Versus Deum, non versus populum
Como primicia para nuestra revista, el Dr. Andreas Böehmler comenta el último libro del Cardenal Joseph Ratzinger (disponible hasta la fecha solo en alemán) respecto a los ejes que señala para una renovada comprensión de la Sagrada Liturgia


En 1918 Romano Guardini publicó su opúsculo ‘Sobre el Espíritu de la Liturgia’, que se convirtió en el manifiesto del Movimiento Litúrgico en Alemania, y que hizo saltar a la fama a su autor. El Card. Ratzinger, con el título de su más reciente libro, ‘El Espíritu de la Liturgia. Una Introducción’ (Herder, Friburgo, 2000, 208 p.), deliberadamente recoge a Guardini y los comienzos de dicho movimiento. Entre ambas fechas, aproximadamente, está situada la reforma litúrgica de la Iglesia a la postre del II Concilio Vaticano. Recurriendo al ‘fresco’ como símbolo, Ratzinger inicia su propia hermenéutica de la evolución histórica de la Santa Misa durante los últimos cien años.

“(Entonces la Liturgia divina) se pareció en cierto sentido a un fresco que se había conservado integramente y que, sin embargo, había sido casi ocultado por revestimientos posteriores (en opinión del autor). En el Misal conforme al cual la celebraba el sacerdote, estuvo presente toda su forma originaria, pero para los fieles, en amplias partes, (afirma Ratzinger) no fue reconocible como lo que es, (supuestamente) en razón de formas y directrices de devoción privada. (Según él) por medio del movimiento litúrgico y –definitivamente- por el Vaticano II, el fresco fue ‘liberado’, y por un momento fuimos como fascinados (confiesa) por la belleza de sus colores y figuras. Desde entonces, no obstante, dicho fresco está siendo amenazado y hasta peligra de ser destruido por factores ‘climatológicos’, y ‘restauraciones’ y ‘reconstrucciones’ de la más diversa índole, si no se emprende cuanto antes lo necesario para contrarrestar estas influencias nocivas”.

El culto divino como ‘logikén latreian’

Hasta aquí, la interpretación inicial que el Cardenal Prefecto hace del estado de la cuestión. Como a Guardini, también a Ratzinger le preocupa la ‘formación litúrgica’, la capacidad de comprender y celebrar el culto divino desde su ser más radical. Y de un modo poco habitual consigue, por una parte, comunicar convincentemente los principios y fundamentos de la doctrina litúrgica católica, tanto como, por otra, iluminar el significado de los elementos prácticos de la acción litúrgica. Asimilar vitalmente ambos aspectos, teoría y praxis, y la disposición de dejarse transformar por la liturgia, eso es lo que Guardini y Ratzinger definen como ‘formación litúrgica’.

Como tema crucial de ‘acceso’ a la primera parte del libro, dedicada a la esencia de la liturgia, sirve el Exodus del pueblo de Israel: su liberación de la esclavitud de Egipto. Israel no sale de Egipto para llegar a ser un pueblo más, como cualquier otro, sino que recibe el anuncio de la tierra prometida en tanto que lugar de adoración del único Dios verdadero:

“Israel aprende a adorar a Dios como El quiere ser adorado”. Las prescripciones hasta el menor detalle de la celebración del ‘Paso del Señor’ subrayan que el verdadero culto divino, que culmina en la Santa Misa, es opus Dei, no obra de los hombres. Esto es de importancia absoluta: el culto único querido por Dios no es invento creativo del hombre sino que, necesariamente, es de propia institución divina. Con eso se señala, aunque Ratzinger no lo diga, acaso porque no lo piensa, la condición de ‘idolatría’ de todos los demás cultos, que carecen de esta virtud ‘sobrenatural’, y los que el deseo humano ‘natural’ de Dios ha ido engendrando a lo largo de la historia, con mayor o menor mezcla maliciosa de las fuerzas del Diablo.

Sea como fuere, para el propio Ratzinger el Culto Divino no es reformable ad libitum.

