CARETAS
Perú, abril de 1995 Honor al Mérito
- Con los Reyes
de España, durante la
- ceremonia. FOTO:
mvargasllosa.com
|
Mario
Vargas Llosa recibió el Premio Cervantes de
Literatura. CUANDO
el lunes 24 el escritor Mario Vargas Llosa
recibió de manos del Rey Juan Carlos de España
el Premio Cervantes, se convirtió en el escritor
más joven en recibir tamaño galardón en sus 20
años de existencia.
El autor de "El loco de los
balcones" se confesó abrumado por obtener
el premio dotado de quince millones de pesetas
(120,000 dólares) y de recibirlo en Alcalá de
Henares, ciudad donde naciera "el padre y
maestro mágico de nuestra literatura".
|
"Cervantes potenció la lengua española
a unas alturas que nunca había alcanzado, y
renovó el género novelesco, dotándolo de una
complejidad y sutileza tan vastas como la
ambición destructora y reconstructora del mundo
que lo anima", subrayó MVLL en su magistral
discurso de agradecimiento (La ficción y la
realidad). |
|
- Vuelta
(México) Junio de 1995
- La ficción y la realidad
MARIO VARGAS LLOSA
(Discurso de recepción del Premio
Cervantes)
- Discurso de
MVLL en ceremonia.
- FOTO:
mvargasllosa.com
|
Hay algo abrumador en obtener un Premio
llamado Cervantes y recibirlo en Alcalá de
Henares la ciudad donde nació el padre y maestro
mágico de nuestra literatura, en una ceremonia
realzada por la presencia de Sus Majestades. Y
que este acto tenga lugar precisamente el día
que se conmemora, con la muerte del autor del
Quijote, la vigencia de una lengua a la que su
genio inyectó un torrente de vida y de fantasía
que todavía bullen, rebosantes de juventud, cada
vez que abrimos la historia del Caballero de la
Triste Figura. ¿Qué puede decir este afortunado
escribidor que no haya sido ya dicho sobre
Cervantes? ¿Qué añadir sobre su obra que no
rechine como disco rayado? La vertiginosa
bibliografía y el culto oficial de que es
objeto, lo han, en cierta forma, petrificado,
como a Homero, Dante o Shakespeare, esos autores
que con él han pasado a ser símbolos de una
lengua y una cultura, haciéndonos olvidar, a
menudo, que el icono semidivinizado por el
respeto y las venias de las generaciones fue una
criatura de carne y hueso enfrentada, como las
demás, a las emboscadas de un destino incierto y
que su obra no resultó del milagro ni el azar,
sino de la voluntad, el trabajo, la artesanía y
la paciencia. En ningún otro de esos creadores
es tan visible ese relente de humanidad
identificable por el hombre común, como en la
vida azarosa que se inició en esta ciudad,
algún día del otoño de 1547, de Miguel, el
hijo de Rodrigo Cervantes, barbero y cirujano
chambón, que vivió acosado por los pleitos y
huyendo de la mala suerte. Esta fue la única
herencia que legó a su hijo, al parecer: los
infortunios -juicios, excomuniones, fugas,
estrecheces- de una existencia que, pese al
asedio de los historiadores conserva todavía
grandes zonas de sombra y, como la de
Shakespeare, tenemos en buena parte que adivinar.
|
Pero sí sabemos con certeza
que la vida de Cervantes fue la de un ciudadano
sin títulos ni fortuna, que vivió en la
medianía, aunque los dos arcabuzazos que
recibió en Lepanto y la mano izquierda que le
quedó anquilosada hayan inducido a los
hagiógrafos a izarlo sobre el zócalo del
héroe. No lo fue, por lo menos no en el sentido
épico de la expresión, sólo en ese otro,
discreto, que es el heroísmo de las gentes
anónimas, por haber resistido sin desfallecer
tantos reveses y pellejerías -los cinco años de
cautiverio en Argel, la esclavitud en manos del
renegado griego Dalí Mamí, las negativas de los
burócratas cuando quiso servir a la corona en
Indias, las cárceles por deudas, y la amargura
de no alcanzar la gloria en el genero príncipe
-la poesía-, debiendo contentarse con la plebeya
narrativa, tan lejos de la cúspide intelectual y
tan cerca del populacho.
|
- Distinguido
público escuchando discurso
- de MVLL.
