RENÉ GUÉNON: LA GRAN TRÍADA (2)
Capítulo XI: “SPIRITUS”,
“ANIMA”, “CORPUS”
La división ternaria es
la más general y al propio tiempo la más sencilla que pueda establecerse para
definir la constitución de un ser vivo, y en particular la del hombre, pues
está claro que la dualidad cartesiana de “espíritu” y “cuerpo”, que en cierto
modo se ha impuesto en todo el pensamiento occidental moderno, de ninguna forma
puede corresponder a la realidad; ya hemos insistido en ello lo bastante a
menudo en otros lugares como para no tener necesidad de volver sobre ello
ahora. La distinción de espíritu, alma y cuerpo es además la unánimemente
admitida por todas las doctrinas de Occidente, fuese en la Antigüedad o en la
Edad Media; el que más tarde se haya llegado a olvidarla hasta el extremo de no
ver ya en los términos de “espíritu” y “alma” más que especies de sinónimos,
bastante vagos además, y de emplearlos indistintamente uno por otro, cuando
propiamente designan realidades de orden totalmente diferente, es quizá uno de
los ejemplos más asombrosos que puedan darse de la confusión que caracteriza a
la mentalidad moderna. Tal error, además, tiene consecuencias que no todas son
de orden puramente teórico, y evidentemente ello lo hace aún más peligroso1; pero no es de esto de lo que hemos de
ocuparnos aquí, y en lo que concierne a la división ternaria tradicional,
queremos precisar tan sólo algunos puntos que tienen más directa relación con
el tema de nuestro estudio.
Esta distinción de
espíritu, alma y cuerpo se ha aplicado al “macrocosmos” lo mismo que al
“microcosmos”, siendo análoga la constitución del uno a la del otro, de modo
que necesariamente han de encontrarse elementos que se corresponden
rigurosamente por una y otra parte. Esta consideración, en los Griegos, parece
vincularse sobre todo a la doctrina cosmológica de los Pitagóricos, que, por lo
demás, no hacían en realidad sino “readaptar” enseñanzas mucho más antiguas;
Platón se inspiró en esta doctrina y la siguió mucho más de cerca de lo que
comúnmente se cree, y, en parte por mediación de él, algo de ella se transmitió
a filósofos posteriores, como por ejemplo los estoicos, cuyo punto de vista,
por lo demás, mucho más exotérico, mutiló y deformó demasiado a menudo las
concepciones de que se trata. Los Pitagóricos consideraban un cuaternario
fundamental que comprendía en primer lugar al Principio, transcendente con
respecto al Cosmos, después, al Espíritu y el Alma universales, y por ultimo, a
la Hyle primordial2; es
importante señalar que esta última, en cuanto pura potencialidad, no puede
asimilarse al cuerpo y corresponde más bien a la “Tierra” de la Gran Tríada que
a la del Tribhuvana, mientras que el Espíritu y el Alma universales
recuerdan manifiestamente a los otros dos términos de este último. En cuanto al
Principio transcendente, en ciertos aspectos corresponde al “Cielo” de la Gran
Tríada, pero, no obstante, por otra parte se identifica también con el Ser o la
Unidad metafísica, esto es, Tai-ki; parece faltar aquí una distinción
clara, que por lo demás quizá no era exigida por el punto de vista, mucho menos
metafísico que cosmológico, desde el que se establecía el cuaternario de que se
trata. Sea lo que fuere, los estoicos deformaron esta enseñanza en sentido
“naturalista”, perdiendo de vista el Principio transcendente y no considerando
ya mas que un “Dios” inmanente que, para ellos, se asimilaba pura y simplemente
al Spiritus Mundi; no decimos al Anima Mundi, contrariamente a lo
que parecen creer algunos de sus intérpretes afectados por la confusión moderna
de espíritu y alma pues en realidad, para ellos, lo mismo que para aquellos que
seguían más fielmente la doctrina tradicional, esa Anima Mundi nunca
tuvo sino un papel simplemente “demiúrgico”, en el más estricto sentido de la
palabra, en la elaboración del Cosmos a partir de la Hyle primordial.
Acabamos de decir
elaboración del Cosmos, pero quizá fuera más exacto decir aquí formación del Corpus
Mundi, en primer lugar porque la función “demiúrgica”, en efecto, es
propiamente una función “formadora”3, y luego
porque, en cierto sentido, el Espíritu y el Alma universales mismos también
forman parte del Cosmos; en cierto sentido, pues, a decir verdad, pueden
considerarse desde un doble punto de vista, que también corresponde en cierto
modo a lo que antes llamábamos punto de vista “genético” y punto de vista
“estático”, sea como “principios” (en sentido relativo), sea como “elementos”
constitutivos del ser “macrocósmico”. Esto proviene de que, puesto que se trata
del ámbito de la Existencia manifestada, estamos de este lado de la distinción
entre Esencia y Substancia; del lado “esencial”, Espíritu y Alma son como
“reflexiones” del Principio mismo de la manifestación a niveles distintos; del
lado “substancia”, por el contrario, aparecen como “producciones” surgidas de
la materia prima, aunque determinando ellos mismos sus producciones
posteriores en sentido descendente4, y ello
porque para situarse efectivamente en lo manifestado, es menester que ellos
mismos también se hagan parte integrante de la manifestación universal. La
relación entre estos dos puntos de vista se representa simbólicamente por el
complementarismo del rayo luminoso y el plano de reflexión, necesarios ambos
para que se produzca una imagen, de suerte que, por una parte, la imagen es
verdaderamente un reflejo de la fuente luminosa misma, y, por otra, se sitúa en
el grado de realidad señalado por el plano de reflexión5;
para emplear el lenguaje de la tradición extremo-oriental, el rayo luminoso
corresponde aquí a las influencias celestiales, y el plano de reflexión a las
influencias terrenales, lo cual coincide bien con la consideración del aspecto
“esencial” y el aspecto “substancial” de la manifestación6.
Naturalmente, estas
observaciones que acabamos de formular acerca de la constitución del
“macrocosmos” se aplican también en lo que concierne al espíritu y el alma en
el “microcosmos”; sólo el cuerpo no puede ser jamás considerado como
“principio”, hablando con propiedad, porque siendo resultado y término final de
la manifestación (ello, naturalmente, por lo que se refiere a nuestro mundo o
estado de existencia), no es más que “producto” y no puede convertirse en
“productor” en ningún aspecto. Por este carácter, el cuerpo expresa la
pasividad substancial tan completamente como en el orden manifestado es
posible; Mas al propio tiempo, también así se diferencia evidentísimamente de
la Substancia misma, que en cuanto principio “maternal” concurre a la
producción de la manifestación. En este aspecto, se puede decir que el ternario
de espíritu, alma y cuerpo está constituido de otro modo que los ternarios
formados de dos términos complementarios y en cierto modo simétricos y un
producto que ocupa una posición intermedia entre ellos; en este caso (y
naturalmente también en el del Tribhuvana, al cual corresponde
exactamente), los dos primeros términos se sitúan del mismo lado con respecto
al tercero, y si bien éste, a fin de cuentas, puede ser considerado todavía
como su producto, ya no desempeñan un papel simétrico en tal producción: el
cuerpo tiene su principio inmediato en el alma, pero no procede del espíritu
sino indirectamente y por intermedio del alma. Solamente cuando se considera al
ser como enteramente constituido, esto es, desde el punto de vista que hemos
llamado “estático”, viendo en el espíritu el aspecto “esencial” y en el cuerpo
el aspecto “substancial”, puede encontrarse una simetría en este aspecto no ya
entre los dos primeros términos del ternario, sino entre el primero y el
último; entonces, en el mismo aspecto, el alma es intermedia entre el espíritu
y el cuerpo (y así se justifica su designación como principio “mediador” que
anteriormente indicábamos), pero no por ello deja de ser, como segundo término,
forzosamente anterior al tercero7, y, por
consiguiente, en modo alguno puede ser considerada como producto o resultante
de los dos términos extremos.
Todavía puede plantearse
otra cuestión: ¿cómo es que, pese a la falta de simetría que entre ellos
acabamos de indicar, espíritu y alma, no obstante, se toman a veces en cierta
forma como complementarios, siendo entonces generalmente considerado el
espíritu como principio masculino y el alma como principio femenino? Y es que,
siendo el espíritu el que, en la manifestación, más cerca está del polo
esencial, el alma se encuentra, respecto a él, del lado substancial; así, con respecto
el uno del otro, el espíritu es yang y el alma yin, y por ello
suelen simbolizarse respectivamente por el Sol y la Luna, lo que además puede
justificarse aún más completamente diciendo que el espíritu es la luz emanada
directamente del Principio, mientras que el alma no presenta sino una reflexión
de esa luz. Además, el “mundo intermedio”, que también puede llamarse esfera
“anímica”, es propiamente el medio en el que se elaboran las formas, lo que, en
suma, constituye un papel “substancial” o “maternal”; y esta elaboración se
produce bajo la acción o, más bien, la influencia del espíritu, que así tiene
en este aspecto un papel “esencial” o “paternal”; por lo demás, está claro que
para el espíritu en esto sólo se trata de una “acción de presencia”, a
imitación de la actividad “no-actuante” del Cielo8.
Agregaremos unas
palabras a propósito de los principales símbolos del Anima Mundi: uno de
los más habituales es la serpiente, a causa de que el mundo “anímico” es el
ámbito propio de las fuerzas cósmicas, que, aunque también actúan en el mundo
corporal, pertenecen en sí mismas al orden sutil; y ello está relacionado,
naturalmente, con lo que anteriormente hemos dicho del simbolismo de la doble
espiral y el del caduceo; además, la dualidad de los aspectos que toma la
fuerza cósmica, corresponde realmente al carácter intermedio de ese mundo
“anímico”, que hace de él propiamente el lugar de encuentro de las influencias
celestiales y las terrenales.
Por otra parte, la
serpiente, en cuanto símbolo del Anima Mundi, se representa las más de
las veces en la forma circular del Uroboros; tal forma, en efecto, le
conviene al principio anímico en cuanto está del lado de la esencia con
respecto al mundo corporal; pero, por supuesto, está por el contrario, del lado
de la substancia con respecto al mundo espiritual, de suerte que, según el
punto de vista desde el que se lo considere, puede tomar los atributos de la
esencia o los de la substancia, lo que, por decirlo así, le da la apariencia de
una doble naturaleza. Estos dos aspectos se encuentran reunidos de forma
bastante notable en otro símbolo del Anima Mundi que pertenece al
hermetismo de la Edad Media (fig.15): se ve en él un circulo en el interior de
un cuadrado “animado”, es decir, puesto sobre uno de sus ángulos para sugerir
la idea de movimiento, mientras que, por el contrario, el cuadrado que descansa
sobre su base expresa la idea de estabilidad9;
y lo que hace a esta figura particularmente interesante desde el punto de vista
en que nos situamos ahora, es que las formas circular y cuadrada que son sus
elementos tienen en ella significaciones respectivas exactamente concordantes
con las que tienen en la tradición extremo-oriental10.
Capítulo XII: AZUFRE,
MERCURIO Y SAL
La consideración del
ternario de espíritu, alma y cuerpo nos conduce bastante naturalmente a la del
ternario alquímico de Azufre, Mercurio y Sal1,
pues éste le es comparable en muchos aspectos, aunque sin embargo procede de un
punto de vista algo diferente, lo que se manifiesta principalmente en el hecho
de que el complementarismo de los dos primeros términos esta en él mucho más
acentuado, de donde una simetría que, como hemos visto, no existe
verdaderamente en el caso del espíritu y el alma, Io que constituye una de las
grandes dificultades para la comprensión de los escritos alquímicos o
herméticos en general, es que en ellos los mismos términos se toman a menudo en
múltiples acepciones, que corresponden a diversos puntos de vista; pero, si
bien ocurre así particularmente para el Azufre y el Mercurio, no es menos
cierto que el primero es considerado constantemente como un principio activo o
masculino, y el segundo como un principio pasivo o femenino; en cuanto a la
Sal, es neutra en cierto modo, como corresponde al producto de los dos
complementarios, en el cual se equilibran las tendencias inversas inherentes a
sus naturalezas respectivas.
Sin entrar en detalles que
aquí no harían al caso, se puede decir que el Azufre, cuyo carácter activo hace
que se le asimile a un principio ígneo, es esencialmente un principio de
actividad interior, que se considera que se irradia a partir del centro mismo
del ser. En el hombre, o por semejanza con éste, tal fuerza interna suele
identificarse en cierta forma con el poder de la voluntad; ello, por otra
parte, sólo es exacto a condición de entender la voluntad en un sentido mucho
más profundo que el sentido psicológico corriente, y de análoga manera a
aquella en que se puede hablar, por ejemplo, de la “Voluntad divina”2 o, según la terminología
extremo-oriental, la “Voluntad del Cielo”, puesto que su origen es propiamente
“central”, mientras que todo cuanto la psicología considera es simplemente
“periférico” y no corresponde a fin de cuentas sino a modificaciones
superficiales del ser. Además, si mencionamos aquí la “Voluntad del Cielo” es a
propósito, pues el Azufre, por su “interioridad”, sin que pueda ser asimilado
al Cielo mismo, pertenece al menos, evidentemente, a la categoría de las
Influencias celestiales; y, en lo que concierne a su identificación con la
voluntad, se puede decir que, si bien no es verdaderamente aplicable al caso
del hombre corriente (que la psicología toma exclusivamente como objeto de su
estudio), está plenamente justificada, por el contrario, en el del “Hombre
verdadero”, que se sitúa en el centro de todo, y cuya voluntad, como
consecuencia, está necesariamente unida a la “Voluntad del Cielo”3.
En cuanto al Mercurio,
su pasividad, correlativamente a la actividad del Azufre, le hace ser
considerado como principio húmedo4; y se
considera que reacciona desde el exterior, de suerte que en este aspecto
desempeña el papel de fuerza centrípeta y compresiva, que se opone a la
acción centrifuga y expansiva del Azufre y en cierta manera la limita. Por
todos estos caracteres respectivamente complementarios, actividad y pasividad,
“interioridad” y “exterioridad”, expansión y compresión, se ve, volviendo al
lenguaje extremo-oriental, que el Azufre es yang y el Mercurio yin,
y que, si al primero se lo relaciona con el orden de las influencias
celestiales, al segundo se lo ha de relacionar con el de las influencias
terrenales. No obstante, hay que fijarse bien en que el Mercurio no se sitúa en
la esfera corporal, sino en la esfera sutil o “anímica”: en razón de su
exterioridad, se puede considerar que representa el “ambiente”, debiendo
concebirse entonces este último como constituido por el conjunto de las
corrientes de la doble fuerza cósmica de la que anteriormente hemos hablado5. Además, a causa de la doble naturaleza
o del doble aspecto que esta fuerza ofrece, y que es como un carácter inherente
a todo cuanto pertenece al “mundo intermedio”, el Mercurio, sin embargo, aunque
siendo considerado principalmente como principio húmedo, como acabamos de
decir, es descrito a veces como un “agua ígnea” (e incluso alternativamente
como un “fuego liquido”)6, y ello
sobre todo en cuanto experimenta la acción del Azufre, que “esfuerza” a esa
doble naturaleza y la hace pasar de la potencia al acto7.
De la acción interior
del Azufre y la reacción exterior del Mercurio, resulta una especie de
“cristalización” que determina, se podría decir, un límite común al interior y
al exterior, o una zona neutra en la que se encuentran y se estabilizan las
influencias opuestas que proceden respectivamente de uno y otro; el producto de
esa “cristalización” es la Sal8, que se
representa por el cubo, en cuanto éste es a la vez el tipo de la forma
cristalina y el símbolo de la estabilidad9.
Precisamente porque, en cuanto a la manifestación individual de un ser, señala
la separación del interior y el exterior, este tercer término constituye para
ese ser como una “envoltura” por la que a la vez está en contacto con el
“ambiente” en cierto aspecto y aislado de éste en otro aspecto; en esto
corresponde al cuerpo, que efectivamente desempeña este papel “terminante” en
un caso como el de la individualidad humana10.
Por otra parte, por lo que antecede se ha visto la evidente relación del Azufre
con el espíritu y del Mercurio con el alma; pero también hay aquí que tener
sumo cuidado al comparar entre sí distintos ternarios, ya que la
correspondencia de sus términos puede variar según el punto de vista desde el
que se los considera. En efecto, el Mercurio, en cuanto principio “anímico”,
corresponde al “mundo intermedio” o al término medio del Tribhuvana, y
la Sal, en cuanto es, no diremos idéntica, pero sí al menos comparable con el
cuerpo, ocupa la misma posición extrema que el ámbito de la manifestación
grosera; pero, en otro aspecto, la situación respectiva de estos dos términos
aparece como inversa de aquélla, es decir que la Sal es entonces la que se
convierte en término medio. Este último punto de vista es el mas característico
de la concepción específicamente hermética del ternario de que se trata, a
causa del papel simétrico que da a Azufre y Mercurio: la Sal es entonces
intermedia entre ellos, en primer lugar porque es como su resultante, y luego
porque se sitúa en el propio limite de los dos ámbitos “interior” y “exterior”
a los que respectivamente corresponden; es “terminante” en este sentido,
podríamos decir, aún más que con respecto al proceso de la manifestación,
aunque en realidad lo sea a la vez de ambas formas.
Esto ha de permitir comprender
por qué motivo no podemos identificar sin reservas la Sal con el cuerpo; sólo
se puede decir, para ser exactos, que el cuerpo corresponde a la Sal en cierto
aspecto o en una aplicación particular del ternario alquímico. En otra aplicación
menos limitada, lo que corresponde a la Sal es la individualidad entera11: entonces,
el Azufre sigue siendo el principio interno del ser, y el Mercurio es el “ambiente”
sutil de un determinado mundo o estado de existencia; la individualidad (suponiendo
naturalmente que se trata de un estado de manifestación formal, como el estado
humano) es la resultante del encuentro del principio interno con el “ambiente”;
y se puede decir que el ser, en cuanto manifestado en ese estado, está como
“envuelto” en la individualidad, de manera análoga a como, en otro nivel,
la individualidad misma esta “envuelta” en el cuerpo. Para decirlo con un
simbolismo que ya hemos empleado anteriormente, el Azufre es comparable con
el rayo luminoso y el Mercurio con su plano de reflexión, y la Sal es el producto
del encuentro del primero con el segundo; pero esto, que implica toda la cuestión
de las relaciones del ser con el medio en que se manifiesta, merece ser considerado
con más amplios desarrollos.
Capítulo XIII: EL SER Y EL
MEDIO
En la naturaleza
individual de todo ser hay dos elementos de distinto orden que conviene
distinguir claramente, aunque señalando sus relaciones de forma tan precisa
como sea posible: en efecto, dicha naturaleza individual, procede primero de lo
que el ser es en sí mismo, que representa su lado interior y activo, y luego,
en segundo lugar, del conjunto de influencias del medio en el que se
manifiesta, que representan su lado exterior y pasivo. Para comprender cómo
está determinada la constitución de la individualidad (y ha de quedar bien
claro que aquí se trata de la individualidad integra, de la cual la modalidad
corporal es sólo la parte más exterior) por la acción del primero de ambos
elementos sobre el segundo, o, en términos alquímicos, cómo resulta la Sal de
la acción del Azufre sobre el Mercurio, podemos servirnos de la representación
geométrica a que acabamos de aludir al hablar del rayo luminoso y su plano de
reflexión1; y, para ello, debemos
relacionar el primer elemento con el sentido vertical, y el segundo con el
horizontal. En efecto, la vertical representa entonces lo que vincula entre sí
todos los estados de manifestación de un mismo ser, y que es necesariamente la
expresión de ese ser mismo, o, si se quiere, de su “personalidad”, la
proyección directa por la que esta se refleja en todos los estados; mientras
que el plano horizontal representará el ámbito de un determinado estado de
manifestación, considerado aquí en sentido “macrocósmico”; por consiguiente, la
manifestación del ser en ese estado la determinará la intersección de la
vertical considerada con ese plano horizontal.
Siendo así, es evidente
que el punto de intersección no es cualquiera, sino que está determinado por la
vertical de que se trata, en cuanto se distingue de cualquier otra vertical, es
decir, en suma, por el hecho de que ese ser es lo que es, y no lo que es otro
ser cualquiera que se manifiesta igualmente en el mismo estado. Se podría
decir, en otras palabras, que es el ser mismo el que, por su propia naturaleza,
determina las condiciones de su manifestación, con la reserva de que,
naturalmente, estas condiciones no podrán ser de todos modos sino una
especificación de las condiciones generales del estado considerado, puesto que
su manifestación ha de ser necesariamente un desarrollo de posibilidades
contenidas en ese estado, con exclusión de las que pertenecen a otros estados;
y esta reserva viene señalada geométricamente por la previa determinación del
plano horizontal.
El ser, pues, se
manifestará revistiéndose, por decirlo así, de elementos tomados del ambiente,
y cuya “cristalización” será determinada por la acción, sobre dicho ambiente,
de su propia naturaleza interna (que, en sí misma, ha de considerarse de orden
esencialmente supraindividual, así como lo indica el sentido vertical según el
cual se ejerce su acción); en el caso del estado individual humano, estos
elementos pertenecerán naturalmente a las diferentes modalidades de ese estado,
es decir, a la vez al orden corporal y al orden sutil o psíquico. Este punto es
particularmente importante para alejar ciertas dificultades que se deben tan
sólo a concepciones erróneas o incompletas: en efecto, si por ejemplo se
traduce esto más especialmente en términos de “herencia”, se podrá decir que no
solo hay una herencia fisiológica, sino también una herencia psíquica, explicándose
ambas exactamente de la misma forma, esto es, por la presencia, en la
constitución del individuo, de elementos tomados del medio especial en que se
ha efectuado su nacimiento.
Pues bien, en Occidente,
algunos se niegan a admitir la herencia psíquica, porque, no conociendo nada
más allá del ámbito al que ésta se refiere, creen que ese ámbito ha de ser el
que pertenece propiamente al ser mismo, que representa lo que él es
independientemente de toda influencia del medio. Otros, que, por el contrario, admiten
esa herencia, creen poder concluir de ellos que el ser, en todo cuanto es, está
totalmente determinado por el medio, y que no es otra cosa que lo que éste le
hace ser y sólo eso, porque tampoco ellos conciben nada fuera del conjunto de
los ámbitos corporal y psíquico. Se trata, pues, de dos errores en cierto modo
opuestos, pero con una sola y misma fuente: ambos reducen el ser entero a su
simple manifestación individual, e ignoran por igual todo principio
transcendente con respecto a ésta. Lo que hay en el fondo de todas estas
concepciones modernas del ser humano es siempre la idea de la dualidad
cartesiana “cuerpo-alma” 2, que,
de hecho, equivale pura y simplemente a la dualidad de lo fisiológico y lo
psíquico, indebidamente considerada irreductible, última en cierto modo, y como
si comprendiesen todo el ser en sus dos términos, cuando en realidad éstos no
representan sino los aspectos superficiales y exteriores del ser manifestado, y
no son sino simples modalidades que pertenecen a un solo y mismo grado de
existencia, el que figura el plano horizontal que hemos considerado, de suerte
que el uno no es menos contingente que el otro, y que el ser verdadero está más
allá tanto de uno como de otro.
Para volver a la
herencia, hemos de decir que no expresa totalmente las influencias del medio
sobre el individuo, sino que constituye tan sólo su parte mas inmediatamente
perceptible; en realidad, tales influencias se extienden mucho más allá, y
hasta se podría decir, sin ninguna exageración y de la forma mas literalmente
exacta, que se extienden indefinidamente en todos los sentidos. En efecto, el
medio cósmico, que es el ámbito del estado de manifestación considerado, no
puede concebirse más que como un conjunto cuyas partes todas están ligadas
entre si, sin ninguna solución de continuidad, pues concebirlo de otro modo
equivaldría a suponer en él un “vacío”, cuando éste, como no es una posibilidad
de manifestación, no puede tener cabida en él3.
Como consecuencia, necesariamente ha de haber relaciones, es decir, en el
fondo, acciones y reacciones recíprocas, entre todos los seres individuales
manifestados en ese ámbito, sea simultáneamente, sea sucesivamente4; desde el mas próximo hasta el más
alejado (y ello ha de entenderse tanto en el tiempo como en el espacio), no es,
en suma, sino asunto de diferencia de proporciones o grados, de suerte que la
herencia, cualquiera que pueda ser su importancia relativa con respecto a todo
lo demás, aparece tan sólo como un simple caso particular.
En todos los casos, se trate de influencias hereditarias o
de otro tipo, lo que hemos dicho al principio sigue siendo igual de cierto:
como la situación del ser en el medio está determinada, en definitiva, por su
naturaleza propia, los elementos que toma de su ambiente inmediato, y también
los que atrae a sí en cierto modo de todo el conjunto indefinido de su ámbito
de manifestación (y ello, por supuesto, se aplica tanto a los elementos de
orden sutil como a los de orden corporal), han de estar en correspondencia
necesariamente con esa naturaleza, sin lo cual no podría asimilárselos
efectivamente de modo tal que hiciese de ellos como otras tantas modificaciones
secundarias de sí mismo. En esto consiste la “afinidad” en virtud de la cual se
podría decir que el ser toma del medio sólo aquello que es conforme con las
posibilidades que lleva en sí, que son las suyas propias y no son las de ningún
otro ser, sólo aquello que en razón de esta misma conformidad ha de
proporcionar las condiciones contingentes que permitan a esas posibilidades
desarrollarse o “actualizarse” en el transcurso de su manifestación individual5. Además, es evidente que toda relación
entre dos seres cualesquiera, para ser real, forzosamente ha de ser expresión
de algo que pertenece a la vez a la naturaleza de ambos; así, la influencia que
un ser parece sufrir del exterior y recibir de otro distinto, considerándolo
desde un punto de vista más profundo, nunca es verdaderamente más que una
especie de traducción, con respecto al medio, de una posibilidad inherente a la
naturaleza propia de ese mismo estado6.