A este respecto, marca igualmente una doctrina inalterable la intervención divina en el monte Sinai: la restauración pública de la Ley natural expresada en las tablas de la ley, donde la primera –la relación vertical con Dios- constituye el principio de cohesión de los mandamientos contenidos en la segunda, referida a la relación horizontal entre los hombres: “Sólo cuando la relación con Dios es justa (recht), pueden estar en su sitio todas las demás cosas humanas, sus relaciones mutuas y su relación con el resto de la creación” [1].

 

Otro hecho, además, de la Historia Sagrada: el sacrificio de Isaac por parte de su padre Abraham, no exigido in extremis, es fundamental para la recta teoría y praxis litúrgicas. La renuncia de Dios a ese sacrificio humano, no a un efectivo derramamiento de sangre, dicho sea de paso para contravenir los achaques pacifistas del cristianismo posconciliar, Ratzinger con toda la tradición católica, la pone de relieve como demostración de que los sacrificios de animales y cosechas de la Antigua Alianza, e incluso los de los demás cultos de la humanidad entera, sólo eran sustitutos –y esos últimos ni esto- del único verdadero culto sacrificial. A saber: Dios Padre, en vez de los hombres (pecadores), sacrifica cruentamente al Unigénito (Santo) hecho hombre, única víctima realmente expiatoria y propiciatoria a los ojos de Dios. Solo el verdadero Cordero de Dios, que está en el centro de la liturgia celestial que el Hijo (y su cuerpo místico: la Iglesia) ofrece al Padre, como muestra el Apocalipsis, pone definitivamente fin al culto sacrificial instituido por Moisés, concentrado a la postre en el Templo en Jerusalén.

La destrucción del Templo, de este modo (no es un simple azar histórico, o una tragedia, sino) tiene una justificación teológica: en lugar del Templo, Dios mismo edificó “el templo universal de Cristo resucitado.., cuyos brazos extendidos en la cruz se abren al mundo entero, para atraer a todos al abrazo del amor eterno”.

En la Liturgia de la Iglesia, las precedentes liturgias propias de Templo y sinagoga han recibido la perfección propia en su ‘cristificación’, de modo que por voluntad divina han sido completamente asimiladas en aquella liturgia perfecta donde el liturgo y la víctima son el mismo Dios-hecho-hombre.

Esta es la lectura propia de la argumentación de Ratzinger, aunque en una concesión hecha al ‘diálogo interreligioso’ –muy en la línea del discurso papal sobre los ‘hermanos mayores’- resulta inclinarse aparentemente a una maius valoración del ‘prius temporal’, o sea, de Templo y sinagoga, con respecto al ‘prius ontológico’, que es la Iglesia, esposa de Cristo, en que todo cuanto es ha sido creado.

El concepto ‘logikén latreian’ (rationabile obsequium) que San Pablo usa en la carta a los cristianos de Roma (Rom, 12, 1), para señalar el modo de participación cultual de nuestros cuerpos, es el que mejor resume para Ratzinger la esencia de la liturgia divina porque en él se darían cita el culto sacrificial israelita, las prácticas cultuales de los paganos, el cosmos, la humanidad y el eterno Verbo (Logos) hecho carne. De este modo rechaza, por completamente insuficiente, las definiciones de la liturgia divina como ‘cena’ o ‘asamblea’. El concepto ‘eucaristía’, por el contrario, lo considera adecuado porque al menos indirectamente hace referencia a la adoración (latreia). Los fundamentos decisivos para la celebración de los misterios que Dios ha dejado en herencia a su Iglesia son los hechos históricos de la ‘muerte en la cruz’ y la ‘resurrección’, que han de ser actualizados en la liturgia (Ratzinger utiliza el término menos preciso de ‘hechos presentes’), y que han de informar a la vida de cada cristiano.

