Mensajes
desde Cuba:
De: Miguel
Arencibia
Asunto: Artículo "Moral, ética y Justicia", de Eliades Acosta
Matos, Jefe Dpto. Cultura CC PCC, Para Cuba Socialista
Vivimos en una época en que las posiciones radicales en
cualquier esfera de la vida social son reputadas como
excluyentes, problemáticas e indeseables. Los puntos de vista
políticos, filosóficos y religiosos; las preferencias
gastronómicas o culturales, las costumbres a la hora de amar o
morir, la adscripción o el rechazo a ciertos rituales y modas
que se reputan como universales y de buen gusto, incluso, como
“políticamente correctos”, suelen ser tomadas como signos de
modernidad e incluso, de elemental urbanidad. Vivimos en el
mejor de los mundos posibles, de creer en la solidez de tal
aspiración a lo homogéneo, a lo global, a lo astutamente
ecuménico. Lástima que todo sea una farsa engañosa, la manera en
que el capitalismo contemporáneo se sueña a sí mismo: un
horizonte de arribo o estación final del largo viaje de la
Humanidad a través de la Historia, remontadas ya las
contradicciones, eliminadas ya las clases sociales, construido
ya el consenso definitivo en que todos los hombres piensan,
sienten, aspiran y luchan por lo mismo.
Tras esta constatación, llegamos al punto de la libertad y sus
límites: ¿Hasta qué grado estas mismas sociedades contemporáneas
conceden a la persona el derecho a ser diferente, a vivir de
acuerdo a sus propias normas, a su propio código de conducta, a
sus propios valores? Si concedemos crédito al guión de la obra,
el capitalismo garantiza todas estas libertades, e incluso más.
Si asistimos a la puesta en escena, el capitalismo no puede
garantizarlas y, de hecho, no las garantiza, sin socavar las
bases de su propia subsistencia, como sistema. Aunque de ello no
sea de buen gusto hablar, “los límites” son importantes, tan
importantes que preocupan de manera creciente a los ideólogos
liberales que han defendido la libertad individual más absoluta
como un artículo de fe, especialmente cuando se trata de atacar
a cualquier alternativa a su dominio.
“No tener límites es un mensaje altamente controvertido” —ha
escrito, no un comisario político bolchevique, ni un judío
ultra-ortodoxo, sino Francis Fukuyama, uno de los más lúcidos
neoconservadores defensores del capitalismo contemporáneo—.
“Queremos romper reglas y normas que son injustas, poco
equitativas, irrelevantes o anticuadas, y buscamos maximizar la
libertad individual. Pero también necesitamos reglas que nos
ayuden a establecer nuevas formas de cooperación para sentirnos
conectados a la comunidad.
“Estas nuevas normas” —concluye— “siempre entrañan limitaciones
a la libertad individual. Cualquier sociedad interesada en la
constante abolición de normas y regulaciones, en nombre del
incremento de la libertad individual de elegir y optar, se irá
sumiendo en una creciente desorganización y estará cada vez más
atomizada y aislada, incapaz de llevar a cabo tareas conjuntas y
de alcanzar objetivos conjuntos”.1
Al hablar de “límites” y expresarse como un radical, Francis
Fukuyama, autor en 1992 del célebre El fin de la historia y el
último hombre, no ha temido perder su reputación ni sus elevados
honorarios como escritor de best sellers. Es más, siendo, como
es, un disciplinado guerrero ideológico del clan neoconservador,
en cuyo seno se formó desde la época de sus estudios en la
Universidad de Cornell, junto a Paul Wolfowitz, actual
presidente del Banco Mundial y artífice principal de la guerra
en Iraq, le ha dedicado al tema un libro publicado en 1999,
titulado La gran ruptura: la naturaleza humana y la
reconstrucción del orden social, curiosamente, otro éxito de
ventas. Al parecer, a estos semidioses de la nueva derecha
conservadora norteamericana les está permitido quebrar las
normas no escritas del lenguaje políticamente correcto y
enfrentarse a los mismos prejuicios que antes fomentasen, sin
que nadie los tache de ortodoxos.
