Se
refiere este Apartado al estricto cumplimiento de los bandos y de las órdenes
del mando relativas al servicio del Rey.
La
disciplina o la indisciplina son los resultados normal o desviado, respectivamente,
en relación con la moral del servicio.
En
su descripción del saqueo de Amberes, el inglés Georges Gescoigne dice: «Los
valones y los alemanes eran tan indisciplinados como admirables eran por su
disciplina los españoles».
Tal
apreciación halagadora para los Tercios puede hallarse al menos una vez en los
escritos de cada uno de los contemporáneos que trataron sobre el tema. Y es
justicia que así sea.
Sin
embargo, la disciplina era cualidad muy poco natural en aquellos soldados meridionales.
Había que implantársela y remacharla bien, creándoles unas reacciones automáticas
mediante una dura instrucción. Al menos en lo referente al servicio. Anticipándose
a Montesquieu en la teoría sobre la influencia de los climas, el íntegro Valdez
señalaba con sutileza que «fabeis todos
quafi generalmente aborrecén el yr ligados a la orden, mayormente infanteria
Efpañola, que como por caufa del clima participa de complexion mas colerica
que otra tiene poca pacientia para yr en orden». Como Valdez había sido
Capitán, Sargento Mayor y Maestre de Campo durante muchos años, tenía suficiente
competencia para juzgar en esto.
No
faltaban los casos de indisciplina. La frecuencia y la importancia de tales
casos eran, como es lógico, inversamente proporcionales a la firmeza con que
los mandos ejercieran su autoridad.
Era
el Duque de Alba quien mandaba los Tercios cuando llegaran a Flandes. Se le
conocía como hombre de rigurosa conducta, y también la exigía de sus soldados.
Eran escasos bajo su mando los actos de indisciplina, pero si se producían
los castigaba siempre severamente, tal como lo exigían las leyes militares,
incluso cuando la falta fuera colectiva.
En
efecto, la indisciplina colectiva era peligrosa, y frecuentemente se pagaba
en vidas humanas. Especialmente durante los combates. El primer asalto a la
ciudad de Harlem fue uno de los casos más fatales: 200 muertos. Una catástrofe
para la «Nación». Y sucedió porque no cumplieron la orden de retirada, más arrastrados
por la pasión que atentos a la disciplina. Fue necesario que interviniera el
prestigioso Romero, para que los soldados entraran en razón. Dijo:
«¿Que
temeridad os lleva? ó por mejor decir, ¿que frenesi? ¿Estos desordenes se aprenden
en la escuela militar del Duque de Alva? ¿Assi se vá al assalto por el aire?
¿Assi quereis dexaros matar, sin que podais pelear? Hechos blancos, y burla
juntamente destos rebeldes, que escondidos entre sus reparos os befan mientras
os hierren. ¿Faltaraos ocasion por ventura de castigar su perfidia? Dexad pues
aora el impetu que os ciega. Yo que tantas veces me he hallado con vosotros
a vencer, me hallare esta con mucho gusto a perder».
Sin
embargo, estos mismos hechos se reproducen en el sitio de Zierickzee y en el
de Bommel. Con las mismas consecuencias:
«hubo
deshorden y no le ganaron —el
lugar— y perdimos gente y muchos heridos»,
escribió un comerciante español.
Pero
resultaba muy dificil castigar tales hechos, aun siendo tan grandemente perjudiciales
para el buen servicio, porque se realizaban con la motivación de la generosidad
emocional.
Se
producían abundantes infracciones respecto a los bandos generales e
incluso —como en el caso de Harlem— insubordinaciones, que por lo menos deberían
haber sido causa de reprensiones. Así lo hizo el Duque de Alba después de la
desordenada alarma en Rolde. Pues, «por
caftigar jufiamente no viene el Superior afer aborrefcido, y por premiar con
razon yema afer amado»
El
Duque de Alba llegó a ser amado como un padre. «Tenía la confianza de las tropas,
a pesar de obligarlas a una severa disciplina». Pero, desde que concluyeron
las campañas de 1568, ya no era él quien mandaba directamente su infantería,
sino su hijo don Fadrique. Este mando indirecto del Duque y luego su ausencia,
a finales de 1573, debilitaron considerablemente
la autoridad y el crédito de los jefes. A pesar de sus cualidades, el Comendador
de Castilla, puesto a la cabeza de las tropas, no consiguió tanto ascendiente.
Pronto
se llegó a la comisión de excepcionalmente graves actos de indisciplina, tales
como el arresto y el encarcelamiento del Maestre de Campo Francisco de Valdez,
efectuados por sus hombres en noviembre de 1574 Valdez, fiel al servicio del
Rey, les había prohibido robar en país amigo —es decir, partidario de los españoles—,
por el cuidado de no apartar de la subordinación al Rey a quienes todavía le
eran fieles «en este lado de acá». Pero la carencia de todo engendraba una tremenda
exasperación que hacía saltar sobre las normas del servicio.
A
partir del momento en que la falta de medios, de pagas y de socorros planteaba
una situación económica insoportable, resultaba imposible que no se produjeran
los motines. Todos los que padeció el ejército del Rey, desde 1567 a 1578, tuvieron
como causa los problemas económicos.