Hay un sentido, sin
embargo, en el que se puede decir que, en su manifestación, el ser sufre
realmente la Influencia del medio; pero eso tan sólo en cuanto esa influencia
es considerada por su lado negativo, es decir, en cuanto constituye propiamente
una limitación para ese ser. Ello es una consecuencia inmediata del carácter
condicionado de todo estado de manifestación: en él, el ser se encuentra
sometido a ciertas condiciones que tienen un papel limitativo, y que comprenden
en primer lugar las condiciones generales que definen el estado considerado, y,
luego, las condiciones especiales que definen el modo particular de
manifestación de ese ser en ese estado. Por lo demás, es fácil de comprender
que, sean cuales sean las apariencias, la limitación como tal no tiene ninguna
existencia positiva, y que no es otra cosa que una restricción que excluye
determinadas posibilidades, o una “privación” con respecto a aquello que ella
excluye así, es decir, de cualquier manera que se exprese, algo puramente
negativo.
Por otra parte, ha de
quedar bien claro que condiciones limitativas tales son esencialmente
inherentes a un determinado estado de manifestación, que se aplican
exclusivamente a lo que está comprendido en ese estado, y que, por consiguiente,
en modo alguno pueden unirse al ser mismo y seguirlo a otro estado. Para
manifestarse en éste, el ser encontrará naturalmente también ciertas
condiciones de carácter análogo al de aquellas a las que estaba sometido en el
estado que hemos considerado al principio, pero que serán diferentes y jamás
podrán describirse en términos que convengan únicamente a éstas, como los del
lenguaje humano, por ejemplo, que no pueden expresar condiciones de existencia
distintas de las del estado correspondiente, puesto que ese lenguaje, en suma,
se encuentra determinado y como formado por esas mismas condiciones. Insistimos
en ello porque, si se admite sin gran dificultad que los elementos sacados del
ambiente para entrar en la constitución de la individualidad humana -lo que
propiamente es una “fijación” o una “coagulación” de esos elementos- han de
serle restituidos, por “disolución”, cuando esa individualidad ha terminado su
ciclo de existencia y el ser pasa a otro estado, como todo el mundo puede, por
lo demás, comprobar directamente por lo menos en lo que concierne a los
elementos de orden corporal7, parece
menos sencillo admitir, aunque, no obstante, ambas cosas estén bastante
estrechamente ligadas en realidad, que entonces el ser sale totalmente de las
condiciones a las que estaba sometido en ese estado individual8; y sin duda ello obedece sobre todo a
la imposibilidad, no de concebir, por supuesto, sino de representarse
condiciones de existencia completamente distintas de aquéllas, y para las
cuáles no puede encontrarse en este estado ningún término de comparación.
Una aplicación
importante de lo que acabamos de indicar es la que se refiere al hecho de que
un ser individual pertenece a determinada especie, como por ejemplo la especie
humana: en la naturaleza de ese ser hay algo, evidentemente, que ha determinado
su nacimiento en esta especie antes que en cualquier otra9; pero, por otra parte, se encuentra
sometido, por consecuencia, a las condiciones que la definición misma de la
especie expresa, y que figurarán entre las condiciones especiales de su modo de
existencia en cuanto individuo; son esos, pudiera decirse, los aspectos
positivo y negativo de la naturaleza especifica, positivo en cuanto ámbito de
manifestación de ciertas posibilidades y negativo en cuanto condición
limitativa de existencia. Unicamente que, y esto hay que comprenderlo bien,
sólo en cuanto individuo manifestado en el estado considerado, pertenece
efectivamente al ser a la especie de que se trata, y en cualquier otro estado
le escapa totalmente y de ninguna manera permanece ligado a ella. En otras
palabras, la consideración de la especie únicamente se aplica en sentido
horizontal, es decir, en el ámbito de un estado de existencia determinado, y en
modo alguno puede intervenir en sentido vertical, esto es, cuando el ser pasa a
otros estados. Por supuesto, lo que a este respecto es verdad para la especie
lo es también, y con mayor motivo, para la raza, la familia y, en una palabra,
para todas las porciones más o menos restringidas del ámbito individual en las
que el ser, por las condiciones de su nacimiento, se encuentra incluido en
cuanto a su manifestación en el estado considerado10.
Para terminar estas
consideraciones, diremos unas palabras de la manera en que, con arreglo a lo
que antecede, puede considerarse lo que se ha dado en llamar las “influencias
astrales”; y, en primer lugar, es conveniente precisar que no hay que entender
por tal exclusivamente, ni tampoco principalmente, las influencias propias de
los astros cuyos nombres sirven para designarlas, aunque éstas, como las de
toda cosa, sin duda tienen también su realidad en su orden, sino que dichos
astros representan sobre todo simbólicamente -lo cual no quiere decir
“idealmente” o por manera de hablar más o menos figurada, sino, por el
contrario, en virtud de correspondencias efectivas y precisas fundadas en la
constitución misma del “macrocosmos”- la síntesis de todas las diversas
categorías de influencias cósmicas que se ejercen sobre la individualidad, y
cuya mayor parte pertenece propiamente al orden sutil. Si, como suele hacerse
habitualmente, se considera que esas influencias dominan la individualidad, se
trata tan sólo del punto de vista más exterior; en otro orden más profundo, la
verdad es que si la individualidad está en relación con un conjunto definido de
influencias es que éste es aquel conjunto mismo que es conforme con la
naturaleza del ser que en esa individualidad se manifiesta. Así, si bien las
“influencias astrales” parecen determinar lo que el individuo es, eso, sin embargo,
es sólo la apariencia; en el fondo, no lo determinan, sino que tan sólo lo
expresan, en razón de la concordancia o la armonía que necesariamente ha de
existir entre el individuo y su medio, y sin lo cual ese individuo no podría
realizar de ningún modo las posibilidades cuyo desarrollo constituye el curso
mismo de su existencia. La verdadera determinación no viene de afuera, sino del
propio ser (lo que a fin de cuentas equivale a decir que en la formación de la
Sal es el Azufre el principio activo, mientras que el Mercurio no es más que el
principio pasivo), y los signos exteriores tan sólo permiten discernirla,
dándole en cierto modo una expresión sensible, al menos para los que sepan
interpretarlos correctamente11. De
hecho, esta consideración en nada modifica, ciertamente, los resultados que
pueden obtenerse del examen de las “influencias astrales”; pero, desde el punto
de vista doctrinal, nos parece esencial para comprender el verdadero papel de
éstas, es decir, en suma, la naturaleza real de las relaciones del ser con el
medio en el que se efectúa su manifestación individual, por cuanto lo que se
expresa a través de esas influencias, en una forma inteligiblemente coordinada,
es la multitud indefinida de elementos diversos que constituyen todo ese medio.
No insistiremos mas en ello aquí, pues creemos haber dicho lo bastante para
hacer entender cómo todo ser individual participa en cierto modo de una doble
naturaleza, que según la terminología alquímica puede decirse “sulfurosa” por
lo que toca al interior y “mercurial” por lo que toca al exterior; y es esa
doble naturaleza, plenamente realizada y plenamente equilibrada en el “hombre
verdadero”, lo que hace efectivamente de éste “Hijo del Cielo y de la Tierra”,
y que, al propio tiempo, lo vuelve apto para ocupar la función de “mediador”
entre estos dos polos de la manifestación.
Capítulo XIV: EL MEDIADOR
“Sube de la Tierra al
Cielo, y de allí desciende nuevamente a la Tierra; de este modo recibe la
virtud y eficacia de las cosas superiores e inferiores”: estas palabras de la
Tabla de Esmeralda hermética pueden aplicarse muy exactamente al hombre en
cuanto término medio de la Gran Tríada, es decir, de forma más precisa, en
cuanto es propiamente el “mediador” por el cual se produce efectivamente la
comunicación entre Cielo y Tierra1. La
“subida de la Tierra al Cielo”, por otra parte, se representa ritualmente en
muy diversas tradiciones por la subida a un árbol o poste, símbolo del “Eje del
Mundo”; por esta subida, forzosamente seguida de descenso (y este doble
movimiento corresponde también a la “disolución” y “coagulación”), quien
realiza verdaderamente lo que está implicado en el rito se asimila las
influencias celestiales y, por decirlo así, las conduce a este mundo para
unirlas con las influencias terrenales, primero en sí mismo, y luego, por
participación y como por “irradiación”, en el medio cósmico entero2.
La tradición
extremo-oriental, como muchas otras3,
dice que, al principio, Cielo y Tierra no estaban separados; y, en efecto,
están necesariamente unidos e “indistinguidos” en Tai-ki, su principio
común; mas para que la manifestación pueda producirse, es preciso que el Ser se
polarice efectivamente en Esencia y Substancia, lo que puede describirse como
una “separación” de estos dos términos complementarios que se representan como
Cielo y Tierra, pues entre ellos o en su “intervalo”, si cabe expresarse así,
es donde ha de situarse la manifestación misma4.
Por consiguiente, su comunicación sólo podrá establecerse según el eje que une
entre sí los centros de todos los estados de existencia, en multitud
indefinida, cuyo conjunto jerarquizado constituye la manifestación universal,
eje que se extiende así de uno a otro polo, es decir, precisamente desde el
Cielo hasta la Tierra, midiendo en cierto modo su distancia, como hemos dicho
anteriormente, según el sentido vertical que señala la jerarquía de dichos
estados5. El centro de cada estado puede ser
considerado, pues, como la huella de ese eje vertical en el plano horizontal
que geométricamente representa ese estado; y este centro, que es propiamente el
“Invariable Medio” (Chung-Yung), es por ello mismo el punto único en que
se produce, en ese estado, la unión de las influencias celestiales y las
terrenales, al propio tiempo que es también el único desde el cual es posible
una comunicación directa con los demás estados de existencia, al tener que
efectuarse necesariamente según el eje mismo. Pues bien, en lo que atañe a
nuestro estado, el centro es el “lugar” normal del hombre, lo que equivale a
decir que el “hombre verdadero” se identifica con ese centro mismo en él y sólo
por él, pues, se efectúa en este estado la unión; de Cielo y Tierra, y por eso
todo cuanto se manifiesta en este mismo estado procede y depende totalmente de
él, y en cierto modo sólo existe como proyección exterior y parcial de sus
propias posibilidades. Además, su “acción de presencia” mantiene y conserva la
existencia de este mundo6, puesto
que él es su centro y sin este nada puede tener existencia efectiva; tal es, en
el fondo, la razón de ser de los ritos que en todas las tradiciones afirman en
forma sensible la intervención del hombre para el mantenimiento del orden
cósmico, y que, en suma, no son sino otras tantas expresiones más o menos
particulares de la función de “mediador” que le pertenece esencialmente7.
Numerosos son los
símbolos tradicionales que representan al Hombre, como término medio de la Gran
Tríada, situado entre el Cielo y la Tierra y desempeñando así su papel de
“mediador”; y, en primer lugar, haremos notar a este respecto que ese es el
significado general de los trigramas del Yi-king, cuyos tres trazos
corresponden respectivamente a los tres términos de la Gran Tríada: el trazo
superior representa el Cielo, el trazo medio el Hombre, y el inferior la
Tierra; habremos de volver sobre ello un poco más adelante. En los hexagramas,
los dos trigramas superpuestos también corresponden respectivamente a Cielo y
Tierra; aquí el término medio ya no está figurado visiblemente, sino que es el
conjunto mismo del hexagrama, en cuanto une las influencias celestiales y
terrenales, lo que expresa propiamente la función del “mediador”. A este
respecto, se impone una comparación con uno de los significados del “sello de
Salomón”, que además está formado también de seis trazos, aunque dispuestos de
diferente forma: en este caso, el triángulo derecho es la naturaleza celestial,
el triángulo inverso la naturaleza terrenal, y el conjunto simboliza el “Hombre
Universal”, que, uniendo en él ambas naturalezas, es por ello mismo el
“mediador” por excelencia8.
Otro símbolo
extremo-oriental bastante generalmente conocido es el de la tortuga, colocada
entre las partes superior e inferior de su concha como el Hombre entre Cielo y
Tierra; y, en esta representación, la propia forma de estas dos partes no es
menos significativa que su situación: la parte superior, que “cubre” al animal,
también corresponde al Cielo por su forma redondeada, y, asimismo, la parte
inferior, que lo “sostiene”, corresponde a la Tierra por su forma plana9. La concha entera, pues, es imagen del
Universo10, y, entre sus dos
partes, la propia tortuga representa naturalmente el término medio de la Gran
Tríada, esto es, el Hombre; por lo demás, su retracción en el interior de la
concha simboliza la concentración en el “estado primordial”, que es el estado
del “hombre verdadero”; y esa concentración, además, es la realización de la
plenitud de las posibilidades humanas, pues, aunque el centro aparentemente no
sea sino un punto sin extensión, este punto, no obstante, en realidad lo
contiene todo principialmente11, y
por eso precisamente el “hombre verdadero” contiene en sí mismo todo lo
manifestado en el estado de existencia con cuyo centro él se identifica.
Como hemos indicado ya
incidentalmente en otro lugar12, por
un simbolismo similar al de la tortuga, en la China, la ropa de los antiguos
príncipes había de tener forma redondeada por arriba (es decir en el cuello) y
cuadrada por abajo, al ser estas formas las que representan al Cielo y la
Tierra; y podemos advertir desde ahora que este símbolo presenta una relación
muy particular con otro, sobre el que volveremos un poco más adelante, que
coloca al Hombre entre la escuadra y el compás, por cuanto son los instrumentos
que sirven respectivamente para trazar el cuadrado y el circulo. Por lo demás,
en esa disposición de la ropa, se ve que al hombre-tipo, representado por el
príncipe, por unir efectivamente Cielo y Tierra se lo figuraba tocando el Cielo
con la cabeza, mientras que sus pies reposaban en la Tierra; es ésta una
consideración que volveremos a encontrar enseguida de forma todavía más
precisa. Añadamos que si la ropa del príncipe o del soberano tenla así un
significado simbólico, lo mismo sucedía con todas las acciones de su vida, que
estaban exactamente fijadas según los ritos, lo que hacia de él, como acabamos
de decir, la representación del hombre-tipo en toda circunstancia; además, al
principio, tenla que ser efectivamente un “hombre verdadero”, y si bien no
siempre pudo esto ser así más tarde, a causa de las condiciones de degeneración
espiritual creciente de la humanidad, no por ello dejó, en el ejercicio de su
función e independientemente de lo que pudiera ser en si misma, de “encarnar”
invariablemente en cierto modo al “hombre verdadero” y ocupar ritualmente su
lugar, y tanto más necesariamente habla de hacerlo cuanto que, como mejor se
verá por lo que sigue, su función era esencialmente la de “mediador”13.
Ejemplo característico
de estas acciones rituales es la circunvalación del Emperador en el Ming-tang;
como sobre ello volveremos más tarde con unos cuantos desarrollos, nos
contentaremos, por ahora, con decir que este Ming-tang era como una
imagen del Universo14
concentrada en cierto modo en un lugar que representaba el “Invariable Medio”
(y el propio hecho de que el Emperador residiese en este lugar hacia de él la
representación del “hombre verdadero”); y Io era a la vez en el doble aspecto
de espacio y tiempo, pues allí el simbolismo espacial de los puntos cardinales
estaba en relación directa con el simbolismo temporal de las estaciones en el
recorrido del ciclo anual. Pues bien, el tejado de este edificio tenía forma
redondeada, mientras que su base era de forma cuadrada o rectangular; entre ese
techo y esa base, que recuerdan las dos partes, superior e inferior, de la
concha de la tortuga, el Emperador, pues, representaba verdaderamente el Hombre
entre Cielo y Tierra. Esta disposición, por lo demás, constituye un tipo
arquitectónico que, de forma muy general, se encuentra en numerosísimas formas
tradicionales distintas con igual valor simbólico; es posible darse cuenta de
ello por ejemplos como el del stûpa búdico, el de la qubbah islámica
y muchos otros más, como quizá tengamos ocasión de mostrar más completamente en
otro estudio, pues este sujeto es de los que tienen gran importancia en lo que
atañe al sentido propiamente iniciático del simbolismo constructivo.
Citaremos todavía otro
símbolo equivalente a aquel en el aspecto ahora considerado: el del jefe en
su carro; éste, en efecto, se construía conforme al mismo “modelo cósmico”
que los edificios tradicionales como el Ming-tang, con un dosel circular
que representaba el Cielo y un piso cuadrado que representaba la Tierra. Hay
que añadir que dosel y piso estaban unidos por un poste, símbolo axial15, del que una pequeña parte sobrepasaba
incluso el dosel16, como para señalar que
la “techumbre del Cielo” está en realidad más allá del Cielo mismo; y ese
poste se consideraba que media simbólicamente la altura del hombre-tipo al
que se asimilaba el jefe, altura dada por las proporciones numéricas que por
lo demás varían según las condiciones cíclicas de la época. Así, el hombre
se identificaba a sí mismo con el “Eje del Mundo”, a fin de poder enlazar
efectivamente Cielo y Tierra; hay que decir además que tal identificación
con el eje, si se considera como plenamente efectiva, pertenece más propiamente
al “hombre trascendente”, mientras que el “hombre verdadero” no se identifica
efectivamente más que con un punto del eje, que es el centro de su estado,
y virtualmente de este modo con el eje mismo; pero este asunto de las relaciones
del “hombre transcendente” y el “hombre verdadero” requiere aún otros desarrollos
que tendrán cabida en la continuación de este estudio.
Capítulo XV: ENTRE LA
ESCUADRA Y EL COMPÁS
Un punto que da motivo
para una comparación particularmente notable entre la tradición
extremo-oriental y las tradiciones iniciáticas occidentales, es el que
concierne al simbolismo del compás y la escuadra: éstos, como ya hemos
indicado, corresponden manifiestamente al círculo y al cuadrado1, es decir, a las figuras geométricas
que representan respectivamente al Cielo y la Tierra2. En el simbolismo masónico, conforme a
esta correspondencia, el compás se coloca normalmente arriba y la escuadra
abajo3; por lo general, entre ambos se
representa la Estrella flamígera, símbolo del Hombre4, y más precisamente del “hombre
regenerado”5, y que así completa la
representación de la Gran Tríada. Además, se dice que “un Maestro Masón siempre
se encuentra entre la escuadra y el compás”, esto es, en el propio “lugar” en
que se inscribe la Estrella flamígera, y que es propiamente el “Invariable
Medio”6; el Maestro, pues, se asimila de ese
modo al “hombre verdadero”, situado entre la Tierra y el Cielo y que ejerce la
función de “mediador”; y esto es tanto más exacto cuanto que, simbólica y
“virtualmente” por lo menos si no efectivamente, la Maestría representa la
terminación de los “pequeños misterios”, cuyo término mismo es el estado de
“hombre verdadero”7; como
se ve, tenemos aquí un simbolismo rigurosamente equivalente al que hemos
encontrado anteriormente, en varias formas distintas, en la tradición
extremo-oriental.
A propósito de lo que
acabamos de decir sobre el carácter de la Maestría, incidentalmente haremos una
observación: tal carácter, que pertenece al ultimo grado de la Masonería
propiamente dicha, concuerda con el hecho de que, como hemos indicado en otro
lugar8, las iniciaciones de oficio y las que
de ellas derivan corresponden propiamente a los “pequeños misterios”. Hay que
añadir además que, en lo que se ha dado en llamar los “altos grados”, y que
está formado de elementos de procedencias bastante diversas, hay ciertas
referencias a los “grandes misterios”, de las que por lo menos una tiene
conexión directamente con la antigua Masonería operativa, lo cual indica que
ésta abría al menos ciertas perspectivas sobre lo que está más allá del término
de los “pequeños misterios”: nos referimos a la distinción que, en la Masonería
anglosajona, se hace entre la Square Masonry y la Arch Masonry.
En efecto, en el paso “from square to arch”, o, como de modo equivalente
decían en la Masonería francesa del siglo XVIII, “del triángulo al circulo”9, se vuelve a encontrar la oposición
entre las figuras cuadradas (o más generalmente rectilíneas) y las figuras
circulares, en cuanto corresponden respectivamente a la Tierra y al Cielo; sólo
puede tratarse aquí de un paso desde el estado humano, representado por la
Tierra, hasta los estados suprahumanos, representados por el Cielo (o los
Cielos10, es decir, un paso desde el ámbito de
los “pequeños misterios” hasta el de los “grandes misterios”11.
Para volver a la
comparación que señalábamos al comienzo, hemos de decir además que, en la
tradición extremo-oriental, al compás y la escuadra, no sólo se los supone
implícitamente al servir para trazar el circulo y el cuadrado, sino que ellos
mismos aparecen expresamente en algunos casos, y particularmente como atributos
de Fo-hi y de Niu-kua, tal como hemos señalado ya en otra ocasión12; pero entonces no tomamos en cuenta
una particularidad que, a primera vista, puede parecer una anomalía a este
respecto, y que nos queda por explicar ahora. En efecto, el compás, símbolo
“celestial”, luego yang o masculino, pertenece propiamente a Fo-hi, y la
escuadra, símbolo “terrenal”, luego yin o femenino, a Niu-Kua; pero, en
cambio, cuando se los representa juntos y unidos por sus colas de serpiente
(correspondiendo así exactamente a las dos serpientes del caduceo), es Fo-hi el
que lleva la escuadra y Niu-Kua el compás13.
Esto se explica en realidad por un intercambio comparable a aquel del que antes
se ha tratado en lo que concierne a los números “celestiales” y “terrenales”,
intercambio que, en semejante caso, con gran propiedad puede calificarse de
“hierogámico”14; no se ve cómo, sin un
intercambio tal, podría el compás pertenecer a Niu-kua, tanto más que las
acciones que se le atribuyen la representan sobre todo ejerciendo la función de
asegurar la estabilidad del mundo15,
función que se refiere al lado “substancial” de la manifestación, y que la
estabilidad se expresa en el simbolismo geométrico por la forma cúbica16. Por el contrario, en cierto sentido,
la escuadra pertenece realmente a Fo-hi en cuanto “Señor de la Tierra”, a la
cual le sirve para medir17, y en
este aspecto corresponde, en el simbolismo masónico, al “Venerable Maestro que
gobierna por la escuadra” (The Worshipful Master who rules by the
square)18; pero, si es así, es
porque él, en sí mismo y no ya en su relación con Niu-kua, es yin-yang
como reintegrado en el estado y naturaleza del “hombre primordial”. En este
nuevo aspecto, la propia escuadra toma otra significación, pues, por el hecho
de que está formada de dos brazos rectangulares, se la puede considerar
entonces como la reunión de la horizontal y la vertical, que, en uno de sus
sentidos, corresponden, como hemos visto anteriormente, a Tierra y Cielo, lo
mismo que a yin y yang en todas sus aplicaciones; y, por otra
parte, es así como, también en el simbolismo masónico, la escuadra del
Venerable, en efecto, es considerada como la unión o la síntesis del nivel y la
perpendicular19.
Añadiremos una última
observación en lo que atañe a la figuración de Fo-hi y Niu-kua: el primero está
colocado a la izquierda y la segunda a la derecha20, lo que corresponde realmente a la
preeminencia que la tradición extremo-oriental atribuye las más de las veces a
la izquierda sobre la derecha, y cuya explicación hemos dado más arriba21. Al propio tiempo, Fo-hi sostiene la
escuadra con la mano izquierda, y Niu-kua sostiene el compás con la mano
derecha; aquí, a causa del significado respectivo del compás y la escuadra
mismos, hay que recordar estas palabras que ya hemos citado: “La Vía del Cielo
prefiere la derecha, la Vía de la Tierra prefiere la izquierda22”. Se ve muy claramente, pues, en un
ejemplo como este, que el simbolismo tradicional siempre es perfectamente
coherente, pero también que no puede prestarse a ninguna “sistematización” más
o menos estrecha, por cuanto ha de responder a la multitud de puntos de vista
diversos desde los que pueden ser consideradas las cosas, y por ello abre
posibilidades de concepción realmente ilimitadas.
Capítulo XVI: EL “MING-TANG”
A fines del tercer
milenio antes de la era cristiana, la China estaba dividida en nueve provincias1, según la disposición geométrica aquí
figurada (fig. 16): una en el centro y ocho en los cuatro puntos cardinales y
los cuatro puntos intermedios. Esta división se atribuye a Yu el Grande (Ta-Yu)2, que, según dicen, recorrió el mundo
para “medir la Tierra”; y efectuándose esta medición según la forma cuadrada,
se ve aquí el uso de la escuadra atribuida al Emperador como “Señor de la
Tierra”3.
La división en nueve le
fue inspirada por el diagrama llamado Lo-cha o “Escrito del Lago”, que,
según la “leyenda”, le había sido llevado por una tortuga4 y en el cual los nueve primeros números
están dispuestos de manera que formen lo que se llama un “cuadrado mágico”5; de ese modo, esta división hacía del
Imperio una imagen del Universo. En ese “cuadrado mágico”6, el centro esta ocupado por el número
5, que es el “medio” de los nueve primeros números7, y que efectivamente es, como se ha
visto más arriba, el número “central” de la Tierra, lo mismo que el 6 es el
numero “centro del Cielo”8; la
provincia central, que corresponde a este número, y en la que residía el
Emperador, era llamada “Reino del Medio” (Chung-kuo)9, y de ahí tal denominación debió de
extenderse más tarde a la China entera. Por lo demás, a decir verdad, puede
haber alguna duda sobre este último punto, pues, así como el “Reino del Medio”
ocupaba en el Imperio una posición central, el propio Imperio, en su conjunto,
podía concebirse desde el principio ocupando en el mundo una posición
semejante; y esto parece resultar del hecho mismo de que estaba constituido de
tal modo que formara, como hemos dicho hace un momento, una imagen del
Universo. En efecto, el significado fundamental de este hecho, es que en
realidad todo está contenido en el centro, de suerte que hay que encontrar en
él, de algún modo y como “arquetipo”, si cabe expresarse así, todo cuanto se
encuentra en el conjunto del Universo; así pues, podía haber, en escala cada
vez más reducida, toda una serie de imágenes semejantes10 dispuestas concéntricamente y que
acabasen finalmente en el propio punto central en que residía el emperador11, que, como hemos dicho anteriormente,
ocupaba el lugar del “hombre verdadero” y desempeñaba la función de este como
“mediador” entre Cielo y Tierra12.
