LOS ÚLTIMOS ESTANDARTES DEL
REY
Por Fernán Altuve-Fevres
Lima
— Perú
Los comuneros de la sierra de Huanta —en Ayacucho (Perú)—
son conocidos con el nombre de Iquichanos,
por el pueblo de San José de Iquicha. Ellos desde tiempo fueron amantes del
Rey, a quien consideraban como un padre común, un enviado de Dios que se
convirtió para ellos en el Inca Católico.
Por esto, el vínculo de vasallaje que los unía a la corona estaba potenciado
por una poderosa relación sacral.
La
conmoción que significó el ocaso de la Monarquía Católica en las Pampas de
Quinua se evidenció desde el primer momento. El signo visible de esto lo
tenemos al observar que inmediatamente después de la batalla Ayacucho
(9-IX-1824), las guerrillas indígenas realistas ajusticiaron al Teniente
Coronel Medina quien, como mensajero, llevaba a Lima los partes de esa victoria
para Simón Bolívar.
Partiendo de este hecho, se inició un
movimiento de resistencia indígena contra la República, contra el “infame gobierno de la patria” como
ellos decían. Por esta razón las represalias no se hicieron esperar: “En castigo por su militancia realista, la
provincia de Huanta fue gravada en 1825 con un impuesto de 50.000 pesos por
orden del Libertador” (9 –
Méndez, pág. 23). Esta militancia leal y persistente era de vieja data, y había
sido reconocida en 1821 cuando el Virrey La Serna le otorgó a la ciudad un
escudo con una divisa que rezaba: “Jamás
desfalleció”.
La conmoción que representaba el
cuestionamiento del régimen republicano lo apreciamos claramente cuando el 6 de
agosto de 1826, segundo aniversario de la Batalla de Junín, dos escuadrones de
patrióticos Húsares de Junín se
sublevaron en Huancayo y marcharon para unirse con los monárquicos de Huanta.
Como consecuencia de este suceso se inició una represión indiscriminada contra
las comunidades Iquichanas.
La situación se hizo tan crítica que el
Mariscal Santa Cruz, encargado del mando, tuvo que salir en secreto de Lima
(17-VII-1827) a pacificar la región, para lo cual dio en Huanta un indulto
general, que reforzaba una Ley de Pacificación que había sancionado el Congreso
(14-VII-1827). Un nuevo, indulto dado por el Presidente La Mar meses después,
evidencia que en realidad la pacificación era aparente.
El
problema era de principios: la República era considerada por los andinos como enemiga
de su pueblo y de su Fe. Así, las comunidades siguieron a Antonio Navala
Huachaca, un nativo que había jurado defender a su Rey y a la Fe Católica. Tan
grande fue su fidelidad y firmeza en el combate, que durante la Guerra de
Separación el Virrey lo recompensó ascendiéndolo al alto rango de Brigadier
General de los Reales Ejércitos del Perú.
Tal era la personalidad del caudillo que
el campesinado huantino llegó a identificarse absolutamente con su líder y su
causa, proclamándolo en las montañas y en los desfiladeros andinos al grito de:
“¡¡Navala Victoria!!”, que era
respondido por un: “¡¡Mamacha Rosario!!”
en recuerdo de Nuestra Señora.
Lo cierto es que en Huanta el Estado
Republicano fue realmente abolido por Huachaca, que desde su Castillo, sus tribunales
y sus cabildos administraba el poder nombrando a sus delgados o alcaldes, así
como organizando diezmeros (1) que
recaudaban fondos para la causa de Su
Majestad Católica.
Pero esto no fue lo único: “Este seudo Estado llegó a disponer la
movilización de mano de obra para la «refacción
de puentes y caminos», y más sorprendente aun, sus atribuciones abarcaron
la reglamentación del orden público, estableciendo patrones éticos de conducta
para los individuos bajo su jurisdicción” (8 - pág. 183).
