Vengo del pueblo de
Hammana. Me uní a la Congregación de los Dos Sagrados Corazones en
Bickfaya el 8 de Septiembre de 1929, a la edad de 16 años.
Siempre había gozado de buena salud, pero en el año de 1936,
comencé a sufrir de dolores en el abdomen y no podía soportar ningún tipo
de comida. Los doctores no podían ofrecerme ayuda alguna. Sus
tratamientos no me dieron ningún resultado, y durante varios meses vomité
continuamente.
En el verano
de 1936 mi condición se hizo mucho peor. Fui tratada en Hammana por el
Dr. Majarel, médico egipcio especializado en problemas abdominales, que me
diagnosticó una úlcera y recomendó realizar unos rayos X para confirmar el
diagnóstico. Me mandaron medicinas pero no surtieron efecto.
Entonces fui a consultar al Dr. Elias Ba’aklini, un reconocido
cirujano. Hizo lavados de mi estómago varias veces pero sin mayor
resultado. Finalmente me operaron, duró varias horas, la operación reveló
una gran úlcera. El hígado, ducto biliar y un riñón ya no funcionaban
normalmente.
La incisión fue
dejada abierta para drenar y permitir el tratamiento de la úlcera. Una
vez que la herida sanó, las náuseas retornaron y mi condición empeoró
súbitamente. Los doctores se reunieron y decidieron realizar una nueva
operación, la cual se llevó a cabo, con resultados desastrosos.
Mis intestinos y estómago estaban reducidos a una masa mal
funcionante seguida de la reaparición de pólipos de mayor tamaño. No era
posible remover mas que una pequeña parte sin poner en riesgo mi vida. Lo
que es más, el ducto biliar estaba produciendo un líquido que era el
causante de las náuseas perpetuas.
Durante los
siguientes catorce años, mis sufrimientos se incrementaron. Durante los
cuatro primeros, podía caminar hasta los confines del convento pero comía
muy poco y vomitaba prácticamente después de cada comida. Me volví cada
vez más débil y experimentaba dolor en cada parte de mi cuerpo.
En 1942, cuando
llevaba más o menos dos años postrada en cama, nuevos síntomas aparecieron
y mi mano derecha se paralizó. Podía moverme únicamente con la ayuda de un
bastón. Para llegar a la iglesia que estaba a sólo unos metros, donde
escuchaba Misa, debía ser asistida por otra hermana.
Debido a mi débil condición, mis dientes comenzaron a caerse.
Considerando en ese momento que no viviría mucho más, me fué dada la
extrema unción.
Por aquellas fechas oo hablar del del Padre Charbel y le pedí
que intercediera por mí: “Permíteme”,
le pedí, “si deseas curarme, que te pueda ver en un
sueño”.
¡Esa misma noche le ví!
Sus brazos estaban abiertos, similarmente a como está representado
en la última imagen milagrosa de él, y no como en otra imagen que alguien
me había dado.
Me ví a mí misma como en un sueño. Estaba en una capilla, de
rodillas, rezando. Las veladoras de pronto se encendieron brillantes y ví
al Padre Charbel también arrodillado. Me bendecía con sus brazos
abiertos. Esto fue una señal del cielo.
Después de
esto, el martes 2 de julio de 1950 a las 9:40 am, fui de Bikfaya al
Monasterio de Annaya, acompañada de la Hermana Isabelle Ghourayeb,
Superiora del Convento en Jbeil, la hermana Bernadette Nafah, maestra en
el convento de Bikfaya y la Hermana Matilde Zambaca.
Fui llevada al auto en una silla, un viaje extenuante para
mí. Cuando llegué, me llevaron a la tumba del piadoso Ermitaño. Mucha
gente enferma se encontraba ya en el lugar. Levantaron mi silla para que
pudiera tocar la piedra y besarla.
En el momento que puse mis labios sobre la piedra, sentí como un
choque eléctrico recorría mi espina!! Me llevaron afuera para descansar en
una pequeña habitación con una cama. Después fui con los otros inválidos
a rezar junto a la pequeña almohada que sostenía Charbel.
Cuando terminé, fui llevada una vez más a la pequeña recámara.
Esa noche, le pedí a la Hermana Isabelle si podía permitirme pasar la
noche junto a la tumba.
Ella contestó “Hay muchos enfermos ahí y no vas a poder dormir.
Mejor quédate otro día”. A la mañana siguiente, fui llevada una vez
más al oratorio, donde escuché tres Misas junto a la tumba. Recé y recibí
la sagrada Comunión.
Mientras rezaba fervientemente la oración para los enfermos, mis
ojos se fijaron en el lugar donde el nombre del Padre Charbel estaba
grabado en la tumba. ¡Me dí cuenta que estaba cubierto con gotas de un
sudor brillante!
