Eduardo Vila
Echagüe
Noviembre de 1999
Esta imagen bucólica del Evangelio que tenemos hoy los cristianos no es, sin embargo, totalmente exacta. Un mejor conocimiento de la realidad económica y social de la Palestina del siglo I, junto con un análisis cuidadoso de los textos del Nuevo Testamento nos permiten percibir una situación mucho más matizada que la descrita anteriormente.
Este pequeño taller parece lo más alejado posible de nuestra imagen de una empresa. Pero antes de sacar conclusiones apresuradas, veamos que es lo que realmente dice el Evangelio al respecto. La primera sorpresa es que el oficio que hoy traducimos como carpintero aparece sólo dos veces en el Nuevo Testamento, en un caso aplicado a San José (Mt 13,55) y en el otro al mismo Jesús (Mc 6,3). El padre y el hijo comparten el mismo oficio, algo típico de una empresa familiar. ¿Cuál es realmente este oficio? En el texto griego en que fueron escritos nuestros Evangelios, la palabra que se usa es tekton. Con este término se denomina en griego a cualquier artesano especializado, pudiéndoselo usar indistintamente para un herrero, carpintero, escultor, constructor de naves, etc.
¿De dónde salió la tradición de que eran carpinteros? La única referencia que hay en los Padres de la Iglesia se remonta a San Justino Mártir, a fines del siglo II, quien nos dice que Jesús ocupaba su tiempo en la fabricación de arados y otros instrumentos de labranza, lo cual parece más cercano a la herrería que a la carpintería. San Jerónimo, en la versión Vulgata de la Biblia del siglo V, traduce tekton por la latina faber, palabra tan poco precisa como la primera, relacionada con nuestro verbo fabricar. Realmente no hay en griego ni en latín una palabra específica para designar a nuestro carpintero. Aunque ya existía el término latino carpentarius, tenía la acepción de constructor de carpentae, que eran un tipo de carretas usadas en las Galias; sólo posteriormente recibió nuestro significado moderno.
Existe otra posible interpretación que es sostenida hoy por muchos estudiosos de la Biblia. Se basa en la relación semántica que tiene tekton con una palabra aún usada en nuestro castellano actual, arquitecto, proveniente del griego architekton. Esta relación es la misma que encontramos entre las palabras obispo y arzobispo, o entre ángel y arcángel. Un architekton vendría a ser un tekton principal. ¿Pero qué significaba ser arquitecto en aquella época? Pues aproximadamente lo mismo que ahora, como se comprueba hojeando los Diez Libros de Arquitectura escritos por Vitruvio en esos mismos años. Según esto, el oficio de San José y de Jesús habría sido una especie de arquitecto de menor categoría; algo comparable, en términos modernos, con el de Constructor Civil o Jefe de Obras. Favorece esa interpretación el hecho de que Jesús nunca ilustra sus enseñanzas con ejemplos sacados de la carpintería, en tanto que la historia del hombre que calcula anticipadamente sus gastos antes de emprender la construcción de una torre (Lc 14,28-30), bien pudiera ser un caso tomado de sus propias experiencias como constructor.
Aún nos queda por resolver el hecho de que, viviendo en una aldea tan pequeña, su actividad empresarial debió ser muy limitada. Pues bien, a sólo 8 kilómetros de Nazaret se encontraba la ciudad amurallada de Séforis, importante centro administrativo desde antes del advenimiento del rey Herodes el Grande. Cuando éste murió, en el 4 a.C., se produjeron disturbios durante los cuales la ciudad fue saqueada y quemada, siendo sus habitantes vendidos como esclavos. Su hijo Herodes Antipas, a quien le había tocado la tetrarquía de Galilea, inició de inmediato en Séforis un programa de reconstrucción a gran escala, con tal éxito que 70 años más tarde era considerada por Flavio Josefo la ciudad más importante de la región. Aunque habitada mayoritariamente por judíos, la ciudad tuvo una gran influencia griega, tanto que se mantuvo fiel a Roma durante las dos grandes revueltas judías de los años 66 y 131. Las excavaciones arqueológicas han encontrado restos de varios templos, diez sinagogas, dos mercados, un acueducto y varios edificios públicos más.