Anotemos
que el primer motín de soldados españoles tuvo lugar el 14 de julio de 1573,
después de la caída de Harlem. La infantería española no había recibido sus
pagas desde marzo de 1571. El sitio de Harlem había durado siete meses, y todo
el invierno de 1572-73 fue terrible, tanto por los combates como por el hambre,
el frío y las enfermedades. Y, después de todo esto, la ciudad compró su conservación
mediante el pago de 240.000 florines. Se comprende la frustración de las tropas
al verse privadas de lo que pudo haber sido un fructífero saqueo. Hubo disturbios
durante dos meses, pero la ciudad no fue saqueada, lo cual demuestra que los
bandos, cuando se publicaban con la firme intención de hacerlos cumplir, se
respetaban. En aquel hecho, la moral de servicio alcanzaba el nivel de abnegación.
¡Ocupar una ciudad tan rica, conquistada por tan dura lucha, con los mayores
sufrimientos, carecer de todo, y no poder gustar del saqueo y del botín...!
Los
amotinados no desobedecían todas las reglas. Incluso podemos decir que sustituían
la normal disciplina del servicio, por otra disciplina que los propios amotinados
creaban.
Siempre
fue igual el proceso de los motines en la infantería española. Todos los autores
lo describen de idéntico modo, y por sus escritos hemos podido comprobarlo en
motines que se produjeron durante el reinado de Carlos I, tanto en Flandes como
en el Mediterraneo. Los hechos comenzaban con rumores o carteles,
al final de un período muy duro. Frecuentemente actuaba como detonador algún
hecho de armas nuevo, que acentuaba en los soldados la consciencia de su valor
y de su indispensable papel en la consecución de la política del Rey. Así fue
después de la toma de Harlem, después de la victoria de Mock, después de la
conquista de Zierickzee... Ellos advertían además que no se producía la explotación
de las ventajas adquiridas tan duramente sobre el campo de batallas. Las murmuraciones
preliminares iban siempre dirigidas a establecer la comparación entre los sacrificios
padecidos y la «miserable paga».
En
cuanto se producía la fermentación suficiente, brotaba el estallido a los gritos
de «¡motín!, ¡motín!».
Los
soldados rechazaban a sus mandos y se ponían «fuera de las banderas», gritando
«¡fuera los guzmanes!». Podríamos
pensar que la expresión «guzmanes», referíase entonces a todos aquéllos a quienes
los amotinados no querían tener consigo, pero, en realidad, parece que más bien
se trataba de soldados cuya calidad suponía una fidelidad indefectible al servicio
del Rey, aunque con frecuencia no por eso estuvieran en mejores condiciones
económicas que los amotinados. Estos, por un resto de deferencia, los reconocian
como «buenos soldados»
Tanto
por atender a su propia seguridad como para salvaguardar su honor, algunos soldados
particulares y (o) soldados rasos no querían desobedecer, y se retiraban con
la enseña y con los oficiales. A veces, entre los mandos rechazados no estaban
los cabos, sino que estos, muy poco distintos de la tropa, quedaban con los
amotinados. Así sucedió en 1574, motín en el que solamente los capitanes, los
alféreces y los sargentos se retiraron a Lierre, cerca de Amberes.
Precaución justificada, puesto que siempre recibían muy malos tratos los no
adheridos a la sedición, cualquiera que fuese su calidad. En 1538, un «guzman»
—que además era mensajero—, fue pasado por las picas y, una vez muerto, le ahorcaron.
En 1574, en Amberes, la puerta del alojamiento del Maestre de Campo Julián Romero,
conocido por su severidad, quedó acribillada a balazos de mosquete, mientras
los amotinados publicaban un bando en el que instaban a todos los oficiales
para que se alejaran en el plazo de una hora.
Luego
los amotinados formaban el escuadrón bajo una nueva enseña, y éste se convertía
en organismo deliberante para elegir un jefe: El «electo».
Después, tal «electo» quedaría secundado —y vigilado— por los subalternos
consejeros que la seguridad de las decisiones hiciera necesarios.
A
partir de tal momento, las disposiciones de mando provenían de la base, con
la más extremada democracia. Tanto para facilitarse la existencia, como para
conseguir subsistencias y dinero, los amotinados se establecían en una ciudad,
haciéndose cargo, por sustitución, de todas las funciones que normalmente correspondieran
a las autoridades.
El
electo era el primer jefe, pero en realidad sólo tenía la misión de portavoz,
en el sentido más estricto, de cuanto los otros decidieran. No disponía de otro
poder que el de hacer propuestas ante la asamblea de los amotinados. Estaba
constantemente vigilado, no podía escribir ni recibir cartas ni hablar libremente
con otra persona, cualquiera que fuera ésta, sin recurrir previamente al escuadrón
de los amotinados para recabar autorización. Los consejeros, también vigilados
por la base, tenían a su vez que mantener estrechamente controlado al electo.
Hubo motines en que tan estricta se hizo esta vigilancia, que diariamente
se cambiaba el electo. Los recelos
eran extensivos a todos. No resultaba tan fácil abandonar la bandera del Rey.
