LOS HOMRRES

 

CONSIDERACIÓN

 

Cuando el hombre levanta al cielo sus ojos llorosos, por grande que sea el abismo de iniquidad o de desgracia en que haya caído, en­cuentra allí la imagen amorosa de un Padre que le inspira valor y confianza. Pero Dios que se complace en que nuestros labios lo invoquen diciéndole: Padre nuestro que estás en los cielos, nos señala también a su lado la imagen de una madre que sonríe llena de amor: esa imagen es la de María.

Así convenía que sucediese, porque la pa­ternidad va siempre unida a la maternidad. Donde existe un padre, hay también una ma­dre. La gran familia de los hijos de Dios no podía carecer de un bien que es común á la fami­lia terrestre: el amor de una madre. Nada hay en el mundo que pueda reemplazar dignamente el amor maternal; su ausencia deja en el cora­zón de los hijos un vacío que ningún otro amor puede llenar. Es cierto que el amor de Dios satisface cumplidamente las aspiraciones del corazón; pero el amor de María es un afecto que hace brotar en el alma la más grata ternu­ra y la más dulce confianza, y, alojando todo temor, abre el corazón de los hombres a la más halagüeña esperanza.

He ahí porque Dios ha querido que tuvié­semos, no solamente una madre en el mundo, sino también una madre en el cielo. Próximo a espirar en la cruz, quiso Jesús darnos una úl­tima y suprema manifestación de su amor. Pe­ro ¿Qué podría darnos en el estado a que la perfidia de los hombres lo había reducido? Des­nudo de todo bien terreno, sin poseer ni siquie­ra la túnica que había vestido durante su vi­da, lo único que le quedaba era su madre que lloraba afligida al pie de la cruz de su sacrifi­cio. Y después de habernos dado toda su san­gre, después de haberse dado á si mismo en el Sacramento de nuestros altares, Jesús mori­bundo, lanzando sobre el mundo una última mirada de amor y de misericordia, nos lega a María por madre en la persona de su amado discípulo, diciéndole: He ahí a tu Madre, después de haber dicho a María: He ahí a tu Hijo, señalando al discípulo. ¡Oh! mujer afligida, le dice, a quien un amor infortunado os hace ex­perimentar tan rudos sufrimientos, esa misma ternura de que estáis llena por mi, tened la por todos los redimidos con mi sangre, representados en la persona de Juan; amadlos como me habéis amado a mi.

Después de estas palabras, Jesús inclina su cabeza sobre el pecho y muere. Parece que faltaba el último sello de la salvación del mun­do, que consistía en hacer a los hombres el precioso legado del corazón de su madre. ¡Ah! si los últimos encargos de un hijo moribundo son tan sagrados para una madre, ¿cómo dudar de que María nos aceptase por sus hijos después de la tierna recomendación de Jesús agonizante? Si, nuestra adopción de hijos es tanto más amada para ella, cuánto más cara le ha costado. Ella sacrifica, por salvarnos, a su Hijo único, y prefiere verlo espirar en un mar de tormentos á vernos á nosotros perdidos. Dos hijos tuvo María: el uno inocente y el otro culpable; pero con tal de salvar al culpable consiente en entregar a la muerte al inocente. ¿Puede concebirse un amor más tierno y desinteresado? ¿Puede exigírsele una prueba más elocuente de su amor por los hombres? Como si esta fineza no bastara a convencernos de su amor, no cesa de añadir nuevos y brillantes testimonios de su maternal afecto. No hay miseria que no esté pronta a remediar, no hay necesidad que no satisfaga, no hay lágrimas que no enjugue ni dolor que no temple. María está sentada en un trono de misericordia, dispuesta siempre a escuchar el grito de nuestras necesidades; ella depone a los pies de su Hijo la ofrenda de nuestras lágrimas, y para hacer de ellas un holocausto más valioso, las mezcla con alguna de las que ella derramó al pie de la cruz.

¡Ah! ¿quién no amará a tan tierna madre? Su amor es el consuelo más dulce de la vida; ese amor hace gustar en medio de los trabajos y amarguras del destierro, las primicias de la felicidad eterna. «¡Qué consuelo, exclama To­más de Kempis, no debéis encontrar en medio de las penas de la vida, en las entrañas de aquella en quien se ha encarnado la misericor­dia y a quien el Salvador ha colocado a su diestra para hacer de ella la dispensadora de todas sus gracias!»

 

EJEMPLO

 

La vuelta de un pródigo.

 

En un hermoso día de primavera acababa de pasearse la imagen de María por entre sendas de flores y arcos triunfales en un pueblo situa­do al sur de Francia. Terminada la fiesta religiosa, el párroco se había retirado a su casa para terminar en el silencio de la oración un día lleno de dulces y santas emociones; ponía fin al rezo divino con el Salve Regina, cuando oyó que llamaban a su puerta. En el umbral de esta puerta que nunca se cierra, apareció un joven sombrío y taciturno que con acento tembloroso dijo al sacerdote: - No tengo el honor de conoceros; pero sé que sois el padre de todos y en especial de los desgraciados. Este titulo me da derecho para importunaros, viniendo en solicitud del auxilio de vuestro sagrado ministerio. -Decid lo que queráis, hijo mío, le dice con bondad paternal el sacerdote; que las horas más felices del párroco son aquellas en que le es dado endulzar las amar­guras de la desgracia. Dios nos hace a menu­do testigos de resurrecciones inesperadas. Ministro de Aquel que llamó a Lázaro de la podredumbre del sepulcro, estamos siempre dispuestos a sacar las almas del cieno de la culpa y restituirías a la vida de la gracia.

Al oír estas palabras, el joven pareció rea­nimarse, y un rayo de alegría surcó su frente pálida.

-Yo, dijo en seguida, soy uno de esos des­graciados que naufragan desde temprano en la corriente de las pasiones, olvidando las en­señanzas de una madre cristiana y el respeto que se debe a un nombre ilustre. Llegado a esa edad en que las pasiones alborotan el co­razón me dejé arrastrar de pérfidos consejos, y pronto hube de reconocer que un abismo llama a otro abismo. Irritado por las recon­venciones saludables de mi virtuosa madre, resolví, alejarme y dar libre curso a mis ilu­siones juveniles. Mi padre puso en mis manos una considerable cantidad de dinero, para que viajase por los Estados Unidos de América de los que tan lisonjeras alabanzas habla oído a mis compañeros de placer y de desórdenes. Mi madre lamentó profundamente esta resolución; porque Dios ha concedido al amor de las madres cierta luz e intuición profética sobre el porvenir de sus hijos. Ella me siguió con sus oraciones derramadas sin cesar a los pies de María y con sus cartas llenas de conmove­doras exhortaciones.

No necesito deciros que esta libertad me fue funesta, y amaestrado ahora por dolorosa ex­periencia, yo diría a todas las madres que no permitiesen viajar solos a sus hijos en la edad de las ilusiones. Me establecí por algún tiem­po en Washington, donde mi vida transcurrió entre partidas de placer y de disolución.

Un día arriesgué en el juego todo el dinero que me quedaba, y de improviso me vi sumido en la mayor miseria en tierra extraña y sin re­cursos para volver a mi patria. En esta situa­ción fui a ver al capitán de un buque francés para que me recibiera en su nave sin pagar fle­te, lo que no me fue concedido sino a condición de que fuese en la tripulación como criado.

Aunque esto era para mi en extremo humi­llante, hube de aceptarlo; y vistiendo el traje de marinero, comencé a trabajar como los de­más.

Pero no era esta ni la única ni la mayor des­gracia que me acarrearon mis locos devaneos. En nuestro viaje de regreso nos asaltó una fu­riosa tempestad a las alturas de las islas Azo­res. Gruesas nubes se amontonaron sobre nuestras cabezas y el mar levantaba montañas de agua. Un huracán deshecho rompió nues­tro palo mayor, y la nave, falta de gobernalle fue a estrellarse contra enormes rocas. En aquel angustioso momento, imploré postrado de rodillas sobre cubierta, a Aquella que es llamada Estrella de la mañana, prometiéndole que, si libraba de aquel peligro; pondría fin a mis desórdenes. Entonces me lancé al mar asi­do de una tabla, y por espacio de veinticuatro horas floté a merced de los vientos y las olas.

Quiso mi buena protectora que pasase cerca de mí un barco americano que iba en dirección a Marsella, y me recogiese a bordo.

Vengo, pues, a cumplir mi promesa, postrán­dome a vuestros pies para confiaros los secretos de mi conciencia. Dignaos abrirme las puer­tas del cielo y derramar sobre mi alma con la santa absolución una gota de esa dulce paz que hace quince años que no he gustado...

La bondad maternal de María devolvía a un nuevo pródigo al doble regazo de la religión y de la familia.

 

JACULATORIA

 

Madre de Dios, madre mía,

Un hijo amante te invoca,

Ven en mi auxilio ¡oh María!

 

ORACION

 

DE SAN FRANCISCO DE SALES A LA SANTISIMA VIRGEN CONSIDERADA COMO MADRE

 

Yo os saludo, dulcísima Virgen María, Madre de Dios, y os escojo por madre querida. Os suplico me aceptéis por hijo y servidor vuestro, porque yo no quiero te­ner otra madre sino á Vos. No olvidéis ¡oh mi buena, graciosa y dulce madre! que soy vuestro hijo y una criatura vil y mi­serable. Dirigidme en todas mis acciones, porque soy un pobre mendigo que tengo extrema necesidad de vuestro socorro y protección. Santísima Virgen, mi dulce madre, hacedme participante de vuestros bienes y de vuestras virtudes, principalmente de vuestra santa humildad, de vuestra virginal pureza y de vuestra encendida caridad. No me digáis ¡oh María! que no podéis hacerlo, porque vuestro amado Hijo os ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. No me digáis tampo­co que no debéis hacerlo, porque Vos sois la madre común de todos los pobres hijos de Adán y especialmente la mía. Y si sois madre y reina poderosa ¿qué os po­dría excusar de prestarme vuestra asis­tencia? Acceded, pues a mis súplicas, escu­chad mis gemidos y concededme todos los bienes y gracias que sean del agrado de la Santísima Trinidad, objeto de mi amor en el tiempo y en la eternidad. Amén.

 

PRÁCTICAS ESPIRITUALES

 

1. Incorporarse en alguna cofradía que ten­ga por objeto honrar a María bajo alguna de sus consoladoras advocaciones.

2. Abstenerse de todo acto de impaciencia o de ira.

3. Rezar el oficio parvo de la Santísima Vir­gen, pidiéndole que nos conceda su protección durante la vida y en especial en la hora de la muerte.

