¿Qué es el Carlismo?
¿Qué es el carlismo? ¿Qué extraño fenómeno histórico ha permitido su supervivencia hasta hoy durante casi dos siglos en la historia de España?
No es fácil hacer una apretada síntesis de fenómeno tan complejo y prolongado. Puede decirse, sin embargo, que su explicación exige tener en cuenta tres ejes fundamentales: la bandera de la legitimidad dinástica, la continuidad del mundo hispánico anterior a las revoluciones modernas y el corpus doctrinal del tradicionalismo.
En efecto, el carlismo es una reivindicación legitimista ante la usurpación producida en 1833 a la muerte del Rey Fernando VII. La legislación española, semisálica, determinaba que la sucesión a la Corona debiera haberse producido en la persona del hermano del Rey, el Infante Don Carlos, saludado como Carlos V por sus partidarios. En cambio, un verdadero golpe de Estado encubierto llevó al trono a Isabel, la hija de cortísima edad del fallecido Fernando VII y María Cristina de Nápoles. La guerra estalló con fuerza en toda España, en especial en el País Vasco, Navarra, Castilla y Cataluña, y duró siete años. Todavía en el decenio de los cuarenta, con el hijo de Carlos V, Carlos VI, volvería la guerra, la conocida como segunda guerra carlista, y entre 1872 y 1876, con Carlos VII, nieto de Carlos V, una tercera guerra durante la que gobernó en diversas zonas de España. Incluso la "guerra de España", entre 1936 y 1939, tuvo en algunas regiones (piénsese por ejemplo en la legendaria Navarra) una importante componente carlista, así como la Comunión Tradicionalista fue una de las fuerzas decisivas en el Alzamiento y posterior victoria, no obstante el alejamiento progresivo respecto del régimen de Franco. Alejamiento, sin embargo, no se olvide, del todo distinto del de republicanos, socialistas y comunistas, al estar inspirado en los viejos principios de la tradición española y no en las ideologías de la modernidad.
Bien puede entenderse que si el carlismo hubiese sido un simple pleito dinástico difícilmente hubiera podido sobrevivir más allá de algunos decenios. Su prolongación en el tiempo viene a demostrar, en cambio, que la cuestión legitimista actuó como banderín de enganche de otras motivaciones con las que se fundió en una unidad inextricable. En primer lugar, la continuidad venerable de la tradición común de los pueblos hispánicos, esparcidos por los cinco continentes. De modo quizá no del todo consciente al inicio, con comprensión cada vez más clara, el carlismo ha venido a ser la prolongación de un modo de ser que sucesivamente el absolutismo, el liberalismo y el socialismo (en ocasiones con idas y vueltas) han cancelado. En este sentido profundo, como la vieja Cristiandad medieval se continuó durante el período de la Casa de Austria en el mundo hispánico, convertido en una suerte de Christianitas minor, el carlismo ha sido todavía una suerte de reserva de esa Cristiandad menor. El carácter íntimamente popular del carlismo, tantas veces incomprendido, como otras silenciado, recibe ahí también una de sus explicaciones.
Todavía más. El pleito dinástico fue además ocasión de que se enfrentaran los defensores del orden natural y cristiano, aun con todas las deformaciones que se quiera, introducidas en buena medida a lo largo del siglo XVIII, a los secuaces de la revolución en sus distintas metamorfosis. Así pues, dio lugar a que se articulara, ya que no una ideología, que es una visión parcial y errónea del mundo, sí un cuerpo de doctrina basado en los principios de la verdadera filosofía y el uso recto de la razón, también por lo mismo en la sabiduría cristiana. Tradicionalismo que en el caso español ha sido siempre purísimo, sin las mistificaciones y errores que en otros lugares ha conocido, y que ha hecho del carlismo español el movimiento más contrarrevolucionario del mundo, en el sentido de hacer, no una revolución en sentido contrario, sino lo contrario de la Revolución, esto es, fundar la sociedad sobre el orden natural y divino, y por lo mismo reconstruir constantemente el tejido social.
Hoy, el lema del carlismo –Dios, Patria, Fueros y Rey–, que a algunos pudiera parecer antiguo o superado, sigue siendo en cambio la única bandera de esperanza para un mundo que se desmorona. Así, frente al nihilismo del sedicente nuevo orden mundial globalizado, sólo la instauración de todas las cosas en Cristo, por medio de poderes sometidos al orden ético que la Iglesia custodia, que conjuguen la libertad de los pueblos con la tradición común de las patrias, puede dar al mundo la paz.