Por lo demás, no hay que
asombrarse de esa situación “central” atribuida al Imperio chino con respecto
al mundo entero; de hecho, lo mismo sucedió siempre para toda región en la que
se había establecido el centro espiritual de una tradición. Tal centro, en
efecto, era emanación o reflejo del centro espiritual supremo, es decir, del
centro de la Tradición primordial, del que todas las formas tradicionales
regulares han derivado por adaptación a circunstancias particulares de tiempo y
lugar, y, por consiguiente, estaba constituido a imagen de aquel centro
supremo, con el que se identificaba de algún modo virtualmente13. Por eso, la propia región que poseía
tal centro espiritual, cualquiera que fuese ésta, era por ello mismo una
“Tierra Santa”, y como tal, era designada simbólicamente por apelativos como
los de “Centro del Mundo” o “Corazón del Mundo”, todo lo cual, en efecto, lo
era para quienes pertenecían a la tradición cuya sede ella era, a los cuáles
les era posible la comunicación con el centro espiritual supremo a través del
centro secundario correspondiente a esa tradición14. El lugar en que ese centro se
encontraba establecido estaba destinado a ser, según el lenguaje de la Kábbala
hebraica, el lugar de manifestación de la Shekinah o “presencia divina”15, es decir, en términos
extremo-orientales, el punto en que se refleja directamente la “Actividad del
Cielo”, y que, como hemos visto, es propiamente el “Invariable Medio”,
determinado por el encuentro del “Eje del Mundo” con el ámbito de las
posibilidades humanas16; y lo
que es particularmente de notar, a este respecto, es que la Shekinah siempre
se representaba como “Luz”, así como el “Eje del Mundo”, como ya hemos
indicado, era asimilado simbólicamente a un “rayo luminoso”.
Hemos indicado hace un
momento que, así como el Imperio chino en su conjunto, por la forma en que
estaba constituido y dividido, representaba una imagen del Universo, una imagen
semejante había de encontrarse en el lugar central que era la residencia del
Emperador, y así era efectivamente: era el Ming-tang, que algunos
sinólogos, no viendo sino su carácter más exterior, han llamado “Casa del
Calendario”, pero cuya designación, en realidad, significa literalmente “Templo
de la Luz”, lo que se relaciona inmediatamente con la observación que acabamos
de hacer en último lugar17. El
carácter ming está compuesto de dos caracteres que representan el Sol y
la Luna; así expresa la luz en su manifestación total, en sus modalidades
directa y refleja a un tiempo, pues, aunque la luz en si misma sea
esencialmente yang, para manifestarse ha de tomar, como todas las cosas,
dos aspectos complementarios, que son yang y yin, el uno respecto
del otro, y que corresponden respectivamente al Sol y la Luna18, por cuanto, en el ámbito de la
manifestación, el yang nunca va sin yin ni el yin sin yang19.
El plano del Ming-tang
era conforme al que más arriba hemos dado para la división del Imperio
(fig.16), es decir que comprendía nueve salas dispuestas exactamente como las
nueve provincias; sólo que, el Ming-tang y sus salas, en vez de ser
cuadrados perfectos, fueron rectángulos más o menos alargados, variando la
relación de los lados de estos rectángulos según las distintas dinastías, como
la altura del poste del carro del que hemos hablado anteriormente, en razón de
la diferencia de los períodos cíclicos con los que tales dinastías eran puestas
en correspondencia; no entraremos aquí en detalles al respecto, pues sólo el
principio nos importa ahora20. El Ming-tang
tenía doce aberturas al exterior, tres en cada uno de sus cuatro costados, de
suerte que, mientras las salas del medio de los costados no tenían sino una
sola abertura, las salas de esquina tenían dos cada una; y estas doce aberturas
correspondían a los doce meses del año: las de la fachada oriental a los tres
meses de primavera, las de la fachada meridional a los tres meses de verano,
las de la fachada occidental a los tres meses de otoño, y las de la fachada
septentrional a los tres meses de invierno. Esas doce aberturas, pues, formaban
un Zodiaco21; correspondían así
exactamente a las doce puertas de la “Jerusalén celestial” tal cual es descrita
en el Apocalipsis22, y que
es a un tiempo el “Centro del Mundo” y una imagen del Universo en el doble
aspecto espacial y temporal23.
En el transcurso del
ciclo anual, el Emperador efectuaba en el Ming-tang una circunvalación
en el sentido “solar” (véase fig. 14), situándose sucesivamente en doce
estaciones que correspondían a las doce aberturas, y en las cuáles promulgaba
las ordenes (yue-ling) que convenían a los doce meses; así se
identificaba sucesivamente a los “doce soles”, que son los doce âdityas
de la tradición hindú, y también los “doce frutos del Árbol de la Vida” en el
simbolismo apocalíptico24. Esta circunvalación
se efectuaba siempre con regreso al centro, señalando el medio del año25, del mismo modo que, cuando visitaba
el Imperio, recorría las provincias en un orden correspondiente y volvía luego
a su residencia central, y del mismo modo como, también, según el simbolismo
extremo-oriental, el Sol, después del recorrido de un período cíclico (ya se
trate de un día, un mes o un año), vuelve a reposar en su árbol, que, como el
“Árbol de la Vida” situado en el centro del “Paraíso terrenal” y de la
“Jerusalén celestial”, es una figuración del “Eje del Mundo”. Hay que ver con
suficiente claridad que, en todo ello, el Emperador aparecía propiamente como
“regulador” del orden cósmico mismo, lo que además supone la unión, en él o por
medio de él, de las influencias celestiales y las influencias terrenales, que,
como ya hemos indicado más arriba, corresponden también respectivamente, en
cierta forma, a las determinaciones temporales y espaciales que la constitución
del Ming-tang ponía en relación directa unas con otras.
Capítulo XVII: EL “ WANG”
O REY-PONTIFICE
Nos quedan por
desarrollar todavía otras consideraciones para acabar de hacer comprender qué
es en la tradición extremo-oriental la función regia, o al menos lo que se
acostumbra a traducir así pero de manera notoriamente insuficiente, porque, si
bien el Wang es efectivamente el Rey en el sentido propio de la palabra,
también es otra cosa al mismo tiempo. Ello resulta por lo demás, del propio
simbolismo del carácter wang (fig.17), compuesto de tres trazos
horizontales que, como los de los trigramas de que hemos hablado antes, figuran
respectivamente al Cielo, el Hombre y la Tierra, y unidos además, en su mitad,
por un trazo vertical, porque, dicen los etimologistas, “la función del Rey es
unir”, por lo cual hay que entender ante todo, a causa de la posición misma del
trazo vertical, unir el Cielo y la Tierra. Lo que este carácter designa propiamente,
pues, es el Hombre en cuanto término medio de la Gran Tríada, considerado
especialmente en su papel de “mediador”; agregaremos, para mayor precisión
todavía, que el Hombre no ha de ser considerado aquí tan sólo como “hombre
primordial”, sino realmente como el “Hombre Universal” mismo, pues el trazo
vertical no es otro que el eje que une efectivamente entre sí todos los estados
de existencia, mientras que el centro en que se sitúa el “hombre primordial”,
que está marcado en el carácter por el punto de encuentro del trazo vertical
con el trazo medio horizontal, en medio de éste, no se refiere más que a un
solo estado, que es el estado individual humano1;
por lo demás, la parte del carácter referente propiamente al Hombre, que
comprende el trazo vertical y el trazo medio horizontal (por cuanto los trazos
superior e inferior representan el Cielo y la Tierra), forma la cruz, es decir,
el símbolo mismo del “Hombre Universal”2.
Por otra parte, esta identificación del Wang con el “Hombre Universal”
se encuentra también confirmada por textos como este pasaje de Lao-tse: “La Vía
es grande; el Cielo es grande; la Tierra es grande; también el Rey es grande.
En el medio, pues, hay cuatro cosas, pero sólo el Rey es visible”3.
Si el Wang, pues,
es esencialmente el “Hombre Universal”, quien lo representa y desempeña su
función tendría que ser, por lo menos en principio, un “Hombre trascendente”,
es decir, haber realizado el fin último de los “grandes misterios”; y como tal
puede, como hemos indicado ya antes, identificarse efectivamente con la “Via
Central” o “Via del Medio” (Tchung-Tao), esto es, con el eje mismo, ya
esté representado este eje por el poste del carro, por el pilar central del Ming-tang
o por cualquier otro símbolo equivalente. Habiendo desarrollado todas sus
posibilidades tanto en sentido vertical como en el horizontal, es por eso mismo
“Señor de los tres mundos”4, que
también pueden representarse por los tres trazos horizontales del carácter Wang5; y es además, con respecto al mundo
humano en particular, el “Hombre único” que sintetiza en sí y expresa
íntegramente a la Humanidad (considerada a un tiempo como naturaleza
especifica, desde el punto de vista cósmico, y como colectividad de los
hombres, desde el punto de vista social), así como la Humanidad, a su vez,
sintetiza en sí a los “diez mil seres”, es decir, la totalidad de los seres de
este mundo6. Por eso, como hemos
visto ya, es el “regulador” del orden cósmico tanto como del social7; y cuando desempeña la función de
“mediador”, son en realidad todos los hombres quienes la desempeñan en su
persona: por eso en la China sólo el Wang o Emperador podio llevar a cabo
los ritos públicos que correspondían a esta función y particularmente ofrece el
sacrificio al Cielo, que es el tipo mismo de tales ritos, pues es ahí donde el
papel de “mediador” se afirma de forma más manifiesta8.
En cuanto el Wang
se identifica con el eje vertical, éste se designa como la “Via Regia” (Wang-Tao);
mas, por otra parte, este mismo eje es también la “Via del Cielo” (Tien-Tao),
como se ve por la figura en la que la vertical y la horizontal representan
respectivamente al Cielo y la Tierra (fig.7), de modo que, en definitiva, la
“Via Regia” es idéntica a la “Via del Cielo”9.
Por lo demás, el Wang no es realmente tal más que si posee el “mandato
del Cielo” (Tien-ming)10, en
virtud del cual se le reconoce legítimamente como su Hijo (Tien-tseu)11; y este mandato no puede ser recibido
más que según el eje considerado en sentido descendente, es decir, en sentido
inverso y reciproco de aquel en que se ejercerá la función “mediadora”, puesto
que es esa la dirección única e invariable según la cual se ejerce la
“Actividad del Cielo”. Pues bien, esto supone si no necesariamente la cualidad
de “hombre trascendente”, sí al menos la de “hombre verdadero”, que reside
efectivamente en el “Medio Invariable”, pues sólo en este punto central
encuentra el eje el ámbito del estado humano12.
Tal eje, además, según
un simbolismo común a la mayor parte de las tradiciones, es el “puente” que
une, sea la Tierra al Cielo como aquí, sea el estado humano a los estados
supraindividuales, o incluso el mundo sensible al mundo suprasensible; en todo
ello, en efecto, se trata siempre del “Eje del Mundo”, pero considerado en su
totalidad o tan sólo en alguna de sus porciones, más o menos extensa, según el
grado de mayor o menor universalidad en que se toma este simbolismo en los
diferentes casos; con esto se ve, además, que tal “puente” se ha de concebir
como esencialmente vertical13, y es
ese un extremo importante sobre el que tal vez volvamos en algún otro estudio.
En este aspecto, el Wang aparece propiamente como Pontifex en el
sentido rigurosamente etimológico de la palabra14;
más precisamente todavía, debido a su identificación con el eje, es a un tiempo
“el que hace el puente” y el propio “puente”; y además podría decirse que éste,
por el cual se efectúa la comunicación con los estados superiores, y a través
de ellos con el Principio mismo, no puede establecerlo realmente más que por
aquel que se identifica a sí mismo con él de forma efectiva. Por eso pensamos
que la expresión “Rey-Pontifice” es la única que puede traducir
convenientemente el termino Wang, porque es la única que expresa
completamente la función que implica; y se ve también que esta función ofrece
un doble aspecto, pues en realidad es a un tiempo sacerdotal y real15.
Esto, además, se
comprende fácilmente, porque si el Wang no es un “hombre trascendente”
como ha de serlo en principio, sino tan solo un “hombre verdadero”, llegado al
término de los “pequeños misterios”, está, por la situación “central” que ocupa
por consecuencia efectivamente, más allá de la distinción de los poderes
espiritual y temporal; podría decirse también, en términos de simbolismo
“cíclico”, que es “anterior” a esta distinción, por cuanto está reintegrado en
el “estado primordial”, en la que ninguna función especial está aún
diferenciada sino que contiene en sí las posibilidades que corresponden a todas
las funciones precisamente porque es la plenitud íntegra del estado humano16. En todos los casos, e incluso cuando
ya sólo simbólicamente es el “Hombre único”, lo que representa, en virtud del
“mandato del Cielo”17, es
la fuente misma o el principio común de estos dos poderes, principio del que
derivan directamente por intermedio suyo el poder temporal y la función real; a
este principio se le puede llamar propiamente “celestial”, y de allí, por el
sacerdocio y la realeza, las influencias espirituales descienden gradualmente,
según el eje, primero al “mundo intermedio”, y luego al propio mundo terrenal18.
Así, cuando el Wang,
recibido el “mandato del Cielo” directa o indirectamente, se identifica con el
eje considerado en sentido ascendente, sea, en el primer caso, efectivamente y
por sí mismo (y recordamos aquí los ritos que representan esta ascensión, que
anteriormente hemos mencionado), sea, en el segundo caso, virtualmente y por el
desempeño de su función solamente (y es evidente que, particularmente, un rito
como el del sacrificio al Cielo actúa en dirección “ascensional”), se
convierte, por decirlo así, en el “canal” por el que las influencias descienden
desde el Cielo a la Tierra19. Se
ve aquí, en la acción de estas influencias espirituales, un doble movimiento
alternativo, ascendente y descendente sucesivamente, al que corresponde, en el
orden inferior de las influencias psíquicas o sutiles, la doble corriente de la
fuerza cósmica de que se ha tratado más arriba; pero hay que tener mucho
cuidado en advertir que, en lo que concierne a las influencias espirituales,
este movimiento se efectúa siguiendo el eje mismo o “Via del Medio”, porque,
como dice el Yi-King, “la Vía del Cielo es yin con yang”,
estando entonces los dos aspectos complementarios indisolublemente unidos en
esta misma dirección “central”, mientras que, en el ámbito psíquico, que está
más alejado del orden principial, la diferenciación del yang y el
yin determina la producción de dos corrientes distintas, representadas
por los diversos símbolos de que hemos hablado ya, y que pueden describirse
diciendo que ocupan respectivamente la “derecha” y la “izquierda” con respecto
a la “Via del Medio”20.
Capítulo XVIII: HOMBRE
VERDADERO Y HOMBRE TRANSCENDENTE
En lo que precede hemos
hablado constantemente del “hombre verdadero” y el “hombre transcendente”, pero
aún tenemos que aportar a este respecto algunas precisiones complementarias; y,
en primer lugar, haremos notar que el “hombre verdadero” (chenn-jen) ha
sido llamado por algunos “hombre transcendente”, pero que esta designación es
más bien inadecuada, por cuanto es tan sólo el que ha alcanzado la plenitud del
estado humano, y no se puede llamar verdaderamente “transcendente” sino a lo
que está más allá de dicho estado. Por eso conviene reservar esta denominación
a aquel a quien a veces se ha llamado “hombre divino” u “hombre espiritual” (cheun-jen),
es decir, aquel que habiendo alcanzado la realización total y la “Identidad
Suprema”, ya no es, propiamente hablando, un hombre en el sentido individual de
la palabra, puesto que ha dejado atrás la humanidad y está completamente
liberado de sus condiciones específicas1,
así como de todas las demás condiciones limitativas de cualquier estado de
existencia2. Aquél, pues, se ha
convertido efectivamente en el “Hombre Universal”, mientras que esto no ocurre
con el “hombre verdadero”, que, de hecho, tan sólo está identificado con el
“hombre primordial”; no obstante, puede decirse que éste ya es al menos
virtualmente el “Hombre Universal”, en el sentido de que, puesto que ya no
tiene que recorrer otros estados de modo distintivo, por cuanto ha pasado de la
circunferencia al centro3, el
estado humano habrá de ser necesariamente para él el estado central del ser
total, aunque no lo sea todavía de manera efectiva4.
El “hombre
transcendente” y el “hombre verdadero”, que corresponden respectivamente al
término de los “grandes misterios” y al de los “pequeños misterios”, son los
grados más altos de la jerarquía taoísta; ésta comprende además otros tres
grados inferiores a aquellos5, que
representan naturalmente etapas contenidas en el curso de los “pequeños
misterios6”, y que son, en orden
descendente, el “hombre de la Vía”, es decir, aquel que está en la Vía (Tao-jen),
el “hombre dotado” (cheu-jen), y, finalmente, el “hombre sabio” (cheng-jen),
pero de una “sabiduría” que aunque siendo algo más que la “ciencia”, no es aún,
sin embargo, más que de orden exterior. En efecto, este grado más bajo de la
jerarquía taoísta coincide con el grado más elevado de la jerarquía
confucianista, estableciendo así continuidad entre ellas, lo cual es conforme
con las relaciones normales del Taoísmo y el Confucianismo en cuanto
constituyen respectivamente el lado esotérico y el exotérico de una misma
tradición: el primero tiene así su punto de partida allí mismo donde se detiene
el segundo. La jerarquía confucianista, por su parte. comprende tres grados,
que son, en orden ascendente, “letrado” (cheu)7, “sapiente” (hien) y “sabio” (cheng);
y se dice: “El cheu mira (es decir, toma por modelo) al hien, el hien
mira al cheng, y el cheng mira al Cielo”, porque, desde el punto
límite entre el ámbito exotérico y el esotérico en el que este último se
encuentra situado, todo cuanto está por encima de él se confunde en cierto
modo, en su “perspectiva”, con el Cielo mismo.
Este último punto es
particularmente importante para nosotros, porque nos permite comprender cómo
parece producirse a veces cierta confusión entre el papel del “hombre
transcendente” y el del “hombre verdadero”: en efecto, no es solamente porque,
como decíamos hace un momento, éste último es virtualmente lo que aquel es
efectivamente, ni porque entre los “pequeños misterios” y los “grandes
misterios” hay cierta correspondencia que en el simbolismo hermético representa
la analogía de las operaciones que conducen respectivamente a la “obra al
blanco” y a la “obra al rojo”, sino que hay algo más. Es que el único punto del
eje que se sitúa en el ámbito del estado humano es el centro de ese estado, de
tal suerte que, para quien no ha llegado a este centro, el eje no es
perceptible directamente, sino tan sólo por ese punto que es su “huella” en el
plano representativo de ese ámbito; eso equivale, en otros términos, a lo que
hemos dicho ya de que una comunicación directa con los estados superiores del
ser, que se efectúa según el eje, sólo es posible desde el centro mismo; para
el resto del ámbito humano no puede haber más que comunicación indirecta, por
una especie de refracción a partir de ese centro. Así, por una parte, el ser
establecido en el centro sin haberse identificado con el eje puede desempeñar
realmente, con respecto al estado humano, el papel de “mediador” que el “Hombre
Universal” desempeña para la totalidad de sus estados; y, por otra parte, aquel
que ha dejado atrás el estado humano, elevándose por el eje a los estados
superiores, por ello mismo se ha “perdido de vista”, si cabe expresarse así,
para todos aquellos que están en ese estado y no han alcanzado todavía su
centro, incluidos los que poseen grados iniciáticos efectivos pero inferiores
al del “hombre verdadero”. Aquellos, desde ese momento, no tienen ningún medio
de distinguir el “hombre transcendente” del “hombre verdadero”, pues el “hombre
transcendente”, desde el estado humano, sólo puede ser percibido por su
“huella”8, y ésta es idéntica a la
figura del “hombre verdadero”; desde este punto de vista, pues, el uno es
realmente indiscernible por el otro.
Así, para el hombre
corriente, e incluso para el iniciado que no ha terminado el recorrido de los
“pequeños misterios”, no sólo el “hombre transcendente”, sino también el
“hombre verdadero”, aparecen como “mandatario” o representante del Cielo, que
se les manifiesta a través de él en cierto modo, pues su acción, o mas bien su
influencia, precisamente porque es “central” (y aquí el eje no se distingue del
centro que es su “huella”), imita la “Actividad del Cielo”, como hemos explicado
ya anteriormente, y la “encarna”, por decirlo así, con respecto al mundo
humano. Esta influencia, como es “no-actuante”, no implica ninguna acción
exterior: desde el centro, el “Hombre único”, que ejerce la función de “motor
inmóvil”, gobierna todas las cosas sin intervenir en ninguna, como el
Emperador, sin salir del Ming-tang, ordena todas las regiones del
Imperio y regula el curso del ciclo anual, pues “concentrarse en el no-actuar,
esa es la Vía del Cielo”9. “Los
antiguos soberanos, absteniéndose de toda acción propia, dejaban que el Cielo
gobernara por ellos... En la cima del Universo, el Principio influye en Cielo y
Tierra, los cuales transmiten a todos los seres esta influencia, que,
convertida, en el mundo de los hombres, en buen gobierno, hace surgir los
talentos y las capacidades. En sentido inverso, toda prosperidad viene del buen
gobierno, cuya eficacia deriva del Principio por intermedio de Cielo y Tierra.
Por eso, como los antiguos soberanos no deseaban nada, el mundo estaba en la
abundancia10; no actuaban, y todo se
modificaba según la norma11;
permanecían sumidos en la meditación, y el pueblo se mantenía en el orden más
perfecto. Es lo que el adagio antiguo resume así: para aquel que se une a la
Unidad, todo prospera; a aquel que no tiene ningún interés propio, aun los
genios le están sometidos12”.
Se ha de comprender,
pues, que desde el punto de vista humano no hay ninguna distinción aparente
entre el “hombre transcendente” y el “hombre verdadero” (aunque en realidad no
hay ninguna medida común entre ellos, como tampoco entre el eje y uno de sus
puntos), por cuanto lo que les diferencia es precisamente lo que está más allá
del estado humano, de modo que si se manifiesta en dicho estado (o más bien con
respecto a dicho estado, pues es evidente que esta manifestación no implica en
modo alguno un “regreso” a las condiciones limitativas de la individualidad
humana), el “hombre transcendente” no puede aparecer en él de otro modo que
como “hombre verdadero13”. Si
bien es verdad, indudablemente, que entre el estado total e incondicionado, que
es el del “hombre transcendente” idéntico al “Hombre Universal”, y un estado
condicionado cualquiera, individual o supraindividual, por elevado que pueda
ser, no es posible ninguna comparación cuando se los considera tales cuáles son
verdaderamente en sí mismos; pero estamos hablando solamente de lo que son las
apariencias desde el punto de vista del estado humano. Por lo demás, de manera
más general y en todos los niveles de las jerarquías espirituales, que no son
otra cosa que las jerarquías iniciáticas efectivas, sólo a través del grado
inmediatamente superior puede cada grado percibir todo cuanto está por encima
de él indistintamente y recibir sus influencias; y, naturalmente, quienes han
alcanzado cierto grado siempre pueden, si quieren y es conveniente, “situarse”
en cualquier grado inferior a aquel, sin verse en modo alguno afectados por ese
“descenso” aparente, puesto que poseen a fortiori y como “por añadidura”
todos los estados correspondientes, que en suma no representan ya para ellos
sino otras tantas “funciones” accidentales y contingentes14. Así es cómo el “hombre transcendente”
puede desempeñar en el mundo humano la función que es propiamente la del
“hombre verdadero”, mientras que, por otra parte e inversamente, el “hombre
verdadero” es en cierto modo, para este mismo mundo, como el representante o
“substituto” del “hombre transcendente”.
Capítulo XIX: “DEUS”,
“HOMO”, “NATURA”
Comparemos también con
la Gran Tríada extremo-oriental otro ternario, que pertenece originariamente a
las concepciones tradicionales occidentales, tales como existían en la Edad
Media, y que además se conoce incluso en el orden exotérico y simplemente “filosófico”:
este ternario es el que se enuncia habitualmente por la fórmula Deus, Homo,
Natura. Generalmente se ve en sus tres términos los objetos a los que
pueden referirse los diferentes conocimientos que, en el lenguaje de la
tradición hindú, se llamaría “no-supremos”, es decir, en suma, todo cuanto no
es conocimiento metafísico puro y transcendente. Aquí, el término medio, o sea
el Hombre, es manifiestamente el mismo que en la Gran Tríada; pero hemos de ver
de qué manera y en que medida los otros dos términos, designados como “Dios” y
la “Naturaleza” corresponden respectivamente al Cielo y a la Tierra.
Es muy necesario
advertir, en primer lugar, que Dios, en este caso, no puede considerarse como
Principio tal cual es en sí, pues éste, como está más alla de toda distinción,
no puede entrar en correlación con cosa alguna, y la forma en que se presenta
el ternario implica cierta correlación, e incluso una especie de
complementarismo, entre Dios y la Naturaleza; se trata, pues, necesariamente de
un punto de vista que cabe llamar mas bien “inmanente” que “transcendente” con
respecto al Cosmos, del cual estos dos términos son como los dos polos, que,
incluso si están fuera de la manifestación, no pueden sin embargo, considerarse
de otro modo que desde el punto de vista de ésta. Por lo demás, en ese conjunto
de conocimientos que se designaba por el término general de “filosofía”, según
la acepción antigua de la palabra, Dios era tan sólo el objeto de lo que
llamaban “teología racional”, para distinguirla de la “teología revelada”, que,
a decir verdad es todavía “no suprema”, pero al menos representa el
conocimiento del Principio en el orden exotérico y específicamente religioso,
es decir, en la medida en que es posible teniendo en cuenta a un tiempo los
limites inherentes al dominio correspondiente y las formas especiales de
expresión de que ha de recubrirse la verdad para adaptarse a este punto de
vista particular. Ahora bien, lo “racional”, es decir, lo que sólo concierne al
ejercicio de las facultades individuales humanas, no podría alcanzar, de ningún
modo, evidentemente, al Principio mismo, y, en las condiciones más favorables1, no puede captar más que su relación
con el Cosmos2. Por consecuencia, es
fácil ver que, a reserva de la diferencia de puntos de vista que siempre hay
que tener en cuenta en semejante caso, esto coincide precisamente con lo que la
tradición extremo-oriental designa como Cielo, puesto que según aquélla, del
Universo manifestado, el Principio no puede ser alcanzado en cierta forma sino
por y a través del Cielo3, pues
“el Cielo es el instrumento del Principio4”.
