Nota de/para los amigos que me escriben:
De: Natalia R
Asunto:
¿Qué le está haciendo Internet a nuestros cerebros?
Por Nicholas CARR
JULIO/AGOSTO 2008 ATLANTIC MONTHLY
¿Está Google estupidizándonos?
“Dave, para. Para, por favor. Para, Dave. ¿Vas a parar, Dave?” Así suplica la
supercomputadora HAL al implacable astronauta Dave Bowman en una famosa y
fantásticamente conmovedora escena casi al final de 2001: Una odisea del espacio
de Stanley Kubrick. Bowman, tras haber sido enviado a la muerte en el espacio
interplanetario por la máquina descompuesta, está tranquila y fríamente
desconectando los circuitos de memoria que controlan su “cerebro” artificial.
“Dave, estoy perdiendo la mente –dice HAL, con tristeza--. Me estoy dando
cuenta. Lo estoy sintiendo.”
Yo también me estoy dando cuenta, lo estoy sintiendo. En los últimos años he
tenido la incómoda sensación de que alguien, o algo, ha estado jugueteando con
mi cerebro, cambiando el esquema de su circuito neural, reprogramando la
memoria. No es que esté perdiendo la mente –hasta donde puedo decir–, pero me
está cambiando. No estoy pensando del modo que antes lo hacía. Me doy cuenta
sobre todo cuando leo. Antes me era fácil sumergirme en un libro o en un
artículo largo. Mi mente quedaba atrapada en la narración o en los giros de los
argumentos y pasaba horas paseando por largos tramos de prosa. Ahora casi nunca
es así. Ahora mi concentración casi siempre comienza a disiparse después de dos
o tres páginas. Me pongo inquieto, pierdo el hilo, comienzo a buscar otra cosa
que hacer. La lectura profunda que me venía de modo natural se ha convertido en
una lucha.
Creo que sé qué está pasando. Desde hace ya más de una década, he estado pasando
mucho tiempo en línea, buscando y navegando y a veces añadiendo a la gran base
de datos de Internet. La red ha sido una bendición para mí como escritor. Puedo
hacer en minutos la investigación que en un tiempo requería días en salas de la
biblioteca o de las publicaciones periódicas. Unas pocas búsquedas en Google,
algunos “clics” rápidos en hiperenlaces 1 y obtengo el dato revelador o la cita
sucinta que andaba buscando. Incluso sin estar trabajando, es muy probable que
esté hurgando en la espesura de la información de la Red: leyendo y escribiendo
correos, escaneando titulares y blogs, viendo videos y escuchando podcasts o
sencillamente saltando de enlace en enlace. (A diferencia de las notas al pie, a
las que muchas veces se asimilan, los hiperenlaces no sólo señalan obras que
guardan relación con el tema, sino que lo lanzan a uno a ellas.)
Para mí, como para otros, la Red se está convirtiendo en un medio universal, el
conducto de casi toda la información que fluye a mis ojos y oídos y entra en mi
mente. Las ventajas de tener acceso inmediato a un almacén tan increíblemente
rico de información son muchas y éstas han sido ampliamente descritas y
debidamente aplaudidas. Clive Thomson escribió en Wired: “La retentiva perfecta
de la memoria de silicón puede ser una enorme ayuda al pensamiento.” Pero la
ayuda tiene un precio. Como señaló el teórico de los medios de difusión Marshall
McLuhan en los años sesenta, éstos no son sólo canales pasivos de información.
Suministran la materia que para el pensamiento, pero también conforman el
proceso del pensamiento. Y lo que la Red parece estar haciendo es socavar mi
capacidad de concentración y contemplación. Mi mente espera ahora captar la
información del modo en que la Red la distribuye: en una corriente de partículas
en rápido movimiento. En un tiempo fui un submarinista en el mar de palabras.
Ahora me deslizo por la superficie como un tipo en una moto acuática.
