Utopía por santo Tomas Moro

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Libro Primero

·         I

·         II

·         III

Libro Segundo

·         De las ciudades y señaladamente de Amaurota

·         De los magistrados

·         De los oficios

·         De la manera de vivir y relaciones mutuas

·         De los viajes y otras cosas

·         De los esclavos, los enfermos, los connubios y otras diversas materias

·         Del arte de la guerra

·         De las religiones en Utopía.

 

Libro Primero

Plática de Rafael Hitlodeo sobre la mejor de las Repúblicas

I

El muy invicto y triunfante Rey de Inglaterra, Enrique Octavo de su nombre,

Príncipe incomparable dotado de todas las regias virtudes, había tenido

recientemente una disputa sobre negocios graves y de grande importancia con

Carlos, el poderoso Rey de Castilla, y, para conciliar las diferencias, me mandó

Su Majestad como embajador a Flandes, en compañía del sin par Cuthbert Tunstall,

a quien el Soberano, con gran contento de todos, acababa de dar el oficio de

Guardián de los Rollos ( En el siglo XVI el cargo público de Master of the

Rolls, llevaba aparejada la misión de suplir al Canciller de sus funciones

jurisdiccionales). Por temor a que den poco crédito a las palabras que salen de

la boca de un amigo, no diré nada en alabanza de la prudencia y el saber de ese

hombre. Mas son tan conocidos sus méritos que, si yo pretendiera loarlos,

parecería que quisiese mostrar y hacer resaltar la claridad del sol con una

vela, como dice el proverbio ( La inspiración de este proverbio se encuentra en

un Adagio de Erasmo, mismo que dice: incernam adhibere in meridie).

Como se había convenido de antemano, en Brujas encontramos a los mediadores del

Príncipe, todos ellos hombres excelentes. El jefe y cabeza de los mismos era el

Margrave (Título de nobleza que en Alemania equivalía al de marqués) - como le

llaman allí - de Brujas. varón esclarecido; pero el más ilustrado y famoso de

éllos era Jorge Temsicio, Preboste (Aquél que es el jefe, presidente o

gobernante de una comunidad) de Cassel, eminente jurisconsulto, inteligente y

con grande experiencia de los negocios, hombre que, por su saber, y también

porque la naturaleza le había hecho ese don, hablaba con singular elocuencia.

Celebramos luego un par de conferencias y no pudimos ponernos enteramente de

acuerdo sobre ciertas estipulaciones, por lo que ellos se despidieron de

nosotros y se marcharon a Bruselas para saber cuál era la voluntad de su

Príncipe.

Yo, mientras tanto, me fuí a Amberes, porque así lo requerían mis negocios.

Estando en aquella localidad vinieron a visitarme varias personas, pero la más

agradable visita para mí fue la que me hizo Pedro Egidio (Se refiere a Peter

Gilles o Aeguidius 1486 - 1533, su gran amigo quien fuese contemporáneo de

Erasmo), ciudadano de Amberes, hombre que en su patria gozaba fama de ser

íntegro y honrado a carta cabal, muy estimado entre los suyos y digno aún de

mayor consideración. Es sabio, es virtuoso, sabe mostrarse amable con toda

suerte de personas ; pocos jóvenes habrá que le aventajen en eso. Para sus

amigos tiene un corazón de oro; es con ellos afectuoso, leal y sincero; no se le

puede comparar con nadie. No puede ser más humilde y cortés. Nadie como él usa

menos del fingimiento o del disimulo, nadie tiene una sencillez más prudente.

Además, su compañía amable, su alegre afabilidad, hicieron que su trato y su

conversación mitigaran la tristeza que me embargaba por hallarme lejos de mi

patria, de mi esposa y de mis hijos, y apagaron, en parte, mi ferviente deseo de

volver a verlos después de una separación que duraba más de cuatro meses.

Cierto día, luego de haber oído misa en la iglesia de Nuestra Señora, que es el

templo más hermoso y concurrido de toda la ciudad, cuando me disponía a volver a

mi posada, tuve le fortuna de ver al antes mentado Pedro Egidio hablando con un

desconocido de avanzada edad, rostro curtido por el sol, luengas barbas,

terciada la capa al hombro con descuido, todo lo cual me dió a entender que su

dueño debía de ser marino. Vióme Pedro, acercóse a mí v me saludó. Iba yo a

responderle cuando, señalando al hombre con quien le había visto conversar

antes, me dijo:

- Tenía la intención de llevarlo en derechura a vuestra casa.

- Le hubiera recibido bien por traerlo vos -repliqué.

- Diríais que por sí mismo, si le conocierais. Nadie como él, entre los hombres

que viven hoy, podría contaros tantas cosas acerca de los países y hombres

incógnitos. Y yo sé lo mucho que os gusta oír hablar de esto.

- Veo que acerté, porque a primera vista le juzgué marino.

- Pues os habéis equivocado. Cierto es que ha navegado, mas no como el marino

Palinuro (Referencia al piloto de Eneas), sino como el hábil y prudente Príncipe

Ulises; más bien como el sabio filósofo de la antigüedad Platón. Porque este

mismo Rafael Hytlodeo conoce tan bien la lengua latina como la griega. Es mejor

helenista Que latinista, pues se entre,gó al estudio de la Filosofía y sabe que

los latinos no han escrito libros eminentes, salvo algunos pocos de Séneca y de

Cicerón. Es portugués y dejó la hacienda que tenía en su tierra natal a sus

hermanos. Luego se unió a Américo Vespucio, pues tenía el deseo de ver y conocer

los países remotos del mundo. Acompañó a éste en los tres últimos viajes de los

cuatro que hizo, cuya relación se lee ya por todas partes (Téngase en cuenta que

en 1507 se había publicado la relación de los viajes de Américo Vespucio). No

volvió con él de su último viaje. Tanto porfió Hytlodeo en quedarse con los

veinticuatro hombres que dejaba allí Vespucio, que éste, contra su voluntad,

hubo de darle la licencia que le pedía. Quedóse, pues, allí como era su gusto,

pudiendo más en él su afición a los viajes y a las aventuras que el temor a

morir en tierra extraña. Siempre tiene en los labios estas dos máximas: El Cielo

cubrirá a quien no tenga sepultura (Frase tomada de La Farsalia de Lucano) y El

camino que conduce al Cielo tiene igual largura y está a la misma distancia

desde todas partes (Frase tomada, sin duda, de lo señalado por Anaxágoras de

Clazomenae, el cual fue citado por Cicerón en su escrito Tusculanas, donde

señala: Nihil necesse est undique enim ad inferos tantundem viae est). Esta

fantasía suya le hubiera podido costar cara si Dios no hubiese sido siempre su

mejor amigo. Después de haberse marchado Vespucio, viajó atravesando muchas

regiones en compañía de cinco de sus compañeros. Con maravillosa fortuna arribó

a Taprobana (Nombre con el cual se conocía a Ceilán), y de allí se fue a Calicut

(Ciudad de la India, en cuyo puerto desembarcó Vasco de Gama), donde halló naves

lusitanas que lo devolvieron a su patria.

Luego que Pedro me hubo contado todo esto, le di las gracias por haberme

deparado la ocasión de tener un coloquio con un hombre así - plática que tan

agradable y beneficiosa me iba a resultar - y me volví a Rafael. Nos saludamos

uno a otro y dijimos aquellas cosas que se dicen al trabar conocimiento. Después

fuimos a mi casa, y allí, en el jardín, nos sentamos en un banco de verde hierba

cubierto y nos pusimos a platicar juntos.

Nos refirió Rafael cómo, después de la partida de Vespucio, él y los compañeros

que se quedaron allí lograron ganar poquito a poco, con suaves y persuasivos

discursos, la amistad y los favores de los naturales del país, y entablar con

ellos relaciones, no sólo de paz, sino familiares, y hacerse gratos a cierto

personaje principal, cuyos nombre y nación he olvidado, la liberalidad del cual

les procuró todo lo que habían menester para proseguir su viaje: barcas para

cruzar las corrientes de agua, carros para ir por los caminos. Dióles además un

guía fiel, que había de llevarlos hasta los otros Príncipes.

Así, después de muchas jornadas, hallaron ciudades y Repúblicas llenas de gente

y gobernadas por muy justas leyes. Bajo la línea equinoccial, y a ambos lados de

la misma, hasta donde llega el sol en su carrera, hállanse los vastos desiertos,

abrasados y secos por razón del perenne e insufrible calor. Allí, todas las

cosas son feas, espantosas, aborrecibles, y no gusta mirarlas. Viven fieras y

serpientes y algunos hombres no menos crueles, feroces y salvajes que aquéllas.

Mas algo más allá todas las cosas empiezan a hacerse más agradables poco a poco;

el aire es suave y templado, el suelo está cubierto de verde hierba y son menos

feroces las bestias. Y por fin vuelven a hallarse gentes y ciudades que hacen

continuamente el tráfico de mercaderías, tanto por mar como por tierra, no

solamente entre ellos y con las comarcas vecinas, sino también con los

mercaderes de los países remotos. Tuvo ocasión de ir a muchos países, pues todas

las naves que estaban prestas a hacerse a la vela recibían con agrado a Hytlodeo

y a sus compañeros. Las primeras naves que vieron teman ancha y plana la carena;

las velas estaban hechas de papiros o de mimbres y aun a veces de cuero. Después

las hallaron con velas de cáñamo y las quillas terminadas en punta; finalmente

hallaron otras en todo semejante a las nuestras.

Los marinos eran también muy diestros y hábiles; sabían bien las cosas del mar y

las del cielo. Rafael ganó su amistad enseñándoles el uso de la aguja magnética

(Recuérdese que a principios del siglo XV ya se utilizaba, en Europa, la brújula

en la navegación), que desconocían hasta entonces, pues eran temerosos del mar,

en el cual. sólo se arriesgaban durante el estío. Mas ahora tienen tal confianza

en esa aguja que no temen ya el tempestuoso invierno; se arriesgan más de lo

debido, y bien pudiera ser que lo que ellos juzgaron un bien les traiga, por

imprudencia suya, los mayores males.

Sería muy larga la narración de las cosas que Hytlodeo nos contó acerca de lo

que había visto en las tierras en que él había estado. Tampoco es mi propósito

narrarlas aquí. Tal vez hablaré de ello en otro libro, principalmente de lo que

es útil que sea conocido, como son las leyes y ordenanzas que, según él, han

sido prudentemente dictadas para que sean cumplidas en aquellos pueblos, que

viven juntos en buen orden merced a su sistema de gobierno. Le preguntamos

largamente sobre tales extremos, y él, con suma amabilidad, satisfizo nuestra

curiosidad. Mas no le hicimos preguntas acerca de los monstruos, porque eso ya

no es nuevo. Nada es más fácil de hallar que las aulladoras Escilas, las voraces

Celenos, los Lestrigones devoradores de hombres (Estos nombres parecen provenir

de la Odisea, ya que en ella Homero menciona a los antropófagos Lestrigones) u

otros grandes e increíbles monstruos como esos. Pero es extremadamente raro

encontrar ciudadanos gobernados mediante buenas leyes. Aunque Rafael vió en

aquellas tierras recientemente descubiertas, bastantes instituciones

extravagantes e insensatas, notó en cambio otras muchas de las que pueden tomar

ejemplo nuestras ciudades, naciones, pueblos y reinos para enmendar sus faltas,

sus enormidades y sus errores. De esto, como ya tengo dicho, trataré en otro

lugar.

Ahora sólo me propongo referir lo que nos contó acerca de las costumbres, leyes

y ordenanzas de los Utópicos. Mas antes debo explicar por qué discurso llegamos

a tratar de aquella República. Hytlodeo consideraba con gran discreción las

cosas malas que había podido ver acá y allá; la mejor que en ambas partes había

visto, y se mostraba tan profundo conocedor de las costumbres y Ieyes de los

diversos países, que parecía haber pasado toda su vida en cada uno de ellos.

Suspenso ante semejante hombre, dijo Pedro:

- En verdad, maese Rafael, que me sorprende grandemente que no os halléis

sirviendo a algún Rey, pues estoy cierto de que no hay ningún Príncipe a quien

no fuerais grato en seguida, ya que podríais agradarle con vuestra profunda

experiencia y vuestro conocimiento de los hombres y de los países. Instruirle

con muchos ejemplos y ayudarle con vuestros consejos. Si esto hicieseis, os

darían un buen empleo, y podríais proteger a la vez a vuestros amigos y

parientes.

- En lo tocante a mis parientes y amigos - respondió - no tengo de qué

preocuparme, pues ya he hecho mucho por ellos. Los demás hombres no se

desprenden de sus bienes de fortuna hasta que se sienten viejos y enfermos, y

aun entonces, pese a que no pueden usarlos, no renuncian a ellos de muy buen

grado. Yo, estando todavía en la flor de mi juventud y sano, repartí los míos

entre mis amigos y parientes, y creo que estarán contentos de mi liberalidad y

que no querrán después que me haga esclavo de un Rey.

- ¡Dios me libre de proponeros que os esclavicéis! - dijo Pedro -.Hablo de

servir nada más. Creo que sería el mejor modo de emplear vuestro tiempo con

provecho, no sólo en bien de vuestros amigos, sino en el de toda suerte de

personas en general. Así mejoraríais de condición y seríais más rico.

- ¿Mejorar de condición y ser más rico haciendo lo que me repugna? - replicó

Rafael -. Ahora vivo libre, según mi gusto. Habrá muy pocos ricos y pares del

Reino que puedan decir lo mismo. ¿No son ya bastantes los que buscan la amistad

de los poderosos? Paréceme que no es ningún mal que entre ellos no nos contemos

ni yo ni tres cuatro más.

- Veo claramente, amigo Rafel - tercié yo - que no apetecéis riquezas ni poder;

y yo no reverencio ni aprecio menos a un hombre que piensa como vos que a los

poderosos. Creo que obraríais de acuerdo con vuestro natural generoso

sacrificando vuestra comodidad y consagrando vuestro saber y vuestra diligencia

a la República, lo que podríais hacer con gran fruto siendo del Consejo de algún

gran Príncipe, donde el Príncipe podría oír vuestras honradas opiniones. Un

Príncipe, bien lo sabéis, es como una fuente de la que manan perennemente sobre

su pueblo todos los bienes y todos los males. En vos hay una ciencia sin

experiencia y una experiencia sin ciencia tan grandes, que seríais un excelente

consejero de cualquier Rey.

- Os equivocáis dos veces, maese More - me respondió -; primero respecto de mi

persona y luego de la cosa en sí misma. No hay en mí la habilidad que vos me

atribuís, y aunque la hubiese y yo mismo turbase mi propio sosiego, no serviría

para los negocios de Estado. En primer lugar, a las gentes divierten más los

hechos bélicos y caballerescos (de los cuales nada sé ni deseo saber) que las

cosas de la paz, y más se preocupan de conquistar, por buenas o malas artes,

nuevos territorios que de gobernar pacíficamente los que ya tienen. Además, los

consejeros de los Reyes, o bien carecen de entendimiento o bien tienen tanto que

no les dejan aprobar las opiniones ajenas, a no ser que se trate de aplaudir las

más insensatas por haberlas dicho aquellos personajes por mediación de los

cuales, adulándolos, esperan conseguir el favor del Príncipe. Es una cosa

natural que el hombre ame sus propias obras. También a la hembra del cuervo y a

la mona les parecen sus crías hermosísimas. En semejante compañía, donde unos

desdeñan y desprecian los ajenos pareceres y los demás consideran las propias

opiniones como las mejores, si alguien propone como ejemplo a seguir lo que ha

Ieído se hizo en otros tiempos o lo que ha visto en países extranjeros, advierte

que los que le escuchan se comportan como si fuesen a perder su fama de

discretos, y aun como si después hubiesen de ser tenidos por necios, a menos de

poder demostrár el error en que han caído los otros. Si no persuaden todas estas

razones, se escudan diciendo:

Estas cosas eran del agrado de nuestros padres y antepasados. ¡Quién pudiera ser

tan sabio como ellos! Con esto hacen callar a los demás y vuelven a sentarse.

Como si constituyese un grave peligro que un hombre fuese en alguna cuestión más

sabio que sus antepasados. A más, nosotros que consentimos que no sean cumplidas

las mejores y más sabias leyes que ellos dictan, cuando se pretende mejorarlas

nos aferramos a ellas, pese a los muchos defectos que hallamos en las mismas. He

oído muchas veces juicios absurdos y orgullosos como esos en diversos países, y,

hasta una vez, en la misma Inglaterra.

- ¿Habéis estado en nuestro país? - le pregunté.

- Sí - me respondió --, cuatro o cinco meses. Llegué poco desppués de haberse

alzado contra su Rey los ingleses del Oeste. Para acabar con esta insurrección

hubo que ajusticiar a los rebeldes (Se refiere a la insurrección de los

moradores de Cornualles). Me favoreció entre tanto el Reverendísimo Padre Juan

Morton (Juan Morton, 1420 - 1500, Canciller de Enrique VII. Su actitud como

Ministro fue lo que desancadeno una sublevación en 1497. Tomas More fue educado,

cuando niño, en su casa), Cardenal Arzobispo de Canterbury, que era a la sazón

Lord Canciller de Inglaterra, hombre, maese Pedro (maese More sabe bien lo que

voy a deciros), tan respetable por su autoridad como por su prudencia y sus

virtudes. Era de mediana estatura y llevaba el cuerpo erguido a pesar de su

avanzada edad. Su rostro era agradable. Sin dejar de ser grave, era amable en el

trato. Empleaba a veces un lenguaje rudo con los pretendientes, que no les

ofendía, para probar su temple de alma, y protegía, sin imprudencia, a los que

daban muestras de tener cualidades semejantes a las suyas. Hablaba con elegante

y persuasiva elocuencia. Sabía de leyes como pocos, y tenía un entendimiento y

una memoria prodigiosos. Tales cualidades, que poseía por naturaleza, habíanlas

perfeccionado el ejercicio y el estudio. Cuando yo estuve allí, el Rey hacía

gran caso de sus consejos, y él era en cierto modo el que sostenía el Estado.

Siendo aún muy joven, fue trasladado del colegio a la Corte. Hubo de trabajar

sin descanso y sufrir infortunios sin cuento. En medio de tantos y tan graves

peligros, adquirió esa experiencia del mundo que, una vez aprendida, ya no se

olvida fácilmente.

Quiso la fortuna que cierto día, estando yo sentado a su mesa, lo estuviese

también un seglar gran conocedor de las leyes de vuestro reino. No sé cómo fue

que se puso a alabar con ardor las severas penas con que la justicia castigaba a

los ladrones. Diio que, más de una vez, había visto colgar hasta veinte de ellos

en una misma horca, y añadió que se preguntaba, ya que tan pocos se libraban del

castigo, cuál sería la mala suerte que llevaba a tanta gente a robar.

Entonces yo, que podía hablar sin trabas delante del Cardenal, le repliqué:

- No me maravilla, porque este castigo pasa de los límites de la justicia y es

muy dañoso para el Estado. Es dcmasiado cruel y no lo es bastante para impedir

que los hombres roben. El simple robo no es un delito tan grande que deba ser

castigado con la muerte, y ninguna pena será lo suficientemente dura para

impedir que roben los que no tienen otro medio de ganarse el sustento. En esto

vos y gran parte del mundo obráis como los malos maestros, que prefieren azotar

a sus discípulos en vez de enseñarles. Hacen sufrir a los ladrones un castigo

tremendo, y lo que debiera hacerse es dar a los hombres medios de e:anar el pan

de cada día, para que nadie se vea forzado por necesidad, primero a robar y a

ser ahorcado después.

- Ya se ha proveído sobre esto - respondióme -. Existen los oñcios y la

labranza, si quieren trabajar.

- No escaparéis tan fácilmente - dije yo -.Nada diré de los que vuelven

estropeados de las guerras, como los que han estado en las de Comualles o en las

de Francia. Estos arriesgaron sus vidas por la Patría y por el Rey, y ahora,

mancos, cojos o enfermos, no pueden volver a ejercer su antiguo oficio y no se

hallan en edad de poder aprender uno nuevo. No hablaré de ellos, repito, pues

las guerras se suceden en espacios más o menos largos. Consideremos las cosas

quee pasan cada día.

-Son muchos los nobles y señores que no se contentan con vivir en la ociosidad,

haciendo que los demás trabajen para ellos, sino que desuellan a sus feudatarios

para aumentar la renta de sus tierras, porque no conocen otra economía, y además

son tan malbaratadores y malgastadores, que algunos acaban viéndose reducidos a

la mendicidad. Y no solamente son ellos los que viven en la ociosidad, sino

también la inmensa caterva de perezosos criados de que se rodean, los cuales

jamás supieron oficio alguno. Estos hombres, cuando muere su amo o ellos

enferman, son echados de la casa al instante, porque los señores prefieren

mantener ociosos que enfermos. Sucede a veces que el heredero del muerto no

puede sostener una casa tan grande ni tener tantos criados como su padre tenía.

Y al quedarse sin acomodo, o tienen que dejarse morir de hambre o hacerse

ladrones. ¿Qué queréis que hagan sino robar? Mientras buscan otro empleo gastan

su salud y sus ropas. Los señores, al ver sus pálidos y demacrados rostros de

enfermos y sus andrajos, no los quieren tomar a su servicio. Tampoco los

labradores les dan trabajo, porque éstos saben que jamás serán capaces de

manejar la azada y de contentarse con un salario y una comida escasos, sirviendo

a un pobre labriego aquellos que vivieron en el lujo, la molicie y la pereza,

que están acostumbrados a ceñir la espada y a llevar el broquel, que se jactan

de ser más que nadie y miran con desprecio a los demás.

- No es eso, señor - replicó -. Los hombres de esa clase son los que necesitamos

más, porque tienen el estómago más robusto y más audacia y valentía que los

artesanos y los campesinos, porque en ellos está la fuerza y el poderío de

nuestro ejército cuando hay guerra y hay que luchar.

 

II

- ¡Muy bien! ,- le respondí -. Con igual razón podríais decir que para estar

preparados para la guerra habrá que proteger a los ladrones. Podéis estar seguro

de que no faltarán nunca ladrones mientras haya gente como esa de la que vos

habláis. Añadiré más: ni los ladrones son malos combatientes, ni esos

mercenarios los más cobardes ladrones, porque esos dos oficios se avienen mucho

entre sí. Este mal, por mucho que cunda en nuestra Patria, no es propio de ella,

sino común a casI todas las nacIones.

Francia sufre una plaga aún peor. Todo ese reino está lleno de soldados

mercenarios y como sitiado por ellos aun en tiempos de paz, si paz puede

llamarse a semejante estado, a los cuales han dejado entrar por las mismas

razones que os persuaden a vos a querer proteger a esos criados ociosos. Porque

esos prudentes locos creen que el bienestar del país consiste en tener preparado

un poderoso ejército de soldados viejos en su oficio y bien adiestrados, pues

ninguna confianza ponen en las tropas bisoñas. Y para tener soldados bien

adiestrados, se ven forzados a buscar la guerra, no siendo estas matanzas de

hombres las que impiden que las manos y el ánimo se entorpezcan en la ociosidad

(Parrafo extraído de la Conjuración de Catilina, en el cual se señala: Ne per

otium torpesceret manus aut animus), como ha dicho Salustio. Los franceses han

aprendido en sus desgracias lo dañoso que es mantener esas fieras, y los

ejemplos que nos han dado los romanos, los cartagineses, los sirios y otras

muchas naciones lo atestiguan. No solamente el Imperio, sino los campos y aun

las ciudades han sido destruídos por tales ejércitos. Se hace manifiesta la

falta de necesidad de tener semejantes tropas al ver que los soldados franceses,

adiestrados desde su juventud en el manejo de las armas, no pueden alabarse de

haber vencido muchas veces a nuestros bisoños soldados, y no hablaré más de esto

porque no me tengáis por adulador. Ni los artesanos de las ciudades ni los rudos

campesinos deben tener temor alguno de esos holgazanes criados de los nobles, a

no ser que la pobreza haya dejado sin vigor sus almas y sus cuerpos.

Como veis, no hay, pues, peligro alguno que temer. Esos hombres de cuerpo sano y

robusto - pues los nobles sólo buscan gente escogida para corromperla -, en vez

de aprender un oficio util, en vez de hacer trabajos viriles, se consumen en la

ociosidad, se debilitan en ocupaciones mujeriles, se afeminan. En verdad, de

cualquier modo que se miren las cosas, no creo que convenga al Estado mantener a

tantas gentes de esta clase, solamente para estar preparados para una guerra que

no tendréis si no la queréis. La paz merece tanta consideración como la guerra.

Pero todo esto no es la sola causa de que existan necesariamente tantos

ladrones. Hay otra, y mayor, a mi parecer, que es propia de nuestro país.

- ¿ Cuál es? - preguntó el Cardenal.

- Las ovejas, monseñor - le respondí -. Nuestras ovejas, que tan mansas suelen

ser y tan poco comen, se muestran ahora, según he oído decir, tan feroces y

tragonas que hasta engullen hombres, y destruyen y devoran campos, casas y

ciudades. En todos los lugares del reino donde tienen la mejor lana, la más

apreciada, los nobles, los señores y aun los santos varones de los abades, no se

contentan con las rentas y beneficios que sus antecesores solían sacar de sus

tierras, y no contentándose con vivir muelle y perezosamente sin hacer nada por

el bienestar de los demás, aún hacen daño a éstos; no dejan tierras para la

labranza, todo es para los pastos. Derriban las casas, destruyen las aldeas ; y

si respetan las iglesias es sin duda porque sirven de redil para sus ovejas. Y

como si no se perdiera poca tierra en bosques y cotos de caza, esos santos

varones mudan en desiertos las moradas y toda la gleba. Así, pues, para que un

devorador insaciable, plaga de su Patria, pueda encerrar en un solo cercado

varios millares de acres de pastos, muchos campesinos son despojados de lo poco

que poseen. Los unos por fraude, otros expulsados o hartos ya de sufrir tantas

vejaciones, se ven forzados a vender cuanto tienen. De todos modos, esos

infelices hombres y mujeres, maridos y esposas con sus hijos pequeños, huérfanos

y viudas tienen que irse a otras partes. Y estas familias son más numerosas que

ricas, ya que la tierra pide el trabajo de muchos brazos. Se van, pues, todos,

abandonando sus casas, los lugares donde vivieron, y no hallan dónde refugiarse.

Sus ajuares, que poco valen, tienen que venderlos por casi nada. Helos, pues,

errantes y sin recursos cuando han gastado ese dinero. ¿Qué recurso les queda

entonces sino el de robar y ser ahorcados o el de mendigar? Mas si hacen esto

último los encarcelan, pues son vagabundos que no trabajan. Nadie quiere darles

trabajo, aunque ellos se ofrezcan a trabajar de buena voluntad. Como el único

oficio que saben es el de labrador, no pueden ser empleados donde no se ha

sembrado.

Un solo zagal, un solo pastor basta para apacentar los rebaños en una tierra que

necesitaba muchos brazos cuando estaba sembrada. Por esta causa son más caras

las cosas de comer en muchos lugares. Además, los precios de las lanas han

subido tanto, que las pobres gentes que hacían paños con ellas no pueden

comprarlas ahora, por lo que muchos han de dejar su oficio y estar sin trabajar:

Desde que hay tantos lugares de pasto, una inmensa muchedumbre de ovejas ha

muerto de morriña (Enfermedad propia del ganado ovino), como si Dios hubiera

querido castigar con esta plaga en los rebaños la desordenada e insaciable

codicia de sus dueños, que son los que más merecían que hubiese caído sobre sus

cabezas. Así, aunque aumente el número de las ovejas, su precio no baja, porque

hay muy pocos vendedores, porque casi todos los rebaños están en manos de unos

pocos hombres ricos, los cuales no tienen necesidad de vender hasta que ellos

quieren, y no quieren vender sino cuando el precio les conviene.

