Versus Deum, non versus populum |
“(Entonces
la Liturgia divina) se pareció en cierto sentido a un fresco que se había
conservado integramente y que, sin embargo, había sido casi ocultado por
revestimientos posteriores (en opinión del autor). En el Misal conforme al
cual la celebraba el sacerdote, estuvo presente toda su forma originaria,
pero para los fieles, en amplias partes, (afirma Ratzinger) no fue reconocible
como lo que es, (supuestamente) en razón de formas y directrices de devoción
privada. (Según él) por medio del movimiento litúrgico y –definitivamente-
por el Vaticano II, el fresco fue ‘liberado’, y por un momento fuimos como
fascinados (confiesa) por la belleza de sus colores y figuras. Desde
entonces, no obstante, dicho fresco está siendo amenazado y hasta peligra de
ser destruido por factores ‘climatológicos’, y ‘restauraciones’ y
‘reconstrucciones’ de la más diversa índole, si no se emprende cuanto antes
lo necesario para contrarrestar estas influencias nocivas”. El
culto divino como ‘logikén latreian’ Hasta
aquí, la interpretación inicial que el Cardenal Prefecto hace del estado de
la cuestión. Como a Guardini, también a Ratzinger le preocupa la ‘formación
litúrgica’, la capacidad de comprender y celebrar el culto divino desde su
ser más radical. Y de un modo poco habitual consigue, por una parte,
comunicar convincentemente los principios y fundamentos de la doctrina
litúrgica católica, tanto como, por otra, iluminar el significado de los
elementos prácticos de la acción litúrgica. Asimilar vitalmente ambos
aspectos, teoría y praxis, y la disposición de dejarse transformar por la
liturgia, eso es lo que Guardini y Ratzinger definen como ‘formación
litúrgica’. Como tema
crucial de ‘acceso’ a la primera parte del libro, dedicada a la esencia de la
liturgia, sirve el Exodus del pueblo de Israel: su liberación de la
esclavitud de Egipto. Israel no sale de Egipto para llegar a ser un pueblo
más, como cualquier otro, sino que recibe el anuncio de la tierra prometida
en tanto que lugar de adoración del único Dios verdadero: “Israel
aprende a adorar a Dios como El quiere ser adorado”. Las prescripciones hasta
el menor detalle de la celebración del ‘Paso del Señor’ subrayan que el
verdadero culto divino, que culmina en la Santa Misa, es opus Dei, no
obra de los hombres. Esto es de importancia absoluta: el culto único
querido por Dios no es invento creativo del hombre sino que,
necesariamente, es de propia institución divina. Con eso se señala, aunque
Ratzinger no lo diga, acaso porque no lo piensa, la condición de ‘idolatría’
de todos los demás cultos, que carecen de esta virtud ‘sobrenatural’, y los
que el deseo humano ‘natural’ de Dios ha ido engendrando a lo largo de la
historia, con mayor o menor mezcla maliciosa de las fuerzas del Diablo. Sea como
fuere, para el propio Ratzinger el Culto Divino no es reformable ad
libitum. A este respecto, marca igualmente una doctrina inalterable la intervención divina en el monte Sinai: la restauración pública de la Ley natural expresada en las tablas de la ley, donde la primera –la relación vertical con Dios- constituye el principio de cohesión de los mandamientos contenidos en la segunda, referida a la relación horizontal entre los hombres: “Sólo cuando la relación con Dios es justa (recht), pueden estar en su sitio todas las demás cosas humanas, sus relaciones mutuas y su relación con el resto de la creación” [1]. Otro
hecho, además, de la Historia Sagrada: el sacrificio de Isaac por parte de su
padre Abraham, no exigido in extremis, es fundamental para la recta
teoría y praxis litúrgicas. La renuncia de Dios a ese sacrificio humano,
no a un efectivo derramamiento de sangre, dicho sea de paso para contravenir
los achaques pacifistas del cristianismo posconciliar, Ratzinger con toda la
tradición católica, la pone de relieve como demostración de que los
sacrificios de animales y cosechas de la Antigua Alianza, e incluso los de
los demás cultos de la humanidad entera, sólo eran sustitutos –y esos últimos
ni esto- del único verdadero culto sacrificial. A saber: Dios Padre, en vez
de los hombres (pecadores), sacrifica cruentamente al Unigénito (Santo) hecho
hombre, única víctima realmente expiatoria y propiciatoria a los ojos de
Dios. Solo el verdadero Cordero de Dios, que está en el centro de la liturgia
celestial que el Hijo (y su cuerpo místico: la Iglesia) ofrece al Padre, como
