EL
SECUESTRO DE BORGES
Con el mismo espíritu transgresor
con que pergeñabamos nuestras irreverentes narraciones, lo fuimos
a recibir al aeropuerto. No teníamos idea en esa época del
respeto académico que naturalmente se le profesaba en el mundo de
las letras, ni de su trascendencia mundial, y si sí lo sabíamos,
era algo que no nos quitaba el sueño.
Con el mismo desparpajo había estado
yo tantas veces en la casa de la calle Maipú, solo o con algún
secuaz circunstancial como Carlos o Juan Pablo, donde me hablaba o nos
hablaba de Mar del Plata, de Bioy y las hermanas Ocampo, inquiría
sobre el origen vasco del apellido Lecuna, y final e indefectiblemente
iteraba una confusa historia de un asesinato en una estancia de la zona,
que sin duda todavía lo tenía, décadas después,
muy intrigado.
Finalmente el avión llegó,
y con él, los hermanos Borges. En un coche oficial que el inepto
Secretario de Gobierno nos había facilitado después de febriles
negociaciones, nos dirigimos al Hermitage Hotel.
El viaje de Camet al centro fue intelectualmente
excitante. Hablamos de "si literatura comprometida o compromiso con la
literatura", de la "previsible influencia del misógino Shopenhauer,
del pragmático James, del idealista Hume o del nominalismo en la
obra borgesiana", del "plagio como acto generador de nuevas instancias
artísticas, (haciéndole creo, un interesante paralelo Borges
- Picasso)", de que "hasta qué punto los filósofos y las
ideas filosóficas que usted cita en su obra no son meros personajes
y temas para alimentar sus ficciones", de "qué pasa con la influencia
de Carriego en su obra, y sin ir más lejos, con la de Juan Filloy",
y (como no podía ser de otra manera), también se habló
cual tácito ritual, "de una confusa historia de un asesinato en
una estancia de la zona".
Llegados al Hermitage, y antes de subir
a sus respectivas habitaciones, Georgie y su hermana acordaron disfrutar
de un almuerzo más que frugal. Sobre la mesa del restaurante sólo
había una botella con agua, y humildes porciones de arroz con queso.
De postre, y como contrapartida paradojal, el se sirvió unas oximorónicas
gotas para combatir el estreñimiento, que Norah le llevaba en su
cartera. Le hice notar el contrasentido de comer arroz con queso teniendo
este tipo de inconveniente intestinal, pero no obstante consideró
que ya estaba habituado a ambas contingencias.
En la sobremesa, continuamos el ping pong
de datos y citas que habíamos iniciado en el aeropuerto. Lejos de
defenderse de algunos planteos que hoy juzgo inútilmente agresivos,
él consentía mis temerarias aseveraciones respondiendo trémulamente
y con cierto pudor "-Sí, Lecuna, efectivamente, no sé pensar
en sentido filosófico, - me decía - sí, llegar a la
esencia última de las cosas, es así.
Norah quedó prendada del perfil
griego de mi primo Carlos, a punto tal que sacó un lápiz
y un papel, y bocetó su rostro. (Es un obsequio que Balmaceda guarda
con unción, y luce actualmente en el enmarcado living de su casa).
Finalmente, los conducimos a sus habitaciones.
Carlos acompañó a Norah, y yo a Borges. Cuando atravesamos
el umbral, me pidió que "le enseñara cómo era el cuarto".
Con una mano fue memorizando las dimensiones del mismo, y la ubicación
del escaso mobiliario que necesitaría. Para mi sorpresa, (o para
mi ignorancia, que lo hacía absolutamente ciego), me pidió
que tapase la ventana, porque la luz le hacía daño.
Dejó el bastón sobre la cama
más cercana al placard, y me pidió que le mostrara el baño,
al que también investigó minuciosamente. Con una precisión
envidiable identificó artefactos, se desplazó del baño
al placard, del placard al baño, demostrándome con suficiencia
lo innecesaria de mi presencia de pseudo lazarillo. Mientras se quitaba
el saco, me pidió cortésmente que apagara todas las luces,
y que lo pasara a buscar una hora antes de la conferencia, que estaba prevista
para las ocho de la tarde.
Al reencontrarme con él ( ya nos
esperaba en el lobby del hotel), tuve el desatino de comentarle que el
teatro estaba rebalsando de gente, y que muchos ni siquiera habían
podido entrar. Al enterarse de la presencia de tanto público, sintió
pánico, y rápidamente me lo transmitió, al decirme
que mejor iba a ser no dar la conferencia, porque "le asustaba estar delante
de tanta gente".
No sé si fui crudo, irónico,
estulto o realista, pero lo único que desesperadamente atiné
a decirrle sin pensar fue: "-Haga de cuenta que no hay nadie, total, no
los va a ver..." Instantáneamente recapacité arrepentido
de haber proferido tamaño irrespetuoso desatino verbal, pero, para
mi tranquilidad, lejos de ofenderse, tomó mi sugerencia como una
consideración lógica y aplicable...