FOTO: mvargasllosa.com
|
La vida de Cervantes nos emociona o
entristece pero no nos admira: era la precaria
del español de a pie de esos tiempos convulsos.
Lo que nos desconcierta es que de esa vida
marcada por la sordidez hubiera podido surgir una
aventura tan generosa como la del Quijote, esa
novela sobre la cual parece haberse dicho ya
todo, y, sin embargo, cada vez que la releemos
descubrimos que aún falta tanto por decir. Toda
obra genial es una evidencia y una incógnita. El
Quijote, como la Odisea, la Commedia o el Hamlet,
nos enriquece como seres humanos, mostrándonos
que, a través de la creación artística, el
hombre puede romper los limites de su condición
y alcanzar una forma de inmortalidad; al mismo
tiempo nos fulmina, haciéndonos conscientes de
nuestra pequeñez, contrastados con el gigante
que concibió esa gesta. ¿Cómo pudo perpetrar
un deicidio semejante? ¿Cómo fue posible
desafiar de ese modo la creación del Creador?
Escribiendo la historia del Ingenioso Hidalgo,
Cervantes potenció la lengua española a unas
alturas que nunca había alcanzado y puso un tope
emblemático para quienes escribimos en ella; y
renovó el género novelesco, dotándolo de una
complejidad y sutileza tan vastas como la
ambición destructora y reconstructora del mundo
que lo anima. Desde entonces, todas las novelas
se medirían con la marca que ella puso, ni mas
ni menos que todo el teatro estaría siempre
espiando a hurtadillas al de Shakespeare, como
piedra de toque. Que fue y es una gran novela
cómica y a la vez muy seria, que ella recrea en
un mito |
FOTO:
mvargasllosa.com
|
sencillo la insoluble
dialéctica entre lo real y lo ideal, que a la
vez que pulverizaba las novelas de caballerías
les rendía un soberbio homenaje, nos lo han
explicado los críticos. Pero han dicho menos
que, entre las muchas cosas que es, como todos
los grandes paradigmas literarios, el Quijote es
también una ficción sobre la ficción, sobre lo
que ella es y la manera como opera en la vida, el
servicio que presta y los estragos que puede
causar.
Este tema reaparece en todas las
literaturas porque es un tema permanente en la
vida de las gentes, y ningún novelista lo ha
descrito con tanta perfección, en una historia
tan seductora y tan clara, como lo hizo
Cervantes, acaso sin siquiera proponérselo ni
saber que lo hacia. Se trata de algo muy simple,
en un principio, aunque luego se vuelva
complicado. Hombres y mujeres no están contentos
con las vidas que viven, que se hallan siempre
por debajo de sus anhelos y, como no se resignan
a renunciar a esas vidas que no tienen, las viven
en sueños; es decir, en los cuentos que se
cuentan. La literatura es una rama de ese árbol
opulento: la ficción. Ese quehacer, inventarse y
contarse historias para soportar mejor la
historia que se vive, es antiquísimo como el
lenguaje y sin duda se practicó desde que las
primeras manifestaciones de una comunicación
inteligente sustituyeron a los gruñidos y
brincos del antropoide, en la caverna primitiva.
Allí debieron de escucharse, junto al fuego, las
primeras ficciones, en la misma actitud
reverencial con que, a lo largo de los milenios y
a lo ancho de todas las geografías, las
escucharían los niños de boca de las abuelas,
las tribus convocadas en los claros del bosque
por habladores y chamanes, los vecinos en las
plazas de las aldeas cantadas por los cómicos de
la lengua, y los poderosos en los salones de las
cortes y palacios recitadas por los troveros.
|
Con la escritura, la
ficción pasó al libro, que fijó lo que hasta
entonces era un universo perecible de oralidad.