muestra el Apocalipsis, pone definitivamente fin al culto sacrificial
instituido por Moisés, concentrado a la postre en el Templo en
Jerusalén. La
destrucción del Templo, de este modo (no es un simple azar histórico, o una
tragedia, sino) tiene una justificación teológica: en lugar del Templo, Dios
mismo edificó “el templo universal de Cristo resucitado.., cuyos brazos
extendidos en la cruz se abren al mundo entero, para atraer a todos al abrazo
del amor eterno”. En la
Liturgia de la Iglesia, las precedentes liturgias propias de Templo y
sinagoga han recibido la perfección propia en su ‘cristificación’, de modo
que por voluntad divina han sido completamente asimiladas en aquella liturgia
perfecta donde el liturgo y la víctima son el mismo Dios-hecho-hombre. Esta es
la lectura propia de la argumentación de Ratzinger, aunque en una concesión
hecha al ‘diálogo interreligioso’ –muy en la línea del discurso papal sobre
los ‘hermanos mayores’- resulta inclinarse aparentemente a una maius valoración
del ‘prius temporal’, o sea, de Templo y sinagoga, con respecto al ‘prius
ontológico’, que es la Iglesia, esposa de Cristo, en que todo cuanto es ha
sido creado. El
concepto ‘logikén latreian’ (rationabile obsequium) que San Pablo usa en la carta
a los cristianos de Roma (Rom, 12, 1), para señalar el modo de participación
cultual de nuestros cuerpos, es el que mejor resume para Ratzinger la esencia
de la liturgia divina porque en él se darían cita el culto sacrificial
israelita, las prácticas cultuales de los paganos, el cosmos, la humanidad y
el eterno Verbo (Logos) hecho carne. De este modo rechaza, por completamente
insuficiente, las definiciones de la liturgia divina como ‘cena’ o
‘asamblea’. El concepto ‘eucaristía’, por el contrario, lo considera adecuado
porque al menos indirectamente hace referencia a la adoración (latreia). Los
fundamentos decisivos para la celebración de los misterios que Dios ha dejado
en herencia a su Iglesia son los hechos históricos de la ‘muerte en la cruz’
y la ‘resurrección’, que han de ser actualizados en la liturgia (Ratzinger
utiliza el término menos preciso de ‘hechos presentes’), y que han de
informar a la vida de cada cristiano. En la
segunda parte del libro, Ratzinger refuta la afirmación de que hoy en día ya
no cabrían ‘lugares sagrados’ o ‘tiempos santos’ alegando que el verdadero
culto divino se identificaría con el amor al prójimo. Su espléndida defensa
de lo sacro, a mi modesto entender, acaso se queda algo corta, al centrar su
argumento en que –una evidencia de fe- el ‘tiempo de la Iglesia’ todavía no
es el tiempo de la plena consumación o recapitulación de todas las cosas en
Cristo[2].
Con la Tradición considera ese tiempo como tiempo intermedio caracterizado
por el ‘ya y todavía no’, en que Cristo, haciendo las veces de nosotros ante
el Padre, se nos acerca con su poder transformador, recurriendo sin embargo a
unos “signos visibles que él mismo ha determinado”. Es la vieja doctrina de
la Iglesia como ‘Ur-Sacrament’ en la que el poder salvador de Dios queda
articulado principalmente como ‘potentia Dei ordinata’, mucho más que como
‘potentia Dei absoluta’[3] (San Agustín, Santo Tomás),
términos que Ratzinger no utiliza. El
silencio orientado
como plétora cultual Un gran
anhelo de Ratzinger es la recuperación de la orientación de la
plegaria cristiana comunitaria. Con la mirada hacia el sol saliente, el
símbolo del Cristo de la Parusía, la comunidad eucarística se abre a la
segunda venida del Salvador. Por el ‘giro’ posconciliar del sacerdote hacia
el pueblo fiel, sin embargo, ha quedado cerrado el círculo y, de este
modo, se expresaría una falsa concepción de lo que es la Iglesia. El versus
populum simboliza, en suma, un aislamiento o la segregación de cada
comunidad eucarística frente a la ‘amplitud universal de lo Católico’, y por
lo mismo frente a la historia, al cosmos y al futuro. Porque la orientación
expresa visiblemente la unidad de cosmos y historia de la salvación, “por
eso, siempre que se pueda, se debería retomar con urgencia la tradición apostólica
de esa orientación en la construcción de iglesias y la praxis
litúrgica”. Y donde esa orientación versus Deum no fuera
posible, se habría de (volver a) colocar un crucifijo en el centro del altar,
como punto de focalización compartido por el ministro y el pueblo fiel que
“sirve de orientación interior de la fe”. Con eso Ratzinger relanza
