LOS ÚLTIMOS ESTANDARTES DEL REY

 

Por Fernán Altuve-Fevres

Lima — Perú

Reproducido de “Razón Española”

(N° 98 — Nov./Dic. 1999)

 

            Los comuneros de la sierra de Huanta —en Ayacucho (Perú)— son conocidos con el nombre de Iquichanos, por el pueblo de San José de Iquicha. Ellos desde tiempo fueron amantes del Rey, a quien consideraban como un padre común, un enviado de Dios que se convirtió para ellos en el Inca Católico. Por esto, el vínculo de vasallaje que los unía a la corona estaba potenciado por una poderosa relación sacral.

La conmoción que significó el ocaso de la Monarquía Católica en las Pampas de Quinua se evidenció desde el primer momento. El signo visible de esto lo tenemos al observar que inmediatamente después de la batalla Ayacucho (9-IX-1824), las guerrillas indígenas realistas ajusticiaron al Teniente Coronel Medina quien, como mensajero, llevaba a Lima los partes de esa victoria para Simón Bolívar.

Partiendo de este hecho, se inició un movimiento de resistencia indígena contra la República, contra el “infame gobierno de la patria” como ellos decían. Por esta razón las represalias no se hicieron esperar: “En castigo por su militancia realista, la provincia de Huanta fue gravada en 1825 con un impuesto de 50.000 pesos por orden del Libertador” (9 – Méndez, pág. 23). Esta militancia leal y persistente era de vieja data, y había sido reconocida en 1821 cuando el Virrey La Serna le otorgó a la ciudad un escudo con una divisa que rezaba: “Jamás desfalleció”.

La conmoción que representaba el cuestionamiento del régimen republicano lo apreciamos claramente cuando el 6 de agosto de 1826, segundo aniversario de la Batalla de Junín, dos escuadrones de patrióticos Húsares de Junín se sublevaron en Huancayo y marcharon para unirse con los monárquicos de Huanta. Como consecuencia de este suceso se inició una represión indiscriminada contra las comunidades Iquichanas.

La situación se hizo tan crítica que el Mariscal Santa Cruz, encargado del mando, tuvo que salir en secreto de Lima (17-VII-1827) a pacificar la región, para lo cual dio en Huanta un indulto general, que reforzaba una Ley de Pacificación que había sancionado el Congreso (14-VII-1827). Un nuevo, indulto dado por el Presidente La Mar meses después, evidencia que en realidad la pacificación era aparente.

El problema era de principios: la República era considerada por los andinos como enemiga de su pueblo y de su Fe. Así, las comunidades siguieron a Antonio Navala Huachaca, un nativo que había jurado defender a su Rey y a la Fe Católica. Tan grande fue su fidelidad y firmeza en el combate, que durante la Guerra de Separación el Virrey lo recompensó ascendiéndolo al alto rango de Brigadier General de los Reales Ejércitos del Perú.

Tal era la personalidad del caudillo que el campesinado huantino llegó a identificarse absolutamente con su líder y su causa, proclamándolo en las montañas y en los desfiladeros andinos al grito de: “¡¡Navala Victoria!!”, que era respondido por un: “¡¡Mamacha Rosario!!” en recuerdo de Nuestra Señora.

Lo cierto es que en Huanta el Estado Republicano fue realmente abolido por Huachaca, que desde su Castillo, sus tribunales y sus cabildos administraba el poder nombrando a sus delgados o alcaldes, así como organizando diezmeros (1) que recaudaban fondos para la causa de Su Majestad Católica.

Pero esto no fue lo único: “Este seudo Estado llegó a disponer la movilización de mano de obra para la «refacción de puentes y caminos», y más sorprendente aun, sus atribuciones abarcaron la reglamentación del orden público, estableciendo patrones éticos de conducta para los individuos bajo su jurisdicción” (8 - pág. 183).

En este mismo orden de cosas, existía un Ejército Iquichano con rifles, lanzas y hondas, que estaba muy bien organizado en guerrillas y columnas de honderos, todos uniformados (2) y con una oficialidad bien disciplinada. Al lado de la infantería estaba también la caballería, denominada Los Lanceros de Santiago, conocidos por su bravura (2, pág. 183). Este ejército, si bien tenía una estructura regular, era apoyado por mujeres y jóvenes, constituyendo en sí una verdadera cruzada popular.

El caudillo andino, en una carta al Prefecto republicano, manifestaba su crítica al nuevo régimen diciendo: “Ustedes son más bien los usurpadores de la religión, de la Corona y del suelo patrio... ¿Qué se ha obtenido de vosotros durante tres años de vuestro poder? La tiranía, el desconsuelo y la ruina en un reino que fue tan generoso. ¿Qué habitante, sea rico o pobre, no se queja hoy? ¿En quién recae la responsabilidad de los crímenes? Nosotros nos (¿no?) cargamos semejante tiranía” (3).

