¿La Argentina progresa con Kirchner?

Por Mariano Grondona


En un famoso ensayo publicado en 1798, cuando tenía 74 años, Kant se preguntó si la raza humana progresa a través de la historia. Su respuesta fue positiva, pero es forzoso aceptar que el movimiento general de la historia no es uniforme, sino que admite en su seno corrientes menores de auge o declinación que no coinciden necesariamente con él.

Es en estas modestas corrientes temporales y no en el gran movimiento de la historia donde vivimos los seres humanos de carne y hueso. Si la humanidad en general progresa, pero los argentinos de hoy no, ¿de qué nos valdría el consuelo de pensar que somos una excepción? Al lado de la macropregunta de Kant también cuenta, por lo tanto, nuestra propia micropregunta: ¿cómo nos va a los argentinos en los tiempos de Kirchner?

El pasado que cuenta
Imaginemos la Argentina que todos queremos: una nación en paz consigo misma, económicamente desarrollada y socialmente cuidada. Esa nación se aloja en el futuro. Para evaluar la gestión de Kirchner tendríamos que preguntarnos si estamos acercándonos o alejándonos de ella. Pero ese futuro de plenitud al que aspiramos es incierto. No sabemos exactamente a cuántos años estaría si nos fuera bien: ¿veinte, treinta, cuarenta años? Tampoco sabemos si las décadas que en principio nos separan de la Argentina deseada serán todas ellas buenas no sólo durante la presidencia de Kirchner sino también después. Medir desde el futuro el progreso de la Argentina en los tiempos de Kirchner parece, por ello, un ejercicio hipotético.

Como mojón para la medición del progreso nos sirve más el pasado reciente porque, al no saber exactamente a cuánto queda el lugar de destino, podemos saber al menos a cuánta distancia estamos del lugar de partida. Todos nos acordamos de cómo nos fue en estos últimos años. Nadie querría revivirlos. La pregunta que nos hacíamos en el comienzo quedaría mejor definida, por ello, si la consignáramos así: ¿con Kirchner nos vamos alejando de un pasado a todas luces insatisfactorio?

En su Análisis político moderno, Robert Dahl sostiene que uno de los elementos esenciales de cualquier sistema político es la experiencia reciente que el pueblo, traumatizado por ella, no quiere repetir. Si hay algo que los norteamericanos no desean volver a vivir es la negra jornada del 11 de septiembre de 2001. ¿Qué es lo que los argentinos de hoy no quisiéramos repetir? ¿Kirchner nos está alejando de ese sombrío recuerdo?

El problema se plantea al advertir que nuestra generación no tiene uno, sino tres recuerdos traumáticos. Uno de ellos es el estallido económico y social de fines de 2001. Menos reciente, pero aún vigente, es el recuerdo de la parálisis económica que nos acompañó en los años ochenta para culminar en la hiperinflación de 1989. Y hay todavía un tercer recuerdo tan reciente que apenas se ha formado: el auge inquietante de la inseguridad y del clima de impunidad que lo sostiene, un clima cuya evidencia volvió con ímpetu a nosotros cuando aprendimos que diez años de supuesta investigación sobre el mayor atentado terrorista que haya sufrido la Argentina quedaron en la nada.

¿Nuestras múltiples heridas se están cicatrizando? ¿Nuestro atribulado país se está curando?

Memorias en conflicto
Lo primero que habría que reconocer es que Kirchner no coincide con esta visión de nuestra memoria. Incluye, por lo pronto, un cuarto pasado traumático, el de los años setenta, que el país en su conjunto ya había superado cuando él asumió, como quedó demostrado en la escasa convocatoria del acto de la ESMA. A los pocos días de este acto, cientos de miles de personas acompañaron a Blumberg, mostrándole al Presidente la aguda vigencia de los crímenes impunes de la delincuencia no ya de los años setenta sino de los últimos años.

La discrepancia sobre el pasado reside además en que, en tanto el Gobierno enfatiza una y otra vez el recuerdo de la atroz recesión de 2001-2002, ignora el recuerdo de la parálisis económica de los años ochenta. Este olvido resulta de la condena absoluta y sin matices de los años noventa que está en la base del discurso oficial. Pero los años noventa tuvieron dos partes. En la primera de ellas, el país salió del colapso económico de los años ochenta gracias a una poderosa corriente de inversiones privadas que determinó un crecimiento económico del seis por ciento anual hasta 1999, algo que no habíamos tenido desde los años veinte. Como no circula entre nosotros ninguna evaluación racional de la década de los años noventa, casi nadie enfatiza el recuerdo de la parálisis y la hiperinflación que ella, en su primera parte, remedió.

De ahí que las evaluaciones oficiales de nuestra situación económica y social actual sean invariablemente positivas. Comparada con 2002, la Argentina de hoy es simplemente espléndida. Pero no si la comparamos con la primera mitad de los años noventa, porque sigue todavía muy lejos de ella. Si fuéramos racionales, diríamos que sólo estamos a mitad de camino entre la cima de la primera mitad de los años noventa y el pozo de 2002. Sería por lo tanto un resultado aún insatisfactorio.

Se ha acusado al Gobierno de una memoria parcial sobre los años setenta. Más sutil pero igualmente grave es que también olvide la superación de los años ochenta en la primera parte de los años noventa, porque esa superación se logró mediante la masiva corriente de inversiones cuya falta se vuelve a sentir ahora. El desempleo ha dejado de bajar. Se nota un "amesetamiento" de la actividad económica. Por eso es que la primera parte de los años noventa nos sigue quedando lejos.

Lo correcto sería no albergar una, sino dos memorias de los años noventa. Como la demonización de la primera parte lo prohíbe, Kirchner deja de tener en vista que, para no retroceder a los años ochenta, necesitará crear otra vez un ambiente favorable a las grandes inversiones.

No es que debamos eximir a Menem de su gravísima responsabilidad. Su gran pecado, empero, no fue lanzar el extraordinario crecimiento de los años noventa, sino falsificarlo a partir de la segunda presidencia por concebir el capricho de una tercera. Esta es su verdadera culpa. Pero la necesidad política de echarle la culpa de todo lo que nos pasó oscurece la visión de nuestro pasado. Quemémoslo igual en la hoguera del enojo colectivo, pero sin perder de vista que en 1995 el país crecía con tal ímpetu que la mayoría de los argentinos lo reeligió.

Para evaluar dónde estamos, hace falta recordar todos nuestros traumas. Si sólo recordamos al del medio, la gran recesión de 2001-2002, ignorando el que había venido antes, la ausencia en los años ochenta de las grandes inversiones que nos vuelven a faltar, y lo que vino después, la creciente inseguridad que nos acongoja, padeceremos de amnesia distorsiva. Al parecer, el Gobierno está tomando en cuenta la última de estas memorias. Ojalá profundice su aprendizaje en torno de ella. Para completarlo, también debería reconocer que sin reconciliarse con la primera parte de los años noventa no tendrá empleo ni crecimiento. Pero las anteojeras ideológicas bloquean esta parte vital de su memoria. El día en que Kirchner las supere, podremos decir, con inmensa satisfacción, que la Argentina reencontró la senda del progreso hacia ese horizonte de plenitud que todavía le queda tan lejos.
Por Mariano Grondona, La Nacion, 11 de septiembre de 2004