En esa época las obras públicas eran adjudicadas por los magistrados de las ciudades a contratistas privados, no existiendo entonces algo semejante a las actuales empresas del Estado. Es impensable que dos artesanos calificados, residentes a menos de dos horas de camino, no hayan participado en este esfuerzo de reconstrucción, probablemente en calidad de subcontratistas. El ambiente de negocios en Séforis tiene que haber sido extremadamente complejo. Por lo pronto se trataba de una sociedad bilingüe donde la mayor parte de los negocios se transarían en griego, tal como hoy vemos el inglés como idioma comercial en muchas partes del mundo. Cualquier judío de alguna posición social necesitaba saber griego para moverse en ese ambiente. Muchos de ellos incluso tenían nombres de esa procedencia, como el apóstol Bartolomé (= hijo de Tolomeo), el fariseo Nicodemo o los 7 diáconos nombrados por los apóstoles para ayudarlos en sus tareas (Hc 6,1-6). También estaría presente el latín, que era el idioma usado en el Derecho y en el ejército. Está claro que Jesús no necesitó de traductor para entenderse con Poncio Pilato, el cual, como todo romano de algún rango, hablaría perfectamente el griego.
No
sabemos si San José y Jesús tenían a su vez
empleados
y aprendices. Lo que es seguro es que ellos mismos no eran considerados
obreros o asalariados, ya que como veremos más adelante el
griego
del Nuevo Testamento usa palabras diferentes para designar a esas
categorías
de trabajadores.
También tenemos claro el oficio del apóstol Mateo. Jesús lo encontró sentado tras el telonio o mesa donde se recaudaban los tributos (Mt 9,9). Esta actividad la ejercían empresas privadas contratadas por el estado de Roma, siendo los contratistas conocidos con el nombre de publicanos. Como los senadores romanos tenían prohibido el ejercicio del comercio, los publicanos se reclutaban entre la clase de los caballeros, que la seguía en rango. Su reputación era muy mala no sólo en Palestina sino en todo el Imperio. En la historia de Roma de Tito Livio, escrita durante la juventud de Jesús, encontramos la siguiente frase: "Allí donde hay un publicano, vano es el derecho público y la libertad de nuestros aliados queda reducida a la nada." Tienen que haber sido organizaciones grandes y con personal numeroso, lo que se infiere del hecho de que en una ciudad pequeña como Cafarnaum, Mateo tuviera a muchos publicanos comiendo en su casa el día en que conoció a Jesús (Mt 9,10-13). Es posible que Mateo fuera tan sólo un empleado de menor cuantía dentro de la organización. Pero en otra parte del Evangelio, en la descripción del encuentro de Jesús con Zaqueo, éste tiene el cargo de publicano principal (literalmente archipublicano) de Jericó (Lc 19,1-10). Considerando lo que se nos dice de la riqueza de este Zaqueo y de la libertad que tenía en el desempeño de su oficio, probablemente estemos en presencia de un subcontratista a cargo de la recaudación de los tributos de la ciudad o de la región.
En
el caso de Judas Iscariote podemos inferir que tendría cierta
práctica
en el manejo de dinero, ya que a él Jesús le
encargó
la administración de la bolsa común del grupo, con
preferencia
al publicano Mateo (Jn 12,6). De los demás apóstoles y
discípulos
no podemos decir nada con certeza, pero baste lo anterior para mostrar
que en el ambiente que rodeaba a Jesús había más
experiencia
empresarial de la que habitualmente imaginamos.