La literatura estabilizó, dio permanencia a los
mitos y prototipos cuajados en la ficción:
gracias a ella, de un modo misterioso, esa vida
alternativa, creada para llenar el abismo entre
la realidad y los deseos sobre el cual se
columpia la criatura humana, obtuvo derecho de
ciudad y los fantasmas de la imaginación pasaron
a formar parte de lo vivido, a ser, en palabras
de Balzac, la historia privada de las naciones.
Una ficción es un
entretenimiento sólo en segunda o tercera
instancia, aunque, por supuesto, si también no
lo es, ella no es nada. Una ficción es, primero,
un acto de rebeldía contra la vida real y, en
segundo, un desagravio a quienes desasosiega el
vivir en la prisión de un único destino,
aquellos a los que solivianta esa
"tentación de lo imposible" que,
según Lamartine, hizo posible la creación de Los
miserables de Victor Hugo, y quieren salir
de sus vidas y protagonizar otras, más ricas o
más sórdidas, más puras o más terribles, que
las que les tocó. Esta manera de explicar la
ficción puede parecer truculenta, tratándose de
lo que a simple vista no es mas que el benigno
pasatiempo de un señor que, en la noche, antes
de que le vengan los bostezos, perpetra el crimen
de Raskolnikov y se duerme, o de la virtuosa
señora que toma el té de las cinco cometiendo
las travesuras de las damas de Bocaccio sin que
se entere su marido. Pero, como nos muestra
Alonso Quijano, la ficción es algo mas complejo
que una manera de no aburrirse: el transitorio
alivio de una insatisfacción existencial, un
sucedáneo para esa hambre de algo distinto a lo
que ya somos y ya tenemos, que, paradójicamente,
la ficción aplaca al mismo tiempo que exacerba.
Porque esas vidas prestadas que son nuestras
gracias a la ficción, en vez de curarnos de
nuestros deseos, los aumentan y nos hacen más
conscientes de lo poco que somos comparados con
esos seres extraordinarios que maquina el
fantaseador agazapado en nuestro ser.
|
- FOTO: El
País (Madrid)
|
La ficción es testimonio y fuente de
inconformidad, desacato del mundo tal como es,
prueba irrefutable de que la realidad real, la
vida vivida, están hechas apenas a la medida de
lo que somos, no de lo que quisiéramos ser, y
por eso debemos inventar unas distintas. Esa vida
ficticia, superpuesta a la otra, sobre todo
cuando ella es sobresaliente, como en los tiempos
en que Cervantes escribió su epopeya, no es un
síntoma de felicidad social más bien de lo
contrario. ¿Para qué necesitaría una sociedad
procrear en su seno esas vidas paralelas, esas
mentiras, si la que tiene le bastara, si las
verdades de la existencia la colmaran? La
aparición de una gran novela es siempre indicio
de una rebeldía vital, articulada en la
configuración de un mundo ficticio, que,
guardando el semblante del mundo real, en verdad
rechaza a este y lo cuestiona. Esa es, tal vez,
la explicación de la fortaleza con que Cervantes
parece haber sobrellevado su circunstancia:
desquitándose de ella con un deicidio
simbólico, reemplazando la realidad que lo
maltrataba con el esplendor de la que, sacando
fuerzas de sus decepciones, inventó para
oponerle. |
- FOTO: El
País (Madrid)
|
Combatir la realidad con la fantasía, que es
lo que hacemos todos cuando contamos o fabricamos
historias, es un juego entretenido mientras nos
mantengamos lúcidos sobre las fronteras
inquebrantables entre ficción y realidad. Cuando
esa frontera se eclipsa y ambos órdenes se
confunden, como ocurre en la mente del Quijote,
el juego cede el lugar a la locura y puede
tornarse tragedia. Ahora bien, aunque es evidente
que el temerario manchego acomete un sinfín de
disparates, pues actúa con una percepción de lo
real esencialmente falsa, o, mejor, falseada por