Por otra parte, si se
entiende la Naturaleza en su sentido primero, es decir como la Naturaleza
primordial e indiferenciada que está en la raíz de todas las cosas (la Mula-Prakriti
de la tradición hindú), ni que decir tiene que se identifica con la Tierra de
la tradición extremo-oriental; pero lo que trae una complicación es que cuando
se habla de la Naturaleza como objeto estricto de conocimiento se la toma
corrientemente en un sentido menos estricto y más extenso que aquel, y se le
relaciona el estudio de todo lo que se puede llamar la naturaleza manifestada,
es decir, todo cuanto constituye el conjunto mismo del medio cósmico entero5. Podría justificarse esta extensión,
hasta cierto punto, diciendo que esta naturaleza se considera entonces en el
aspecto “substancial” más bien que en el “esencial”, o que, como en el Sânkhya
hindú, las cosas se consideran propiamente como producciones de Prakriti,
reservando, por decirlo así, la influencia, de Purusha, sin la cual, no
obstante, ninguna producción podría realizarse efectivamente, pues a partir de
la simple potencia pura, evidentemente, nada podría pasar de la potencia al
acto; acaso haya, en efecto, en esta manera de considerar las cosas un carácter
inherente al punto de vista mismo de la “física” o “filosofía natural”6. Sin embargo, una justificación más
completa puede sacarse de la observación de que se considera que el conjunto
del medio cósmico forma, con respecto al hombre, el “mundo exterior”; en
efecto, sólo se trata, entonces, de un simple cambio de nivel, si puede
decirse, que corresponde más propiamente al punto de vista humano, porque, al
menos de manera relativa, todo cuanto es “exterior” puede ser llamado
“terrenal”, del mismo modo que todo cuanto es “interior” puede ser llamado
“celestial”. Podemos además acordarnos aquí de lo que hemos expuesto a
propósito del Azufre, el Mercurio y la Sal: lo que es “divino”, como es
necesariamente “interior” a todas las cosas7,
actúa, con respecto al hombre, a la manera de un principio “sulfuroso”8, mientras que lo que es “natural”, como
constituye el “ambiente”, desempeña por ello mismo el papel de principio
“mercurial”, como explicábamos al hablar de las relaciones del ser con el
medio; y el hombre, producto de lo “divino” y la “naturaleza” al mismo tiempo,
se encuentra situado así, como la Sal, en el limite común de ese “interior” y
de ese “exterior”, es decir, en otros términos, en el punto en que se
encuentran y equilibran las influencias celestiales y las terrenales9.
Dios y Naturaleza,
considerados así como correlativos o como complementarios (y, por supuesto, no
hay que perder de vista lo que hemos dicho primero sobre la forma limitada en
que el término “Dios” ha de entenderse aquí a fin de evitar, por una parte,
todo “panteísmo”, y, por otra, toda “asociación” en el sentido de la palabra
árabe shirk10,
aparecen respectivamente como principio activo y principio pasivo de la
manifestación, o como “acto” y “potencia” en el sentido aristotélico de los dos
términos: acto puro y potencia pura con respecto a la totalidad de la
manifestación universal11, acto
relativo y potencia relativa a cualquier otro nivel más determinado y más
restringido que aquel, es decir, en suma, siempre “esencia” y “substancia” en
las distintas acepciones que hemos explicado en muchas ocasiones. Para señalar
este carácter respectivamente activo y pasivo, se emplea también, de forma
equivalente, las expresiones Natura naturans y Natura naturata12, en las cuáles el término Natura,
en vez de no aplicarse más que al principio pasivo como anteriormente, designa
a la vez y simétricamente los dos principios inmediatos del “devenir”13. Aquí también, coincidimos con la
tradición extremo-oriental, según la cual por yang y yin, luego
por Cielo y Tierra, son modificados todos los seres, y, en el mundo
manifestado, “La revolución de los dos principios yin y yang (que
corresponden a las acciones y reacciones reciprocas de las influencias
celestiales y terrenales) gobierna todas las cosas14”. “Habiéndose diferenciado en el Ser
primordial (Tai-Ki) las dos modalidades del ser (yin-yang),
comenzó su revolución, y de ello se siguió la modificación cósmica. El apogeo
del yin (condensado en la Tierra), es la pasividad tranquila; el apogeo
del yang (condensado en el Cielo), es la actividad fecunda. Como la
pasividad de la Tierra se ofrece al Cielo, y la actividad del Cielo se ejerce
sobre la Tierra, de ambos nacieron todos los seres. Fuerza invisible, la acción
y la reacción del binomio Cielo-Tierra produce toda modificación. Comienzo y
cesación, plenitud y vacío15,
revoluciones astronómicas (ciclos temporales), fases del Sol (estaciones) y de
la Luna, todo ello lo produce esta causa única, que nadie ve, pero que siempre
funciona. La vida se desarrolla hacia un fin, la muerte es un regreso hacia un
término. Las génesis y las disoluciones (condensaciones y disipaciones) se
suceden incesantemente, sin que se sepa su origen, sin que se vea su término
(al estar ambos, origen y término, ocultos en el Principio). La acción y la
reacción del Cielo y de la Tierra son el único motor de este movimiento”16, que, a través de la serie indefinida
de las modificaciones, conduce los seres a la “transformación” final17 que los restituye al Principio uno del
que han salido.
Capítulo XX: DEFORMACIONES
FILOSOFICAS MODERNAS
Al comienzo de la
filosofía moderna, Bacon considera todavía que los tres términos Deus, Homo,
Natura constituyen tres objetos de conocimiento distintos, a los que hace
corresponder respectivamente las tres grandes divisiones de la “filosofía”;
sólo que atribuye una importancia preponderante a la “filosofía natural” o
ciencia de la Naturaleza, conforme a la tendencia “experimental” de la
mentalidad moderna, que él mismo representa en aquella época, como Descartes,
por su parte, representa sobre todo la tendencia “racionalista1”. En cierto modo, todavía no es más que
un simple asunto de “proporciones”2;
le estaba reservado al siglo XIX ver aparecer, en lo que concierne a este mismo
ternario, una deformación bastante extraordinaria e inesperada: nos referimos a
la pretendida “ley de los tres estados” de Augusto Comte; pero como la relación
de ésta con aquello de que se trata puede no parecer evidente a primera vista,
quizá no sean inútiles algunas explicaciones a este respecto, pues hay aquí un
ejemplo bastante curioso de la forma en que el espíritu moderno puede
desnaturalizar un elemento de origen tradicional, cuando se le ocurre
apoderarse de él en vez de rechazarlo pura y simplemente.
El error fundamental de
Comte, en este aspecto, es imaginarse que, sea cual sea el género de
especulación al que el hombre se ha entregado, nunca se ha propuesto otra cosa
que la explicación de los fenómenos naturales; partiendo de este punto de vista
estrecho, se ve forzosamente llevado a suponer que todo conocimiento, de
cualquier orden que sea, representa simplemente una tentativa más o menos
imperfecta de explicación de estos fenómenos. Uniendo entonces a esta idea
preconcebida una visión completamente fabuladora de la historia, cree
descubrir, en conocimientos diferentes que en realidad siempre coexistieron,
tres tipos de explicación que él considera sucesivos, porque, como sin razón
los refiere a un mismo objeto, los encuentra naturalmente incompatibles entre
sí; así pues, los hace corresponder a tres fases que supuestamente ha
atravesado la mente humana en el correr de los siglos, y que él llama
respectivamente “estado teológico”, “estado metafísico” y “estado positivo”. En
la primera fase, los fenómenos, dice, fueron atribuidos a la intervención de
agentes sobrenaturales; en la segunda, referidos a fuerzas naturales,
inherentes a las cosas y ya no transcendentes con respecto a ellas; finalmente,
la tercera, dice, se habrá caracterizado por la renuncia a la búsqueda de las
“causas”, que habrá sido sustituida por la de las “leyes”, es decir, de
relaciones constantes entre los fenómenos. Este último “estado”, que Comte
considera además el único definitivamente valido, representa bastante
exactamente la concepción relativa y limitada que en efecto es la de las
ciencias modernas; pero todo cuanto concierne a los otros dos “estados” no es
verdaderamente sino un montón de confusiones; no lo vamos a examinar
detalladamente, lo cual tendría bien poco interés, y nos contentaremos con
extraer los puntos en relación directa con el tema que estamos considerando.
Comte pretende que, en
cada fase, los elementos de explicación a los que se recurrió se coordinaron
gradualmente, de forma que desembocaron finalmente en la concepción de un
principio único que los comprendía a todos: así, en el “estado teológico”, los
diversos agentes sobrenaturales, concebidos primero como independientes unos de
otros, dice que luego se jerarquizaron, para sintetizarse finalmente en la idea
de Dios3. Asimismo, dice que en
el supuesto “estado metafísico”, las nociones de las diferentes fuerzas
naturales tendieron cada vez más a fundirse en la de una “entidad” única,
designada como la “Naturaleza4”; se
ve además, con esto, que Comte ignoraba totalmente qué cosa es la metafísica,
pues, desde el momento en que se trata de “Naturaleza” y fuerzas naturales, se
trata evidentemente de “física” y no de “metafísica”; le hubiera bastado con
remitirse a la etimología de las palabras para evitar tan grosera confusión.
Sea lo que fuere, vemos aquí a Dios y la Naturaleza, considerados no ya como
dos objetos de conocimiento, sino tan sólo como dos nociones a las que conducen
los dos primeros de los tres tipos de explicación considerados en esta
hipótesis5; queda el Hombre, y tal
vez sea un poco más difícil ver cómo desempeña el mismo papel con respecto al
tercero, pero no obstante es verdaderamente así en realidad.
Ello resulta en efecto
de la forma en que Comte considera las diferentes ciencias: para él, han
llegado sucesivamente al “estado positivo” en cierto orden, siendo preparada
cada una de ellas por las que la preceden sin las cuáles no habría podido
constituirse. Pues bien, la última de todas las ciencias según este orden,
aquella, por consiguiente, en la que desembocan todas las demás y que
representa así el término y cumbre del conocimiento llamado “positivo”, ciencia
que el propio Comte se planteó en cierto modo la “misión” de constituir, es
aquella a la que atribuyó el nombre bastante bárbaro de “sociología”, que desde
entonces ha pasado a ser de uso corriente; y esta “sociología” es propiamente
la ciencia del Hombre, o, si se prefiere, de la Humanidad, considerada naturalmente
desde el simple punto de vista “social”; además para Comte no puede haber otra
ciencia del Hombre que esa, pues cree que todo lo que caracteriza especialmente
al ser humano y le pertenece propiamente, con exclusión de los demás seres
vivos, procede únicamente de la vida social. Por consecuencia era perfectamente
lógico, pese a lo que algunos han dicho, que fuese a parar a donde lo hizo en
realidad: llevado por la necesidad más o menos consciente de realizar una
especie de paralelismo entre él “estado positivo” y los otros dos “estados”
tales cuáles él se los representaba, vio su terminación en lo que llamó la
“religión de la Humanidad6”.
Vemos aquí, pues, como término “ideal” de los tres “estados” respectivamente a
Dios, la Naturaleza y la Humanidad; no insistiremos más en ello, pues esto
basta en suma para mostrar que la demasiado famosa “ley de los tres estados”
proviene realmente de una deformación falseada del ternario Deus, Homo,
Natura, y lo más asombroso es que no parece que nadie se haya dado cuenta
de ello.
Capítulo XXI: PROVIDENCIA,
VOLUNTAD, DESTINO
Para completar lo que
hemos dicho del ternario Deus, Homo, Natura, hablaremos un poco de otro
ternario que le corresponde manifiestamente término a término: es el formado
por Providencia, Voluntad y Destino, considerados como las tres potencias que
rigen el Universo manifestado. Las consideraciones relativas a este ternario
las ha desarrollado sobre todo, en los tiempos modernos, Fabre d’Olivet1, sobre datos de origen pitagórico; por
otra parte, también se refiere secundariamente varias veces a la tradición
china2, de una forma que
implica que reconoció su equivalencia en la Gran Tríada. “El hombre, dice, no
es ni animal ni inteligencia pura; es un ser intermedio, situado entre la
materia y el espíritu, entre el Cielo y la Tierra, para ser su vinculo”; y
puede reconocerse claramente aquí el lugar y la función del término medio de la
Tríada extremo-oriental. “Que el Hombre universal3 es una potencia es lo que advierten
todos los códigos sagrados de las naciones, es lo que sienten todos los Sabios,
es lo que incluso reconocen los verdaderos sabios... Las otras dos potencias,
en medio de las cuales se encuentra situado, son Destino y Providencia. Debajo
de él está el Destino, naturaleza libre y naturante. Él, como reino hominal, es
la Voluntad mediadora, eficiente, situada entre esas dos naturalezas para
servirles de vinculo, de medio de comunicación, y reunir dos acciones, dos
movimientos que serien incompatibles sin él”. Es interesante hacer notar que los
dos términos extremos del ternario se designan expresamente como Natura
naturans y Natura naturata, en conformidad con lo que antes
decíamos; y las dos acciones o los dos movimientos de que se trata no son otra
cosa, en el fondo, que la acción y reacción de Cielo y Tierra, el movimiento
alternado del yang y el yin. “Estas tres potencias, la
Providencia, el Hombre considerado como reino hominal, y el Destino,
constituyen el ternario universal. Nada se escapa a su acción, todo les está
sometido en el Universo, todo, excepto Dios mismo que, envolviéndolos con su
insondable unidad, forma con ellas esa tétrada de los antiguos, ese inmenso
cuaternario, que es todo en todos, y fuera del cual nada es”. Hay aquí una
alusión al cuaternario fundamental de los Pitagóricos, simbolizado por la Tetraktys,
y lo que de él hemos dicho anteriormente, acerca del ternario Spiritus,
Anima, Corpus, permite comprender lo suficiente para que no sea necesario
volver de nuevo sobre ello. Por otra parte, hay que señalar además, por ser
particularmente importante desde el punto de vista de las concordancias, que a
“Dios” se lo considera aquí como el Principio en sí mismo, a diferencia del
primer término del ternario Deus, Homo, Natura, de modo que, en estos dos
casos la misma palabra se toma en distinta acepción; y, aquí, la Providencia,
es sólo el instrumento de Dios en el gobierno del Universo, exactamente igual
que el Cielo es el instrumento del Principio según la tradición
extremo-oriental.
Ahora, para entender por
qué al término medio se lo identifica, no sólo con el Hombre, sino más
precisamente con la Voluntad humana, hay que saber que para Fabre d’Olivet la
voluntad, en el ser humano, es el elemento interior y central que unifica y
envuelve4 las tres esferas,
intelectual, anímica e instintiva, a las que corresponden respectivamente
espíritu, alma y cuerpo. Como además hay que encontrar en el “microcosmos” la
correspondencia del “macrocosmos”, estas tres esferas representan en él lo
análogo de las tres potencias universales que son Providencia, Voluntad y
Destino5; y la voluntad, con
respecto a ellos, desempeña un papel que hace de ella como la imagen del
Principio mismo. Esta forma de considerar la voluntad (que, por lo demás, hay
que decirlo, está insuficientemente justificada por consideraciones de orden
más psicológico que verdaderamente metafísico) hay que relacionarla con lo que
anteriormente hemos dicho con respecto al Azufre alquímico, pues de eso
exactamente se trata en realidad. Por lo demás, hay en ello como una especie de
paralelismo entre las tres potencias pues, por una parte, la providencia
evidentemente puede concebirse como expresión de la Voluntad divina, y, por
otra, el Destino mismo aparece como una especie de voluntad obscura de la Naturaleza.
“El Destino es la parte inferior e instintiva de la Naturaleza universal6, que he llamado naturaleza naturada;
llaman a su propia acción fatalidad; la forma por la cual se nos manifiesta se
llama necesidad. La Providencia es la parte superior e inteligente de la
Naturaleza universal, que he llamado naturaleza naturante; es una ley viva
emanada de la Divinidad, por medio de la cual todo se determina en potencia del
ser7... Es la Voluntad del hombre lo que,
como potencia media (correspondiente a la parte anímica de la Naturaleza
universal), une al Destino con la Providencia; sin ella, estas dos potencias
extremas no sólo no se reunirían jamás, sino que ni siquiera se conocerían”8.
Otro punto aún más digno
de atención es éste: la Voluntad humana, uniéndose a la Providencia y
colaborando conscientemente con ella9,
puede equilibrar el Destino y llegar a neutralizarlo10. Fabre d’Olivet dice que “La
concordancia de Voluntad y Providencia constituye el Bien; el Mal nace de su
oposición11... El hombre se perfecciona
o se deprava según tienda a confundirse con la Unidad universal o a
distinguirse de ella12”, es
decir, según que, tendiendo a uno u otro de los dos polos de la manifestación13, que en efecto corresponden a la
unidad y a la multiplicidad, alíe su voluntad a la Providencia o al Destino y
se dirija así, o hacia el lado de la “libertad”, o hacia el de la “necesidad”.
Dice también que “la ley providencial es la ley del hombre divino, que vive
principalmente de la vida intelectual, cuya reguladora es”; por otra parte no
precisa más en qué forma entiende a ese “hombre divino”, que sin duda puede
asimilarse, según los casos, al “hombre transcendente, o tan sólo al “hombre
verdadero”. Según la doctrina pitagórica, seguida además, en este punto como en
tantos otros, por Platón, “la Voluntad afanada por la fe (luego asociada por
ello mismo a la providencia) puede subyugar a la Necesidad misma, gobernar la
Naturaleza, y obrar milagros”. El equilibrio entre Voluntad y Providencia por
una parte, y Voluntad y Destino por otra, se simbolizan geométricamente por el
triángulo rectángulo cuyos lados son respectivamente proporcionales a los
números 3, 4 y 5, triángulo al que el Pitagorismo daba gran importancia14, y que, por una coincidencia también
notabilísima, no ha dejado de tenerla en la tradición extremo-oriental. Si la
Providencia se representa15 por
3, la Voluntad humana por 4 y el Destino por 5, se tiene en dicho triángulo: 32
+ 42 = 52;
la elevación de los números a la segunda potencia indica que esto se refiere al
ámbito de las fuerzas universales, es decir, propiamente al ámbito anímico16, el que corresponde al Hombre en el
“macrocosmos”, y en cuyo centro, en cuanto término medio, se sitúa la voluntad
en el “microcosmos17”.
Capítulo XXII: EL TRIPLE
TIEMPO
Tras todo cuanto acaba
de decirse, uno puede hacerse esta pregunta: ¿hay, en el orden de las
determinaciones espaciales y temporales, algo que corresponda a los tres
términos de la Gran Tríada y de ternarios equivalentes? En lo que concierne al
espacio, no hay ninguna dificultad en encontrar tal correspondencia, pues viene
dada inmediatamente por la consideración del “arriba” y “abajo”, consideradas,
según la representación geométrica habitual, con respecto a un plano horizontal
tomado como “nivel de referencia”, y que, para nosotros, es naturalmente el que
corresponde al ámbito del estado humano. A este plano se lo puede considerar
intermedio, primero porque nos pertenece como tal a causa de nuestra “perspectiva”
propia, en cuanto es el del estado en que nos encontramos actualmente, y
también porque podemos situar en él, al menos virtualmente, el centro del
conjunto de los estados de manifestación; por estos motivos corresponde
evidentemente al Hombre como término medio de la Tríada, así como al hombre
entendido en el sentido corriente e individual. Respecto a este plano, lo que
está por encima representa los aspectos “celestiales” del Cosmos, y lo que está
debajo representa sus aspectos “terrenales”, y los respectivos extremos límites
de las dos regiones en que se divide así el espacio (limites que se sitúan en
lo indefinido en ambos sentidos) son los dos polos de la manifestación, es
decir el Cielo y la Tierra mismos, que, desde el plano considerado, se ven a
través de estos aspectos relativamente “celestiales” y “terrenales”. Las
influencias correspondientes se expresan por dos tendencias contrarias, a las
que se puede relacionar con las dos mitades del eje vertical, tomada la mitad
superior en dirección ascendente, y la inferior en dirección descendente a
partir del plano medio; como éste corresponde naturalmente a la expansión en
sentido horizontal, intermedia entre ambas tendencias opuestas, se ve que aquí,
además, tenemos la correspondencia de los tres gunas de la tradición
hindú1 con los tres términos de
la Tríada: así sattwa corresponde al Cielo, rajas al Hombre, y tamas
a la Tierra2. Si se
considera el plano medio como plano diametral de una esfera (que además se ha
de considerar como el radio indefinido, puesto que comprende la totalidad del
espacio), el hemisferio superior y el inferior, según otro simbolismo del que
ya hemos hablado, son las dos mitades del “Huevo del Mundo”, que, después de su
separación, realizada por la determinación efectiva del plano medio, se
convierte respectivamente en Cielo y Tierra, entendidos aquí en su acepción más
general3; en el centro del propio
plano medio se sitúa Hiranyagarbha, que aparece en el Cosmos, pues, como
el “Avatâra eterno”, y que por ello mismo es idéntico al “Hombre
Universal”4.
En lo que se refiere al
tiempo, el asunto puede parecer más difícil de resolver, y sin embargo hay en
él un ternario, puesto que se habla del “triple tiempo” (en sánscrito trikala),
es decir, que el tiempo se considera bajo tres modalidades, que son pasado,
presente y futuro; pero a estas tres modalidades ¿se las puede relacionar con
los tres términos de ternarios como los aquí examinados? Hay que señalar, en
primer lugar, que al presente se le puede representar como un punto que divide
en dos partes la línea según la cual se desarrolla el tiempo, y que así, a cada
instante, determina la separación (pero también la unión) entre el pasado y el
futuro, de los que él es el limite común, como el plano medio de que hablábamos
hace un momento lo es de las dos mitades, superior e inferior, del espacio.
Como explicamos ya en otro lugar5,
la representación “rectilínea” del tiempo es insuficiente e inexacta, puesto
que el tiempo es en realidad “cíclico”, y este carácter se encuentra hasta en
sus menores subdivisiones; pero aquí no hemos de especificar la forma de la
línea representativa, pues sea cual sea, para el ser que está situado en un
punto de esta línea, las dos partes en que está dividida aparecen siempre como
situadas respectivamente “antes” y “después” de ese punto, así como las dos
mitades del espacio aparecen situadas “arriba” y “abajo”, esto es, encima y
debajo del plano tomado como “nivel de referencia”. Para completar a este
respecto el paralelismo entre las determinaciones espaciales y temporales, al
punto que representa el presente siempre se lo puede tomar en cierto sentido
por la “mitad del tiempo”, puesto que, a partir de ese punto, el tiempo sólo
puede aparecer como igualmente indefinido en las dos direcciones opuestas que
corresponden al pasado y al futuro. Hay algo más: el “hombre verdadero” ocupa
el centro del estado humano, es decir, un punto que ha de ser verdaderamente
“central” con respecto a todas las condiciones de ese estado, incluida la
condición temporal6; así
pues, puede decirse que se sitúa efectivamente en el “medio del tiempo”, al que
además él mismo determina a causa de que domina en cierto modo las condiciones
individuales7. Así como, en la
tradición china, el Emperador, situándose en el punto central del Ming-tang,
determina el medio del ciclo anual, así el “medio del tiempo” es propiamente,
si cabe expresarse así, el “lugar” temporal del “hombre verdadero”, y para él
ese punto es verdaderamente siempre el presente.
Si bien, por
consiguiente, al presente se le puede poner en correspondencia con el Hombre (y
por lo demás, incluso en lo que concierne simplemente al ser humano corriente,
es evidente que sólo en el presente puede ejercer su acción, al menos de forma
directa e inmediata8, queda
por ver si no hay también cierta correspondencia del pasado y el futuro con los
otros dos términos de la Tríada, y de nuevo nos lo indicará una comparación
entre determinaciones espaciales y temporales. En efecto, los estados de
manifestación inferiores y superiores con respecto al estado humano, a los que,
según el simbolismo espacial se representa como situados respectivamente encima
y debajo de él, se describen por otra parte, según el simbolismo temporal,
constituyendo ciclos respectivamente anteriores y posteriores al ciclo actual.
El conjunto de tales estados forma así dos ámbitos cuya acción, en cuanto se
hace sentir en el estado humano, se expresa en este por influencias que cabe
llamar “terrenales” por una parte, y “celestiales” por otra, en el sentido que
constantemente les hemos dado aquí a estos términos, y aparece en él como
manifestación respectiva de Destino y Providencia; es lo que la tradición hindú
indica muy claramente al atribuir uno de estos ámbitos a los Asuras y el
otro a los Dêvas. Acaso cuando la correspondencia es más claramente
visible es cuando se consideran los dos términos extremos de la Tríada en el
aspecto de Destino y Providencia; y ello precisamente porque el pasado aparece
como “necesidad” y el futuro como “libre”, lo cual es exactamente el carácter
propio de estas dos potencias. Es cierto que, en realidad, aún no se trata más
que de un asunto de “perspectiva” y, para un ser que está fuera de la condición
temporal, ya no hay ni pasado, ni futuro, ni, por consiguiente, ninguna
diferencia entre ellos, aunque apareciéndole en perfecta simultaneidad9; pero, por supuesto, hablamos aquí
desde el punto de vista de un ser que, al estar en el tiempo, se encuentra
necesariamente situado por ello mismo entre el pasado y el futuro.
“El Destino, dice a este
respecto Fabre d’Olivet, no da el principio de nada, sino que se apodera de él
tan pronto como se da, para dominar sus consecuencias. Sólo por la necesidad de
tales consecuencias influye en el futuro y se hace notar en el presente, pues
todo cuanto posee propiamente está en el pasado. Se puede, pues, entender por
Destino aquella potencia con arreglo a la cual concebimos que las cosas hechas
están hechas, que son así y no de otro modo, y que, una vez puestas según su
naturaleza, tienen resultados forzados que se desarrollan sucesiva y
necesariamente”. Hay que decir que se expresa con mucha menos claridad en lo
que concierne a la correspondencia temporal de las otras dos potencias, y que
incluso le sucede, en un escrito anterior al que citamos, que la invierte de
una manera que parece difícilmente explicable10.