 

 

DIA VEINTISÉIS

 

LA MATERNIDAD DE MARIA DEBE INSPIRARNOS LA MAS GRANDE CONFIANZA

 

CONSIDERACIÓN

 

Si María es madre de los hombres nada hay después de Dios que pueda inspirarnos más dulce confianza, porque nada hay en el mundo comparable con el amor maternal. En todos los peligros y circunstancias adversas de la vida, un hijo se arroja lleno de seguridad y de confianza en los brazos de su madre porque sabe por instinto que el amor de una madre vela siempre solícito por sus hijos, y que jamás ese amor padece olvidos e indiferencias.

Ese afecto santo transportado a la religión y aplicado a María, se reviste de un carácter de dulzura, de suavidad, de confianza familiar que tempera la majestad del Dios que, si es nuestro Padre, es también nuestro Juez. Viendo a María, se aleja del alma todo pensamiento te­rrible para dar cabida a los pensamientos consoladores de la bondad y misericordia de su Hijo divino. Sin María, nosotros seriamos, sin duda, hijos de Dios; pero seriamos hijos sin madre en presencia de un Dios justamente irri­tado por nuestras infidelidades. ¿Qué esperan­za tendríamos de doblegar con nuestras súpli­cas el rigor de la justicia incorruptible, si no tuviésemos en María una madre que no rehúsa jamás valorar nuestras súplicas con sus méritos para alcanzar nuestro perdón? -Cuando consideramos que María fue, como nosotros, una peregrina de la tierra, una hija de Eva que sufrió y lloró como nosotros, no podemos menos que sentir una confianza que disipa to­do temor. Ella conoce lo que son las miserias de la vida, lo que cuesta la practica de la vir­tud, las dificultades que se oponen a la santi­ficación, la fuerza de las pasiones, la astucia de nuestros enemigos; y por lo mismo, sabe compadecerse de nuestra flaqueza y esta pronta a remediar nuestras desgracias. Por eso, en este valle anegado con nuestras lágrimas, María se nos presenta siempre inclinada hacia nos­otros, estrechando con una mano la diestra de su Hijo en ademán suplicante y curando con la otra todas las llagas de nuestras almas.

«Vosotros podéis ahora, dice San Bernardo, acercaros a Dios con confianza, porque tenéis una madre que se presenta delante de su Hijo y un Hijo que se presenta delante de su Padre. María muestra a su Hijo el seno que lo engen­dró y el regazo en que descansó; Jesucristo muestra a su Padre su costado abierto y sus manos y pies llagados. Los méritos del Hijo todo lo obtienen del Padre, y los méritos de la Madre todo lo obtienen del Hijo. Es imposible, agrega, que Dios rehúse conceder una gracia que le es pedida con tan tiernas muestras de amor. No, él no puede rehusar lo que se le pide con un lenguaje tan elocuente.

«El dulce nombre de madre encierra toda ternura, despierta los más tiernos recuerdos y hace nacer las más caras esperanzas. Es el símbolo de la bondad, de la paz, de la mise­ricordia. Pero el corazón de María, siendo la obra maestra de la gracia, sobrepasa a todas las madres en bondad, amor y misericordia para con sus hijos. Como suele acontecer a las madres de la tierra, María demuestra una predilección tanto más solícita, cuanto más desgraciados son sus hijos. ¡Qué motivos tan poderosos de consuelo para los que sufren y lloran! ¡Qué motivos de dulce confianza para los pecadores! María les ofrece toda la ternu­ra, la piedad, la solicitud de una madre que nada anhela tanto como verlos felices. Pobre huérfano, que habéis visto arrebatar a vuestro amor a una madre tiernamente amada, conso­laos, que es falso que el hombre no tenga mas que una madre. La tierra nos da una, esa suele desaparecer entre las lágrimas y llantos de sus hijos; pero el cielo nos da otra que no muere y que siempre esta prodigándonos sus divinas caricias.»

 

EJEMPLO

 

María, Rosa mística

 

El venerable Nicolás Celestino de la Orden de San Francisco, ardía en vivos deseos de procurar a María la mayor honra y gloria posible. Antes que la Inmaculada Concepción fuese un dogma de fe, no faltaban en la Iglesia quienes pusiesen en duda la verdad de este maravilloso privilegio. Nicolás no com­prendía que María hubiese estado alguna vez enemistada con Dios ni un solo instante; y por lo mismo, era un defensor ardiente de esta verdad. Aunque la orden a que pertenecía cele­braba anualmente la fiesta de la Inmaculada Concepción, el siervo de Dios no se contenta­ba con esto, sino que deseaba además que como todas las grandes solemnidades de la Iglesia, se celebrase con octava.

No tardó mucho el venerable religioso en ser elegido superior; entonces, aunque venciendo grandes dificultades, pudo ver realizado su piadoso deseo. Mas, como oyese que algu­nos religiosos criticaban la nueva solemnidad, se afanó por discurrir un medio que conven­ciese a todos sus hermanos de que el obsequio era agradable a los ojos de la Santísima Vir­gen.

Un día llamó a los religiosos y les dijo: -Sé que algunos de vosotros dudáis de que sea del agrado de la Santísima Virgen que cele­bremos con toda solemnidad su Concepción Inmaculada. Pues bien, yo con la ayuda de Dios voy a demostraros de una manera irre­futable que ella se complace de este obsequio.

Dicho esto, se encaminó con todos sus mon­jes al jardín del convento donde lucían mu­chas esbeltas rosas que perfumaban el ambien­te.- Coged, les dijo, la rosa que os parezca mejor de todas las que tenéis a vuestra vista: la que escojáis será colocada en un vaso sin agua ante el altar de María Inmaculada. Si esta rosa, como es natural, se marchitase al tercer día, tendrán razón los que critican lo que nuestra Orden ha dispuesto hacer en honra de María; pero, si por espacio de un año, per­manece milagrosamente fresca y lozana, como en el momento de desprendería de su tallo, entonces deberemos confesar, no solamente que María fue concebida sin pecado, sino que es la voluntad del cielo que celebremos con todo esplendor, así su fiesta como su octava.

Todos aceptaron la propuesta: se cogió una rosa blanca, y depositada en un vaso sin agua, se colocó en el altar de la Purísima Concep­ción. Pasaron los días unos en pos de otros, y la rosa conservaba intacta su lozanía y fragancia hasta que, terminado el año, dejó caer sus bojas marchitas.

En vista de aquel prodigio, los religiosos ce­lebraron con grande entusiasmo la fiesta que de tal manera justificaba y aplaudía el cielo. Por este medio fue glorificada María, premia­da la fe del venerable Nicolás Celestino y confirmada la verdad del excelso privilegio que, declarado dogma de fe, es hoy una piedra preciosa que abrillanta la corona de gloria de la Madre de Dios.

 

JACULATORIA

 

¡Qué dulce y grata es la vida

Si la perfumas y alientas

Con tu amor, madre querida!

 

ORACIÓN

 

Cuando considero ¡oh María! tierna y dulce Madre de los hombres, que vuestras entrañas están siempre llenas de amor para con nosotros, yo siento que la más firme confianza renace en mi corazón y que se disipan todos los negros temores que me afligen en orden a mi salvación. ¡Sois tan buena, tan amable, tan miseri­cordiosa! ¡Ah! si Vos no fuerais mi madre, ¿quién me consolarla en mis sufrimientos, quién me sostendría en mi debilidad, quién calmarla las inquietudes que turban mi corazón? Vos sois la salvaguardia del po­bre y del desvalido; Vos sois el gozo y la esperanza de los que padecen; Vos la es­trella que jamás se oscurece en medio de las tempestades de la vida. Vos sois la mediadora entre Dios y nosotros, Vos desarmáis con vuestros ruegos la mano irri­tada del Señor. Vos nos abrís un corazón de madre para que depositemos en él nues­tras tristes confidencias. Vos sois mi Ma­dre, ¡oh qué felicidad!.. Yo lo diré a todas las criaturas: María es mi madre; yo lo repetiré sin cesar en todas las horas de mi vida, en el gozo como en el dolor; de mis labios moribundos caerá esa última pala­bra: ¡Vos sois mi Madre! Teniéndoos á Vos por Madre, nuestra felicidad es mayor que la de los ángeles, porque ellos sólo os tie­nen por Reina. Escuchad ¡oh María! con    especialidad las plegarias de todas las madres que colocan a sus hijos bajo vues­tra maternal protección, a fin de que ma­dres e hijos, en la tierra y en el cielo, sea­mos recibidos en los brazos de vuestra divina maternidad. Amén.

 

PRÁCTICAS ESPIRITUALES

 

1. Hacer un acto de entera y perpetua con­sagración a la Santísima Virgen como una prueba de que la reconocemos por Madre.

2. Saludar a la Santísima Virgen con una Avemaría toda vez que veamos alguna imagen suya.

3. Oír una misa en sufragio del alma más devota de María.

 

 

DIA VEINTISIETE

 

AMOR QUE DEBEMOS PROFESAR A MARIA

 

CONSIDERACION

 

Si la bondad maternal de María no fuera bastante motivo para decidirnos a amarla, la consideración de sus perfecciones no podrá menos de hacer brotar en nuestros corazones el más ardiente y generoso amor por la que reúne en si todo lo que hay de grande y perfecto en el orden de la naturaleza y de la gracia.

La belleza física y la belleza moral, la hermosura del cuerpo y del alma arrebatan espontáneamente el amor a nuestros corazones, porque, como dice un sabio de la antigüedad, cualquiera que tenga ojos para verla, no puede menos que tener corazón para amarla.

Ahora bien, ninguna criatura, después de Jesucristo, ha poseído en grado más excelso la hermosura del cuerpo y del alma. María fue la obra predilecta del poder del Altísimo y en ella tuvo sus complacencias desde la eternidad. Su cuerpo destinado a ser el santuario de la divinidad, debió de poseer toda la perfección de que es capaz la naturaleza y toda la hermosura que convenía a la que debía ser el tabernáculo vivo y animado de la belleza infinita. Por eso los Libros Santos, profetizando esa belleza incomparable, han podido exclamar: «Toda hermosa eres, amiga mía, toda hermosa eres;» lo que vale tanto como decir que en su persona se encierra una belleza sin medida.