“La misma sociedad que busca una ausencia total de límites a su
innovación tecnológica” —nos dice— “se encontrará también sin
límites ante muchas formas de comportamiento personal, con el
consiguiente incremento de la criminalidad, de las familias
disfuncionales, de la cantidad de padres que no cumplen con su
obligación respecto a sus hijos, de vecinos no solidarios y de
ciudadanos que optan por marginarse de la vida pública”.2
Al conjunto de tales males, es a lo que Fukuyama ha llamado “La
gran ruptura”, dando por sentado que el fenómeno vino a quebrar
una supuesta línea de desarrollo social anterior, caracterizada
por una vida idílica, moral, justa y feliz para todos sus
miembros, lo que hacía que los mismos estuviesen profundamente
interesados en su prolongación eterna. Lo que Fukuyama define
como “bases de las democracias liberales modernas”, que en su
opinión no tienen rival, son “el desarrollo económico y la
democracia estable”.3 Su lucha contra las causas que, en su
opinión, producen y reproducen la ruptura social, son un intento
por preservar el sistema luchando contra sus debilidades o
paliando sus contradicciones. “La tendencia de las democracias
contemporáneas liberales” —concluye— “a caer presas de un
excesivo individualismo constituye, quizás, su mayor
vulnerabilidad a largo plazo y se hace particularmente visible
en la más individualista de todas, la de Estados Unidos”.4
Es interesante constatar que, a pesar de los males que tanto lo
desvelan, a Fukuyama no le parecen estos tan preocupantes como
para que deje de recomendar al capitalismo, con todofervor, como
la sociedad del futuro. Es más, entre las más recomendables y
extendidas de sus virtudes culturales apunta a la tolerancia,
mientras que señala al moralismo (“el intento de juzgar a la
gente de acuerdo con sus propias normas morales y culturales”)
como su defecto más repudiado, “el pecado entre los pecados”.
¿Qué significan estos extraños razonamientos?
En primer lugar, que en la sociedad capitalista contemporánea,
en tiempos de explosión tecnológica y de exaltación delirante de
las ventajas y del carácter universal e ilimitado de la
libertad, entendida como apoteosis del individualismo burgués,
se ha llegado a un punto en que tal enfoque liberal ha producido
tantos prejuicios, en opinión de los conservadores tradicionales
y los neoconservadores postmodernos, como para abogar por “los
límites”. Y cuando, en una sociedad dividida en clase sociales
antagónicas se comienza a hablar de límites, de lo que en
realidad se habla es de coerción, de violencia, de imposición,
lo que se traduce, especialmente después del 11 de septiembre de
2001, dentro de Estados Unidos, en la implantación del Acta
Patriótica; la reclasificación de documentos desclasificados; el
aumento del secreto gubernamental; la creación del Northcom, un
comando militar anticonstitucional, con sede en Seattle, para
reprimir posibles disturbios internos; la creación de
superagencias de espionaje y seguridad; la eliminación de
derechos legales para detenidos; el secuestro de ciudadanos, la
legalización de la tortura y la represión a la prensa, y el
cierre de bibliotecas públicas. En el exterior, el despliegue de
una doctrina imperial, resumida en el Proyecto para el Nuevo
Siglo Americano, de 1997, y del cual las agresiones a Afganistán
e Iraq son apenas el comienzo.
Aunque disfrazado bajo una retórica liberal, que se remite
constantemente a los derechos y las libertades, la teoría de
Fukuyama, como toda teoría neoconservadora, es profundamente
reaccionaria y antidemocrática. El final del cuento es el ya
esperado: “Existen cada vez más pruebas” —afirma Fukuyama— “de
que la Gran Ruptura siguió su curso natural y que el proceso de
establecimiento de nuevas normas ya ha comenzado”.5 Y para que a
nadie quepan dudas, subraya que… “el orden social deberá ser
reconstituido a través de las políticas públicas”,6 o sea, de la
acción del mismo estado al que tanto se denigró y satanizó bajo
el reinado del neoliberalismo.