En la segunda parte del libro, Ratzinger refuta la afirmación de que hoy en día ya no cabrían ‘lugares sagrados’ o ‘tiempos santos’ alegando que el verdadero culto divino se identificaría con el amor al prójimo. Su espléndida defensa de lo sacro, a mi modesto entender, acaso se queda algo corta, al centrar su argumento en que –una evidencia de fe- el ‘tiempo de la Iglesia’ todavía no es el tiempo de la plena consumación o recapitulación de todas las cosas en Cristo[2]. Con la Tradición considera ese tiempo como tiempo intermedio caracterizado por el ‘ya y todavía no’, en que Cristo, haciendo las veces de nosotros ante el Padre, se nos acerca con su poder transformador, recurriendo sin embargo a unos “signos visibles que él mismo ha determinado”. Es la vieja doctrina de la Iglesia como ‘Ur-Sacrament’ en la que el poder salvador de Dios queda articulado principalmente como ‘potentia Dei ordinata’, mucho más que como ‘potentia Dei absoluta’[3] (San Agustín, Santo Tomás), términos que Ratzinger  no utiliza.

El silencio orientado como plétora cultual

Un gran anhelo de Ratzinger es la recuperación de la orientación de la plegaria cristiana comunitaria. Con la mirada hacia el sol saliente, el símbolo del Cristo de la Parusía, la comunidad eucarística se abre a la segunda venida del Salvador. Por el ‘giro’ posconciliar del sacerdote hacia el pueblo fiel, sin embargo, ha quedado cerrado el círculo y, de este modo, se expresaría una falsa concepción de lo que es la Iglesia. El versus populum simboliza, en suma, un aislamiento o la segregación de cada comunidad eucarística frente a la ‘amplitud universal de lo Católico’, y por lo mismo frente a la historia, al cosmos y al futuro. Porque la orientación expresa visiblemente la unidad de cosmos y historia de la salvación, “por eso, siempre que se pueda, se debería retomar con urgencia la tradición apostólica de esa orientación en la construcción de iglesias y la praxis litúrgica”. Y donde esa orientación versus Deum no fuera posible, se habría de (volver a) colocar un crucifijo en el centro del altar, como punto de focalización compartido por el ministro y el pueblo fiel que “sirve de orientación interior de la fe”. Con eso Ratzinger relanza una propuesta que hace unos 20 años había hecho en otro libro, ‘La celebración de la fe’ (1981), y que ya entonces fue acompañada por exclamaciones de protesta de muchos ‘oficiosos’ en liturgia. En definitiva, Ratzinger dice que la celebración versus populum (hacia el pueblo), en contra de lo que se suele afirmar, no habría sido de ningún modo un propósito específico de la voluntad regeneradora del Vaticano II en temas litúrgicos.

En este contexto, ve igualmente con sumo escepticismo las prácticas litúrgicas actuales de ‘liberar’ al sacerdote de su infeliz rol como ‘punto de mira’ de la celebración eucarística mediante la distribución de muchas funciones a cuantos más portadores de roles mejor. Y sobre todo defiende enérgicamente la ‘presencia real’ y refuta la desvaloración de la piedad eucarística como si fuera una aberración medieval: “Comunión sólo alcanza su profundidad cuando es sostenida y envuelta por la adoración”.

El tercer capítulo sobre ‘Arte y Liturgia’ contiene una visión panorámica de la historia del arte cristiano en Oriente y Occidente. Y además, consta de cinco principios irrenunciables para todo arte ordenado al culto divino, tanto para el que realiza como el que encarga y el que contempla el arte sacro. Estos principios son:

1/ la irreconciliabilidad de la ausencia de imágenes con con la fe en la encarnación

2/ la vinculación de los contenidos del arte sagrado a la historia de la salvación y la vida de los santos

3/ la exigencia de la integración de todo el misterio pascual de muerte, resurrección y segunda venida en la concepción de Cristo como centro del arte sacro

4/ la evidente adecuación de la imagen para la introducción al encuentro orante con el Señor

5/ la llamada al Occidente latino a recordar el reconocimiento de la teología del Icono, por parte del II Concilio de Nicea, como fundamento normativo del arte sagrado en su conjunto.