La belleza por excelencia es Dios; y esa her­mosura se comunica a las criaturas en el mis­mo grado en que se unen a Dios, como la pu­reza de las aguas es tanto mayor, cuanto mas cerca están a la fuente. Y ¿con cuál criatura se ha unido más estrechamente la infinita belleza que con María? ¿No la amó y la prefirió a to­das eligiéndola por madre del Verbo encarna­do? -Esta consideración hacia exclamar a San Epifanio: «Sois ¡oh María! la primera belleza después de Dios, y en comparación de la vues­tra, no tienen sombra de hermosura los serafines, ni los querubines, ni todos los nueve coros de los ángeles. Los considero en vuestra presencia como a las estrellas del cielo, que pierden toda su luz cuando el sol aparece.» Pero, sin necesidad de acudir a tales conjetu­ras, para conocer la belleza física de María no necesitamos sino oír el testimonio de los que tuvieron la dicha incomparable de verla cuan do aún era peregrina de la tierra. San Dionisio Areopagita, después de haberla visto, decía que si la fe no le enseñara que no podía exis­tir más que un Dios, habría adorado a la San­tísima Virgen como a Dios. La belleza cautiva sin violencia los corazones, y aun esas belle­zas frágiles e imperfectas que el mundo admira han tenido poder para trastornar a pueblos enteros. Arrebate, pues, nuestro amor la her­mosura incomparable de María y encienda en nuestro pecho un incendio voraz.

Pero si tanto puede la hermosura del cuer­po, ¿cuanto mas deberá seducirnos la belleza del alma, que excede a la primera como el alma excede en excelencia al cuerpo?-Decía Santa Catalina de Sena, que si pudiésemos ver con los ojos del cuerpo la belleza de un alma sin pecado y con sólo el primer grado de gracia, quedaríamos tan sorprendidos al reco­nocer cuánto sobrepujaba a todas las bellezas de la naturaleza corpórea, que no habría quien no desease morir, si fuera preciso, por conservar beldad tan hechicera. Ahora bien, si la última de las almas en el orden de la gra­cia encierra en sí tanta belleza, y si remontado el vuelo contemplásemos a las almas que han sabido a otros grados de gracia más elevados hasta llegar a la más perfecta, ¿cuánta no sería nuestra admiración en presencia de su hermosura? Pues bien, la más elevada de esas almas no es más que una sombra comparada con María, porque ella posee más gracias y por consiguiente, mas belleza que todos los Santos y bienaventurados juntos. Todas esas celestiales bellezas son siervos y vasallos de María. Ella sola es la madre del Creador de todos ellos; ella después de Dios, es quien tiene extasiados de amor y de dicha a los mo­radores de la celestial Jerusalén.

¡Ah! ¡si los que se deleitan en las efímeras bellezas del mundo hubiesen contemplado por un instante la beldad de María, todo otro afecto moriría al punto en sus corazones! Mas si no nos es dado contemplar con los ojos del cuerpo la hermosura de su alma adornada con todas las piedras preciosas de las virtudes, a lo menos procuremos verla siempre con los ojos del alma para extasiamos en su belleza y embriagarnos en las delicias de su amor.

 

EJEMPLO

 

El Papa de la Inmaculada Concepción

 

Pío IX, cuya santa memoria está unida con lazo de oro a las glorias de María, debió a la protección de esta Madre bondadosa un señalado favor al comenzar su carrera sacerdotal. Mientras el joven Juan María Mastai era estu­diante, le acometió una grave enfermedad que lo inhabilitaba para seguir las inclinaciones, que lo arrastraban al estado eclesiástico. Es­ta enfermedad era la epilepsia, que común-mente es incurable. Los médicos confesaron su impotencia para contener el mal y presa­giaban en poco tiempo un término lamenta­ble. Cuando comenzó a cursar teología los ataques eran menos frecuentes, y pudo recibir las órdenes menores.

En esa época pasaron por Sinigaglia, pue­blo natal de Pío IX, varios misioneros, a quienes prestó el joven Juan María con celo ferviente los humildes servicios de Catequis­ta. Esto le valió la dispensa de la Santa Sede del impedimento para su ordenación, con la condición de celebrar el santo sacrificio acompañado de otro sacerdote. La enfermedad no había desaparecido, y todo inducía a creer que llegaría con el tiempo a imposibilitarlo para el ejercicio del ministerio sacerdotal, no obs­tante la bondad y condescendencia paternales que había usado para con él el Papa Pío VII.

El joven sacerdote había aprendido a amar a María en las rodillas de su piadosa madre, y desconfiando de los recursos humanos, puso toda su confianza en la protección de la Santísima Virgen. Con el fin de interesaría más en su favor emprendió una peregrinación al céle­bre santuario de Nuestra Señora de Loreto, donde pidió con fervoroso ahínco la salud para dedicarse todo entero a la salvación de las almas. La Reina del cielo acogió benignamente la súplica de aquel humilde sacerdote que tanto había de glorificaría, y desde ese momento la epilepsia desapareció para siem­pre.

Reconocido a tan insigne favor, se consagró con mayor esmero a servir y ensalzar a su protectora celestial; y a este amor hacia María acrecentado por esta curación milagrosa, debe la Cristiandad la declaración dogmática de la Inmaculada Concepción, que tanto ha contribuido a encender en las almas el amor y la confianza en la Madre de Dios.

Elevado mas tarde a la más alta dignidad de la tierra, y después de haber ornado las sienes de María con la corona de la Inmacu­lada Concepción, volvió Pío IX al santuario de Loreto para cumplir un segundo voto. Allí puso a los pies de su soberana protectora un cáliz de oro de exquisito valor artístico, y rogó por la Iglesia y el mundo en aquella Casa donde comenzó la obra de la redención del mundo. No estaban lejanos los días tempes­tuosos en que la ola de la impiedad arrebató al Papado sus dominios temporales y derribó el trono secular en que se sentaba el Papa-rey.

La misma generosa mano que libertó al sacerdote de una enfermedad incurable, infun­dió valor indomable en el pecho del Pontífice para resistir a los enemigos de la Iglesia y sostener la dignidad del Pontificado Romano, que nunca ha sido más grande que en las horas de su martirio.

María, que ha sido en todas los tiempos la celestial protectora de la Iglesia, lo ha sido muy en especial del ilustre Pontífice que pa­sará a la historia con el nombre del Papa de la Inmaculada Concepción.

 

JACULATORIA

 

Dulce Madre, pues me amas,

Haz que siempre el alma mía

Tanto te ame, que algún día

Pueda al fin morir por ti.

 

ORACIÓN

 

¡Oh la más pura y hermosa de las criaturas! dulcísima madre mía, ¿qué otra cosa podré deciros yo, vuestro hijo y vuestro siervo, al considerar la perfección y belle­za así de vuestro cuerpo, santuario del Verbo encarnado, como de vuestra alma, precioso relicario de las más excelsas vir­tudes, sino protestaros que os amo con to­da la ternura del más amante de los hijos? Yo os amo, María, porque en Vos se en­cierra toda perfección y belleza. Yo os amo, María, porque sois más pura que la luz del sol, más galana que la flor del campo, más bella que la aurora cuando son­ríe a los prados, más amable que todo lo que arrebata en la tierra nuestro amor. Yo os amo, María, porque sois tan buena, tan misericordiosa, tan compasiva con vues­tros pobres hijos, porque sois Madre ge­nerosa que olvidáis las ingratitudes para no atender sino a nuestra gran miseria. Yo os amo, María, porque sois la Reina de los ángeles, la soberana de los mártires y de las vírgenes, a quienes sobrepasáis en santidad y en perfecciones, como el sol sobrepuja en esplendor a los demás astros del firmamento. Yo os amo, María, porque sois la consoladora de los afligidos, el re­fugio de los pecadores, el sostén de los justos, el baluarte de los débiles y la dis­pensadora de todas las gracias. Conce­dedme, Señora mía, la gracia de amaros siempre con la misma ternura, de serviros siempre con ardiente solicitud y de acompañaros un día en el cielo para unirme eternamente a Vos. Amén.

 

PRÁCTICAS ESPIRITUALES

 

1. Adoptar la práctica de llevar al cuello un escapulario, medalla u otro objeto que ten­ga la imagen de María, e invocaría en la hora de la tentación y del peligro.

2. Rogar a María delante de alguna imagen suya por las necesidades de la Iglesia y en especial de la de Chile.

3. Privarse en algún día por amor a María, de comer cosas de gula y apetito.

 

 

DIA VEINTIOCHO

 

CONSAGRADO A HONRAR EL CORAZÓN

INMACULADO DE MARIA

 

CONSIDERACIÓN

 

María es, entre las puras criaturas, la que ha subido a más sublime altura en la escala de las perfecciones naturales y sobrenaturales. Sin embargo, si se busca en ella algún signo exterior de su incomparable grandeza, apenas será dado encontrarlo. Es una doncella modes­ta y pobre que ha ligado su suerte a la de un humilde obrero que vive de su trabajo y habi­ta bajo un pobre techo. Es porque toda la glo­ria de la hija querida del Rey del cielo está oculta en su corazón, en el cual se encierran perfecciones más que humanas y más que an­gélicas. Preservado de la corrupción universal que anegó a manera de impetuoso torrente a todos los hijos de Adán, el corazón de María fue concebido en la inocencia, nacido en la santidad y enriquecido con todos los dones del cielo. Dios ve reaparecer en él toda la belleza y toda la pureza que el pecado desfiguró en el corazón del primer hombre, que halla en él sin mancha alguna que lo desfigure, ni germen alguno de pasión que lo turbe, ni la más ligera falta que lo haga menos digno de su amor.

Es un corazón cuyas inclinaciones son enteramente santas y cuyos afectos todos son celestiales. En él se contempla la divinidad co­mo en un espejo donde descubre su propia imagen y se complace en sus perfecciones como en la obra maestra de sus manos, más primorosas que la creación de todos los mundos visibles. El Padre, adoptándola por hija predi­lecta, preservó a María del pecado; la colmó de sus favores y la adornó con sus más pre­ciados dones. Desde que nace a la vida, Dios la recibe en sus brazos y la separa del mundo para que no conozca ni ame a otro padre que a él. Cautiva voluntaria del amor, apenas sa­lida de la cuna, va a ofrecer su corazón en holocausto al pie de los altares de su Dios. Jamás se extinguió en su corazón el fuego sa­grado del amor, que ardía como un leño seco sin consumirse jamás.

En ese corazón virginal se celebraron las nupcias de una criatura humana con el santo de los Santos, el Espíritu vivificador. La más rica variedad de las virtudes forma los atavíos de la feliz esposa, y tanta era la belleza y la excelencia de la divina desposada, que Dios la recibe en el seno intimo de su amistad y la re­gala con todas las delicias de su amor. Si ese mismo Espíritu, descendiendo sobre los após­toles, los transformó en hombres nuevos, ¿qué maravillosos efectos no produciría en ese cora­zón al cual no descendió como lengua de fuego, sino como un torrente de llamas divi­nas para consumir todo lo que hubiera en él de humano y hacerlo digno tabernáculo de la divinidad? ¡Ah! ¡qué perfecciones no comuni­caría á un corazón con el cual quería unirse con nudos tan estrechos de amor! -El enten­dimiento humano es demasiado limitado para sondear tan hondos misterios y la lengua hu­mana impotente para narrar tan grandes ma­ravillas.