Empecemos por los trabajadores en relación de dependencia. El Nuevo Testamento se refiere a ellos usando dos términos diferentes: el primero, misthos, significa literalmente asalariado o mercenario. Son asalariados los ya mencionados tripulantes de la barca de Zebedeo, padre de Santiago y Juan, o los que trabajan en la casa del hijo pródigo (Lc 15,17). Jesús también llama así al pastor que no es dueño de sus ovejas y que huye cuando viene el lobo (Jn 10,12). Al menos en este último caso queda la impresión de que en el Evangelio esta palabra tiene algo de la connotación peyorativa que tiene mercenario entre nosotros, es decir, gente que trabaja motivada sólo o principalmente por el dinero.
El segundo término utilizado, ergates, es una derivación de la palabra griega ergon que quiere decir trabajo. El significado de esta palabra es trabajador, pero, por influencia del latín, se traduce habitualmente como operario u obrero. En ocasiones aparece este término en un contexto semejante al primero, llamándose de esta forma a los jornaleros que el dueño de la viña sale a reclutar al comienzo del día (Mt 20,1-16), o a los empleados de los plateros de Efeso que se sintieron perjudicados por la predicación de San Pablo (Hc 19,25). Sin embargo, las más de las veces se utiliza para los que trabajan por el Reino de Dios (Mt 9,37; Lc 10,2; 2 Tm 2,15), siendo merecedores por ese motivo de su sustento (Mt 10,10; 1 Tm 5,18), o incluso también para los que trabajan en contra de dicho Reino, obrando como agentes del mal (Lc 13,27; 2 Co 11,13; Flp 3,2). Es como si se nos quisiera mostrar en estos casos que el trabajo tiene una jerarquía propia que va más allá de la remuneración que podamos recibir por él.
Quizás llame la atención el que entre los trabajadores no aparezcan citados los esclavos. Sabemos que en la antigüedad éstos eran la base de la producción agrícola e industrial. Sin embargo, en el Nuevo Testamento nunca hay esclavos desempeñando labores productivas. El griego usa para ellos una palabra ambigua (doulos) que se suele traducir como siervo y que tanto puede significar esclavo como servidor. En el Evangelio los siervos son mencionados en muchos lugares con gran diversidad de funciones. Algunos son simples criados. Otros aparecen ayudando a sus dueños o patronos en tareas de cierta responsabilidad, ya sea aconsejando a su amo en la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13,24-28), intentando infructuosamente cobrar el arriendo a los viñadores homicidas (Mt 21,33-42) o recibiendo el encargo de fructificar los dineros de su patrón en la parábola de los talentos (Mt 25,14-30). Por último los vemos como auxiliares de los reyes (Mt 22,1-14) o como sus deudores, en el caso de la parábola del siervo sin entrañas (Mt 18,23-35). Lo que llama la atención en la mayoría de estos casos es que, pese a su condición servil, existe una fuerte relación de confianza entre ellos y sus superiores.
Estos tres tipos de trabajadores ilustran cuales deben ser las bases de la relación entre la empresa y sus empleados: la remuneración adecuada, la dignidad de su trabajo y la confianza en su persona. En cuanto a la primera es oportuno recordar lo que nos dice la epístola de Santiago: "Sabed que el jornal que no pagasteis a los operarios que segaron vuestras mieses, está clamando contra vosotros; y el clamor de ellos ha penetrado los oídos del Señor de los ejércitos" (St 5,4). Para fijar el valor de la remuneración podemos inspirarnos en la ya citada parábola de los jornaleros reclutados a lo largo del día, donde se nos recuerda que los criterios que usa Dios son diferentes a los de los hombres.
En
lo que respecta a la dignidad del trabajo, qué más
podemos
añadir al hecho de que el Señor haya llamado obreros a
sus
apóstoles y presbíteros. Sobre el trato que se debe dar a
las personas en relación de dependencia, veamos que dice el
Evangelio
sobre los administradores y dueños de las empresas.