No soy el único. Cuando les menciono mis problemas con la lectura a amigos y
conocidos –la mayoría de ellos hombres de letras– muchos dicen estar
experimentando algo similar. Mientras más usan la Red, más tienen que luchar
para concentrarse en escritos largos. Algunos de los bloggers que sigo también
han comenzado a mencionar el fenómeno. Scout Karp, quien escribe un blog sobre
los medios de difusión en línea, confesó hace poco que ha dejado por completo de
leer libros. “Hice el master en literatura en la universidad y era un voraz
lector de libros –escribió–. ¿Qué ha pasado?” Y especula la respuesta: “¿Y si
todo lo que leo es en la red no se debe a que la forma en que leo haya cambiado,
o sea, que esté sólo en busca de comodidad, sino porque mi forma de PENSAR ha
cambiado?”
Bruce Friedman, quien escribe regularmente blogs sobre el uso de las
computadoras en la medicina, también ha descrito la forma en que Internet ha
cambiado sus hábitos mentales. “He perdido casi por entero la capacidad de leer
y absorber un artículo largo en la red o impreso”, escribió a principios de año.
Friedman, patólogo miembro de larga data de la facultad de la Escuela de
Medicina de la Universidad de Michigan, amplió su comentario en una conversación
telefónica conmigo. Su forma de pensar, dijo, ha tomado una calidad de “staccato”,
que refleja la forma en que escanea con rapidez pasajes cortos de texto de
muchas fuentes en línea. “Ya no puedo volver a leer La guerra y la paz
–admitió–. He perdido la capacidad de hacerlo. Me resulta difícil absorber
incluso un blog de más de tres o cuatro párrafos. Lo leo por encima.”
Las anécdotas por sí solas no demuestran mucho. Y todavía estamos en espera de
experimentos neurológicos y psicológicos a largo plazo que brinden una imagen
definitiva de la forma en que el uso de Internet afecta la cognición. Pero un
estudio recién publicado de los hábitos de investigación en línea, realizado por
académicos del University College de Londres, indican que muy bien podemos estar
en medio de un cambio radical en la forma en que leemos y pensamos. Como parte
de un programa de investigación de cinco años, los estudiosos examinaron
registros de computación que documentan el comportamiento de visitantes de dos
populares sitios de investigación, uno operado por la Biblioteca Británica y el
otro por un consorcio educacional del Reino Unido, que brindan acceso a
artículos de revistas, libros electrónicos y otras fuentes de información
escrita. Encontraron que las personas que usan los sitios exhibían “una forma de
actividad como de quien está echando una ojeada”, en que saltaban de una fuente
a otra y pocas veces regresaban a una que ya hubieran visitado. Típicamente
leían sólo una o dos páginas de un artículo o libro antes de “saltar” a otro
sitio. A veces salvaban un artículo largo, pero no hay pruebas de que regresaran
a él y lo leyeran de verdad. Los autores del estudio informan:
Es evidente que los usuarios no leen en línea en el sentido tradicional; de
hecho hay indicios de que están surgiendo nuevas formas de “leer” según los
usuarios navegan horizontalmente por los títulos, los índices y los resúmenes
buscando ganar rapidez. Casi parece que van en línea para evitar leer en el
sentido tradicional.
Gracias a la ubicuidad del texto en Internet, por no mencionar la popularidad de
los mensajes de texto en los teléfonos celulares, pudiéramos estar leyendo más
hoy que en los años setenta u ochenta, cuando la televisión era nuestro medio
preferido. Pero es un tipo distinto de lectura y detrás de él hay un tipo
distinto de pensamiento… tal vez incluso un nuevo sentido del ser. “No sólo
somos lo que leemos –dice Maryanne Wolf, psicóloga del desarrollo de la
Universidad de Tufts y autora de Proust and the Squid: The Story and Science of
the Reading Brain(Proust y el calamar: La historia y la ciencia del cerebro
lector)–. Somos como leemos.” A Woolf le preocupa que el estilo de lectura que
promueve la Red, un estilo que coloca la “eficiencia” y la “inmediatez” por
encima de todo lo demás, esté debilitando tal vez nuestra capacidad para el tipo
de lectura profunda que emergió cuando una tecnología anterior, la prensa
impresa, hizo comunes y corrientes las largas y complejas obras de prosa. Cuando
leemos en línea, dice, tendemos a convertirnos en “meros descodificadores de
información”. Nuestra capacidad de interpretar textos, de hacer las ricas
conexiones mentales que se forman cuando leemos con profundidad y sin
distracción, sigue en gran medida desconectada.
