Fósforo
blanco y civilización
Rafael Morales
La
arrogancia y el cinismo del presidente
estadounidense George Walker Bush carecen de límites.
Ahora se pasea por Asia ofreciendo lecciones en
torno a la libertad, mientras las informaciones
sobre sus propias violaciones de la libertad, los
derechos humanos, la soberanía de las naciones y
las leyes internacionales riegan el planeta. Y,
sin embargo, pudiera ocurrir que Bush, si no se
produce una reacción internacional adecuada
contra estas prácticas, llegue a representar
bastante fielmente a esta civilización tan sedada
como bárbara. De la que algunos presumen como
punto más elevado del progreso porque a ellos no
les alcanza todavía el democrático fósforo
blanco. Afortunadamente.
Mientras
los bienpensantes democráticos de andar por casa
pasan el día tomándole el pulso a las bajadas y
subidas que las encuestas registran sobre la
popularidad de Bush, crece su imparable lista de
delitos contra la humanidad. Los gringos usaron fósforo
blanco (arma química de destrucción masiva
prohibida por la Convención de Ginebra) durante
la sangrienta ocupación realizada por su ejército
en la ciudad iraquí de Faluya. Contra la población
civil. Este artefacto respeta la ropa de la víctima,
pero al depositarse sobre su piel quema y destruye
los músculos y los huesos. Nadie situado a 150
metros de la explosión puede salvarse. El Pentágono
respondió por medio de su portavoz Bryan Whitman
a la denuncia probada por un reportaje de la
televisión italiana (RAI), diciendo que “lo
usamos (el fósforo blanco) como cualquier otra
arma convencional”. El Reino Unido, dicen, también
recurrió en Irak a este artefacto químico,
subproducto del napalm lanzado en su día contra
los campesinos vietnamitas.
Espero,
sin demasiada esperanza, que miembros del Consejo
de Seguridad de la ONU o jefes de Estado de
algunos países propongan que el Tribunal Penal
Internacional siente en el banquillo de los
acusados a Bush por crímenes cometidos contra la
humanidad. Que son muchos más añadidos, como el
monstruo inhumano en la base de Guantánamo, las
prisiones ilegales de la CIA en Tailandia, Egipto,
Afganistán, Polonia Rumania y otros lugares, los
vuelos clandestinos con supuestos terroristas a
bordo destinados a la tortura, que afectan al uso
de aeropuertos europeos (españoles y canarios
incluidos). O los nuevos descubrimientos sobre
malos tratos contra 173 adversarios políticos del
régimen iraquí, donde el Partido Islámico de
obediencia suní acaba de solicitar una
investigación internacional independiente.
Los
lamentos de Kofi Annan sirven para poca cosa. Y
menos las lágrimas de cocodrilo de los
bienpensantes. Tampoco respira demasiado crédito
el comisario de Justicia de la Unión Europea,
Franco Fratini, quien promete sanciones contra los
países de la UE que hayan autorizado en cárceles
clandestinas torturas a manos de la CIA “si hay
pruebas”. Fratini debería ocuparse (si aguarda
que alguien crea en su aparente voluntad
justiciera) de exigirle a Washington los nombres y
apellidos de las víctimas para intentar salvarles
la vida, así como para recurrir a testimonios útiles
en un hipotético proceso contra los culpables de
sus sufrimientos ante un tribunal penal
internacional. No estoy manejando una lista
exhaustiva sobre los espantos del campeón mundial
de la libertad, sino apenas un leve resumen de
algunas noticias surgidas esta última semana.
Suficientes como para que esta civilización
registre sus bolsillos, sus tópicos democráticos
exportados a golpe de fósforo blanco y sus estúpidas
apariencias. Más que suficientes para poner
contra las cuerdas judiciales a los gobernantes de
un país, Estados Unidos, dispuestos a convertir
en definitiva las leyes provisionales de excepción
adoptadas tras los atentados terroristas del 11 de
septiembre. Aplicándolas en su territorio y en
cualquier rincón del mundo que estime
conveniente.
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