Pero lo que da al corazón de María una ex­celencia más augusta es su calidad de Madre de Dios. Es ésta una dignidad incomparable que abisma y confunde. Si Dios, cuando está unido a una criatura por la caridad, le comu­nica tantas perfecciones y gracias, ¿qué torrente de gracias y qué cúmulo de perfecciones lo comunicaría a su Madre durante los nueve meses que habitó en su seno? ¡Qué emociones tan duras y tan santas harían latir el corazón de María cuando llevaba en sus brazos y es­trechaba contra su pecho al divino infante! ¡Qué santidad comunicaría a su Madre duran­te los treinta años que vivió con ella bajo el techo de un mismo hogar, en un comercio tan íntimo y en mutuas y diarias comunicaciones!

Honremos, pues, con un culto digno y ho­menajes de amor y de alabanzas al corazón inmaculado de María, santuario de la divini­dad, relicario de virtudes y dechado de las más sublimes perfecciones. Amemos con amor ardiente y agradecido a ese corazón que ardió por nosotros en tan vivas llamas de amor: es el corazón de una madre que se sacrifica por sus hijos; es el corazón de una Reina, lleno de piedad y de misericordia para con sus pobres vasallos; es el corazón de la buena y amable Pastora que buscaba a la oveja descarriada, que la carga amorosamente sobre sus hombros y la conduce al abrigado aprisco.

 

EJEMPLO

 

María, Salud de los que la invocan

 

Uno de los muchos peregrinos a quienes el amor a la Reina del cielo conduce a la gruta de Lourdes, escribía en 1873 lo siguiente:

«Llegado a Lourdes en la mañana del día de la Asunción, me dirigí inmediatamente a la gruta milagrosa, y vi que un gran número de personas se acercaban a la reja con un apresu­ramiento y emoción que me indicaron que algo de extraordinario acababa de suceder. Pregunté la causa del movimiento, y se me respondió: Es un milagro que acaba de verifi­carse, y el sacerdote a quien la Santísima Virgen ha sanado milagrosamente esta firman­do cédulas para todos aquellos que deseen te­ner un atestado del milagro. Yo me acerqué y pude obtener una cédula que llevaba al pie la firma del abate de Musy de la diócesis de Autún.»

«Todos deseábamos conocer los pormenores del prodigio; entonces un sacerdote se acercó a la reja y lleno de emoción dijo lo siguien­te a la numerosa concurrencia de peregri­nos que allí estaba: Deseáis saber lo que acaba de pasar, y voy a complaceros para alentar vuestra confianza en la protección de María. Un sacerdote padecía desde hace vein­te años una enfermedad dolorosa que la cien­cia no ha podido aliviar. De once años a esta parte no podía celebrar el santo sacrificio, y desde hace tres meses estaba enclavado en una silla rodante sin poder hacer ni el más ligero movimiento... Esta mañana fue llevado traba­josamente a la cripta para oír una misa que se iba a aplicar por su salud. En el momento de la elevación ese sacerdote inválido se sintió con fuerzas para ponerse en pie sin auxilio ajeno; poco después pudo ponerse de rodillas y terminar la misa en esa posición. Terminada la misa, pudo bajar por si solo de la cripta a la gruta sin fatiga ni cansancio; y ya lo veis en pie sin rastro de enfermedad como cualquie­ra de vosotros; porque sabed que ese feliz sa­cerdote, tan bondadosamente curado por María es el mismo que os habla en este instante.»

«Ayudadme a dar gracias a mi celestial bienhechora por el extraordinario prodigio de que acabo de ser objeto, a pesar de mi indig­nidad; y pedidle conmigo que complete su obra, obteniéndome la gracia de emplear lo que me queda de vida en ganar muchas almas al amor de su divino Hijo.»

Mientras esto decía, el sacerdote derrama­ba abundantes lágrimas, y lloraban con él todos los presentes... «He aquí, decían unos la tierra de los prodigios... Que venga la incredulidad, decían otros, a explicar natu­ralmente las cosas que aquí se ven... - María, exclamaban los de más allá, es la gran bien­hechora del mundo...»

Así es en verdad: ¿quién podrá reducir a guarismo sus beneficios? ¿Quién podrá contar el número de los que han hallado a sus pies el consuelo, la salud, la gracia y la vida? Más fácil sería contar las estrellas del cielo y las arenas del mar.

 

JACULATORIA

 

Tu corazón ¡oh María!

Será mi asilo y refugio

En las penas de la vida.

 

ORACIÓN

 

¡Oh corazón amabilísimo de María! san­tuario augusto de la beatísima Trinidad, dechado perfectísimo de todas las virtu­des, yo os amo y bendigo con todas las efusiones del amor más ardiente que pue­de caber en el corazón de un hijo amante. En vuestro corazón ¡oh María! buscaré yo un asilo en todas las desgracias de la vida; en vuestro corazón buscaré el consuelo en medio de las penas que aflijan mi existencia, en vuestro corazón buscaré la paz, la seguridad y el aliento en medio de los combates que debo librar contra los ene­migos de mi salvación. Vos seréis ¡oh co­razón maternal! el nido, donde, ave fugi­tiva del mundo, iré á buscar el reposo que tanto anhela mi corazón. Ved cuan triste y despedazado lo tienen las aflicciones, las contrariedades y las pasiones que lo tur­ban; ved como gimo bajo el peso de mis pasadas infidelidades y de mis numerosos delitos. ¡Oh corazón adorable de María! corazón traspasado por siete agudos pu­ñales de dolor, corazón el más puro, santo y perfecto, despréndanse de vuestras lla­gas raudales de bendiciones que robus­tezcan mis postradas fuerzas, que alienten mi debilidad y me consuelen en mis penas y sinsabores. A Vos acude un hijo lloroso que no tiene, después de Dios, otra espe­ranza que Vos, ni otro amparo ni otra tabla de salvación en medio de las tem­pestades de la vida. Pero ya siento ¡oh corazón querido! que renace en mi alma la paz turbada y la esperanza perdida, porque es imposible que sea desoído quien, como yo, os llama y quien como este afli­gido y desamparado hijo, os implora. Pro­tegedme, y seré salvo por vuestra piedad nunca desmentida. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1. Besar amorosamente alguna imagen de María para avivar en nuestro corazón el amor hacia ella.

2. Rezar siete Salves en honra del Corazón inmaculado de María, pidiéndole que nos con ceda la pureza de alma y cuerpo.

3. Hacer el propósito de honrar de una manera especial a la Santísima Virgen todos los sábados del año.

 

 

DIA VENTINUEVE

 

MARIA MODELO DE TODAS LAS VIRTUDES

 

CONSIDERACIÓN

 

El corazón de María es como un vaso lleno de las más exquisitas esencias que por su mezcla forman el más delicioso de los perfumes. Esos perfumes son la suave exhalación de las virtudes que brotaron en él, como plantas aro­máticas en un vergel cerrado, que crecen resguardadas de los ardores del estío y de los hielos del invierno.

María fue pura como el lirio de los valles: jamás mancha alguna empañó su inocencia. Y sin embargo, ¡cuántas precauciones para conservar un tesoro que no podía perder! Desde sus más tiernos años huye del aliento pes­tífero del mundo; va a colocar su inocencia al abrigo de la soledad. Su pudor se turba aún a la vista de un ángel, y tanto amaba la virginidad que no sólo la prefiere a los goces y grandezas de la tierra, sino aun al insigne honor de ser la Madre de Dios, si para serlo hubiera sido preciso perderla.

La humildad más profunda se unía con amorosa lazada a la pureza más angelical. Ella contaba entre sus ascendientes una falan­ge de gloriosos monarcas, pero humilde y mo­desta, se condena a la más triste oscuridad y da su mano de esposa, no al poderoso y al grande, sino á un pobre artesano, para aceptar juntamente con su mano de esposo las humi­llaciones inseparables de la pobreza. Favore­cida con la plenitud de las gracias, jamás se gloría de los favores de que es objeto.

María desprecia desde su infancia el fausto y las riquezas para someterse a los rigores y privaciones de la indigencia. Habita en una pobre aldea y en una morada estrecha y desmantelada, aquella que habla de sentarse un día sobre los coros de los ángeles. Groseros y pobres vestidos cubren la desnudez de aquella que había de tener el sol por manto y las estrellas por corona. Ella no tiene para su Dios y su Hijo otra cuna que una roca, ni otro le­cho que un puñado de tosca paja. ¡Digna ma­dre del Dios que no tuvo donde reposar su cabeza, que vivió de su trabajo y que murió desnudo! María comprendió cuantos tesoros se encerraban en aquella máxima divina que lle­va el consuelo al corazón del menesteroso: Bienaventurados los pobres.

Y ¿quién no admira su paciencia invenci­ble en medio de los trabajos y sufrimientos, su inalterable dulzura aun en presencia de los más implacables enemigos de su Hijo; su tranquilidad jamás turbada aun en medio de los mayores peligros; su generosidad superior a todos los sacrificios y, en fin, su obedien­cia ciega y muda que no investiga, ni sufre tardanzas ni pone excusas?

Contemplemos, pues, llenos de admiración ese digno objeto de nuestra religiosa veneración; pero no nos limitemos a honores estériles y a una manifestación puramente exterior de nuestra admiración. Lo que hay de más esen­cial en el culto que le debemos, es la imitación de esas excelentes y preciosas virtudes que son su más rica corona. Esta es la expresión más positiva y elocuente del verdadero amor: el que ama con sinceridad es arrastrado por un impulso irresistible a copiar en sí mismo la imagen del objeto amado, conformándose a él en todo lo que le permite su condición. El pequeño niño que tiene todo su amor concentra­do en su madre, trata de imitarla hasta en sus defectos.

Uno de los designios más altos que Dios se propuso en la creación de este tipo maravillo­so de perfección, fue el de presentar a los hom­bres una criatura humana ataviada con todas las virtudes, para que la tuviesen sin cesar a la vista y la imitasen a medida de las fuerzas de cada uno. Dios quiere que imitemos a María, haciendo de cada uno de nosotros otras tantas copias de ese divino original. Ella no aceptarla con gusto nuestros obsequios si no fueran acompañados del deseo de imitarla. Nos abre su corazón a fin de que dibujemos en el nuestro todos los preciosos delineamientos del suyo.

 

EJEMPLO

 

Un rasgo de amor a María

 

En un pueblo de Francia habla una capilla dedicada a Santa Bárbara, en que se veneraba una hermosa estatua de María Inmaculada, que era objeto de tierna devoción para los habitantes de la ciudad y de sus contornos. Sucedió que esta capilla fue destruida para sustituirla por una iglesia de mayores dimensio­nes; pero los recursos de que se disponía para la obra no alcanzaron sino para lo indispensa­ble, por lo cual la venerada estatua de María se encontraba como relegada a un rincón del nuevo templo en tanto que fuese posible reunir los fondos necesarios para destinarle un san­tuario especial.