Esto ha traído también la gran escasez de ganado de otras especies, pues, como

han sido destruídas las casas de labranza y no se labra la tierra, nadie las

cría. Esos ricos crían ovejas, pero no ganado mayor. Compran primero las crías

de este último, muy baratas, en otras comarcas, y luego, cuando las han cebado

bien en sus pastos, las vuelven a vender excesivamente caras. Y creo que no se

han sufrido aún todas las incomodidades de esto. Hasta ahora no se ha advertido

la escasez más que en los lugares donde se hacen las ventas. Mas cuando hayan

sacado de todas partes más ganado del que puede nacer, habrá menos reses, y, por

la codicia irracional de unos pocos, lo que pudo haber sido la mayor riqueza de

este reino será la causa de su ruina. Esta gran escasez de cosas de comer hace

que las casas se tornen menos hospitalarias y que tengan los menos criados que

pueden. Y ¿ qué han de hacer éstos? Mendigar o salir a robar. Y por si esto

fuera poco, añádense a estas miserias las suntuosidades desordenadas. Todos, los

campesinos, los artesanos, los criados que sirven a los señores y a los nobles,

hacen escandalosa ostentación de riqueza en sus ropas y en la mesa. Los

alcahuetes, las mujeres de mala vida y las mancebías; las tabernas de vino y de

cerveza; los juegos ilícitos, como los dados, los naipes, las damas, la pelota,

los bolos, ¿no llevan al robo a los aficionados a ellos cuando se les acaba el

dinero? Libraos de estas malignas corrupciones, haced una ley que mande que

vuelvan a edificar las aldeas y las casas de labranza los que las han destruído,

o a lo menos que consientan que lo hagan quienes deseen hacerlo. No dejéis que

los ricos hagan grandes acopios y monopolicen el mercado como a ellos les place.

No consintáis que haya tantos ociosos. Haced que vuelvan a labrarse las tierras,

que vuelvan a tejerse paños, para que estos ociosos puedan ganar el pan

trabajando honradamente, tanto los que la miseria ha llevado ya al robo, como

los vagabundos y criados sin oficio que están a punto de tornarse ladrones.

Si no ponéis remedio a tales males, no alabéis esa justicia que tan severamente

castiga el robo, pues es sólo hermosa apariencia y no es provechosa ni justa.

Dejáis que den a los niños una educación abominable que corrompe sus almas desde

sus más tiernos años. ¿Es necesario, pues, que los castiguemos por crímenes que

no son culpa de ellos cuando llegan a ser hombres? Porque ¿qué otra cosa hacéis

de ellos sino ladrones, que luego castigáis?

Mientras yo hablaba, el jurista preparaba su réplica y estaba determinado a

darla del modo que suelen hacerlo los disputadores, los cuales repiten lo que

han oído en vez de responder a ello, pues creen que el tener una memoria feliz

es lo que más alabanzas merece.

- Bien habéis hablado - me dijo - para ser un extranjero que no sabe de estas

cosas más que lo que ha oído decir de ellas. Os probaré que os ha inducido a

error vuestra ignorancia de las costumbres de nuestro país, y para ello repetiré

primero ordenadamente lo que vos habéis dicho; y, por último, contestaré a

vuestros argumentos y los refutaré uno por uno. Paréceme que habéis dicho cuatro

cosas ...

- Callaos - le dijo el Cardenal -. Semejante exordio nos promete que vuestra

respuesta no será corta. Os dispensamos de que os toméis ese trabajo ahora. Si

nada os lo impide a vos y al maese Rafael, sería mi deseo que prosiguieseis esta

plática mañana. Pero antes, maese Rafael, quisiera que nos dijerais por qué,

según vos, el robo no debe ser castigado con la muerte y qué castigo más

conveniente a la República debería ser impuesto a tal delito, porque estoy

cierto que no creeréis que el robo debe quedar impune. Si aun sabiendo que les

espera tan tremendo castigo hay hombres que no dudan en robar, ¿qué temor, qué

fuerza podría detener a los malhechores cuando supieran que no les iban a quitar

la vida? Además, juzgarían esa mitigación del castigo como una incitación al

mal.

- Creo, monseñor - respondíle -, que es injusto dar muerte a un hombre porque ba

robado dinero. Soy de opinión que todos los bienes de este mundo no compensan la

pérdida de una vida humana. Y si me dicen que esta justicia castiga la

transgresión de las leyes, diré que a esta extremada y rigurosa justicía se le

puede llamar suma injusticia. No son justas esas leyes crueles y despiadadas, no

es justo sacar la espada para vengar ofensas leves. No debemos hacer lo que

hacen los Estoicos, para los cuales todas las ofensas son iguales, como si el

homicidio y el robo fueran ambos la misma cosa, como si un crimen no fuese más

odioso que el otro, pues si hemos de guardar el respeto debido a la equidad, no

hay entre esos dos delitos igualdad ni semejanza. Dios nos manda no matar. ¿Y

hemos de matar tan prontamente a un hombre porque nos ha quitado un poco de

dinero? Y si los hombres saben que la Ley Divina prohibe matar y se enteran más

tarde que las leyes humanas dicen que matar es lícito, ¿no podrían hacer leyes

que dijesen que son lícitos el libertinaje, la fornicación y el perjurio? Dios

nos prohibe, no sólo quitar la vida a nuestros semejantes, sino quitárnosla

nosotros mismos. ¿Podríamos legítimamente matarnos los unos a los otros en

virtud de una ley hecha por los hombres? Y esa ley ¿tendría una fuerza tal que

haría que aquellos que la cumpliesen, a pesar del precepto divino, escapasen del

castigo celestial, y que tuvieran el derecho de hacer perecer a todos los que

estuviesen condenados por la justicia humana? Entonces, la justicia de Dios sólo

reinaría en donde le permitiera la justicia humana, y, finalmente, serían los

hombres quienes determinarían en cada circunstancia hasta qué punto sería

conveniente guardar los mandamientos divinos. Aun la ley de Moisés, severa como

era, pues se hizo para esclavos, para esclavos endurecidos y tercos, castigaba

el robo tan sólo con pena pecuniaria, y no con la muerte. No queramos creer que

Dios, en su nueva Ley de clemencia y misericordia, por la que nos gobierna como

un bondadoso padre gobierna a sus amados hijos, nos da más espacio y mayor

licencia para que seamos crueles con nuestros prójimos y ellos con nosotros.

He aquí por qué creo que ese castigo es injusto. Además, paréceme que nadie sabe

cuán irrazonable y cuán pernicioso es para la República que el ladrón y el

homicida o asesino reciban igual castigo. Si el ladrón sabe esto, se sentirá

fuertemente incitado, y aun constreñido, a dar muerte al que sólo hubiera

despojado, pues, una vez hecho el crimen, tendrá menos miedo de que sea

descubierto, ya que el muerto no podrá acusarle. Y así esta crueldad no infunde

miedo a los ladrones, sino que les mueve a matar. Si me preguntarais cuál sería

el castigo más conveniente, respondería que, enmi opinión, no es más difícil de

hallar que el peor. ¿Por qué hemos de poner en duda que eran buenos y

provechosos los castigos que daban en la antigüedad los romanos, que tan hábiles

eran en el gobierno de la República? En Roma, los grandes criminales eran

condenados a trabajar en las canteras, a sacar metales en las minas, a llevar

cadenas todos los días de su vida. Tocante a esto, no he visto en ninguna nación

nada que pueda compararse a lo que, viajando por el mundo, vi en Persia entre

los llamados comúnmente Polileritas (Podría traducirse como los necios), cuyo

país es grande y está sabiamente gobernado. Cumplen solamente sus propias leyes,

y son libres, aunque pagan un tributo anual al poderoso Rey de los persas. Mas

como están lejos de la mar y casi cercados por altas montañas, y se contentan

con los frutos que da su tierra, que es muy feraz, no van ellos a otros países

ni las gentes de otros países vienen al suyo. Fieles a la antigua costumbre de

su nación, no desean ensanchar los límites de ella. Sus montañas los defienden y

el tributo que pagan a su Rey los libra de tener que ser soldados. Viven

cómodamente, aurique sin suntuosidad, y son más felices y ricos que insignes y

famosos. Creo que su nombre solamente lo conocen sus vecinos más cercanos.

Entre los Politeritas, un sujeto convicto de robo tiene que restituir las cosas

robadas a su legítimo dueño, y no al Rey, como es uso en otros países, pues

creen que el Príncipe no tiene más derecho sobre ellas que el mismo ladrón. Si

perecen las cosas robadas, se pagan con los bienes de fortuna que posee el

ladrón, y lo que sobra se devuelve a la esposa e hijos de éste, el cual es

condenado a trabajos públicos. Si el robo es de po ea monta, el ladrón no es

encarcelado ni cargado de cadenas. Los que se niegan a trabajar o lo hacen con

holgazanería, son forzados a ello a zurriagazos y les ponen cadenas. Los que

muestran buen ánimo en el trabajo no son maltratados. Cada noche los llaman por

sus nombres y son encerrados en aposentos. Sólo tienen que trabajar de día y su

vida no es dura ni incómoda. Danles bien de comer a expensas de la República,

porque son siervos de ella. Se apela a diversos recursos para mantenerlos. En

algunas partes los mantienen con las limosnas que dan para ellos; y aunque este

recurso es incierto, por ser el pueblo muy misericordioso, no se halla otro más

provechoso o que resulte más abundante. En algunos lugares se señalan ciertas

tierras y con lo que ellas dan los mantienen; y en otros lugares se hace pagar

un tributo especial a sus moradores.

Otras regiones hay en que los esclavos - llaman así a los condenados - no

trabajan para la República. Cualquier persona particular que necesite gañanes,

los alquila por días, dándoles de comer y beber y pagándoles un jornal un poco

menor que el que se da a los gañanes libres; y el amo tiene además el derecho de

castigar con azotes a los perezosos. Así los condenados nunca carecen de trabajo

y tienen lo que necesitan para vivir. Tienen que entregar algo de lo que ganan

para el Tesoro de la República. Todos llevan un vestido del mismo color y no les

rapan sino la parte de la cabeza que está encima de las orejas; pero les cortan

la parte superior de una de las orejas. Todos ellos pueden recibir de sus amigos

regalos de alimentos y bebidas y también un vestido del color prescrito; pero un

regalo en dinero trae consigo la muerte del que lo hace y del que lo recibe.

Igual castigo se impone al hombre libre que, por cualquier razón, toma dinero de

un esclavo y al esclavo que toca armas. Cada condado marca a sus esclavos con

distintas señales. El que se quita la marca es castigado con la muerte, y

también el que es visto fuera de los límites de su condado o hablando con un

esclavo de otro condado. Un intento de fuga no es menos peligroso que la misma

evasión. Quien ayuda a otro a fugarse, pierde la vida, si es esclavo; la

libertad, si es libre. Se premia a los delatores: al hombre libre, con dinero;

al esclavo, con la libertad. Si el delator es uno de los cómplices le es

perdonado su delito. Así es mejor arrepentirse a tiempo que perseverar en una

mala intención.

Estas son las leyes y orden de ese pueblo, como os he dicho. Bien se echa de ver

lo conveniente que es y lo lejos que está de la crueldad esa humanidad, esa

benevolencia que usan. Con el castigo sólo se proponen destruir los vicios y

salvar a los hombres, para que éstos elijan el ser buenos y reparen en lo

restante de su vida el mal que antes hicieron. A más se teme muy poco que puedan

volver a su viciosa condición, y los viajeros los toman como guías sin

desconfianza alguna, para ir de un condado a otro, y en cada condado los cambian

tomando otros. Si quisieran robar no podrían hacerlo, pues no llevan armas, y el

dinero que les hallasen encima delataría su criminal acción. Sabe que será

castigado y que no tiene esperanza alguna de poder huir. ¿Podría ocultar su fuga

un hombre que no va vestido como los demás? Si huyera desnudo le delataría el

modo cómo lleva rapada parte de la cabeza y la oreja cortada. Tampoco es de

temer que se junten para conspirar contra la República. Los esclavos de un solo

condado no podrían llevar a cabo tal intento sin la ayuda de los esclavos de

otros condados. Esto es del todo imposible para hombres que tienen prohibido el

hablarse entre sí o saludarse. No se atreverían a proponer esto a sus

compañeros, pues saben sobradamente lo peligroso que es guardar un secreto y lo

provechosa que es para ellos la delación. Por otra parte, nadie desespera de

alcanzar su libertad algún día mostrando humilde obediencia y paciente

resignación, dando pruebas de que llevará una vida de verdadero hombre honrado

en lo venidero. Y, en efecto, cada año son premiados con la libertad los que han

sabido tener esa mansa resignación.

Dicho esto, iba a añadir que no comprendía por qué no podían ser impuestos este

orden y estas leyes en Inglaterra con mucho más provecho que la justicia que

tanto había alabado el jurista, cuando éste habló así:

- Jamás se podría imponer esto en Inglaterra sin peligro para la República.

Y al decir esto, meneó la cabeza y puso mala cara. Luego calló. Todos los

presentes aprobaron sus palabras.

- Es difícil juzgar,- dijo el Cardenal - sin antes probarlo, si ese orden sería

bueno o malo aquí. Mas si, después de haber sido pronunciada la sentencia de

muerte, mandase el Rey suspender y aplazar la ejecución, podría intentarse la

prueba, aboliendo antes el derecho de asilo en los lugares sagrados. Y si se

viese que esto era bueno y provechoso, se podría hacer. De no ser así, se

tendría que cumplir la sentencia y dar muerte a los condenados. Nada de esto

sería dañoso para la República. Y creo yo que se podría tratar de igual modo a

los vagabundos, contra los cuales se han dictado ahora tantas leyes que no han

conseguido enmendarlos./p>

Luego de haber hablado así el Cardenal, todos tuvieron grandes alabanzas para

mis dichos, los cuales habían desaprobado poco antes. Pero lo que más

aplaudieron fue lo que había añadido el Cardenal acerca de los vagabundos. No sé

si sería mejor callar lo que siguió; sin embargo, como no es cosa mala y tiene

bastante relación con lo que se había hablado antes, lo contaré también.

Hallábase allí cierto parásito burlón que pretendía imitar a un bufón y

conseguía, no sólo parecerlo, sino serlo. Era tan afectado en el hablar y decía

cosas tan fuera de tiempo y lugar que movía a risa a sus oyentes, los cuales

reíanse más a menudo de él que de sus chocarrerías. Mas de vez en cuando salían

de sus labios palabras juiciosas, cual si quisiera hacer verdad el proverbio que

dice: Quien tira, da en el blanco al final. (Proverbio extraido de los Adagios

de Erasmo). Dijo a la sazón uno de la compañía que ya que en mi discurso había

hallado un buen remedio para acabar con los ladrones y el Cardenal otro para

corregir a los vagabundos, aún faltaba encontrar otro para favorecer a aquellos

que, viejos, enfermos y caídos en la pobreza, no podían trabajar para ganar el

sustento. A esto replicó el burlón:

- Dejadlo para mí y veréis cómo halloel remedio. Lo que más quisiera es no tener

que tropezar con tales gentes, que me han importunado muchas veces pidiéndome

limosna con lágrimas en los ojos y jamás han podido sacarme ni una sola moneda.

Siempre me sucede una de estas dos cosas: o no quiero darles dinero, o quiero

dárselo y no puedo porque no lo tengo. Ahora que saben bien que no pueden

esperar de mí más de lo que podrían esperar de un sacerdote o un monje, me dejan

pasar cuando me ven sin decirme nada, para no pedir en vano. Yo haría, pues, una

ley que mandase que todos los mendigos fuesen repartidos entre los conventos,

para que los varones fueran convertidos en lo que los frailes llaman legos y las

hembras en monjas.

Sonrióse el Cardenal y aprobó la chanza. Los demás hicieron lo mismo. Pero un

fraile, que era licenciado en Teología, a quien estos dichos sobre los curas y

las monjas habían puesto de excelente humor, empezó también a bromear, a pesar

de ser hombre grave.

- No acabaréis con los mendigos - dijo el bufón - si no os preocupáis también

del bienestar de los frailes. - ¿Por qué? - replicó el parásito - ¡Monseñor ya

ha hallado el remedio! Hay que hacer trabajar a los vagos. ¿Y no sois vosotros

los mayores vagos del mundo?

Viendo que el Cardenal nada replicaba, echáronse todos a reir, menos el fraile,

el cual, ofendido por lo que acababa de decir el bufón, se indignó y enfadó

tanto que no pudo domeñar su cólera y le llamó bellaco, villano, marrano,

maldiciente. calumniador e hijo de perdición, mezclando con estas palabras las

más terribles imprecaciones sacadas de las Sagradas Escrituras.

Entonces el bufón comenzó a mofarse de un modo que naclie lo podría hacer mejor,

y dijo:

- Sosegaos, buen fraile, no os irritéis. Está escrito: Mediante vuestra

paciencia salvaréis vuestras almas. (Párrafo extraído de un versículo del

Evangelio según San lucas).

A lo que respondió el fraile con estas palabras:

- No estoy airado, malvado, pillo de horca, o por lo menos no peco, pues dijo el

Salmista : Enojaos, y no queráis pecar más (Extraído del Libro de los Salmos).

El Cardenal amonestó con dulzura al fraile para que se reportase.

- Vos sabéis, Monseñor, que tengo el deber de hablar así - dijo el amonestado.

Los mismos santos han tenido estos arrebatos de furor. Dice un Salmo:

El celo de tu casa me devoró (Extraído también del Libro de los Salmos). Y se

canta en las iglesias: Los que se burlaron de Elíseo cuando entró en la¡ Casa de

Dios, sintieron la cólera del calvo (Párrafo que proviene del himno De

Resurrectione Domini de Adam de San Victor), como la sentirá este villano

burlón.

- Creo que lo hacéis con buena intención - díjole el Cardenal, mas pareceme que

obraríais más sana y prudentemente no prosiguiendo esta insensata altercación

con hombre tan necio.

A lo que replicó el fraile:

- No, Monseñor no sería más prudente. Salomón el sabio, dijo: No respondas al

necio imitando su necedad (Párrafo extraído del Libro de los Proverbios), y es

lo que estoy haciendo ahora para que vea este necio en qué abismo puede caer si

no tiene más cuidado. Y si los que se burlaron de Eliseo, que era un solo hombre

calvo, sintieron la ira del calvo, ¿cómo no ha de sentirla más aún este burlón

que se mofa de tantos frailes, entre los cuales hay muchos calvos? Tenemos

también las Bulas del Papa en virtud de las cuales los que se burlan de nosotros

están excomulgados.

Viendo el Cardenal que la disputa no llevaba trazas de acabar, hizo una discreta

seña con la mano para mandar salir al bufón, y pasamos a hablar de otras cosas.

Al cabo de poco espacio, levantóse de la mesa y nos despidió. Fuese a conceder

audiencia a los que venían a pedirle favores.

- Ved, maese More, qué larga y tediosa ha sido la historia que os he contado.

Seguro estoy de que me hubiese avergonzado de haber hablado tanto si no hubiera

sabido que vos lo deseabais y me escuchabais con gusto. Hubiera podido ser más

breve, pero quería persuadir a mi auditorio, que empezó desaprobando mis

palabras y acabó alabándolas cuando oyó decir al Cardenal que no le parecían

mal. Por adular a Monseñor, no siritieron rubor alguno al aplaudir las

desatinadas invenciones de un bufón, animándoles a ello el ver que el amo de

éste había sonreído al oirlas y no las había refutado. Ya véis en cuán poca

estima tienen los cortesanos mi persona y mis opiniones.

- Os aseguro, maese Rafael, que os he escuchado con agrado - dije. -- Las

palabras que habéis dicho han sido discretísimas. Hanme hecho creer que me

hallaba, no solamente en mi patria, sino también en el palacio del Cardenal, de

quien habéis hecho tan bello retrato. Me habéis traído dulces recuerdos de la

niñez, porque en ese palacio pasé mi infancia y me enseñaron lo que sé. Ya os

profesaba mucho afecto, amigo Rafael; pero no podéis imaginaros lo que ha

crecido ese afecto en mi corazón al ver lo que favorecéis a aquel hombre. Mas

esto no cambia la opinión que tengo formada de vos. Sigo creyendo que si

quisierais estar en la Corte de algún Príncipe, vuestros consejos podrían ser

muy útiles y provechosos a la República. Os obliga ese deber, que es el de todo

buen ciudadano. Ya sabéis que ha dicho vuestro admirado Platón que . ¡Cuán lejos

están aún las Repúblicas de esta felicidad si los filósofos no se dignan modelar

el ánima de los Reyes con sus sabios consejos!

- Los filósofos no son tan adustos - respondió - y lo harían con agrado si los

Reyes y Príncipes estuviesen dispuestos a seguir los buenos consejos. Muchos de

ellos lo han hecho ya en sus libros. Pero no hay duda de que Platón ya previó

que los Reyes, a menos de entregarse al estudio de la filosofía, jamás querrán

escuchar los consejos de los filósofos, porque sus corazones están pervertidos

desde su más tierna edad por las ideas falsas y malas. Platón vió que esto era

verdad en el ejemplo del Rey Dionisio. Si yo propusiera a algún Rey que se

diesen leyes sabias, si intentase arrancar de su alma las perniciosas causas

originales de vicio e iniquidad ¿no creéis que sería arrojado de su Corte o se

reirían de mí? Suponed que me hallase con el Rey de Francia y estuviera sentado

en su Consejo tratando de negocios secretos. El monarca y sus más talentudos

consejeros y ministros hállanse presentes allí. Búscanse los medios de poder

conservar Milán, de impedir que se separe Nápoles, de conquistar Venecia, de

someter a toda Italia; luego de unir a la Corona toda la Borgoña, Flandes y

Brabante, sin contar otros reinos y tierras que hace largo tiempo se tiene el

propósito de invadir. Uno aconseja que se concierte con los venecianos un

Tratado de Paz, que durará toda el tiempo que sea menester, y ceder a éstos

parte del botín, la cual sería recobrada cuando se hubiera arreglado todo a

gusto de Francia. Otro opina que sería mejor traer alemanes. Este otro dice que

hay que ganar el favor de los suizos dándoles dinero. Aquel da el consejo de

hacer un sacrificio y apaciguar con oro al poderoso Emperador. Aquel otro

aconseja hacer las paces con el Rey de Aragón, restituyéndole el reino de

Navarra. Hay quien propone que se intente hacer una alianza con el Rey de

Castilla, ganando antes a algunos señores de aquella Corte, los cuales serían

comprados mediante una pensión.

 

 

III

Están dudosos acerca de lo que se debe hacer con Inglaterra, pero están acordes

en una sola cosa, en hacer la paz con los ingleses, para estrechar los lazos de

amistad con ellos, para hacer más caliente esta amistad, que hasta ahora ha sido

tibia. Así se podrá llamar a esa nación amiga, pero se seguirá desconfiando de

ella cual si fuese enemiga. Se tendrá siempre preparados a los escoceses, por si

es necesario emplearlos contra los ingleses. En secreto, porque públicamente no

puede hacerse por razón de la tregua pactada, habrá que tener preparado

igualmente a algún noble inglés, que haya sido desterrado de su país y que

quiera ser pretendiente al Trono, para tener dominado y sujeto a ese monarca que

tan poca confianza les infunde. Y ahora digo yo: ante tan graves e importantes

negocios, ante tantos nobles y prudentes varones que solamente aconsejan al Rey

que hablen las armas, o sea la guerra, ¿qué sucedería si mi humilde persona se

levantase y les aconsejase que cambiasen el rumbo? Yo les diría: Dejad tranquila

a Italia y quedaos en casa; el reino de Francia es tan grande que un soIo hombre

no puede gobernarlo bien, y el Rey no ha de menester engrandecerlo más. Luego

les propondría que imitasen el ejemplo de los Acorianos, pueblo situado enfrente

de la isla de Utopía, en el lado del Sudeste.

Esos acorianos hicieron la guerra tiempo atrás a otro reino, para dárselo a su

soberano, quien se consideraba con derecho a ceñir la corona del mismo en virtud

de una antigua aIianza. Al final, luego de haberlo conquistado, diéronse cuerita

de que les era tan difícil conservarlo como les había sido apoderarse de él.

Cuando no tenían que sufrir las irrupciones y saqueos de las tropas de otras

naciones, tenían que sofocar las diarias insurrecciones de sus nuevos vasallos,

por lo que tenían que estar continuamente luchando en favor de ellos o contra

ellos. Veían que se estaban empobreciendo porque salía el dinero fuera del

reino, que morían sus hombres para mantener la gloria de otra nación. La paz no

era para ellos mejor que la guerra, porque la guerra habíales pervertido de tal

modo que les había acostumbrado a matar y a robar. No eran respetadas las leyes.

El Rey mostrábase incapaz de gobernar los dos reinos. Y comprendiendo que estos

males iban a ser inacabables, se concertaron y dijeron a su Rey que debía

escoger entre ambos reinos, pues para una sola cabeza era mucho peso el de dos

coronas y ellos eran demasiado numerosos para consentir ser regidos por medio

Rey. Dijeron también al monarca que un mulero no podía guardar al mismo tiempo

las bestias de dos amos. Este buen Príncipe hubo de contentarse con su antiguo

reino y dar el nuevo a uno de sus amigos, quien fue arrojado de él poco tiempo

después.

Y si yo añadiese y demostrase que tales aventuras bélicas, no solamente dejarían

vacías las arcas del tesoro, sino que causarían muchas destrucciones y muertes y

llevarían la confusión a otras naciones; si dijese que sería más conveniente

para el Rey contentarse con su reino de Francia, como hicieron sus antepasados

antes de él, para enriquecerlo, para hacerlo florecer tanto como él pudiese,

amando a sus súbditos para que éstos volviesen a amarle, viviendo con ellos,

mandándolos con blandura, no apeteciendo conquistar más reinos, pues tiene

bastante y aún le sobra con el que ya posee, ¿creéis que sería escuchado, maese

More?

- Me temo que no - respondí.

- Prosigamos, entonces - dijo Rafael. - Imaginaos un Rey y sus consejeros

buscando los medios de enriquecer al monarca. Uno aconseja aumentar el valor del

dinero cuando el Rey haya de pagar y dar a la moneda menos valor del que tiene

cuando tenga que recibir dinero; de este modo se podrán pagar grandes cantidades

con poco dinero y se recibirá mucho cuando hayamos de cobrar el poco que nos

deben. Propone otro que se finja que hay guerra y que cuando el Rey haya

recibido dinero en abundancia, haga que se celebre la paz con grandes y solemnes

ceremonias religiosas, para así cegar los ojos de la plebe y para que él sea

tenido por Príncipe piadoso que no ha querido que se derramase sangre humana.