Los amotinados, aún exasperados por muchas razones, eran conscientes de la gravedad
que su indisciplina suponía y desconfiaban unos de otros. No olvidemos el temor
que a las sanciones en ellos persistía.
Todo
esto daba lugar a una disciplina mucho más agobiante que la del servicio normal.
No es una paradoja el que la insubordinación engendrara una obediencia tan estricta.
Entendámoslo bien. La asamblea de amotinados detentaba el poder, pero cuando
había elegido nuevos jefes y decidido cómo actuar, a éstos se sometían los sediciosos,
con más acatamiento que a los legales. Si los nuevos mandos no resultaban satisfactorios,
quedaban pronto destituidos y reemplazados. Y eran frecuentemente maltratados
e incluso ejecutados. Algunos electos se consideraron dichosos huyendo para
poderse librar de su repentina «promoción».
Los
bandos que publicaban los amotinados eran severos. De su aplicación se derivaba
una existencia más dura que la normal. Nada de juego ni blasfemias ni violaciones
ni prostitución ni borracheras ni orgías. Sin embargo, sacaban cuanto podían
de la ciudad que ocupaban.
Para
dominar los motines se aplicaban todos los medios posibles: Arengas, cartas,
intimidaciones. El más eficaz era siempre aceptar las condiciones de los amotinados,
al menos en un mínimo que pudieran exigir.
El
castigo para una insubordinación tan grave hubiera debido ser el que se ejerció
en otros tiempos: el destierro del Tercio. Pero se vivía en un periodo difícil
en el que la infantería española se inclinaba irremediablemente hacia el lado
peor.
No
era con castigos precipitados, casi clandestinos, aunque fuesen duros, con los
que se podían evitar los gérmenes de lo que pronto llamaría muy acertadamente
Marcos de Isaba «el
cuerpo enfermo de la milicia española».
Como
atenuante para los que se amotinaban, debemos alegar los ejemplos de mal comportamiento
que recibían de algunos oficiales que comenzaban a dar muestras de actuaciones
contrarias al servicio del Rey. Sobre todo por parte de capitanes, puesto que
deberían ser éstos los primeros en demostrar al máximo las virtudes del buen
soldado. Y aquí aparece una de las máculas comunes a todos los ejércitos del
siglo XVI: el tráfico de sueldos.
Un
daño permanente. El volumen de este fraude llegó a ser considerable. Hasta el
30 por 100 de las nóminas. Eso sí, todo el importe no era objeto de lucro personal.
Muchos capitanes lo hacían para cumplir con el deber y la conciencia de socorrer
a sus hombres arruinados por excesivas cargas, por su prodigalidad o por la
mala suerte.
No
por eso es menos cierto que las virulentas denuncias de Isaba no estaban dictadas
por la parcialidad. El abuso se hizo tan notorio que se convirtió en tema literario
el del oficial enriquecido por el falseamiento de los efectivos a su mando.
Este es el caso de Jorge de Mallorca, en el «Coloquio del Cartujo y el soldado»,
de Erasmo. Es el caso de los oficiales rapaces descritos por el doctor Laguna
IV en su «Viaje a Turquía».
Hechos
que dan mayor claridad al inquieto disgusto de los capitanes de las compañías
amotinadas en Amberes, en 1574, ante el control de sus listas por los representantes
de los sublevados. Por ello, en aquellas circunstancias y también de cuando
en cuando, para evitar los fraudes, la paga se abonaba «de
contado, en tabla y mano propia», con el fin de que quienes recibieran las
pagas fuesen realmente soldados.
Pero
tales faltas contra la disciplina, por parte de unos y de otros, contaminaban
al conjunto. La solidaridad de los soldados hacía dificil, incluso delicado,
el castigo. Se comprobó cuando el Capitán General de la infantería española
ordenó a don Lope de Acuña —jefe respetado por los soldados— que disparase contra
los amotinados. El General pensaba que las tropas españolas al mando de Acuña,
recién llegadas de Italia, no habrían tenido tiempo de relacionarse con las
de los viejos Tercios lo suficiente como para desobedecer la orden. Estaba equivocado.
Llegados los de Acuña a tiro de arcabuz contra los sublevados, se sentaron en
el suelo como señal de negativa.
Orden
igual recibió Gaspar de Robles, coronel de un regimiento de valones, pero sus
hombres cargaron los arcabuces con arena y apagaron las mechas, para expresar
su oposición a obedecer. Ni siquiera produjo efecto el antagonismo nacional.
No podía ser de otro modo, puesto que quienes recibían aquella orden estaban
también «rotos,
desnudos y quebrantados y muchos sus cuerpos de cicatricez de las heridas aborecidos
de si mismos no pudiendo mas sufrir que los llevasen sin ser pagados de su sudor
a padecer nuevos travajos»
Así
pues, si era posible transgredir la moral del servicio en impunidad, más fácil
resultaba desobedecer los bandos generales, barreras para la vida cotidiana
del soldado.
Rene
Quatrefages. "Los Tercios". Ediciones Ejército