PRÓLOGO del libro “El Deber Cristiano de la Lucha” escrito por el Profesor Antonio Caponnetto y filósofo
Tomista e intelectual católico militante, Toca el tema, tan combatido como
necesario, de la combatividad esencial a la existencia del cristianismo, no solo
con abundancia de argumentos de autoridad, sino también con agudeza de
raciocinios. El autor describe una realidad que afecta y debilita a la
Iglesia Universal agudizando la crisis que se desencadenó a partir de los
años 60. Los subtítulos son nuestros. |
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Revolución
en la CRISTIANDAD: Progresismo y Conservadurismo; dos brazos de la misma tenaza
del común “amor al mundo” para asaltar, desarmar, y desmantelar todo mecanismo
defensivo de la Ciudad de Dios que se basa en el amor a Dios
Prólogo
Dos errores simultáneos -remozados y difundidos con preocupante efectividad- parecen exigir con urgencia alguna palabra aclaratoria.
Consiste el
primero en la negación de la naturaleza épica del cristianismo, con su
correlato predecible que es el
rechazo por el sentido cristiano de las armas.
No son faltas de poca monta, como podría suponer un análisis superficial. Negar la existencia del sentido de la Iglesia Militante -definida en Trento como congregación de todos los fieles que aún viven en la tierra y que tienen guerra continua con los crudelísimos enemigos Carnales, endemoniados y mundanos- es cerrarse al misterio mismo de la Comunión de los Santos, es dejar de creer en la unidad e indivisibilidad de la Esposa de Cristo, y es, como veremos, empequeñecer la virtud teologal de la Caridad. Negar asimismo, que los soldados de las patrias cristianas han de ser en ellas servidores y defensores decididos de la Verdadera Fe, es confinarlos a un destino de mercenarios o al de meros profesionales de la violencia.
PROGRESISMO: (Desafío Revolucionario a la Verdad)
En tanto conglomerado de todas las herejías, incluyendo las más
antiguas, puede señalarse sin dificultad al progresismo como el actual
responsable del primer extravío. El ha predicado, en efecto, un cristianismo
sincrético e irenista, abierto y plural, sin contornos dogmáticos definidos,
mimetizado con las demás creencias y aliado de toda religiosidad humanista en
la construcción de la Nueva Ciudad Secular. El
resultado es cierto catolicismo mitigado y atemperado, que jamás se define
como Verdad Absoluta, que ha dejado de sostener la necesidad de estar inserto
en la Iglesia Romana como vía ordinaria de salvación, y que con muchas actitudes públicas homologa el trigo con la cizaña, para
confusión y escándalo de la feligresía fiel. Ejemplos y nombres, dolorosamente
abundan.
Es obvio que en esta cosmovisión el combate carece de sentido. No sólo
porque ya no hay con quién enfrentarse, ni a quién convertir, aplacar o
debelar, sino porque aquellos a quienes hasta ayer cabía ver como pasibles de
una conquista apostólica, hoy son otras tantas alternativas validas del
espiritualismo ecumenista. Y aquellos otros a quienes la recta doctrina hacía
columbrar como réprobos, han pasado a ser los escogidos cuando no los socios
predilectos. Se reservará para ellos toda la comprensión y la condescendencia
que se niega a los propios, y un trato tanto más condescendiente cuanto más se
hallen en las antípodas morales, confesionales o ideológicas. Las reglas
pusilánimes de la convivencia pacífica han reemplazado al hablar oportuna o
inoportunamente que nos fue enseñado desde antiguo. Y aquí es cuando se opera
la parodia del Ordo Amoris, que
anticipábamos al comienzo.
Porque
la caridad bien entendida empieza por casa, dice el refrán, y más profundamente
tiene un Orden, dirá Santo Tomás, (5. Th. 2,2, 26,1), en virtud del cual no
sólo es lícito sino debido preferir en el amor a los mejores, a los próximos
antes que a los extraños, a los virtuosos más que a los malos (5. Th. idem, ant... a. 6-9). Siendo
un desorden amar a los enemigos per se, pues
sería "perverso y contrario a la caridad amar la maldad ajena" (S.
Th. 2,2, 25,8). Nada de lo cual contradice las enseñanzas evangélicas que nos
manda extremar y prolongar la caridad y la misericordia hasta incluir en ella a
nuestros propios y personales adversarios. Ejercicio obligado y difícil que nos
libra de las semillas siempre mortales del odio y nos diferencia de los
paganos, pero que no supone permanecer inánimes ante el avance del Maligno. Por
eso el Magisterio distinguió siempre con propiedad entre hostis o
enemigo público e inimicus o agresor privado. Frente a la clase de estos
últimos hemos de estar movidos a ofrecer nuestra humillación; frente a los
primeros hemos de estar prontos a impedirles su triunfo con nuestra pelea,
precisamente para no faltar a la caridad ni traicionar la Verdad.