“La Voluntad del hombre, desplegando su actividad, modifica las cosas
coexistentes (luego presentes), crea otras nuevas, que al instante se vuelven
propiedad del Destino, y prepara para el futuro mutaciones en lo que estaba
hecho, y consecuencias necesarias en lo que acaba de serlo11... El fin de la Providencia es la
perfección de todos los seres, y esta perfección recibe de Dios mismo el tipo
irrefragable. El medio que tiene para alcanzar ese fin es lo que llamamos el
tiempo. Pero el tiempo no existe para ella según la idea que nosotros tenemos
de él12; lo concibe como un
movimiento de eternidad13”.
Todo esto no está perfectamente claro, pero fácilmente podemos suplir esa laguna;
por lo demás, lo hemos hecho ya hace un momento en lo que concierne al Hombre
y, por consiguiente, a la Voluntad.
En cuanto a la
Providencia, es, desde el punto de vista tradicional, una noción corriente que,
según la expresión coránica, “Dios tiene las llaves de las cosas ocultas14”, luego especialmente de aquellas que,
en nuestro mundo, todavía no están manifestadas15;
el futuro, en efecto, está oculto para los hombres, al menos en condiciones
habituales; pues bien, es evidente que un ser, sea cual sea, no puede ejercer
ninguna acción en lo que no conoce, y que por consiguiente el hombre no puede
actuar directamente sobre el futuro, el cual, además, para él no es sino lo que
no existe todavía. Por lo demás, esta idea ha permanecido incluso en la mentalidad
común, que, tal vez sin tener conciencia de ello muy claramente, la expresa por
afirmaciones proverbiales como, por ejemplo, “el hombre propone y Dios
dispone”, es decir que, aunque el hombre se esfuerce, según sus medios, en
preparar el futuro, éste, sin embargo, no será en definitiva sino lo que Dios
quiera que sea, o lo que él le hará ser por la acción de su Providencia (de
donde resulta además que la Voluntad actuará tanto más eficazmente con vistas
al futuro cuanto más estrechamente unida esté a la Providencia); y se dice
también, más explícitamente todavía, que “el presente pertenece al hombre, pero
el futuro pertenece a Dios”. No puede haber, pues, ninguna duda a este
respecto, y es realmente el futuro el que entre las modalidades del “triple
tiempo”, constituye el ámbito propio de la Providencia, como lo exige, además,
la simetría de ésta con el Destino, cuyo ámbito propio es el pasado, pues esta
simetría ha de resultar necesariamente del hecho de que estas dos potencias
representan respectivamente los dos términos extremos del “ternario universal”.
Capítulo XXIII: LA RUEDA
CÓSMICA
En ciertas obras que se
vinculan a la tradición hermética1,
se encuentra mencionado el ternario Deus, Homo, Rota, es decir que en el
ternario anteriormente considerado, el tercer término, Natura, es
sustituido por Rota, o la “Rueda”; se trata aquí de la “rueda cósmica”,
que, como hemos dicho ya en diversas ocasiones, es un símbolo del mundo
manifestado, y que los Rosacrucianos llamaban Rota Mundi2. Se puede decir, pues, que en
general este símbolo representa la “Naturaleza” tomada, según hemos dicho, en
su sentido más amplio; pero además es susceptible de diversos significados más
precisos, entre los cuáles sólo consideramos aquí aquellos que tienen relación
directa con el Tema de este estudio.
La figura geométrica de
que se deriva la rueda es la del circulo con su centro; en el sentido más
universal, el centro representa el Principio, simbolizado geométricamente por
el punto como lo es aritméticamente por la unidad, y la circunferencia
representa la manifestación, que es “medida” efectivamente por el rayo emanado
del Principio3; pero esta figura,
aunque muy sencilla en apariencia, tiene, no obstante, multiples aplicaciones
desde puntos de vista diferentes y más o menos particularizados4. Especialmente, y esto es lo que nos
importa sobre todo en este momento, puesto que el Principio actúa en el Cosmos
por medio del Cielo, éste podrá ser representado igualmente por el centro, y
entonces la circunferencia, en la que, de hecho, se detienen los radios
emanados de este, representará el otro polo de la manifestación, esto es, la
Tierra, correspondiendo en este caso la propia superficie del circulo al ámbito
cósmico entero; además, el centro es unidad, y la circunferencia multiplicidad,
lo que expresa bien los caracteres respectivos de la Esencia y la Substancia
universales. Cabe también limitarse a la consideración de un mundo o de un
estado de existencia determinado; entonces, el centro será naturalmente el
punto en que la “Actividad del Cielo” se manifiesta en ese estado, y la
circunferencia representará la materia secunda de este mundo, que
desempeña con respecto a él un papel que corresponde al de la materia prima
con respecto a la totalidad de la manifestación universal5.
La figura de la rueda no
difiere de aquella de que acabamos de hablar sino por el trazado de cierto
número de rayos, que señalan más explícitamente la relación de la
circunferencia en la que terminan con el centro del que han surgido; y está
claro que la circunferencia no puede existir sin el centro, mientras que éste
es absolutamente independiente de ella y contiene principialmente todas
las circunferencias concéntricas posibles, que se determinan por la mayor o
menor extensión de sus radios. Éstos, evidentemente, pueden representarse en
número variable, puesto que son realmente multitud indefinida como los puntos
de la circunferencia, que son sus extremidades; pero de hecho, las representaciones
tradicionales contienen siempre números que tienen por sí mismos un valor
simbólico particular, que se añade al significado general de la rueda para
definir las distintas aplicaciones que de él se hacen según los casos6. La forma más simple es aquí la que
presenta tan sólo cuatro rayos que dividen la circunferencia en partes iguales,
o sea, los diámetros rectangulares que forman una cruz en el interior de la
circunferencia7. Esta
figura, desde el punto de vista espacial, corresponde naturalmente a la determinación
de los puntos cardinales8; por
otra parte, desde el punto de vista temporal, la circunferencia, si nos la
representamos como recorrida en cierto sentido, es la imagen de un ciclo de
manifestaciones, y las divisiones determinadas en esta circunferencia por las
extremidades de los brazos de la cruz corresponden entonces a los diferentes
períodos o fases en las que se divide dicho ciclo, tal división puede
naturalmente considerarse, por decirlo así, en distintas escalas según se trate
de ciclos más o menos extensos9. La
idea de la rueda, además, evoca inmediatamente por sí misma la de “rotación”;
tal rotación es la figura del cambio continuo al que está sometido todo lo
manifestado, y por eso se habla también de la “rueda del devenir”10; en un movimiento tal, no hay más que
un punto único que permanezca fijo e inmutable, y ese punto es el centro11.
No es necesario insistir
más aquí en todas estas nociones; añadiremos tan sólo que si bien el centro es
en primer lugar un punto de partida, también es un punto de término: todo ha
surgido de él, y todo ha de volver finalmente a él. Puesto que las cosas todas
no existen sino por el Principio (o por lo que lo representa con respecto a la
manifestación o a un estado determinado de ésta), ha de haber entre ellas y él
un lazo permanente, representado por los radios uniendo el centro todos los
puntos de la circunferencia de vuelta al centro12.
Hay aquí, pues, dos fases complementarias, la primera de las cuales está
representada por un movimiento centrifugo y la segunda por un movimiento
centrípeto13; son las dos fases que,
como hemos dicho a menudo, se comparan tradicionalmente con las de la
respiración, así como al doble movimiento del corazón. Como se ve, tenemos aquí
un ternario constituido por el centro, el radio y la circunferencia, y en el
cual el radio desempeña exactamente el papel del término medio tal como lo
hemos definido anteriormente; por eso, en la Gran Tríada extremo-oriental, el
Hombre es asimilado a veces al rayo de la “rueda cósmica”, cuyos centro y
circunferencia corresponden entonces a Cielo y Tierra, respectivamente. Como el
rayo emanado del centro “mide” el Cosmos o ámbito de la manifestación, vemos
también con ello que el “hombre verdadero” es propiamente la “medida de todas
las cosas” en este mundo, y asimismo el “Hombre Universal” lo es para la
totalidad de la manifestación14; y a
este respecto se podrá advertir también que en la figura de que hablábamos hace
un momento, la cruz forma el conjunto de todos los radios de la circunferencia
(estando todos los momentos de un ciclo como resumidos en sus fases
principales), da precisamente, en su forma completa, el símbolo mismo del
“Hombre Universal”15.
Naturalmente, este
último simbolismo es diferente, al menos en apariencia, del que muestra el hombre
como situado en el centro mismo de un estado de existencia, y al “Hombre
Universal” como identificado con el “Eje del Mundo”, porque corresponde a un
punto de vista igualmente diferente en cierta medida; pero, en el fondo, no por
ello dejan de concordar exactamente por lo que hace a su significación
esencial, y tan sólo hay que tener cuidado, como siempre en caso semejante, de
no confundir los sentidos diversos de que son susceptibles sus elementos16. Conviene señalar, a este respecto,
que, en todo punto de la circunferencia y para ese punto, la dirección de la
tangente puede considerarse la horizontal, y, por consiguiente, la de un radio
que le es perpendicular la vertical, de suerte que todo radio es en cierto modo
un eje virtual. Lo alto y lo bajo, pues, puede considerarse que corresponden
siempre a esta dirección del radio, considerada en los dos sentidos opuestos;
pero, mientras que, en el orden de las apariencias sensibles, lo bajo esta
hacia el centro (que es entonces el centro de la tierra)17, hay que aplicar aquí el “sentido
inverso” y considerar el centro como el punto más alto en realidad18; y así, desde cualquier punto de la
circunferencia que se parta, ese punto mas alto será siempre el mismo. Al
Hombre, asimilado al rayo de la rueda, hay que representárselo con los pies en
la circunferencia y la cabeza tocando el centro; y en efecto, en el
“microcosmos”, puede decirse que en todos los aspectos, los pies están en
correspondencia con la Tierra y la cabeza con el Cielo19.
Capítulo XXIV: EL “ TRIRATNA
“
Para terminar el examen
de las concordancias entre diferentes ternarios tradicionales, diremos unas
palabras sobre el ternario Buddha, Dharma, Sangha, que constituye el Triratna
o “triple joya”, que algunos occidentales, harto impropiamente, llaman
“Trinidad búdica”. Hay que decir en seguida que no es posible hacer
corresponder exacta y totalmente sus términos con los de la Gran Tríada; no
obstante, tal correspondencia puede considerarse en algunos aspectos por lo
menos. En primer lugar, efectivamente, empezando por lo que más claramente
aparece a este respecto, el Shanga o “Asamblea”1, es decir, la comunidad búdica,
representa aquí evidentemente el elemento propiamente humano; desde el punto de
vista especial del Budismo, ocupa, en suma, el lugar de la Humanidad misma2, ya que para él el Shanga es la
porción “central” de esta última, aquella con respecto a la cual es considerado
el resto3, y también porque, de
manera general, toda forma tradicional particular sólo puede ocuparse
directamente de sus adherentes efectivos, y no de los que están, si cabe
expresarse así, fuera de su “jurisdicción”. Además, la posición “central” dada
al Shanga en el orden humano está realmente justificada (como podría
estarlo además, y por la misma razón, la de su equivalente en cualquier otra
tradición) por la presencia de los Arhats en su seno, que han alcanzado
el grado de “hombre verdadero”4, y
que, por consiguiente, están efectivamente situados en el centro mismo del
estado humano.
En cuanto al Buddha,
puede decirse que presenta el elemento trascendente, a través del cual se
manifiesta la influencia del Cielo, y que, como consecuencia, “encarna”, por
decirlo así, dicha influencia con respecto a sus discípulos directos e
indirectos, que se transmiten unos a otros una participación en ella por una
“cadena” continua, por medio de los ritos de admisión en el Sangha.
Diciendo esto de Buddha, por lo demás, pensamos menos en el personaje
histórico considerado en sí mismo, fuera lo que fuere éste de hecho (lo cual
sólo tiene una importancia totalmente secundaria desde el punto de vista en que
nos situamos aquí), que en lo que representa5
en virtud de los caracteres simbólicos que se le atribuyen6, y que lo hacen aparecer ante todo con
las características del Avatâra7.
En suma, su manifestación es propiamente el “redescenso del Cielo a la Tierra”
de que habla la Tabla de Esmeralda; y del ser que así trae a este mundo
las influencias celestiales, después de haberlas “incorporado” a su propia
naturaleza, puede decirse que representa verdaderamente el Cielo con respecto
al ámbito humano. Indudablemente, esta concepción está muy lejos del Budismo “racionalizado”
con el cual los occidentales se han familiarizado por los trabajos de
orientalistas; es posible que corresponda a un punto de vista “mahayanista”
pero ello no puede ser una objeción válida para nosotros, pues parece que el
punto de vista “hinayanista” que se ha dado en presentar como “original” sin
duda porque concuerda demasiado bien con algunas ideas preconcebidas, no sea,
por el contrario, otra cosa que producto de una simple degeneración
Por lo demás, la
correspondencia que acabamos de indicar no hay que tomarla por una
identificación pura y simple, pues, si bien Buddha representa en cierta
forma el principio “celestial” esto sólo es en sentido relativo, y en cuanto es
en realidad el “mediador”, es decir, en cuanto desempeña el papel que es
propiamente el del “Hombre Universal”8.
Por ello, en lo que concierne al Shanga, para asimilarla a la Humanidad
hemos tenido que restringirnos a la consideración de ésta en el sentido
individual exclusivamente (incluido el estado de “hombre verdadero”, que aún no
es más que la perfección de la individualidad); y hay que agregar además que la
Humanidad aparece aquí concebida “colectivamente” (puesto que se trata de una
“Asamblea”) más bien que “específicamente”. Podría decirse, pues, que, si bien
hemos hallado aquí una relación comparable a la del Cielo y el Hombre, los dos
términos de esta relación, sin embargo, están comprendidos en lo que la
tradición extremo-oriental designa como “Hombre” en el sentido más completo y
“comprehensivo” de la palabra, y que, en efecto, ha de contener en sí misma una
imagen de la Gran Tríada entera.
Por lo que hace al Dharma
o la “Ley”, es más difícil encontrar una correspondencia precisa, aun con
reservas como las que acabamos de formular para los otros dos términos del ternario;
la palabra dharma, además, tiene en sánscrito múltiples sentidos, que
hay que saber distinguir en los distintos casos en que se emplea, y que hacen
poco menos que imposible una definición general. Sin embargo, se puede señalar
que la raíz de esta palabra tiene propiamente el sentido de “soportar”9, y hacer, a este respecto, una
asociación con la Tierra, que “soporta”, según lo que se ha explicado antes; se
trata, en suma, de un principio de conservación de los seres, luego de
estabilidad, al menos en la medida en que ésta es compatible con las
condiciones de la manifestación, pues todas las aplicaciones del dharma
conciernen siempre al mundo manifestado; y, tal como hemos dicho acerca del
papel atribuido al Niu-kua, la función de asegurar la estabilidad del mundo
corresponde al lado “substancial” de la manifestación. Es verdad que, por otra
parte, la idea de estabilidad se refiere a algo que, en el propio ámbito del
cambio, escapa al cambio, pues ha de situarse en el “Medio Invariable”; pero es
algo que viene del polo “substancial”, es decir, del lado de las influencias
terrenales, por la parte inferior del eje recorrida en sentido ascendente10. Por lo demás, la noción de dharma,
entendida así, no está limitada al hombre, sino que se extiende a todos los
seres y a todos sus estados de manifestación; así pues, puede decirse que, en
si misma es de orden propiamente cósmico; pero en la concepción búddhica de la
“Ley”, se la aplica especialmente al orden humano, de suerte que, si bien
presenta cierta correspondencia relativa con el término inferior de la Gran
Tríada, éste ha de considerarse aquí con respecto a la Humanidad, siempre
entendida en sentido individual.
Puede señalarse también
que en la idea de “ley”, en todos los sentidos y aplicaciones de que es
susceptible, hay cierto carácter de “necesidad”11
o de “constreñimiento”, que la sitúa del lado del “Destino”, y también que el dharma
expresa en suma, para todo ser manifestado, la conformidad con las condiciones
que se le imponen exteriormente por el medio ambiente, esto es, por la
“Naturaleza” en el sentido más amplio de la palabra. Y entonces puede
comprenderse porqué el Dharma búdico tiene la rueda como símbolo
principal, con arreglo a lo que anteriormente hemos expuesto acerca del
significado de ésta12; y al
propio tiempo, por esta representación, se ve que se trata de un principio
pasivo con respecto a Buddha, puesto que es éste quien “hace girar la
rueda de la ley”13.
Además ha de ser así evidentemente, puesto que el Buddha se sitúa del
lado de las influencias celestiales, como lo hace el Dharma14 si no tuviese que aplicarla a la
Humanidad, así como, según hemos visto más arriba, la Providencia no tendría
nada en común con el Destino sin el Hombre, que vincula uno a otro los dos
términos extremos del “ternario universal “.
Capítulo XXV: LA CIUDAD DE
LOS SAUCES
Aunque, como hemos dicho
desde el comienzo, no tenemos intención de estudiar especialmente aquí el
simbolismo rituálico de la Tien ti huei, hay, no obstante, un punto
sobre el que queremos llamar la atención, pues se refiere claramente a
simbolismo “polar” que no carece de relación con algunas de las consideraciones
que hemos expuesto. El carácter “primordial” de tal simbolismo, cualesquiera
que sean las formas particulares que pueda adoptar, se ve especialmente por lo
que hemos dicho respecto de la orientación; y eso es fácil comprenderlo, puesto
que el centro es el “lugar” que corresponde propiamente al “estado primordial”,
y además el centro y el polo son en el fondo una sola y misma cosa, pues en
esto se trata siempre del punto único que permanece fijo e invariable en todas
las revoluciones de la “rueda del devenir”1.
El centro del estado humano, pues, puede representarse como polo terrenal, y el
Universo total como polo celestial; y puede decirse que el primero es así el
“lugar” del “hombre verdadero”, y el segundo el del “hombre transcendente”.
Además, el polo terrenal es como el reflejo del polo celestial, puesto que, en
cuanto está identificado con el centro, es el punto en que se manifiesta
directamente la “Actividad del Cielo”; y estos dos polos están unidos entre si
por el “Eje del Mundo”, según la dirección del cual se ejerce esta “Actividad
del Cielo”2. Por eso a algunos
símbolos estelares, que pertenecen propiamente al polo celestial, se los puede
relacionar también con el polo terrenal, en el que se reflejan, si cabe
expresarse así, por “proyección” en el ámbito correspondiente. Por
consecuencia, salvo en los casos en que los dos polos son señalados
expresamente por símbolos distintos, no hay por qué diferenciarlos, teniendo
así su aplicación el mismo simbolismo en dos diferentes grados de la universalidad;
y esto, que expresa la identidad virtual del centro del estado humano con el
del ser total3, al propio tiempo
corresponde también a lo que decíamos más arriba, de que el “hombre verdadero”,
desde el punto de vista humano, no se lo puede distinguir de la “huella” del
“hombre transcendente”.
En la iniciación a la Tien-ti-huei,
el neófito, después de haber pasado por diferentes etapas preliminares, a la
última de las cuáles se designa como el “Círculo del Cielo y de la Tierra (Tien-ti-kiuen),
llega finalmente a la “Ciudad de los Sauces” (Mu-tang-cheng), llamada
también “casa de la Gran Paz” (Tai-ping-chuang)4. El primero de estos dos nombres se
explica por el hecho de que, en la China, el sauce es símbolo de inmortalidad;
equivale, pues, a la acacia en la Masonería, o al “ramo dorado” en los
misterios antiguos5; y, a
causa de este significado, la “Ciudad de los Sauces” es propiamente la
“estancia de los Inmortales”6. En
cuanto a la segunda denominación, indica, tan claramente como es posible, que
se trata de un lugar considerado “central”7,
pues la “Gran Paz” (en árabe Es-Sakînah)8
es lo mismo que la Shekinah de la Kábbala hebraica, es decir, la
“presencia divina”, que es la manifestación misma de la “Actividad del Cielo”,
y que, como ya hemos dicho, no puede residir efectivamente sino en tal lugar, o
en un “santuario” tradicional que se le asimila. Este centro puede representar
además, conforme a lo que acabamos de decir, bien el del mundo humano, bien el
del Universo total, el hecho de que esta más alla del “Circulo del Cielo y de
la Tierra” expresa, según el primer significado, que aquel que lo ha alcanzado
escapa por ello mismo al movimiento de la “rueda cósmica” y a las vicisitudes
del yin y el yang, luego a la alternancia de vidas y muertes, que
es su consecuencia, de suerte que se le puede llamar verdaderamente “inmortal”9; y, según el segundo significado, hay
una alusión bastante explícita a la situación “extracósmica” de la “techumbre
del Cielo”.
Ahora, lo que es
notabilísimo, es que a la “Ciudad de los Sauces” se la representa ritualmente
por un celemín lleno de arroz, y en el cual están plantados diversos
estandartes simbólicos10; esta
representación puede parecer más bien extraña, pero se explica sin dificultad
tan pronto como se sabe que “celemín” (Teu) es en la China el nombre de
la Osa Mayor11. Pues bien, se sabe qué
importancia se le da tradicionalmente a esta constelación; y, particularmente
en la tradición hindú, a la Osa Mayor (sapta-riksha) se la considera
simbólicamente morada de los siete Rishis, lo que la hace en verdad
equivalente de la “estancia de los inmortales”. Además, como los siete Rishis
representan la sabiduría “suprahumana” de los cielos anteriores al nuestro, es
también como una especie de “arca” en la que esta contenido el depósito del
conocimiento tradicional, a fin de asegurar su conservación y su transmisión de
edad en edad12; por ello, además, es
una imagen de los centros espirituales que tienen en efecto esta función y,
ante todo, del centro supremo que guarda el depósito de la Tradición
primordial.
A este respecto,
mencionaremos otro simbolismo “polar” no menos interesante, que se encuentra en
los antiguos rituales de la Masonería operativa: con arreglo a alguno de estos
rituales, la letra G está representada en el centro de la bóveda, en el punto
mismo que corresponde a la Estrella polar13;
una plomada, suspendida de esta letra G, cae directamente al centro de una
esvástica trazada en el pavimento, y que representa así el polo terrestre14: es la “plomada del Gran Arquitecto
del Universo”, que, suspendida en el punto geométrico de la “Gran Unidad”15, desciende del polo celestial al
terrenal, y es así la figura del “Eje del Mundo”. Puesto que nos hemos visto
conducidos a hablar de la letra G, diremos que en realidad debió de ser en
realidad un iod hebraico, al que sustituyó, en Inglaterra, a
consecuencia de una asimilación fonética de iod con God, cosa
que, en el fondo, no cambia su sentido16;
las interpretaciones diversas que de ello se han dado de ordinario (de las que
la más importante es la que se refiere a la “Geometría”), como en su mayor
parte sólo son posibles en las lenguas occidentales modernas, no representan,
por más que digan algunos17, sino
acepciones secundarias que accesoriamente se han agrupado en torno a este
significado esencial18. La
letra iod, primera del Tetragrama, representa el Principio, de suerte
que se considera que constituye por sí sola un nombre divino; además, en sí
misma, es por su forma el elemento principial del que derivan todas las demás
letras del alfabeto hebraico19. Hay
que agregar que "I", la letra correspondiente del alfabeto latino, es
también, tanto por su forma rectilínea como por su valor en las cifras romanas,
símbolo de la Unidad20; y lo
que al menos es curioso es que el sonido de esta letra es el mismo que el de la
palabra china "i", que, como hemos visto, también significa la
unidad, bien en su sentido aritmético, bien en su transposición metafísica21. Lo que tal vez es aún más curioso es
que Dante, en la Divina Comedia, ponga en boca de Adán que el primer
nombre de Dios fue I22 (lo
que corresponde además, conforme a lo que acabamos de explicar, a la
“primordialidad” del simbolismo “polar”) viniendo a continuación el nombre El
y que Francesco da Barberino, en su Tractatus Amoris, se hiciese
representar a si mismo en actitud de adoración ante la letra I23. Ahora es fácil comprender lo que ello
significa: ya se trate del iod hebraico o del i chino, ese
“primer nombre de Dios”, que con toda probabilidad era también su nombre secreto
entre los Fedeli d’Amore, no es otra cosa, en definitiva, que la
expresión misma de la Unidad principial24.
Capítulo XXVI: LA VIA DEL
MEDIO
Terminaremos este
estudio por una última observación al respecto de la “Via del Medio”: hemos
dicho que ésta, identificada con la “Vía del Cielo”, es representada por el eje
vertical considerado en sentido ascendente; pero conviene añadir que esto
corresponde propiamente al punto de vista de un ser que, situado en el centro
del estado humano, tiende a elevarse de allí a los estados superiores, sin
haber alcanzado todavía la realización total. Cuando, por el contrario, este
ser se ha identificado con el eje por su “ascensión”, según la dirección de
éste, hasta la “techumbre del Cielo”, se puede decir que, por ello mismo, ha
hecho que el centro del estado humano, que ha sido su punto de partida,
coincida para él con el centro del ser total. En otros términos, para tal ser,
el polo terrenal no es sino uno con el polo celestial; y, en efecto, así debe
ser necesariamente, puesto que ha alcanzado finalmente el estado principial,
que es anterior (si se puede emplear todavía en semejante caso una palabra que
evoca el simbolismo temporal) a la separación del Cielo y Tierra. Desde ese
momento, ya no hay eje propiamente hablando, como si ese ser, a medida que se
identifica con el eje, lo hubiese “reabsorbido”, por decirlo así, hasta
reducirlo a un punto único; pero, por supuesto, ese punto es el centro que
contiene en sí mismo todas las posibilidades, no ya tan sólo de un estado
particular, sino de la totalidad de los estados manifestados y no-manifestados.