Este pide que se hagan cumplir ciertas leyes antiguas, que por antiguas han sido

olvidadas y transgredidas por todos; tales leyes castigan los delitos con penas

pecuniarias, y mandando cumplirlas, el Rey parecerá hacer justicia. El consejo

que da éste otro es que se prohiban muchas cosas que se considera se hacen en

dafio de la República, castigando a los trangresores con fuertes penas

pecuniarias, y vender luego el privilegio de hacerlas. Por este medio se gana el

favor del pueblo y se consigue provecho de dos maneras: primero haciendo sufrir

la pena o confiscación a los que por codicia no cumplieron estas leyes y luego

vendiéndoles privilegios y licencias. Y más caros podrá vender el Príncipe estos

privilegios cuanto menos dispuesto se muestre a consentir que una persona haga

algo en daño de sus súbditos.

Otro aconseja que el Rey perdone a los jueces del reino que no hicieron cumplir

las leyes, para tener a éstos siempre a su lado y para que mantengan los

derechos del Príncipe. Además, los llamará a Palacio para que arguyan y discutan

en presencia suya sobre tales negocios. Por mala e injusta que sea una causa

sIempre habrá uno u otro de ellos que, porque tiene algo que alegar u oponer,

porque se avergüenza de volver a decir lo que ha sido dicho ya o porque quiere

agradar al soberano, hallará el modo de defenderla con argucias. Y así, cuando

los jueces no estén acordes entre ellos y sigan disputando sobre lo que ya es

bastante claro, y sea puesta en duda la verdad maniñesta, podrá el Rey entender

que la ley ha sido hecha en su provecho, y entonces los demás, por vergüenza o

temor, consentirán en ello. Luego los jueces se atreverán a pronunciarse en

favor del Rey, porque el que obra así ha detener una buena razón que lo abone;

le bastará tener la equidad de su parte, o la letra de la ley, o interpretar

torcidamente ésta, o lo que para los jueces buenos y justos tiene más fuerza que

todas las leyes, la indisputable prerrogativa real.

Y, finalmente, todos los consejeros se muestran conformes con la máxima del rico

Craso (Se refiere a Marco Licinio Crasso, quien fuera triunviro romano junto con

Cesar y Pompeyo. Fue él quien encabezó a las fuerzas romanas que saquearon el

Templo de Jerusalén. Acumuló una gran fortuna mediante el tráfico o comercio de

esclavos. Nació en el año 115 A.C. y murió en el 53 A.C.) de que no basta la

abundancia de oro para que un Príncipe mantenga un ejército. Además, un Rey,

aunque podría hacerlo si quisiera, no puede hacer nada injusto: es dueño

absoluto de las personas y bienes de sus súbditos, y todo lo que éstos poseen lo

tienen merced a la benignidad real. Lo que más conviene al Rey es que sus

súbditos posean muy poco o nada; el Rey está más seguro en su trono cuando su

pueblo no goza de demasiada riqueza y libertad, pues, cuando hay estas cosas,

los hombres no obedecen de buen grado las leyes duras e injustas; por otra

parte, la necesidad y la pobreza abaten sus audacias hacíendoles sumIsos a la

fuerza.

Suponed que entonces me levanto y afirmo: Son dignos de vituperio y deshonrosos

para el Rey todos los consejos que acabáis de darle. Fuera más honroso y

provechoso para él enriquecer a su pueblo en vez de buscar su propia riqueza.

Los hombres hacen los Reyes para su propio bien, no para el bien de éstos; los

hacen para poder vivir sin temor a sufrir afrentas e injusticias. El Rey debe

velar más por la felicidad de su pueblo que por la suya, porque es como un

pastor, y el pastor antes que nada tiene que apacentar a sus ovejas.

Yerran los que creen que la defensa y el maritenitniento de la paz consiste en

la pobreza del pueblo. ¿Dónde abundan más las disputas, las querellas, los

alborotos, las rencillas y las reprobaciones sino entre los mendigos? ¿Quiénes

desean más las mudanzas que los que no están contentos del modo cómo viven? ¿No

es el más audaz de los rebeldes aquel que espera ganar algo porque no tienen

nada que perder? Si un Rey es tan poco amado, tan despreciado de sus súbditos,

que no puede infundir en ellos temor, si no es a fuerza de injusticias y

confiscaciones y llevándolos a la pobreza, mejor le sería renunciar al trono que

intentar mantenerse en él por tales medios, pues, aunque sigan llamándole Rey,

la majestad se ha perdido. Nada hay más contrario a la dignidad de un soberano

que reinar en un pueblo de mendigos; su deber es regir una nación rica y feliz.

No lo ignoraba el valeroso Fabricio (Se refiere a Cayo Luciano Fabricio, quien

fuese dos veces Cónsul romano y luego censor. Este funcionario fue tan honesto

que prácticamente murió en la miseria teniendo el Estado que encargarse de su

entierro) cuando dijo que prefería más mandar a los ricos que ser rico él. Y en

verdad es carcelero, y no Rey, el que vive en la riqueza y los placeres mientras

los demás lloran, afligidos por causa de ello. Finalmente, este Rey, como es

imprudente médico que no sabe curar a un enfermo sin darle otra enfermedad,

tampoco sabe mejorar la manera de vivir de sus súbditos si no es quitándoles la

riqueza y las comodidades de la vida, y debiera confesar que no sirve para

gobernar a los hombres. Dejadle, pues, que enmiende su propia vida, que renuncie

a su orgullo y a los placeres deshonestos, porque estos son los vicios que hacen

que su pueblo le desprecie o le odie. Que viva de lo suyo, sin hacer daño a

ninguno. Que prevenga los crímenes, que no los deje crecer para después

castigarlos. Que no vuelva a imponer leyes que han sido abrogadas por la

costumbre, especialmente las que han sido olvidadas hace largo tiempo y jamás

han sido necesarias. Que no mande, so color de castigar las transgresiones,

hacer confiscaciones que un juez consideraría injustas si pretendiera hacerlas

un simple súbdito del reino.

Hablaría luego a los consejeros de las leyes de los Macarienses, los cuales

moran no lejos de Utopía. Su Rey, el día de la coronación, jura solemnemente que

jamás tendrá en sus arcas más de mil libras de oro o plata. Dicen los

macarienses que esta ley fue hecha por un buen Rey que se preocupó más del

bienestar de su patria que del suyo. Creía así poner estorbos a la acumulación

de riquezas, la cual cosa traía irremediablemente la pobreza del pueblo. Preveía

que aquel dinero bastana para mantener el orden en su reino y para impedir las

invasiones de los enemigos extranjeros. Sabía también que ese dinero, por ser

demasiado poco, no le movería a cometer la injusticia de quitar las haciendas a

sus vasallos. Tal fue la causa principal que obligo a dictar esa ley. Otra causa

fue que el soberano quería que no faltase dinero a sus súbditos para sus

cotidiarias transacciones. Un Rey que obra así es temido por los malos y amado

por los buenos. Pero si dijera esto y otras cosas semejantes entre hombres que

opinan de diferente modo que yo ¿no sería como hablar a sordos?

- En efecto, fuera hablar a sordos - le respondí -. Mas esto no me maravillaría.

En verdad. de nada sirve decir semejantes cosas o dar tales consejos si no se

está cierto de que serán escuchadas las plimeras y seguidos los segundos. ¿Puede

ser provechoso ese inusitado lenguaje para hombres que defienden opiniones tan

diferentes? En una plática entre amigos no es desagradable la filosofía

escolástica, mas en los Consejos de los Reyes, donde se discuten con grande

autoridad los más graves negocios, no hay un lugar conveniente para ella.

- Por esto dije yo que no hay lugar para los filósofos en la Corte - replicó

Rafael.

- Verdad es - dije - que para esta filosofía escolástica, que cree poder estar

en todas partes, no lo hay. Pero existe otra filosofía más afable, que podemos

decir conoce su propio teatro, la cual representa con donaire el papel que le

han dado en la pieza. Y esta es la filosofía que debéis usar. Si vos, mientras

se está representando una comedia de Plauto, aparecieseis en las tablas vestido

de filósofo cuando los esclavos se hallan chanceando entre ellos y os pusierais

a recitar los versos que dicen Séneca y Nerón cuando discuten en Octavia, ¿no

creéis que hubiera sido mejor hacer de personaje mudo en vez de convertir la

pieza en una tragicomedia? Echaríais a perder la pieza al hacer entrar en ella

un elemento que no le pertenece, aunque lo que añadieseis vos fuese mejor. Sea

el que fuere el papel que queréis representar, haced lo lo mejor que podáis, y

no estropeéis nada si recordáis algún lance más gracioso y mejor de otra pieza.

.Lo mismo sucede en la cosa pública y en los Consejos de los Reyes y Príncipes.

Si no podéis arrancar completamente de los corazones de los hombres las malignas

opiniones; si no podéis, como quisierais, enmendar los vicios que el uso y la

costumbre han confirmado, no por esta causa se debe abandonar la República o

renunciar a ella. No se debe abandonar el barco en la tempestad porque no se

puedan domeñar los vientos. No se puede persuadir a gentes que opinan tan

diferentemente con tan desusado discurso. Menester es que obréis de manera, que

si no podéis hacer todo el bien que deseáis, logren, a lo menos, vuestros

esfuerzos quitar fuerza al mal. Porque no es posible que las cosas vayan bien

hasta que los hombres sean todos buenos, y para que esto sea así habrá que

esperar muchos años.

- Obrando como decís vos , - replicó Rafael - no puede suceder nada más sino

que, si yo intento curar la locura de los demás, me volveré loco como ellos.

Cuando deseo decir verdades, es preciso que las diga. No sé si es propio de un

filósofo decir mentiras; sólo puedo afirmar que el mentir no es propio de mí.

Mis palabras parecerán desagradables, mas no sé ver que puedan parecer extrañas.

Si les refiriera esas cosas que finge Platón en su República, o lo que hacen los

Utópicos en la suya, lo cual es mejor que lo nuestro, no dejarían de mostrar

extrañeza, pues, entre nosotros, cada hombre posee muchas cosas, mientras állí

todas las cosas son comunes. ¿Qué contenía mi discurso que no pueda ser dicho en

todas partes? No les agradará a los que ya están determinados a seguir el camino

contrario, porque.les hara volver y les mostrará los peligros. En verdad, si

.todas las cosas que las pervertidas costumbres hacen parecer inconvenientes y

despreciables hubiesen de ser desechadas como cosas indignas y vituperables,

entonces nosotros, entre los cristianos, deberíamos cerrar los ojos a la mayor

parte de las cosas que Cristo nos enseñó y prohibió ocultar, las que Él musitó

al oído de sus discípulos y mandó que se pregonasen sobre los terrados. Y la

mayor parte de ellas son muy diferentes de las costumbres del mundo de hogaño

como he dicho antes.

Supongo que los sutiles predicadores siguieron vuestros consejos, porque, viendo

que los hombres obedecían de mal grado la ley de Cristo, han torcido su doctrina

cual si fuese una regla de plomo para acomodarla a las costumbres humanas. No

veo que se haya ganado nada con ello, a no ser una mayor tranquilidad para los

que obran mal. No predominarían mis opiniones en los Consejos de los Reyes,

porque si no opinase como los consejeros opinan sería como si no opinara, y,

como dice el Misión, de Terencio (Se refiere a Publio Terencia quien fuera un

célebre poeta cómico latino), los ayudaría en su locura. No sé adónde lleva el

tortuoso camino vuestro. Decís que, si no se puede hacer el bien siempre, hay

que procurar que se haga el menos mal posible. No debemos disimular ni cerrar

los ojos. Es menester aprobar los peores consejos y decretos. El que tuviese

valor para alabar tales decretos sería tenido por algo peor que un espía, sería

tenido casi por un traidor.

Estando en semejantes Asambleas, no siempre hay ocasión de hacer el bien; el

hombre bueno más pronto se pervierte en ellas que logra la enmienda de los

demás. Y si no le echa a perder esa mala compañía, si sigue siendo bueno e

inocente, cúlpanle de la maldad e insensatez ajenas. Así, pues, es imposible

seguir ese camino tortuoso para hacer que las cosas se tornen mejores. Por eso

Platón, en una hermosa comparación, nos dice por qué los sabios se guardan de

interponer su autoridad en la República. Cuando ven que la gente que pasa por

las calles se moja porque está lloviendo y que no pueden persuadirla a que

vuelva a su casa, como saben que, si salen ellos, no lograrán sino mojarse

también, se quedan en sus moradas contentos de hallarse bajo techado, ya que no

pueden curar la necedad de los demás.

Sea como sea, quiero deciros lo que pienso, maese More. Donde quiera que haya

bienes y riquezas privadas, donde el dinero todo lo puede, es dificil y casi

imposible que la República sea bien gobernada y próspera. A menos que creáis que

es justo que todas las cosas se hallen en poder de los malos, o que la

prosperidad florece allí donde todo está repartido entre unos pocos y los más

viven en la miseria, reducidos a la condición de mendigos. Me parecen muy buenas

y prudentes las ordenanzas de los Utópicos. Les bastan pocas leyes para ordenar

bien las cosas. Entre ellos la virtud es muy apreciada. Como todos los bienes

son comunes, todos los hombres tienen abundancia de todo. Cuando comparo Utopía

con otras naciones, veo que muchas de éstas están haciendo continuamente leyes

nuevas, y aun así nunca tienen bastantes; en esos países cada uno llama suyo a

lo que posee, y todas las leyes que se hacen en ellos no bastan para asegurar el

pacífico disfrute de la cosa poseída, ni para defenderla ni para saber lo que es

de uno o lo que es de otro cuando dos llaman suya a la misma cosa. Esto trae

infinitos pleitos, cada día más, los cuales no terminarán nunca. Cuando pienso

en todo esto, doy la razón a Platón y no me asombro de que no quisiera hacer

leyes para aquellos que no estaban dispuestos a consentir que todos los bienes

se repartiesen entre todos por igual.

Aquel prudente varón previó que esa igualdad en todas las cosas es el único

camino que lleva a la República a la riqueza. Y esto no se logrará mientras haya

hombres que llamen suyo a lo que poseen. En efecto, donde todos pueden fundarse

en ciertos títulos para aumentar tanto como pueden sus bienes particulares, unas

pocas personas se reparten entre ellas todas las riquezas, y no puede haber

abundancia general, pues los demás quedan en la pobreza. Y sucede a menudo que

los pobres son más dignos de ellas que los ricos, porque los ricos son

avarientos, taimados e inútiles y los pobres humildes y sencillos, y su trabajo

de cada día es más provechoso para la República que para ellos. Por eso me

persuado que no es posible hacer una distribución igual y justa de las cosas,

que nunca podrá haber esa felicidad perfecta entre los hombres a menos que se

prohiba esa manera de propiedad. En tanto continúe, los más de los hombres

tendrán que llevar a cuestas la pesada e inevitable carga de la pobreza. Concedo

que se puede mitigar un poco esta miseria, pero niego completamente que sea

posible suprimirla del todo. Si se hiciese una ley que dijera que ninguno puede

poseer más de una determinada medida de tierra o de una determinada cantidad de

dinero; si se decretara que el Rey no ha de ser demasiado poderoso ni el pueblo

demasiado rico; que no se deben conseguir los empleos sobornando con dádivas a

quien puede darlos; que los empleos no se deben comprar ni vender; que no haya

que dar dinero para lograr tales oficios, para no dar ocasión a los que los

ejercen de caer en la tentación de recobrar su dinero mediante el fraude y la

rapiña, pues si hay soborno los empleos sólo se dan a los ricos, y no se escogen

para desempeñarlos hombres probos y sabios; si se hiciesen esas leyes, digo, se

mitigarían esos males como se alivian las dolencias de un enfermo que ha perdido

toda esperanza de curarse con los remedios, los alimentos y los cuidados que le

dan. Mas no se debe esperar que quede sano del todo mientras cada uno sea dueño

de lo suyo. En tanto procuréis curar una parte del cuerpo se pondrá más enferma

otra parte. Así la curación de una parte causa la enfermedad de la otra, pues

nada se puede dar a un hombre si no es quitándoselo a otro.

- Yo opino lo contrario - respondíle -.Yo creo que los hombres no podrán vivir

nunca felices donde todas las cosas son comunes, porque ¿cómo puede haber

abundancia de bienes donde los hombres dejan de trabajar? Se convierten en

holgazanes los que consiguen las cosas sin ganarlas con su trabajo, los que todo

lo esperan del trabajo de los demás. Entonces, cuando se hallen en la pobreza,

si no hay leyes que den a los hembres el derecho de defender lo que es suyo, lo

que han ganado con el trabajo de sus manos ¿no habrá continuamente sediciones y

crímenes cruentos? No me imagino, además, cómo podrá mantenerse la autoridad de

los magistrados y el respeto que se les debe entre hombres que no admitieran

ninguna distinción entre sí.

- No me admira que seáis de esta opinión - dijo Rafael -. No concibe vuestra

mente, sino una muy falsa imagen y semejanza de esto. Si hubieseis estado

conmigo en Utopía, si hubieseis visto sus instituciones y costumbres, como hice

yo en los cinco años o más que viví allí - y no habría vuelto jamás de allí si

no hubiera sido para dar a conocer aquí esa nueva tierra - reconoceríais, sin

duda, que no habéis visto nunca un pueblo tan bien gobernado como aquel.

- Seguramente os será dificultoso hacerme creer que esa nueva tierra está mejor

gobernada que los países que nosotros conocemos - dijo maese Pedro -. Hay

grandes talentos lo mismo allí que aquí, y paréceme que nuestras Repúblicas son

más antiguas que aquélla. Nuestras Repúblicas, merced a una larga experiencia,

han hallado cosas que son convenientes y útiles para la vida humana; además,

entre nosotros, han sido descubiertas por azar muchas otras que ningún ingenio

hubiera imaginado jamás.

- En lo que toca a la antigüedad de las Repúblicas - replicó Hytlodeo -

juzgaríais mejor si hubieseis leído las crónicas y las historias de aquella

tierra, y si creemos lo que dicen, existieron allí ciudades antes de que hubiera

hombres aquí. Lo mismo allí que aquí, pueden haber sido halladas por los hombres

de talento o descubiertas por azar. Mas creo en verdad que, aunque les

aventajamos en ingenio, ellos nos ganan en laboriosidad. Según sus crónicas

atestiguan, no habían oído hablar de nuestro mundo, que llaman ultraequinoccial,

antes de nuestra llegada. Pero hace unos mil docientos años, un barco, empujado

por la tempestad, naufragó en la isla de Utopía. Algunos egipcios y romanos

fueron arrojados a las costas de aquella tierra, la cual no debían abandonar

jamás. ¡Ved ahora el provecho que sacaron de este suceso los laboriosos e

industriosos naturales de aquella isla! No hubo ciencia ni oficio de los

conocidos en el Imeperio Romano que no aprendieran de aquellos extranjeros. Tan

provechoso fue esto para ellos, que no han tenido necesidad después de que fuera

allí alguien de aquí. Si por parecido azar alguno de ellos llegó aquí, el

recuerdo se ha perdido. Y con el tiempo, quizás olvidarán los utópicos que yo

viví entre ellos. Esta es la causa de que su República - aunque nosotros no

seamos inferiores a ellos en inteligencia ni en riqueza - esté más sabiamente

gobernada y sea más floreciente que las nuestras.

- Ruégoos entonces, maese Rafael - díjele - que nos describáis la isla, sin

preocuparos de ser breve. Pintadnos sus campos, ríos, ciudades, costumbres,

instituciones, leyes; contadnos todo lo que creáis que nos pueda interesar y

todo lo que supongáis que ignoramos.

Nada haré con mas gusto - respondió -. Mas es cosa que necesita tiempo.

- Vamos, pues, a comer - le dije -.Proseguiremos la plática después.

- Sea - contestó.

- Comimos. Terminado el yantar, volvimos al mismo lugar y nos sentamos en el

mismo banco. Di orden a los criados de que no nos molestasen. Maese Pedro Egidio

y yo rogamos luego a Rafael que cumpliese su promesa. Y viéndonos deseosos de

escucharle, después de haber estado pensando en silencio un breve espacio,

empezó a hablar de la manera que se dirá en el siguiente libro.

 

 

Libro Segundo

La isla de Utopía tiene en su parte media - Ia más ancha - una anchura de

doscientas millas. Esta anchura sigue siendo la misma en la mayor parte de la

isla, hasta que, poco a poco, se va estrechando hacia ambos extremos. Toda la

isla semeja una figura de luna nueva, y esta figura tiene quinientas millas de

extensión superficial. Separa ambos extremos una distancia de once millas; entre

ellos pasa un vasto y ancho mar, que por razón de estar circundado de tierra por

todos lados se halla resguardado de los vientos, cuyas aguas, quietas como las

de un lago, no levantan grandes olas; adentro es como una suerte de obra, y los

habitantes de la isla sacan gran provecho de las naves que arriban a todas

partes de ella. La parte más adelantada de ambos extremos, cual con esco1los y

bajíos, cual con rocas, es muy peligrosa; a media distancia de ellos se alza una

gran roca que no es nada peligrosa por ser visible. En lo alto de esta roca hay

una recia torre en la que tienen una guarníción de hombres. Las demás rocas,

ocultas bajo el agua, son verdaderamente pelígrosas. Solamente los naturales de

la isla conocen los pasos, y, por consiguiente, muy pocas veces entran

extranjeros en esta abra si no van acompañados de un guía utópico, pues los

mismos regnícolas no podt"Ían hacerlo sin riesgo si no fuera por ciertas señales

que ponen en las orillas del mar para señalar el buen camino. Bastaría con que

cambiaran de sitio esas señales para que pudiesen destruir las naves de sus

enemigos por muchas que fuesen. La parte exterior de la isla está llena de

puertos; pero los sitios donde se podría desembarcar están tan bien fortificados

por obra de la Naturaleza o del hombre, que unos pocos defensores rechazarían

sin grandes esfuerzos a un poderoso ejército.

Sea como sea, según se dice y muestra también en parte la hechura de la isla,

aquella tierra no estuvo siempre rodeada de agua por todas partes. El Rey Utopo,

que la conquistó, le dió su nombre - pues antes era llamada Abraxa (palabra

griega que significa, sin lluvias) -. Fue este Rey el que hizo de este pueblo

rudo e ignorante un pueblo de buenas costumbres, humanitario y noble, que hoy

aventaja en esas virtudes a todas las naciones del mundo. Luego de haber

alcanzado la victoria y entrado allí, mandó cortar el espacio de quince millas

de tierra montuosa que no dejaba pasar el mar, y así el agua circundóla por

todas partes. Para hacer esto hizo trabajar, no solamente a los moradores de la

isla, sino también a sus soldados, para que los primeros no se creyesen

menospreciados ni humillados. Repartido el trabajo entre tantos trabajadores,

fue ejecutado en breve tiempo, y este feliz término que tuvo tamaña empresa

admiró y aterró a los pueblos vecinos que burlábanse de ella al principio por

considerarla vana. Cincuenta y cuatro grandes y hermosas ciudades tiene la isla,

y en todas se habla una sola lengua y hay iguales costumbres, instituciones y

leyes. Todas, en lo que consiente el terreno, se parecen.

La distancia más corta entre dos de esas ciudades es de veinticuatro millas,

pero ninguna está tan lejos de otra que no pueda llegarse a ella en un día,

andando a pie. Todos los años van a Amaurota cuatro ancianos sabios y de mucha

experiencia de cada ciudad, para tratar allí de los negocios comunes a todo el

país. Esta ciudad es considerada como la capital por hallarse situada en el

medio de la isla y ser la más cómoda para los embajadores de todas partes del

reino. La extensión del territorio de las aldeas no es menor de veinte millas,

aunque algunas son más grandes, según la distancia que las separa de las

ciudades. Ninguna de las ciudades desea ensanchar los límites de sus aldeas,

porque los moradores de éstas más bien se consideran simples labriegos en las

tierras que no dueños de ellas.

En todas partes de la aldea hay campos y casas de labranza, y en éstas todos los

aperos que se necesitan para trabajar la tierra. Viven en estas casas ciudadanos

que las ocupan por turno. En ninguna se alojan menos de cuarenta personas,

hombres y mujeres, a las que se añaden dos esclavos, siendo todos gobernados por

un padre y una madre de familia que tienen bastante edad y experiencia. Cada

treinta casas de labranza o familias son gobernadas por lo que se llama un

Filarca (Nombre con el que se designaba al jefe de tribu en las grandes ciudades

de la Grecia antigua). Todos los años tornan a la ciudad veinte personas de cada

una de esas familias, luego de haber estado viviendo en el campo dos años. Para

suplirlas, manda la ciudad a la aldea otras veinte personas nuevas, a las que

enseñan el oficio de labrador las que están allí desde un año antes, las cuales

ya lo han aprendido bien. Y las nuevas lo enseñarán a las que lleguen el

siguiente año. Se hace esto para que no haya escasez de cosas de comer a causa

de no saber e1 oflcio los recíén llegados. Con este cambio y renovación de

ocupantes de las casas. se consigue que ninguno esté largo tiempo haciendo un

trabajo tan penoso contra su voluntad; pero a muchos de ellos les gusta tanto la

labranza que piden que les dejen quedarse allí algunos años más. Los campesinos

labran la tierra, crían animales, cortan leña y llevan sus cosas a la ciudad por

tierra o por mar, como más les conviene. Crían una gran multitud de pollos y

hacen esto de un modo que causa admiración. Las gallinas no empollan, no

calientan los huevos; los utópicos, para calentarlos, guárdanlos en donde hay

siempre un cierto calor casi igual (Aquí se hace referencia a la incubación

artificil, proceso muy poco conocido en la época en que Tomás Moro escribió esta

obra). Cuando los polluelos salen del cascarón, siguen a los hombres y las

mujeres, en vez de seguir a las gallinas. Crían muy pocos caballos, pero muy

fogosos; los tienen para los hechos de armas y para que los hombres jóvenes

aprendan a cabalgar. Emplean los bueyes para arar y para los acarreos, pues

saben que, si el buey es menos brioso que el caballo, es más paciente y está

sujeto a menos enfermedades; además, no necesita tantos cuidados y cuesta poco

mantenerlo, y, cuando no sirve ya para el trabajo, su carne es buena para comer.

Solamente siembran trigo para hacer pan, pues no beben más que vino de uvas, de

manzanas o de peras, o agua pura o mezclada con miel o regaliz. Y aunque saben

de cierto - lo saben perfectamente - la cantidad de cosas de comer que son

necesarias para el sustento de los moradores de las ciudades y de toda la isla,

siempre siembran más trigo y crían más ganado y reparten el sobrante entre los

vecinos. Lo que no hallan en la aldea lo piden a la ciudad, y los magistrados de

ésta lo entregan sin recibir nada en pago. Cada mes hay un día de fiesta y

muchos de los aldeanos van a la ciudad. Al acercarse el tiempo de recoger la

cosecha, los Filarcas del campo hacen saber a los magistrados de la ciudad el

número de segadores que les tienen que mandar. Casi en un solo día queda hecho

este trabajo.