No es casual que hablando del Ordo
Amoris y de sus hondas resonancias, el Aquinate haya sacado a relucir la
cuestión de la guerra justa; y que citando a San Agustín haya llegado a la
conclusión de que incumbe castigar a los perturbadores y precaverse de
“enemigos externos con belicosa espada" (S. Th., 2, 2, 40, 1).
Precisamente porque el cristiano combate por amor
y no por iracundia.
Roto el significado y la jerarquía de la caridad sobreviene lo paródico
y lo utópico: la fraternidad universal, el amor a la Humanidad, la filantropía,
la opción clasista por los pobres, el romanticismo naturalista o -en el caso
particular que nos ocupa- el afecto y la reconciliación con el enemigo público por razón de
tal y el rechazo
expreso a cualquier obligación pugnativa invocando una paz sin sustento ni
justicia. No hay, pues, para la mentalidad progresista ni porqué ni con quién
batirse. Todo discurrirá por loS carriles del eclecticismo nivelador e informe.
Años de esta prédica ruinosa han formado una
juventud católica –y aún una adultez- negada al orgullo y al desafío de ser
partes actuantes de la Iglesia Verdadera, y de ser, en consecuencia, la línea
de avanzada en su custodia y en la contención de quienes osen minarla desde
adentro o desde afuera. Han formado, en suma, un tipo de creyente que se
siente más cómodo en la Torre de Babel que en las filas del Señor de los
Ejércitos. Y más identificado con la “cuerda” prolijidad exterior de los
fariseos que con la locura de la Cruz.
CONSERVADURISMO: (la Revolución con temperamento
tradicional)
Desde otra perspectiva, aparentemente opuesta
al progresismo y hasta con pretensiones tradicionales, por lo menos en su
configuración formal, una espiritualidad acentuadamente laical viene suscitando
simétricos resultados.
En ella se predica expresamente el amor al
mundo, la reconciliación con sus poderes, la contemporización con sus
manifestaciones, la alegre inserción en su marcha de éxitos y de negocios
temporales. Se desdeña sutilmente la noción de contemptus mundi -enseñada en el Evangelio e
históricamente ligada a los momentos más gloriosos de la Cristiandad- mientras
se sobrevalora la realización profesional, el activismo proselitista, las
grandes iniciativas empresariales, la autosuficiencia del orden secular .
Espiritualidad entretejida de abdicaciones y de compromisos
temporales, que no sólo rechaza el magisterio unívoco de los místicos sobre la
incompatibilidad entre la perfección cristiana y los afectos demasiado humanos
hacia el mundo, sino que propone un modelo de santidad asociado a la vida
ordinaria; común y corriente, sin los sobresaltos extraordinarios de los
santos auténticos, sin el heroísmo ni el sacrificio ni las renuncias que nos
relatan las hagiografías, y con los defectos y ocupaciones habituales de
cualquiera. Para alcanzar tal estado bastaría convertirse
en un módico ciudadano más, que pasa inadvertido en el trajín de sus
ocupaciones laborales.
Se entiende que los promotores de tales desaciertos declaren sus
preferencias por el pluralismo político y religioso , omitan y contradigan
implícitamente la doctrina de la Realeza Social de Jesucristo, y enseñen de un
modo reiterado que no se debe tener enemigos sino amigos a diestra ya
siniestra. Y se
entiende asimismo que semejante concepci6n mueva las adhesiones de los hábiles
triunfadores de la vida, de aquellos a quienes conviene servir mansamente a dos
señores, sembrar y desparramar a la vez, y acomodarse a los malabares de todas
las posiciones con la tranquilidad de haberse echado encima un poco de agua
bendita o algún aforismo piadoso. Más allá de las intenciones que no juzgamos,
resultan en la práctica ubicuos y ambivalentes, permeables e intercambiables, católicos sin
hipótesis de conflicto,
como se los ha llamado en ilustrativa síntesis.
NUEVO ORDEN MUNDIAL: (Civilización del amor apasionado del
mundo)
Si el progresismo alimentó la quimera
pacifista de un puñado de resentidos y la sola hostilidad hacia la Iglesia,
típicamente revolucionaria, su presunto contradictor lleva tranquilidad a las
conciencias burguesas, justifica sus alianzas y sus consorcios terrenos, legitima
sus heterodoxias y sus opciones públicas, y reserva un exclusivo gesto
pugnativo para quienes ponen en evidencia sus falacias. Son dos maneras de
desnaturalizar y de negar la materia épica del cristianismo, dos modos de
diluir y de desfigurar el sentido cristiano de la lucha, dos vías de abolición
del significado mismo de las batallas sagradas. Dos formas convergentes de
conspirar contra la Iglesia Militante.