Solamente para los demás seres subsiste el eje tal cual era, puesto que nada
hay cambiado en su estado y han permanecido en el ámbito de las posibilidades
humanas; sólo con respecto a ellos, pues, puede hablarse de “redescenso” como
lo hemos hecho, y entonces es fácil comprender que este “redescenso” aparente
(que, no obstante también es una realidad en su orden) en modo alguno puede
afectar al “hombre transcendente” mismo.
El centro del ser total
es el “Palacio Santo” de la Kábbala hebraica, del que hemos hablado en otro
lugar1; es, podría decirse
siguiendo con el simbolismo espacial, la “séptima dirección”, que no es ninguna
dirección particular, sino que las contiene a todas principialmente.
Además, según otro simbolismo que acaso algún día tendremos ocasión de expresar
más detalladamente, es el “séptimo rayo” del sol, el que pasa por su centro
mismo, y al que, como en realidad no es sino uno con ese centro, no se puede
representar realmente sino por un punto único. Es además la verdadera “Via del
Medio”, en su acepción absoluta, pues sólo ese centro es el “Medio” en todos
los sentidos; y, cuando decimos aquí “sentidos”, no nos referimos solamente a
los diferentes significados de que es susceptible una palabra, sino que, una
vez más, aludimos al simbolismo de las direcciones del espacio. Los centros de
los diversos estados de existencia no tienen en efecto el carácter de “Medio”
más que por participación y como por reflejo, y, como consecuencia, no lo
tienen más que incompletamente; si tomamos de nuevo la representación
geométrica de los tres ejes de coordenadas a los que se reduce el espacio,
puede decirse que ese punto es el “Medio” con respecto a dos de esos ejes, que
son los ejes horizontales que determinan el plano del que es centro, pero no
con respecto al tercero, esto es, al eje vertical según el cual recibe esa
participación en el centro total.
En la “Vía del Medio”,
tal como acabamos de entenderla, no hay ni “derecha ni izquierda, ni delante ni
detrás, ni arriba ni abajo”; y se puede ver fácilmente que, mientras el ser no
ha llegado al centro total, sólo los dos primeros de estos tres conjuntos de
términos complementarios pueden volverse inexistentes para él. En efecto, tan
pronto como el ser ha llegado al centro de su estado de manifestación, está más
allá de todas las oposiciones contingentes que resultan de las vicisitudes del yin
y el yang2, y desde ese momento
ya no hay “ni derecha ni izquierda”; además, la sucesión temporal ha
desaparecido, transmutada en simultaneidad en el punto central y “primordial”
del estado humano3 (y
naturalmente ocurrirá lo mismo con cualquier otro modo de sucesión, si se
tratase de las condiciones de otro estado de existencia), y así puede decirse,
según lo que hemos expuesto a propósito del “triple tiempo”, que no hay ya “ni
delante ni detrás”; pero sigue habiendo “arriba y abajo” con respecto a este
punto, e incluso en todo el recorrido del eje vertical, y por eso éste último
no es aún la “Via del Medio” más que en sentido relativo. Para que no haya “ni
arriba ni abajo”, es preciso que el punto en que se sitúa el ser esté
identificado efectivamente con el centro de todos los estados; de este punto,
extendiéndose indefinida e igualmente en todos los sentidos, parte el “vórtice
esférico universal” de que hemos hablado en otro lugar4, y que es la “Vía” según la cual fluyen
las modificaciones de todas las cosas; pero a ese mismo “vórtice”, como en
realidad no es sino el despliegue de las posibilidades del punto central, se lo
ha de concebir como por entero contenido en él principialmente5, pues, desde el punto de vista principial
(que no es ningún punto de vista particular y “distintivo”), es el centro de lo
que es el todo. Por eso, según la frase de Lao-tsé, “La vía que es una vía (que
puede recorrerse) no es la Vía (absoluta)”6,
porque, para el ser que se ha establecido efectivamente en el centro total y
universal, es ese punto único mismo, y sólo él, lo que es verdaderamente la
“Vía” fuera de la cual nada es.
1 Véase El
Reino de la Cantidad y los Signos de los tiempos, cap. XXXV.
2 Cf. el
comienzo de los Rasâil Ikhwân Es-Safâ, que contiene una exposición
clarísima de esta doctrina pitagórica.
3 Es
importante subrayar que decimos “formadora” y no “creadora”; esta distinción
tomará su sentido más preciso si se considera que a los cuatro términos del
cuaternario pitagórico se los puede poner respectivamente en correspondencia
con los “cuatro mundos” de la Kábbala hebrea.
4 Recordemos
a este respecto que, según la doctrina hindú, Buddhi, que es el
Intelecto puro y que, como tal, corresponde al Spiritus y a la
manifestación informal, es ella misma la primera de las producciones de Prakriti,
al mismo tiempo que es también, por otro lado, el primer grado de la
manifestación de Atmâ o del Principio trascendente (V. L´Homme et son
devenir selon le Vêdânta, cap. VII)
5 Véase Le
Symbolisme de la Croix, capítulo XXIV.
6 El rayo
luminoso y el plano de reflexión corresponden exactamente a la línea vertical y
a la línea horizontal tomadas para simbolizar respectivamente el Cielo y la
Tierra (V. anteriormente, fig. 7)
7 Es
evidente que se trata aquí esencialmente de una anterioridad lógica, siendo
además considerados los tres términos en simultaneidad como elementos
constitutivos del ser.
8 Estas
últimas observaciones pueden permitir el comprender que, en el simbolismo
hermético de la Masonería escocesa, el Spiritus y el Anima sean
representados respectivamente por las figuras del Espíritu Santo y de la
Virgen, lo que es una aplicación de orden menos universal que la que hace
corresponder éstos a Purusha y a
Prakriti como hemos dicho al principio. Hace falta añadir que, en este
caso, lo que se considera como el
producto de los dos términos en cuestión no es el cuerpo, sino algo de otro
orden, que es la Piedra filosofal, frecuentemente asimilada, en efecto,
simbólicamente a Cristo; y, desde este punto de vista, su relación es aún más
estrictamente conforme a la noción del complementarismo propiamente dicho que
en lo que concierne a la producción de
la manifestación corporal.
9 Cf. Le
Règne de la Quantité et les Signes des Temps, cap. XX.
10 Comparando
esta figura con la figura 8, se comprobará que la imagen esquemática del
"mundo intermedio" aparece en cierto modo como una "vuelta"
o un "giro" de la del conjunto del Cosmos; sería posible deducir de
esta observación, en lo que concierne a las leyes de la manifestación sutil,
ciertas consecuencias bastante importantes, pero que no podemos ni pensar en
desarrollar aquí.
1 Apenas hay
necesidad de decir que no se trata aquí de los cuerpos que portan los mismos
nombres en la química vulgar ni tampoco de cuerpos cualesquiera, sino más bien
de principios.
2 Señalemos al respecto que la palabra griega theion, que es la
designación del Azufre, significa al mismo tiempo "divino".
3
Encontraremos más adelante esta consideración de la voluntad a propósito del
ternario "Providencia", Voluntad, Destino". El "hombre
trascendente", es decir, aquel que ha realizado en sí mismo al
"Hombre Universal" (el-insânul-kâmil), es, en el lenguaje del
hermetismo islámico, designado como el "Azufre rojo" (el-kebrîtul-ahmar),
que es también representado simbólicamente por el Fénix; entre él y el
"hombre verdadero" u "hombre primordial" (el-insânul-qadîm),
la diferencia es la que existe entre la "obra al rojo" y la
"obra al blanco", correspondientes a la perfección respectiva de los
"grandes misterios" y de los "pequeños misterios".
4 Por ello
se encuentra también, entre sus diversas designaciones, la de "húmedo
radical".
5 Se
recordará aquí lo que hemos indicado anteriormente con respecto a la doble
espiral considerada como "esquema del ambiente"; el Mercurio de los
hermetistas es en suma la misma cosa que la "luz astral" de
Paracelso, o lo que algunos autores más recientes, como Eliphas Lévi, han
denominado más o menos justamente el "gran agente mágico", si bien,
en realidad, su actuación en el dominio de las ciencias tradicionales, esté muy
lejos de limitarse a esta aplicación de orden inferior que constituye la magia
en el sentido propio de la palabra, como lo muestran suficientemente las
consideraciones que hemos expuesto a propósito de la "solución" y de la
"coagulación" herméticas. Cf. también Aperçus sur l´Initiation,
cap. XLI.
6 Las
corrientes de fuerza sutil pueden además dar efectivamente una impresión de
este género a los que las perciben, y ello mismo puede ser una de las causa de
la ilusión "fluídica" tan común al respecto, sin perjuicio de las
razones de otro orden que han contribuido también a dar nacimiento a esta
ilusión o a mantenerla. Cf. Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps,
cap. XVIII.
7 Se trata
entonces de lo que los hermetistas denominan el Mercurio "animado" o
"doble" para distinguirlo del Mercurio ordinario, es decir, tomado
pura y simplemente como es en sí mismo.
8 Hay
analogía con la formación de una sal en el sentido químico de la palabra, en tanto
que ésta es producida por la combinación de un ácido, elemento activo, y de un
álcali, elemento pasivo, que desempeñan respectivamente, en este caso especial,
funciones comparables a las del Azufre y del Mercurio, pero que, entiéndase
bien, difieren esencialmente de éstos en que son cuerpos y no principios; la
sal es neutra y se presenta generalmente bajo forma cristalina, lo que puede
acabar de justificar la transposición hermética de esta designación.
9 Es la
"piedra cúbica" del simbolismo masónico; hay que precisar, por lo
demás, que se trata aquí de la "piedra cúbica" ordinaria, y no de la
"piedra cúbica en punta", que simboliza propiamente la Piedra
filosofal, la pirámide sobre el cubo representa un principio espiritual que viene
a fijarse sobre la base constituida por la Sal. Se puede destacar que el
esquema plano de esta "piedra cúbica en punta", es decir, el cuadrado
cubierto por el triángulo, no difiere del signo alquímico del Azufre sino por
la sustitución de la cruz por el cuadrado; los dos símbolos tiene la misma
correspondencia numérica, 7= 3+4, donde el septenario aparece como compuesto
por un ternario superior y por un cuaternario inferior, relativamente
"celeste" y "terrestre" uno con relación a otro; pero el
cambio de la cruz en cuadrado expresa la "fijación" o la
"estabilización" en una "entidad" permanente, de la cual el
azufre ordinario no representaba aún más que el estado de virtualidad, y que él
no ha podido realizar efectivamente más que tomando un punto de apoyo en la
resistencia misma que le opone el Mercurio en tanto que "materia de la
obra".
10 Por lo que
hemos indicado en la nota precedente, se puede entonces comprender la
importancia del cuerpo (o de un elemento "terminante" correspondiente
a este en las condiciones de otro estado de existencia) como
"soporte" de la realización iniciática. Añadamos a este respecto que,
si es primero el Mercurio la "materia de la obra" como acabamos de
decir, la Sal se convierte en ella a continuación y bajo otro aspecto, como lo
muestra la formación del símbolo de la "piedra cúbica en punta"; es a
lo que se refiere la distinción que hacen los hermetistas entre su
"primera materia" y su "materia próxima".
11 Desde este
punto de vista, la transformación de la "piedra bruta" en
"piedra cúbica" representa la elaboración que debe sufrir la
individualidad ordinaria para poder ser apta para servir de "soporte"
o de "base" a la realización iniciática; la "piedra cúbica en
punta" representa la inserción efectiva en esta individualidad de un
principio de orden supraindividual, que constituye la realización iniciática
misma , la cual, por lo demás, puede ser considerada de una manera análoga y,
por lo tanto, ser representada por el mismo símbolo en sus diferentes grados,
siendo estos siempre obtenidos por operaciones correspondientes entre ellas,
bien que a niveles diferentes, como la "obra al blanco" y la
"obra al rojo" de los alquimistas.
1 Para la
exposición detallada de esta representación geométrica, remitiremos como
siempre a nuestro estudio sobre Le Symbolisme de la Croix.
2 Decimos
aquí "cuerpo-alma" más bien
que "cuerpo-espíritu", porque, de hecho, en semejante caso es siempre
el alma la que se toma abusivamente en lugar del espíritu, permaneciendo éste
completamente ignorado en realidad.
3 Cf. Les Etats multiples de l´Etre,
cap. III.
4 Esto se relaciona con el punto de vista que corresponde al sentido
horizontal en la representación geométrica; si se consideran las cosas en
sentido vertical, esta solidaridad de todos los seres aparece como una
consecuencia de la unidad principial misma de la cual toda existencia
procede necesariamente.
5 Tales
condiciones son las que a veces se denominan causas ocasionales, pero es
evidente que no se trata de causas en el sentido verdadero de esta palabra, bien
que podrían presentar su apariencia cuando uno se atiene al punto de vista más
exterior; las verdaderas causas de todo lo que le sucede a un ser son siempre,
en el fondo, las posibilidades que son inherentes a la naturaleza misma de este
ser, es decir, algo de orden puramente interior.
6 Véase lo
que hemos dicho en otra parte, a propósito de las cualificaciones iniciáticas,
sobre las enfermedades de origen aparentemente accidental (Aperçus sur
l'Initiation, cap. XIV).
7 Conviene
decir que la muerte corporal no coincide forzosamente con un cambio de estado
en el sentido estricto de la palabra, y que puede representar solamente un
simple cambio de modalidad en el interior de un mismo estado de existencia
individual; pero, guardando todas las proporciones, las mismas consideraciones
se aplican igualmente en todos los casos.
8 O de una
parte de esas condiciones cuando se trata solamente de un cambio de modalidad,
como el paso a una modalidad extra-corporal de la individualidad humana.
9 Es de
señalar que, en sánscrito, la palabra "jâti" significa a la
vez "nacimiento" y
"especie" o "naturaleza específica".
10
Naturalmente, el caso de la casta no se
exceptúa aquí; ello resulta, por lo demás, más visiblemente que para cualquier otro
caso, de la definición de la casta como siendo la expresión misma de la
naturaleza individual (varna) y formando, por así decir, uno con ésta,
lo que indica bien que ella no exista más que en tanto que el ser es
considerado en los límites de la individualidad, y que, si ella existe
necesariamente en tanto que está ahí contenida, no podría subsistir para él más allá de esos mismos límites,
encontrándose todo lo que constituye su razón de ser exclusivamente en el
interior de estos y no pudiendo trasladarse a otro dominio de existencia, donde
la naturaleza individual de que se trata no responde ya a ninguna posibilidad.
11 Tal es, de
manera general, el principio mismo de todas las aplicaciones
"adivinatorias" de las ciencias tradicionales.
1 Se puede ver
también en estas mismas palabras, desde el punto de vista propiamente
iniciático, una indicación muy clara de la doble realización
"ascendente" y "descendente"; pero ese es un punto que no
podemos ni soñar en desarrollarlo actualmente.
2 Al
respecto, observaremos de pasada que, siendo simbolizado el descenso de las
influencias celestiales por la lluvia, es fácil comprender cuál es en realidad
el sentido profundo de los ritos que tienen como fin aparente el "hacer
llover"; tal sentido es evidentemente independiente de la aplicación
"mágica" que ve en él el vulgo, y que por lo demás, no se trata de
negar, sino solamente de reducirlo a su justo valor contingente de orden muy
inferior. Es interesante señalar que este simbolismo de la lluvia ha sido
conservado, a través de la tradición hebrea, hasta en la misma liturgia
católica "Rorate Coeli desuper, et nubes pluant Justum"
(Isaías, XLV, 8). El "Justo" del que aquí se trata, puede ser
considerado como el "mediador" que "redesciende del Cielo a la
Tierra", o como el ser que, teniendo efectivamente la plena posesión de su
naturaleza celestial, aparece en este mundo como el Avatâra.
3 Entiéndase
bien que, en el fondo, el acuerdo se extiende a todas las tradiciones sin
excepción, pero queremos decir que el modo mismo de expresión del que se trata
aquí, no es exclusivamente propio de la tradición extremo-oriental.
4 Por lo
demás, esto puede aplicarse analógicamente a niveles diferentes según que se
considere la entera manifestación universal, o solamente un estado particular
de manifestación, es decir, un mundo, o un ciclo más o menos restringido en la
existencia de ese mundo: en todos los casos, habrá siempre como punto de
partida, algo que corresponderá, en un sentido más o menos relativo, a la
"separación del Cielo y de la Tierra".
5 Sobre la
significación de este eje vertical, Cf. Le Symbolisme de la Croix, cap.
XXIII.
6 En el
esoterismo islámico, se dice de tal ser que "sostiene el mundo por su sola
respiración"
7 Decimos
"expresiones" en tanto que esos ritos representan simbólicamente la
función de que se trata; pero hay que comprender que, al mismo tiempo, es por
el cumplimiento de los ritos como el hombre cumple efectiva y conscientemente
esta función, tal es una consecuencia inmediata de la eficacia propia que es
inherente a los ritos, y sobre la cual nos hemos explicado suficientemente en
otra parte para que sea necesario insistir de nuevo (Véase Aperçus sur
l´Initiation).
8 En
términos específicamente cristianos, es la unión de la naturaleza divina y de
la naturaleza humana en Cristo, que tiene efectivamente tal carácter de
"mediador" por excelencia (Cf. Le Symbolisme de la Croix, cap.
XXVIII). La concepción del "Hombre Universal" extiende a la manifestación
entera, por transposición analógica, esa función que el "hombre
verdadero" ejerce solamente, de hecho, con relación a un estado particular
de existencia.
9 La
superficie plana como tal, está naturalmente en relación directa con la línea
recta, elemento del cuadrado, una y otra pudiendo definirse igualmente, de
manera negativa, por la ausencia de curvatura.
10 Por ello
el diagrama llamado Lo-chou fue, se dice, presentado a Yu el Grande por
una tortuga; y también de ahí deriva el uso que se hace de la tortuga en
ciertas aplicaciones especiales de las ciencias tradicionales, especialmente en
el orden "adivinatorio".
11 Sobre las
relaciones del punto con la extensión, Cf. Le Symbolisme de la Croix,
capítulos XVI y XXIX.
12 Le
Règne de la Quantité et les Signes des Temps, cap. XX.
13 Hemos ya
insistido en otras ocasiones sobre la distinción que debe hacerse, de manera
general, entre una función tradicional y el ser que la desempeña, lo que está vinculado
propiamente a la primera siendo independiente de lo que vale el segundo en sí
mismo y como individuo (ver especialmente Aperçus sur l´Initiation,
cap. XLV)
14 Como la
tortuga, el simbolismo de la cual estaba relacionado, como veremos, por la figuración
del Lo-chou que proporcionaba su plano.
15 Este eje
no siempre es representado visiblemente en los edificios tradicionales que
acabamos de mencionar, pero, esté o no, no deja de desempeñar una función
capital en su construcción, que se ordena en cierto modo toda entera con
relación a él.
16 Este
detalle, que se encuentra en otros casos y especialmente en el del stûpa,
tiene mucha mayor importancia de lo que se podría creer a primera vista, pues,
desde el punto de vista iniciático, se relaciona con la representación
simbólica de la "salida del Cosmos".
1 Haremos
notar que, en inglés, la misma palabra square designa a la vez la
escuadra y el cuadrado; en chino igualmente, la palabra fang tiene las
dos significaciones.
2 La manera
como el compás y la escuadra son dispuestos uno con relación a la otra, en los
tres grados de la Craft Masonry, muestra las influencias celestiales
dominadas primero por las influencias terrestres, desprendiéndose después
gradualmente de ellas y terminando por dominarlas a su vez.
3 Cuando
esta posición es invertida, el símbolo toma un significado particular que debe
ser relacionado con la inversión del símbolo alquímico del Azufre para
representar el cumplimiento de la "Gran Obra", así como con el
simbolismo de la lámina 12 del Tarot.
4 La
Estrella flamígera es una estrella de cinco puntas, y 5 es el número del
"microcosmos"; tal asimilación es además indicada expresamente en el
caso donde la figura misma del hombre es representada en la estrella (la
cabeza, los brazos, y las piernas se identifican a sus cinco puntas), como se
ve especialmente en el pentagrama de Agrippa.
5 Según un
antiguo ritual, "la Estrella flamígera es un símbolo del Masón (se podría
decir más generalmente del iniciado) resplandeciente de luz en medio de las
tinieblas (del mundo profano). Hay aquí una alusión evidente a estas palabras
del Evangelio de San Juan (I,5): Et Lux in tenebris lucet, et tenebrae eam
non comprehenderunt".
6 Por tanto,
no carece de razón que la Logia de los Maestros sea llamada la "Cámara del
Medio".
7 En
relación con la fórmula masónica que acabamos de citar, se puede citar que la
expresión china "bajo el Cielo" (Tien-hia), que hemos ya
mencionado y que designa al conjunto del cosmos, es susceptible de tomar, desde
el punto de vista propiamente iniciático, un sentido particular,
correspondiente al "Templo del Espíritu Santo, que está en todas
partes", y donde se reúnen los Rosa-Cruz, que son también los
"hombres verdaderos" (Cf. Aperçus sur l´Initiation, capítulos
XXXVII y XXXVIII). Recordaremos también a este propósito que "el Cielo
cubre, y que precisamente los trabajos masónicos deben efectuarse "a
cubierto", siendo la Logia además una imagen del Cosmos (Cf. Le Roi du
Monde, cap. VII)
8 Aperçus
sur l´Initiation, cap. XXXIX.
9 El
triángulo mantiene aquí el lugar del cuadrado, siendo como él una figura
rectilínea, y ello no cambia nada del simbolismo de que se trata.
10 En rigor,
no se trata aquí de los términos mismos que son así designados en La Gran
Tríada, sino de algo que corresponde a ellos en cierto nivel y que está
comprendido en el interior del Universo manifestado, como en el caso del Tribhuvana,
pero con la diferencia de que la Tierra, en tanto que representa al estado
humano en su integridad, debe encararse como comprendiendo a la vez la Tierra y
la Atmósfera o "región intermedia" del Tribhuvana.
11 La bóveda
celeste es la verdadera "bóveda de perfección" a la cual se hace
alusión en ciertos grados de la Masonería escocesa; esperamos además poder
desarrollar en otro estudio las consideraciones de simbolismo arquitectónico
que se relacionan con esta cuestión.
12 Le Règne de la Quantité et les Signes des
Temps, cap. XX.
13 Por el
contrario, tal inversión de los atributos no existe en la figuración del Rebis
hermético, donde el compás se tiene como la mitad masculina, asociada al
Sol, y la escuadra como la mitad femenina, asociada a la Luna. Respecto a las
correspondencias del Sol y de la Luna, habría que remitirse a lo que hemos
dicho en nota precedente a propósito de los números 10 y 12, y también, por
otra parte, a las palabras de la Tabla de Esmeralda: "El Sol es su padre,
la Luna es su madre", relacionadas precisamente con el Rebis o el
"Andrógino", siendo éste la "cosa única" en la cual están
reunidas las "virtudes del Cielo y de la Tierra" (único, en efecto,
en su esencia, bien que doble, res bina, en cuanto a sus aspectos
exteriores, como la fuerza cósmica de la que hemos hablado anteriormente y que recuerdan
simbólicamente las colas de serpiente en la representación de Fo-Hi y Niu-kua.
14 Marcel
Granet reconoce expresamente este intercambio para el compás y la escuadra (La
Pensée chinoise, p. 363) así como para los números impares y pares;
ello habría debido evitarle el enojoso error de calificar al compás de
"emblema femenino" como lo hace en otra parte (nota de la página 267)
.
15 Véase Le
Règne de la Quantité, cap. XXV.
16 A la
inversión de los atributos entre Fo-Hi y Niu-Kua se puede vincular el hecho de
que, en la 3ª y 4ª láminas del Tarot, un simbolismo celeste (estrellas) es
atribuido a la Emperatriz y un simbolismo terrestre (piedra cúbica) al
Emperador; además, numéricamente y por el rango de estas dos láminas, la
Emperatriz se encuentra en correspondencia con el 3, número impar, y el
emperador con el 4, número par, lo que también repite la misma inversión.
17 Volveremos
un poco después sobre esta medida de la Tierra, a propósito de la disposición
del Ming-Tang.
18 El Imperio
organizado y regido por Fo-Hi y sus sucesores estaba constituido de modo que
fuera, como la Logia en la Masonería, una imagen del Cosmos en su conjunto.
19 El nivel y
la perpendicular son los atributos respectivos de los dos Vigilantes (Wardens),
y son puestos así en relación directa con los dos términos del complementarismo
representado por las dos columnas del Templo de Salomón. Conviene observar aún
que, mientras que la escuadra de Fo-Hi parece ser de ramas iguales, debe, por
el contrario, tener regularmente brazos desiguales; esta diferencia puede
corresponder, de manera general, a la de las formas del cuadrado y de un
rectángulo más o menos alargado; pero, además, la desigualdad de los brazos de
la escuadra se refiere más precisamente a un "secreto" de Masonería
operativa concerniente a la formación del triángulo rectángulo cuyos lados son
respectivamente proporcionales a los números 3, 4 y 5, triángulo cuyo
simbolismo encontraremos en la continuación de este estudio.
20 En ese
caso, se trata naturalmente de la derecha y de la izquierda de los personajes
mismos, y no de las del espectador.
21 En la
figura del Rebis, la mitad masculina está, al contrario, a la derecha y
la mitad femenina a la izquierda; esta figura no tiene además sino dos manos,
ostentando la derecha el compás y la izquierda la escuadra.
22 Tcheu-li
1 El
territorio de China parece haber estado comprendido por entonces entre el Río
Amarillo y el Río Azul.
2 Es al
menos curioso comprobar la singular semejanza que existe entre el nombre y el
epíteto de Yu el Grande y los de Hu Gadarn; de la tradición céltica; ¿hay que
concluir que hay aquí como
"localizaciones" ulteriores y particularizadas de un mismo
"prototipo" que se remontaría muy anteriormente, e incluso a la
Tradición primordial misma? Tal vinculación no es, por cierto, más
extraordinaria que la que hemos mencionado en otra parte con respecto a la
"Isla de los Cuatro Maestros" visitada por el Emperador Yao, del cual
precisamente Yu el Grande fue primero ministro (Le Roi du monde, cap.
IX).
3 Esta
escuadra es de brazos iguales, como hemos dicho, porque la forma del Imperio y
la de sus divisiones eran consideradas como cuadrados perfectos.