la ficción caballeresca, sus excentricidades no
le han merecido nunca el desprecio de los
lectores. Por el contrario, o incluso para sus
contemporáneos, que leyeron el libro riéndose a
carcajadas y vieron en él sólo una novela
risueña, el esmirriado manchego que arremete |
contra molinos de viento creyéndolos
gigantes, toma la bacía de un barbero por el
yelmo de Mambrino y ve castillos y palacios en
las ventas del camino, apareció como un ser
moralmente superior, empeñado en una aventura
noble e idealista, aunque, a causa de la
desbocada fantasía que enturbia su razón, todo
le salga al revés. Desde un principio, los
lectores se identifican con el Quijote, que ha
sucumbido a la tentación de lo imposible
tratando de vivir la ficción, y toman una
distancia perdonavidas del buen Sancho Panza, a
quien, por su sentido común, por vivir
amurallado dentro de lo posible, se ha convertido
en encarnación de una deleznable forma de
humanidad, la del hombre en el que la materia
sofoca al espíritu y cuyo horizonte vital es
mezquino de tanto pragmatismo. Juzgando en
frío, hay una gran injusticia en esta desigual
valoración de la celebre pareja, al menos si la
perspectiva del juicio se desplaza de lo
individual a lo social. Pues lo cierto es que
esos rechazos del Quijote al mundo tal como es
provocan múltiples desaguisados, tropelías y
aun catástrofes: destruyen bienes ajenos, ponen
en libertad a peligrosos criminales, diezman
rebaños, aterran o dejan tundidos y birlados a
humildes aldeanos. Las empresas del Quijote sólo
son simpáticas a sus lectores, de ninguna manera
a esos pobres diablos que su fantasía convierte
en encantadores, encantados o caballeros andantes
y a los que trata a menudo de ensartar con su
lanzón. Si hubiera prevalecido el pragmatismo de
Sancho, su comprensión cabal de las cosas de
este mundo, el Quijote tendría, al final de la
historia, los lomos menos magullados y su boca
mas dientes. Pero, entonces, no habría habido
novela -o ella habría sido aburridísima- y la
lengua y la literatura españolas serían menos
fecundas de lo que son.
|
Lo que quiere decir, por lo
menos, dos cosas. La primera, que en el Quijote
no admiramos a un personaje real sino a un
fantasma, a un ser de ficción, y que lo que nos
aleja de Sancho es que, a diferencia de su amo,
no se despega demasiado de nosotros, y por eso su
manera de actuar y ver las cosas no nos parecen
las de un ser novelesco sino las de un mero
mortal. Y eso me lleva a la segunda conclusión:
que la razón de ser de la ficción no es
representar la realidad sino negarla,
transmutándola en una irrealidad que, cuando el
novelista domina el arte de la prestidigitación
verbal como Cervantes, se nos aparece como la
realidad autentica, cuando en verdad es su
antítesis.
Ese es, acaso, el simbolismo del
Quijote que mueve más íntimamente nuestra
solidaridad hacia su desgarbada silueta: él ha
convertido en practica cotidiana esa ficción que
el común de los mortales necesita también para
rellenar los vacíos de la vida pero sólo visita
a ratos, cuando suena, lee o asiste a un
espectáculo, es decir, cuando se desdobla,
ayudado por la imaginación. El Quijote no se
desdobla: sale de sí de verdad, cruza los
limites prohibidos, hacia los espejismos de la
ficción, y ni los peores reveses consiguen
regresarlo al mundo real. Más que el contenido
de su sueno o su tabla de valores, lo que en él
es eterno es el hambre de ficción que lo
carcome, tan avasallador que lo empuja a ese
enloquecido trueque: dejar de ser de carne y
hueso para tornarse quimera, ilusión.
|
- Con su
Majestad el Rey Juan Carlos. Reunión
anual del Patronato del
- Instituto
Cervantes.
- En el Palacio
Real de la Granja. 1995.