 

 

De las ciudades y señaladamente de Amaurota

Puede decirse que quien conoce una ciudad las conoce todas, tan semejantes son

unas a otras en lo que consiente la naturaleza del lugar. Os describiré una

cualquiera de ellas, mas ¿por qué no escoger Amaurota? Es la más digna de ello,

pues, con el consenso de las restantes ciudades, es ]a sede del Consejo. Yo es

la que más amo, por haber vivido allí cinco años seguidos. La ciudad de Amaurota

está asentada sobre la ladera de una colina no muy alta y su forma es casi

cuadrada. Su anchura empieza un poco más abajo de la cumbre de la colina y se

extiende aún dos millas hasta llegar al río Anhidro. Su largura es algo mayor

que la de la orilla de este río. Nace el Anhidro de una pequeña fuente que está

veinticuatro millas más arriba de Amaurota, pero es engrosado por otros ríos

pequeños y arroyos, entre los cuales hay dos de bastante caudal. Delante de la

ciudad tiene media milla de ancho y luego se ensancha más. Cuarenta millas más

allá de la ciudad desagua en el océano. En todo el espacio que separa el mar de

la ciudad, y hasta algunas millas más arriba de ésta, asciende y desciende el

agua con rápido movimiento durante seis horas. Con la marea alta el mar llena de

agua salada Anhidro en una largura de treinta millas, empujando hacia arriba el

agua dulce, a la que cambia de dulce en salobre. Luego el agua va dejando de ser

salada y torna a tener su prístino sabor dulce cuando atraviesa la ciudad; la

que llega al mar con la marea menguante es ya potable. Sobre el río, y situado

en el punto más alejado del mar, hay un puente hecho, no de madera, sino de

piedra y con preciosos arcos, para que puedan pasar los barcos sin estorbos.

Tienen también otro río, que en verdad no es muy grande, pero que es manso y

agradable. Nace de la misma colina en que está asentada Amaurota, baja por una

ladera, pasa por en medio de la ciudad y desemboca en el Anhidro. Y porque nace

un poco fuera de la ciudad, los amaurotanos han rodeado su fuente principal de

obras de defensa, y lo han unido así a la ciudad. Hacen esto para que su

enemigos, si hay guerra, ni puedan detener ni cambiar su curso, ni envenenar sus

aguas. Han construído canales de ladrillo que desde allí llevan el agua en

diversas direcciones hacia la parte baja de la ciudad. Donde esto no es posible,

por no consentirlo el terreno, recogen el agua de lluvia en grandes cisternas,

que les hacen un gran servicio. Ciñe la ciudad una alta y recia muralla de

piedra con muchas torres y bastiones. Un foso seco, ancho y profundo, lleno de

zarzas, circunda la muralla por tres lados; en el cuarto, el propio río sirve de

foso. Las calles de la ciudad han sido arregladas de modo que son muy cómodas

para transitar por ellas; son además muy hermosas y están al abrigo de los

vientos. Las casas son bellísimas, y están juntas, sin separación alguna,

formando una larga hilera en el lado de la calle. Las calles tienen una anchura

de veinte pies; hay vastos jardines, que quedan cerrados por las partes traseras

de los edificios de otra calle. Todas las casas tienen dos puertas, una que da a

la calle y otra al jardín. Las puertas no están nunca cerradas; sus dos hojas se

abren con sólo empujarlas y luego se cierran solas. Entra en las casas quien

quiere, porque nada hay en ellas que sea de alguien. Los moradores han de

mudarse de casa cada diez años, lo que se decide por insaculación.

Cuidan mucho de sus jardines los utópicos. Tienen en ellos vides, árboles

frutales, hierbas y flores. En parte alguna he visto nada tan hermoso. Su

afición a ocuparse de sus jardines no les viene solamente del gusto que de ello

reciben, sino también del afán de emulación, de la lucha que se emprende entre

los vecinos de calle y calle por ver quién tiene el más bello jardín. El mismo

Rey Utopo quiso desde el principio que la ciudad tuviera la hechura que ahora

tiene, mas, viendo que no bastaría para ello la vida de un hombre, dejó el

trabajo de hermosearla en manos de sus sucesores. Sus anales, que describen la

historia de 1760 años - desde la conquista - dan testimonio de qque las moradas

eran en los primeros tiempos casas muy bajas o míseras chozas de pastor,

malamente construídas con maderos, con las paredes de barro y las techumbres de

paja. Las casa de ahora tienen todas tres pisos, uno encima de otro; las paredes

externas son de piedra o de ladrillos. Los techos son planos y cubiertos con

cierto género de estuco que cuesta poco dinero, el cual no deja que el fuego los

dañe o los destruya; estos techos resisten mejor las inclemencias del tiempo que

el plomo. Los utópicos usan mucho el cristal, y ponen cristales en las ventanas

para que no pase el viento, y a veces un lienzo flnísimo empapado en aceite o

ámbar, lo que tiene las dos ventajas de que entre más luz y menos aire.

 

De los magistrados

Cada treinta familias o casas de labranza eligen una vez por año lo que en su

antiguo lenguaje llamábase un Sifogrante, al que ahora dan e] nuevo nombre de

Filarca. Cada diez Sifograntes con las treinta familias de todos ellos están

sumisos a un magistrado que ahora llaman Archifilarca (Tómese en cuenta que el

prefijo Archi presupone el concepto de preeminencia o de superioridad; así pues

este vocablo de archifilarca vedndría a significar algo semejante a jefe de

muchos o varios filarcas) y antes Traniboro. Además, en lo tocante a la elección

de Príncipe, todos los sifograntes, que son doscientos, han prestado antes

juramento de elegir al varón que, a su juicio, más lo merezca. Hacen la elección

en secreto, escogiendo una de las cuatro personas que antes han sido elegidas

por el pueblo; cada cuarta parte de la ciudad elige una y le propone al Consejo.

El oficio de Príncipe dura toda la vida de éste, a no ser que sea depuesto por

hacerse sospechoso de tiranía. Aunque eligen los traniboros cada año, muy pocas

veces los cambian. Todos los demás magistrados son elegidos por un año. Cada

tres días, o más a menudo, si es menester, los traniboros se reúnen en Consejo

con el Príncipe; tratan allí de los negocios de la República. Las querellas que

presentan las personas del estado llano, que suelen ser bien pocas, las juzgan y

terminan presto. Siempre se hallan presentes en el Consejo dos sifograntes, si

bien no son los mismos cada vez. Antes de decretar, velan porque no se confirme

ni ratifique nada de lo que atañe a la cosa pública que no haya sido discutido

en el Consejo durante tres días. Castígase con pena de muerte a los que

deliberan sobre los negocios públicos fuera del Consejo o de los comicios. Dicen

ellos que ha sido hecha esta ley para impedir que el Príncipe y los traniboros

puedan conspirar fácilmente juntos para oprimir al pueblo con la tiranía y

cambiar el régimen. Así que los asuntos de gran peso e importancia se llevan a

la Asamblea de los sifograntes, los cuales, luego de consultar con sus familias,

deliberan entre sí y exponen sus pareceres al Consejo. A veces llevan algunos

asuntos al Consejo General de la isla. Además, respeta el Consejo la costumbre

de no deliberar sobre negocio alguno el mismo día que es propuesto por primera

vez, por lo que se aplaza la deliberación hasta la sesión siguiente. Así nadie

osa decir inconsideradamente las palabras que tiene en la punta de la lengIla,

por no haber luego de meditar para hallar razones con que defenderlas y

mantenerlas, pues hay hombres que por una mal entendida vergüenza antes harían

daño a la República que confesarían sus yerros. En bien de la República, no hay

que hablar ligeramente, sino pensar mucho antes lo que se va a decir.

 

 

De los oficios

En Utopía, todos, hombres y mujeres, saben bien el oficio de labrador. Les es

ensefiado desde la infancia, ya sea en las escuelas, por medio de lecciones

orales, ya cual si fuera un juego en los campos cercanos a la ciudad. Los niños

aprenden, no solamente mirando, sino trabajando ellos real y verdaderamente, con

lo que acostumbran sus cuerpos al trabajo. Además de este oficio, que, como he

dicho, han de saberlo todos, aprenden otro, como tejedor de lana o lino,

albañil, carpintero o herrero. Casi puede decirse que no se conocen más oficios

en Utopía. La hechura de los vestidos es igual en toda la isla, aunque se

diferencian entre sí los de los varones y las hembras, los de los casados y los

célibes; y esto desde tiempo inmemorial, pues son a la vez agradables a los ojos

y decentes, y, como son holgados, puede moverse el cuerpo cómodamente dentro de

ellos, y sirven para el invierno y el verano. Cada familia se hace los suyos. De

esta manera todos aprenden uno de los oficios antedichos, tanto los hombres como

las mujeres. Mas siendo éstas más débiles, hacen los trabajos menos duros; por

lo común trabajan la lana y el lino. Los otros oficios, por ser más pesados, son

para los hombres. Los más, por natural inclinación, siguen los oficios que

ejercen sus padres. Pero si a alguno le gusta más otro oficio, es agregado por

adopción a una de las familias que lo ejerce. Los magistrados y su progenitor

velan por que su maestro sea un cuerdo y honrado padre de familia. Y si sabiendo

ya un oficio, alguien desea aprender otro, se lo consienten igualmente. Luego

podrá ejercer el que le plazca, a menos que la ciudad tenga más necesidad de uno

que de otro.

El principal y casi único deber de los sífograntes es procurar que nadie esté

ocioso, que todos ejerzan su oficio cuidadosa y diligentemente, mas sin cansarse

como bestias de carga trabajando continuamente desde por la mañana temprano

hasta la noche. Esto sería peor que ser esclavo, y es, sin embargo, la vida de

los trabajadores en todas partes, menos en Utopía. Dividen allí el día y la

noche en veinticuatro horas; trabajan tres antes del mediodía y luego vanse a

comer; después de la comida, cuando ya han descansado dos horas, trabajan otras

tres y van a cenar. Cuentan las horas desde el mediodía. Se acuestan a las ocho

y duermen otras tantas horas. Cada cual emplea como mejor le place el espacio

que media entre las horas de trabajo, de comer y de dormir; mas no se entregan a

la holganza ni al desenfreno, sino a alguna ocupación diferente de su oficio,

según sus aficiones. Es allí costumbre solemne dar lecciones y lecturas cada día

en las primeras horas de la mañana las cuales sólo tienen obligación de oir los

que han sido elegidos para ser letradós. No obstante, una gran multitud de

hombres y mujeres, según sus gustos, oyen una u otra de ellas. Pero a los que

prefieren aprovechar este tiempo trabajando en su propio oficio - pues son pocos

los que están bien dotados para elevar su alma por medio de la contemplación o

meditación estudiosa - no se les prohibe hacerlo; y son alabadoos por ser así más

útiles a la República. Despues de cenar pasan una hora en honestos

entretenimientos, en los jardines, en verano, y, en invierno, en las salas

comunes donde comen y cenan. Allí conversan entre sí o se ejercitan en la

música. No conocen los dados ni demás perniciosos juegos de azar, pero juegan a

dos que son bastante semejantes al ajedrez. El uno es un combate de números, en

el cual un número vence a otro. El otro es una verdadera batalla en la que

luchan las virtudes con los vicios. Este último muestra las discordias que

tienen los vicios entre sí y su alianza contra las virtudes; cuál es el vicio

enemigo de cada virtud; qué fuerzas son necesarias para combatir abiertamente;

qué ardides hay que usar para luchar en secreto; con qué ayudas cuentan las

virtudes para resistir y vencer el poder de los vicios, y, finalmente, de qué

manera se puede alcanzar la victoria.

Pero ahora tenéis que mirar de más cerca una cosa. Os engañaríais si creyereis

que el trabajar solamente seis horas trae necesariamente la escasez. No es así

en modo alguno. Esas pocas horas de trabajo, no solamente bastan, sino que aun

son demasiadas para tener grande abundancia de todas las cosas que se necesitan

para vivir cómodamente. Y lo comprenderéis mejor si consideráis cuán grande es

la parte de la población que vive en la holganza en otros países. En primer

lugar, casi todas las mujeres, que son la mitad de la población. Y donde las

hembras trabajan, los varones suelen holgar en vez de ellas. Añadid la ociosa

muchedumbre de los sacerdotes y religiosos, que así son llamados allí. Además,

todos los ricos, especialmente los que tienen hacienda en tierras, a los cuales

llaman hacendados y nobles, con sus criados, quiero decir esa caterva de

jactanciosos vagos que van armados de pies a cabeza; y también los mendigos

robustos y sanos que se fingen enfermos para encubrir su holgazanería. Veréis

entonces que los que trabajan para que queden atendidas las necesidades del

humano linaje son menos de lo que suponéis. Considerad ahora que bien pocos de

esos que trabajan ejercen oficios necesarios. Donde el dinero es todopoderoso,

hay que ejercer muchos oficios superfluos, los cuales sólo sirven para aumentar

la suntuosidad y el desenfreno. Suponed que esa multitud de hombres que ahora

trabaja se repartiese entre los pocos oficios real y verdaderamente útiles;

entonces habría tan grande abundancia de cosas necesarias, que los precios, sin

duda, serían demasiado bajos para aserar el susstento de los trabajadores. Mas

si. todos los hombres que malgastan el tiempo trabajando en oficios que no son

útiles; si todas las personas que viven en el ocio, cada una de las cuales

consume tantas cosas como dos trabajadores juntos, fuesen obligadas a trabajar,

se tendría que trabajar muy pocas horas para hacer todas las cosas que se

necesitan para vivir holgadamente y sin privarse de los placeres verdaderos y

naturales.

Que esto es verdad, lo demuestra claramente lo que sucede en Utopía. Apenas hay

en cada ciudad y territorio que de ella depende quinientas personas, hombres o

mujeres, que teniendo edad y fuerzas para trabajar le hallen dispensadas de

hacerlo. Entre ellas están sifograntes, los cuales, aunque la ley les exime del

trabajo, trabajan para dar ejemplo a los demás. También gozan de esta exención

aquellos a quienes el pueblo, por haberlos propuesto los sacerdotes y haber sido

elegidos en secreto por los sifograntes, les ha dado una dispensa permanente

para que puedan estudiar. Los que no responden a las esperanzas puestas en

ellos, tornan a ser artesanos. Suele suceder a menudo que algún obrero que

consagra sus horas de descanso al estudio haga grandes adelantos y sea

dispensado de ejercer su oficio, y entonces pasa a ser letrado. Entre los

letrados se eligen los embajadores, los sacerdotes, los traniboros y,

finalmente, el mismo Príncipe, el Barzanes, como era llamado en la antigua

lengua, el Ademosa, cómo se le llama en la moderna. Como lo restante del pueblo

no está nunca ocioso ni trabaja en oficios inútiles, se puede hacer el trabajo

bien y en pocas horas.

También tienen los utópicos otra ventaja: la de no tener que trabajar tanto en

los más de sus oficios necesarios como otras naciones. La construcción y

reparación de las casas requiere en todas partes el trabajo continuo de mucha

gente, porque el pródigo heredero dejó que se desmoronase con el tiempo lo que

su padre edificó. Se ve obligado el sucesor a hacer grandes dispendios para

construir de nuevo lo que hubiera podido conservar sin mucho gasto. A veces la

casa que a un hombre le costó mucho dinero ediflcar, la posee luego otro al que

le gusta la vida regalada y no se preocupa de ella; así descuidada se hundirá

pronto, y no costará menos dinero el construir una nueva en otro lugar. Pero

Utopía es una República tan bien ordenada que no es menester buscar sitio a

menudo para edificar casas nuevas. No sólo se arreglan en seguida los deterioros

de las casas, sino que se previene el peligro de que puedan caerse. Así, con

poco trabajo, las casas duran largo tiempo. Por eso los trabajadores que hacen

casas no tienen casi nada que hacer, aunque han de tener siempre preparadas la

madera y las piedras cortadas para ser usadas cuando haga falta.

Considerad además qué pocos trabajadores necesitan emplear los utópicos para

hacer los vestidos que llevan, Primeramente, se ponen para trabajar trajes de

cuero o de pieles, que tienen que durar siete años. Cuando se muestran en

público, tapan esos toscos vestidos con una capa. El color de esas capas, que es

el natural de la lana, es igual en toda la isla. Por consiguiente, no solamente

gastan menos paño de lana que en otras naciones, sino que le resulta éste más

barato. La tela de lino requiere menos trabajo y dura más. En la tela de lino se

aprecia su blancura y en los paños de lana la limpieza. No se da valor a la

finura de las telas. Esta es la causa de que allí un hombre se contente con un

solo vestido, que suele durarle dos años, mientras que los hombres de otras

tierras no tienen bastante con cuatro o cinco trajes de paño de lana y otros

tantos de seda. ¿ Qué más se puede pedir a un traje que no afea el cuerpo de la

persona y abriga cuando hace frío? Aunque todos ejercen oficios útiles y

trabajan pocas horas, hay abundancia de todas cosas entre ellos. Por eso es

llamada de vez en cuando una gran muchadumbre de moradores para que arreglen los

caminos que se hallan en mal estado. Con frecuencia, cuando no hay necesidad de

pedir esta ayuda, se decreta que se trabajen menos horas. Los magistrados no

quieren forzar a los ciudadanos a hacer trabajos innecesarios contra su

voluntad, pues el fin que persiguen las instituciones de aquella República es

librar a todos los ciudadanos de las servidumbres corporales y amparar la

libertad y el cultivo de la inteligencia. Creen que en esto consiste la

felicidad en esta vida.

 

 

De la manera de vivir y relaciones mutuas

Os hablaré ahora de cómo se conducen los ciudadanos utópicos unos con otros, en

qué se ocupan, cómo se entretienen, de qué forma distribuyen todas las cosas.

Primeramente, la ciudad está compuesta de familias, unidas por lazos de esco.

Las mujeres, cuando se casan a edad legal, van a vivir a la casa de sus maridos;

pero los hijos varones y todos los descendientes varones quedan en la familia y

son gobernados por el más anciano de los antecesores, a menos que los años hagan

flaquear su entendimiento, pues en tal caso le suple el pariente que le sigue en

edad. Mas con el fin de que el número de ciudadanos no mengüe ni aumente

desmesuradamente, está mandado que ninguna familia - hay seis mil en cada

ciudad, además de las que viven en el campo - no tenga a la vez menos de diez

hijos de la edad de catorce años, ni más de dieciséis. El número de los

impúberes no está limitado. Esto se cumple fácilmente llevando los hijos que

exceden de dicho número a las familias poco numerosas. Cuando una ciudad tiene

más habitantes de los que debe tener, son mandados los que exceden a ciudades

menos pobladas. Y si es excesiva la población en toda la isla, se eligen algunos

ciudadanos de cada ciudad para que vayan a fundar una ciudad en tierra cercana,

la cual será gobernada con arreglo a las leyes de los utópicos. Se establecen en

tierras que los naturales tengan sin cultivar y deshabitadas y reciben a los

indígenas que quieran vivir juntos con ellos. Así, viviendo juntos y unidos,

consienten de buen grado en una manera de vivir, y esto acaba trayendo el

bienestar a ambos pueblos. Consiguen los utópicos, gobernándose ppr sus leyes,

hacer fecunda la tierra que antes no era labrada y que dé frutos bastantes para

mantenerse ellos y los naturales. Pero si los moradores de esa tierra no quieren

convivir con ellos ni acatar sus leyes, los expulsan; y si se rebelan y oponen

resistencia, guerrean contra ellos, porque consideran los utópicos justa causa

de guerra el que un pueblo tenga desierto y yermo parte de su territorio y no

consienta la posesión y uso de ella a los que, por ley natural, tienen el

derecho de hallar el sustento allí. Si llegase a suceder - y ellos dIcen que ya

ha sucedido dos veces durante su historia, a causa de la peste - que disminuyera

el número de habitantes de alguna de sus ciudades hasta el extremo de que las

demás de la isla no pudiesen llenar ese vacío, para repoblarla, harían volver a

la madre patria a los ciudadanos que habitan en algunas de las colonias que

tienen en tierra extraña, pues los utópicos antes prefieren que decaigan y

perezcan las colonias que no que pierda importancia una ciudad de su isla.

Mas volvamos a las relaciones de los ciudadanos entre sí. He dicho ya que el más

anciano gobierna la familia. Las esposas obedecen a sus maridos, los hijos a sus

padres; en resolución, los jóvenes a sus mayores. Cada ciudad es dividida en

cuatro partes iguales, en mitad de cada una de las cuales hay un mercado en el

que se hallan toda suerte de cosas. Allí lleva cada familia los frutos de su

trabajo, que son guardados en graneros y almacenes. Cada padre de familia va a

buscar allí lo que necesitan él y los suyos, y se lo lleva sin entregar dinero

ni otra cosa alguna en carnbio. ¿Por qué habrían de negárselo, si hay abundancia

de todas cosas y no se teme que haya alguien que pida más de lo que necesita?

Sabiendo que no ha de carecer de nada ¿quién pedirá más de lo necesario?

Ciertarnente, el temor a las privaciones es lo que hace codiciosos y rapaces a

todos los seres vivientes; el hombre hace lo mismo por soberbia, porque le

agrada vanagloriarse de superar a los demás en riquezas superfluas; pero esto no

lo permiten las leyes en Utopía.

Cerca de los mercados de que he hablado, hay otros de viandas, a los que no

solamente se llevan todo género de verduras, legumbres, fruta y pan, sino

también pescado y carne de cuadrúpedos y aves. Los animales han sido muertos y

lavados en agua corriente por esclavos fuera de la ciudad, porque los utópicos

no permiten que sus conciudadanos libres se acostumbren a matar bestias, pues

creen que esto ahoga, poco a poco, el más generoso y tierno de los sentimientos

que moran en el corazón humano: la piedad. Tampoco toleran que entren en la

ciudad inmundicias y carnes putrefactas, cuyo hedor podría infectar y corromper

el aire y causar enfermedades.

Hay, además; en cada calle, vastos edificios situados a distancias iguales, cada

uno de los cuales tiene su nombre particular. Viven en ellos los sifograntes,

cada uno en compañía de treinta familias, alojándose quince de éstas en cada uno

de los dos lados del mismo. Los despenseros de cada edificio van al mercado a

una hora determinada, y les entregan allí viandas según el número de personas

que tienen que alimentar. Lo primero de que se preocupan los utópicos es de los

enfermos que están en los hospItales; tIenen cuatro en el recinto de la ciudad,

un poco más allá de las murallas, y son tan espaciosos, tan grandes, tan vastos,

que parecen pequeñas ciudades. Son así para que los enfermos, por muchos que

sean, no estén estrechos ni padezcan incomodidades por ello. Esto les permite

tener separados de los demás enfermos a los que tienen enfermedades contagiosas.

Estos hospitales están muy bien atendidos y provistos de cuanto es necesario

para conseguir la pronta curación de los enfermos, están constantemente en ellos

los mejores médicos. Y como a nadie llevan allí contra su voluntad, no hay en

toda la ciudad un solo enfermo que prefiera ser cuidado en su propia casa en vez

de serIo en el hospital. Cuando ha sido entregado a los despenseros de los

hospitales todo lo que han pedido los médicos, se reparten entre los despenseros

de los edificios de la ciudad, según el número de bocas, las mejores viandas. Se

tienen atenciones especiales para el Príncipe, el Obispo, los traniboros, los

embajadores y los extranjeros. Extranjeros suele haber pocos; pero cuando llegan

allí hallan casas preparadas para ellos. A las horas señaladas para comer y

cenar, se oyen los sones del clarín avisador, y toda la sifograntia se encamina

al edificio donde vive, toda, excepto los enfermos que están en los hospitales o

los ciudadanos que comen en sus propias casas. Cuando los comedores están ya

provistos, no está prohibido a los ciudadanos el ir a los mercados a buscar

cosas para consumirlas en sus hogares, pues se sabe que nadie hará eso sin un

motivo justificado. El que lo hiciera sin motivo sería mal mirado de los demás;

además, sería insensatez darse el trabajo de aderezar una mala comida en casa

cuando se puede comer mucho mejor en el comedor común.

Los esclavos son los que hacen los trabajos pesados del comedor. Las mujeres de

las familias guisan por turno, y ponen las mesas. Según el número de comensales,

las mesas son tres o más. Siéntanse los hombres en los bancos que están

arrimados a la pared y las mujeres al otro lado de la mesa. Si alguna de ellas

se siente indispuesta de repente, como les suele suceder a las que están

encinta, puede levantarse sin molestar a nadie e ir al cuarto de las nodrizas.

Hay para las nodrizas una sala especial, donde no falta fuego, ni agua limpia ni

cunas; así pueden acostar a los infantes o dejarlos jugar a sus anchas junto a

la lumbre luego de haberlos desfajado. Cada madre da el pecho a su hijo, a menos

que la enfermedad o la muerte lo impidan. Cuando esto sucede, las esposas de los

sifograntes buscan en seguida una nodriza, y no es nada dificultoso hallarla,

pues las mujeres son gustosas de hacer tan hermosa obra de caridad que les vale

grandes alabanzas, y hasta llega el niño a considerar a la nodriza como a su

propia madre. También están con las nodrizas los infantes que tienen menos de

cinco años. Los niños de ambos sexos que aun no tiene edad de casarse sirven las

mesas, o, si son demasiado jóvenes para hacer esto, se están en el comedor

guardando religioso silencio. Comen lo que les dan las personas que están

sentadas a las mesas, ya que no tienen otra hora señalada para comer.

El sifogrante y su esposa ocupan el sitio de honor, en el centro de la mesa

alta, y desde allí pueden ver a todos los circunstantes, porque esta mesa se

halla al fondo del comedor, colocada de través. Al Iado de cada uno siéntase un

anciano de los de más edad. Los demás lo hacen por grupos de cuatro. Si la

sifograntia tiene iglesia, el sacerdote y su esposa son los que comparten el

sitio de honor con el sifogrante. A ambos lados de ellos se sientan los jóvenes

y al de éstos los mayores. De este modo se juntan en el comedor las personas de

parecida edad al par que se mezclan las de edades diversas. Dicen los utópicos

que lo hacen así para que la gravedad de los ancianos y la reverencia que les es

debida impidan las licencias de lenguaje o de comportamiento, pues todo lo que

se habla o hace, aunque sea en voz baja o disimuladarnente, es oído o visto

desde todas partes por los que están a la mesa. No se reparte la comida

empezando por el primer sitio, sino que se sirve primero a los ancianos, que

tienen sus sitios señalados con una señal especial, para que puedan ser

conocidos. Después se sirve a los jóvenes. Los ancianos, si les place, pueden

dar parte de lo que tienen en el plato a los jóvenes que están sentados a ambos

lados de ellos. De este modo se honra a los ancianos como es debido, y el

homenaje resulta beneficioso para la comunidad.

Principian todas las comidas y cenas con la lectura de un libro que trata de las

buenas costumbres y de moral, mas se lee poco rato para no dar pesadumbre a los

oyentes. Luego los mayores comienzan una conversación, honesta, pero no triste

ni desagradable. No emplean todo el tiempo que duran las comidas en largas y

tediosas pláticas, pero escuchan con agrado la que dicen los jóvenes, a los que

hacen hablar adrede para que se expansionen sin trabas y den muestras del

ingenio y las virtudes que tienen. Las comidas son muy cortas, porque tienen que

volver al trabajo después; las cenas, algo más largas, ya que tras ellas viene

el natural y reparador descanso que procura el sueño, cosa que consideran muy

eficaz para conseguir una buena digestión. Cenan siempre con música y no faltan

en la mesa los caprichos ni los dulces. Queman hierbas y especias olorosas, y

esparcen perfumes; nada dejan de hacer de lo que pueda agradar a los presentes,

pues se inclinan a creer que no debe prohibirse ningún placer del que no sale

mal alguno. Así viven en las ciudades. En el campo, como se hallan alejados de

sus vecinos, comen en sus casas. Las familias campesinas no carecen de nada, ya

que de ellas viene todo lo que los ciudadanos comen para vivir.