En este mismo orden de cosas, existía un
Ejército Iquichano con rifles, lanzas y hondas, que estaba muy bien organizado
en guerrillas y columnas de honderos, todos uniformados (2) y con una oficialidad bien disciplinada. Al lado de la infantería
estaba también la caballería, denominada Los
Lanceros de Santiago, conocidos por su bravura (2, pág. 183). Este ejército,
si bien tenía una estructura regular, era apoyado por mujeres y jóvenes,
constituyendo en sí una verdadera cruzada popular.
El caudillo andino, en una carta al
Prefecto republicano, manifestaba su crítica al nuevo régimen diciendo: “Ustedes son más bien los usurpadores de la
religión, de la Corona y del suelo patrio... ¿Qué se ha obtenido de vosotros
durante tres años de vuestro poder? La tiranía, el desconsuelo y la ruina en un
reino que fue tan generoso. ¿Qué habitante, sea rico o pobre, no se queja hoy?
¿En quién recae la responsabilidad de los crímenes? Nosotros nos (¿no?) cargamos semejante tiranía” (3).
El 12 de noviembre de 1827 los Iquichanos
sorpresivamente tomaron Huanta, después de una débil resistencia del batallón Pichincha al mando del huidizo sargento
mayor Narciso Tudela (2, pág. 197).
Los Iquichanos estaban dirigidos por su caudillo, el “General Huachaca”, y por los comandantes de las fuerzas
guerrilleras, entre los que destacaban el vasco francés Nicolás Soregui,
Francisco Garay, Francisco Lanche, Tadeo Chocce (tratado de excelentísimo
coronel), Prudencio Huachaca (hermano del caudillo) y el presbítero Mariano Meneses,
Capellán del ejército Iquichano.
En las alturas de Iquicha se había alzado
nuevamente el estandarte monárquico. Sus planes eran de la mayor envergadura:
tomar Huanta, liberar Huamanga y Huancavelica y, por fin, la “Restauración del Reino” (4), extirpando a los republicanos, proclamando
un ideario contrarrevolucionario y antiliberal, el que se ve apoyado por
clérigos como “el padre Pacheco, llamado
en documentos oficiales «el Apóstata», y el sacerdote Navarro, quienes,
acostumbrados a enardecer los ánimos y a convencer a las masas desde el
púlpito, cambian los hábitos clericales por la casaca de guerrilleros para
dirigir los combates con sable en mano y pistola de chispa al cinto” (2, pág. 197).
En estos Cruzados de Dios vemos al bajo
clero ortodoxo dirigiendo la logística de los indígenas excluidos, mientras
eran acusados y excomulgados por el alto clero liberal por “apostasía”, y ello por haberse alejado de la sumisión burocrática
que significaba el patronato republicano.
Ante los sucesos de Huanta el Prefecto de
Ayacucho, Domingo García Tristán, preparó la defensa de la capital departamental,
constituyendo una alianza defensiva entre los gremios y oficios de la ciudad,
conocidos como cívicos, y los Andahuaylinos
y Morochucos, comunidades históricamente enemigas de los huantinos.
En la mañana del 29 de noviembre de 1827
se produjo el esperado ataque a Ayacucho, donde el ejército campesino Iquichano
izaba sus banderas con la cruz de Borgoña, al grito de “¡Viva el Rey!”. Pero los Morochucos y Andahuaylinos, bien armados
y en número de dos mil, lograron contener el ataque y contrarrestarlo en la
Pampa de Arcos.
Inmediatamente después del asalto a
Ayacucho, el coronel Francisco Vidal ocupó la ciudad de Huanta y se lanzó a la
persecución de los indígenas, que se habían refugiado en las alturas después de
producirse la ocupación de la ciudad (5).Lo
dramático de estos acontecimientos fue relatado poco tiempo después de los
sucesos por el comerciante alemán Heinrich Witt, quien escribía en su diario:
“Las
tropas del gobierno tomaron nuevamente posesión de la ciudad y, si se puede
creer a los huantinos, se portaron peor de lo que lo habían hecho los indios:
no sólo saquearon las casas sino que ni siquiera respetaron la iglesia, de
donde se llevaron las vasijas sagradas hechas de plata, estatuas de ángeles del
mismo valioso metal, flecos de oro y plata, en resumen, todo lo de valor. Un
oficial fue acusado de haber enviado a Huamanga no menos de nueve mulas
cargadas de cosas robadas” (11, pág. 232).