El 12 de noviembre de 1827 los Iquichanos sorpresivamente tomaron Huanta, después de una débil resistencia del batallón Pichincha al mando del huidizo sargento mayor Narciso Tudela (2, pág. 197). Los Iquichanos estaban dirigidos por su caudillo, el “General Huachaca”, y por los comandantes de las fuerzas guerrilleras, entre los que destacaban el vasco francés Nicolás Soregui, Francisco Garay, Francisco Lanche, Tadeo Chocce (tratado de excelentísimo coronel), Prudencio Huachaca (hermano del caudillo) y el presbítero Mariano Meneses, Capellán del ejército Iquichano.

En las alturas de Iquicha se había alzado nuevamente el estandarte monárquico. Sus planes eran de la mayor envergadura: tomar Huanta, liberar Huamanga y Huancavelica y, por fin, la “Restauración del Reino” (4), extirpando a los republicanos, proclamando un ideario contrarrevolucionario y antiliberal, el que se ve apoyado por clérigos como “el padre Pacheco, llamado en documentos oficiales «el Apóstata», y el sacerdote Navarro, quienes, acostumbrados a enardecer los ánimos y a convencer a las masas desde el púlpito, cambian los hábitos clericales por la casaca de guerrilleros para dirigir los combates con sable en mano y pistola de chispa al cinto” (2, pág. 197).

En estos Cruzados de Dios vemos al bajo clero ortodoxo dirigiendo la logística de los indígenas excluidos, mientras eran acusados y excomulgados por el alto clero liberal por “apostasía”, y ello por haberse alejado de la sumisión burocrática que significaba el patronato republicano.

Ante los sucesos de Huanta el Prefecto de Ayacucho, Domingo García Tristán, preparó la defensa de la capital departamental, constituyendo una alianza defensiva entre los gremios y oficios de la ciudad, conocidos como cívicos, y los Andahuaylinos y Morochucos, comunidades históricamente enemigas de los huantinos.

En la mañana del 29 de noviembre de 1827 se produjo el esperado ataque a Ayacucho, donde el ejército campesino Iquichano izaba sus banderas con la cruz de Borgoña, al grito de “¡Viva el Rey!”. Pero los Morochucos y Andahuaylinos, bien armados y en número de dos mil, lograron contener el ataque y contrarrestarlo en la Pampa de Arcos.

Inmediatamente después del asalto a Ayacucho, el coronel Francisco Vidal ocupó la ciudad de Huanta y se lanzó a la persecución de los indígenas, que se habían refugiado en las alturas después de producirse la ocupación de la ciudad (5).Lo dramático de estos acontecimientos fue relatado poco tiempo después de los sucesos por el comerciante alemán Heinrich Witt, quien escribía en su diario:

“Las tropas del gobierno tomaron nuevamente posesión de la ciudad y, si se puede creer a los huantinos, se portaron peor de lo que lo habían hecho los indios: no sólo saquearon las casas sino que ni siquiera respetaron la iglesia, de donde se llevaron las vasijas sagradas hechas de plata, estatuas de ángeles del mismo valioso metal, flecos de oro y plata, en resumen, todo lo de valor. Un oficial fue acusado de haber enviado a Huamanga no menos de nueve mulas cargadas de cosas robadas” (11, pág. 232).

La diferencia con el proceder republicano estuvo, como dice Cavero, en que: “los Iquichanos pelean únicamente contra los soldados armados, sólo contra ellos, pero nunca hicieron daño a personas indefensas ajenas al conflicto, ni arrancharon las propiedades de sus enemigos, ni incendiaron los pueblos: se limitaron a prender fuego a los edificios que sirvieron de cuarteles a sus contrarios, como sucedió con el Cabildo de Huanta; pero los expedicionarios, usualmente llamados «Pacificadores», fueron mil veces más sangrientos y crueles, porque después de vencer la resistencia de los guerrilleros, masacraron a los indígenas sin discriminación de ninguno y fusilaron a los prisioneros sin previo proceso de ninguna clase” (2, pág. 57).

Después de la caída de Huanta comenzó la fase irregular de la campaña, conocida como guerrillera o de los castillos de Iquicha, porque las cumbres andinas sirvieron como fortalezas para la resistencia monárquica del campesinado indígena. El coronel Vidal organizó una campaña de contramontoneras para reprimir y exterminar a los “fanáticos” que sostenían la tradición como ancestral derecho a su auto-determinación.

El más notable suceso de esta etapa fue el combate de Uchuraccay (25-VIII-1828), donde el comandante Gabriel Quintanilla —al mando de los bien armados cívicos— enfrentó a los valerosos Iquichanos equipados sólo de lanzas y hondas por un lapso de dos horas. En este combate cayó valientemente Prudencio Huachaca, y el sargento mayor Pedro Cárdenas, entre otros, y asimismo el capitulado Valle, que falleció pocos días después. No habiendo podido capturar al general Huachaca, los vencedores se ensañaron con su esposa e hijos, los llamados cadetes, quienes fueron hechos prisioneros y remitidos a Ayacucho.

Poco después se produjo el último combate contra las fuerzas gubernamentales en Ccano: habían transcurrido siete cruentos meses y los republicanos habían logrado “controlar” alas fuerzas indígenas. Se había capturado a Sorequi, Garay, Ramos, al padre Pacheco y al presbítero Meneses. Pero el indomable Huachaca, como su pueblo, no había sido sometido: seguía cabalgando en su caballo alazán tostado de nombre “Rifle” y era seguido por su séquito, yendo de “castillo” en “castillo” y resistiendo a los liberales.

