A Su Santidad el Papa Juan Pablo II

 

 

Santidad:

 

El anuncio de Vuestra próxima venida a la España peninsular, orilla oriental del conjunto de pueblos que constituyeron las Españas –y por todos es bien sabido cómo están en el corazón de Vuestra Santidad–, no puede sino llenarnos de gozo a todos los fieles de la Iglesia de Jesucristo, Santa, Católica y Apostólica, ligada indisolublemente a nuestra historia con vínculos que no han sido sólo humanos sino de auténtica participación sobrenatural en el crecimiento de la Ciudad de Dios.

Os escribo como depositario de la legitimidad dinástica de la Monarquía hispánica, desconocida por la Revolución liberal que a partir de 1833 desfiguró a ciencia y conciencia el rostro católico de los pueblos españoles. En cambio, los legítimos Reyes de las Españas, mis antecesores, antepusieron siempre, como pocos, el servicio de la Cristiandad a los propios intereses. Todavía mi augusto padre Don Javier I, amigo y consejero de Vuestro Venerable Predecesor Su Santidad Pío XII, fue ejemplo de príncipe cristiano y buscó ajustar toda su vida, también como Abanderado de la legitimidad proscrita, a las exigencias de esta Fe católica. Mientras los leales carlistas luchaban y morían "por Dios, la Patria y el Rey", al servicio de la tradición católica (la última vez bajo las órdenes de mi padre, en la Cruzada de 1936 a 1939, donde tantos requetés murieron por la Fe); en cambio, los beneficiarios de la usurpación promovían o consentían, según los momentos –la inicua desamortización es sólo un capítulo de esta triste historia–, una descatolización que era al tiempo deshispanización.

No debemos olvidar, frente a la difundida afirmación conformista de que "cada pueblo tiene los gobernantes que se merece", que Vuestro Venerable Predecesor San Pío X (tan ligado a la Familia Real legítima española, que celebró hasta su última Misa con el cáliz que le había regalado mi tío abuelo Carlos VII cuando el santo papa era Patriarca de Venecia; como regalo del mismo Rey exiliado eran su anillo y su pectoral), sostenía –en línea con el Eclesiástico (10, 2-3)– que "los pueblos son lo que quieren sus gobernantes". Los pseudo-príncipes liberales han hecho avanzar, así, la secularización de pueblos antes cristianísimos (ejemplo entre muchos es la legalidad de hecho en España del aborto provocado, firmada y refrendada por su actual jefe de Estado), como los legítimos príncipes han constituído un valladar en defensa de esa tradición católica y sus hondas raíces.

Pero el pleito dinástico español no ha sido otra cosa que la encarnación de una lucha más honda, que ha traspasado todas las dimensiones de la existencia, preternatural incluso, en que cruzaron sus armas la Cristiandad y la suerte de contracristiandad que ha venido a ser el Estado liberal en todas sus metamorfosis. Ese liberalismo en que Vuestros Venerables Predecesores, a partir de Su Santidad Gregorio XVI, y en particular el Beato Pío IX, vieron el enemigo irreconciliable del Romano Pontífice y de la civilización cristiana. Que Su Santidad León XIII debeló con especial vigor en su importante corpus politicum. Y frente al que Su Santidad Pío XI alzó el principio de la Realeza Social de Nuestro Señor Jesucristo, confirmada en el mundo hispánico por la gracia de su Unidad Católica, que ha sido el principal obstáculo a la secularización liberal.

De ahí que, cuando Vuestra Santidad reclama hoy para la Constitución Europea que se halla en preparación un reconocimiento del factor religioso, los españoles no podamos sino recordar con tristeza que la llamada Constitución española de 1978, que consagra el laicismo de Estado, fue aprobada sin protesta de la Santa Sede y con aprobación oficiosa del Eminentísimo Señor Cardenal Secretario de Estado, Agostino Casaroli. Y es que la mención del Santo Nombre de Dios, para no hacerse en vano, no puede desligarse de los presupuestos doctrinales del texto donde se pretende sea citado. Y en el caso que nos ocupa no podría pasar de algo puramente nominal, pues habría de chocar con la errónea ideología inmanentista de los llamados "derechos humanos", que está en la base del proyecto europeo, tan opuesto al derecho de gentes. El ajuste de la ordenación de la comunidad política a la ley de Dios, por el contrario, es propiamente lo que se ha solido denominar "Estado confesional", con terminología hoy no bien vista, pero cuyo contenido es insoslayable. La reciente "nota" de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, sobre "algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida pública", de 16 de enero de 2003, que Vuestra Santidad ha tenido a bien aprobar, lo prueba a las claras, tanto en la defensa de este contenido cuanto en las infundadas reticencias respecto de aquella terminología.

Así pues, en cabeza de un grupo de católicos españoles, especialmente cualificados por su trayectoria inconsútil de defensa de la Iglesia, suplico a Vuestra Santidad que nos restituya las premisas para combatir en la vida política sin complejos de inferioridad y con criterios claros. Cierta predicación incoherente del episcopado patrio e internacional y aun, si se me permite, y perdonadme, de Vuestra Santidad, ha llevado a desguarnecer el frente de la política católica, que rechaza el "confesionalismo" al tiempo que, justa pero ilógicamente, las consecuencias del laicismo de Estado. La situación es la que un santo y sabio Obispo de Cuenca, el Ilustrísimo y Reverendísimo Señor Doctor don José Guerra Campos, denominó "la necesidad de reedificar la doctrina de la doctrina de la Iglesia" a propósito de sus relaciones con la comunidad política. Las sociedades, para subsistir, no pueden dar la espalda al derecho natural y divino. Y más allá del pluralismo, que no pluralidad, engendrado por el relativismo moral que escinde las sociedades presentes, y favorecido por la absolutización de la llamada "libertad religiosa", sólo se alza la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, como custodia del derecho de gentes, tal cual afirmó Vuestro Venerable Predecesor Benedicto XV, cuya misión no es otra que "instaurar todas las cosas en Cristo", según el lema paulino hecho propio por San Pío X, de modo que advenga –como Pío XI proclamó desde su lema pontifical– "la paz de Cristo en el Reino de Cristo".

Rogamos a Dios que ilumine a Vuestra Santidad para que, en medio de las dificultades del siglo, que siempre acecha, acierte a mostrar el camino de una Cristiandad restaurada que, para serlo en verdad, no podrá sino renovar en su espíritu la eterna encarnación social del mensaje evangélico.

Siempre a los pies de Vuestra Santidad, suplica vuestra bendición apostólica

 

Sixto Enrique de Borbón

Castillo de Lignières, Pascua de Resurrección 2003.

 


 

Secretaría Política de S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón

Comunión Tradicionalista

Agencia FARO