La diferencia con el proceder republicano
estuvo, como dice Cavero, en que: “los
Iquichanos pelean únicamente contra los soldados armados, sólo contra ellos,
pero nunca hicieron daño a personas indefensas ajenas al conflicto, ni
arrancharon las propiedades de sus enemigos, ni incendiaron los pueblos: se
limitaron a prender fuego a los edificios que sirvieron de cuarteles a sus
contrarios, como sucedió con el Cabildo de Huanta; pero los expedicionarios,
usualmente llamados «Pacificadores», fueron mil veces más sangrientos y
crueles, porque después de vencer la resistencia de los guerrilleros,
masacraron a los indígenas sin discriminación de ninguno y fusilaron a los
prisioneros sin previo proceso de ninguna clase” (2, pág. 57).
Después de la caída de Huanta comenzó la
fase irregular de la campaña, conocida como guerrillera o de los castillos de
Iquicha, porque las cumbres andinas sirvieron como fortalezas para la
resistencia monárquica del campesinado indígena. El coronel Vidal organizó una
campaña de contramontoneras para reprimir y exterminar a los “fanáticos” que
sostenían la tradición como ancestral derecho a su auto-determinación.
El más notable suceso de esta etapa fue
el combate de Uchuraccay (25-VIII-1828), donde el comandante Gabriel
Quintanilla —al mando de los bien armados cívicos—
enfrentó a los valerosos Iquichanos equipados sólo de lanzas y hondas por un
lapso de dos horas. En este combate cayó valientemente Prudencio Huachaca, y el
sargento mayor Pedro Cárdenas, entre otros, y asimismo el capitulado Valle, que
falleció pocos días después. No habiendo podido capturar al general Huachaca,
los vencedores se ensañaron con su esposa e hijos, los llamados cadetes,
quienes fueron hechos prisioneros y remitidos a Ayacucho.
Poco después se produjo el último combate
contra las fuerzas gubernamentales en Ccano: habían transcurrido siete cruentos
meses y los republicanos habían logrado “controlar” alas fuerzas indígenas. Se
había capturado a Sorequi, Garay, Ramos, al padre Pacheco y al presbítero
Meneses. Pero el indomable Huachaca, como su pueblo, no había sido sometido:
seguía cabalgando en su caballo alazán tostado de nombre “Rifle” y era seguido por su séquito, yendo de “castillo” en “castillo”
y resistiendo a los liberales.
Entre 1828 y 1838 los Iquichanos se
mantuvieron al margen de la política, pero conservando su orden cerrado y añorando
la restauración de su deseado Rey. Del Pino dice sobre este último año que: “En 1838, Huanta o los Iquichanos se
encariñaron con la causa de la Confederación. El Protector Gran Mariscal Santa Cruz,
en su tránsito por aquél lugar, obsequió un vestido de general a un indio
Huachaca, confiriéndole tan alta clase por el conocimiento de su audacia y
porque era el primero que representaba la ferocidad de su raza” (4, pág. 29).
En este hecho vemos una evidencia de la
idea imperial, es decir, pluri-étnica y poliárquica de la Confederación
Perú-Boliviana, la cual respetaba una heterogeneidad que atentaba contra la
identidad criollo-nacional que postulaba la burguesía costeña. Esta
Confederación venía a significar en nuestra historia la continuación del
Imperio por otros medios.