A pesar del aparente abandono en que se la tenía, el pueblo no cesaba de venerarla, pudiéndose ver cada día a muchas personas de rodillas ante el pedestal en que estaba provisionalmente colocada. Entre sus más asiduos adoradores se señalaba una pobre obrera que vivía escasamente de su trabajo. Su corazón amante se sentía lastimado de ver que la sagrada imagen no se hallara dignamente hon­rada, y no cesaba de discurrir la manera de remediar este involuntario abandono ocasio­nado por la falta de recursos.

Un día, después de una fervorosa oración, se dirigió resueltamente a la portería del conven­to de Capuchinos, encargados del servicio de la iglesia, e hizo llamar al Guardián. Éste, creyendo que la pobre obrera iba en solicitud de alguna limosna, comenzó a informarse con benevolencia acerca de su posición. No fue pequeña su sorpresa al oír que la obrera le preguntó con ademán humilde, pero resuelto, cuál sería la cantidad que se necesitaba para construir un altar a la imagen de María Inmaculada.

-No se necesita menos de mil quinientos francos, le respondió el Padre Guardián.- ¿Esta suma bastaría, replicó la obrera, para hacer un altar elegante y hermoso? -Eso sería suficiente, agregó el religioso: pero, a pesar de nuestros buenos deseos, no hemos podido reu­nir esa cantidad, y nos hemos resignado a es­perar que la Providencia nos la proporcione.

Seis meses después la misma obrera volvía a tocar a la puerta del convento y a llamar al Padre Guardián. Al verle, le dijo con aire de satisfacción: La Divina Providencia os envía por mi mano la cantidad necesaria para cons­truir el altar de María.-¿Cómo, hija mía, le dijo el religioso, sois vos la que erogáis es­ta suma?

-No os asombréis, padre mío, pues aunque soy pobre, durante seis meses trabajando más y gastando menos, he podido reuniría para el objeto indicado.-Pero, vos tendréis familia, padres o hermanos... -Yo soy sola en el mun­do: mis padres, mi familia y mi todo es la Santísima Virgen María.-Pero a lo menos, replicó el padre, este dinero es vuestro porvenir, y puede ser vuestro recurso en las enfer­medades o en la vejez.-Tengo buena salud respondió la obrera, y aún puedo con mi tra­bajo formar algún pequeño peculio para más tarde. En cuanto el dinero que pongo en vues­tras manos, lo he reunido para María, y a ella sola pertenece.

El buen religioso recibió, maravillado y en­ternecido, aquella suma ganada con el sudor de un pobre a costa de penosas privaciones, y se alejó de la obrera bendiciéndola por este acto de generosidad que hallaría su recompen­sa en el cielo.

En poco tiempo la estatua de María Inma­culada se levantaba en un hermosísimo altar, sin que nadie supiera cual había sido la mano que lo había costeado. Con esto la devoción a María se acrecenté en el pueblo, y la generosa obrera, llena de contento, iba cada día a recoger a los pies de su Madre bendiciones que la santificaron.

 

JACULATORIA

 

De virtudes relicario,

Dechado de perfección,

Haced de mi alma un santuario

Que sea digno de Dios.

 

ORACIÓN

 

¡Oh María! cuán grato me es contem­plaros ataviada de las más preciosas vir­tudes para ser el modelo y dechado de to­da santidad. La perfección de una madre es siempre un motivo de mayor ternura y de más decidido amor para los hijos, que no sólo ven en ella á la autora de su exis­tencia, sino también un modelo que imi­tar. Al veros tan santa, tan perfecta y tan favorecida de Dios, no puedo menos que amaros más y más, como el tipo que Dios quiere que me proponga copiar en mi mis­mo para agradarlo y conseguir la eterna salvación. Daos a conocer ¡oh María! para que yo, penetrando en el conocimiento de vuestras sublimes perfecciones, pueda ha­cerme semejante a Vos. Abrid vuestro corazón para que mis ojos puedan exta­siarse en la contemplación de las heroicas virtudes que lo adornan. Ayudadme ¡oh Madre de gracias! a practicar la virtud y a adquirir los merecimientos que pueden asegurarme la posesión del reino eterno. Que la humildad, la caridad, la angelical pureza, el desasimiento de todos los bie­nes de la tierra, la obediencia, y la en­tera sumisión a la divina voluntad, sean ¡oh María! las piedras preciosas de mi corona. Yo quiero que en adelante el más va­lioso homenaje que deje a vuestros pies sea el propósito de imitaros, porque ese es un obsequio que Vos estimáis en más que las coronas y las flores con que vengo diariamente a embellecer vuestra imagen que­rida. La mejor prueba del verdadero amor es el deseo de asemejarse al objeto ama­do; y como yo os amo con todo el amor de un hijo, me propongo copiar en mí, en cuanto me sea permitido, la bella imagen de vuestro corazón, a fin de que imitán­doos en la tierra, alcance en el cielo la bienaventuranza que está prometida a to­dos los que os imiten. Amén.

 

PRÁCTICAS ESPIRITUALES

 

1. Ejercitarse frecuentemente en la humil­dad, aceptando en silencio las humillaciones y haciendo actos que nos rebajen en concepto de los demás.

2. Adoptar desde hoy la saludable resolu­ción de honrar a María rezando todos los días el santo Rosario, por ser la devoción que le es más grata.

3. Rogar a María por la persona o personas que nos hubiesen ofendido o que nos inspiren más aversión y desprecio.

 

 

DIA TREINTA

 

LA DEVOCIÓN A MARIA

 

CONSIDERACIÓN

 

La devoción a María es tan antigua como el mundo y tan prolongada como la historia. Nació el mismo día en que, en medio de la catás­trofe del paraíso, fue anunciada al mundo como la corredentora del linaje humano. El mismo Jesús, mientras estuvo en la tierra, fue el maes­tro de esa devoción consoladora que tantas horas felices y tantos consuelos inefables depara a los desgraciados peregrinos de la tierra. La devoción no es más que una expresión del amor interno. Y ¿quién dio manifestaciones más tiernas y elocuentes de amor hacia María que su divino Hijo? Cuando pendiente del cuello de María imprimía en sus mejillas ternísimos ósculos de amor; cuando corría a refugiarse en el regazo de su madre para dormir allí el sueno de los ángeles; cuando la acompañaba en sus veladas y compartía con Ella el fruto del trabajo; cuando, en fin, próximo a espirar en la cruz, la recomendó a la solicitud del más amado de sus discípulos, ¿qué otra cosa hacía Jesús sino enseñarnos a amar a María?

Jesucristo quiso dejar establecida en el mun­do la devoción a su Madre juntamente con la Iglesia. Por eso los apóstoles, herederos del espíritu de su Maestro, propagaron la devoción a María al mismo tiempo que llevaban a todas partes la luz del Evangelio, La Iglesia, por su parte, la ha conservado, propagado y defendido con el celo que requieren los grandes intereses de las almas. Por eso todos los hijos de la Igle­sia emulan en entusiasmo por el culto de la Madre de Dios. ¡Desventurado de aquel cuyo corazón esté negado a los dulcísimos consuelos que esa devoción produce en el alma! Como es triste y amarga la condición de un pobre huérfano, que jamás conoció las ternuras del amor maternal, así es triste y digna de com­pasión la condición del hombre que no ha pro­bado las delicias que se encierran en el amor a María.

Y nada hay más justo que esa devoción. Ella es el Refugio de los pecadores, que se compadece de su miseria y procura su salvación con más amorosa solicitud que la que tiene una madre por la felicidad de sus hijos. Ella es la amable Consoladora de los afligidos, que guarda en su corazón de madre consuelo para las almas atri­buladas, remedio para todas las dolencias, bál­samo celestial para todas las heridas. Ella ha sido tan generosa para con nosotros, que no ha omitido sacrificio con tal de socorrernos y sal­varnos. Si se sometió al dolor de ver morir a su Hijo fue únicamente, porque sabía que ese sangriento sacrificio era necesario para salvar­nos. Pero ¿quién podrá fijar los limites de su amor? -Más fácil sería medir la extensión de los mares, la inmensidad del espacio y la profundidad de los abismos.

Para que la devoción a María sea verda­dera, es preciso que viva y se manifieste den­tro y fuera del hombre; que viva en el corazón y que se manifieste en las obras. Si de alguna de estas dos condiciones careciese, seria o un cuerpo sin alma o un alma sin cuerpo.

Nuestra devoción debe consistir en honrarla, amarla y servirla. Debemos honrarla porque ha sido sublimada a la más excelsa grandeza. Toda dignidad merece ser honrada, y ¿quién puede sobrepujar en dignidad a la que ha sido Madre de Dios? -A ella, pues, debe­mos tributarle un culto sólo inferior al de Dios pero superior al de los ángeles y de las santos porque a todos ellos sobrepasa en dignidad, grandeza y excelencia.

Debemos amarla, porque si la grandeza me­rece respeto, la bondad despierta amor y confianza. ¿Quién más amable y bondadosa que María?

Pero nuestro amor sería estéril si no se ma­nifestase por medio de nuestras obras: por eso debemos servirla, como un hijo sirve a su ma­dre y un súbdito a su señor. Sólo con estas condiciones nuestra devoción será verdadera y atraerá sobre nosotros las bendiciones de María.

EJEMPLO

 

La perseverancia en la devoción a María recompensada

 

El sabio obispo de Orleans escribe el he­cho que pasamos a referir:

«Hay algunas veces en la vida del sacerdote circunstancias en que un rayo de gracia eterna penetra en el alma y proyecta resplandores ce­lestiales que no permiten olvidarlas jamás. Yo tuve un día una revelación clara y manifiesta del poder que encierra el Ave María en la escena conmovedora que tuve ocasión de presen­ciar junto a un lecho de muerte al recoger y bendecir el último suspiro de una joven, que había asistido algunos años antes a la prepa­ración que yo hacía a los niños de primera Comunión.

«Yo tenía la costumbre de recomendar a los niños que siempre fuesen fieles a la recitación diaria del Ave María, como un medio de perse­verancia en los buenos propósitos hechos al pie de los altares. La joven moribunda, que frisaba apenas en los veinte anos de edad y que hacia un ano se había desposado, había sido siempre fiel a mis consejos.