Afortunadamente también aparecen los administradores en contextos más positivos. En un pasaje muy interesante, Jesús nos da un breve compendio de la gerencia. En él se ve que las condiciones que debe tener un administrador son la vigilancia para cumplir la voluntad de su amo y la preocupación por los otros siervos. En cambio será cesado en su cargo cuando los maltrate o tenga una conducta indigna. A mayores responsabilidades, mayor será el castigo que reciba en caso de no cumplirlas (Lc 12,42-48).
La jerarquía de esta función es resaltada también por San Pablo, cuando llama a los obispos "administradores de Dios" y nos da una lista de los requisitos para el cargo, varios de los cuales son igualmente deseables para los gerentes de las empresas modernas (Tt 1, 7-8).
Llegamos por fin a quien hoy llamaríamos el empresario. En los Evangelios éste es denominado de varias maneras: hombre rico, padre de familia y más frecuentemente señor (kyrios), que se suele traducir en ese contexto como dueño o amo, pero que en otras partes del Nuevo Testamento se usa para referirse a Cristo o al mismo Dios. Al empresario lo vemos protagonizar las ya mencionadas parábolas del trigo y la cizaña, de los jornaleros en la viña, de los viñadores homicidas, del administrador infiel y de los talentos. Jesús lo trata siempre de manera muy deferente y en la mayoría de estos relatos el dueño es figura del mismo Dios. Esto contrasta con el papel de los ricos en el resto del Evangelio, que tiene su punto más bajo en la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro (Lc 16,19-31). Está clara la enorme responsabilidad que tiene el empresario, para quien aplica de manera especial la frase: "A quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se confió mucho, se le pedirá más" (Lc 12,48).
Para
ambos, administradores y empresarios, vale el ejemplo del mismo
Jesús:
"Los reyes de las naciones las tratan con imperio; y los que tienen
autoridad
sobre ellas, son llamados bienhechores. No habéis de ser
así
vosotros; antes bien, el mayor de entre vosotros, pórtese como
el
menor; y el que tiene la precedencia, como sirviente. Porque,
¿quién
es mayor, el que está comiendo a la mesa, o el que sirve?
¿No
es claro que quien está a la mesa? No obstante, yo estoy en
medio
de vosotros como un sirviente" (Lc 22,25-27).
En los Evangelios se mencionan algunos de los conceptos de uso corriente en las empresas de entonces y de ahora. En primer lugar el capital. Jesús nos ilustra al respecto con dos parábolas: la ya mencionada de los talentos y otra menos conocida, la de las minas (también un tipo de moneda) donde un hombre marcha al extranjero dejando una mina a cada uno de sus 10 servidores. Al regreso los premia generosamente en función del rendimiento obtenido por cada uno, pero castiga al servidor que la guardó sin trabajarla por miedo a su amo, reprochándole el que ni siquiera la haya puesto a interés en el banco (Lc 19,11-27). La enseñanza es clara, tanto para nuestra vida personal como para la empresa. Si no intentamos desarrollar lo que tenemos, finalmente lo perderemos todo.
¿Cómo se hace fructificar el capital? El Evangelio nos da algunos ejemplos de "proyectos de inversión". Ese es el caso del hombre que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó un lagar y construyó una torre, con el objeto de arrendar el conjunto a unos labradores (Mc 12,1-9). Algo más inquietante es la historia de aquel hombre que ha tenido una cosecha extraordinaria, por lo que proyecta derribar sus graneros y construir otros más grandes donde almacenarla, con el fin de no tener que trabajar más y poder darse a la buena vida (Lc 12, 13-21). Su muerte esa misma noche nos recuerda que los proyectos de inversión no se pueden medir sólo en términos financieros sino que también importa el resultado social y espiritual.