una propuesta que hace unos 20 años había hecho en otro libro, ‘La
celebración de la fe’ (1981), y que ya entonces fue acompañada por
exclamaciones de protesta de muchos ‘oficiosos’ en liturgia. En definitiva,
Ratzinger dice que la celebración versus populum (hacia el pueblo), en
contra de lo que se suele afirmar, no habría sido de ningún modo un propósito
específico de la voluntad regeneradora del Vaticano II en temas litúrgicos. En este
contexto, ve igualmente con sumo escepticismo las prácticas litúrgicas
actuales de ‘liberar’ al sacerdote de su infeliz rol como ‘punto de mira’ de
la celebración eucarística mediante la distribución de muchas funciones a
cuantos más portadores de roles mejor. Y sobre todo defiende enérgicamente la
‘presencia real’ y refuta la desvaloración de la piedad eucarística como si
fuera una aberración medieval: “Comunión sólo alcanza su profundidad cuando
es sostenida y envuelta por la adoración”. El tercer
capítulo sobre ‘Arte y Liturgia’ contiene una visión panorámica de la
historia del arte cristiano en Oriente y Occidente. Y además, consta de cinco
principios irrenunciables para todo arte ordenado al culto divino, tanto para
el que realiza como el que encarga y el que contempla el arte sacro. Estos
principios son: 1/ la
irreconciliabilidad de la ausencia de imágenes con con la fe en la
encarnación 2/ la
vinculación de los contenidos del arte sagrado a la historia de la salvación
y la vida de los santos 3/ la
exigencia de la integración de todo el misterio pascual de muerte,
resurrección y segunda venida en la concepción de Cristo como centro del arte
sacro 4/ la
evidente adecuación de la imagen para la introducción al encuentro orante con
el Señor 5/ la
llamada al Occidente latino a recordar el reconocimiento de la teología del Icono,
por parte del II Concilio de Nicea, como fundamento normativo del arte
sagrado en su conjunto. Igualmente,
en sus análisis sobre música sacra, desenmascara el carácter de la música
extática (Rock, etc.) como contra-culto a la liturgia divina. Por otra
parte, una breve historia de las familias de ritos en Oriente y Occidente
fundamenta la indisponibilidad de estas ‘formas de tradición apostólica’ que
no pueden ser sustituidas por la creatividad de gremios o institutos
litúrgicos. Ahora bien, por esa misma indisponibilidad del orden litúrgico,
expresada especialmente en los ritos orientales mediante su denominación como
‘divina’ liturgia, ¿no deberíamos volver en occidente al término Santa Misa?
Nuestro autor, sin embargo, casi parece ‘obstinarse’ en no utilizar dicho
término. Contra
los intentos pseudo-objetivistas de reconstruir la liturgia desde la ‘sola
scriptura’, Ratzinger arguye brillantemente, aunque acaso en el sentido del
concepto moderno de subjetividad [4], que contrario al Islam por ej.,
donde el Corán se identifica con la palabra de Dios, el cristiano sabe “que
Dios ha hablado por medio de hombres y, en consecuencia, que el factor
humano-histórico forma parte del Actuar de Dios. Por ello, la palabra de la
Sagrada Escritura sólo cobra su significado pleno en la respuesta de la
Iglesia que llamamos Tradición. Por lo mismo, los relatos bíblicos de la
Última Cena sólo se hacen concretos en su apropiación por la Iglesia
celebrante”. La
‘forma’ litúrgica Podría
decirse que los limpios y transparentes análisis de Ratzinger reemplazan la
lectura, en última instancia infructífera, de manuales enteros sobre la
Liturgia. Así también el capítulo final del libro dedicado a la ‘Liturgische
Gestalt’. Una vez más Ratzinger se inspira en Guardini, quien además del
opúsculo mencionado, escribió otro titulado ‘De signos santos’, fruto de
conferencias y ejercicios en el castillo de Rothenfels que tienen por objeto
poder aproximarse al la finalidad de la ‘educación litúrgica’: la
‘corporalidad empapada por el Espíritu’, que es mucho más que ‘piedad
puramente espiritual’. De modo que es en este capítulo donde se encuentran
los más de las críticas concretas y propuestas de mejora a la forma actual
(posconciliar) de la Santa Misa. Para
empezar, el llamado ‘saludo de paz’ estaría mejor antes del Ofertorio que de
la Comunión. De paso califica de parodia de la liturgia “las escenificaciones
teatrales de muchos actores en el Ofertorio”. Por supuesto, sería
completamente rechazable el baile como forma de expresión en la Liturgia
divina[5].