- FOTO:
mvargasllosa.com
|
Es verdad que la empresa quijotesca -salir de
la realidad propia para vivir la fantasía- ha
dado tipos humanos excepcionales, gracias a cuyas
temeridades el mundo ha progresado en el dominio
del conocimiento, y que sin ellos la vida sería
mucho más gris de lo que es. El progreso
científico, social, económico, cultural, se
debe a soñadores así: sin ellos no se habría
descubierto aún América, ni la imprenta, ni los
derechos humanos y seguiríamos zapateando en la
tierra para que cayera la lluvia sobre las
cosechas. Pero también es cierto que el llamado
de lo irreal, al aguijonear en hombres y mujeres
el apetito de lo que no tienen ni tendrán, ha
aumentado, considerablemente, su infelicidad. Se
trata de un problema insoluble, pues no hay una
manera realista de que aquello que intenta el
Quijote sea posible y leguemos a vivir,
simultáneamente, en la vida objetiva de la
historia y en la subjetiva de la ficción. |
- El Rey Juan
Carlos de España, la Reina Sofia y MVLL.
FOTO: mvargasllosa.com
|
Pero sí hay una manera figurada, y es la que
pactan Cervantes y sus lectores, claro esta. De
ese contrato subconsciente que firman el
novelista y su público para jugar a las mentiras
depende la novela, genero nacido para completar
las incompletas vidas de los mortales con
aquellas raciones de heroísmo o de pasión, de
inteligencia o de terror, que añoran porque no
las tienen o no en las dosis que exige su
imaginación, ese combustible de la disidencia
vital. Es verdad que la ficción es un paliativo
fugaz para el desasosiego que surge de la
conciencia de nuestros confines, la imposibilidad
en que nos hallamos de ser y hacer todo lo que
nuestra fantasía reclama. Pero, aún así,
gracias a ella nuestras vidas se multiplican en
un universo de sombras que, aunque frágiles y
amasadas con una leve materia, se incorporan a
nuestras vidas, influyen en nuestros destinos y
nos ayudan a solucionar el conflicto que resulta
de esa extraña condición nuestra de tener un
cuerpo condenado a una sola vida y unos apetitos
que nos exigen otras mil. La manera como la
literatura influye en la vida es misteriosa y
todo lo que se diga al respecto debe tomarse con
cautela. ¿Hizo la ficción mas desdichado o más
feliz a don Alonso Quijano? De un lado, lo puso
en entredicho con el mundo, lo hizo estrellarse
contra la terca realidad y perder todas las
batallas. De otro ¿no vivió así mas plenamente
que los demás? ¿Hubiera sido más envidiable su
destino sin esa porfía suya en proyectar sobre
el mundo las criaturas de su espíritu? ¿NO hay,
en esa empresa insensata, algo que nos redime de
la rutina, no nos hace vivir algo de todo aquello
que no hicimos, ni fuimos, y hemos vivido
aflorando, soñándolo? |
Por eso, si todos los seres humanos que
recurren a las ficciones tienen por el Quijote
una devoción particular, los que dedicamos
nuestras vidas a escribirlas nos sentimos
recónditamente afectados por su historia, que
simboliza la que emprendemos cada vez que,
enfrentados a la pagina en blanco con la
fantasía y las palabras, lo emulamos en el afán
de arraigar lo imaginario en lo cotidiano, la
ilusión en la acción, el mito en la historia, y
encontramos en su aventura aliciente para las
nuestras. Pero, quizás, estas consideraciones
sean demasiado abstractas para hablar de una
vocación, la del contador de historias, que es a
la que debo estar hoy día aquí, en la patria
chica de don Miguel de Cervantes, recibiendo este
premio que honra su memoria y que me honra, de
mano de los Reyes de España. Como todo el que
escribe historias, yo fui lector antes que
escribidor, y, antes que lector, fui, por
supuesto, escuchador de ficciones. Mi
vocación debió nacer al conjuro de aquella otra
vida que me revelaron los cuentos de los abuelos,
o de la tía abuela Elvira, la Mamaé, en
Cochabamba, cuando era un pequeño déspota de
pantalón corto, que, por lo visto, exigía una
historia con principio y final por cada cucharada
de sopa. Yo era entonces inmensamente feliz,
viviendo, como Alonso Quijano, "todo absorto
y empapado en lo que había leído en sus libros
mentirosos". Pinocho, La Sombra, El Coyote,
Bi1l Bames, el pequeño Guillermo, Mandrake y
Nostradamus, las correrías del Zorro en la
Misión de San Juan de Capristano, las de
Sandokan y el fiel Yáñez en Malasia y las
historias que irrumpían en la casona de Ladislao
Cabrera con El Peneca y el Billiken llenaban mis
días de exaltación. En mi memoria, aquellos
personajes se conservan más vívidos que
Gumucio, Román, Artero, Zapata y Ballivian y
demás compañeros de La Salle con los que
reproducíamos sus hazañas en los patios y
techos de la casa. (Olmedo lloriqueaba porque,
para entrar en el juego, debía hacer de Chita,
el mono de Tarzán).