El valor de la planificación se destaca en el ejemplo ya citado del hombre que echa sus cálculos antes de hacer una torre, para no pasar vergüenza si se le termina el presupuesto antes de finalizarla. El mismo texto continúa con el caso de un rey que es atacado por su vecino (Lc 14, 31-32), donde se nos aconseja sobre cómo convivir con nuestros competidores, buscando alianzas con ellos cuando no estamos en condiciones de enfrentarlos.
Por
último tenemos un ejemplo de manejo de la empresa en tiempos de
crisis. En la parábola del trigo y la cizaña vemos como
el
amo mantiene la cabeza fría y no se deja influenciar por los
consejos
de sus servidores, evitando así que con el apresuramiento se
agrave
aún más el problema y se afecte la marcha de la empresa.
Pero además de las enseñanzas evangélicas contamos con otra importante fuente de inspiración: la actuación del propio Jesús como empresario. Esto sorprenderá a más de uno, ya que por lo que vimos no se sabe casi nada de esa actuación. Ni siquiera estamos seguros de que realmente haya sido un empresario. ¿Cómo es que podríamos inspirarnos en El?
La respuesta viene por otro lado. ¿Cuál es la empresa más exitosa del mundo? Espero que la deformación profesional de mis lectores no los lleve a buscar la respuesta por el lado de Wall Street, ni que estén pensando en bebidas, computadoras o petróleo. Hablo de una empresa que ha durado muchísimo más que sus competidores, por la que han pasado cientos de gerentes generales, cuya participación de mercado ha crecido desde un puñado de clientes hasta alcanzar a un tercio de la población mundial. Y, lo más importante, que ha sido capaz de satisfacer a sus clientes no por un día, un año o algunas décadas, sino por toda la eternidad.
Estamos hablando de la Iglesia, que es la verdadera Empresa de Jesús. Obviamente que las causas de su éxito no dependen de la organización embrionaria con que la dotó su Fundador, sino de razones mucho más profundas. Usando de terminología moderna podríamos hablar de la claridad de sus metas, la fuerza inspiradora de sus credos o la eficacia de sus políticas. Pero yo preferiría atribuir este éxito a la relación especial que hay entre Jesús y su Iglesia, la cual es ilustrada por San Pablo con dos imágenes de una fuerza extraordinaria. La primera es la doctrina del cuerpo místico, donde nos muestra a Jesús como cabeza de un cuerpo formado por los miembros de la Iglesia, en el que hasta las partes más viles y despreciadas pueden resultar tan indispensables como las más nobles (1 Co 12,11-27), estando todas ellas unidas y comunicadas a través del amor que fluye desde la cabeza, que es el mismo Jesús (Ef 4,15-16). En la segunda, cuyas raíces se remontan al Antiguo Testamento, se nos presenta al amor conyugal como figura del amor de Jesucristo por su Iglesia (Ef 5,25-33).
Estas imágenes de San Pablo son perfectamente aplicables a nuestras empresas. ¿Acaso hay mejor ejemplo de eficiencia en el cumplimiento de un objetivo común que el que nos da un organismo viviente? ¿Podemos imaginar un mejor lugar para crecer y desarrollarnos que en el seno de una familia que vive en armonía? Pues tal como nos lo enseña la parábola de la vid y los sarmientos (Jn 15,1-8), lo que realmente nutre a la Empresa de Jesús es el amor de su Maestro. Ese mismo amor cuya presencia tanto nos cuesta aceptar en nuestros lugares de trabajo. Que esa sea, pues, la principal enseñanza que nos deje este Jesús, Hombre de Empresa. Que seamos capaces de amar a nuestros subordinados, a nuestro jefe, a nuestros compañeros y a nuestros ejecutivos, y también a aquellos que trabajan como proveedores, como clientes y hasta como competidores nuestros. ¿No es esto acaso la esencia del mensaje evangélico, independiente de la época y el lugar en que estemos? Que todos, empresarios, gerentes y empleados podamos usar nuestras propias empresas para aportar nuestro granito de arena a esa empresa universal que es la construcción del Reino de Dios.