 

 

De los viajes y otras cosas

Si algún ciudadano desea visitar a un amigo que mora en otra ciudad, consigue

fácilmente licencia del Sifogrante y del Traniboro, a menos que haya impedimento

para ello. Nadie viaja solo, sino que parten en grupos, llevando una carta del

Príncipe en la que consta la autorización del viaje y se señala el día en que

han de volver. Les dan un carro y un esclavo que conduce y cuida de los bueyes.

Si no van con ellos mujeres, renuncian al carro, por considerarlo un estorbo y

una molestia. Y aunque no llevan nada consigo, de nada carecen durante el viaje,

pues donde quiera que se hallen están en su casa. Si se detienen en algún lugar

más de un día, trabajan allí en su oficio, y los artesanos de su gremio les

dispensan una amable acogida. Si alguien traspasa los límites de su territorio,

y es cogido sin llevar el permiso del Príncipe, comete un delito odioso, es

considerado como un fugitivo y castigado severamente. Si reincide, es reducido a

la esclavitud. Si algún utópico desea ir a algunas de las aldeas que pertenecen

a la ciudad donde él mora, puede hacerlo con el consentimiento de su padre y de

su esposa. Más, en cualquier lugar que llegare, no le dan comida si no la paga

con el trabajo que ordinariamente se hace en una mañana (} en una tarde.

Observando esta ley, puede viajar por todo el territorio de la jurisdicción de

su ciudad. Así no será menos útil a la ciudad que si se hubiese quedado en ella.

Ved ahora la poca libertad que tienen para entregarse al ocio. No hay tabernas

de vino o de cerveza, ni mancebías, ni ocasión de entregarse al vicio o la

maldad, ni reuniones clandestinas, ya que estando todas bajo las miradas de los

demás, necesariamente tienen que hacer su acostumbrado trabajo y recrearse con

honestos y laudables divertimientos.

Este modo de vivir y estas costumbres traen necesariamente la abundancia de

todos bienes. Y como éstos se hallan repartidos por igual entre todos, nadie es

pobre en Utopía.

En el Senado de Amaurota, al que, como ya he dicho, cada ciudad envía tres

ciudadanos cada año, se trata primeramente de las cosas que abundan y de las que

escasean en cada lugar. Los que tienen más cosas envían parte de ellas a los que

tienen menos. Y hacen esto sin compensación alguna. Los que dan de lo que tienen

no toman nada de los que reciben las cosas. Nada piden a la ciudad que han

favorecido, pues ellos reciben lo que necesitan de otras a la que no han hecho

ningún favor. Así toda la isla es como una gran familia. Cuando tienen bastantes

provisiones para ellos - guardan para dos años, en previsión de lo que pueda

suceder al año siguiente - envían de lo que les sobra a otros países grandes

cantidades de trigo, miel, lanas, lino, maderas, tintes, cera, sebo, cuero y

animales vivos. Donan la séptima parte de todas las cosas a los pobres de tales

países, y lo restante lo venden a precio módico. Merced a este comercio pueden

traer a su isla mucho oro y mucha plata, y también las mercaderías que

necesitan, que son pocas, pues casi puede decirse que sólo carecen de hierro.

Como hace largo tiempo que vienen haciendo este comercio, poseen ahora

abundantes riquezas.

No les importa el que los compradores no paguen en seguida; venden a crédito,

pero no aceptan instrumentos de personas particulares y exigen el aval de una

ciudad. Cuando llega el día en que vence el plazo, la ciudad hace pagar la deuda

a los deudores particulares y deposita las cantidades de dinero recibidas en su

Tesoro, usando de ellas hasta que los utópicos, sus acreedores, las reclaman.

Los ciudadanos de Utopía no acostumbran pedir que les entreguen tales

cantidades, pues les dice su conciencia que no es justo tomar de quien de ello

saca provecho lo que ellos no usan ni les es provechoso. Mas si se da el caso de

que tengan que prestar parte de ese dinero a otro país, o cuando lo necesitan

para hacer guerra, demandan entonces el pago de las deudas. Solamente con este

fin guardan en la isla todo el tesoro que poseen, para poder prevenir y remediar

las situaciones graves y los peligros imprevistos. Pagan grandes sueldos con ese

dinero a los soldados mercenarios extranjeros, a los cuales envían al combate en

vez de a sus conciudadanos. Saben bien que con dinero se puede comprar hasta los

enemigos o hacer que se aniquilen entre sí, por traición o guerreando. Por eso

conservan un tesoro inestimable. Aunque no lo consideran como un tesoro, como lo

tienen, lo usan. Me da un poco de vergüenza el seguir hablando de esto, por el

temor que tengo de que no se dé crédito a mis palabras. Y aun tengo más causa de

temerlo porque a mí me costaría mucho trabajo el creer a otra persona que dijese

lo mismo que he dicho yo. Doyme cuenta de lo difícil que me hubiera sido tomarlo

como cierto si no lo hubiese visto con mis propios ojos.

Lo que es contrario a las costumbres de los oyentes, paréceles a éstos cosa poco

digna de fe. Quién sepa juzgar con juiciosa imparcialidad las cosas, acaso no se

maravillará grandemente al ver que las leyes y costumbres de los utópicos son

tan diferentes de las nuestras, ni de que éstos usan el oro y la plata entre

ellos de otro modo que nosotros. Quiero decir que ellos no hacen uso del dinero,

sino que lo guardan para precaver acontecimientos que podrían venir y que,

quizás, no vendrán jamás. Mientras tanto, el oro y la plata de que se hacen las

monedas no tiene para ellos más valor que el que merece la misma naturaleza de

la cosa. Y ¿quién no ve claramente cuán lejos están de valer lo que el hierro,

sin el cual los hombres no pueden vivir, como no pueden vivir sin el fuego ni el

agua? No se tiene absoluta necesidad de usar el oro y la plata. Sólo la locura

de los humanos seres da tan alto valor a esos metales por razón de su rareza.

Por el contrario, la Naturaleza, madre tiernísima y amorosísima, ha puesto las

mejores y más necesarias cosas a nuestra vista y alcance, como el aire, el agua

y la tierra, y ha ocultado en la más profundo de sus entrañas lo que es vano y

de ninguna utilidad. Por consiguiente, si encerrasen esos metales en una torre,

como el vulgo siempre anda imaginando necedades, se sospecharía que el Príncipe

y el Consejo estaban engañando al pueblo para aprovecharse de ellos. Ni siquiera

fabrican con ellos platos y copas, porque comprenden que si llegase la ocasión

de tener que fundirlos nuevamente para pagar los sueldos de los soldados, la

gente no estaría de buen grado dispuesta a separarse de cosas en las que ya

habían empezado a deleitarse. Para remediar todo esto han hallado un medio que

no contradice a sus leyes y costumbres. Hacen algo que a nosotros nos parece

increíble, pues ya sabemos cómo se aprecia el oro entre nosotros y con qué

cuidado se guarda. Los utópicos comen y beben en platos de barro y copas de

cristal, bellos y bien hechos, pero de muy poco valor. El oro y la plata sirven

comunmente para hacer bacines y otras vasijas reservadas a los usos más viles,

no solamente en los edificios comunes, sino en las casas particulares. Además de

esos mismos metales están hechos las cadenas y grillos con que atan a los

esclavos. Los delincuentes condenados a penas infamantes, deben llevar zarcillos

en las orejas, anillos en los dedos, un collar en el cuello y en la cabeza una

corona, todo ello de oro. Así hacen que el oro y la plata sean tenidos entre

ellos por cosa ignominiosa. Y esos metales que, cuando son quitados a hombres de

otros países les causa tanta tristeza como si les quitasen la vida, pueden ser

quitados de una sola vez a los utópicos sin que ninguno de ellos crea que ha

perdido el valor de un cuarto de penique. Cogen también perlas en la orilla del

mar y diamantes y carbunclos en ciertas rocas; no los buscan, mas si los

encuentran por azar, los tallan y pulen y adornan con ellos a los infantes, los

cuales, en los primeros años de su niñez, se muestran muy orgullosos de llevar

tales adornos; pero conforme van creciendo en edad y en discreción, ven que esos

juguetes y garambainas solamente los llevan los niños, y entonces se

avergüenzan, y, sin que se lo manden sus padres, dejan de llevarlos. No de otra

manera obran nuestros infantes, que, al crecer, también renuncian a las cáscaras

de nuez, a los broches y a las muñecas. Estas leyes y costumbres tan diferentes

de las de otras naciones no pueden dejar de mudar la disposición del ánimo.

Jamás lo vi tan claramente como cuando vinieron a Utopía los embajadores de los

Anemolianos.

Estos embajadores llegaron a Amaurota cuando yo estaba allí, y, como venían a

tratar de negocios de gran importancia, fueron a darles la bienvenida tres

ciudadanos de cada ciudad utópica. Todos los embajadores que habían estado antes

en Utopía, conociendo las costumbres de los utópicos y sabiendo que entre éstos

no era tenido en honor el vestir suntuosamente, que no se apreciaba la seda y

que el oro era señal de infamia, solían venir con modestos atavíos. Pero como

los Anemolianos, que eran de un país mucho más lejano y habían tenido poco trato

con ellos, habían oído decir que los utópicos iban todos vestidos igual y sus

trajes eran de burdo paño, creían que los moradores que habían estado antes en

Utopía, conociendo, determinaron presentarse como si fueran verdaderos dioses,

con grande aparato y pompa, con vestidos de colores alegres y adornos

relucientes, para deslumbrar los ojos de aquellos bobos y míseros utópicos.

Vinieron tres embajadores con cien criados que llevaban vestidos abigarrados,

los más de ellos de seda. Los embajadores, quc eran nobles en su país, iban

vestidos de paño de oro, y de oro llevaban también grandes collares, pendientes,

anillos; sus monteras igualmente estaban guarnecidas de joyas de oro y de

brillantes perlas y piedras preciosas; en fin, iban vestidos y adornados con

todas esas cosas que en Utopía se hacen llevar a los esclavos y a los condenados

a penas infamantes, con todas esas garambainas con las que juegan los niños.

Hubiera regocijado a cualquiera el ver con qué orgullo ostentaban aquellos

hombres sus colas de pavo real, las pintadas vainas en que llevaban metidos sus

cuerpos, y cuán altivamente pasaban delante de los que los miraban al comparar

su bizarro atavío con las modestas ropas de los utópicos, pues habíase

congregado una inmensa muchedumbre en las calles. No era menos divertido

considerar cómo se engañaban y cuán lejos estaban de conseguir sus propósitos,

porque no los tomaban por lo que ellos creían que hubieran debido ser. A los

ojos de todos los utópicos, excepto de los que habían estado en otras tierras,

aquella magnificencia parecía vergonzosa y vituperable. Saludaban a los más

viles y abyectos de ellos tornándolos por señores y no tributaban honor alguno a

los embajadores, juzgando por las cadenas de oro que llevaban que eran esclavos.

Hubierais tenido que ver a los niños que habían renunciado a las perlas y

piedras preciosas tocar con el codo a sus madres y decirles al ver los adornos

que llevaban en sus monteras los embajadores: ¡Mirad, madre, ese grandulón que

lleva perlas y piedras preciosas como si fuera un niño aún!Y a la madre

responder: Calla, hijo; creo que debe ser algún bufón de los embajadores.

Algunos criticaban las cadenas de oro, diciendo que no servían para nada, ya que

eran tan delgadas y poco fuertes que el esclavo podía romperlas fácilmente y

huir suelto adonde quisiere. Mas cuando al cabo de uno o dos días de estar allí

vieron los embajadores la poca estima en que era tenido el oro en Utopía, que

era tan despreciado por los utópicos como apreciado por ellos, y que había más

oro en las cadenas y grillos de un desertor condenado a esclavitud que el que

había en todos los adornos que llevaban encima de sus tres personas,

avergonzados de su vanidad, dejaron de mostrarse orgullosos de ellos y se los

quitaron; y más aún cuando, después de haber hablado familiarmente con utópicos,

conocieron sus costumbres y opiniones.

Admíranse los utópicos de que haya hombres tan insensatos que puedan hallar

deleite mirando el dudoso brillo de una piedrecilla sin valor, pudiendo como

pueden contemplar las estrellas o el mismo sol; y de que haya necios que se

crean más ennoblecidos porque es de fina lana el vestido que llevan, ya que la

lana - por fina que sea - la llevó antes una oveja sin que por ello dejara de

ser oveja. Maravíllanse también de que el oro, que es cosa inútil por su propia

naturaleza, sea ahora tan apreciado en todo el mundo, que el hombre mismo, que

le atribuye ese valor para su provecho, considere que vale él menos que ese

metal, tanto que cualquier lerdo avaro, que no tiene más entendimiento que un

pollino y no es menos malvado que orate, tiene en esclavitud a muchos hombres

buenos e ilustrados sólo porque posee un más grande montón de oro. Y si la

fortuna, o la sutileza de la ley - pues no es sino la fortuna la que eleva lo

que es bajo y la que derroca lo que es alto - da ese montón de oro al más vil

esclavo o al más abyecto lelo de su casa, poco después que esto ha sucedido

entra al servicio de su antiguo criado como una añadidura al dinero de éste.

Mucho más les asombra, y la detestan, la locura de los hombres que rinden a los

opulentos honores casi divinos, a los cuales nada deben y de los cuales nada

tienen que temer; que los honran solamente porque son ricos, aunque saben que

son sórdidos y avaros y que no recibirán de ellos, mientras estén en vida, ni un

cuarto de penique.

Estas y parecidas opiniones las deben en parte a la educación que les ha sido

dada en el país, cuyas leyes y costumbres tan diferentes son de esos géneros de

locura; y en parte a sus estudios en ciencias y letras. Pues aunque muy pocos de

cada ciudad se hallan exentos de trabajar para consagrarse solamente a estudiar

- los que dieron muestras desde la infancia de tener buen entendimiento y buena

disposición para aprender - todos, desde niños, son obligados a aprender lo que

puedan de la ciencia de las letras, y buena parte de la población, tanto varones

como hembras, durante toda su vida, dedica al estudio aquellas horas que les

deja libres el trabajo corporal. Les enseñan en su propia lengua, que es rica en

palabras, agradable al oído y perfecta para expresar el pensamiento. Se usa en

casi toda aquella parte del mundo, pero los utópicos son los que la hablan y

escriben con mayor pureza. Antes de nuestra llegada, no eran conocidos allí

todos esos filósofos cuyos nombres son tan famosos en esta parte del mundo. Y,

sin embargo, en música, lógica, aritmética y geometría saben casi todo lo que

han enseñado nuestros fi1ósofos de la antigüedad.

Mas si casi igualan a los antiguos eruditos en todas estas cosas, no han llegado

a igualar las invenciones de nuestros dialécticos; porque no han podido inventar

ninguna de aquellas reglas de las restricciones, amplificaciones y suposiciones

que aquí se enseñan a los niños. Tampoco han podido descubrir las proporciones

secundarias ni ver lo que se llama el hombre en común, ese gigante mayor que

cualquier gigante; que nosotros sabemos señalar con el dedo.

Conocen perfectamente el curso y los movimientos de los astros. Han inventado

igualmente ingeniosos instrumentos de diversas formas con los que determinan

exactamente los movimientos y la situación del Sol, de la Luna y de todos los

demás astros que aparecen en su horizonte. En cuanto a las amistades o

enemistades de los planetas y a ese engañoso arte de pronosticar los sucesos por

los astros, ni han llegado a soñarlas siquiera. Merced a los signos que han

aprendido a conocer por medio de una larga observación y experiencia, saben

predecir las lluvias, los vientos y las tempestades. Pero sobre las causas de

todas estas cosas y de las mareas, y de la salobridad del mar, y del origen, y

la naturaleza del cielo, y de la Tierra sostienen en parte las mismas opiniones

que nuestros antiguos filósofos, y, como éstos, pese a traer argumentos nuevos,

no consiguen ponerse de acuerdo.

En aquella parte de la filosofía que trata de las costumbres y las virtudes se

muestran de acuerdo con nosotros. Disputan, como nosotros, sobre las buenas

cualidades del alma y del cuerpo, sobre los bienes terrenales y sobre si el

término bien puede ser aplicado a todos estos o solamente a los del alma.

Discuten sobre la virtud y el placer; pero la primera y principal cuestión es

saber en qué consiste la felicidad humana, si es una sola cosa o muchas. Pero en

esto más bien parecen inclinarse a compartir la opinión de los que defienden el

placer considerándolo, si no ia felicidad absoluta y completa, parte principal

de ella. Y lo que es más de admirar es que saquen el origen de tan delicada y

melindrosa opinión de la grave y severa religión que profesan. Jamás discuten

sobre la felicidad sin trabar las razones filosóficas con ciertos principios

sacados de la religión, sin los cuales juzgan que la razón es débil e imperfecta

para averiguar en qué estriba la verdadera felicidad. Esos principios son: que

el alma es inmortal, y, por la infinita bondad de Dios, encaminada a la

felicidad; que después de esta vida, nuestras virtudes y buenas acciones serán

premiadas y castigadas nuestras maldades y nuestros pecados. Y creen los

utópicos que, aunque esos principios pertenezcan a la religión, deben ser

creídos y admitidos por la razón; pues si fueran reprobados y abrogados, nadie

sería tan necio que no buscara el placer por todos los medios, buenos o malos,

esquivando solamente la inconveniencia de que un placer pequeño fuese un estorbo

para conseguir otro mayor; esto suponiendo que el hombre no busque ese género de

placer que trae consigo después el descontento y la pesadumbre. Paréceles gran

locura el ejercitarse en las virtudes ásperas y penosas, el renunciar a las

dulzuras de la vida, el sufrir voluntariamente el dolor sin esperar premio

alguno ¿y qué otro premio puede esperarse si no es una recompensa en el otro

mundo, después de toda una vida de amarguras?

No todos los placeres procuran felicidad, sino solamente los que son buenos y

honestos. Eso afirman los utópicos, y también que nuestra naturaleza es atraída

hacia la perfecta beatitud por la misma viltud. Los que defienden la opinión

contraria dicen que la felicidad se halla en el ejercicio de la virtud. Los

utópicos definen la virtud diciendo que es la manera de vivir según la

Naturaleza, pues tal es el destino que nos ha dado Dios. Quien se deja gobernar

por la razón en el desear y no querer las cosas, escucha la voz de la

Naturaleza. En primer lugar, la razón inspira a los hombres el amor y la

veneración a la Divina Majestad, a cuya bondad debemos lo que somos, a quien

hemos de agradecer que nos haya dado la posibilidad de alcanzar la felicidad. En

segundo lugar, nos mueve a vivir con alegría y sin zozobras, y a ayudar a los

demás a que obren de igual modo en bien de la humana sociedad.

No hallaréis jamás ningún sufrido amante de la virtud y aborrecedor del placer

que os exhorte solamente a padecer trabajos, vigilias y ayunos, sino que os

exhortará también a remediar cuanto podáis la miseria y necesidad de vuestros

prójimos, loando este acto de caridad. Por otra parte, si es muy humano - es la

virtud más peculiar del hombre - el socorrer a los necesitados y consolar a los

tristes, o sea procurar un placer a los demás, ¿por qué no habría de incitarnos

la Naturaleza a hacer lo mismo con nosotros? Porque si el vivir con alegría, es

decir, llevar una vida agradable, es una cosa mala, no deberíamos quererla para

los demás, sino que debería apartar a éstos de ella por ser dañosa; o si es

buena tenemos el deber de procurarla a los demás. Y si es así ¿por qué no

empezar por nosotros mismos? ¿Por qué no ha de sernos provechoso lo que tan

conveniente es para otros? La Naturaleza, al mandarnos que seamos buenos con

nuestros semejantes, nos manda también que no seamos malos y crueles con

nosotros mismos. Dicen los utópicos que la Naturaleza misma nos manda llevar una

vida agradable, como finalidad de nuestras acciones, y definen la virtud como

vivir según ese precepto.

Si la Naturaleza mueve a los hombres a ayudarse unos a otros a vivir alegremente

- lo que seguramente no hace sin justa causa, puesto que ninguno está puesto tan

por encima de la humana condición que la Naturaleza haya de curar de él

solamente, ya que ampara y favorece por igual a todos los seres de la misma

especie congregándolos por una creencia uniforme o comunión - verdad es que

también nos manda que no busquemos nuestra propia comodidad causando

incomodidades a nuestros semejantes. Por eso opinan que deben ampliarse

fielmente, no sólo los pactos hechos entre particulares, sino las leyes de

interés público que regulan el repartimiento de las comodidades de la vida, es

decir, lo que es materia de placer, tanto si han sido dictadas por un buen

Príncipe como si han sido sancionadas, de común acuerdo, por el pueblo, sin

haber sido éste oprimido por la tiranía o engañado dolorosamente. Buscar la

propia felicidad, sin transgredir las leyes, es prudencia. Obrar del mismo modo

para conseguir el bienestar general es el deber que tienen los que aman con

reverente amor a su patria. Mas estorbar el bienestar ajeno para procurarse el

propio es una acción manifiestamente injusta. Por el contrario, el privarse de

algo para darlo a otros, es obrar humana y generosamente. El bien que hacemos

nos es pagado con creces, y la conciencia de haber obrado bien, el amor y el

agradecimiento de los favorecidos causan más placer al alma que el que hubiera

podido dar al cuerpo el placer a que hemos renunciado. Finalmente - y de ello se

persuadirá fácilmente cualquier espíritu religioso -, Dios premia el sacrificio

que hacemos al renunciar a un placer breve y exiguo haciendo que sintamos por

ello un gozo inmenso y eterno.

Por consiguiente, creen los utópicos que todas nuestras acciones, y aun las

virtudes, se encaminan finalmente al placer y la felicidad. Llaman placer a todo

movimiento o estado del alma o del cuerpo en el que hallamos deleitación de un

modo natural. Añaden a esto los apetitos naturales, y no sin razón. Porque no

sólo los sentidos, sino la razón misma, apetecen todo lo que es naturalmente

placentero, si puede conseguirse sin hacer daño a ninguno, sin demasiado trabajo

y sin privarse de un placer mayor. Hay personas de vanidosa imaginación que,

desoyendo la voz de la Naturaleza, fingen creer que son agradables algunas cosas

que no lo son, cual si estuviera en su poder mudarlas como mudan el nombre de

ellas. Creen los utópicos que tales placeres ayudan tan poco a conseguir la

felicidad, que más bien los consideran un gran estorbo para ello. Los que los

han gozado una vez, han dejado entrar en su alma un falso concepto del placer,

que la ocupa toda sin dejar lugar para que allí quepan las deleitaciones

naturales y verdaderas. Porque hay muchas cosas que por su propia naturaleza no

contienen alegría, sino tristeza las más de ellas; y por las maliciosas,

perversas y vacilantes instigaciones de los deseos deshonestos, son tenidas, no

solamente por placeres supremos y no comunes, sino también por causas

principales de la vida.

Entre estos engañosos placeres ponen los utópicos la vanidad de aquellos hombres

de quienes ya he hablado, los cuales, porque llevan mejores vestidos que los

demás, se creen mejores de lo que son. En esto yerran dos veces, pues no se

engañan menos al creer que su traje es mejor que al creer que ellos son mejores.

Si se considera el uso provechoso del vestido, ¿por qué ha de creerse que es

mejor el traje hecho de paño fino que el hecho de paño basto? Y se enorgullecen

como si se distinguieran de los demás por sus méritos y no por su necedad; creen

que a su elegancia se le deben honores a los que no osarían aspirar con un

vestido más modesto, y se indignan si no se les trata con reverencia. ¿No es

otra necedad semejante la pasión por los honores inútiles y vanos? ¿Qué placer

natural o verdadero podrá procurarnos el ver a un hombre delante de nosotros con

la cabeza descubierta y la rodilla doblada? (Evidente referencia al homenaje

rendido a quien se consideraba de noble linaje). ¿Mitigará esto los dolores de

la gota que sentimos en nuestras rodillas o sanará la locura de nuestras

cabezas? En lo que muestran más extraña locura es en ver esa imagen de falsa

felicidad, al alegrarse de que la fortuna hízolos descender de antepasados que

fueron ricos dueños de tierras, porque ahora la nobleza no es otra cosa que

riqueza. Y no se creerían menos nobles aunque sus antepasados no les hubiesen

dejado un solo palmo de tierra o si ellos hubiesen gastado su hacienda.

Como ya he dicho, del mismo modo juzgan los utópicos a los que se deleitan

guardando gemas y piedras preciosas, los cuales se creen casi dioses si

consiguen por azar una excelente, especialmente si es de un género que es

grandemente apreciado en su propio país en aquel tiempo, pues no en todas partes

ni en todos los tiempos son igualmente estimadas. Compran la piedra sola, sin el

oro del engaste, pero antes hacen jurar al vendedor que la gema es verdadera y

no falsa. ¡Tanto temen que una piedra falsa parezca buena a sus ojos! ¿Por qué,

pues, gozar menos viendo una piedra falsa si los ojos no saben distinguirla de

una verdadera? Tanto debieran valer una y otra ante vuestros ojos como ante los

de un ciego. ¿Y qué diré de los que guardan riquezas superfluas y sólo gozan

contemplando su tesoro? ¿Es esto un placer real y verdadero o más bien un placer

engañoso? Algunos hay que ocultan su oro, privándose para siempre de usarlo y

acaso de verlo. Y tanto temen perderlo que en verdad está perdido para ellos,

pues enterrarlo ¿qué es sino privar a los demás hombres de su uso y privarse del

mismo ellos también? Enterrado el tesoro, torna la alegría al corazón del avaro,

que así se sosiega. Si se lo roban sin que él se entere y muere diez años

después sin haberlo sabido, ¿qué importa que el tesoro haya estado o no en el

mismo lugar esos diez años? En ambos casos fuéle el oro igualmente inútil.

A los que son aficionados a tan necios placeres añaden los utópicos los

jugadores de dados, cuya locura sólo conocen de oídas y no por jugar ellos; y,

además, los cazadores y los halconeros. Pues dicen: ¿qué placer hay en echar los

dados en una mesa? Haciéndolo tan a menudo, ¿cómo no se cansan de ello? O ¿qué

deleite puede haber en oír los aullidos y ladridos de los canes? O ¿por qué os

divierte más ver un perro persiguiendo a una liebre que ver perseguir un can a

otro can? Porque si lo que os divierte es ver correr, veis correr en ambos

casos. Pero si es la esperanza de presenciar una matanza lo que os da más

placer, más debiera moveros a compasión ver que un perro mata a una liebre, que

el fuerte vence al débil o el feroz al miedoso, que la inocente presa es

despedazada por un animal cruel y despiadado. Por eso consideran los utópicos

como cosa indigna de hombres libres el ejercicio de la caza, y hacen matar a los

animales por los jerifes (Jerife o matarife, oficial encargado del sacrificio de

reses en el rastro), oficio que, como ya he dicho, es ejercido en su isla por

los esclavos. Creen que la caza es la parte más abyecta y vil de ese oficio,

que, por lo demás, es honesto y provechoso; y mientras el cazador halla placer

matando a una pobre bestia, el jerife mata a los animales sólo por necesidad.

Creen los utópicos que los que gozan contemplando tales matanzas acaban

haciéndose crueles.