«Hija de uno de los viejos mariscales del Imperio, adorada de un padre, de una madre y de un esposo, rica, joven y feliz, con toda la felicidad que pueda apetecerse en el mundo, en medio de toda esa dicha del presente y aca­riciada por los mas hermosos sueños del por­venir, fue herida en la primavera de su vida por la guadaña que no perdona ni edades, ni condiciones. Era necesario morir, porque hay enfermedades ante las cuales la ciencia y el poder de los hombres son vanos. Yo fui encarga­do de comunicar a la joven enferma tan terrible nueva. Lleno de dolor, pero con frente serena, entré en la alcoba de la enferma. Su madre es­taba desolada, su padre anonadado, su marido desesperado. Pero cual no fue mi sorpresa al ver dibujarse en sus labios una dulce sonrisa. ¡Esa joven que iba a ser arrebatada súbitamen­te a las esperanzas mas halagüeñas, a las más legitimas felicidades, a los afectos más tiernos, más ardientes y más puros, sonreía dulcemen­te!.. La muerte se acercaba con pasos apresu­rados: ella lo sabía, lo sentía y lo adivinaba, y sin embargo sonreía con cierta tristeza dul­ce y con una serenidad heroica. Al verla, yo no pude reprimir las emociones de mi corazón, y mis labios se abrieron involuntariamente para exclamar: «Hija mía, ¡qué desgracia!» Y ella con un acento, cuyo eco suave resuena todavía en mi oído, me dijo: «¿Acaso no creéis que yo vaya al cielo?» -Hija mía, repliqué, yo abrigo esa dulce esperanza. -Yo estoy segura, repuso la joven sin vacilación. -Y ¿qué os da esa certeza, hija mía? le dije.-Un consejo que vos me disteis en otro tiempo. Cuando tuve la dicha de hacer mi primera Comunión, me reco­mendasteis que recitase todos los días el Ave María con filial amor. Yo he sido desde enton­ces fiel a esa práctica y de cuatro años ha, no he dejado ni un solo día de recitar mi rosario. Este es lo que me concede la dulce seguridad de irme al cielo, porque yo no puedo creer que habiendo dicho tantas veces: Santa María, Madre de Dios, ruega por mí, pobre pecadora, Ahora y en la hora de mi muerte, la Virgen me desampare en este momento en que voy a espirar.

«Así habló la piadosa joven con un acento que me arrancó lágrimas de admiración y de ternura. Yo presenció el espectáculo de una muerte enteramente celestial. Yo vi a una criatura arrebatada en flor a todo lo que puede amarse en el mundo, dejar a un padre, á una madre, á un esposo y a un pequeño hijo sin lágrimas en los ojos y con una serenidad im­perturbable en el corazón. En medio de todos esos lazos que se cortaban y que en vano se empeñaban en retenerla, no viendo más que el cielo, no hablando más que del cielo, escá­pase de su pecho su último suspiro como el último perfume que despide la flor al inclinar su corola marchita por el viento helado de la tarde.»

 

JACULATORIA

 

En tu regazo ¡oh María!

Mi vida, mi alma y mi cuerpo

Yo pondré desde este día.

 

 

ORACIÓN

 

Sólo al pensar ¡oh María! en que pueda alguna vez olvidar tus favores y abando­nar tu amor, siento mi alma desgarrada por la más amarga pena. ¡Ser ingrato a tus beneficios, ser desconocido a tus finezas, ser indiferente a tu amor! ¡oh qué terrible desgracia! Vivir privado de los con­suelos que se encierran en tu regazo ma­ternal, vivir sin probar las dulzuras de tu amor, vivir sin ser acariciado por tu mano de madre, es, Señora mía, vivir muriendo. ¡Ah! no lo permitas, bondadosa Madre, no me prives, por piedad, de la felicidad de amarte, no me niegues jamás la dicha de ser siempre tu hijo y de poder llamarte siempre mi madre. ¡Qué sería de mi si tú no me consolaras con tus amorosas pala­bras, y no me regalaras con tus bendicio­nes, si no me alentaras en las desgracias de la vida, si no vinieras a enjugar mis lágrimas y a sostener en mi debilidad!... No, mil veces no: yo seré siempre fiel a tus inspiraciones, recordaré siempre con ardiente gratitud tus beneficios, estimaré siempre más que mi propia vida la con­servación de tu amor. No me importa vivir privado de todos los goces de la vida, con tal de verte siempre a mi lado y sentir en mi corazón el perfume de tu aliento y en mi frente el contacto de tu mano. Amame ¡oh María! y vengan después sobre mí to­das las tribulaciones, que nada temo si me es permitido tener la seguridad de que me amas. Amame ¡oh María! nada me im­portará que el mundo me olvide y me desprecie. Con tu amor todo lo tengo, con tu amor todo lo espero, con tu amor se­ré feliz en la vida, y tendré la inefable seguridad de gozar contigo en el cielo de la eterna bienaventuranza. Amén.

 

PRÁCTICA ESPIRITUAL

 

Coronar los ejercicios de este Mes con una comunión fervorosa.

 

 

DIA DE CLAUSURA

 

(Se comenzará por rezar la oración de todos los días y terminada que sea, se hará con el mayor fervor posible la siguiente)

 

CONSAGRACIÓN

 

ENTERA Y    PERPETUA A LA SANTISIMA VIRGEN MARIA

 

Al terminar ¡oh María! el bello Mes que, llenos de amor y de alegría, hemos consagrado a vuestro culto, no podemos menos de venir a vuestras plantas a ren­diros el último y más valioso homenaje de nuestro amor filial, consagrándonos ente­ra y perpetuamente a vuestro servicio. Bien escaso valor tendrían ante vuestros ojos ¡oh María! los obsequios con que hemos procurado honraros, si ellos no fueran la expresión del deseo de serviros, de ama­ros y de honraros mientras nos dure la vida. Permitid, pues, que antes de sepa­rarnos de vuestro santuario querido, antes que se despoje vuestro altar de las flores que lo embellecen, antes que cesen de su­bir al cielo las nubes de incienso con que hemos perfumado vuestra imagen, os hagamos en presencia del cielo y de la tierra una consagración pública y solemne de cuanto somos y tenemos en correspon­dencia a vuestras amorosas finezas. Os consagramos ¡oh Madre querida! nuestra alma con sus potencias, nuestro cuerpo con sus sentidos, nuestro corazón con sus afectos y nuestra vida con sus goces. Sois ¡oh María! nuestra tierna Madre, y los hi­jos todo lo deben a aquellas de quienes recibieron el ser. Pobres son las ofrendas y humildes los obsequios que, llenos de complacencia, os consagramos en este día, el último de esta hermosa serie en que he­mos sido tan favorecidos por vuestra maternal bondad. Pero si esos obsequios son pobres, atended ¡oh María! a que ellos son todo lo que tenemos y a que es grande la voluntad con que os los ofrecemos.

Queremos en adelante perteneceros co­mo un hijo pertenece a su madre, como un siervo pertenece a su señor, como un súb­dito a su reina. Nada habrá en nosotros de que Vos no podáis disponer: si queréis nuestro corazón, aquí lo tenéis dispuesto a consagraros sus más puros y encendidos afectos. Ya las criaturas y los falsos bie­nes de la tierra que por tanto tiempo nos han seducido, no debilitarán el amor que os debemos; ya la tibieza con que, hasta hoy os hemos servido, se convertirá en solicitud asidua y ardiente por vuestra gloria y vuestro culto; ya, en fin, los vo­tos de nuestro agradecimiento os harán olvidar nuestra pasada ingratitud.

Acoged benigna esta consagración que hoy os hacemos con el corazón lleno de amor y de alegría; dignaos bendecirla y hacerla fecunda en gracias y mercedes; haced que perseveremos siempre en esta resolución, y que el último aliento de nuestra vida sea también el postrer suspi­ro de amor que hacia Vos exhale nuestro corazón. Esta es ¡oh Madre! la gracia que con más fervor os pedimos al terminar es­te Mes de bendición, y esta resolución que hacemos en presencia de los ángeles y bienaventurados, será también la flor más preciosa que coronará el ramillete místico que hemos procurado formar con nuestros actos de virtud. Levantad ¡oh María! vuestra mano y bendecidnos, y haced que esa bendición sea para vuestros hijos prenda de eterna felicidad en el cie­lo. Amén.

Aquí se hará una breve pausa para pedir a la Santísima Virgen la gracia que se desea conseguir, y después se terminará con la siguiente:

 

ORACIÓN

 

PARA TERMINAR LOS EJERCICIOS DEL MES

 

 

¡Oh María! se acerca el fin de este bello Mes que nuestro amor os ha consagrado, y ya vemos concluir el último de sus días; pero jamás nos abandonará el recuerdo de los goces que en él hemos experimentado; guardaremos con sumo cuidado las bendi­ciones y gracias que habéis derramado so­bre nosotros, permaneciendo fieles a los santos juramentos que tantas veces hemos renovado al pie de este altar. Ya no nos reuniremos diariamente en este piadoso santuario para cantar vuestras alabanzas y expresar los votos de nuestros corazones; pero volveremos aquí a repetiros que os amamos y que queremos amaros siempre. No veremos ya este trono de flores que nuestras manos os han preparado y desde donde os dejáis ver con vuestros brazos abiertos, inspirando la más tierna confian­za. Muy luego van a desaparecer y á mar­chitarse las bellas flores que os adornan; pero sabemos que hay otras que jamás se secan y cuya belleza puede saciar vuestras miradas y su perfume subir hasta Vos: és­tas son las que os prometemos conservar en nuestros corazones.

Sí, el fervor, la piedad, la inocencia, la caridad, la dulzura son los lirios y rosas que os agradan; nos reputaríamos felices si siempre os los pudiéramos ofrecer. ¡Oh María! en este último momento recibid los postreros votos de vuestros hijos; pros­ternados a vuestros pies al concluir este día, bendicen por última vez vuestras mi­sericordias y se consagran a Vos de nuevo y para siempre; ponen en Vos toda su confianza, ya en el tiempo como en la eterni­dad que jamás concluye: ¡no permitáis que os seamos infieles! Que mediante vuestro socorro se concluya este año en el fervor y en el más exacto cumplimiento de nues­tros deberes. Cuando se acerque la hora del peligro, cuando el mundo nos presente sus falsos placeres, recordadnos los goces de estos días felices y las promesas que tantas veces os hemos repetido, y que entonces os invoquemos triunfantes.

¡Adiós, Mes dichoso de María! ¡adiós, bellos días que nos habéis deparado tan dulces goces! ¿Por qué, decidnos, habéis transcurrido tan pronto? -Tan dulce como nos era celebrar a nuestra Madre y presentarle diariamente el tributo de nuestras oraciones y de nuestro amor. ¡Bellos días! ¡felicísimos días! ¡no deberíais haber con­cluido!... ¡Ah! ¡no veremos ya levantarse vuestra aurora sobre nuestro horizonte!