Leer, explica Wolf, no es una habilidad instintiva de los seres humanos. No está
grabada en nuestros genes del modo que lo está el discurso. Tenemos que enseñar
a nuestras mentes a traducir los caracteres simbólicos que vemos al lenguaje que
comprendemos. Y los demás medios u otras tecnologías que usamos al aprender y
practicar el arte de la lectura desempeñan un papel importante en la
conformación de los circuitos neurales que se encuentran en el interior de
nuestros cerebros. Los experimentos demuestran que los lectores de ideogramas,
como los chinos, desarrollan un sistema de circuitos mentales para la lectura
muy diferente del sistema que se encuentra en quienes, como nosotros, cuya
lengua escrita emplea el alfabeto. Las variaciones se extienden a lo largo de
muchas regiones del cerebro, incluidas las que rigen funciones cognitivas tan
esenciales como la memoria y la interpretación de estímulos visuales y
auditivos. Podemos también prever que los circuitos tejidos por nuestro uso de
la Red sean distintos a los tejidos por nuestra lectura de libros y otras obras
impresas.
En algún momento de 1882, Friedrich Nietzsche compró una máquina de escribir:
una Malling-Hansen Writing Bal, para mayor precisión. Le fallaba la vista y
mantener los ojos enfocados en la página se le había hecho agotador y doloroso y
muchas veces le provocaba fuertes dolores de cabeza. Se había visto obligado a
reducir su escritura y temía que pronto le sería necesario abandonarla. La
máquina de escribir lo rescató, al menos de momento. Una vez dominada la
mecanografía al tacto, podía escribir con los ojos cerrados, usando sólo las
yemas de los dedos. Las palabras podían fluir de nuevo de su mente a la página.
Pero la máquina tuvo un efecto más sutil sobre su obra. Uno de los amigos de
Nietzsche, un compositor, observó un cambio en su estilo de escribir. Su prosa,
ya de por sí tersa, se había hecho más comprimida, más telegráfica. “Puede que
con este instrumento incluso te adaptes a nuevos giros idiomáticos –le escribió
el amigo en una carta observando que, en su propia obra, sus “’ideas’ en música
y lenguaje solían depender de la calidad de la pluma y el papel”.
–Tienes razón –repuso Nietzsche–, nuestro equipo de escribir participa en la
formación de nuestros pensamientos.
Bajo el influjo de la máquina, escribe el académico alemán de los medios de
difusión Friedrich A. Kittler, la prosa de Nietzsche “cambió de argumentos a
aforismos, de pensamientos a juegos de palabras, del estilo retórico al
telegráfico.”
El cerebro humano es casi infinitamente maleable. La gente pensaba que nuestro
engranaje mental –las densas conexiones que se forman entre los 100 billones de
neuronas que se encuentran dentro de nuestros cráneos– estaba en gran medida
fijado para el momento en que alcanzábamos la edad adulta. Pero los
investigadores del cerebro han descubierto que no es así. James Olds, profesor
de neurociencia que dirige el Instituto Krasnow de Estudios Avanzados en la
Universidad George Mason, afirma que incluso la mente adulta “es muy plástica”.
Las neuronas normalmente rompen conexiones viejas y forman nuevas. Según Olds,
“el cerebro tiene la capacidad de reprogramarse a la carrera, cambiando la forma
en que funciona.”
Según usamos lo que el sociólogo Daniel Bell ha llamado nuestras “tecnologías
individuales” –los instrumentos que amplían nuestras capacidades mentales más
bien que físicas– inevitablemente comenzamos a adoptar las cualidades de esas
tecnologías. El reloj mecánico, que comenzó a usarse corrientemente en el siglo
XIV, brinda un ejemplo convincente. En Technics and Civilization (Técnicas y
civilización), el historiador y crítico de la cultura Lewis Mumford describió la
forma en que el reloj “desasoció el tiempo de los sucesos humanos y contribuyó a
crear la idea de un mundo independiente de secuencias matemáticamente
mensurables”. El “marco abstracto de tiempo dividido” se convirtió en “el punto
de referencia de la acción y el pensamiento”.