4 El otro
diagrama tradicional, llamado Ho-Tou o "Cuadro del Río", y en el
cual los números están dispuestos "cruzados", es relacionado con
Fo-Hi y con el dragón como el Lo-chou
lo es con Yu el Grande y con la tortuga.
5 Estamos
obligados a conservar esta denominación porque no tenemos otra mejor a nuestra
disposición, pero tiene el inconveniente de no indicar más que un uso muy
especial (en conexión con la fabricación de talismanes) de los cuadrados
numéricos de este género, cuya propiedad esencial es que los números contenidos
en todas las líneas verticales y horizontales, así como en las dos diagonales,
dan siempre la misma suma; en el caso aquí considerado, esta suma es igual a
15.
6 Si en
lugar de los números, se coloca el símbolo yin-yang (figura 9) en
el centro y los ocho kua o trigramas en las otras regiones, se tiene, en
una forma cuadrada o "terrestre", el equivalente del cuadro de forma
circular o "celeste" donde los kua son alojados habitualmente,
sea siguiendo la disposición del "Cielo anterior" (Sien-tien),
atribuida a Fo-Hi, sea según la del "cielo posterior" (Keu-tien),
atribuida a Wen-wang.
7 El
producto de 5 por 9 da 45, que es la suma del conjunto de los nueve números
contenidos en el cuadrado y del cual es el "medio".
8
Recordaremos a este respecto que 5+6
=11 expresa la "unión central del Cielo y de la Tierra". En el
cuadrado, las parejas de números opuestos tienen todas por suma 10= 5 x 2. Hay
que señalar aun que los números impares o yang están emplazados en mitad
de los lados (puntos cardinales), formando una cruz (aspecto dinámico), y que
los números pares o yin están colocados en los ángulos (puntos
intermedios), delimitando el cuadrado mismo (aspecto estático).
9 El reino de Mide o del
"Medio" en la antigua Irlanda; pero éste estaba rodeado solamente por
cuatro reinos correspondientes a los cuatro puntos cardinales (Le Roi du
Monde, cap. IX).
10 Esta
palabra debe tomarse aquí en el sentido preciso que tiene en geometría el
término de "figuras semejantes".
11 Ese punto
era, no precisamente centrum in trigono centri, según una fórmula
conocida en las iniciaciones occidentales, sino, de manera equivalente, centrum
in quadrato centri.
12 Se pueden
encontrar otros ejemplos tradicionales de semejante "concentración"
por grados sucesivos, y hemos dado además en otra parte uno que pertenece a la
Kábala hebrea: "El Tabernáculo de la Santidad de Jehovah, la
residencia de la Shekinah, es el Santo de los Santos que está en el
corazón del Templo, que es él mismo el centro de Sión (Jerusalén), como la
santa Sión es el centro de la Tierra de Israel, como la tierra de Israel es el
centro del mundo (cf. Le Roi du Monde, c. VI).
13 Véase Le
Roi du monde, y también Aperçus
sur l´Initiation, cap. X.
14 Hemos dado
en muchas ocasiones un ejemplo de tal identificación con el "Centro del
Mundo", en lo que concierne a la Tierra de Israel; se puede citar también,
entre otras, la del antiguo Egipto: según Plutarco, "los Egipcios dan a su
país el nombre de Chêmia (Kêmi o "tierra negra", de
donde ha venido la designación de la alquimia), y la comparan a un
corazón" (Isis et Osiris, 33; traducción de Mario Meunier, p. 116);
esta comparación, cualesquiera que sean las razones geográficas u otras que
hayan podido darse exteriormente, no se justifica en realidad más que por una
asimilación al verdadero "Corazón del Mundo".
15 V. Le
Roi du Monde, cap. III y Le Symbolisme de la Croix, cap. VII. Tal
era el Templo de Jerusalén para la tradición hebrea, y, por ello, el
Tabernáculo o el Santo de los Santos era llamado mishkan o
"habitáculo divino"; el Gran Sacerdote sólo podía penetrar en él para
cumplir, como el Emperador en China, la función de "mediador".
16 La
determinación de un lugar susceptible de corresponder efectivamente a este
"Invariable Medio" se valía esencialmente de la ciencia tradicional
que hemos ya designado en otras ocasiones con el nombre de "geografía
sagrada".
17 Hay que
relacionar el sentido de esta designación del Ming-Tang con la
significación idéntica inherente a la palabra "Logia", como ya
dijimos en otra parte (Aperçus sur l´Initiation, cap. XLVI), de donde la
expresión masónica de "lugar muy iluminado y muy regular" (cf. Le
Roi du Monde, cap. III). Por otro lado, el Ming-Tang y la Logia son
uno y otra imágenes del Cosmos (Loka, en el sentido etimológico de este término
sánscrito), considerado como el dominio o el "campo" de la
manifestación de la Luz (cf. Le Règne de la Quantité et les signes des
Temps, cap. III). Hay que añadir aún aquí que el Ming-Tang es
figurado en los locales de iniciación de la Tien-ti-houei (cf. B. Favre,
Les Societès secrètes en Chine, págs. 138-139 y 170); una de las divisas
de esta es: "Destruir la oscuridad (tsing), restaurar la luz (ming)".
Igualmente que los Maestros Masones deben trabajar para "extender la luz y
reunir lo disperso". La aplicación que de ello se ha hecho en los tiempos
modernos a las dinastías Ming y Tsing,
por "homofonía", no representa más que un fin contingente y temporal
asignado a algunas de las "emanaciones" exteriores de esta
organización, que trabajan en el dominio de las aplicaciones sociales e incluso
políticas.
18 Ellos son,
en la tradición hindú los dos ojos de Vaishwânara, que están
respectivamente en relación con las dos corrientes sutiles de la derecha y de
la izquierda, es decir, con los dos aspectos yang y yin de la
fuerza cósmica de la que hemos hablado anteriormente (cf. L´homme et son
devenir selon le Vêdânta, capítulos XIII y XXI); la tradición
extremo-oriental los designa también como el "ojo del día" y el
"ojo de la noche", apenas hay necesidad de destacar que el día es yang
y la noche es yin.
19 Nos hemos
explicado ya ampliamente en otra parte sobre el significado propiamente
iniciático de la "Luz" (Aperçus sur l´Initiation,
especialmente los cap. IV, XVI y XLVII);
a propósito de la Luz y de su manifestación "central",
recordaremos también aquí lo que se indicó anteriormente respecto al simbolismo
de la estrella flamígera, que representa al hombre regenerado residiendo en el
"Medio" y emplazado entre la escuadra y el compás que, como la base y
el techo del Ming-Tang, corresponden respectivamente a la Tierra y al
Cielo.
20 Para esos detalles, se podrá consultar M. Granet, La Pensée
chinoise, pp. 250-275. La delimitación ritual de un área como la del Ming-Tang
constituía propiamente la delimitación de un templum en el sentido
primitivo y etimológico de esta palabra (cf. Aperçus sur l'Initiation,
cap. XVII).
21 Esta
disposición en cuadrado representa, propiamente hablando, una proyección
terrestre del Zodíaco celeste dispuesto circularmente.
22 Cf. Le
Roi du Monde, cap. XI y Le Règne de la Quantité, cap. XX. -El plano
de la "Jerusalén celestial" es igualmente cuadrado.
23 El tiempo
es, por lo demás, "cambiado en espacio" al final del ciclo, de suerte
que todas sus fases deben ser consideradas entones en simultaneidad (V. Le
Règne de la Quantité, cap. XXIII).
24 Cf. Le Roi du Monde, cap. IV y cap.
XI, y Le Symbolisme de la Croix, cap. IX.
25 Esta mitad
del año se situaba en el equinoccio de otoño cuando el año comenzaba en el
equinoccio de primavera, como fue generalmente en la tradición extremo-oriental
(bien que haya habido al respecto, en ciertas épocas, unos cambios que han
debido corresponder a los cambios de orientación de los que hemos hablado anteriormente),
lo que, por lo demás, es norma len razón de la localización geográfica de esta
tradición, puesto que el Oriente corresponde a la primavera; recordamos a este
propósito que el eje Este-Oeste es un eje equinoccial, mientras que el eje
Norte-Sur es un eje solsticial.
1 Marcel
Granet parece no haber comprendido nada de las relaciones del eje y del centro,
pues escribe: "La noción de centro está lejos de ser primitiva; ha
sustituido a la noción de eje". (La Pensée chinoise, p.
104). En realidad, los dos símbolos siempre han coexistido, pues no son
equivalentes y, consecuentemente, no pueden sustituirse uno al otro; este es un
ejemplo bastante bueno de los errores a los que puede conducir el apriorismo de
quererlo considerar todo "históricamente".
2 Es por
esta cruz por la cual, por tal razón, hemos representado el término medio de la
Tríada en la fig. 6.
3 Tao-te-king,
cap. XXV. Señalemos de pasada que este texto bastaría por sí sólo para
refutar la opinión de aquellos
orientalistas que, tomándolo todo en un sentido "material" y
confundiendo el símbolo con la cosa simbolizada, se imaginan que el Cielo y la
Tierra de la tradición extremo-oriental, no son otra cosa que el Cielo y la
Tierra visibles.
4 Cf. Le Roi du Monde, cap. IV. -Si se
quieren denotar al respecto puntos de comparación entre diversas tradiciones,
se puede señalar que es en esta calidad que Hermes, que es además representado
como "rey" y "pontífice" a la vez, es llamado trismegistos
o "tres veces grande"; se puede también aproximar esta designación a
la de "tres veces poderoso", empleado en los "grados de
perfección de la Masonería escocesa y que implica propiamente la delegación de
un poder que se ha de ejercer en los tres mundos.
5 Basta para
ello con un cambio de punto de vista correspondiente a lo que hemos explicado
precedentemente con respecto al Tribhuvana comparado con la Tríada
extremo-oriental
6 Se
observará que la cualidad de "Señor de los tres mundos" corresponde
aquí al sentido vertical, y la de "Hombre Único" al sentido
horizontal.
7 La palabra
rex, "rey", expresa etimológicamente la función
"reguladora", pero aplicada de ordinario únicamente al punto de vista
social.
8 De hecho,
el sacrificio al Cielo es ofrecido también en el interior de las organizaciones
iniciáticas, pero, desde el momento que no se trata de ritos públicos, no hay
en ello ninguna "usurpación"; también los emperadores, cuando eran
ellos mismos iniciados, no podían tener más que una sola actitud, que era el
ignorar oficialmente esos sacrificios y es lo que hicieron en efecto; pero
cuando no fueron en realidad más que simples profanos, se esforzaron a veces en
prohibirlos, más o menos vanamente por lo demás, porque no podían comprender
que otros distintos a ellos eran efectivamente y "personalmente" lo
que ellos mismos no eran más que de manera simbólica y en el sólo ejercicio de
la función tradicional de la que estaban investidos.
9 A
propósito de la "Vía del Cielo", citaremos este texto del Yi-king:
"Enderezar la Vía del Cielo se llama yin con yang; enderezar
la Vía de la Tierra se llama blando (jeou) con duro (jo);
enderezar la Vía del Hombre se denomina humanidad con justicia (o bondad con
equidad). Esto es, aplicado a los términos de la Gran Tríada, la neutralización
y la unificación de los complementarios, por la cual se obtiene el retorno a la
indistinción principial. Es de señalar que los dos complementarios que
se remiten al Hombre coinciden exactamente con las dos columnas laterales del
árbol sefirótico de la Kábala (Misericordia y Rigor).
10 La palabra
ming, "mandato" es homófona de la que significa
"luz", y también de otras palabras que significan "nombre"
y "destino". -"El poder del Soberano deriva del poder del
Principio; su persona es escogida por el Cielo (Tchoang-tseu, cap. XII).
11 Nos
remitimos aquí a lo que hemos expuesto anteriormente sobre el Hombre como
"Hijo del Cielo y de la Tierra".
12 Se admite
además que el "mandato del Cielo" puede no ser recibido directamente
más que por el fundador de una dinastía, que lo transmite a continuación a sus
sucesores; pero, si se produce una degeneración tal que estos llegan a perderlo
por falta de "cualificación", esta dinastía debe terminar y ser
reemplazada por otra; hay así, en la existencia de cada dinastía, una marcha
descendente que, en su grado de localización en el tiempo y en el espacio,
corresponde en cierta manera a la de los grandes ciclos de la humanidad
terrestre.
13 Es-Çiratul-mustaqîm
en la tradición islámica (véase Le Symbolisme de la Croix, cap. XXV); se
puede aún citar aquí, entre otros ejemplos, el puente Chinvat del
Mazdeísmo.
14 Autorité
spirituelle et pouvoir temporel, cap. IV.
15 Podría
preguntarse por qué razón no decimos más bien "Pontífice-Rey", lo que
parecería sin duda más lógico a primera vista, puesto que la función
"pontifical" o sacerdotal es superior por su naturaleza a la función
real, y que se marcaría así su preeminencia designándola la primera; si
preferimos sin embargo decir "Rey-Pontífice" es porque, enunciando la
función real antes que la función sacerdotal (lo que además se hace comúnmente
y sin pensar cuando se habla de los "Reyes-Magos"), seguimos el orden
tradicional del cual hemos hablado a propósito del término yin-yang,
y que consiste en expresar lo "exterior" antes que lo "interior",
pues la función real es evidentemente de orden más exterior que la función
sacerdotal; por lo demás, en sus relaciones recíprocas, el sacerdocio es yang
y la realeza es yin, como Ananda Coomaraswamy lo ha mostrado muy bien en
su obra Spiritual Authority and Temporal
Power in the Indian Theory of Government, y que como él indica
también, en el simbolismo de las llaves, la posición es respectivamente
vertical y horizontal de aquellas que representan esas dos funciones, así como
el hecho de ser de oro la primera, correspondiente al Sol, y de plata la
segunda, correspondiendo a la Luna.
16 Cf. Autorité
spirituelle et pouvoir temporel, cap. I, y también, sobre la
"remontada" del ciclo hasta el "estado primordial" en los
"pequeños misterios", Aperçus sur l'Initiation, cap. XXXIX.
17 Él posee entonces ese mandato por
transmisión, como lo hemos indicado precedentemente, y ello es lo que le
permite, en el ejercicio de su función, mantener el lugar del "Hombre
Verdadero" e incluso del "Hombre Trascendente", aunque no haya
realizado personalmente los estados correspondientes. Hay en ello algo
comparable a la transmisión de la
influencia espiritual o barakah en las organizaciones iniciáticas
islámicas: por esta transmisión, un Jalifah puede ocupar el lugar del Shaij
y cumplir válidamente su función, sin haber llegado sin embargo
efectivamente al mismo estado espiritual que éste.
18 Cf. Autorité
spirituelle et pouvoir temporel, cap. IV.
19 Hablando
aquí de "canal", aludimos a un simbolismo que se encuentra
expresamente en diferentes tradiciones; recordaremos al respecto, no solamente
los nâdîs o "canales" por los cuales, según la tradición
hindú, las corrientes de la fuerza sutil circulan en el ser humano, sino también
y sobre todo, en la Kábala hebrea, los "canales" del árbol
sefirótico, por los cuales, precisamente, las influencias espirituales se
expanden y se comunican de un mundo a otro.
20 La
"Vía del Medio" corresponde, en el orden "microcósmico", a
la arteria sutil sushumnâ de la tradición hindú, que desemboca en el Brahma-randhra
(representado por el punto donde el mástil del carro sobresale del dosel, o el
pilar central del stûpa del domo), y, en el orden
"macrocósmico", al "rayo solar" llamado igualmente sushumna
y con el cual esa arteria está en comunicación constante; las dos corrientes
contrarias de la fuerza cósmica tienen por correspondencia en el ser humano,
como ya hemos dicho, los dos nâdîs de derecha y de izquierda, idâ
y pingalâ (cf. L´Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. XX).
Se podrá relacionar también con la distinción de las dos vías tántricas de
derecha y de izquierda de las que hemos hablado a propósito del vajra, y
que, estando representadas por una simple inclinación del símbolo axial en un
sentido o en otro, aparecen así como no siendo en realidad más que
especificaciones secundarias de la "Vía del Medio".
1
Remitiremos aquí a lo que se dijo anteriormente de la especie a propósito de
las relaciones entre el ser y el medio.
2 "En
el cuerpo de un hombre, no hay ya un hombre... Infinitamente pequeño es aquello
por lo cual él es aún un hombre (la "huella" de la que hablaremos
después), infinitamente grande es aquello por lo cual es uno con el Cielo"
(Chuang-tsé, cap. V)
3 Es lo que el Budismo expresa
con el término anâgami, es decir, "aquel que no retorna" a
otro estado de manifestación (cf. Aperçus sur l´Initiation, cap. XXXIX).
4 Cf. Le
Symbolisme de la Croix, cap. XXVIII.
5 Esos
grados se encuentran mencionados especialmente en un texto taoísta que data del
IV ó V siglo de la era cristiana (Wen-tseu, VII, 18).
6 Se
observará que, por el contrario, las etapas que pueden existir en los
"grandes misterios" no son enunciadas distintamente, pues son
propiamente "indescriptibles" en los términos del lenguaje humano.
7 En este
grado está comprendida toda la jerarquía de los funcionarios oficiales, que no
corresponde así más que a lo que hay más exterior en el orden exotérico mismo.
8 Esta
"huella" es lo que se llamaría, en lenguaje tradicional occidental, vestigium
pedis; no hacemos más que indicar este punto de pasada, pues ahí todo un
simbolismo que demandaría aún amplios desarrollos.
9 Chuang-tsé, capítulo XI.
10 Hay algo
comparable a esto en la noción occidental del Emperador según la concepción de
Dante, que ve en la "concupiscencia" el vicio inicial de todo mal
gobernante (cf. especialmente Convivio, IV, 4).
11
Igualmente, en la tradición hindú, el Chakravartî o "monarca
universal" es literalmente "aquel que hace girar la rueda", sin
participar él mismo en su movimiento.
12 Chuang-tsé,
cap. XII.
13 Esto puede
acabar de explicar lo que hemos dicho en otra parte de los Sufíes y de los
Rosa-Cruz (Aperçus sur l'Initiation, cap. XXXVIII).
14 Cf. Les
Etats multiples de l'être, cap. XIII. "En toda constitución jerárquica, los órdenes superiores poseen la
luz y las facultades de los órdenes inferiores, sin que estos tengan
recíprocamente la perfección de aquellos" (San Dionisio Areopagita, La
Jerarquía Celestial, cap. V)
1 Estas
condiciones se realizan cuando se trata de un exoterismo tradicional auténtico,
por oposición a las concepciones puramente profanas tales como las de la
filosofía moderna.
2 Relación
de subordinación del Cosmos con respecto al Principio, entiéndase bien, y no
correlación; importa destacarlo para evitar hasta la menor apariencia de
contradicción con lo que hemos dicho un poco antes.
3 Es por lo
que, según la "perspectiva" de la manifestación, el Principio aparece
como "hecho de Cielo" (Tien-ki), como hemos dicho
precedentemente. Es bastante curioso señalar que los misioneros cristianos,
cuando quieren traducir "Dios" en chino, lo traducen siempre, sea por
Tien, sea por Chang-ti, el "Soberano de lo alto", que
es, bajo una u otra denominación, lo mismo que el Cielo; ello parecería
indicar, probablemente sin que ellos tengan claramente conciencia, que, para
ellos, el punto de vista "teológico" mismo, en el sentido más propio
y más completo de esta palabra, no llega realmente hasta el Principio; ellos
por otra parte, están confundidos en eso, pero, en todo caso, muestran así las
limitaciones efectivas de su propia mentalidad y su incapacidad para distinguir
los diferentes sentidos que la palabra "Dios" puede tener en las
lenguas occidentales, a falta de términos más precisos como los que existen en
las tradiciones orientales. Con relación al Chang-ti, citaremos este
texto: "Cielo y Soberano, es todo uno: se dice Cielo cuando se habla de su
ser; se dice Soberano cuando se habla de su gobierno; siendo su ser inmenso, se
le llama Espléndido Cielo; estando la sede de su gobierno en lo alto, se le
llama Sublime Soberano" (Comentario de Tcheu-li).
4 Chuang-tsé,
cap. XI.
5 El empleo de la misma palabra "naturaleza" en los
dos sentidos, en las lenguas occidentales, aún siendo, por lo demás,
inevitable, no deja de producir ciertas confusiones: en árabe, la Naturaleza El-Fitrah,
mientras que la naturaleza manifestada es et-tabiyah .
6 Tomamos
aquí la palabra "física" en el sentido antiguo y etimológico de
"ciencia de la naturaleza" en general; pero, en inglés, la expresión natural
philosophy, que era originariamente un sinónimo suyo, ha servido durante
largo tiempo y en los tiempos modernos al menos hasta Newton, para designar
incluso la "física" en el sentido restringido y
"especializado" que adopta ordinariamente en nuestra época.
7 Podrán
recordarse a este propósito las palabras del Evangelio: "Regnum Dei
intra vos est"
8
Reencontramos aquí el doble sentido de la palabra griega theion.
9
Naturalmente, estas consideraciones, procedentes propiamente del
hermetismo, van mucho más lejos que la
simple filosofía exotérica, pero es que está tiene en efecto necesidad, por no
ser más que exotérica de ser justificada por algo que la sobrepase.
10 En ese
sentido "Dios" y la "Naturaleza" se encuentran inscritos en
cierto modo simétricamente en los símbolos del grado 14º de la Masonería
escocesa.
11 Se ve con
ello que la definición bien conocida de Dios como "acto puro" se
aplica en realidad, no al ser mismo como algunos creen, sino solamente al polo
activo de la manifestación; en términos extremo-orientales, se diría que se
relaciona con Tien y no con Tai-ki.
12 Los
historiadores de la filosofía tienen generalmente el hábito de atribuir esas
expresiones a Spinoza; pero eso es un error, pues, si es cierto que éste las ha
empleado en efecto, acomodándolas, por otro lado, a sus concepciones
particulares, no es ciertamente su autor y ellas se remontan mucho más lejos en
realidad. Cuando se habla de Natura sin especificar otra cosa, es casi
siempre de la Natura naturata de lo que se trata, bien que a veces aquel
término puede también comprender a la vez la Natura naturans y la Natura
naturata; en este último caso, no tiene correlativo, pues no hay fuera de
él más que el Principio por una parte y la manifestación por la otra, mientras
que, en el primer caso, es propiamente la Natura del ternario la que
tenemos que considerar.
13 La palabra
natura en latín, lo mismo que su equivalente phusis en griego,
contiene esencialmente la idea de "devenir": la naturaleza
manifestada es "lo que deviene", los principios de que se trata aquí
son "lo que hace devenir".
14 Lie-tsé.
15 Se trata
propiamente aquí del "vacío de forma", es decir, del estado informal
o no-formal.
16 Chuang-tsé, cap. XXI.
17 Es la
"salida del Cosmos" a la cual hemos hecho alusión a propósito del
extremo del mástil que sobrepasa el dosel del carruaje.
1 Descartes
también, por lo demás, se adhiere sobre todo a la "física"; pero él
pretende construirla por razonamiento deductivo, sobre el modelo de las
matemáticas, mientras que Bacon quiere por el contrario establecerla sobre una
base experimental.
2 Aparte,
bien entendido, de las reservas que habría que hacer sobre la manera totalmente
profana con la cual las ciencias son ya concebidas por entonces; pero hablamos
solamente aquí de lo que es reconocido como objeto de conocimiento,
independientemente del punto de vista bajo el cual es considerado.
3 Esas tres
fases secundarias son designadas por Comte con los nombres de
"fetichismo", de "politeísmo" y de "monoteísmo",
apenas es necesario decir que, muy al contrario, es el "monoteísmo",
es decir, la afirmación del Principio uno, lo que está necesariamente en el
origen; e incluso, en realidad, sólo el "monoteísmo" ha existido
siempre y por todas partes, salvo por el hecho de una ignorancia del vulgo y en
un estadio de degeneración de ciertas formas tradicionales.
4 Comte
supone además que, por todas partes donde se ha hablado así de la
"Naturaleza", esta debe ser más o menos "personificada",
como lo fue en efecto en ciertas declamaciones filosófico-literarias del siglo
XVIII.
5 Es
evidente que ello no es en efecto más que una simple hipótesis, e incluso una hipótesis
muy mal fundada, que Comte afirma "dogmáticamente" dándole
abusivamente el nombre de "ley".
6 La
"Humanidad", concebida como la colectividad de todos los hombres
pasados, presentes y futuros, es en él una verdadera
"personificación", pues, en la parte seudo-religiosa de su obra, él
la denomina el "Gran Ser"; se
podría ver ahí una suerte de caricatura profana del "Hombre
Universal".
1
Especialmente en su Histoire philosophique du Genre humain; es de la
disertación introductoria de esta obra (publicada primero bajo el título De
l´Etat social de l´Homme) que se han sacado, salvo indicación contraria,
las citas que siguen. En los Examens des Vers dorés de Pythagore,
aparecidos anteriormente, se encuentra también puntos de vista sobre el asunto,
pero expuestos menos claramente: Fabre d´Olivet parece a veces considerar ahí
el Destino y la Voluntad como correlativos, dominando la Providencia a la vez a
ambos, lo que no concuerda con la correspondencia que hemos visto ahora.
Señalemos incidentalmente que sobre una aplicación de la concepción de esos
tres poderes universales al orden social es como Saint Yves d´Alveydre ha
construido su teoría de la "sinarquía".
2 Por lo
demás, no parece haber apenas conocido más que el lado confuciano, bien que, en
los Examens des Vers dorés de Pythagore, cita una vez a Lao-tsé.
3 Esta
expresión debe entenderse aquí en un sentido restringido, pues no parece que
tal concepción sea extendida más allá del estado propiamente humano; es
evidente en efecto, que cuando se traslada a la totalidad de estados del ser,
no podría hablarse ya de "reino hominal", lo que no tiene realmente
sentido más que en nuestro mundo.
4 Hay que
recordar todavía aquí, que es el centro quien contiene todo en realidad.
5 Se recordará
lo que hemos dicho, a propósito de los "tres mundos", de la
correspondencia más particular del Hombre con el dominio anímico o psíquico.