Sin poder creer lo que mis ojos veían y deseando que fuera real lo
que observaba, me impulsé apoyando un lado de mí contra la silla y otro
contra la pared. No podía haber error. Era cierto. Tomé mi pañuelo y me
dije: “estas gotas de agua son un regalo del Padre
Charbel.”
Me levanté, puse el pañuelo para que las absorbiera e
inmediatamente las froté sobre las partes más dañadas de mi cuerpo.
Tan pronto como hice esto, sin pensarlo, me levanté y caminé frente a
todos. Las campanas comenzaron a repicar para celebrar la restauración de
mi salud y glorificar al Señor.
La multitud estupefacta me siguió hasta el oratorio, rezando a
Dios y maravillados con mi recuperación. Entre los testigos de este
evento se encontraban cinco Jesuitas que dirigían nuestra congregación:
Padres Capello, Koniski, ministro de la Universidad de San José en Beirut,
y Agia, así como los Hermanos Mahir y Phillippe. El Padre Agia hizo un
resumen detallado de mi enfermedad.
A la mañana siguiente, escuché el sollozo: “¡Quiero
convertirme en Cristiano!”
Un egipcio hablaba conmigo: “Tu me has
devuelto la fe. He venido aquí a buscar el remedio a mi sordera. Dios me
dio la luz espiritual. ¡Estoy completamente
curado!" Certificado médico (1)
Yo, quien firma, el
Dr. Ibrahim Abi Haidar de Hammana, certifico que en 1936 la Hermana Marie
Abel, de la orden religiosa de los Dos Sagrados Corazones, sufrió de
úlceras pilóricas que le llevaban a no poder mantener ningún alimento.
Fue sometida a dos operaciones pero el alivio que encontró fue sólo
temporal.
En 1944, la visité
en el convento de las Hermanas Jesuitas, en Bikfaya. La encontré
postrada en cama, sin poder levantarse y en condición crítica. Juzgué su
enfermedad como incurable. Su inesperada
recuperación después de haber visitado la tumba del Padre Charbel, el
Ermitaño, la considero como milagrosa, un evento sobrenatural que
sobrepasa cualquier explicación humana. Viene del deseo de Dios de quien
la Hermana Abel es una piadosa servidora.
Juro solemnemente, bajo palabra de honor, que esta declaración es
la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
22 de Julio de
1950. Firma: Dr. Ibrahim Abi-Haidar
Certificado medico (2)
Yo quien firma, Dr.
Albert Farhat de Hammana, consejero de la Corte de Apelación en Beirut,
certifico que la Hermana Marie Abel es miembro de mi familia en Hammana.
Sufriendo de una enfermedad por más de doce años, ella estuvo
constantemente paralizada, sin poder moverse de su cama. Los doctores me
aseguraron que su enfermedad era incurable.
Después de su visita a la tumba del Padre Charbel, volvió a estar
perfectamente curada, caminando y comiendo de modo normal. Cuando
fué a ver a su familia en Hammana, mucha gente llegó a su casa para ver el
milagro por sí mismos.
Ella nos contó con buena voluntad lo que le había sucedido.
En testimonio envío
este certificado.
Firmado el 19 de
Julio de 1950 en Hammana por el Dr. A. Farhat.
El discurso dado por
el Padre Agia, de la Sociedad de Jesús.
El día que ocurrió
el milagro, el Padre Agia se encontraba en el Monasterio de San Maroun,
Annaya. El sabía muy bien que la Hermana Marie Abel había estado sufriendo
terriblemente durante los pasados catorce años y que su condición era
desesperanzadora. Pero en esta día, ¡ella estaba irreconocible!
Sus ardientes emociones trajeron lágrimas a los ojos de él. Sin
pensarlo, el Padre Agia subió los peldaños del altar para hablar a los ahí
reunidos y en una dirección conmovedora, dio un resumen detallado del
difícil trayecto de ella. El describió su terrible enfermedad y la
inhabilidad de aún los mejores doctores para curarla.
El sacerdote
concluyó su descripción diciendo estas palabras:
“Sin duda alguna, la cura
de la Hermana Marie Abel se debe aun fenómeno sobrenatural deseado por
Dios y obtenido por la intervención de su Sirviente el Padre Charbel, el
gran orgullo de la gente Maronita y del Oriente a quien Dios ha elegido
para honrar a sus profetas, la Encarnación de su Hijo, la Virgen Bendita y
los muchos santos y piadosos ermitaños.”
Nunca había estado
el Padre Agia tan entusiasta, emocionado y feliz como estaba en aquel
día. Quienes lo escuchaban se sintieron inspirados por la elocuencia de
su discurso y respondieron con lágrimas de alegría y consuelo.