El tictac metódico del reloj contribuyó al surgimiento de la mente científica y
del científico, pero también se llevó algo. Como observó el difunto científico
de computación del MIT2 Joseph Weizenbaum en su libro de 1976, Computer Power
and Human Reason: From Judgment to Calculation (El poder de la computadora y la
razón human: del juicio al cálculo), la concepción del mundo que surgió del
empleo extendido de los instrumentos de llevar el tiempo “sigue siendo una
versión empobrecida del antiguo, porque descansa en un rechazo de las
experiencias directas que formaban la base de la antigua realidad y, de hecho,
la constituían.” Al decidir cuándo comer, trabajar, dormir, levantarse, dejamos
de escuchar a nuestros sentidos y comenzamos a obedecer el reloj.
El proceso de adaptación a nuevas tecnologías intelectuales se refleja en las
cambiantes metáforas que usamos para explicarnos a nosotros mismos. Cuando llegó
el reloj mecánico, las personas comenzaron a pensar que sus cerebros operaban
“como mecanismos de relojería”. Hoy, en la era del software, hemos llegado a
pensar que operan “como computadoras”. Pero los cambios, nos dicen las
neurociencias, son mucho más profundos que la metáfora. Gracias a la plasticidad
de nuestro cerebro, la adaptación se produce también en el nivel biológico.
Internet promete tener efectos de especial alcance en la cognición. En un
trabajo publicado en 1936, el matemático británico Alan Turing demostró que era
posible programar una computadora digital, que en aquella época existía sólo
como máquina teórica, para que realizara la función de cualquier otro
dispositivo de procesamiento de información. Eso es lo que estamos presenciando
hoy. Internet, un sistema de computación inconmensurablemente poderoso, está
subsumiendo la mayoría de nuestras otras tecnologías intelectuales. Se está
convirtiendo en nuestro mapa y nuestro reloj, nuestra imprenta y nuestra máquina
de escribir, nuestra calculadora y nuestro teléfono, nuestro radio y nuestra
televisión.
Cuando la Red absorbe un medio, ese medio se recrea a la imagen de la Red.
Inyecta el contenido del medio con hiperenlaces, anuncios de parpadeo y otras
baratijas digitales y rodea el contenido con el contenido de todos los demás
medios que ha absorbido. Un mensaje nuevo de correos, por ejemplo, puede
anunciar su llegada mientras estamos revisando los últimos titulares de un sitio
de prensa. El resultado es dispersar nuestra atención y difundir nuestra
concentración.
Tampoco termina la influencia de la Red en los márgenes de la pantalla de la
computadora. Al irse sintonizando las mentes de las personas al enloquecido
conjunto de medios de Internet, los medios tradicionales deben adaptarse a las
nuevas expectativas del público. Los programas de televisión añaden textos que
se deslizan por la pantalla y anuncios que surgen de repente; revistas y diarios
acortan sus artículos, introducen resúmenes en cápsulas y rellenan sus páginas
con fragmentos de información fáciles de rastrear. Cuando en marzo de este año
The New York Times decidió dedicar la segunda y tercera páginas de cada edición
a resúmenes de artículos, su director de diseño Tom Bodkin explicó que los
“atajos” darían a los lectores atribulados un “tanteo” rápido de las noticias
del día ahorrándoles el método “menos eficiente” de volver las páginas y leer
los artículos. Los medios antiguos tienen poca opción más que jugar con las
reglas de los medios nuevos.
Nunca ha desempeñado un sistema de comunicación tantos papeles en nuestras vidas
–o ejercido una influencia tan amplia sobre nuestros pensamientos– como hace hoy
Internet. Pero, a pesar de todo lo que se ha escrito sobre la Red, se ha pensado
poco en cómo exactamente nos está reprogramando. La ética intelectual de la Red
sigue siendo oscura.