Y en cuanto a los poquísimos tiempos de silencio que dejó en pie la reforma
litúrgica, aquél después de la Homilía Ratzinger lo considera como totalmente
artificial. Por el contrario, las tan disminuidas oraciones en silencio
hechas por el sacerdote oficiante son defendidas vehementemente por él en
cuanto ayudas imprescindibles para ‘personalizar’ el encargo ministerial en
la Santa Misa. Y más principalmente, con el fin de superar la crisis del
Canon que “nada habría mejorado por el invento de textos siempre nuevos”,
Ratzinger reitera su ‘plaidoyer’ a favor de la re-introducción del silencio
durante el Canon: “El que haya saboreado sólo una vez una iglesia unida en el
silencio de la oración canónica, éste ha experimentado lo que es un silencio
realmente pletórico”. Estas y otras consideraciones nada baladíes son expresión de una renovada toma de conciencia de la esencia de la liturgia y de una sincera preocupación por su futuro. Considero que son una guía valiosa para la formación del sentido litúrgico de sacerdotes y laicos: “El Dios que se revela no quiso quedarse en el solus Deus, solus Christus, sino que quiso prepararse un Cuerpo, una Esposa – busca y espera una respuesta. Es para ello que el Verbo se hizo carne”. * * * * * [1]. He aquí la pre-eminencia del Culto Divino de cara a las multiformes relaciones humanas, que preconiza el superficial ‘humanismo cristiano’. [2]. Pese a esta disquisición –falaz- entre lo sacro y lo humano, no es el amor al prójimo (horizontal) a secas, sino Dios que es todo en todos (amor vertical), la esencia del nuevo Cielo y la nueva Tierra, de que habla la Sagrada Escritura. [3]. Concepción unilateral que parece dominar a todos los herejes protestantes, comenzando por su precursor medieval, el ‘maestro’ dominico Eckhart (cf. El fruto de la nada, Ediciones Siruela, 1998), que tanto ha influido en la mística y teología alemana. [4]. Esta consideración ‘dialógica’, donde el hombre no es reducido al ‘mere pasive’ (luterano o mahometano), es una hermenéutica de largo alcance que data de los tiempos de su tesis doctoral sobre El Concepto de la Revelación en San Buenaventura, con claras implicaciones para la comprensión de la Tradición. Por un lado, hace posible la Tradición frente al objetivismo llamado ‘sola Scriptura’, sea luterano o mahometano; por otra parte, sin embargo, constituye un ‘peligro mortífero’ para la autoridad efectiva de toda la Tradición. Veremos. En su día, es notorio que la tesis doctoral de Ratzinger fue rechazada por filo-modernista por su director, Michael Schmaus, cuya famosa Dogmática era hasta hace poco la obra de referencia unánime en el mundo católico. Por qué el rechazo por Schmaus. Es una cuestión fácil y difícil a la vez. Digamos, aquí, que la tesis fuerte de Ratzinger efectivamente abre la puerta a una concepción ‘progresista’ –no simplemente progresiva- de la Revelación, y pone en paréntesis a la Tradición como fuente irrevocable de todo Magisterio nuevo. Véanse los textos de Trento y del Vaticano II. En este sentido, en cada momento histórico, la Iglesia en cuanto ‘sujeto histórico’ sería capaz de re-apropiarse ‘subjetivamente’ toda la Revelación y, en consecuencia, rehacer toda la Tradición conforme a esa ‘respuesta de la Iglesia actual’, invocando a este propósito revolucionario el dogma de fe de la asistencia infalible del Espíritu Santo a su Esposa. El Vaticano II, en todas sus plasmaciones, es manifestativo de semejante concepción de una supuesta identidad o continuidad apodíctica entre la Revelación re-apropiada y sus contenidos tal como fueron entendidos por el conjunto de la Tradición anterior. Y a eso quise llamar teología ‘progresista’, en la medida que significa una ideología que afirma la automática superioridad de la comprensión ‘actual’ de las fuentes de la Revelación, subsumida la propia Tradición. Es obvio que la tesis de la re-apropiación completa de la Verdad revelada por parte del Magisterio en presencia, frente al Magisterio del pasado, incluso cambiando cosas consideradas sólo como ‘accidentales’ (como si los accidentes no fueran una expansión del ser, y no un simple añadido eliminable) significa una falaz preponderancia de la ‘potentia Dei absoluta’ (aquí, gracia tumbativa del Espíritu Santo con respecto a un Concilio o enseñanzas papales que no cumplen los requisitos de excátedra) con respecto a la potentia Dei ordinata (aquí, gracia santificante derramada en todo el edificio espléndido de la Tradición doctrinal, sacramental, litúrgica, política de la Iglesia, desde su origen en el Cuerpo resucitado del Señor). Para consultar lo que el propio Ratzinger piensa sobre el asunto, veáse su reciente libro autobiográfico, muy aleccionadora en cuanto a las fuentes de su formación doctrinal (teológica-filosófica). [5]. Es curioso que quien lo dice tiene que presentar él mismo dichos bailes en las diversas celebraciones litúrgicas oficiadas por el Santo Padre, bajo el férreo régimen modernista del actual maestro de ceremonias del Vaticano procedente de la escuela del Card. Bugnini, ‘revolucionario’ litúrgico que de hecho –con el beneplácito del Papa Pablo VI- fue el encargado plenipotenciario de la Reforma litúrgica posconciliar. |