Premio de Príncipe de Asturias de Letras 1986:

Mario Vargas Llosa
compartido con Rafael Lapesa
FALLO: Los miembros del Jurado del Premio Príncipe de Asturias 1986 en Letras, Carlos Luis Álvarez, Luis Maria Ansón, Jaime Campmany, Álvaro Galmés, Pablo García Baena, Fernando Lázaro Carreter, José María Martínez Cachero, Fernando Onega, y Gonzalo Torrente Ballester, reunidos en Oviedo los días 22 y 23 de mayo de 1986 bajo la presidencia de Joaquín Calvo Sotelo y con Emilio Alarcos Llorach de secretario, han decidido por unanimidad otorgar este premio a Mario Vargas Llosa y a Rafael Lapesa Melgar. En el caso del Sr. Vargas Llosa, el Jurado ha valorado sus extraordinarios dotes de contador de historias, el peso y variedad de su obra, lleno del espíritu de libertad creativa y su maestría en el lenguaje.

Otorgando el premio al Sr. Lapesa el Jurado reconoce su rigoroso, constante y profundo trabajo en esclarecer la historia del lenguaje español, como también su fructífera labor de enseñanza en España y América.

Discurso de aceptación del Premio en Oviedo, el mes de noviembre de 1986:

El Lunarejo en Asturias

Imagino que se me ha confiado la honrosa tarea de agradecer los Premios Príncipe de Asturias porque, entre los premiados, yo puedo testimoniar mejor que nadie sobre el espíritu generoso que los informa y, viniendo del remoto Perú, sobre su vocación universal. Lo hago con la modestia debida, pero, también, orgulloso de compartir este reconocimiento con los distinguidos intelectuales, artistas, científicos e instituciones que los han merecido. Y feliz de hacerlo en esta tierra de Asturias, de recias cumbres y verdes campiñas, donde nació uno de los escritores que más admiro -Clarín- y que es un símbolo, en la historia de Occidente, de amor a la soberanía y a la libertad.

Y puesto que los Premios Príncipe de Asturias hermanan, cada año, a hombres y mujeres de España y de América Latina, quizá sea una ocasión propicia para reflexionar con alta voz sobre aquel hecho fronterizo en la Historia, del que pronto celebraremos cinco siglos: la inserción de América, por obra de España, en el mundo occidental. Vale la pena hacerlo porque, aunque antiguo y sabido, es un hecho que todavía no resulta evidente para todos ni suelen sacar de él, algunos gobiernos y personas, las conclusiones que se imponen.

Españoles e hispanoamericanos vivimos trescientos años de historia común y, en esos tres siglos, la tierra a la que llegó Colón desapareció y fue reemplazada por otra, sustancialmente distinta. Una tierra que, enriquecida por los fermentos de su entraña pre-hispánica y por los aportes de otras regiones del planeta -el África, principalmente-, piensa, cree, se organiza, habla y sueña dentro de valores y esquemas culturales que son los mismos de Europa. Quien se niega a verlo así tiene una visión insuficiente de América o de lo que es el horizonte cultural de Occidente.

Luego de tres siglos en que fueron una sola, las naciones que España ayudó a formar y a las que marcó de manera indeleble, estallaron en una miríada de países que, entre fortunas e infortunios -más de estos que de aquellas- tratan de forjarse un destino decente y de aniquilar a esos demonios que han emponzoñado su historia: el hambre, la intolerancia, las desigualdades inícuas, el atraso, la falta de libertad, la violencia. Son demonios que España conoce porque también en la Península han causado estragos.

Lo que la Historia unió los gobiernos se encargan a menudo de desunirlo. Nuestro pasado, en América, está afeado por querellas estúpidas en las que nos hemos desangrado y empobrecido inútilmente. Pero todas las guerras y disensiones no han podido calar más hondo de la superficie; bajo los transitorios diferendos subsisten, irrompibles, aquellos vínculos que España estableció entre ella y nosotros, y entre nosotros mismos, y que el tiempo consolida cada vez más: una lengua, unas creencias, ciertas instituciones y una amplísima gama de virtudes y defectos que, para bien y para mal, hacen de nosotros parientes irremediables por encima de nuestros particularismos y diferencias.

Quizá una pequeña historia podría ilustrar mejor lo que me gustaría decir. Ya que eso es lo que soy -un contador de historias- permítame que se las cuente.