Aproximadamente por el tiempo en que Nietzsche comenzó a usar su máquina de
escribir, un joven serio llamado Frederick Winslow Taylor fue con un cronómetro
a la planta Midvale Steel de Filadelfia y comenzó una histórica serie de
experimentos destinada a mejorar la eficiencia de sus maquinistas. Con
aprobación de los propietarios de Midvale, tomó a un grupo de obreros, los puso
a trabajar en varias máquinas de elaborado de metales y registró y midió el
tiempo de cada uno de sus movimientos así como las operaciones de las máquinas.
Dividiendo cada tarea en una secuencia de pequeños pasos discretos y luego
ensayando formas distintas de realizar cada una, Taylor creó un conjunto de
instrucciones precisas –un “algoritmo” pudiéramos decir hoy– de cómo debía
trabajar cada obrero. Los empleados de Midvale rezongaron sobre el estricto
régimen nuevo, diciendo que los convertía en poco más que autómatas, pero la
productividad de la fábrica se disparó.
Más de cien años después de la invención del motor de vapor, la Revolución
Industrial al fin había encontrado sus bases filosóficas y su filósofo. La
apretada coreografía industrial de Taylor –su “sistema” como le agradaba
llamarlo– fue aceptada por fabricantes de todo el país y, con el tiempo, de todo
el mundo. Procurando la mayor rapidez, eficiencia y producción, los dueños de
fábricas utilizaban los estudios de tiempo y movimiento para organizar el
trabajo y configurar las tareas de sus trabajadores. El objetivo, como definió
Taylor en su célebre tratado de 1911, The Principles of Scientific Management
(Los principios de la gestión moderna), era identificar y adoptar, para cada
tarea, “un mejor método” de trabajo y con ello efectuar “la sustitución gradual
de la ciencia por la regla empírica en todas las artes mecánicas”. Una vez que
se aplicara este sistema en todos los actos de trabajo manual, aseguró Taylor a
sus seguidores, brindaría una reestructuración no sólo de la industria, sino de
la sociedad, creando la utopía de la eficiencia perfecta. “En el pasado el
hombre había sido lo primero –declaró–, en el futuro lo será el sistema.”
El sistema de Taylor sigue en gran medida con nosotros: sigue siendo la ética de
la manufactura industrial. Y ahora, gracias al creciente poder que los
ingenieros en computación y codificadores de software ejercen sobre nuestras
vidas intelectuales, la ética de Taylor comienza a regir también la esfera de la
mente. Internet es una máquina diseñada para la recolección, transmisión y
manipulación automatizada de información y sus legiones de programadores están
concentrados en encontrar el “mejor método único” –el algoritmo perfecto– para
llevar a cabo cada movimiento mental de lo que hemos llegado a describir como
“trabajo de conocimiento”.
La sede de Google, en Moutain View, California –el Googleplex– es el santuario
supremo de Internet y la religión que se practica dentro de sus paredes es el
taylorismo. Google, al decir de su ejecutivo principal, Eric Schmidt, es “una
compañía fundada en torno a la ciencia de la medición” y se esfuerza en
“sistematizar todo” lo que hace. Según el Harvard Business Review, haciendo uso
de los terabytes de datos de conducta que recoge mediante su motor de búsqueda 3
y otros sitios, realiza miles de experimentos diarios y utiliza los resultados
para refinar los algoritmos que controlan cada vez más la forma en que las
personas encuentran información y extraen significado de ella. Lo que Taylor
hizo para el trabajo manual, Google lo está haciendo para el trabajo mental.
La compañía ha declarado que su misión es “organizar la información mundial y
hacerla universalmente accesible y útil”. Procura desarrollar “el motor de
búsqueda perfecto” al que define como algo que “entiende exactamente lo que uno
quiere decir y le devuelve exactamente lo que desea”. Al entender de Google, la
información es un tipo de producto, un recurso utilitario que puede extraerse y
procesarse con eficiencia industrial. Mientras más sean las piezas de
información a las que uno pueda “acceder” y mientras con mayor rapidez podamos
extraer lo esencial de ellas, más productivos nos hacemos como pensadores.