|
No sé cuando oí hablar por
primera vez de Don Quijote, pero me gustaría que
hubiera sido allí, en Bolivia, y de boca del
abuelo Pedro, a quien mi infancia debió tanto,
un señor que tenía una frente muy ancha y una
gran nariz. Escribía versos festivos cuando se
presentaba la ocasión, contaba cuentos con manas
de brujo y me incitó a leer libros soberbios.
Pero si recuerdo con precisión que mi primera
tentativa de entrar en el Quijote, en algún año
de la secundaria, fue un fracaso: a cada
párrafo, las palabras difíciles y los giros
arcaicos pulverizaban la ilusión, y a mí lo que
me gustaba de las novelas -lo que me gusta
todavía de las novelas- era que me abolieran y
transubstanciaran, como a Alonso Quijano las del
Amadís y del Espliandán, y me hicieran
enamorarme, combatir, enfurecerme, llorar, matar
y resucitar. Sólo años después, y gracias a La
ruta de Don Quijote (1905), de Azorín,
relato de su recorrido por la Mancha en pos de
las huellas de Cervantes, volví a leerlo hasta
el final.
|
- Recibiendo la
algarabía de los tunos. FOTO:
mvargasllosa.com
-
|
Para entonces era un devorador desaforado de
historias ajenas y garabateador de algunas
propias. No sospechaba que llegarla a ser un
escritor pero ya me desvelaba esa ambición, que
parecía todavía mas improbable que esas otras,
acariciadas en secreto: ser marino, torero,
aviador, legionario, explorador, mosquetero, rey
del mambo y conquistador de la India y de
Brigitte Bardot. Pero sí sabía que siempre
seria un lector empedernido de novelas porque las
horas que pasaba sumido en esa vorágine de
destinos excepcionales, paisajes exóticos y
gentes estimulantes, eran siempre las mejores.
Sin exageración puedo decir, por eso, que entre
mis quince y veinte años, mientras estudiaba
Letras y Derecho y manufacturaba noticias y
reportajes alimenticios, me las arregle, sin
salir de Lima, para combatir al Kuomintang con
los camaradas chinos en las calles de Shangai,
perseguir a un gran cetáceo blanco por los mares
de Oceanía en un ballenero de Nueva Inglaterra,
vivir la bohemia de la entreguerra en los cafés
de Montparnasse, mudar en cucaracha y ser
ejecutado por un ignoto crimen en una ciudad que
pudo ser Praga, sufrir la derrota napoleónica en
la morme plaine de Waterloo, asfixiarme de
oscuras fobias y retorcidas animosidades en el
violento Deep South, y, ayudado por la linda
Placer-de-mi-Vida, cometer gongorinas
bellaquerías con Carmesina, la heredera de
Grecia, mientras devastaba el Imperio turco.