En nuestros días, como en aquellos en que los iluministas
franceses redactaban los artículos de la enciclopedia, los
debates morales y su relación con el futuro de la sociedad en
que vivimos alcanzan su cota más alta. No es casual que una
buena parte de esta polémica se dirima en el campo de los
valores, y se admita o no, este es un terreno quecolinda con el
de la libertad, la justicia social, el contenido y funciones del
Estado, o dicho de manera más sintética, si fuese posible, con
la defensa o no de un determinado régimen económicosocial.A
esto, a fin de cuentas, se reduce toda la prédica moralizante
que podamos escuchar, incluyendo los esfuerzos denodados de un
moralista,aparentemente etéreo, como Francis Fukuyama. En la
obra ya citada afirmó, como quien desliza una idea al pasar: “La
marcada dicotomía que a menudo se presenta entre el interés
personal y la conducta moral, en muchos casos resulta muy
difícil de mantener. Por lo tanto, el problema que presentan las
modernas sociedades capitalistas en cuanto a las relaciones
éticas no radica en la naturaleza misma del intercambio
económico. El problema está más bien en la tecnología y en el
intercambio tecnológico. El capitalismo es muy dinámico: es una
fuente de destrucción creativa que altera constantemente los
términos del intercambio [...] Esto vale tanto para el
intercambio económico como para el moral [...]”.
Absuelto ya el capitalismo de haber cometido pecados de lesa
moral, gracias a esta Bula Pontificia de Fukuyama, indaguemos en
la magnitud y profundidad del problema real en Estados Unidos,
según la percepción de sus propios ciudadanos. De acuerdo a los
resultados de una encuesta aplicada recientemente por la firma
Fabrizio, McLaughlin & Associates for the Culture and Media
Institute entre 2000 norteamericanos, estos se mostraron muy
pesimistas con respecto al estado en que se encuentran los
valores en su país:
- El 74% cree que los valores morales allí se han debilitado, en
comparación con los de hace 20 años.
- El 73 % cree que los medios ejercen un efecto negativo sobre
los valores de los ciudadanos. Entre los republicanos esta
apreciación alcanza el 86% y entre los demócratas, el 68%.
- Al ser encuestados acerca de qué factores son los que más
influyen en la pérdida de valores de los jóvenes
norteamericanos, el 57% acusó de ello a los padres y las
familias y el 21%, a los medios.
Un periodista conservador, como Brent Bozell III, en un artículo
publicado el pasado 9 de marzo, bajo el sugestivo título de “Las
estadísticas del declive moral” sintetiza la situación dela
siguiente manera: “Los Estados Unidos necesitan ciudadanos que
no solo hablen de virtudes públicas, sino que las encarnen con
pasión y humildad. Revertir el proceso de decadencia moral que
sufrimos no es responsabilidad solo de los medios. Lo es también
de la lucha diaria en millones de hogares ante innumerables
situaciones éticas [...]”.7
De creer los extraños razonamientos de Fukuyama, el proceso que
identifica como “la reconstitución del orden social”, con
énfasis en la palabra “orden”, tan cara siempre al capitalismo,
es lo que espera al sistema decadente que describen estas
estadísticas, precisamente al final de su colapso ético. Con un
optimismo digno del Cándido de Voltaire, Fukuyama declara: “Es
muy probable un retorno a la religiosidad…En vez de que la
comunidadsurja como consecuencia de una rígida fe religiosa, la
gente tendrá fe como consecuencia de su deseo de vivir en
comunidad. Lo efímero de los lazos sociales del mundo secular
hará que haya ansias de rituales y tradiciones culturales… La
religión se convertirá en fuente de ritual en una sociedad que
se ha visto despojada de toda ceremonia, y por lo tanto será una
razonable extensión del deseo natural de pertenencia con el que
nace todo ser humano”.8
Pero ocurre que estos improbables rituales religiosos de nuevo
tipo, que un místico Fukuyama vislumbra como tabla salvadora en
medio de la borrasca derivada de la atomización social provocada
por el capitalismo, no son siquiera imaginables en los ghettos
negros o latinos de Estados Unidos, donde la vida pende de un
hilo en medio de los tiroteos de las pandillas de
narcotraficantes y la represión de una policía violenta y
racista, mucho menos en las favelas brasileñas o los barrios
marginales, e igualmente violentos, de San Salvador, Yakarta o
Calcuta. Quede esta idea trasnochada como el intento desesperado
de un samurai errante, fiel a la causa a la que juró hace mucho
tiempo consagrar su vida. Pero el problema que se plantea es
mucho más complejo y rebasa tales posiciones especulativas, para
llegar a las puertas del socialismo.