Igualmente, en sus análisis sobre música sacra, desenmascara el carácter de la música extática (Rock, etc.) como contra-culto a la liturgia divina.

Por otra parte, una breve historia de las familias de ritos en Oriente y Occidente fundamenta la indisponibilidad de estas ‘formas de tradición apostólica’ que no pueden ser sustituidas por la creatividad de gremios o institutos litúrgicos. Ahora bien, por esa misma indisponibilidad del orden litúrgico, expresada especialmente en los ritos orientales mediante su denominación como ‘divina’ liturgia, ¿no deberíamos volver en occidente al término Santa Misa? Nuestro autor, sin embargo, casi parece ‘obstinarse’ en no utilizar dicho término.

Contra los intentos pseudo-objetivistas de reconstruir la liturgia desde la ‘sola scriptura’, Ratzinger arguye brillantemente, aunque acaso en el sentido del concepto moderno de subjetividad [4], que contrario al Islam por ej., donde el Corán se identifica con la palabra de Dios, el cristiano sabe “que Dios ha hablado por medio de hombres y, en consecuencia, que el factor humano-histórico forma parte del Actuar de Dios. Por ello, la palabra de la Sagrada Escritura sólo cobra su significado pleno en la respuesta de la Iglesia que llamamos Tradición. Por lo mismo, los relatos bíblicos de la Última Cena sólo se hacen concretos en su apropiación por la Iglesia celebrante”.

La ‘forma’ litúrgica

Podría decirse que los limpios y transparentes análisis de Ratzinger reemplazan la lectura, en última instancia infructífera, de manuales enteros sobre la Liturgia. Así también el capítulo final del libro dedicado a la ‘Liturgische Gestalt’. Una vez más Ratzinger se inspira en Guardini, quien además del opúsculo mencionado, escribió otro titulado ‘De signos santos’, fruto de conferencias y ejercicios en el castillo de Rothenfels que tienen por objeto poder aproximarse al la finalidad de la ‘educación litúrgica’: la ‘corporalidad empapada por el Espíritu’, que es mucho más que ‘piedad puramente espiritual’. De modo que es en este capítulo donde se encuentran los más de las críticas concretas y propuestas de mejora a la forma actual (posconciliar) de la Santa Misa.

Para empezar, el llamado ‘saludo de paz’ estaría mejor antes del Ofertorio que de la Comunión. De paso califica de parodia de la liturgia “las escenificaciones teatrales de muchos actores en el Ofertorio”. Por supuesto, sería completamente rechazable el baile como forma de expresión en la Liturgia divina[5]. Y en cuanto a los poquísimos tiempos de silencio que dejó en pie la reforma litúrgica, aquél después de la Homilía Ratzinger lo considera como totalmente artificial. Por el contrario, las tan disminuidas oraciones en silencio hechas por el sacerdote oficiante son defendidas vehementemente por él en cuanto ayudas imprescindibles para ‘personalizar’ el encargo ministerial en la Santa Misa. Y más principalmente, con el fin de superar la crisis del Canon que “nada habría mejorado por el invento de textos siempre nuevos”, Ratzinger reitera su ‘plaidoyer’ a favor de la re-introducción del silencio durante el Canon: “El que haya saboreado sólo una vez una iglesia unida en el silencio de la oración canónica, éste ha experimentado lo que es un silencio realmente pletórico”.

 

Estas y otras consideraciones nada baladíes son expresión de una renovada toma de conciencia de la esencia de la liturgia y de una sincera preocupación por su futuro. Considero que son una guía valiosa para la formación del sentido litúrgico de sacerdotes y laicos: “El Dios que se revela no quiso quedarse en el solus Deus, solus Christus, sino que quiso prepararse un Cuerpo, una Esposa – busca y espera una respuesta. Es para ello que el Verbo se hizo carne”.

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[1]. He aquí la pre-eminencia del Culto Divino de cara a las multiformes relaciones humanas, que preconiza el superficial ‘humanismo cristiano’.