Malraux, Melville, Hemingway, Kipling, Kafka,
Victor Hugo, Stendhal, Faulkner, Johanot
Martorell, Balzac, Flaubert, Tolstoi y tantos
otros fabuladores formidables, debieran
comparecer a recibir este premio conmigo, pues
sin ellos, que deslumbraron mi juventud y me
enseñaron a animar los sueños en la vida
gracias a las palabras, no habría llegado a ser
un escritor. La literatura ha sido mi primer y
más grande amor, la más querida de las
servidumbres, pero sé de sobra que tampoco
habría podido consagrar mi tiempo a mi vocación
como lo he hecho, ni escribir lo que he escrito,
ni publicar lo que he publicado, ni, por cierto,
estar hoy aquí, recibiendo el Premio Cervantes,
sin España, la tierra de los remotos antepasados
que es ahora también la mía. Quien me iba a
decir, en aquel verano de 1958, cuando
desembarque en el puerto de Barcelona y corrí a
las Ramblas a identificar los lugares descritos
por Orwell, en su Homenaje a Cataluña, que
llevaba
escondido en la maleta, que, a partir de
entonces, mi vida daría un vuelco mágico. La
acción de gracias sería interminable pero creo
que puedo reducirla a algunos reconocimientos. El
primero, a esos médicos catalanes, amantes de
los cuentos y de Leopoldo Alas, que editaron mi
primer libro. Y a Carlos Barral, poeta, editor y
compinche queridísimo a quien nunca podremos
agradecer bastante lo que hizo por desembotellar
la vida cultural de los sesenta y unir, en un
gran intercambio de libros, ideas, valores y
amistades, a lectores y escritores de ambas
orillas del Océano. Había algo quijotesco en
Carlos Barral, en su flacura con úlceras y su
desprecio al mundo comestible, en su
munificiencia de señor renacentista y sus
desplantes retóricos, pero, sobre todo, en su
aptitud para desobedecer la realidad, trabajar
contra sus intereses, preferir la forma al
contenido -el teatro a la vida- y vivir la
ficción hasta sus ultimas consecuencias, es
decir, la derrota y la muerte. Antes de ser
derrotado definitivamente se dio mana para abrir
las puertas de España a la mejor literatura
moderna y para promover a una serie de escritores
nuevos, yo entre ellos, que, sin su aliento, su
fe en lo que hacíamos y sus maquiavelismos para
sortear la censura, jamas habríamos salido del
limbo. Tendría, también, que citar a otros
editores, críticos benevolentes, compañeros del
oficio y, por supuesto, a los lectores
españoles, esas amigas y amigos invisibles que
estuvieron siempre allí para levantarme la
moral. Pero seria interminable y me contentare
sólo con agradecer lo mucho que le deben mis
libros, mi familia, mi persona pública y mis
demonios inconfesables a quien, desde hace
treinta anos, en su torre de vigía de la ciudad
condal, organiza y desorganiza ganiza como un
hada madrina fugada de los manuscritos de Cide
Hamete Benengeli mi trabajo de escritor,
defendiéndolo de toda clase de peligros,
empezando por mi mismo. Terror de editores,
conspiradora pertinaz, pródiga amiga, cómplice
de mil y una aventuras, se llama Carmen Balcells
y juraría que anda por aquí, llorando como una
Magdalena.
Y ahora, para terminar, con permiso de Sus
Majestades, quisiera contarles un cuento. ¿Hay
manera mejor de recordar a don Miguel de
Cervantes Saavedra que practicando, el día de su
fiesta, este oficio al que su genio dio tanta
gloria? ¿Y que homenaje podría apreciar mas don
Quijote de la Mancha, ese fantaseador
indoblegable, que el de una ficción viva,
desplegando sus alas en el aire culto de este
claustro? Se trata de una historia que no es mía
y que ni siquiera es inventada, pues la leí en
un periódico, hace meses. Desde entonces, me
ronda en la memoria como una tierna alegoría
sobre los poderes y maleficios de la ficción.