¿Dónde termina esto? Sergey Brin y Larry Page, los dotados jóvenes que fundaron
Google cuando hacían su doctorado en ciencias de computación en Stanford, hablan
con frecuencia de su deseo de convertir su motor de búsqueda en una inteligencia
artificial, una máquina al estilo de HAL que sea posible conectar directamente a
nuestros cerebros. “El motor de búsqueda supremo es tan inteligente como las
personas… o más –afirmó Page hace unos años en un discurso–. Para nosotros,
trabajar en búsqueda es una forma de trabajar en inteligencia artificial.” En
una entrevista concedida a Newsweek en 2004, Brin comentó: “No hay dudas de que
si uno tuviera toda la información del mundo unida directamente al cerebro, o un
cerebro artificial que fuera más listo que el propio, estaría uno mejor.” El año
pasado Page dijo en una convención de científicos que Google “en realidad trata
de construir una inteligencia artificial y de hacerlo en gran escala”.
Una ambición de este tipo es natural, incluso admirable, para un par de genios
matemáticos con vastas cantidades de dinero a su disposición y un pequeño
ejército de científicos de computación en su empleo. Google, una empresa
fundamentalmente científica, está motivada por un deseo de usar la tecnología,
en palabras de Eric Schmidt, “para solucionar problemas que nunca antes se han
solucionado” y la inteligencia artificial es el problema más difícil que hay.
¿Por qué no habrían de ser Brin y Page quienes lo resolvieran?
De todos modos, su suposición fácil de que estaríamos “mucho mejor” si una
inteligencia artificial complementara, o incluso sustituyera, nuestros cerebros
resulta inquietante. Ésta indica una creencia en que la inteligencia es producto
de un proceso mecánico, una serie de pasos discretos que es posible aislar,
medir, optimizar. En el mundo de Google, el mundo en que entramos al entrar en
línea, hay poco espacio para la falta de claridad de la contemplación. La
ambigüedad no es una apertura para la visión, sino una falla que debe
arreglarse. El cerebro humano es sólo una computadora anticuada que necesita un
procesador más rápido y un disco duro mayor.
La idea de que nuestras mentes deben operar como máquinas de procesamiento de
datos de alta velocidad no sólo está incorporada al funcionamiento de Internet,
sino que es también el modelo comercial reinante de la red. Mientras con mayor
rapidez naveguemos por la Red –mientras más enlaces podamos cliquear y más
páginas veamos– más oportunidades ganan Google y otras empresas de recopilar
información sobre nosotros y alimentarnos anuncios. La mayoría de los
propietarios de Internet comercial tienen interés financiero en recopilar los
mendrugos de datos que dejamos atrás cuando revoloteamos de enlace en enlace…
mientras más mendrugos, mejor. Lo último que desean estas empresas es fomentar
la lectura pausada o el pensamiento concentrado, lento. Es interés económico
suyo llevarnos a la distracción.
Puede que yo sea sólo una persona que se preocupa más de lo debido. Del mismo
modo que existe una tendencia a glorificar el avance tecnológico, existe una
tendencia opuesta a esperar lo peor de todo instrumento o máquina nueva. En la
Fedra de Platón, Sócrates se lamentaba del desarrollo de la escritura. Temía
que, según las personas comenzaran a confiar en la palabra escrita como
sustituto del conocimiento que antes llevaban dentro de las cabezas, en palabras
de uno de los personajes del diálogo, “dejaran de ejercitar su memoria y se
hicieran olvidadizas”. Y como podrían “recibir una cantidad de información sin
instrucción adecuada”, se les “considerara muy conocedores cuando la mayoría es
bien ignorante”. Estarían “llenas de la presunción de sabiduría en lugar de
verdadera sabiduría”. Sócrates no se equivocaba –la nueva tecnología muchas
veces tuvo los efectos que temió– pero fue miope. No podía prever las muchas
formas en que la escritura y la lectura servirían para extender la información,
estimular ideas nuevas y expandir el conocimiento (cuando no la sabiduría)
humana.