¡Santuario querido, donde se elevaban nuestras oraciones con el perfume de las flores hacia el trono de María! no resona­réis ya con nuestros cantos de alegría. Bien pronto habrá desaparecido toda esta piadosa magnificencia con que nuestra mano había embellecido el altar de la Rei­na de los cielos; no veremos ya esas guir­naldas suspendidas en torno de su imagen querida. No podremos venir a sus pies, al fin de cada día a cantar sus alabanzas y a escuchar la voz amiga que nos cuenta sus grandezas y bondades. ¡Oh! amables reu­niones de la tarde, ¡cuántas veces habéis enternecido nuestros corazones! Angeles y Santos, sin duda que entonces bajaríais de los cielos a participar de nuestra dicha y alegría, y a honrar a nuestra Reina y a nuestra Madre.

¡Adiós, pues, y por última vez adiós! ¡oh hermosos días! ¡Adiós, feliz Mes de María! ¡Adiós, delicias puras que aquí gustaban nuestros corazones! ¡Horas afortunadas, días de paz y de inocencia, adiós! -¡Bien pronto no seréis para nosotros más que un dulce y lejano recuerdo!

 

 

LAS ROMERIÁS

 

Las peregrinaciones responden a un senti­miento natural del corazón humano. Hijos alejados de la cuna de nuestra raza, marcha­mos de camino hacia una patria que no esta aquí. La vida es una jornada más o menos larga cuyo término buscamos con incansable anhelo.

Por eso el hombre es arrastrado por un im­pulso poderoso a ir a buscar en lugares aparta­dos los favores del cielo, visitando los sitios santificados por la presencia de Dios y de María y que han sido teatro de los prodigios del poder y de la munificencia divina.

Dios se ha complacido siempre en predesti­nar ciertos lugares para grabar en ellos la memoria de sus más grandes beneficios, ha­ciéndolos fecundos en gracia y bendiciones para los que los visitan. La presencia de un lugar santo no puede menos que despertar la fe y nutrir la devoción. ¿Quién podrá dejar de experimentar un sentimiento de amor y una emoción santa y saludable a la vista de Naza­ret, de Belén o de Jerusalén? El recuerdo que está adherido a esos lugares santificados por la presencia de Jesús y de Maria, como se ad­hiere el musgo a las piedras del camino, hace subir del corazón a los ojos raudales de dulces lágrimas. Si la vista de la antigua y ruinosa morada donde jugueteó en mejores días nues­tra infancia y donde habitaron seres queridos que ya no existen, ejerce en el alma tan po­derosa influencia, ¿cuán dulce y tierna emo­ción no despertará la vista de los sitios elegi­dos por Dios para la manifestación de su amor y de su poder?

No es extraño entonces, que el amor a la Reina de los cielos arrastre hoy a multitud innumerable de peregrinos que van a visitar a los santuarios que ella ha escogido como tea­tros privilegiados de su bondad maternal. ¡Con qué alegría marchan pueblos enteros por esos senderos desiertos que conducen a un lejano santuario! El peregrino, apoyado en su bordón de viajero y sin más provisiones que las indispensables para el viaje, deja contento sus hogares, su patria y los seres más queridos de su corazón para ir a implorar la clemencia de la Madre de Dios. Ora atraviese las espesuras de los bosques, llanuras fértiles o valles soli­tarios e incultos, ora costee las orillas de los mares o las riberas de los ríos, el peregrino, con su rosario en la mano, va bendiciendo las bondades de Dios, las misericordias de María y ensordeciendo los aires con sus cánticos de alabanzas, que se prolongan en los valles, encuentran eco en las montañas y son acom­pasados por el rumor de los torrentes y casca­das del camino.

María no puede ser indiferente a tan sinceras manifestaciones del filial amor. Es indudable que esos piadosos peregrinos recogerán a manos llenas los favores de la bondadosa Madre, que jamás deja de corresponder gene­rosamente a los obsequios de los que la aman y veneran. Millares de hechos elocuentes nos prueban de sobra esta verdad. ¡Cuántos enfer­mos recobran su salud, cuántos desgraciados encuentran el alivio en sus desgracias y cuántos que fueron pobres de gracias tornan de sus romerías ricos en merecimientos y en gra­cias espirituales!

Y ya que no nos es permitido a nosotros en­rolamos en las filas de los felices peregrinos que visitan los más venerados santuarios del mundo cristiano, al menos unámonos a ellos en espíritu o visitemos, si nuestra condición nos lo permite, algunos de los santuarios de María que están situados a corta distancia de nuestras habitaciones. De esta manera lograremos las gracias con que María favorece a los que dejan sus habitaciones para ir a visitarla en sus santuarios. Esta piadosa práctica podrá ejecutarse en los cuatro domingos del Mes, ya sea en la iglesia o ya en las casas particulares donde se hayan seguido los ejer­cicios del Mes. Para los que se sientan con el deseo de agregar este precioso obsequio a los que se tributan a María durante este tiempo de bendición, pondremos aquí la manera prác­tica de hacerlo, asegurando a los piadosos hijos de María, en nombre de nuestra buena Madre, copiosos frutos de salud y de gracias.

 

ROMERIA

 

AL SANTUÁRIO DE NUESTRA SEÑORA DE LORETO, QUE SE HARA EL PRIMER DOMINGO DEL MES.

 

NOTICIA HISTÓRICA DEL SANTUARIO

 

Después del Santo Sepulcro y de San Pe­dro de Roma, no existe en el mundo cristiano una romería más célebre que la de la Santa Casa de Loreto. La pequeña y humilde habita­ción en que Jesús y María pasaron la mayor parte de su vida es para todo corazón cristia­no un objeto de la más tierna veneración. Esa pobre casa que cobijó durante treinta años ba­jo su techo al Salvador del mundo y a su di­vina Madre, fue venerada aún por los Apósto­les, que veían en ella un recuerdo siempre vivo de la permanencia en la tierra de Jesús y de Maria. Santa Elena, impulsada por su fervoroso celo, la encerró en un suntuoso tem­plo que recibió el nombre de Santa María.

Bajo la dominación de los Califas árabes, multitud de peregrinos iban a ese santuario a llevar sus obsequios a la Madre de Dios: pero cuando los turcos Seljúcidas subyugaron a sus antiguos dueños, no fue permitido a los cris­tianos llevar sus ofrendas a ese querido recin­to, porque eran víctimas de los más duros tra­tamientos.

Pero Dios no permitió que los piadosos de­seos de los devotos de María fuesen de esa manera contrariados, ni que quedase tan pre­ciosa reliquia a merced del furor impío y fa­nático de los mahometanos, y por ministerio de los ángeles, la Santa Casa de Nazaret fue transportada a la Esclavonia y de allí a la Marca de Ancona, en medio de un bosque que pertenecía a una noble y virtuosa viuda lla­mada Laureta.

Fácil es comprender que un suceso tan pro­digioso no podía menos que atraer la atención del mundo cristiano. En efecto, la generosi­dad de los fieles suministré bien pronto recur­sos sobrados para levantar en aquel sitio una de las más hermosas basílicas de Italia, que ha sido magníficamente enriquecida por los Papas y recibe continuamente la visita de un inmenso número de peregrinos, que rivalizan en celo por obsequiar a María –

Se dará principio a la Romería con el cántico BENEDICTUS, cántico de los peregrinos y que copiamos a continuación.

 

IN VIAM PACIS

 

Benedictus Dominus, Deus Israel: quia visi­tavit, et fecit redemptionem plebis suae.

Et erexit cornu salutis nobis, in domo David pueri sui.

Sicut locutus est per os sanctorum; qui a saeculo sunt, Prophetarum ejus.

Salutem ex inimicis nostris, et de manu omnium, qui oderunt nos.

Ad faciendam misericordiam cum patribus nostris: et memorari testamenti sui sancti.

Jusjurandum quod juravit ad Abraham pa­trem nostrum, daturum se nobis.

Ut sine timore, de manu iuimicorum nostro­rum liberati, serviamus illi.

In sanctitate et justitia coram ipso, omnibus diebus nostris.

Et tu, puer, Propheta Altissimi vocaberis:

praeibis enim ante faciem Domini parare vias ejus.

Ad dandam scientiam salutis plebi ejus: in remissionem peccatorum eorum:

Per viscera misericordiae Dei nostri: in quibus visitavit nos Oriens ex alto:

Illuminare his, qui in tenebris, et in umbra mortis sedent: ad dirigendos pedes nostros in viam pacis, etc.

Gloria Patri, etc.

 

ANTIPHONA. In viam pacis et prosperitatis dirigat nos omnipotens et misericors Dominus et Angelus Raphael comitetur nobiscum in via, ut cum pace, salute, et gaudio revertamur ad propia.

v.) Dominus vobiscum.

R.) Et cum spiritu tuo.

 

OREMUS

 

Deus qui filios Israel per maris medium sicco vestigio ire fecisti, quique tribus Magis ad te, stella duce, pandisti, tribue nobis, quaesumus, iter prosperum, tempusque tranquilluin; ut Angelo tuo sancto comite, ad eum quo pergimus, locum ac demum ad aeternae salutis portum pervenire feliciter valeamus. -Per Dominum nostrum...

 

 

Et mismo cántico en castellano

 

Ant. EN LA VIA DE LA PAZ

 

Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y rescatado a su pueblo.

Y porque suscitó un Salvador poderoso a la casa de su siervo David.

Según lo ha prometido por boca de sus santos Profetas que ha habido en todos los siglos pasados.

Librarnos de nuestros enemigos y de las manos de todos los que nos aborrecen.

Para ejercer su misericordia con nuestros padres y acordarse de su alianza santa.

Según el juramento, por el cual prometió a Abraham, nuestro padre, que nos haría esta gracia.

Para que, siendo librados de las manos de nuestros enemigos, le sirvamos sin temor.

Conservándonos en la santidad y en la jus­ticia, estaremos en su presencia todos los días de nuestra vida.

Y tú ¡oh niño! seréis llamado el Profeta del Altísimo, porque marcharéis delante del Señor para prepararle sus caminos.

Para dar a su pueblo el conocimiento de la salvación, a fin de que obtenga la remisión de sus pecados.

Por las entrañas de la misericordia de nues­tro Dios, ha venido a visitarnos de lo alto ese Sol naciente.

Para iluminar a los que están envueltos en las tinieblas de la muerte y para conducirnos por el camino de la paz.

Gloria al Padre, etc.

 

ANTIFONA. -El omnipotente y misericordioso Señor nos dirija por el camino de la paz y de la prosperidad, y el ángel Rafael nos acompañe en el camino para que volvamos a nuestra casa en paz y llenos de salud y gozo.

v.)   El Señor sea con vosotros.

R.)   Y con tu espíritu.