Aquel caballero madrileño, hoy un hombre
entrado en anos, era un mozalbete sin barba al
que un día, de pura casualidad, cayó en las
manos una novela de autor ruso, no sé cuál. Le
gustó tanto, pasó tan bien aquellas horas,
trasladado en espíritu de Madrid a Moscú, o San
Petesburgo, o a algunas de esas mansiones
perdidas en la inmensidad de las estepas donde
ocurren las historias de Gogol o los dramas de
Chéjov, que el joven de mi cuento empezó a
buscar afanoso otras novelas rusas y a
devorarlas. Lo que fue al principio una
curiosidad, un pasatiempo, se convirtió con los
meses y los anos en una vocación, en un vicio,
en una enfermedad. No se hizo escritor, ni
crítico literario, ni profesor de letras
eslavas, ni aprendió ruso. Fue y es todavía,
solamente -pero ese solamente es un universo-
lector de novelas rusas traducidas al español.
Ahora, gracias a él, sabemos que hay miles de
cuentos y novelas rusas vertidos a nuestra
lengua, y lo sabemos porque todos esos libros
están, o tarde o temprano estarán, en la
biblioteca de este señor que les profesa el
mismo amor que Alonso Quijano a las novelas de
caballerías. Mi ferviente lector, a lo largo de
su vida, mientras terminaba los estudios de
Leyes, se recibía de abogado, y practicaba su
profesión, paralelamente llevaba una doble y
suntuosa vida, allá, en Rusia. Quiero decir que
recorría las librerías nuevas y viejas de
Madrid en busca de novelas rusas, que compraba,
leía y releía. Lo ha venido haciendo toda una
vida. Lo hace todavía. Los años no han
entibiado su entusiasmo; el reportaje de mi
cuento lo mostraba en plena forma, relatando con
regocijo sus cacerías por el Rastro, por los
puestos y estanterías de las esquinas, y
mostrando su botín, esos volúmenes que han
invadido los cuartos y pasillos de su hogar.
Pero, tal vez, la parte más extraordinaria de
la historia sea esta: que el caballero asegura
haber leído gran parte de aquella biblioteca de
libros rusos sobre la marcha y al aire libre, es
decir, andando por el centro de Madrid, en las
idas y venidas de su casa a su estudio y de su
estudio a su casa, a lo largo de muchas décadas.
Las precisiones y detalles que ofrecía eran
sorprendentes, hasta inverosímiles, pero era
obvio que decía la verdad. Juraba que sus pies,
o su instinto, o el ángel de la guarda de los
lectores compulsivos, habían llegado a memorizar
tan rigurosamente cada bache, cada poste de luz,
cada agujero, saliente o sardinel de la Gran Vía
que no necesitaba casi levantar los ojos del
libro que iba leyendo, a lo largo de todo el
trayecto y que en esas matutinas y vespertinas
lecturas semovientes, nada lo arrancaba de su
hipnótica concentración. Exactamente aquí
quiero terminar el cuento y dejar al caballero,
avanzando a un ritmo parejo, ni muy despacio ni
muy rápido, por la atestada arteria madrileña,
entre presurosos asalariados, vagos, paseantes y
hordas de turistas, sus ojos moviéndose con
deleite sobre las líneas del libro que lleva en
las manos, indiferente a las bocinas y a las
voces y a los olores y sabores de la actual
realidad, exiliado en el tiempo y el espacio,
disfrutando con toda la atención de su alma de
la efusiva animación de una aldea siberiana o
galopando en salvajes caballos de cosacos a la
orilla del Don, atragantándose de vodka y caviar
y balalaikas con los oficiales de la zarina o
temblando de frío y de remordimientos entre las
nubes del sahumerio, los íconos dorados y las
barbas de los popes, en una iglesia ortodoxa con
capillitas como alveolos de panal. Nada lo
distrae, nada lo despierta, nada le recuerda los
avatares de su vida real. Rumbo al trabajo o al
porrazo, el caballero vive la ficción y es
feliz.
ALCALÁ DE
HENARES, 23 DE ABRIL DE 1995.
|
|