POLÍTICA: Estados Unidos en la encrucijada
Norman Birnbaum
El gran mafioso estadounidense Al Capone no fue
a la cárcel por crimen organizado ni asesinato, sino por evasión de impuestos.
Me acordé de ello mientras veía al fiscal especial explicar solemnemente que
el procesamiento del jefe de gabinete del vicepresidente, Lewis Libby, por
obstrucción de la justicia, no tenía nada que ver con la guerra de Irak. Por
supuesto que tiene todo que ver con la guerra. El Presidente y el vicepresidente
han mentido al público y han difamado a conciudadanos suyos repetidas veces. ¿Es
posible que (como ocurrió con Watergate y la larga agonía de la presidencia de
Nixon) el juicio de Libby lleve a la destitución de Cheney y del propio
Presidente?
Por el momento es imposible saberlo. Los sondeos de opinión pública
muestran a un presidente en caída libre. La mayoría de la gente cree que el
Presidente es deshonesto y que la guerra de Irak fue un error. Mientras tanto,
los planes del Presidente en política interior se desintegran. Retiró la
candidatura al Tribunal Supremo de la abogada de la Casa Blanca, Harriet Miers,
debido a la oposición tanto de demócratas como de republicanos. Su plan de
privatizar el sistema de jubilación universal de la Seguridad Social está
bloqueado. Su desesperada acción improvisada tras el fracaso de su gobierno en
los recientes huracanes —la propuesta de fondos para restablecer las vidas de
los desplazados— se ha visto interrumpida. La mayoría republicana del
Congreso insiste en que no haya más gasto, sino menos, excepto para
“defensa” y “seguridad”.
Los republicanos opinan, como el propio Presidente, que la solidaridad
social no es responsabilidad del gobierno de “la nación más grande de la
tierra”. Los recortes fiscales han enriquecido al 20 % que constituye la
franja superior en la escala de rentas y riqueza. Un programa acumulativo de
desregulaciones ha reducido la protección de los consumidores y los
trabajadores contra el fraude, la explotación y las amenazas a la salud. Los
recortes de los programas médicos y sociales han acentuado la pobreza y la
marginación de quienes ocupan la franja inferior de la sociedad (el 15 %, que
incluye a 45 millones de personas). Los que están en medio han experimentado un
empeoramiento constante de su nivel de vida. El Presidente y su gobierno niegan
que la degradación ambiental sea un peligro.
Como en los últimos días del Imperio Romano, la escasez de panem está
compensada por la amplia provisión de circenses, que, en Estados Unidos, son de
dos tipos. Uno consiste en la pornografía de la violencia (junto a la estúpida
trivialización de la existencia) completamente al alcance en la televisión y
los videos. El otro entretenimiento de los estadounidenses es la práctica de la
religión. El Presidente habla en nombre de los tradicionalistas religiosos,
apoya la penalización del aborto y la enseñanza del creacionismo como ciencia,
y se opone a las uniones entre homosexuales. Sin embargo, dado que no hay una
policía de tipo talibán que controle cada dormitorio del país, los
estadounidenses se comportan como seres humanos con todos sus fallos. Hasta los
que se oponen a la modernidad, muy a su pesar, son modernos. El pluralismo moral
del país indigna a los beatos. (Se opusieron a la candidata del Presidente para
el Tribunal Supremo, calificada por la Casa Blanca como “una buena
cristiana”, por sospechas de que es lesbiana). En realidad, la mayoría de los
cristianos en Estados Unidos son muy tolerantes; pero los otros hacen mucho más
ruido.
A los republicanos laicos les preocupan más los beneficios que el
pecado. Creen en el imperio americano, pero tienen en cuenta sus costes. Ahora,
muchos piensan que la guerra de Irak está siendo demasiado cara. Empieza a
haber entre los responsables de la política exterior una rebelión, encabezada
por el primer consejero de Seguridad Nacional del presidente Bush, Brent
Scowcroft. Las voces más inteligentes de la capital muestran a las claras su
inquietud por el gigantesco déficit en la contabilidad nacional. Los medios de
comunicación, tan dispuestos a colaborar con la Casa Blanca hace sólo dos años,
hoy critican al gobierno. El Presidente sigue creyendo que Estados Unidos tiene
una misión de Dios, pero el profeta puede quedarse solo en el desierto.