Pero
hablábamos al comienzo de un doble error; y nombrábamos al segundo como el
rechazo de la acepción cristiana de las instituciones armadas. Si no hay agonía
en la identidad de los hombres de Fe, tampoco tiene por qué haber Fe en la
identidad de los hombres de Armas. Los ejércitos han de ser, entonces, nada más
que instrumentos internacionales e intercambiables aptos para la consolidación
del Nuevo Orden Mundial. Éticamente
desmovilizados ayer por el liberalismo y físicamente inmovilizados después por
la estrategia marxista, la extinción de las Armas nacionales y de su natural
religiosidad es hoy un fin que no se oculta ni se niega. Del mismo modo que la
disolución de las soberanías se exhibe impúdicamente como lo más provechoso
para el desarrollo material de los pueblos que quieran alistarse en el circuito
internacionalista, el fin de sus instituciones
castrenses --entendidas como comunidad bélica sostenida en creencias
sobrenaturales comunes- se presenta como el cese definitivo de los resabios
medievales que estarían impidiendo el ingreso pleno a la modernidad.
En tan inicua cosmovisión, ¿cómo recordar siquiera a los guerreros de
la Vendée o a los del Ejército Cristero,
a los de los pueblos eslavos alzados contra los rojos, a los de la noble Croacia
todavía sangrante? ¿Cómo mentar las tropas del Caudillo en la Cruzada
Española o a nuestros propios cuadros, que en Tucumán o en Malvinas,
morían con escapularios en el pecho y rosarios en los fusiles?
Nada de esto hoy se dice, ni se propone o
exalta. Ejércitos dóciles a las necesidades tácticas del Nuevo Orden: esto es
lo que se pretende. Siempre prontos para acudir aquí o allá a resolver sus
inconvenientes y a apañar sus intereses; convertidos en apéndices de la ONU o
de la Casa Blanca, sin guerras contra los enemigos reales o históricos que
atenacen o invadan su suelo, pero listos a encuadrarse como mercenarios en las
eufemísticamente llamadas "fuerzas de paz". Ejércitos fiscalizadores
del dogma democratista y del culto a los derechos humanos, tan dispuestos a
ejercer su papel de policía del Norte, como a permitir los ladrones y
saqueadores del suelo natal.
Lo grave -aunque siéndolo y en grado extremo- no es que así se expidan
los ideólogos del mundialismo, sino que éste sea el pensamiento asumido como
propio, y dúctilmente acatado por las más altas autoridades castrenses de no
pocos ejércitos americanos y del nuestro en particular. Las cuales, no
conforme con disolver unidades, desactivar comandos, desmantelar guarniciones,
desarmar legítimos proyectos misilísticos, debilitar la custodia de las
fronteras, pelear del bando de nuestros adversarios e invasores, vender predios
y eliminar agregadurías, sostienen la urgencia y la conveniencia de una
formación filosófica que abandone definitivamente la idea del Ejército
Cristiano, so pena de caer en el temido fundamentalismo. Las fuerzas armadas serán,
en adelante, una mixtura híbrida e incolora, multívoca y secularizada a
disposición de los titulares del omnímodo Orden Planetario. Lejos, muy lejos,
de aquella "intrepidez en el dar testimonio de cristianismo", que
alguna vez les solicitó el Papa Paulo VI a los militares, para que "en las
vivencias del carácter bautismal” se sintieran "soldados del Evangelio
dispuestos a sacrificarse dando la vida por los hermanos, a ejemplo de Cristo”
(Homilía en Roma, el
23-11-75). Lejos, más lejos aún de los días inaugurales de la Cristiandad y de
la Patria, en que sus tropas eran la espada invicta al pie de la Verdad
Crucificada.
Urge entablar el
Buen Combate de la Fe
Va de suyo, en consecuencia y como ya quedó dicho, que tales yerros exigen una palabra aclaratoria.
Es el propósito de las páginas que siguen. Escritas para demostrar la íntima armonía que late entre el agua purificadora del bautismo y la sangre redentora derramada en una contienda justa. Entre el monje y el guerrero, entre el asceta y el cruzado, entre la espada y la Cruz. Escritas para no olvidar que todavía se nos sigue pidiendo el Buen Combate, que hay obligación de entablarlo sin excusas ni huidas. y para exaltar a aquellos -que en diversidad de tiempos y de espacios- han caído, librándolo, con la alegría en el alma.
Escritas para reiterar que no se puede ser gris, ni neutro, ni indiferente o tibio. Sólo de un solo Señor.
Escritas, una vez más, para elogiar a los Santos ya los Héroes. A los caballeros ya los mártires, a los patriotas de la tierra ya los patriotas del Cielo, a los que sin fuerzas físicas ninguna se mantuvieron firmes en el supremo testimonio. A los que reconquistan cada día su alma, a los que resisten y embisten, soportan y avanzan, hablan verdades y callan lamentos. Para dar gracias al Dios de los Ejércitos que a todos nos comanda.
Y escritas, al fin, para recordarles a los católicos que hay una batalla pendiente. Será al clarear el alba o al declinar la tarde, al anuncio sonoro del Arcángel o en el silencio mudo de un páramo imprevisto. Será por Cristo y por instaurar definitivamente en El todas las cosas.
Entretanto, cobijados bajo Su Bandera, no podemos dormir sino velar .
ANTONIO
CAPONNETTO
Buenos
Aires, 22 de agosto de 1992. Festividad de María Reina