Todas estas diversiones y otras parecidas, que son innumerables, las tiene el

vulgo por placeres. Mas dicen los utópicos que, como no procuran satisfacción

natural, no tienen afinidad alguna con el verdadero placer. Aunque los placeres

deleiten los sentidos, no por eso los utópicos mudan de opinión. No es la

naturaleza de la cosa, sino las perversas costumbres de los hombres lo que hace

que a éstos les parezca dulce lo amargo, de igual manera que el gusto pervertido

de las mujeres que llevan fruto en su vientre les hace hallar más dulce la pez o

el sebo que la miel. Y el juicio depravado y corrompido por la enfermedad o las

malas costumbres no puede mudar la naturaleza del placer ni de muchas otras

cosas.

Para los utópicos hay diversas especies de placeres verdaderos, según sean del

alma o del cuerpo. Los del alma son la inteligencia y aquella deleitación que

nace de la contemplación de la verdad. Añádase a ello el recuerdo de una

existencia bien vivida. Dividen en dos clases los placeres del cuerpo. Está

comprendida en la primera la deleitación que percibimos sensiblemente cuando

restauramos, comiendo y bebiendo, las partes que ha dejado agotadas o secas el

calor interno, o cuando expulsamos del cuerpo lo que dentro de él tenemos en

demasiada abundancia. Así sucede también al hacer el acto de la generación, o al

calmar la picazón de algun miembro rascándonos. Cierto es que, a veces, el

placer procede, no de la restauración que requieren nuestros órganos, ni de la

expulsión de lo que nos molesta, sino de alguna oculta fuerza que tiene el poder

de atraer nuestros sentidos hacia ella; tal el que nace de la música. La segunda

especie de placer corporal consiste, según ellos, en tener una salud perfecta,

exenta de todo malestar. Al suceder esto, al no padecer dolor alguno, siéntese

bienestar, aunque no lo cause ningún placer externo. Y sin duda este deleite es

menos percibido por los sentidos que los grandes placeres de la comida y de la

bebida. Sin embargo, los más de ellos tiénenlo por el supremo placer, creen que

es el principio y raíz de toda felicidad. La salud es lo que hace deseable la

vida, y sin salud no es posible ningún otro placer. A la ausencia de dolor,

faltando la salud, llámanla insensibilidad y no placer.

Tiempo ha que los utópicos condenaron la doctrina de los que sostenían que la

salud perfecta y duradera (y esta cuestión fue muy discutida entre ellos) no

debe ser considerada como placer. Los defensores de aquella opinión afirmaban

que no era posible tener conciencia de la salud sin la ayuda de alguna sensación

externa. Casi todos los sabios se muestran de acuerdo ahora en reconocer que la

salud es uno de los más grandes placeres. Porque viendo, según dicen, que la

enfermedad lleva consigo el dolor, el cual es tan mortal enemigo del placer como

la enfermedad lo es de la salud, preguntan: ¿por qué no puede haber placer en la

salud perfecta y duradera? Según ellos, lo mismo da decir que la enfermedad es

un dolor o que hay dolor en la enfermedad, porque todo viene a ser una sola

cosa. Que la salud sea un placer en sí misma, o una causa necesaria de placer,

como lo es el fuego del calor, es cosa que carece de importancia, ya que los que

gozan de una salud perfecta nunca se hallarán faltos de placer. Mientras

comemos, dicen, nuestra salud, que empezaba a debilitarse, lucha contra el

hambre con la ayuda de los alimentos. En esta lucha la salud va llevando ventaja

poco a poco, y la restauración de nuestras fuerzas cáusanos placer. Si la salud

gusta de combatir, ¿cómo no ha de alegrarse de haber alcanzado la victoria? Y

luego que haya recobrado su primitiva robustez, que es la sola causa de este

combate, ¿volverá a caer en el sopor y no querrá conocer su felicidad ni gozar

de ella? Creen que faltan a la verdad los que dicen que la salud no puede

sentirse. Porque, al despertar, ¿quién no conocerá si se encuentra bien o mal?

¿Y quién, no estando dormido, no reconocerá que la salud es una cosa agradable y

deleitosa para él?

Aman los utópicos sobre todas las cosas los placeres del espíritu - que

consideran son los primeros y principales -, los más de los cuales proceden del

ejercicio de la virtud y del conocimiento que tienen de llevar una buena vida.

Entre los placeres del cuerpo dan la primacía a la salud. El placer de comer y

beber y las satisfacciones que procuran los deleites del mismo género, creen que

deben ser deseados, pero solamente para conservar la salud, porque tales

complacencias no son agradables en sí mismas en tanto no resisten los alevosos

asaltos de la enfermedad. Y así el hombre prudente prefiere prevenir la

enfermedad que tomar medicinas, que no llegue el dolor para no tener que

aliviarlo, no renunciar a esta clase de placeres para no verse privado de ellos.

Si la felicidad consiste en tales placeres, ¿podrá decirse que es feliz el

hombre que, teniendo hambre, sed y comezón, pasare toda su vida comiendo,

bebiendo y rascándose? ¿Quién no ve que esa vida sería real y verdaderamente, no

tan solamente insensata y deshonesta, sino miserable y triste? De todos los

placeres, esos son los más bajos, los impuros, los imperfectos; y nunca vienen

si no es acompañados de los dolores contrarios. Júntase el hambre con el placer

de comer, y de manera harto desigual. Cuanto más grande es el hambre, mayor es

el sufrimiento, pues éste nace antes que el placer y sólo se extingue con él.

Por esto opinan que este género de placeres no tiene más importancia que la de

ser necesarios. Gozan, empero, de ellos con alegría, y agradecen a la madre

Naturaleza el amor que muestra por sus hijos procurándoles incesantemente esta

agradable deleitación que tan necesaria es para vivir, porque ¡cuán desventurada

y miserable sería la vida si esas cotidianas enfermedades del hambre y de la sed

tuviéranse que curar con medicinas amargas, como se hace con otras dolencias más

graves que padecemos de vez en cuando! Dan mucha importancia a la belleza, a la

fuerza ya la agilidad, que son preciosos dones de la Naturaleza. Consideran como

alegrías de la vida los placeres que se perciben por la vista, el oído y el

olfato, que la Naturaleza quiso que fuesen propios del hombre, pues ningún otro

ser viviente goza contemplando la belleza del Universo o saboreando los

manjares, ni perciben las concordantes y disonantes distancias de los sonidos.

Mas en todo obran con cautela para conseguir que un placer menor no impida otro

mayor, o que sea causa de dolor, como lo es necesariamente el deshonesto.

Paréceles gran necedad despreciar la belleza, malgastar las fuerzas corporales,

dejar que la agilidad se convierta en pesadez, dañar la salud y rehusar los

demás dones de la Naturaleza, a menos que el hombre renuncie a esos bienes para

procurar con ardiente celo el bienestar ajeno o el público con la esperanza de

que Dios les premie esos trabajos con una felicidad mayor. Juzgan de igual modo

las mortificaciones que a nadie aprovechan, que el hombre se inflige por una

vana sombra, o para acostumbrarse a sufrir valerosamente unas adversidades que

acaso no vendrán jamás. Esto, dicen ellos, es gran locura, cosa cruel para sí

mismo e ingrata para con la Naturaleza, como si no se temiera su castigo y se

renunciara a todos sus beneficios.

Eso opinan de la virtud y del placer. Creen que la razón humana no puede hallar

nada que sea más verdadero, a menos que el Cielo les inspire pensamientos y

sentimientos más piadosos y santos. Si piensan bien o mal, no tenemos tiempo de

discutirlo ni es tampoco necesario ahora. Me he propuesto hablar de sus

instituciones y leyes, pero no defenderlas. Mas una cosa creo de verdad, y es

que, sean como sean esas instituciones, no hay en ninguna parte del mundo gentes

más buenas que ellas ni República más floreciente y feliz. Los utópicos son

ágiles de cuerpo y más vigorosos de lo que promete su estatura, que no es

demasiado corta. Y aunque el suelo de la isla no es demasiado fecundo, ni el

clima muy sano, defiéndense de éste siendo sobrios en el comer, y trabajan tan

industriosa y diligentemente la tierra, que en ningún otro país se ve más

abundancia de trigo y de ganado, ni hombres que alcancen más larga vida ni que

estén menos sujetos a enfermedades que los utópicos. Todos trabajan con ahinco e

ingenio para hacer más fértil la tierra, y, si conviene, arrancan con las manos

los árboles de un bosque entero para transplantarlos en otro lugar, ya que, como

tienen pocos medios de acarreo, necesitan que los bosques y la madera se hallen

cerca del mar, de los ríos o de las ciudades; les cuesta menos trabajo llevar

por tierra a otro sitio el grano que la madera. Los utópicos son suaves de

carácter, alegres, diligentes, inteligentes, amantes del reposo, capaces de

resistir los más duros y penosos trabajos corporales, cuando es menester; pero

ni desean ni son muy aficionados a trabajar así. De lo que no se cansan nunca es

de estudiar y aprender.

Cuando me oyeron hablar de las ciencias y de las letras griegas - pues no

parecen importarles gran cosa las obras de los latinos, excepto las de los

historiadores y poetas - me rogaron con grande afán que les enseñase esa lengua.

Empecé, pues, leyéndoles pasajes de algunos libros, más porque vieran que no

rehuía el trabajo de enseñarlos que porque esperara algún fruto de ellos. Al

poco tiempo, gracias a su aplicación, vi que no había trabajado en vano.

Empezaron a escribir las letras con facilidad, a pronunciar bien las palabras y

a aprendérselas de memoria y a repetirlas luego sin equivocarse, todo lo cual me

pareció prodigioso. Verdad es que los más de mis discípulos, no solamente

deseaban aprender aquellas cosas, sino que el Consejo les había mandado hacerlo.

Habían sido elegidos entre los letrados de buen entendimiento y eran hombres de

edad madura. Así, en menos de tres años, no había nada en la lengua griega que

ignorasen, y leían de corrido en los libros de ]os buenos autores, si éstos no

contenían erratas de imprenta. Supongo que si aprendieron tan aprisa esa lengua

es porque no les es enteramente extraña. Creo que descienden de los griegos,

pues su idioma, que es muy parecido al persa, tiene diversos vocablos de origen

helénico, como puede verse en los nombres de sus ciudades y en los que dan a los

magistrados.

Les he dado - pues cuando determiné hacer mi cuarto viaje, como tenía intención

de volver allí pronto, llevé al barco un pequeño fardo de libros -, les he dado,

digo, la mayor parte de las obras de Platón, muchas de Aristóteles y también la

Historia de las Plantas, de Teofrasto, la cual, desgraciadamente, no está

completa, pues durante el viaje un mono que estaba en el barco cogió el libro y

se puso a jugar con él, le arrancó varias hojas y las hizo pedazos. De los

gramáticos sólo pude darles el libro de Lascaris, pues no llevaba conmigo el de

Teodoro, ni más diccionarios que los de Hesiquio y Dioscórides. Aprecian

grandemente los libros de Plutarco y les deleita el festivo ingenio de Luciano.

De los poetas tienen libros de Aristófanes, Hornero y Eurípides, y también el de

Sófocles, en la edici6n aldina (Referencia al impresor Aldo Manucio el viejo,

gran helenista veneciano editor de los clásico griegos y latinos. Nació en 1447

y murió en 1515), compuesta con caracteres de imprenta de pequeño tamaño. Tienen

libros de los historiadores Tucídides, Herodoto y Herodiano. Mi compañero Tricio

Apinato llevaba consigo a1gunos libros de física y de Hipócrates y la Microtecné

de Galeno. Aprecian mucho el libro de Galeno. Aunque casi no haya ninguna nación

bajo el cielo que necesite menos de los médicos que Utopía, se honra allí a los

médicos más que a nadie. Consideran que la medicina es una de las más bellas y

útiles partes de la filosofía. Los sabios médicos escudriñan los arcanos de la

Naturaleza, y no sólo sacan de ello placeres extraordinarios, sino que consiguen

además mercedes del Creador, autor de la Naturaleza. Piensan los utópicos que el

Divino Artesano, al igual que los de la Tierra, creó el Mundo para que el hombre

contemplase con admiración y amor tan hermosa obra. El Creador ama más al hombre

que admira Su obra que al hombre que, como un bruto carente de entendimiento y

de razón, contempla, indiferente, un espectáculo tan grande y maravilloso. Los

utópicos, por consiguiente, acostumbrados y adiestrados a estudiar, tienen un

vivo y maravilloso ingenio para inventar cosas que contribuyen a acrecer las

comodidades de la vida. Nos tienen que agradecer, sin embargo, dos inventos: la

imprenta y la fabricación del papel; pero más que estar agradecidos a nosotros,

tienen que estar contentos de sí mismos.

Desde que les mostramos libros de papel, impresos en caracteres aldinos, y les

dijimos de qué materia se hacía el papel y cómo se imprimían las letras -

hablando más de lo que debíamos, pues sabíamos muy poco de entrambas cosas -,

nos entendieron en seguida. Y los utópicos que antes solamente habían escrito

sobre cuero, corteza de árbol o papiro, han intentado fabricar papel e imprimir

letras. No consiguieron su propósito al principio, pero, a fuerza de

perseverancia, llegaron a hacer una y otra cosa. Y tan bien las hacen ahora que

si tuvieran originales de las obras de los autores griegos no carecerían de

tales libros. Como he dicho antes, no tienen más que los originales que yo les

di, pero de éstos han sacado millares de copias. Quien llega allí para conocer

la isla, si tiene buenas dotes de entendimiento y ha visto muchas tierras por

haber viajado mucho - y por eso fuimos tan bien acogidos nosotros - es recibido

con gran agrado por ellos, pues les gusta saber lo que sucede en otras partes.

Van allí pocos mercaderes extranjeros, porque ¿qué les podrían traer si no es

hierro? Si trajesen oro o plata, se lo tendrían que volver a llevar a su tierra.

Las mercaderías que han de salir de la isla prefieren llevarlas ellos mismos en

vez de que vengan a buscarlas los de fuera, pues desean conocer los países

extranjeros y no perder la costumbre de navegar para no olvidar lo que saben de

las cosas del mar.

 

 

 

De los esclavos, los enfermos, los connubios y otras diversas materias

Los utópicos no hacen esclavos a los prisioneros de guerra - a menos de que la

guerra la haya buscado el país enemigo -, ni a los hijos de los esclavos, ni a

los extranjeros que vienen a Utopía, aunque sean esclavos en sus países. Sólo

reducen a esclavitud a los naturales de su isla que merecen ese castigo por sus

delitos, o a los que han sido condenados a muerte en las ciudades de otras

tierras por los grandes crímenes que han cometido.

De este último género de esclavos tiene muchos, porque o les son vendidos por

poco precio, o les son entregados graciosamente. Hacen trabajar constantemente a

los esclavos y les ponen cadenas. Tratan más duramente a los indígenas, porque

los utópicos juzgan que son más culpables y merecen un castigo mayor, ya que han

sido enseñados a ser virtuosos por su excelente República y no han sabido

guardarse de hacer mal. Tienen otra especie de esclavos: los ganapanes míseros y

pobres de otras tierras que eligen de su propia voluntad ser esclavos en Utopía.

A éstos trátanlos con bondad, casi como si fueran ciudadanos libres de la isla,

sólo que les obligan a trabajar un poco más, ya que están acostumbrados a ello.

Si alguno quiere partir - lo cual sucede muy pocas veces -, no le retienen

contra su voluntad ni le dejan marcharse con las manos vacías.

Como ya he dicho, cuidan a los enfermos con gran amor, y nunca faltan a éstos

los alimentos o medicinas que son necesarios para su curación. A los que padecen

alguna dolencia incurable, procuran consolarlos visitándolos y platicando con

ellos. Si el mal, a más de ser incurable, causa al enfermo crueles sufrimientos,

le exhortan los magistrados diciéndole que, puesto que no puede cumplir ninguno

de los deberes que impone la vida y es una molestia para los demás y se daña a

sí mismo, ya que no hace más que sobrevivir a su propia muerte, debe

determinarse a no querer vivir enfermo por más tiempo; y pues semejante vida es

un tormento para él, debe disponerse a morir con la esperanza de que huye de

ella como se huye de una cárcel o de un suplicio; o, si no, debe consentir que

otros le libren de la vida. Dícenle también que con la muerte sólo pondrá fin a

su tormento, pero no a su felicidad. Los que son persuadidos así, se dejan morir

de hambre voluntariamente o mueren durante el sueño sin enterarse de ello. A

nadie fuerzan a morir, ni dejan de cuidar a los que rehusan hacerlo. Mas

consideran honrosa la muerte de los que así renuncian a la vida. Si alguno se

quita la vida sin causa que juzguen justa los sacerdotes y el Senado, se le

considera indigno de ser enterrado o de que su cuerpo sea consumido por el

fuego, y su cadáver es arrojado a un hediondo pantano.

Las mujeres no se casan antes de los dieciocho años, ni los varones hasta que

son cu!atro años mayores. Si el mozo o la moza han tenido trato carnal con otra

persona antes de casarse, el autor de la ofensa es castigado severamente y a

ambos se les prohibe para siempre el matrimonio, a menos que el Príncipe les

otorgue su perdón. Pero el padre y la madre de familia de la casa donde fue

hecha la ofensa corren el peligro de ser grandemente vituperados y de quedar

deshonrados por no haber velado lo suficiente para que no sucediera. Aplican tan

severo castigo a ese delito porque juzgan que serían bien pocos los que estarían

unidos por los lazos del matrimonio si no se les quitara la libertad de darse a

ese vicio, pues hay que estar toda la vida con una persona y sufrir con

paciencia, además, todas las pesadumbres e inquietudes que lleva consigo el

connubio.

En lo tocante a la elección de los cónyuges, tienen en Utopía una costumbre, que

observan rigurosamente, que a nosotros nos pareció muy extravagante y absurda,

pues la mujer, sea doncella o viuda, ha de ser mostrada desnuda al que pretende

casarse con ella por una grave y honesta matrona, y lo mismo el varón a la

muchacha por un hombre discreto. Nos reímos de esa costumbre y la desaprobamos

por parecemos extraña. Pero los utópicos, por otra parte, se asombran

grandemente de la necedad de todas las demás naciones, ya que al comprar un

potro, que vale poco dinero, somos tan cautos y circunspectos, que, aun cuando

el animal esté casi desnudo, no lo compramos si no le quitan antes la silla y

todos los arreos, por temor de que bajo ellos se esconda alguna llaga o

matadura; y, sin embargo, al elegir esposa, cosa que puede llenar de placer o de

pesares toda nuestra vida, obramos tan atolondradamente, que apreciamos el valor

de una mujer con sólo ver un palmo de su cuerpo - pues no le podemos ver más que

el rostro -, ya que lo restante de su cuerpo está cubierto con vestidos, y puede

suceder que luego descubramos algún defecto en su cuerpo y tomemos aversión a la

mujer. No todos los hombres son tan juiciosos que aprecien solamente las prendas

morales, las virtudes de las que han de ser sus esposas. La belleza, las gracias

del cuerpo añaden valor a las virtudes. En verdad, pueden ocultarse tan

repugnantes deformidades bajo las ropas, que aparten el afecto que el marido

tenía hacia su mujer cuando ya no es legal la separación de sus cuerpos. Y si

tales deformidades se descubren después que se haya consumado el matrimonio, el

esposo tiene que resignarse con su suerte. ¡Cuánto mejor sería que hubiese una

ley que impidiese esos engaños antes de casarse!

Esto se mira mucho en Utopía, porque es el único país de aquella parte del mundo

en que el hombre se contenta con una sola esposa. Allí el matrimonio no lo

disuelve sino la muerte, y sólo se rompe el vínculo por causa de adulterio y de

la conducta inmoral de uno u otro consorte. En ambos casos permite el Senado

contraer nuevo matrimonio al cónyuge inocente, y el otro es infámado y condenado

a no poder casarse otra vez. No se consiente que el esposo repudie a la esposa

por causa de enfermedad que pueda deformarle el cuerpo. Juzgan que es gran

crueldad el abandonar a alguien cuando más necesitado está de consuelo, y que

sería faltar a la fidelidad prometida si el abandonado se hallaba en la vejez,

pues la vejez trae consigo las enfermedades y es una enfermedad en sí misma. Mas

si ocurre que el marido y la mujer no pueden vivir bien avenidos, cuando ambos

encuentran nuevos cónyuges con quienes esperan vivir más sosegada y alegremente,

se pueden divorciar, con el consentimiento de entrambos, y contraer nuevo

matrimonio; mas se necesita para ello la autorización del Senado, que no la

concede antes de que ellos y sus esposas hayan meditado largo espacio sobre tan

delicado negocio y hayan considerado bien sus circunstancias. Muéstranse,

empero, muy poco inclinados a consentir el divorcio, pues saben cuán poco

propicia para el mantenimiento del amor conyugal es la esperanza de poder

contraer nuevas nupcias fácilmente.

Los que faltan a la fidelidad prometida son condenados a la más dura esclavitud;

si ambos culpables son casados, los esposos ultrajados pueden divorciarse de

ellos y casarse entre sí o con quien quisieran; mas si alguno de ellos sigue

amando al infiel consorte, la Ley no prohibe que pueda seguirlo en su castigo. A

veces el arrepentimiento de uno y la constancia amorosa y los ruegos del otro

consiguen ablandar el corazón del Príncipe, y éste, por todo esto, movido a

compasión y piedad, da la libertad al esclavo. La reincidencia en el adulterio

es penada con la muerte. La Ley no impone ninguna pena determinada para los

demás delitos; acomódala el Senado a la gravedad de la ofensa y la modera a su

arbitrio, según los casos. Los esposos castigan a las esposas y los padres a los

hijos, a menos que el delito sea tan horrible que demande un castigo público.

Comúnmente, los más de los crímenes, por atroces que sean, son castigados con la

esclavitud, pues creen que no es menos aflictiva para el delincuente, ni menos

provechosa para la República, que la ejecución inmediata del criminal. El

trabajo de éste es más provechoso que su muerte, y es una pena ejemplar que

sirve para impedir que otros puedan cometer crímenes semejantes. Si los

condenados se muestran recalcitrantes y rebeldes, son muertos como si fuesen

bestias feroces que no han podido ser amansadas ni con las cadenas ni con la

prisión. No se quita la esperanza a los que sufren con paciencia la esclavitud.

Si con el tiempo los amansan y doman las penalidades que padecen, si dan pruebas

de un sincero arrepentimiento, si muestran que les entristece más el delito que

han cometido que el castigo, el Príncipe, usando de sus prerrogativas, o a veces

el sufragio del pueblo, mitigan la dureza de su esclavitud o los perdonan y les

dan la libertad. La incitación al adulterio es tan castigada como éste, porque

los utópicos consideran que la intención es tan dañosa como el acto mismo, y que

no puede ser excusa para el delincuente de esta índole el que no se haya podido

cometer el delito por causas ajenas a él.

Gustan mucho de los bufones, y son vituperados los que los maltratan. No está

prohibido en Utopía el deleitarse con este género de locura. Creen los utópicos

que esto hace mucho bien a los mismos locos. No permiten que tengan bufones las

personas tristes y severas que no ríen sus dichos y sus hechos, porque temen que

no los traten con bondad y que no sepan aprovecharse de lo único que los bufones

tienen y pueden dar, que es divertir a los demás. Es mirado con malos ojos el

que hace burla de un ser deforme o estropeado, y vituperan, no al infeliz

mofado, sino al necio mofador que se ríe de la desgracia ajena, desgracia que no

tiene poder de impedir el que la tiene. Consideran poco juicioso el no hacer

caso de la belleza natural del cuerpo; mas juzgan también que usar de afeites

para realzarla es vanidad y causa deshonor. Saben por experiencia que los

esposos aprecian más la fidelidad y la humildad que la hermosura de sus esposas.

Y si el amor se gana algunas veces con la belleza, solamente puede ser

conservado y durar por la virtud y la obediencia. En Utopía, no solamente

impiden con la amenaza de los castigos que la gente haga mal, sino que la

incitan a la virtud prometiendo honores y recompensas. Colocan en las plazas

públicas estatuas de los insignes varones que han sido grandes bienhechores de

la República, para que así quede perpetua memoria de sus buenas acciones y para

que la gloria y renombre de los antepasados sea para los descendientes de ellos

incitación a perseverar en la virtud. Quien ambiciona desordenadamente una

magistratura es quien menos esperanzas puede tener de conseguirla.

Los utópicos viven juntos amorosamente. Ninguno de sus magistrados es insolente

y vano, ni infunde temor. Padres llaman a éstos y como padres se comportan. Los

ciudadanos tienen el deber de rendirles los honores debidos a su rango, pero no

son obligados a hacerlo. El Príncipe no se distingue de los demás por sus regias

vestiduras o corona, sino porque lleva en la mano una pequeña gavilla de trigo.

Conoceréis al Obispo porque llevan un cirio delante de él.

Tienen pocas leyes, aunque para un pueblo tan instruído y de tales

instituciones, con pocas basta. Lo que más censuran a otros países es que,

teniendo innumerables libros de leyes, todavía no tengan suficientes leyes.

Consideran injusto que se obligue a los hombres a cumplir esas leyes, que son

tantas, que no pueden leerlas todas, y tan oscuras, que son bien pocos los que

pueden entenderlas. Por eso no quieren tener letrados, los cuales manejan

artificiosamente los negocios y disputan sutilmente sobre las leyes. Creen que

es mejor que cada uno defienda su pleito y declare ante el juez lo que habría

confesado al letrado. Así hay menos incidentes y se sabe antes la verdad, pues

hablan los pleiteantes sin haber sido aleccionados por un letrado sobre lo que

tienen que decir, y el juez, con juicio discreto, puede pesar las palabras de

ellos y ayudar a los hombres de bien a defenderse de los maliciosos engaños de

las gentes taimadas. Esto no se podría hacer en otras naciones donde hay tantas

leyes complicadas y oscuras. Mas en Utopía todos son agudos letrados, pues, como

he dicho, son poquísimas las leyes, y, por sencillas y claras, fáciles de

interpretar rectamente. Dicen ellos que todas las leyes son hechas y promulgadas

para que cada cual sepa cómo debe obrar. Las interpretaciones más sutiles sólo

podrían convenir a unos pocos, pues pocos son los que entenderlas pueden. Las

leyes claras las pueden entender todos. En lo que toca al vulgo - y el vulgo son

los más - que es el que más necesitado está de conocer sus deberes ¿no sería

mejor para él que no hubiese leyes cuya interpretación sólo alcanzan los que

tienen grande inteligencia tras largas controversias? El entendimiento del vulgo

no llega a comprenderlas, ni toda su vida, empleada en trabajar para ganar el

sustento, bastaría para ello.

Estas virtudes de los utópicos hacen que los pueblos vecinos de su isla, en los

que los hombres viven libres - pues Utopía ha librado a muchos de ellos de la

tiranía tiempo ha - hacen, digo, que les pidan magistrados, unos por un año,

otros por cinco, a los cuales, cuando llega el término de sus funciones,

acompañan a su tierra colmados de honores, y luego se llevan a otros que los

suplan. No puede haber duda de que las naciones que así proceden tienen la mejor

forma de gobierno, pues la salud o la ruina de las Repúblicas depende de los

magistrados. ¿Y hay mayor prudencia que la de elegir para magistrado a hombres

que no venden su honradez a ningún precio - que tienen que volver a Utopía,

donde el dinero no es útil - que, siendo extranjeros en la tierra adonde van a

ejercer su oficio, no conocen allí a nadie, no profesan afecto ni enemistad a

ninguno? Porque si esos dos males, la parcialidad y la avaricia, se sientan

donde los jueces, se deshace incontinente la justicia, que es el lazo más fuerte

y más seguro que une a los ciudadanos de una República. A esos pueblos que van a

pedirles jueces los llaman los utópicos aliados, y a otros a los que hacen

beneficios, amigos.