[2]. Pese a esta disquisición –falaz- entre lo sacro y lo humano, no es el amor al prójimo (horizontal) a secas, sino Dios que es todo en todos (amor vertical), la esencia del nuevo Cielo y la nueva Tierra, de que habla la Sagrada Escritura.

[3]. Concepción unilateral que parece dominar a todos los herejes protestantes, comenzando por su precursor medieval, el ‘maestro’ dominico Eckhart (cf. El fruto de la nada, Ediciones Siruela, 1998), que tanto ha influido en la mística y teología alemana.

[4]. Esta consideración ‘dialógica’, donde el hombre no es reducido al ‘mere pasive’ (luterano o mahometano), es una hermenéutica de largo alcance que data de los tiempos de su tesis doctoral sobre El Concepto de la Revelación en San Buenaventura, con claras implicaciones para la comprensión de la Tradición. Por un lado, hace posible la Tradición frente al objetivismo llamado ‘sola Scriptura’, sea luterano o mahometano; por otra parte, sin embargo, constituye un ‘peligro mortífero’ para la autoridad efectiva de toda la Tradición. Veremos. En su día, es notorio que la tesis doctoral de Ratzinger fue rechazada por filo-modernista por su director, Michael Schmaus, cuya famosa Dogmática era hasta hace poco la obra de referencia unánime en el mundo católico. Por qué el rechazo por Schmaus. Es una cuestión fácil y difícil a la vez. Digamos, aquí, que la tesis fuerte de Ratzinger efectivamente abre la puerta a una concepción ‘progresista’ –no simplemente progresiva- de la Revelación, y pone en paréntesis a la Tradición como fuente irrevocable de todo Magisterio nuevo. Véanse los textos de Trento y del Vaticano II. En este sentido, en cada momento histórico, la Iglesia en cuanto ‘sujeto histórico’ sería capaz de re-apropiarse ‘subjetivamente’ toda la Revelación y, en consecuencia, rehacer toda la Tradición conforme a esa ‘respuesta de la Iglesia actual’, invocando a este propósito revolucionario el dogma de fe de la asistencia infalible del Espíritu Santo a su Esposa. El Vaticano II, en todas sus plasmaciones, es manifestativo de semejante concepción de una supuesta identidad o continuidad apodíctica entre la Revelación re-apropiada y sus contenidos tal como fueron entendidos por el conjunto de la Tradición anterior. Y a eso quise llamar teología ‘progresista’, en la medida que significa una ideología que afirma la automática superioridad de la comprensión ‘actual’ de las fuentes de la Revelación, subsumida la propia Tradición. Es obvio que la tesis de la re-apropiación completa de la Verdad revelada por parte del Magisterio en presencia, frente al Magisterio del pasado, incluso cambiando cosas consideradas sólo como ‘accidentales’ (como si los accidentes no fueran una expansión del ser, y  no un simple añadido eliminable) significa una falaz preponderancia de la ‘potentia Dei absoluta’ (aquí, gracia tumbativa del Espíritu Santo con respecto a un Concilio o enseñanzas papales que no cumplen los requisitos de excátedra) con respecto a la potentia Dei ordinata (aquí, gracia santificante derramada en todo el edificio espléndido de la Tradición doctrinal, sacramental, litúrgica, política de la Iglesia, desde su origen en el Cuerpo resucitado del Señor). Para consultar lo que el propio Ratzinger piensa sobre el asunto, veáse su reciente libro autobiográfico, muy aleccionadora en cuanto a las fuentes de su formación doctrinal (teológica-filosófica).

[5]. Es curioso que quien lo dice tiene que presentar él mismo dichos bailes en las diversas celebraciones litúrgicas oficiadas por el Santo Padre, bajo el férreo régimen modernista del actual maestro de ceremonias del Vaticano procedente de la escuela del Card. Bugnini, ‘revolucionario’ litúrgico que de hecho –con el beneplácito del Papa Pablo VI- fue el encargado plenipotenciario de la Reforma litúrgica posconciliar.