 

 

ORACION

 

¡Oh Dios! que hiciste caminar a los hijos de Israel a pie enjuto por medio del mar, y que a los tres Magos, dándoles por guía una estrella, los hiciste llegar hasta ti, te rogamos nos concedas un camino próspero y un tiempo tranquilo para que, acompañados de tu ángel lleguemos felizmente al lugar de nuestro destino y al puerto de nuestra eterna salvación. Amén.

 

En seguida todos los presentes se trasladarán con la imaginación al santuario a que la peregrinación se dirige, uniéndose en espíritu a los peregrinos que tienen la, felicidad de visitarlo, y humildemente postrados al pie de María rezarán la siguiente

 

ORACIÓN

 

Peregrinos, venimos ¡oh María! a visi­taros en este venerado santuario donde os habéis complacido en ostentar los prodi­gios de vuestra bondad y vuestra ma­ternal clemencia. Hemos dejado atrás nues­tros hogares y suspendido por algunos momentos las atenciones de nuestra vida para venir á deciros, más con nuestro co­razón que con nuestros labios, que os ama­mos con toda la ternura de los más amantes hijos. Venimos de lejos tras el olor de tus suavísimos perfumes, a honraros en esta vuestra casa predilecta y bajo las bóvedas de este santuario que habéis escogido como una morada de predilección y como un teatro de vuestras misericordias. Nosotros hemos oído decir que os complacéis en llenar de gracias y bendiciones a los que vienen a implorar en este lugar, santificado con vuestra presencia, vuestros favores y vuestra protección; por eso venimos hoy a postrarnos a las plantas de esta vuestra imagen querida, cargados con los obsequios de nuestro amor, sin reparar en los inconvenientes que trae consigo una larga y penosa jornada.

En cambio, abrigamos ¡oh María! la esperanza de que habéis de concedernos audiencia para exponeros con toda la fran­queza de un hijo las dolencias que afligen nuestra alma y las necesidades privadas y públicas cuya satisfacción humildemente reclamamos de vuestra bondad. Ved ¡oh dulce Madre! cuántas llagas ha abierto en nosotros el pecado y las disipaciones de nuestra vida pasada; ved cuánto peligra nuestra salvación con la tibieza y debili­dad propias de nuestra condición; ved, en fin, la red de peligrosos lazos que el mun­do tiende á nuestros pies y que amenazan destruir nuestras más firmes resoluciones. Para todos estos males os pedimos reme­dio; para todas estas necesidades os pedimos auxilio.

Mirad también los males que afligen a la Iglesia, sin cesar combatida por el fu­ror de poderosos y encarnizados enemigos: su Pontífice yace cautivo, disperso el re­baño, oprimidos los pastores, perseguidas las vírgenes, despreciado y vejado el sa­cerdocio. Vos que fuisteis la columna po­derosa que disteis consistencia al edificio cuando su divino Fundador zanjó sus cimientos indestructibles, alargadle una mano protectora y desquiciad el poder de sus enemigos. No nos olvidaremos, Seño­ra, de pediros clemencia en favor de los pecadores, de los herejes, de los infieles, todos los cuales marchan por el camino que conduce á la eterna ruina. Dad al mundo católico paz y bendiciones, a nues­tra patria prosperidad y progreso en la religión y en la justicia; a nuestras fami­lias piedad, fe y bienestar temporal y es­piritual.

Antes de separarnos de vuestro santua­rio, antes de volver a nuestros hogares, levantad vuestra mano misericordiosa, y bendecid a los peregrinos que han venido a golpear a las puertas de vuestra morada; y que esa bendición sea prenda de nues­tra eterna salvación. Amén.

Se terminará la romería con el siguiente cántico:

 

Ave maris Stella,

Dei Mater alma,

Atque semper Virgo,

Felix Coeli porta.

Sumeus illud Ave

Gabrielis ore,

Funda nos in pace,

Mutans Eve nomen.

Solve vincla reis,

Profer lumen caecis,

Mala nostra pelle,

Bona cuncta posce.

Monstra te esse Matrem:

Sumat per te preces

Qui, pro nobis natus,

Tulit esse tuus.

Virgo singularis,

Inter omnes mitis,

Nos, culpis solutos,

Mites fac et castos.

Vitam praesta puram,

Iter para tntum,

Ut videntes Jesum

Semper collaetemur.

Sit laus Deo Patri,

Summo Christo decus,

Spiritui Sancto,

Tribus honor unus.    Amén.

 

Salve del mar Estrella,

De Dios Madre sagrada

Y siempre Virgen pura,

Puerta del cielo santa.

Pues de Gabriel oíste

El Ave ¡oh Virgen sacra!

En él mudando el de Eva

Da paz a nuestras almas.

A los ciegos da vista,

Las prisiones desata,

Destierra nuestros males,

Nuestros bienes alcanza.

Muéstrate Madre nuestra,

Y lleguen tus plegarias

Al que por redimirnos

Nació de tus entrañas.

Virgen que igual no tienes

La más dulce entre tantas,

Libra el alma de culpas,

Hacedla pura y mansa.

Renueva nuestra vida,

El camino prepara,

Y así a Jesús veamos

Alegres en la Patria.

Rindamos a Dios Padre

Y a Cristo sus alabanzas

Y al Espíritu Santo,

Una a los tres sea dada. Así sea.

 

ROMERIA

 

AL SANTUÁRIO DE MONTSERRÁTE, QUE SE

HARÁ EL SEGUNDO DOMINGO DEL MES

 

NOTICIA HISTÓRICA

 

En las faldas ásperas y escarpadas de una inmensa montaña formada por una reunión de pirámides cilíndricas, que se levantan hasta las nubes, sobre una enorme base de rocas aisladas, se encuentra situado el famoso santuario de Nuestra Señora de Montserrate en España.

He aquí como se refiere el origen misterioso de este venerado santuario:-«En el año 880, bajo el gobierno del conde de Barcelona, Vifredo el Velloso, habiendo tres jóvenes pastores observado una noche que bajaba del cielo un gran resplandor, y oído en los aires una música melodiosa, avisaron de ello a sus padres. El alcalde y el obispo de Manresa, que se dirigieron también con todas aquellas per­sonas al lugar señalado, observaron igualmente el resplandor celestial, y después de algunas indagaciones, descubrieron la imagen de la Virgen, y quisieron transportarla a Manresa; pero habiendo llegado al sitio en que se halla actualmente el monasterio, no pudieron pasar adelante. Este prodigio indujo al alcalde y al obispo a hacer construir una capilla en el mismo lugar, ocupado ahora por el altar mayor de la iglesia.»- «Príncipes y reyes de España y muchas otras personas de las más elevadas clases, subieron a pie con frecuencia por el sendero escabroso que conduce al altar de María; un Sin número de cautivos fueron allí a colgar los grillos y cadenas, que habían arrastrado entre los moros, siendo innumera­bles los prodigios realizados por la bondad y poder de María.»

Todo lo demás se hará como en la primera romería.

 

 

ROMERIA

 

AL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE LAS VIOTORIAS, QUE SE HARÁ EL TERCER DOMINGO DEL MES.

 

NOTICIA HISTÓRICA

 

Entre los santuarios más célebres consagra­dos en honor de la Madre de Dios, debe mencionarse el de Nuestra Sen ora de las Victorias, en París. Construido en 1656 por el rey Luis XIII y dedicado a Nuestra Señora de las Victorias en conmemoración de una victoria que acababa de obtener, ha sido enriquecido con los obsequios de los fieles que atribuyen a su protección numerosos milagros y señalados favores. Pío IX, en prueba de su venera­ción por la Santísima Virgen de las Victorias, obsequió para su estatua una rica diadema de oro guarnecida de preciosas piedras. El altar de María está rodeado de ex votos y de cirios que la piedad y la gratitud de los fieles han ido é deponer allí, como símbolo de una espe­ranza, de un voto y de una acción de gracias que sube hasta el cielo. Más de tres millones de peregrinos visitan anualmente este venera­ble santuario.

  Todo lo demás como en la primera romería.

 

ROMERIA

 

AL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE LOURDES, QUE SE HARÁ EL CUARTO DO­MINGO DEL MES.

 

NOTICIA HISTÓRICA

 

Una de las últimas y más espléndidas mani­festaciones con que la Santísima Virgen ha querido atestiguar su amor por los hombres, ha sido su maravillosa aparición en las rocas de Masabielles, en Lourdes, pequeña aldea de la diócesis de Tarbes, en Francia.

Una joven e inocente pastora de las cerca­nías de Lourdes, llamada Bernardita Soubi­rous, cogía una tarde trozos de leña en las már­genes del río Gabes, para llevar a la pobre choza de sus padres. María, que se complace en comunicarse con las almas sencillas y en derramar sus bendiciones en los corazones ino­centes, eligió a esa humilde pastora para ha­cerla depositaria de sus maternales secretos e instrumento de las más grandes maravillas de su amor maternal.

En una gruta abandonada y solitaria, for­mada en las concavidades de las rocas de Masabielles, apareció la Madre de Dios a Ber­nardita dieciocho veces y le reveló la voluntad que tenía de que allí se construyese un san­tuario en su honor. Los más estupendos prodi­gios confirmaron la verdad de la declaración de la humilde pastora. Una fuente de agua pura y cristalina brotó allí milagrosamente en cuyas corrientes han encontrado la salud del cuerpo y del alma millares de enfermos y de desvalidos.

Esos prodigios encendieron en los pueblos un ferviente y ardoroso entusiasmo, y multi­tud innumerable de peregrinos visitan en ro­merías esas poco antes abandonadas y solita­rias rocas, habitadas tan sólo por las aves del cielo que iban a buscar en sus grietas un lugar abrigado para sus nidos. Hoy esas mismas ro­cas están coronadas por una suntuosa basílica, lujosamente decorada y de cuy os muros pen­den millares de ex votos que significan otras tantas gracias obtenidas por la protección de María.

Todo lo demás como en la primera romería.

 

FIN DEL MES DE MARIA

 

 

 

CÁNTICOS

 

 

EN HONOR DE

 

 

MARIA SANTISIMA

 

PARA

 

 

El mes que se dedica a su culto

 

                     I

 

Coro: Venid y vamos todos

Con flores a porfía

Con flores a María

Que madre nuestra es.

 

De nuevo aquí nos tienes,

Purísima Doncella,

Más que la luna bella,

Postrados á tus pies.

 

Á ofrecerte venimos

Flores del bajo suelo,

Con cuánto amor y anhelo,

Señora, tú lo ves.

 

 Por ellas te rogamos

Si cándidas te placen,

Las que en la gloria nacen

En cambio tú nos des.

 

También te presentamos

Como más gratos dones,

Rendidos corazones

Que tu ya posees.

 

No nos dejes un punto,

Que el alma pobrecilla,

Cual frágil navecilla,

Sin ti diera través.

 

Tu poderosa mano

Defiéndanos Señora,

Y siempre desde ahora

A nuestro lado estés.