No pactan jamás alianzas con las demás naciones, pues éstas suelen concluirlas,

romperlas y renovarlas. Pues dicen los utópicos: ¿Para qué sirven esas alianzas,

si ya los hombres están bastante unidos entre sí por naturaleza, y los que no

reconocen este vínculo no mantendrán su palabra? Se inclinan a ser de esta

opinión porque en aquellas partes del mundo los pactos entre Príncipes no suelen

ser cumplidos demasiado lealmente. Porque en Europa, y especialmente en aquellas

tierras donde reinan la fe y la religión de Cristo, la majestad de los tratados

es sagrada e inviolable, en parte a causa de la bondad y justicia de los

soberanos, y en parte a causa del temor y de la reverencia que infunden los

pontífices, los cuales cumplen religiosamente todo la que prometen, obligando

así a los PrÍncipes a que lo cumplan también, usando, si es menester, de la

autoridad y el poder pontifical. Y creen con razón que sería muy vituperable

cosa que los que llevan el nombre de fieles, fuesen infieles a sus promesas. Mas

en aquella parte del mundo recién descubierta, que la línea equirioccial separa

menos de nosotros que las diferencias de costumbres o de la manera de vivir, no

se tiene confianza alguna en las alianzas. Las que se conciertan con las más

sagradas ceremonias, son las que antes se rompen; los que no quieren cumplir la

palabra dada, hallan siempre motivo para ello en la letra de los tratados, y así

rompen la alianza y destruyen la verdad. Si se descubriese fraude o dolo en un

contrato entre particulares, hasta los que no se esconden de decir que aconsejan

tales cosas a los PrÍncipes, dirían a voces y con el ceño fruncido que es un

delito odioso que debe ser castigado dando muerte vergonzosa a su autor. Podría

creerse, por consiguiente, que la justicia es virtud baja y plebeya que está muy

debajo de la alta dignidad de los Reyes o bien que hay dos justicias: una para

la gente de humilde condición, que anda arrastrándose por el suelo, y a la que

sujetan muchas manos para que no pueda correr tras los ladrones y perseguirlos;

y otra que es virtud de sólo los Príncipes y de más alta majestad que la

justicia de los humildes, que puede obrar más libremente, para la cual no es

ilícito lo que quiere. Estas costumbres de los Príncipes - y ya he dicho que los

Reyes no suelen cumplir demasiado fielmente los pactos - son la causa de que los

utópicos no quieran concertar tratados. Quizá mudasen de opinión si vivieran

aquí. Paréceles que la costumbre de concertar alianzas es perniciosa. Esas

alianzas - como si no hubiese alianza natural entre dos pueblos que sólo divide

una pequeña colina o un riachuelo - hacen creer a los hombres que han nacido

para ser adversarios y enemigos unos de otros y que sería lícito devastar las

tierras de los demás y dar muerte a sus moradores si no hubiera tratados. Las

alianzas que se conciertan no favorecen el crecimiento de la amistad, pero

siguen dando licencia para robar, pues a veces, por falta de previsión o de

prudencia, algunas de las cláusulas de los tratados no han sido escritas con

claridád para que puedan ser bien entendidas, y no impiden ese mal. Los utópicos

opinan lo contrario, piensan que no se debe tener por enemigo a quien no os hizo

daño alguno, y que el vínculo creado por la Naturaleza es la verdadera alianza,

pues los hombres están unidos más fuertemente por el amor y la buena voluntad

que por la letra de los tratados, y más aún por sus buenos sentimientos.

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Del arte de la guerra

La guerra o la batalla es una cosa en extremo brutal, y, aunque ningún género de

bestias esté más acostumbrado a hacerla que el hombre, los utópicos la aborrecen

y detestan. Al revés de lo que se opina en casi todas las demás naciones, juzgan

ellos que no hay nada menos glorioso que la gloria alcanzada en la guerra. A

despecho de esto, tanto los varones como las hembras se ejercitan asiduamente en

el manejo de las armas en determinados días con el fin de estar preparados para

emprender accioues bélicas cuando sea menester. Mas no guerrean si no es para

defender su propia patria o para arrojar del territorio de un país amigo a los

enemigos que lo han invadido o, cuando movidos de compasión, emplean el poder de

sus brazos para librar del yugo y de la esclavitud de la tiranía a algún pueblo

oprimido. Sea como fuere, envían socorros a sus amigos, no solamente para

defenderlos, sino a veces también para vengar ofensas que les han sido hechas a

ellos antes. No obran así a menos que les hayan pedido previamente consejo;

pues, si después de haber examinado el caso de guerra, el enemigo se niega a

restituir las cosas que con justa razón se le demandan, consideran a éste el

principal autor de la guerra. No hacen esto sólo cuando hay irrupciones e

invasiones de soldados para saquear y llevarse el botín, sino también, y más

extremamente, cuando, pretendiendo hacer justicia, cométense injusticias con los

mercaderes de países amigos so pretexto de leyes inicuas o a causa de una

maliciosa interpretación de las leyes buenas.

No fue otro el motivo de la guerra que, poco antes de nuestro tiempo, hicieron

los utópicos contra los alaopolitas en favor de los nefelogetas. Los

alaopolitas, amparándose en una ley, causaron daño a unos mercaderes

nefelogetas. Tanto si tenían razón como si no, la guerra que les hicieron para

vengar esa ofensa fue cruel y a muerte. A las fuerzas de ambos contendientes

juntáronse las de los pueblos vecinos, que entraron en la lucha movidos de sus

amistades y de sus odios. Pueblos muy florecientes y ricos se bambolearon; otros

fueron casi destruidos. Estos males no acabaron sino con la rendición de los

alaopolitas, que fueron reducidos a esclavitud bajo la jurisdicción de los

nefelogetas, pues los utópicos no hicieron esta guerra por defender nada suyo.

Y, sin embargo, el poderío de los nefelogetas no podía compararse con el de los

alaopolitas cuando éstos se hallaban en la cima de su grandeza.

Los utópicos defienden con ese ardor la causa de sus amigos, aun cuando se trate

de negocios de dinero. No así la de sus propios súbditos. Si alguno de ellos es

despojado de sus bienes, si no se causa daño en el cuerpo de la persona, sólo se

vengan de la nación culpada absteniéndose de traficar con ella mientras no dé

satisfacción por ello. No lo hacen porque aprecien menos a sus ciudadanos que a

sus amigos, sino porque les duele más que pierdan su dinero éstos que los

naturales de la isla, pues los mercaderes dé un país amigo pierden sus bienes

particulares, lo cual les causa gran daño, mientras los utópicos no pierden sino

los bienes comunes, de los que tienen grande abundancia, porque de otro modo no

consentirían que saliesen de Utopía. Por consiguiente, nadie siente la pérdida.

Y por esa razón juzgan que es una acción demasiado cruel el vengar con la muerte

de muchas personas un daño que no priva de la vida ni del sustento a los suyos.

Pero si en otro país es herido o muerto injustamente alguno de ellos, tanto si

el crimen ha sido cometido por una persona particular como por mandato del

Consejo, los utópicos envían embajadores para pedir la entrega de los culpables,

y, si éstos no son entregados, declaran la guerra a aquella nación; si son

entregados, los condenan a muerte o esclavitud. No solamente les entristece sino

que les avergüenza el alcanzar la victoria derramando sangre, pues consideran

que es gran locura pagarla a ese precio tan caro.

Se regocijan si vencen a sus enemigos con ardides y astucia. Celebran la

victoria haciendo un solemne acto de triunfo y erigen, para conmemorarla, una

columna de piedra en el lugar donde han sido vencidos los enemigos. Se

vanaglorían y se jactan entonces de haber obrado como hombres, y dicen que

ningún ser viviente sino el hombre puede vencer con la sola fuerza del ingenio,

pues los osos, leones, jabalíes, lobos, perros y demás animales luchan solamente

con la fuerza de su cuerpo; y aunque los más de ellos nos superan en ferocidad y

vigor, todos son vencidos por el ingenio y la potencia del entendimiento.

El primero y principal propósito de los utópicos al hacer la guerra es conseguir

aquel fin, que si antes hubiera sido logrado, habría impedido la acción bélica.

Mas si ello no es posible, toman cruel venganza de los que han inferido la

ofensa, para que el temor detenga a los que quisieran obrar de igual modo en lo

venidero. Por eso llevan a efecto sus designios lo antes que pueden, pues más

desean conjurar el peligro que alcanzar fama y gloria. Inmediatamente después de

haber sido declarada solemnemente la guerra, ponen en secreto, en un mismo día,

muchos edictos autorizados con el sello del Estado utópico en los lugares más

concurridos del país enemigo. En esos edictos ofrecen grandes recompensas a

quien matare al Príncipe enemigo y, con premios algo menores, ponen precio a las

cabezas de los que, después del Príncipe, consideran como sus principales

enemigos. Cualquiera que sea el premio ofrecido al que mata a uno de los que

tienen proclamada su cabeza, dóblanlo si éste es entregado vivo; luego les

persuaden a traicionar a sus propios compatriotas, ofreciéndoles las mismas

recompensas además del perdón y la vida. Así consiguen rápidamente que sus

enemigos desconfíen unos de otros, y que el miedo les haga vivir en perpetuo

desasosiego. Porque es bien sabido que muchas veces los más de ellos, y

especialmente el Príncipe, han sido traicionados por aquellos en quienes

pusieron su mayor confianza. La ambición pervierte a los hombres y hasta los

transforma en criminales; esto no lo olvidan los utópicos, los cuales,

conociendo los peligros que corren los que para ellos trabajan, no ponen tasa a

las recompensas. Además prometen, no solamente grandes cantidades de oro, sino

también fértiles tierras situadas en los más seguros lugares de los países

amigos. Y los utópicos cumplen fielmente sus promesas.

Esta costumbre de comprar a los enemigos es considerada en todas partes como una

crueldad propia de seres cobardes y de corazón pervertido. Mas los utópicos

tiénense por muy prudentes acabando las guerras de ese modo sin combate alguno;

creen hacer una obra de misericordia salvando la vida de muchos inocentes -

tanto de los suyos como de sus enemigos - que perecerían en la lucha, mediante

el sacrificio de unos pocos culpables. No menos compadecen a los soldados

enemigos que a los suyos, pues saben que aquellos no guerrean de su propia

voluntad, sino forzados por la locura furiosa de sus Príncipes. Si no logran sus

propósitos por ninguno de estos medios, siembran la discordia entre sus enemigos

y alientan en el hermano del Rey o en algún noble la esperanza de ganar el

reino. Si esto no es bastante, excitan a los pueblos vecinos de sus enemigos y

los hacen entrar en la contienda so color de alguno de los viejos títulos de

derecho de que nunca se hallan faltos los Reyes. Prometen a estos aliados su

ayuda en la guerra y danles dinero en abundancia; pero envían a luchar a muy

pocos de sus ciudadanos porque los consideran su mayor riqueza, y los aman tanto

que no cambiarían uno solo de ellos por un Príncipe enemigo. Mas el oro y la

plata, que ellos guardan para esto solamente, lo dan a manos llenas, pues saben

que no se empobrecerán aunque gasten hasta el último penique.

Además de las riquezas que guardan en su isla, tienen un infinito tesoro en

otros países, las deudas de éstos, como ya he dicho. Con ello pueden mandar a la

guerra mercenarios de todas las naciones, principalmente zapoletas. Este pueblo

está a quinientas millas de Utopía por el lado de Oriente; son gente hórrida,

ruda y feroz, que vive en las selvas y en las altas montañas de su tierra y

resiste el calor, el frío y los trabajos penosos; aborrece las cosas delicadas,

no labra la tierra, construye su casa y hace sus vestidos sin arte; sólo cría

ganado; casi se sustenta de lo que caza y roba. Son hombres solamente nacidos

para la guerra, que buscan diligentemente la ocasión de hacerla, y, cuando la

hallan, se sienten inmensamente felices. Abandonan en gran número su país y se

ofrecen como soldados a los que los necesitan por una mezquina soldada. Este es

el solo oficio que saben para ganar el sustento. Para poder vivir tienen que

buscar la muerte. Se baten con denuedo y son fieles a los que les pagan. Verdad

es que no se alistan por un período de tiempo determinado, sino con la condición

de hacerlo en otra parte, aun entre los enemigos, si éstos les dan mayor paga;

mas vuelven otra vez si les ofrecen un poco más de dinero. Pocas guerras hay sin

que muchos de ellos luchen en ambos bandos. Así acaece cada día que parientes

muy cercanos, que hombres ligados por una gran amistad en tanto defendían la

misma causa, pelean fieramente unos con otros luego que el azar los ha separado,

y, olvidando los lazos de la amistad y de la sangre, se acuchillan entre sí por

la sola razón de ganar la mísera soldada que les pagan los Príncipes enemigos a

cuyo servicio están. Tienen tal afán por el dinero, que medio penique que se

añada a su paga diaria basta para hacerlos cambiar de partido. Su avaricia no

les es de ningún provecho, pues lo que ganan luchando gástanlo en vicios y

placeres, a los que se entregan sin freno.

Esas gentes combaten por cuenta de los utópicos contra todas las naciones,

porque los utópicos les pagan soldadas más grandes que los otros países. Pues

los utópicos, que siempre procuran hacer bien a los hombres buenos, no titubean

en abusar de los malos, a los cuales, prometiéndoles grandes recompensas, hacen

ir a los sitios de mayor peligro, cuando la necesidad así lo impone. Y son bien

pocos los que de allí vuelven a pedir el cumplimiento de lo prometido. A los que

quedan con vida les pagan fielmente lo que les prometieron, para que estén

dispuestos de nuevo a afrontar esos grandes peligros. A los utópicos no les

importa que mueran muchos de esos mercenarios, ya que creen merecer el

agradecimiento de la humanidad si consiguen librar al mundo de gentes tan

perversas. Además emplean los soldados de los pueblos en cuyo auxilio guerrean,

así como los que les proporcionan los demás aliados y, en último lugar, sus

propios ciudadanos, entre los cuales eligen a un hombre de acreditado valor a

quien dan el mando de todo el ejército. Nombran otros dos que no tienen

facultades de mando mientras el primero vive; mas si éste es hecho prisionero o

muerto, le sucede uno de ellos como por herencia; al segundo, si desaparece

también, le suple el tercero, pues siendo mudable la suerte de la guerra, hay

que impedir que la desaparición del Capitán ponga en peligro al ejército. Cada

ciudad alista a los que se ofrecen voluntariamente. A nadie se hace soldado a la

fuerza, pues piensan que un guerrero poco valeroso por naturaleza, no sólo no se

convertirá en valiente, sino que contagiará su cobardía a sus compañeros. Mas si

la guerra es hecha contra ellos y tienen que defender su patria, emplean a esos

cobardes, si son robustos de cuerpo, en las naves, mezclándolos con hombres

valientes; o los ponen en las murallas, de donde no pueden huir. Así la

vergüenza, el tener cerca al enemigo y ninguna esperanza de huída, les hace

perder el miedo. Muchas veces la extrema necesidad hace que su cobardía se

transforme en valor.

Nadie es enviado contra su voluntad a luchar en tierras extrañas, y las mujeres

pueden acompañar a sus maridos, si lo desean, pues son exhortadas a hacerlo y

alabadas si lo hacen. Parten con sus esposos y permanecen al lado de éstos. Los

hombres se llevan a sus hijos, parientes y amigos, para que aquellos a quienes

la Naturaleza impuso la obligación de socorrerse puedan ayudarse mejor unos a

otros. Consideran vituperable y deshonroso que el marido retorne sin la mujer, o

la mujer sin el esposo, o el hijo sin el padre. Si ante el empuje del enemigo se

ven forzados a combatir, luchan con gran denuedo y encarnizamiento hasta

aniquilarse los combatientes todos. Buscan por todos los medios no combatir

ellos, y por eso emplean soldados mercenarios; pero cuando no tienen más remedio

que luchar, pelean con tanto arrojo como prudencia mostraron para no hacerlo

mientras fue posible. No aparece este ímpetu en el primer encuentro. Va

creciendo poco a poco su bravura durante la batalla, y antes prefieren morir que

ceder un solo palmo de terreno al enemigo. Como saben que en su isla tienen todo

lo que es menester para vivir, no sienten temor alguno por la suerte futura de

sus familias - pues es este temor el que a veces abate los ánimos de los más

esforzados -y jamás decae su valor. Finalmente, les infunde gran confianza su

destreza en el arte de la guerra y las virtudes que les enseñaron desde su

infancia en las escuelas e instituciones de la República, donde aprendieron que

la vida no es cosa de tan poco valor que deba ser despreciada ni de tan gran

valor que deba ser conservada cuando el honor demanda darla.

En lo más recio del combate, una gavilla de jóvenes elegidos, que han jurado

vencer o morir juntos, se disponen a acometer al capitán de las tropas enemigas,

y luchan con él o le hacen caer en una emboscada. Le acometen tanto desde cerca

como desde lejos, relevando los combatientes cansados; a no ser que se salve

huyendo, pocas veces sucede que no perezca o no caiga vivo en sus manos. Cuando

han alcanzado la victoria, los utópicos no persiguen a sus enemigos para darles

muerte, pues prefieren hacerlos prisioneros en vez de matarlos. Jamás se lanzan

a perseguirlos sin dejar detrás de ellos una parte de su hueste bajo sus

estandartes. Si es deshecho el grueso del ejército utópico, aunque luego puedan

ganar la batalla empleando su retaguardia, prefieren dejar huir a sus enemigos

en vez de perseguirlos, para no dispersar los soldados. Se acuerdan de que les

ha sucedido más de una vez que el grueso de su ejército ha sido puesto en fuga,

y que unos pocos utópicos, emboscados, aprovecharon la ocasión y acometieron de

improviso a los confiados y dispersos perseguidores, y cambiaron la faz de la

batalla, arrancando los vencidos de las manos de los hasta entonces vencedores,

la victoria que éstos creían ya segura. Es difícil decir si los utópicos son más

hábiles en preparar emboscadas que cautos en estorbarlas. Cuando parece que se

disponen a huir, ni menos piensan en ello. Al contrario, si deciden hacerlo, no

es posible adivinarlo. Si ven que el enemigo tiene más soldados que ellos o que

están a punto de ser cercados, abandonan de noche y en silencio el campo, o bien

conjuran el peligro con alguna estratagema; si es de día, se retiran poco a

poco, pero en tan buen orden, que no es menos peligroso acometerlos durante la

retirada que en plena batalla.

Circundan sus campamentos fortificados de anchos y profundos fosos, y la tierra

que sacan de ellos échanla dentro de los campamentos. No emplean ganapanes ni

esclavos para hacer estos trabajos; hácenlos los mismos soldados con sus manos.

Todo el ejército trabaja en ello, excepto las centinelas que están delante de

los que trabajan para prevenir sorpresas. Así, y siendo níuchos los

trabajadores, acaban en muy poco tiempo las obras de fortificación que rodean

una vasta extensión de terreno. Llevan fuertes armaduras que no embarazan los

movimientos del cuerpo, y hasta pueden nadar con e1Ias puestas, pues han

aprendido a hacerlo. Tanto los soldados de a pie como los de a caballo disparan

saetas con gran fuerza y certera puntería. En el combate no usan espadas, sino

hachas muy afiladas y pesadas que causan heridas mortales tanto si hienden como

si punzan. Inventan ingeniosas máquinas de guerra y las ocultan cuidadosamente,

no por temor de que puedan ser imitadas, sino porque no se burlen de ellas. Al

fabricarlas las hacen de modo que puedan ser llevadas fácilmente de un lugar a

otro y que puedan dar vueltas en todas direcciones. Observan fielmente las

treguas que pactan con los enemigos, y no las rompen ni aun cuando son

provocados a ello. No devastan las tierras enemigas, ni queman las cosechas,

sino que hacen cuanto pueden porque no sean pisadas por los hombres ni los

caballos, pues esperan poder aprovecharlas más adelante. No maltratan a un

hombre inerme, a menos que sea espía.

Amparan a las ciudades que se han rendido a ellos, y no saquean las que toman

por asalto; pero dan muerte a los que se han opuesto a la rendición y hacen

esclavos a los demás defensores. No molestan a los que no lucharon contra ellos.

Si saben quiénes son los que aconsejaron la rendición, danles una parte de los

bienes de los condenados, y reparten la restante entre las tropas que les

ayudaron a ganar la guerra, no tomando nada para sí mismos. Terminada la guerra,

no hacen pagar a sus amigos los gastos de la misma, sino a los vencidos; obligan

a éstos a que paguen una parte de ellos en dinero, el cual guardan por si es

menester emplearlo en otra guerra semejante, y la otra parte en feraces tierras

que retienen perpetuamente. De este modo tienen ahora en varias naciones rentas

de ese género, que proceden de causas diversas, que montan a más de setecientos

mil ducados al año. Envían magistrados a tales tierras para que vivan allí

suntuosamente como grandes señores. Gran parte de las rentas va a parar al

Erario Público de Utopía, a menos que no presten ese dinero al país en que están

situadas las tierras, lo que hacen muchas veces, si no necesitan emplearlo

ellos; mas casi nunca piden el pago de toda la deuda. Parte de la renta que dan

esas tierras la asignan a las personas que por instigación suya corrieron los

peligros de que antes hablé. Si algún Príncipe les declara la guerra y se

dispone a invadir su tierra, salen de sus fronteras y marchan al encuentro del

ejército enemigo con grandes fuerzas, pues no guerrean en su territorio sino

cuando no tienen más remedio que hacerlo, y ninguna necesidad, por grande que

fuera, les haría aceptar socorros ajenos en su isla.

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De las religiones en Utopía.

Hay diversas religiones, no sólo en los diferentes lugares de la isla, sino en

cada ciudad. Unos adoran como Dios al Sol, otros a la Luna o alguno de los demás

planetas. Otros hay que adoran a un hombre que fue antes famoso por sus virtudes

o por su gloria, y es para ellos, no solamente Dios, sino Dios Supremo. Pero la

mayor parte de los utópicos, que son también los más prudentes, niega todos esos

Dioses y cree en un solo Dios, desconocido, eterno, inmenso, inexplicable, que

está por encima del entendimiento humano y que llena nuestro mundo, no con su

extensión, sino con su omnipotencia. Llámanlo el Padre de todos. Atribúyenle el

principio, las mudanzas y el fin de todas las cosas; y sólo a él dan honores

divinos. Sí; todos los demás, también, a despecho de sus diversas opiniones,

convienen con los más prudentes en creer que hay un Ser Supremo, creador y

providencia del Universo todo, al que comúnmente llaman Mitra en la lengua del

país, aunque para aquéllos es uno y para éstos otro. Porque cada uno de ellos,

cualquiera que sea el que tiene por Dios Supremo, piensa que es la misma

naturaleza a la que se atribuye y reconoce el divino poder y la majestad, la

substancia y la soberanía de todas las cosas. Sea como fuere, todos los utópicos

van repudiando poco a poco esta diversidad de supersticiones y aceptan la

religión que la razón les dice es superior a las demás. Y no se puede dudar de

que todas las otras religiones hubieran sido abandonadas tiempo ha, si a algunos

que pensaban mudar de religión no les hubiesen sobrevenido desgracias que las

gentes miedosas creyeron, no que habían venido por azar, sino que Dios habíálas

enviado desde el cielo, como si el Dios repudiado hubiera querido tomar venganza

del impío propósito de aquellos mortales.

Mas luego que les hubimos hablado del nombre, la doctrina, las leyes y milagros

de Cristo, y de la no menos admirable constancia de tantos mártires, que,

derramando voluntariamente su sangre, habían llevado a tantas naciones la fe

cristiana, no podéis imaginaros con qué alborozo la abrazaron, bien sea por

secreta inspiración de Dios o porque les pareciese más afín a la fe que ellos

profesan. Yo creo que lo que más contrihuyó a convencerlos fue el decirles que

Cristo enseñó a los Suyos que todas las cosas eran comunes y que esa comunidad

todavía permanece en las comunidades verdaderamente cristianas. Lo cierto es

que, de todos modos, muchos se convirtieron a nuestra religión y fueron

purificados en las sagradas aguas del bautismo. Pero ninguno de nosottos cuatro

- habían muerto dos compañeros nuestros - era sacerdote; y duélome de ello, pues

a los utópicos, inÍciados ya en nuestra religión, sólo les falta recibir

aquellos sacramentos que solamente los sacerdotes pueden administrar. Sin

embargo, entienden lo que son y están deseando recibirlos. Discuten entre ellos

acerca de si podrían elegir a uno de sus conciudadanos para hacerlo sacerdote

sin que viniera a orgenarlo un obispo de la Iglesia Cristiana. Parecían

dispuestos a elegir uno, pero, al partir yo, aún no habían elegido a ninguno.

Los que no han abrazado la religión cristiana no molestan a los que ya profesan

nuestra fe. Sólo uno de los nuestros fue castigado severamente en mi presencia.

Luego de haber sido bautizado, púsose a decir, desoyendo nuestros consejos, y

con más ardor que prudencia, que la religión cristiana era la única verdadera, y

tanto se inflamó, que añadió que despreciaba y condenaba a todas las demás, a

las que llamó profanas y a sus adeptos malvados que merecían ser condenados al

fuego eterno. Le prendieron, y fue acusado, no de escarnecedor de la religión,

sino de sedicioso y sembrador de discordia entre los insulanos, y por ello fue

condenado a destierro. Una de las leyes más antiguas de Utopía dice que nadie

puede ser molestado por sus creencias religiosas. El Rey Utopo, desde antes de

llegar a Utopía, ya sabía que los moradores de la isla estaban divididos por las

continuas luchas religiosas, y dióse cuenta de que estas diferentes sectas,

incapaces de entenderse para una acción común y combatiendo separadamente para

defender su suelo, allanaban para él el camino de la conquista de la isla. Tan

pronto hubo alcanzado la victoria, lo primero que hizo fue promulgar un edicto

declarando que todo ciudadano de la isla podía profesar la religión que le

pluguiera y hacer prosélitos si obraba con moderación y respetaba las creencias

de los demás. Los transgresores de esta ley, los que emplearen la violencia, y

no la persuasión, para conseguir adeptos, serían condenados a destierro o

esclavitud.

Hizo el Rey Utopo esta ley, no solamente para mantener la paz, perturbada antes

por incesantes luchas e implacables odios, sino porque creyó que el edicto

favorecería la propagación de la fe. Pero no tomó esta determinación sin haber

meditado antes mucho, pues estaba dudoso de si Dios, deseando ser honrado con

muchas y diversas suertes de honores, había inspirado a los hombres todas las

religiones conocidas. Y pensó, a buen seguro, que es cosa insensata emplear las

amenazas y la fuerza para obligar a los demás a que crean lo que nosotros

creemos que debe ser la verdad. Preveía que, si hay una religión que es la única

verdadera y las otras son todas falsas y puras supersticiones, la verdadera

conseguiría superar a las demás y triunfar de ellas, si los creyentes obraban

moderada y racionalmente. Pero si seguían las disensiones y las luchas, siendo

los hombres peores los más obstinados y los que con más constancia defienden sus

malas opiniones, la mejor y más santa de las religiones sería pisoteada y

destruída Por las más vanas supersticiones. Así ahogan a las mieses las malas

yerbas. Así, pues, dejó el pleito sin fallar y dio libertad a todos para creer

lo que quisieran. Sin embargo, prohibió terminantemente que se tuviese un tan

bajo y vil concepto de la dignidad humana hasta el punto de creer que el alma

muere con el cuerpo o que el mundo no está gobernado por la Divina Providencia.