Esta defensa del derecho a la diversidad
y la tradición es lo que podría haber querido sostener el reaccionario García
del Río en el texto del diario “Perú-Boliviano” que nos presenta Cecilia Méndez
en su excepcional ensayo “La República
sin indios”, donde el articulista critica a los legisladores de la burguesía
porque: “se olvidaron de que cada pueblo
encierra en sí el germen de su legislación, que no siempre lo más perfecto es
lo mejor” (9, pág. 35).
Mas la Confederación estaba sentenciada a
muerte por la anglófila burguesía de Chile, que aliada con los “emigrados
peruanos” la ahogaron en sangre. Así ocurrieron las primeras invasiones
chilenas y la Batalla de Yungay, tras la cual vino su disolución el 20 de
febrero de 1839.
Para marzo de 1839, el General Huachaca y
los indígenas Iquichanos estaban nuevamente en armas contra una “restauración”
criolla, ahora sostenida por las bayonetas extranjeras. Por ello el ejército
católico se despertó de su sueño guerrero para sitiar nuevamente Huanta, que
estaba ocupada por el batallón chileno “Cazadores”.
Ante esta grave situación el Prefecto de
Ayacucho, Coronel Lopera, envió de refuerzo al batallón chileno “Valdivia”, que
rompió el asedio y comenzó una cruel expedición en las punas contra la
“indiada”.
En junio de 1839 se produjo el combate de
Campamento-Oroco, donde el general Huachaca sorprendió a los “expedicionarios”
y, en medio de una tempestad, los obligó a una retirada desastrosa. El contingente
republicano, para vengar la humillación infringida: “...hizo una verdadera carnicería de hombres —sin distinguir ancianos,
niños ni mujeres— y de ganados”(2, pág. 218).
En este contexto, incierto el Prefecto
Lopera propició un acuerdo con las fuerzas Iquichanas para encontrar una salida
negociada al conflicto. Por esto, en noviembre de 1839 se firmó el Convenio de
Yanallay, entre el Prefecto y el Jefe Iquichano Tadeo Chocce. Así, con un
tratado de paz y no con una rendición, acababa la Guerra de Iquicha. Terminaba
la resistencia iquichana, que sostuvo su caudillo, el Gran General Huachaca,
pero este no firmó el pacto, pues prefirió internarse en las selvas del
Apurimac antes de ceder su monarquismo ante los que creía “anticristos”
republicanos.
Cuando en 1896 los partidos Civilista y
Demócrata decretaron una contribución sobre la sal, afectando los derechos
históricos de los huantinos, ellos respondieron como siempre con la tradición
monárquica como privilegio, diciendo que: “...desde
los tiempos del Rey jamás habían pagado por la sal, que Dios la había creado de
los cerros para los pobres, y con la sal se habían bautizado...”(6, pág. 133).
(1)
Altuve-Febres, Fernán. Los Reinos
del Perú. Lima, 1996
(2)
Cavero, Luis. Monografía de la Provincia
de Huanta. Editorial Rimac. Lima, 1953
(3)
Cotler, Julio. Clases, Estado y
Nación en el Perú. IEP. Lima, 1978
(4)
Del Pino, Juan José. Las
sublevaciones indígenas de Huanta (1827-36). Aguilar Editorial. Huanta,
1955
(5)
Fowler, Luis. Monografía del
Departamento de Ayacucho. Imprenta Torres Aguilar. Lima, 1924
(6)
Husson, Patrick. De la Guerra a
la Rebelión. CBC. Cuzco, 1992
(7)
La Faye, Jacques. Mesías,
Cruzados y Utopías. FCE. México, 1992
(8) Méndez, Cecilia. Los campesinos, la independencia y la
iniciación de la República, en Poder
y violencia en los Andes. CBC. Cuzco, 1991
(9) Méndez, Cecilia. La República sin indios, en Tradición y modernidad en los Andes.
CBC. Cuzco, 1992
(10)
Rioja, Juan. México Mártir.
Editorial Revista Católica. Texas, 1935
(11) Witt, Heinrich. Diario (1824-90). Un testimonio personal sobre el Perú del siglo XIX.
Volumen I. Lima, 1991
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