La llegada de la imprenta de Gutenberg en el siglo XV provocó otra ronda de
rechinamiento de dientes. Al humanista italiano Hieronimo Squarciafico le
preocupaba que a disponibilidad fácil de los libros condujera a pereza
intelectual, haciendo a los hombres “menos estudiosos” y debilitando sus mentes.
Otros aducían que los libros y publicaciones impresas baratas socavarían la
autoridad religiosa, degradarían el trabajo de eruditos y escribas y extenderían
la sedición y el libertinaje. Como observa el profesor de la Universidad de
Nueva York Clay Shirky: “La mayoría de los argumentos que se opusieron a la
imprenta fueron correctos, incluso proféticos.” Pero, de nuevo, los agoreros no
fueron capaces de imaginar la miríada de bendiciones que brindaría la palabra
impresa.
De modo que sí, deben mostrarse escépticos hacia mi escepticismo. Puede que
aquellos que descarten a quienes critican Internet por considerarlos luditas o
nostalgistas tengan la razón y de nuestras mentes hiperactivas, alimentadas de
datos, surja una era dorada de descubrimiento intelectual y sabiduría universal.
Pero, de nuevo, la Red no es el alfabeto y aunque pueda sustituir a la imprenta
produce algo por completo diferente. El tipo de lectura profunda que promueve
una secuencia de páginas impresas es valiosa no sólo por el conocimiento que
adquirimos de las palabras del autor, sino por las vibraciones intelectuales que
esas palabras desencadenan en nuestras propias mentes. En los espacios de calma
abiertos por la lectura sostenida, sin distracción, de un libro o, si a eso
vamos, por cualquier otro acto de contemplación, realizamos nuestras
asociaciones, trazamos nuestras propias inferencias y analogías, promovemos
nuestras propias ideas. La lectura profunda, como afirma Maryanne Wolf, es
indistinguible del pensamiento profundo.
Si perdemos esos espacios de quietud o los llenamos de “contenido”,
sacrificaremos algo importante no sólo de nuestro propio ser, sino de nuestra
cultura. En un ensayo reciente, el dramaturgo Richard Foreman describió con
elocuencia lo que está en juego:
“Procedo de una tradición de cultura occidental en que el ideal (mi ideal) era
la estructura compleja, densa, como una catedral de la personalidad de alta
educación y expresión, el hombre o mujer que llevaba dentro de sí una versión
individualmente construida y singular del patrimonio completo de Occidente.
[Pero ahora] veo dentro de todos nosotros (yo incluido) la sustitución de la
compleja densidad interna por un nuevo tipo de ser que evoluciona bajo la
presión de la sobrecarga de información y la tecnología de lo “instantáneamente
disponible”.
Según se nos drena de nuestro “repertorio interno de denso patrimonio cultural”,
concluyó Foreman, nos arriesgamos a convertirnos en “gente tan extendida y fina
como una crepa según nos conectamos con la vasta red de información a la que se
accede tan sólo tocando un botón.”
Me persigue esa escena de 2001. Lo que la hace tan conmovedora, y tan extraña,
es la respuesta emocional de la computadora al desmonte de su mente: su
desesperación cuando se va oscureciendo un circuito tras otro, su súplica
infantil al astronauta –“Lo estoy sintiendo. Lo estoy sintiendo. Tengo miedo”– y
su reversión final a lo que sólo puede recibir el nombre de estado de inocencia.
La emanación de sentimientos de HAL contrasta con la impasibilidad que
caracteriza a las figuras humanas del film, que hacen lo que tienen que hacer
con eficiencia casi robótica. Sus pensamientos y acciones parecen preparados de
antemano, como si siguieran los pasos de un algoritmo. En el mundo de 2001, las
personas se han hecho tan similares a máquinas que el carácter más humano
resulta ser la máquina. Esa es la esencia de la oscura profecía de Kubrick:
según confiemos en las computadoras para mediar nuestra comprensión del mundo es
nuestra propia inteligencia la que se aplana hasta convertirse en inteligencia
artificial.
El libro más reciente de Nicholas Carr, The Big Switch: Rewiring the World, from
Edison to Google, se publicó este año. |