Es la historia de un indio del Perú, que nació en 1629 ó 1632 -nadie ha podido precisarlo-, en una aldea perdida de los Andes, cuyo nombre, Calcauso, ni siquiera figuró en los mapas. Estaba -a lo mejor está aún- en la provincia de Aymaraes, en Apurímac. Era un muchacho curioso y vivaracho a quien, un día, un clérigo de paso, impresionado por sus dotes, llevó consigo al Cusco e hizo estudiar en el Colegio de San Antonio Abad, donde se concedían algunas becas para "hijos de indígenas". Sabemos muy pocas cosas de su biografía. Ni siquiera es seguro que se llamara con el nombre y el apellido españoles con que ha pasado a la historia: Juan Espinoza Medrano. Parece probado, eso sí, que tenía la cara averiada por verrugas o por un enorme lunar y que a ello debió su apodo: el Lunarejo.

Pero sus contemporáneos le pusieron también otro sobrenombre más ilustre: el Doctor Sublime. Porque aquel indio de Apurímac llegó a ser uno de los intelectuales más cultos y refinados de su tiempo y un escritor cuya prosa, robusta y mordaz, de amplia respiración y atrevidas imágenes, multicolor, laberíntica, funda en América hispana esa tradición del barroco de la que serían tributarios, siglos más tarde, autores como Leopoldo Marechal, Alejo Carpentier y Lezama Lima.
La leyenda dice que cuando el Doctor Sublime predicaba, desde el púlpito de la modesta iglesia del barrio de San Cristóbal, en el Cusco, de la que fue párroco, la nave rebosaba de fieles y que había quienes hacían largas travesías para escucharlo. ¿Entendía esa apretada multitud lo que el Lunarejo les decía? A juzgar por los sermones quede él nos han llegado -La Novena Maravilla se titula, con cierta hipérbole, la recopilación- es probable que, la mayoría, no. Pero no hay duda de que esa palabra lujosa, musical, que convocaba con autoridad a los poetas griegos filósofos romanos, a fabulistas bizantinos, trovadores medievales y prosistas castellanos y los hacía desfilar galanamente por la imaginación de sus oyentes, hechizaba a su auditorio.

El único libro escrito por el Lunarejo del que tenemos noticia es un texto polémico: el Apologético a favor de Don Luis de Góngora, que publicó en 1662, refutando al crítico portugués Manuel de Faría y Souza, que había atacado el culteranismo. Hay a quienes la intención de este turbulento panfleto hace reír. ¿No era patético que, allá, tan lejos de Madrid, y tan fuera de tiempo, ese indiano se empeñara en intervenir en una polémica que, aquí, en Europa había cesado hacía varias décadas y cuyos protagonistas estaban ya muertos? A mí, el anacrónico empeño del curita cusqueño, lanzándose, desde su barriada andina, a reavivar esa extinta polémica, me conmueve profundamente. Porque en su texto erudito, belicoso, atiborrado de pasión y de metáforas, hay una voluntad de apropiación de una cultura que adelanta lo que es hoy, intelectualmente, América Latina. En el Lunarejo, y en un puñado de otros creadores indianos, como el inca Garcilaso o Sor Juana Inés de la Cruz, las ideas y la lengua que fueron de Europa a América han echado raíces y germinado en un pensamiento y en una estética que representan ya un matiz diferente, una inflexión propia muy nítida dentro de la literatura española y la civilización occidental.

En el Apologético a favor de Don Luis De Góngora, el Lunarejo cita o glosa a más de ciento treinta autores, desde Homero y Aristóteles hasta Cervantes, pasando por el Aretino, Erasmo, Tertuliano y Camoens. Las citas cultas eran un ritual de los tiempos, como rendir pleitesía al cielo y a los santos. En su caso, son, también, un ejercicio de magia simpatética, un conjuro para atraer a esas tierras y arraigar en ellas a quienes representaban, entonces, las cimas de la sabiduría y el arte. Aquella brujería fue eficaz: obras como las de Neruda, Borges y Octavio Paz han sido posibles en América Latina gracias a la testarudez con que, gentes como el Lunarejo, decidieron hacer suya, asumir como propia, la cultura que España trasplantó a sus tierras.

En los tiempos del Doctor Sublime, la mayoría de nuestros escritores eran menos epígonos: repetían, a veces con buen oído, aveces desafinando, los modelos de la metrópoli. Pero, en algunos casos, como en el suyo, apunta ya un curioso proceso de emancipación en el que el emancipado alcanza su libertad y su identidad eligiendo por voluntad propia aquello que hasta entonces le era impuesto. El colonizado se adueña de la cultura del colonizador y, en vez de mimarla, pasa a crearla, aumentándola y renovándola. Así, se independiza en la medida que se integra. En eso consiste la soberanía cultural de Hispanoamérica: en saber que Cervantes, el Arcipreste y Quevedo son tan nuestros como de un asturiano o de un leonés. Y que ellos nos representan tan legítimamente como las piedras de Machu Picchu o las pirámides mayas.

