Ejércitos en son de paz
Adrián Mac Liman*
“¡Paren, paren de una maldita vez
este convoy! ¿Se puede saber qué hacen ustedes aquí?”, preguntó con voz
sonora, penetrante, el oficial de las Fuerzas Armadas de las Islas Fidji
encargado de supervisar la tregua en la frontera israelo-libanesa. “¿Y usted,
capitán? ¿Qué demonios hace en estas latitudes?”, respondió el comandante
de la columna de tanques israelíes, poco propenso a hacer caso de la amonestación
de los cascos azules. La columna de tanques volvió a ponerse en marcha,
siguiendo la carretera que llevaba a Beirut.
Sucedió allá, en el verano de 1982, durante las
primeras horas de la operación Paz en Galilea, operativo bélico ideado y
dirigido por el entonces ministro de Defensa israelí, Ariel Sharon. El
contingente de cascos azules de las Naciones Unidas, en misión en la zona
fronteriza desde 1978, fue incapaz de frenar la invasión de las tropas hebreas;
su mandato se limitaba a un simple operativo de mantenimiento del orden, que
prohibía terminantemente el uso de las armas. Algo muy parecido había sucedido
en el desierto de Sinaí en 1967, cuando los observadores de la ONU tuvieron que
abandonar los puestos de vigilancia ante la ofensiva de las unidades de Tsáhal
(ejército israelí).
Desde 1948, fecha en la que se crearon las primeras unidades de observadores
militares de las Naciones Unidas, hasta mediados de 2005, los “cascos
azules” participaron en 60 misiones de mantenimiento de la paz, que costaron a
la organización de Manhattan la friolera de 40.480 millones de dólares. En los
operativos supervisados por la Secretaría General de la ONU tomaron parte
alrededor de 67.000 militares y policías procedentes de un centenar de países.
A veces, las operaciones de interposición lograron acabar con la violencia. Sin
embargo, en la mayoría de los casos, la simple presencia de la fuerza
internacional no fue capaz de obstaculizar la ofensiva de los ejércitos
profesionales o los movimientos armados que llevaban a cabo operaciones de
guerrilla. Los militares europeos destacados a Bosnia aún recuerdan la
frustración provocada por los ataques y las escaramuzas de las tropas serbias,
poco dispuestas a respetar las reglas de juego de la guerra moderna o de
obedecer las órdenes de los oficiales de la ONU/OTAN.
Pero, ¿en qué consisten las cacareadas reglas de juego? Huelga decir que los
objetivos de los cascos azules empezaron a cambiar a partir de 1992, año en el
cual las Naciones Unidas autorizaron al contingente destacado a Somalia el uso
de las armas de fuego. Por vez primera, los cascos azules pudieron actuar como
verdaderos soldados; por vez primera, los medios de comunicación y las ONG
internacionales detectaron y denunciaron los abusos y actos de violencia
perpetrados por la hasta entonces emblemática fuerza de paz de la ONU.
Conviene recordar que, tras la caída del muro de Berlín y la atomización de
la URSS, la faz del mundo estaba cambiando. Paralelamente, la ayuda humanitaria
empezaba a… militarizarse. El cambio (o ausencia) de valores iba parejo con
una auténtica perversión del lenguaje. De hecho, los ministerios de la Guerra
acabaron convirtiéndose en ministerios de Defensa, la intervención de
contingentes armados en los nuevos conflictos regionales recibió el nombre de
“injerencia humanitaria”.
Pero no se trataba de meras coincidencias; hacía tiempo que los militares se
habían adueñado de una (pequeña) parcela del Departamento de Operaciones de
Mantenimiento de la Paz del Palacio de Cristal de Manhattan. Hacía tiempo que
se barajaba la posibilidad de una mayor participación de oficiales de Estado
Mayor en los operativos de ayuda humanitaria. Esta opción, sugerida por algunos
países industrializados, ganó terreno durante los primeros intentos de cambio
de las estructuras de la ONU, cuando la respetable (y respetada) institución
internacional, creada para preservar la paz mundial, decidió recurrir a los
servicios de los estrategas militares y… los dineros de las empresas
multinacionales. Con razón; las arcas de la ONU estaban vacías. Unos gestos
desesperados, que fueron acogidos con satisfacción por los gobernantes de países
dispuestos a defender manu militari sus intereses económicos y energéticos.
La presencia de tropas de la OTAN en Afganistán o, más recientemente, de
integrantes de la Fuerza de Intervención Rápida en Pakistán, forma parte del
nuevo y ambiguo enfoque de “operaciones humanitarias” llevadas a cabo por
hombres y mujeres en uniforme. Pero ni que decir tiene que la militarización de
la ayuda internacional no constituye la panacea de las relaciones Norte-Sur. Al
contrario, cabe suponer que los operativos de esta índole acabarán provocando
roces entre el primer y el tercer mundo. Y ello independientemente de las buenas
intenciones de los soldados-agentes-humanitarios que, pese a la gigantesca
perversión del lenguaje y de las ideas impuesta por los poderes fácticos de
Occidente, se limitan a cumplir con su deber.
maclahor@gmail.com
* Escritor y periodista, miembro
del Grupo de Estudios Mediterráneos de la Universidad de La Sorbona (París)
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