6 Esta es
entendida aquí en el sentido más general, y comprende entonces, como "tres
naturalezas en una sola Naturaleza", el conjunto de los tres términos del
"ternario universal ", es decir, en suma todo lo que no es el
Principio mismo.
7 Este
término es impropio, puesto que la potencialidad pertenece, al contrario, al
otro polo de la manifestación; habría que decir "principialmente"
o "en esencia".
8 Por otra
parte, Fabre d´Olivet, designa como los agentes respectivos de las tres
potencias universales, a los seres que los Pitagóricos llamaban los
"Dioses inmortales", los "Héroes glorificados" y los
"Démones terrestres", "relativamente a su elevación respectiva y
a la posición armónica de los tres mundos que habitan" (Examen des Vers dorés de Pythagore,
3ª examen).
9 Colaborar
así con la Providencia, es lo que se llama propiamente, en la terminología
masónica, trabajar para la realización del "plan del Gran Arquitecto del
Universo" (cf. Aperçus sur l'Initiation, cap. XXXI).
10 Es lo que
los Rosacrucianos expresaban por el adagio Sapiens dominabitur astris,
representado las "influencias astrales", como hemos explicado antes,
el conjunto de todas las influencias emanantes del medio cósmico y actuando
sobre el individuo para determinarlo exteriormente.
11 Esto
identifica en el fondo el bien y el mal con las dos tendencias contrarias que
vamos a indicar, con todas sus consecuencias respectivas.
12 Examen
des Vers dorés de Pythagore, 12º Examen.
13 Son las
dos tendencias contrarias, una ascendente y la otra descendente, que se
designan como sattwa y tamas en la tradición hindú.
14 Este
triángulo reaparece en el simbolismo masónico, y hemos hecho alusión a él a
propósito de la escuadra del Venerable; el triángulo completo mismo aparece en
las insignias del Past Master. Digamos en esta ocasión que una parte
notable del simbolismo masónico es derivado directamente del Pitagorismo, por
una cadena ininterrumpida, a través de los Collegia fabrorum romanos y
las corporaciones de constructores de la Edad Media, el triángulo del que aquí
se trata es un ejemplo de ello, y tenemos otro ejemplo en la Estrella
flamígera, idéntica al Pentalpha que servía de "medio de
reconocimiento" a los Pitagóricos (cf. Aperçus sur l´Initiation,
cap. XVI).
15
Reencontramos aquí al 3 como número "celeste" y al 5 como número
"terrestre", como en la tradición extremo-oriental, bien que ésta no
los considere así como correlativos, puesto que 3 se asocia a 2 y 5 a 6, como
lo hemos explicado antes; en cuanto al 4, corresponde a la cruz como símbolo
del "Hombre Universal"
16 Este
dominio es en efecto el segundo de los "tres mundos", ya se los considere,
por lo demás, en el sentido ascendente o en el sentido descendente; la
elevación a las potencias sucesivas, representando grados de universalización
creciente, corresponde al sentido ascendente (cf. Le Symbolisme de la Croix,
cap. XII y Les Principes du Calcul infinitésimal, cap. XX).
17 Según el
esquema dado por Fabre d´Olivet, ese centro de la esfera anímica es al mismo
tiempo el punto de tangencia de las otras dos esferas intelectual e instintiva,
cuyos centros están situados en dos puntos diametralmente opuestos de la
circunferencia de esta misma esfera mediana: "Ese centro, desplegando su
circunferencia, alcanza los otros centros, y reúne sobre sí mismo los puntos
opuestos de las dos circunferencias que ellos despliegan (es decir, el punto más
bajo de una y el punto más alto de otra), de suerte que las tres esferas
vitales, moviéndose una en la otra, se comunican sus naturalezas diversas, y
transportan de una a otra su influencia recíproca". -Las circunferencias
representativas de dos esferas consecutivas (intelectual y anímica, anímica e
instintiva) presentan, pues, la disposición de la que hemos señalado las
propiedades a propósito de la figura 3, cada una de ellas pasando por el centro
de la otra.
1 Cf. Le Symbolisme
de la Croix, cap. V.
Se puede decir en efecto que la Voluntad trabaja con
vistas al porvenir, en tanto que éste es una continuación del presente, pero,
bien entendido, ello no es la misma cosa que decir que la Voluntad opera
directamente sobre el porvenir mismo como tal.
2 Se
recordará lo que hemos indicado anteriormente respecto al carácter
"sattwico" o "tamásico" que toma la Voluntad humana, neutra
o "rajásica" en sí misma, según que se alíe a la Providencia o al
Destino.
3 Esto debe
ser parangonado con lo que hemos dicho de los dos hemisferios a propósito de la
doble espiral, y también de la división
del símbolo del yin-yang en sus dos mitades.
4 Cf.
Aperçus sur l´Initiation, cap. XVIII.
5 Le
Règne de la Quantité et les Signes des Temps, cap. V.
6 No ha
lugar para hablar aquí del "hombre trascendente", puesto que éste
está enteramente más allá de la condición temporal tanto como de todas las
otras; pero, si ocurre que se sitúa en el estado humano según lo que hemos
explicado anteriormente, ocupa aquí a fortiori la posición central a
todos los efectos.
7 Cf.
Aperçus sur l´Initiation, cap. XLII, y también L´Esoterisme de Dante, cap. VIII
8 Si el
"hombre verdadero" puede ejercer una influencia en un momento
cualquiera del tiempo, es que, desde el punto central donde está situado, puede
a voluntad tornar presente ese momento para él.
9 Con mayor
razón es así en comparación con el Principio; destaquemos al respecto que el
Tetragrama hebreo es considerado como constituido gramaticalmente por la
contracción de los tres tiempos del verbo "ser"; De este modo,
designa el Principio, es decir, el Ser puro, que envuelve en sí mismo los tres
términos del "ternario universal", según la expresión de Fabre
d´Olivet, como la Eternidad que le es inherente envuelve en sí misma el
"triple tiempo".
10 En los Examens
des Vers dorés de Pythagore (12º Examen), él dice en efecto que "el
poder de la voluntad se ejerce sobre las cosas por hacer o sobre el porvenir;
la necesidad del destino, sobre las cosas hechas o sobre el pasado... La
libertad reina en el porvenir, la necesidad en el pasado, y la providencia
sobre el presente". Ello hace de la Providencia el término medianero, y,
atribuyéndole la "libertad" como carácter propio a la Voluntad, a
presentar ésta como lo opuesto del Destino, lo que no podría concordar en
absoluto con las relaciones reales de los tres términos, tal como las ha
expuesto él mismo un poco después.
11 Se puede decir en efecto que
la voluntad trabaja con vistas al porvenir, en tanto que éste es una
continuación del presente, pero, entiéndase bien, de ningún modo es lo mismo
que decir que ella opera sobre el porvenir mismo como tal.
12 Eso es
evidente, puesto que corresponde a lo que es superior al estado humano, del
cual el tiempo no es más que una de las condiciones especiales; pero convendría
añadir para más precisión, que ella se sirve del tiempo en tanto que éste está,
para nosotros dirigido "hacia delante", es decir, en el sentido del
porvenir, lo que implica además el hecho de que el pasado pertenece al Destino.
13 Parece que
eso sea una alusión a lo que los escolásticos llamaban aevum o aeviternitas,
términos que designan modos de duración distintos al tiempo y condicionando los
estados "angélicos", es decir, supraindividuales, que aparecen en
efecto como "celestiales" con relación al estado humano.
14 Qorân,
VI, 59.
15 Decimos
especialmente, pues es evidente que ello no es en realidad más que una parte
infinitesimal de las "cosas ocultas" (el-ghaybu), que
comprenden todo lo no-manifestado.
1
Especialmente en el Absconditorum Clavis de Guillaume Postel. Podrá
observarse que el título de este libro es el equivalente literal de la
expresión coránica que hemos citado un poco antes.
2 Cf., la
figura de la Rota Mundi dada por Leibniz en su tratado De Arte
Combinatoria (Véase Les Principes du calcul infinitesimal, Prólogo);
se observará que tal figura es la de una rueda de ocho radios, como el Dharma-chakra
del que hablaremos más adelante.
3 Cf. Le
Règne de la Quantité, cap. III.
4 En
astrología es el signo del Sol, que es, en efecto, para nosotros, el centro del
mundo sensible, y que, por esta razón, se toma tradicionalmente como un símbolo
del "Corazón del Mundo" (cf. Aperçus sur l´Initiation, cap.
XLVII); hemos ya hablado suficientemente el simbolismo de los "rayos solares"
para que haya necesidad de recordarlo a este propósito. En alquimia, es el
signo del oro, que, en tanto que "luz mineral", corresponde entre los
metales al Sol entre los planetas. En la ciencia de los números, es el símbolo
del denario, en tanto que éste constituye un ciclo numeral completo, desde este
punto de vista, el centro es 1 y la circunferencia 9, formando en conjunto el
total 10, pues siendo la unidad el principio mismo de los números, debe ser
colocada en el centro y no sobre la circunferencia, cuya medida natural, por
otro lado, no se efectúa por la división decimal, como antes explicamos, sino
por una división según múltiplos de 3, 9 y 12.
5 Para todo
esto, es posible remitirse a las consideraciones que hemos desarrollado en Le
Règne de la Quantité.
6 Las formas
que se encuentran más habitualmente son las ruedas de seis y ocho radios, y
también de doce y dieciséis, números dobles de aquellos.
7 Hemos
hablado en otra parte de las relaciones de esta figura con la de la esvástica
(cf. Le Symbolisme de la Croix, cap. X).
8 Véase
anteriormente, figuras 13 y 14.
9 Se tendrá
así, por ejemplo, en el solo orden de la existencia terrestre, los cuatro
momentos principales del día, las cuatro fases de la lunación, las cuatro
estaciones del año, y también, por otra parte, las cuatro edades tradicionales
de la humanidad, tanto como las de la vida humana individual, es decir, en suma
y de manera general, todas las correspondencias cuaternarias del género de
aquellas a las cuales hemos ya hecho alusión en lo que precede.
10 Cf. la
"rueda de la Fortuna" en la antigüedad occidental, y el simbolismo de
la 10ª lámina del Tarot.
11 El centro
debe además concebirse como conteniendo principialmente la rueda toda
entera, y por ello Guillaume Postel describe el centro del Edén (que es
él mismo a la vez el "centro del mundo" y su imagen) como la
"Rueda en medio de la Rueda", lo que corresponde a lo que hemos
explicado a propósito del Ming-Tang.
12 e podría
pues concebir la reacción del principio pasivo como una "resistencia"
que detiene las influencias emanadas del principio activo y limita su campo de
acción; por lo demás, es también lo que indica el simbolismo del "plano de
reflexión".
13 Hay que tener
cuidado en señalar que, aquí, esos dos movimientos son tales con relación al
Principio, y no con relación a la manifestación, esto a fin de evitar los
errores a los cuales podría conducir el desdeñar hacer la aplicación del "sentido inverso".
14 Cf. Le
Symbolisme de la Croix, cap. XVI.
15 Sobre esta misma figura, explicada por las
equivalencias numéricas de sus elementos, véase también Louis-Claude de Saint
-Martin, Tableau naturel des rapports qui existent entre Dieu et l´Univers,
cap. XVIII. Se designa habitualmente esta obra con el título abreviado de Tableau
naturel, pero damos aquí el título completo para destacar que, la palabra
"Universo" tomándose ahí en el sentido de "Naturaleza" en
general, contiene la mención explícita del ternario Deus, Homo, Natura.
16 Para dar
de esto otro ejemplo relacionado con el mismo tema, en la tradición hindú y
algunas veces también en la tradición extremo-oriental, el Cielo y la Tierra
son representados como las dos ruedas del carro cósmico"; el "Eje del
Mundo" es entonces figurado por el eje que une esas dos ruedas en sus
centros, y que por esta razón, debe suponerse como vertical, como el
"puente" del que antes hemos hablado. En este caso, la
correspondencia de las diferentes partes del carro no es evidentemente la misma
que cuando, como antes dijimos, son el dosel y el suelo los que representan
respectivamente el Cielo y la Tierra, siendo el mástil entonces la figura del
"Eje del Mundo" (lo que corresponde a la posición normal de un carro
ordinario); aquí, por lo demás, las ruedas del carro no se toman especialmente
en consideración.
17 Cf. L´Esoterisme
de Dante, cap. VIII.
18 Este
"giro" resulta además del hecho de que, en el primer caso, el hombre
está emplazado en el exterior de la circunferencia (que representa entonces la
superficie terrestre), mientras que, en el segundo, está en su interior.
19 ara
afirmar con más razón esta correspondencia, ya marcada por la forma misma de
las partes del cuerpo tanto como por su situación respectiva, los antiguos Confucianistas
portaban un bonete redondo y zapatos cuadrados, lo que ha de relacionarse con
lo que antes hemos dicho con respecto a la forma de las vestiduras rituales de
los príncipes.
1 Evitamos el empleo del término "Iglesia",
que, aun teniendo etimológicamente casi la misma significación, ha tomado en el
Cristianismo un sentido especial que no puede aplicarse en otra parte, lo mismo
que el término "Sinagoga", que tiene aún más exactamente la misma
significación original, ha tomado por su parte un sentido específicamente
judaico.
2 Podrá recordarse aquí lo que hemos dicho al
principio del papel similar del término houei, o de lo que él
representa, en el caso de la Tien-ti-houei.
3 Hemos ya explicado este punto de vista, en otro
caso, a propósito de la situación "central" atribuida al Imperio
chino.
4 Los Bodhisattwas, que podrían hacerse
corresponder con el grado del "hombre trascendente", escapan por ello
mismo al dominio de la comunidad terrestre y residen propiamente en los
"Cielos", de donde no "regresan" por vía de realización
"descendente" más que para manifestarse como Budas.
5 Además, no es sino a este respecto que el nombre de
Buda le es dado y que le conviene realmente, puesto que no es un nombre propio
individual, el cual, por añadidura, no podría aplicarse verdaderamente en
semejante caso (cf. Aperçus sur l´Initiation, cap. XXVII).
6 Decir que esos caracteres son simbólicos, entiéndase
bien, no quiere decir en absoluto que ellos no los haya poseído de hecho un
personaje real (y diríamos incluso de buena gana que tanto más real cuanto que
su individualidad se borra ante esas características); hemos ya hablado
bastante frecuentemente del valor simbólico que tienen necesariamente los
hechos históricos mismos para que proceda el insistir más en ello (cf.
especialmente Le Symbolisme de la Croix, Prólogo), y recordaremos
solamente todavía una vez, en esta ocasión, que la "verdad histórica"
misma no es sólida sino cuando deriva del Principio" (Chuang-tsé, cap. XXV).
7 Para más precisiones al respecto, no podríamos hacer
nada mejor que remitirnos a los diversos trabajos en los cuales Ananda
Coomaraswamy ha tratado esta cuestión, especialmente sus Elements of
Buddhist Iconography y The Nature of Buddhist Art.
8 Puede uno remitirse, a este propósito, a lo que
antes hemos dicho sobre el "hombre trascendente" y el "hombre
verdadero", y sobre las relaciones de los diferentes grados de las
jerarquías taoísta y confucianista.
9 La raíz dhri significa portar, sostener,
mantener.
10 La raíz dhri está emparentada, en el forma y
en el sentido, con otra raíz, dhru, de la cual deriva la palabra dhruva,
que designa al polo; también puede decirse que la idea de "polo" o de
"eje" del mundo manifestado desempeña una importante función en la
concepción misma del dharma. Sobre la estabilidad o la inmovilidad como
reflejo invertido de la inmutabilidad principial en el punto más bajo de
la manifestación, cf. Le Règne de la Quantité, cap. XX.
11 Puede tratarse en ello, según los casos, sea de
necesidad lógica o matemática, sea de necesidad "física", sea aún de
necesidad llamada "moral" bastante impropiamente por cierto; el Dharma
búdico entra naturalmente en este último caso.
12 El Dharma-chakra o "rueda de la
Ley" es generalmente una rueda de ocho radios; estos, que pueden
naturalmente ponerse en relación, en el simbolismo espacial, con los cuatro
puntos cardinales y los cuatro puntos intermedios, corresponden en el Budismo
mismo, a los ocho senderos de la "Vía Excelente", así como a los ocho
pétalos del "Loto de la Buena Ley"(que se puede también comparar a
las ocho "beatitudes" del Evangelio). Una disposición similar se
encuentra también en los ocho koua o trigramas de Fo-Hi; se puede
resaltar al respecto que el título del Yi-king es interpretado como
significando "Libro de las mutaciones" o "de los cambios en la
revolución circular", sentido que presenta una evidente relación con el
simbolismo de la rueda.
13 Juega pues en ello un papel similar al del Chakravartî
o "monarca universal" en otra aplicación del simbolismo de la rueda;
se dice además que Shâkya-Muni tuvo que escoger entre la función del Buda y la
de Chakravartî.
14 Esta ausencia de relación con el Dharma
corresponde al estado de Pratyêka-Buddha, que, llegado al término de la
realización total, no "redesciende" a la manifestación.
1 Para lo que concierne más particularmente al
simbolismo del polo, enviaremos a nuestro estudio sobre Le Roi du Monde.
2 Son las dos extremidades del eje del "carro
cósmico", cuando las dos ruedas de este representan el Cielo y la Tierra,
con el significado que tienen estos dos términos del Tribhuvana.
3 Véanse
las consideraciones que hemos expuesto a este respecto en Le Symbolisme de
la Croix.
5 Cf.
L´Esoterisme de Dante, cap. V.
6 Sobre la "morada de inmortalidad", cf. Le
Roi du Monde, cap. VII y Le Règne de la Quantité et les Signes des
Temps, cap. XXIII.
7 En el simbolismo masónico, la acacia se encuentra
también en la "Cámara del Medio".
8 Cf. Le Roi du Monde, cap. III, y Le
Symbolisme de la Croix, caps. VII y VIII. Es también la Pax Profunda
de los Rosa-Cruz, y se recordará, por otra parte, que el nombre de la
"Gran Paz" (Tai-Ping) fue adoptado en el siglo XIX para una
organización emanada de la Pe-lien-houei.
9 Ello no es aún, para el "hombre
verdadero", más que la inmortalidad virtual, pero que devendrá plenamente
efectiva por el paso directo, a partir del estado humano, al estado supremo e
incondicionado (cf. L´Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap.
XVIII).
10 Podría hacerse aquí un parangón con los estandartes
del "Campo de los Príncipes" en el "Cuadro" del grado
32º de la Masonería escocesa, donde,
por una coincidencia todavía más extraordinaria, se encuentra además, entre
varias palabras extrañas y difíciles de interpretar, la palabra Salix
que significa precisamente "sauce" en latín; no queremos, por lo
demás, sacar ninguna consecuencia de este último hecho, que indicamos solamente
a título de curiosidad. En cuanto a la presencia del arroz en el celemín, evoca
los "vasos de abundancia" de las diversas tradiciones, de los cuales
el ejemplo más conocido en Occidente es el Grial, y que tienen también un
significado "central" (V. Le Roi du Monde, cap. V); el arroz
representa aquí el "alimento de inmortalidad" que además tiene por
equivalente la "bebida de inmortalidad".
11 No hay ahí ningún "juego de palabras",
contrariamente a lo que dice B. Favre; el celemín es realmente aquí el símbolo
mismo de la Osa Mayor, como la balanza lo fue en una época anterior, pues,
según la tradición extremo-oriental, la Osa Mayor era llamada "Balanza de
jade", es decir, según el significado simbólico del jade, Balanza perfecta
(como además la Osa Mayor y la Osa Menor fueron asimiladas a los dos platillos
de una balanza), antes que este nombre de la Balanza fuera transferido a una
constelación zodiacal (cf. Le Roi du Monde, cap. X).
12 El arroz (que equivale naturalmente al trigo en
otras tradiciones) tiene un significado en relación con ese punto de vista,
pues la nutrición simboliza el conocimiento, siendo la primera asimilada
corporalmente por el ser como la segunda lo es intelectualmente (cf. L´Homme
et son devenir selon le Vêdânta, cap. IX). Esta significación se vincula
además inmediatamente a la que ya hemos indicado: en efecto, es el conocimiento
tradicional (entendido en el sentido de conocimiento efectivo y no simplemente
teórico) el verdadero "alimento de inmortalidad" o, según la
expresión evangélica, el "pan bajado del Cielo" (San Juan,
VI), pues "no sólo de pan (terrestre) vive el hombre, sino de toda palabra
que sale de la boca de Dios" (San Mateo, IV, 4; San Lucas,
IV, 4), es decir, de manera general, la que emana de un origen
"supra-humano". Señalemos a este propósito que la expresión ton
arton ton epiousion, en el texto griego del Pater, no significa de
ningún modo el "pan de cada día", como se traduce habitualmente, sino
muy literalmente "el pan supraesencial" (y no
"suprasustancial" como dicen algunos, confundiendo el sentido del
término ousia como hemos indicado en Le Règne de la Quantité,
cap. I), o "supracelestial" si se entiende el Cielo en el sentido
extremo-oriental, es decir, procedente del Principio mismo y dando por
consiguiente al hombre el medio de ponerse en comunicación con éste.
13 La Osa Mayor está también, por otra parte,
actualmente todavía en el cielo raso de muchas Logias masónicas, incluso
"especulativas" .
14 Señalamos esto muy particularmente a la atención de
los que pretenden que "hacemos de la esvástica el signo del polo",
mientras que sólo decimos que tal es en realidad su sentido tradicional;
¡quizás podrán incluso hasta suponer que nosotros hemos "hecho"
también los rituales de la Masonería operativa¡
15 Este mismo punto es también, en la Kábala hebrea,
aquel donde está suspendida la balanza de la que se trata en el Siphra
di-Tseniutha, pues sobre el polo reposa el equilibrio del mundo; y este
punto es designado como "un lugar que no existe", es decir, como lo
"no-manifestado", lo que corresponde, en la tradición
extremo-oriental, a la asimilación de la Estrella polar, en tanto que
"hecha de Cielo", al lugar del Principio mismo; esto está igualmente
en relación con lo que hemos dicho antes de la balanza a propósito de la Osa
Mayor. Los dos platillos de la balanza, con su movimiento alternativo de subida
y de bajada, se refieren naturalmente a las vicisitudes del yin y del yang;
la correspondencia con el yin de un lado y el yang del otro vale
además, de manera general para todos los símbolos dobles que presentan una
simetría axial.
16 La sustitución de la iod por la G, es
indicada especialmente, pero sin explicar la razón, en la Récapitulation de
toute la Maçonnerie ou description et explication de l´Hiéroglyphe
universel du Maître des Maîtres, obra anónima atribuida a
Delaulnaye.
17 Hay incluso quienes parecen creer que no es sino
después cuando la letra G habrá sido considerada como la inicial de God;
ellos ignoran evidentemente el hecho de su sustitución al iod, que es la
que le da toda su verdadera significación desde el punto de vista esotérico e
iniciático.
18 Los rituales recientes del grado de Compañero, para
encontrar cinco interpretaciones de la letra G, le dan frecuentemente unos
sentidos que son más bien forzados e insignificantes; este grado ha sido, por
otro lado, particularmente maltratado, si así puede decirse, tras los esfuerzos
que se han hecho para modernizarlo. En el centro de la Estrella flamígera, la
letra G representa el principio divino que reside en el corazón del hombre
"dos veces nacido" (cf. Aperçus sur l´Initiation, cap.
XLVIII).
19 Se sabe que el valor numérico de esta letra es 10, y
remitiremos al respecto a lo que se dijo antes sobre el simbolismo del punto en
el centro del círculo.
20 Quizá tendremos algún día la ocasión de estudiar el
simbolismo geométrico de ciertas letras del alfabeto latino y el uso que de él
se ha hecho en las iniciaciones occidentales.
21 El carácter i es también un rasgo rectilíneo;
no difiere de la letra latina I más que en estar colocado horizontalmente en
lugar de estarlo verticalmente. En el alfabeto árabe, es la primera letra alif,
que vale numéricamente la unidad, la que tiene forma de un rasgo rectilíneo
vertical.
22 Paradiso, XXVI, 133-134. En un epigrama atribuido a Dante, la letra I es
denominada "la novena figura", según su rango en el alfabeto latino,
bien que el iod al cual ella corresponde, sea la décima letra del
alfabeto hebreo; se sabe además que el número 9 tenía para Dante una importancia
simbólica muy particular, como se ve especialmente en la Vita Nuova (cf.
L´Esoterisme de Dante, capítulos II y VI).
23 Véase Luigi Valli, Il Linguaggio segreto di Dante
e dei "Fedeli d´Amore", vol. II, páginas 120-121, donde se
encuentra la reproducción de esta figura.
24 Estas observaciones habrían podido utlizarse
por los que han buscado establecer similitudes entre la Tien-ti-houei y
las iniciaciones occidentales; pero es probable que las hayan ignorado, pues no
tenían sin duda apenas datos precisos sobre la Masonería operativa, y todavía
menos sobre los Fedeli d´Amore.
1 Le Roi
du Monde, cap. VII, y Le Symbolisme de la Croix, cap. IV.
2 Cf. Le
Symbolisme de la Croix, cap. VII. Se podría, si se quiere, tomar como
prototipo de esas oposiciones la del "bien" y del "mal",
pero a condición de entender estos términos en su acepción más extensa, y de no
atenerse exclusivamente al punto de vista "moral" que se les da más
ordinariamente; aunque no sería este nada más que un caso particular, pues, en
realidad hay muchos otros géneros de oposiciones que no pueden de ningún modo
reducirse a aquel, por ejemplo las de los elementos (fuego y agua, aire y
tierra) y de las cualidades sensibles (seco y húmedo, caliente y frío).
3 Cf. Le
Règne de la Quantité, cap. XXIII.
4 Le
Symbolisme de la Croix, cap. XX.
5 Es también
aún aquí un caso de "retorno" simbólico resultante del paso de lo
"exterior" a lo "interior", pues ese punto central es
evidentemente ""interior" con relación a todas las cosas, bien
que por otro lado, para aquel que ha llegado ahí, no hay ya realmente ni
"exterior" ni "interior", sino solamente una
"totalidad" absoluta e indivisa.
6 Tao-te-king,
cap. I