Aquel proceso fue extraño, sinuoso y, sobre todo, lento. Como el Doctor Sublime, otros hispanoamericanos encontraron su propia voz, sin proponérselo, tratando de emular a los peninsulares. En el Lunarejo, la inventiva y el brío verbal son tan fuertes que rompen los moldes estrechos y rastreros del género que escogió para expresarse. Su Apologético no es tal, sino un poema en prosa en el que, con el pretexto de reverenciar a Góngora y vituperar a Faría y Souza, el apurimeño se libra a una suntuosa prestidigitación. Juega con los sonidos y el sentido de las palabras, fantasea, canta, impreca, cita y va coloreándolos vocablos y los malabares con un dejo personal. Al final, no vemos en su texto una reivindicación de Góngora y una abominación del portugués: lo vemos a él, emergiendo, borracho de verbo y retruécanos, con una figura propia tan resuelta que afantasma al poeta y al crítico.

En el Lunarejo se vislumbra lo que serían el Perú, Hispanoamérica: la frontera austral del Occidente, un mundo en ciernes, inconcluso, ansioso de cuajar, que tiene prisa y que a veces se cae de bruces. Pero la meta final de esa carrera de obstáculos en que está América Latina es clarísima y nada nos ayudaría tanto a alcanzarla como que Europa Occidental entendiera que nuestra suerte está unida a la de ella y que el anhelo de nuestros pueblos es lograr sociedades prósperas y justas, dentro del sistema de libertad y convivencia que es la más grande contribución de Occidente a la humanidad.

A lo mucho que nos unió en el pasado, hoy nos une, a españoles y a hispanoamericanos, otro denominador común: regímenes democráticos, una vida política signada por el principio de la libertad. Nunca, en toda su vida independiente, ha tenido América Latina tantos gobiernos representativos, nacidos de elecciones, como en este momento. Las dictaduras que sobreviven son apenas un puñado y alguna de ellas, por fortuna, parece estar dando las últimas boqueadas. Es verdad que nuestras democracias son imperfectas y precarias y que a nuestros países les queda un largo camino para conseguir niveles de vida aceptables. Pero lo fundamental es que ese camino se recorra, como quieren nuestros pueblos -así lo hacen saber, clamorosamente, cada vez que son consultados en comicios legítimos- dentro del marco de tolerancia y de libertad que vive ahora España.

Para nuestros países, lo ocurrido en la Península en estos años, ha sido un ejemplo estimulante, un motivo de inspiración y de admiración. Porque España es el mejor ejemplo, hoy, de que la opción democrática es posible y genuinamente popular en nuestras tierras. Hace veintiocho años, cuando legué a Madrid como estudiante, había en el mundo quienes, cuando se hablaba de un posible futuro democrático para España, sonreían con el mismo escepticismo que lo hacen ahora cuando se habla de la democracia dominicana o boliviana. Parecía imposible, a muchos, que España fuera capaz de domeñar una cierta tradición de intolerancias extremas, de revueltas y golpes armados. Sin embargo, hoy todos reconocen que el país es una democracia ejemplar en la que, gracias a la clarísima elección de la Corona, de las dirigencias políticas y del pueblo español, la convivencia democrática y la libertad parecen haber arraigado en su suelo de manera irreversible.

A nosotros hispanoamericanos, esta realidad nos enorgullece y nos alienta. Pero no nos sorprende; desde luego que era posible, como lo es, también, allende el mar, en nuestras tierras. Por eso, alas muchas razones que nos acercan, deberíamos decididamente añadir esta otra: la voluntad de luchar, hombro con hombro, para preservar la libertad conseguida, para ayudar a recobrarla a quienes se la arrebataron y a defenderla a los que la tienen amenazada. ¿Qué mejor manera que ésta de conmemorar el quinto centenario de nuestra aventura común?

La palabra Hispanidad exhalaba, en un pasado reciente, un tufillo fuera de moda, a nostalgia neocolonial y a utopía autoritaria. Pero, atención, toda palabra tiene el contenido que querramos darle. Hispanidad rima también con modernidad, con civilidad y, ante todo, con libertad. De nosotros dependerá que sea cierto. Hagamos con esas dos palabras, Hispanidad y libertad, las piruetas que le gustaban al Lunarejo: juntémoslas, arrejuntémoslas, fundámoslas, casémoslas y que no vuelvan a divorciarse nunca.

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