Aún no sé si Juan Carlos
hablaba en broma o en serio, pero en los días previos a la llegada
de Borges, García Reig insistía en la posibilidad de secuestrarlo
sin que él se diera cuenta, y recrear un viaje imaginario con el
único objeto de registrar todo en un libro que obviamente se titularía:
"El secuestro de Borges".
Siguiéndole el juego, la cosa se
fue armando con cierta lógica. El grupo de terroristas literarios
nos denominaríamos a los fines periodísticos, con el apelativo
de "Comando Jacinto Chiclana". Se pensó además en hacer acopio
de diversos elementos como ventiladores, butacas, perfumes, reflectores,
micrófonos, calefactores, con el objeto de ir creando, en una misma
habitación, distintos efectos especiales de modo tal que Borges
creyera que viajaba en avión, en auto, percibía olores, brisas
o soles inexistentes en un viaje imaginario con el único propósito
de despistarlo, y hacer que el secuestro fuera de lo más ameno y
climáticamente variado.
Para ser más convincentes, alguno
sugirió que el lugar indicado tenía que ser el estudio de
grabación de José Milano. Afortunadamente, en esa época
habían empezado a pulular las novelas tituladas: "El secuestro de...",
por lo que finalmente nos pareció muy poco original eso de secuestrarlo,
aunque más no fuera con fines literarios... Y si algo teníamos
claro todos en ese entonces era que había que ser original, o no
ser.
Como era de esperar, la conferencia en
el Auditorium fue un éxito absoluto. Como broche de oro, al día
siguiente estaba previsto un programa de TV en Canal 8, cuya grabación
lamentablemente descreo haya sido conservada.
En el trayecto de regreso al Hermitage,
que Borges quizo hacer a pie, se me ocurrió contarle la absurda
historia del secuestro, pero el ruido de la calle, los automóviles,
y la gente que lo reconocía y se acercaba a saludarlo, me impidieron
hacerlo.
La ocasión se dio en el lobby del
hotel, mientras aguardábamos a Norah para cenar. Le conté
al detalle sobre la alocada idea de secuestrarlo "con fines literarios",
le dije que no era la primera vez que se nos habían ocurrido desatinos
semejantes, pero que se quedara tranquilo, porque estas propuestas no pasaban
del terreno de las ideas, y que eran meros ejercicios intelectuales sin
consecuencia práctica alguna, aunque muchas veces obedecían
a cuestiones atendibles.
Recuerdo que cité como ejemplo,
la que en un momento consideramos como "la imperiosa necesidad de organizar
el Comando Estético", con el noble propósito de destruir
las innúmeras y adefésicas esculturas perpetradas en plazas
y paseos públicos del balneario, y de distribuir panfletos y / o
periódicos murales alertando a la desprevenida población
de la ciudad, de la existencia de autodenominados círculos y / asociaciones
literarias que agredían a mansalva y sin consideración alguna
a la lengua que nos dio Castilla.
La idea del secuestro, lejos de asustarlo,
le pareció asaz interesante, a punto tal que lamentaba que no se
hubiera concretado, consideración que en aquél momento me
dejó absolutamente perplejo. El me quería hacer creer que
había tomado absolutamente en serio lo que para nosotros significaba
simplemente un juego...
Insistió en que el secuestro hubiera
sido una experiencia excitante, y que si le habría encontrado diferencias
con los viajes reales, seguramente esas diferencias serían a favor
del viaje imaginario, ya que si era organizado por escritores, seguramente
iba a estar mejor preparado que los otros...
Al día siguiente, ya en la cafetería
del aeropuerto, y mientras aguardábamos la salida del avión
que lo llevaría de regreso a Buenos Aires, obligado a cumplir un
absurdo requisito municipal, como era hacerle firmar un contrato a un ciego,
le expliqué de qué trataba el papel que ponía en sus
manos, tras lo cual Borges, docilmente, firmó. Fue todo un acto
de fe, pues podría haber firmado la declaración de la independencia
de Tertius, la Equal Rights Amendment, o un contrato de locación.
Ya con un pie en el avión, y como
saludo final, me recriminó nuevamente que no se hubiera concretado
un secuestro de esas características, y me alentó para que
lo intentáramos en otra ocasión.
(Esa ocasión nunca existió,
pero hoy y a la distancia, precisamente desde el lugar donde Borges de
algún modo comenzó a ser dado a conocer de la mano de Anderson
Imbert, quise rememorar aquel momento a partir del cual los verdaderos
secuestrados fuimos nosotros: aquellos jóvenes marplatenses afectos
a las letras. Secuestrados por la prosa precisa, la intuición poética,
el inveterado escepticismo, la fina ironía, el goce estético,
la libertad de creación, y el afán lúdico de la genial
pluma borgesiana).
Harvard Square, Cambridge, marzo
de 1996 |