Creen los utópicos que, después de esta vida, serán castigados los vicios y

premiadas las virtudes. Quien cree lo contrario, no es tenido por un ser humano,

puesto que hace descender la sublime naturaleza de su alma a la vileza corporal

de un bruto. Tampoco le cuentan entre los ciudadanos, pues si el miedo no se lo

impidiese, no cumpliría las leyes ni respetaría las instituciones. Podéis estar

seguros de que semejante hombre, con astucia o por la fuerza, burlaría las leyes

de su país; el cual hombre no teme nada que esté por encima de las leyes

humanas, puesto que sus esperanzas no van más allá de la vida de su cuerpo. A

los que piensan así los condenan a la privación ignominiosá de todos los honores

y a no poder ejercer cargos públicos, y, si los ejercen, los deponen de ellos.

Desprécianlos como gente ruín. No les imponen ningún otro castigo, pues están

persuadidos de que nadie puede forzar las convicciones ajenas. No usan de

amenazas para obligarles a mudar de parecer; esto les haría disimulados, y los

utópicos detestan la hipocresía y la mendacidad tanto como el fraude. Prohiben,

eso sí, que se defiendan semejantes opiniones delante del vulgo. Mas no s6lo

consienten, sino que aconsejan su discusi6n con los sacerdotes y los graves

varones, esperando que la raz6n triunfará de la locura al final. Otros hay - y

no son pocos - a los que se permite decir su opini6n, porque su opinión está

fundada en alguna razón que, habida cuenta de su manera de vivir, no es mala ni

viciosa. La herejía de éstos es lo contrario de la otra, pues creen que el alma

de los brutos es inmortal, aunque no puede compararse con la de los seres

humanos en dignidad, ni está ordenada ni predestinada tampoco a alcanzar igual

felicidad. Todos los utópicos creen firmemente que la eterna felicidad del

hombre será tan grande, que lloran por los enfermos, y jamás por los difuntos, a

no ser que hayan dejado la vida temiendo la muerte y contra su voluntad. Porque

esto tiénenlo por mala señal, como SI el alma, desesperada y atormentada,

tuviese algún secreto presentimiento del inminente castigo y tuviera miedo de

partir. Y piensan que no ha de ser agradable a Dios que aquel que es llamado no

corra alegremente hacia El, sino que vaya como arrastrado a la fuerza y a su

pesar. Detestan ese género de muerte, y, a los que así mueren, llévanlos a

enterrar en silencio y con tristeza; y luego de haber rogado a Dios que se

muestre misericordioso con el alma del difunto perdonándole sus pecados, echan

tierra en la hoya para cubrir su cuerpo. Por el contrario, no lloran a los que

parten llenos de alegría y esperanza; siguen los ataúdes entonando gozosos

cánticos y encomiendan sus almas a Dios con mucha caridad, y, finalmente, no con

aflicción, sino con suma reverencia, queman los cadáveres y erigen en los mismos

lugares donde yacen columnas de piedra en las que inscriben los títulos de los

muertos. Cuando han vuelto a su casa los acompañantes, hablan de las virtudes y

buenas acciones del difunto, pero lo que recuerdan más a menudo y con mayor

agrado es su plácida muerte. Creen que recordando las virtudes del muerto

incitan a los vivientes a ser virtuosos y que nada hay que sea más acepto y

agradable al difunto que esto, pues suponen que está presente entre ellos cuando

hablan de él, aunque para los débiles ojos de los mortales sea invisible. Sería

una cosa muy inconveniente que los bienaventurados no tuvieran libertad de ir

adonde quisieren, y mucha ingratitud en ellos que no sintieran el deseo de

visitar y ver a sus amigos, con quienes, en vida, estuvieron ligados con

vínculos de mutua amistad y mutuo amor. Piensan igualmente que esta amistad y

amor de los buenos se acrecienta, en vez de disminuir, después de la muerte.

Creen, por consiguiente, que los muertos se mezclan con los vivos y son testigos

de lo que éstós dicen y hacen. Así acometen sus empresas más valerosamente, pues

tienen confianza en tales testigos; y esta creencia en la presencia de sus

antepasados les impide cometer malas acciones en secreto. Merécenles burla y

desprecio los pronósticos y predicciones de las cosas venideras por el vuelo o

las voces de las aves y todas las demás adivinaciones, hijas de la vana

superstición, a que son tan aficionados otros pueblos. Pero aprecian y veneran

grandemente los milagros que se operan sin auxilio de la Naturaleza, que

consideran como obras y testimonios del omnipresente poder de Dios. Dicen ellos

que suceden muy a menudo en su isla, y que, en momentos de extrema necesidad,

con públicas rogativas hechas con gran fe, los impetran y consiguen.

Consideran como reverencia muy grata a Dios la contemplación de la Naturaleza y

las alabanzas a ésta. Hay muchos que, llevados de su ardiente celo religioso,

descuidan el estudio de las ciencias y las letras y no hacen nada por aprender y

conocer las cosas; pero huyen de la ociosidad, pues creen que la felicidad

después de la muerte solamente se consigue con muchos trabajos y haciendo obras

buenas. Así, pues, unos cuidan enfermos; otros arreglan los caminos y los

puentes, limpian fosos, cavan la tierra para sacar la arena y las piedras,

cortan y podan árboles; llevan en carretas a las ciudades, leña, trigo y otras

cosas; y sirven, no solamente a la República, sino a los ciudadanos

particuIares, trabajando más como esclavos que como sirvientes. Hacen estos

hombres, voluntaria y alegremente, los trabajos desagradables, penosos y viles

que a otros hombres les disgusta y les causa desesperación hacer. Procuran el

descanso a los demás trabajando ellos continuamente. No vituperan la vida de los

demás ni se glorían de la suya. Cuanto más serviciales y útiles son, más les

honran sus conciudadanos. Están divididos en dos sectas. Una la forman los

célibes que viven en castidad, los cuales, no solamente se abstienen de trato

con mujeres, sino también de comer ciertas carnes, y aun toda carne de animal,

renunciando a los placeres de esta vida como dañosos, pues anhelan merecer, con

sus desvelos y sudores, la hermosa y beata vida venidera.

Los de la otra secta, que no gustan menos de trabajar, contraen matrimonio y no

desprecian las dulzuras de este estado, ya que creen que sólo trabajando se

cumplen los deberes que tienen para con la Naturaleza y, engendrando hijos, los

que tienen para con la Patria. No se abstienen de ningún placer, a menos que sea

un placer que les impida trabajar. Comen carne de animales cuadrúpedos, porque

creen que este alimento les hace más fuertes para el trabajo. Los utópicos

tienen por más prudentes a los hombres de esta secta ; por más santos, a los de

la otra. Si los que prefieren el celibato al matrimonio y una vida penosa a otra

agradable pretendiesen defender con razones su manera de vivir, burlaríanse de

ellos; pero, como dicen que les guía la religi6n, los honran y veneran. A éstos

los llaman en su lengua Butrescos, el cual vocablo significa, hombre religioso.

Sus sacerdotes son extremadamente santos, pero son muy pocos. Sólo hay trece en

cada ciudad, con igual número de templos, salvo cuando van a la guerra.

Entonces, siete de ellos parten con el ejército, y, para suplir a éstos, se

eligen otros tantos en la ciudad. Cuando vuelven de la guerra, tornan a ocupar

sus puestos, y, a medida que van muriendo, son suplidos por los sacerdotes

sobrantes, los cuales entre tanto viven en compañía del Obispo, que es el

superior de todos ellos. Porque no haya disputas o intrigas, los elige el

pueblo, como los magistrados, por insaculación secreta; después de la elección,

son consagrados en el Colegio Sacerdotal a que pertenecen. Celebran las

ceremonias religiosas, propagan la fe y son censores en materia de costumbres.

Es un gran deshonor y una gran vergüenza el ser amonestado por ellos por llevar

una vida disoluta e incontinente. Tienen la misión de exhortar y aconsejar; pero

es el deber del Príncipe y de los otros magistrados el corregir y castigar a los

delincuentes. Pero los sacerdotes excomulgan a aquellos que consideran como

empedernidos en el mal, y ningún castigo amedrenta tanto a los utópicos como

éste, pues los marca con un signo infamante, y a más les atormenta un interno

temor religioso. Habrán de sufrir también en sus cuerpos, pues si no dan pruebas

de arrepentimiento y enmienda ante los sacerdotes, los castigará el Senado por

impíos.

Los sacerdotes enseñan también a la infancia y a la juventud las letras, las

virtudes y los buenos modales. Inculcan en los niños, cuya alma es dócil y

tierna, ideas sanas y útiles para la conservación de la República; estas ideas,

luego de haber echado raíces en los niños, permanecen en ellos toda la vida y

son, como he dicho, útiles para la conservación y defensa de la República, la

cual nunca decae si no es por los vicios que engendran las opiniones malignas.

Los sacerdotes, si no son mujeres - pues en Utopía las mujeres pueden ser

sacerdotes, si bien eligen muy pocas y han de ser viudas y ancianas -, los

sacerdotes varones, digo, escogen sus esposas entre las mujeres principales de

su país. Entre los utópicos no hay un oficio más honrado que éste; tanto, que si

algún sacerdote comete algún delito, no es sometido a juicio público; lo

abandonan a Dios y a su conciencia, pues creen que la mano del hombre no tiene

derecho a tocar a aquel que fue solemnemente consagrado a Dios como una ofrenda.

Y esto pueden hacerlo fácilmente, porque tienen muy pocos sacerdotes y los

eligen con mucha circunspección. Raras veces sucede que un hombre que ha sido

considerado como el más virtuoso entre los virtuosos, y que ha sido elevado a

tan alta dignidad solamente por sus virtudes, caiga en el vicio y en la maldad.

Y si llegase a suceder - pues la naturaleza humana es débil y mudable -, como

los sacerdotes son pocos, y sólo tienen los honores, pero no el poder, no

causaría esto ningún grande daño a la República. Y tienen tan pocos sacerdotes,

porque, si se diera ese honor a muchas personas, la dignidad del oficio, hasta

ahora tan estimada, sería despreciada; creen que no hay muchos hombres que sean

merecedores de esa dignidad, de ese oficio que, para poder ejercerlo, no basta

con tener virtudes vulgares.

Bien claro está, por eso, que tales sacerdotes no son menos apreciados por los

naturales de su isla que por los habitadores de las extranjeras tierras.

Mientras pelean los soldados de entrambos ejércitos en campo abierto, ellos, un

poco apartados, mas no lejos de allí, hincadas las rodillas en tierra,

revestidos de sus sagrados hábitos, alzando las manos al cielo, oran primero

para implorar la paz y luego la victoria de los suyos, pidiendo a la vez que no

sea cruenta para ninguno de los dos bandos. Si triunfan los utópicos, corren

hacia el campo de batalla para impedir que sean cruelmente perseguidos y muertos

los vencidos. Los enemigos que, al verlos, pueden acercarse a ellos y hablarles,

salvan sus vidas; los que pueden tocar las vestiduras de los sacerdotes no son

despojados de sus bienes. Este modo de proceder les ha granjeado el respeto y la

veneración de todas las naciones, y gracias a él han podido librar muchas veces

a los suyos del furor de los enemigos, como habían conseguido otras veces librar

a éstos del de los utópicos. Es bien sabido que cierta vez que el ejército

utópico, batido, volvió las espaldas al enemigo, cuando éste se aprestaba a la

persecución, a la matanza y al saqueo, se interpusieron los sacerdotes y,

separando las tropas, consiguieron que se hiciera una paz honrosa. Jamás se ha

visto ninguna nación tan cruel y fiera que no tenga por sagrado e inviolable el

cuerpo de los sacerdotes de Utopía.

Celebran los utópicos con una fiesta los días primero y último de cada mes y

año. Dividen el año en meses, los cuales miden por la carrera de la Luna, como

miden el año por la carrera del Sol. En su lengua, llaman a los pnmeros dlas de

los meses cinemernos y trapemernos a los últimos, vocablos que, en nuestro

idioma, podríamos traducir por primifestos y finifestos, o sea, primera fiesta y

última fiesta. Los templos que hay en Utopía son magníficos, y, como son pocos,

tan grandes, que puede congregarse en ellos una inmensa multitud de fieles.

Todos son algo oscuros, mas no puede achacarse esto a ignorancia de los que los

edificaron, pues lo aconsejaron así los sacerdotes, los cuales creen que la

demasiada luz dispersa la meditación, mientras que la poca luz convida al

recogimiento del alma y a la devoción. Aunque no todos los habitantes de la isla

profesan la misma religión - pues son allí muchas y diversas las religiones -,

todas ellas van por caminos diferentes hacia un mismo y solo fin, que es honrar

la naturaleza divina, y, por consiguiente, en los templos no se oye ni ve nada

que no cuadre con todas aquellas religiones.

Si alguna de las sectas ofrece sacrificios especiales, sus adeptos los ofrecen

en sus casas. El culto público está ordenado de modo que no ofenda las creencias

particulares, y por eso no se ven en los templos imágenes de los Dioses, a fin

de que cada uno pueda concebir libremente a Dios, según su religión, y

atribuirle la figura que le plazca. No invocan a Dios con ningún nombre

especial, sino solamente con el de Mitra, con cuyo vocablo designan la

naturaleza de la Divina Majestad, cualquiera que sea. Las oraciones que rezan

están compuestas de manera que no pueden ofender a ninguna secta. Acuden al

templo en los días finifestos a la hora de vísperas y en ayunas, para dar

gracias a Dios por haber hecho que haya transcurrido felizmente el mes o el año

que termina con aquella fiesta. Al día siguiente van al templo por la mañana

temprano para pedir al Señor que sea feliz el año o mes que comienza.

En los días finifestos, antes de ir al templo, las mujeres se postran a los pies

de sus esposos, y los hijos a los de los padres, confesando sus pecados y los

descuidos cometidos en el cumplimiento de sus deberes, y pidiendo perdón de sus

culpas. Así, si se hubiera levantado en la casa una invisible nube de disgusto,

es deshecha con esta confesión, y todos pueden ir al templo con la conciencia

limpia, pues temen mucho ir con la conciencia sucia. Quien guardaba odio o

rencor a otra persona, se reconcilia antes con ella para purificar su alma, pues

teme el castigo que le espera si no lo hace. Los varones se ponen en el lado

derecho del templo y las mujeres en el izquierdo. Colócanse de modo que todos

los varones de una casa están sentados delante del padre de familia y las

hembras delante de la madre. Se hace esto para que los padres y madres de

familia puedan ver el comportamiento de los que están sumisos a su autoridad y

su gobierno. Cuidan de que los jóvenes estén mezclados con sus mayores, pues si

ponen a los niños todos juntos y les dejan en libertad, éstos no guardan la

compostura debida y no conciben el temor de Dios, que es la principal y casi

única incitación a la virtud.

No matan ningún animal en los sacrificios, ni creen que la muerte y la sangre de

los seres vivientes puedan ser gratas a Dios, que, en su misericordiosa

clemencia, les dió la vida para que viviesen. Queman incienso y hierbas

olorosas, y encienden infinito número de cirios y velas de cera, aunque saben

que la naturaleza divina no hace caso, de tales ofrendas, pues sólo quiere las

preces de los hombres; pero les gusta ese inocente género de culto. Y esos

dulces olores, y esas luces y otras ceremonias semejantes hacen que los hombres

se sientan alentados a la devoción con más fervor en sus corazones.

El pueblo va al templo vestido de blanco. El sacerdote lleva vestiduras

abigarradas, primorosamente hechas, aunque no en demasía suntuosas, pues no

están guarnecidas de bordados de oro ni piedras preciosas. Están hechas de

plumas de diversas aves, dispuestas con tal arte y buen gusto, que los más ricos

trajes no podrían igualarse a ellas. Dicen los utópicos que esta disposición de

las plumas encierra ciertos divinos misterios que los sacerdotes interpretan y

enseñan a los fieles para recordarles los beneficios que reciben de Dios, el

agradecimiento que deben al Todopoderoso y también los deberes que tienen para

con sus semejantes. Cuando el sacerdote sale del vestuario del templo con los

vestidos sacerdotales puestos, postérnanse todos los fieles reverentemente y

guardan un silencio tan profundo que diríase que les tiene mudos el temor, cual

si se les hubiera aparecido de repente el Señor. Al cabo de un breve espacio,

álzanse a una señal del sacerdote y cantan entonces alabanzas al Señor,

mezclando sus voces a las de los instrumentos de música, algunos de los cuales

son muy diferentes de los que nosotros usamos en esta parte del mundo y casi

todos ellos más dulces que los nuestros. En una cosa nos aventajan los utópicos:

en su música. Toda su música, tanto la que tocan en los instrumentos como la que

cantan sus voces, expresa los sentimientos naturales, como la alegría, el dolor,

la ira, la piedad y la turbación del ánima; y la forma de la melodía también

expresa los sentimientos, por lo que penetra en el alma del auditorio y la

agita, la conmueve y la inflama de modo maravilloso. Finalmente, el sacerdote y

los fieles rezan juntamente preces compuestas de tal manera que cada uno puede

referir a sí sólo lo que ellas dicen a la comunidad. En esas plegarias todos

reconocen a Dios como Creador y Gobernador del Universo y como Causa Principal

de todos los demás bienes, dándole gracias por tantos beneficios y especialmente

por haberles hecho nacer en una República tan feliz y próspera y enseñado una

religión que para ellos es la más verdadera. Por si yerran en ello y hubiese una

religión más grata al Señor que las suyas, ruéganle en Su bondad que les permita

conocerla, ya que ellos están dispuestos a seguir el camino por el que Él quiera

guiarlos. Mas si su República es la mejor forma de gobierno y su religión

perfecta y verdadera, pídenle que les dé constante firmeza para perseverar en

ella y para llevar a otras gentes a la misma manera de vivir y a tener la misma

idea de Dios, a no ser que haya algo en esta diversidad de religiones que plazca

al Eterno. Finalmente, ruegan al Ser Supremo que los deje llegar a Él después de

la muerte, sea pronto o tarde; y si ello place a su Divina Majestad, más anhelan

tener una muerte dolorosa y ver a Dios que vivir largamente en mundanal

felicidad sin que llegue jamás la hora de contemplar Su rostro. Dicha esta

plegaria, tornan a arrodillarse, se levantan poco después y vanse a comer. Luego

pasan lo restante del día en entretenimientos y ejercicios ecuestres.

Os he referido y descrito, tan fielmente como he podido, las instituciones de

aquella República; que, a mi parecer, es no solamente la mejor, sino la única

que tiene derecho a llamarse República. Porque en otros lugares hablan de

República, pero los ciudadanos sólo buscan su provecho particular. En Utopía,

como no hay bienes particulares, todos cuidan de los negocios públicos. Y, en

verdad, entrambas partes tienen buenas razones para obrar así. En otras

Repúblicas, aunque sean ricas y florecientes, ¿no saben los ciudadanos que

habrán de morir de hambre si no hacen provisiones? Les acucia la necesidad de

procurar por ellos más que por el pueblo, es decir, por los demás. Por el

contrario, en Utopía, donde todas las cosas son de todos, no cabe duda que a

nadie le faltará lo necesario, puesto que los almacenes, las casas y los

graneros comunes están suficientemente proveídos. Allí no se distribuyen los

bienes con mezquindad, y por eso no hay mendigos ni pobres, y, aunque nadie

tenga nada, todos son ricos. Pues ¿hay mayor riqueza que vivir alegre y

sosegadamente, libre de inquietudes, sin haber de procurarse el mantenimiento,

sin ser vejado por las importunas quejas de la esposa, sin temer la pobreza para

el hijo ni afligirse porque no se puede dar dote a la hija? Sí; no han de

preocuparse por el bienestar de sus esposas, sus hijos, sus sobrinos, los hijos

de sus hijos, toda su posteridad, por larga que sea. Y no hay menos provisiones

para quienes ya no pueden trabajar que para quienes trabajan, porque la edad o

la enfermedad les haya quitado las fuerzas.

¿Quién osará comparar esta equidad con la justicia de otras naciones en las que

yo no hallo la menor traza de equidad y justicia? Pues ¿qué justicia es la que

permite que un rico cambista o un usurero, o cualquiera de los que no hacen nada

o que, si algo hacen, no es necesario para la República, lleve una agradable

vida de ocio y de placeres, mientras los pobres gañanes, los carreteros, los

herreros, los carpinteros y los labradores han de trabajar continuamente como

bestias de carga, a despecho y pesar de ser tan útiles que sin ellos ninguna

República duraría más de un año, llevando una desventurada vida de estrecheces

que hace parecer mejor la de los asnos. los cuales ni trabajan tanto como esos

infelices hombres ni piensan en lo venidero? A esos desgraciados, a los que

hacen padecer el tormento de un trabajo infructuoso para ellos, puesto que el

jornal que les pagan no basta para que puedan mantenerse y ahorrar un poco para

el día de mañana, a esos desdichados, digo, les mata el temor de que llegue la

vejez acompañada de la pobreza.

¿No es ingrata e injusta la República que tan grandes recompensas da a los

nobles - que así les llaman -, a los cambistas y otras gentes ociosas, a los

aduladores, a los que procuran vanos placeres, desatendiendo a los pobres

campesinos, carboneros, gañanes, carreteros, herreros y carpinteros, sin los

cuales no podría seguir viviendo ninguna República? Después de haber abusado de

ellos haciéndoles trabajar como bestias de carga cuando eran j6venes y robustos;

luego que se ven oprimidos por la enfermedad y la vejez y se hallan indigentes,

necesitados y pobres de todas cosas; olvidando tantas penosas vigilias y los

buenos y muchos frutos que han dado, los paga y recompensa ingratamente con la

más miserable de las muertes. Y encima de esto, los ricos, no solamente mediante

fraude, sino amparándose en las leyes, quitan cada día a los pobres parte de lo

que ellos necesitan para su sustento. Si nos parece injusto que se premie con la

ingratitud a hombres que tan provechosos han sido para la República, más injusto

habremos de juzgar - lo que es peor - que al mal trato que les dan le llamen

justicia, aunque lo sancione la Ley.

Así, cuando miro esas Repúblicas que hoy día florecen por todas partes, no veo

en ellas - ¡Dios me perdone! - otra cosa que la conjuración de los ricos para

procurarse sus propias comodidades en nombre de la República. Imaginan e

inventan todas suertes de artificios para conservar, sin miedo a perderlas,

todas las cosas que se han apropiado con malas artes, y también para abusar de

los pobres pagándoles por su trabajo tan poco dinero como pueden. Y cuando los

ricos han decretado que tales invenciones se lleven a efecto so color de la

comunidad, es decir, también de los pobres, las hacen leyes luego. Sin embargo,

esos hombres malvados, aun después de haber repartido entre ellos con insaciable

codicia todas las cosas que hubieran bastado para atender las necesidades de

todos, ¡cuán lejos están de la abundancia y la felicidad en que viven los

ciudadanos de la República de Utopía! Donde no se da valor al dinero, no es

posible que haya codicia. ¡Cuánta maldad se arranca de raíz así! Pues ¿quién no

sabe que si no hubiese dinero no habría fraudes, robos, rapiñas, escándalos,

riñas, rencillas, disputas, regaños, discordias, crímenes cruentos, traiciones y

envenenamientos, delitos todos que pueden ser vengados mas no refrenados con los

castigos? Y de igual modo los temores, los pesares, los cuidados, las vigilias,

desaparecerían en el mismo momento en que desapareciese el dinero. La misma

pobreza, que es la única que parece necesitar del dinero, si desapareciese éste,

disminuiría y desaparecería también.

Para que podáis verlo más claramente, recordad algún año infecundo en que

murIeron de hambre millares de seres humanos. Me atrevo a decIr que si, al

terminar la escasez, se hubiese podido entrar en los graneros de los ricos, se

habría hallado en ellos tanto trigo que, repartiéndolo entre los que padecían

hambre, nadie habría notado la penuria. Tan fácil sería para el hombre

procurarse el sustento si no fuera por el dinero, que, aunque inventado para

abrirnos el camino del bienestar, nos lo cierra real y verdaderamente. Seguro

estoy que los ricos saben esto, que no ignoran que más vale no carecer de lo

necesario que tener gran abundancia de cosas superfluas, que más vale librarse

de cuidados y desasosiegos que tener demasiadas riquezas. No dudo que por

respeto al bienestar de todos los hombres o por acatamiento a la autoridad de

nuestro Salvador Jesucristo - que en Su infinita sabiduría sabe qué es lo mejor

y en Su inmensa bondad sólo puede aconsejamos lo mejor - todo el mundo habría

querido ser gobernado por las leyes de aquella República, si no lo hubiese

impedido el orgullo, bestia feroz, soberano y padre de todas las desgracias, que

no mide la prosperidad y la riqueza por su propio bienestar, sino por la miseria

y la pesadumbre ajenas. Si el orgullo pudiera transformarse en Diosa, obraría

como una mujer orgullosa y querría triunfar de los pobres, domeñándolos con la

ostentación de su brillante felicidad, vejándolos, atormentándolos y

mostrándoles sus riquezas. Esta serpiente infernal seduce los humanos corazones

y no les deja andar por el sendero que lleva a una vida mejor; enróscase en el

pecho de los hombres y no es posible apartarla de allí.

Alégrome de que los utópicos hayan encontrado esta forma de República que yo

deseo para todo el linaje humano. Gracias a sus instituciones y a su manera de

vivir, han echado los cimientos de una República duradera y feliz, según puede

juzgar el entendimiento humano. Han arrancado de raíz de sus corazones las

principales causas de ambición y rivalidad y otros vicios, impidiendo de este

modo las discordias civiles que han causado la ruina de tantas ciudades. Como en

la isla reina la concordia y se cumplen las leyes, la envidia de los Príncipes

extranjeros no puede hacer bambolear el utópico Imperio. Y sabed que, siempre

que lo intentaron, hubieron de desistir de ello.

Luego que Rafael hubo acabado de hablar, me acordé de muchas cosas, que me

habían parecido absurdas, acerca de las leyes y costumbres de aquel pueblo, su

manera de guerrear, sus religiones y las demás mstituciones; y especialmente del

fundamento principal de todas ellas, es decir, la vida en comunidad y el

mantenimiento en común sin hacer uso del dinero, lo cual destruye toda la

nobleza, magnificencia y majestad que son el ornamento y el. honor de la

República. Más como advertí que Rafael estaba cansado y no sabía si le placería

ser contradicho, pues ya había reprendido a otros por este motivo diciéndoles

que temían pasar por necios si no hablaban nada que pudieran refutar, alabé yo

su discurso y las instituciones utópicas, y, tomándole de la mano, llevéle a

cenar, diciendo que en otra ocasión tendríamos espacio de examinar estas

materias y de hablar largamente acerca de ellas. ¡Plegue a Dios que esto suceda

pronto!

Entre tanto, como no puedo dar mi asentimiento a todo lo que dijo Rafael, que es

sin duda hombre de gran saber y experiencia y muy conocedor de las cosas

humanas, confesaré que más deseo que espero ver en nuestras ciudades muchas

cosas de las que hay en la República de Utopía.

Así acaba la plática de la tarde de Rafael Hytlodeo acerca de las leyes e

instituciones de la Isla de Utopía.