Entre 1828 y 1838 los Iquichanos se mantuvieron al margen de la política, pero conservando su orden cerrado y añorando la restauración de su deseado Rey. Del Pino dice sobre este último año que: “En 1838, Huanta o los Iquichanos se encariñaron con la causa de la Confederación. El Protector Gran Mariscal Santa Cruz, en su tránsito por aquél lugar, obsequió un vestido de general a un indio Huachaca, confiriéndole tan alta clase por el conocimiento de su audacia y porque era el primero que representaba la ferocidad de su raza” (4, pág. 29).

En este hecho vemos una evidencia de la idea imperial, es decir, pluri-étnica y poliárquica de la Confederación Perú-Boliviana, la cual respetaba una heterogeneidad que atentaba contra la identidad criollo-nacional que postulaba la burguesía costeña. Esta Confederación venía a significar en nuestra historia la continuación del Imperio por otros medios.

Esta defensa del derecho a la diversidad y la tradición es lo que podría haber querido sostener el reaccionario García del Río en el texto del diario “Perú-Boliviano” que nos presenta Cecilia Méndez en su excepcional ensayo “La República sin indios”, donde el articulista critica a los legisladores de la burguesía porque: “se olvidaron de que cada pueblo encierra en sí el germen de su legislación, que no siempre lo más perfecto es lo mejor” (9, pág. 35).

Mas la Confederación estaba sentenciada a muerte por la anglófila burguesía de Chile, que aliada con los “emigrados peruanos” la ahogaron en sangre. Así ocurrieron las primeras invasiones chilenas y la Batalla de Yungay, tras la cual vino su disolución el 20 de febrero de 1839.

Para marzo de 1839, el General Huachaca y los indígenas Iquichanos estaban nuevamente en armas contra una “restauración” criolla, ahora sostenida por las bayonetas extranjeras. Por ello el ejército católico se despertó de su sueño guerrero para sitiar nuevamente Huanta, que estaba ocupada por el batallón chileno “Cazadores”.

Ante esta grave situación el Prefecto de Ayacucho, Coronel Lopera, envió de refuerzo al batallón chileno “Valdivia”, que rompió el asedio y comenzó una cruel expedición en las punas contra la “indiada”.

En junio de 1839 se produjo el combate de Campamento-Oroco, donde el general Huachaca sorprendió a los “expedicionarios” y, en medio de una tempestad, los obligó a una retirada desastrosa. El contingente republicano, para vengar la humillación infringida: “...hizo una verdadera carnicería de hombres —sin distinguir ancianos, niños ni mujeres— y de ganados”(2, pág. 218).

En este contexto, incierto el Prefecto Lopera propició un acuerdo con las fuerzas Iquichanas para encontrar una salida negociada al conflicto. Por esto, en noviembre de 1839 se firmó el Convenio de Yanallay, entre el Prefecto y el Jefe Iquichano Tadeo Chocce. Así, con un tratado de paz y no con una rendición, acababa la Guerra de Iquicha. Terminaba la resistencia iquichana, que sostuvo su caudillo, el Gran General Huachaca, pero este no firmó el pacto, pues prefirió internarse en las selvas del Apurimac antes de ceder su monarquismo ante los que creía “anticristos” republicanos.

Cuando en 1896 los partidos Civilista y Demócrata decretaron una contribución sobre la sal, afectando los derechos históricos de los huantinos, ellos respondieron como siempre con la tradición monárquica como privilegio, diciendo que: “...desde los tiempos del Rey jamás habían pagado por la sal, que Dios la había creado de los cerros para los pobres, y con la sal se habían bautizado...”(6, pág. 133).

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

(1)              Altuve-Febres, Fernán. Los Reinos del Perú. Lima, 1996

(2)              Cavero, Luis. Monografía de la Provincia de Huanta. Editorial Rimac. Lima, 1953

(3)              Cotler, Julio. Clases, Estado y Nación en el Perú. IEP. Lima, 1978

(4)              Del Pino, Juan José. Las sublevaciones indígenas de Huanta (1827-36). Aguilar Editorial. Huanta, 1955

(5)              Fowler, Luis. Monografía del Departamento de Ayacucho. Imprenta Torres Aguilar. Lima, 1924

(6)              Husson, Patrick. De la Guerra a la Rebelión. CBC. Cuzco, 1992

(7)              La Faye, Jacques. Mesías, Cruzados y Utopías. FCE. México, 1992

(8)     Méndez, Cecilia. Los campesinos, la independencia y la iniciación de la República, en Poder y violencia en los Andes. CBC. Cuzco, 1991

(9)     Méndez, Cecilia. La República sin indios, en Tradición y modernidad en los Andes. CBC. Cuzco, 1992

(10) Rioja, Juan. México Mártir. Editorial Revista Católica. Texas, 1935

(11) Witt, Heinrich. Diario (1824-90). Un testimonio personal sobre el Perú del siglo XIX.

Volumen I. Lima, 1991

 

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