Los neoconservadores, tanto dentro como fuera del gobierno, están
aislados. Es absurdo suponer que Bush, Cheney o Rumsfeld hayan abierto jamás un
libro de su supuesto padrino intelectual, el filósofo Leo Strauss. (Cuando
estaba vivo, Strauss negó todo deseo de influir en la política). Su nombre se
ha utilizado para dar a los neoconservadores un aura de cultura y profundidad,
dos cosas de las que carecen. En realidad, son unos ideólogos superficiales,
dedicados a hacer apología del poder estadounidense, y su imagen simplista del
mundo se ha hecho añicos.
No obstante, el Presidente puede confiar en la desdichada actuación de
los demócratas. En las circunstancias actuales están teniendo una pasividad
asombrosa. Los sondeos muestran que la mayoría de los estadounidenses está a
favor de la intervención del gobierno para lograr la igualdad económica y
rechaza el unilateralismo en la política exterior. Los demócratas han
permitido que los republicanos establecieran las prioridades políticas:
“fuerza” en el extranjero, “valores familiares” y “gobierno
limitado” en política nacional. Los republicanos han recibido miles de
millones de dólares de los grupos de intereses económicos a los que favorecen
y han movilizado a sus votantes fundamentalistas. Y han explotado —sin duda en
2000 y tal vez en 2004— los defectos del sistema electoral.
Todo eso es verdad, pero los demócratas tienen una parte considerable
de responsabilidad por sus derrotas. Un sector del partido (los autodenominados
“nuevos” demócratas) denigra su legado reformista y partidario de la
redistribución. Sufren enconadas divisiones a propósito de la política
exterior. Su relación con el lobby israelí es un obstáculo para el realismo
en Oriente Próximo. Es, desde luego, un obstáculo para la recuperación de un
internacionalismo reflexivo, y deja al partido sin defensa contra los fraudes de
la “guerra contra el terrorismo” y la campaña de Bush por la democracia
mundial (Hillary Clinton denuncia a los palestinos, pero mantiene un silencio
clamoroso sobre Irak). Bush les desprecia tanto que, incluso en su difícil
situación actual, les ha desafiado nombrando para el Tribunal Supremo a un juez
al que el líder demócrata en el Senado, el senador Reid, le había recomendado
explícitamente que no propusiera. Seguramente, Bush piensa que, en última
instancia, siempre puede ordenar algún ataque militar contra Irán o Siria para
callar a la oposición.
Los demócratas, pese a contar con algunas personas interesantes dentro
y fuera del Congreso y con su reserva intelectual en las universidades, siguen
siendo incapaces de elaborar un proyecto nacional alternativo. Los activistas
del partido, en su mayoría, se desesperan con sus líderes. Tal vez alguno de
los aspirantes a las elecciones presidenciales de 2008 aborde las cuestiones del
exceso de dedicación al imperio y la insuficiencia de recursos domésticos (el
ex senador John Edwards y el senador Russell Feingold son los únicos que hablan
de ello por ahora) y logre entusiasmar a la gente. Sin una presión constante de
la oposición, los tribunales van a resistirse claramente a perseguir los
delitos del gobierno. Y, mientras tanto, gran parte de la opinión pública cree
que la política es tiempo perdido, una ficción llena de revuelo pero que no
significa nada.
Muchos ciudadanos se concentran en sus vidas privadas, llenas de
dificultades en una economía en la que casi todos tienen que correr el doble
que antes para no perder el paso. No son capaces de interpretar sus problemas
cotidianos en términos políticos. Algunos llegan a creer que todo lo
relacionado con la moral sexual es más importante que la economía mundial. El
Presidente está cada vez más alejado de la realidad, y su mayoría en el
Congreso, aquejada de corrupción. En estos momentos, el agotamiento de la
democracia estadounidense es más visible que su capacidad de recuperación. Tal
vez, en vista de todos estos problemas, algunos de nuestros amigos europeos
tengan la amabilidad de ahorrarnos las evocaciones de los “valores comunes”.
Como nación, todavía tenemos que encontrar los nuestros.
Norman Birnbaum es profesor emérito de la facultad de derecho de la
Universidad de Georgetown y asesor del Caucus Progresista del Congreso. Su libro
más reciente es Después del progreso.
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