¿Acaso en el socialismo no existen los problemas y dilemas
morales?
¿Acaso en Cuba, en estos mismos momentos, no tiene lugar una
lucha contra la pérdida de valores y contra la corrupción?
¿Acaso en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, hace un
poco más de un año, Fidel no nos hizo reflexiones
trascendentales, incluso una alerta estremecedora sobre los
peligros que nuestros errores, en última instancia, y
esencialmente, de índole ética, podrían provocar, llegando
incluso, como advirtió, a provocar la reversibilidad del
socialismo y la pérdida de la Revolución?
|
Estoy seguro
que si aplicamos entre 2 000 cubanos una encuesta parecida a la
aplicada en Estados Unidos, las respuestas tendrían puntos de
contacto, y los peligros y amenazas que se vislumbrarían
tendrían similar naturaleza, aunque, por supuesto, orígenes y
soluciones diferentes. Para nosotros, los cubanos, no es la
falta de justicia social la causante de las desigualdades que
provocan la pérdida de valores, aun cuando las diferencias que
se observan en el país, como peligroso e indeseado fenómeno
acrecentado en el período especial, influyen también, y no poco.
Pero es esencialmente en otras aristas de nuestra realidad donde
debemos de ubicar el caldo de cultivo de los problemas morales
que nos afectan, y que son decisivas, no secundarias, para la
defensa del proyecto social que defendemos. Veamos apenas cuatro
de ellas, de sobra conocidas por todos:
- Los problemas derivados de la situación económica del país, de
los agobios de la vida cotidiana, de las carencias materiales,
del elevado costo de la vida, de los muchos deficientes
servicios que prestamos al ciudadano, fruto, por igual, de la
implacable guerra a que nos somete el bloqueo norteamericano,
como a nuestras deficiencias y errores. La falta de una lógica
económica palpable, que relacione el aporte social con su
consecuente retribución, sumado a la imagen de improvisación que
frecuentemente proyectamos, introducen elementos de
incertidumbre en todo el cuerpo social, que es, al fin y al
cabo, su reflejo, y del que no escapan nuestras conciencias
individuales y nuestra conciencia colectiva. En última
instancia, los valores morales son constantemente puestos a
prueba, y erosionados hasta el colapso, por situaciones
materiales no resueltas, que se prolongan ya por varias
generaciones. Pensemos, nada más, para ilustrar esta reflexión,
en la influencia de la escasez y el mal estado de muchas
viviendas sobre una institución tan decisiva para la transmisión
de valores como la familia.
- La tensión existente entre los valores que divulgamos y
proponemos a las nuevas generaciones, a través del discurso
público de nuestra educación y nuestros medios de comunicación,
y la manera en que los ejercemos en la práctica, o la
posibilidad real, incluso, de encarnarlos en la vida cotidiana.
Aquí la batalla de la opinión pública no siempre la ganamos.
Cuando, por ejemplo, no es posible ejercer la crítica a lo mal
hecho al descubierto, irectamente, o admitimos con resignación
que una denuncia anónima reciba el mismo grado de atención que
una denuncia pública, actuamos sin percatarnos que,
especialmente en el terreno de la ética y los valores, cualquier
medio no justifica los fines, y que una vez lesionado un
principio moral, todo lo que viene detrás nace manchado desde el
origen, revirtiéndose, tarde o temprano, contra la ética, el
civismo y los principios que defendemos. Para decirlo de manera
más directa, si cabe: sin respetar el derecho público,
constitucional, ciudadano, que todos tenemos a opinar y
criticar, a proponer y debatir, en fin, a participar; sin
garantizar, en la práctica, que los contrapesos democráticos de
nuestra sociedad, como son las leyes y el ejercicio de un
periodismo responsable y objetivo, comprometido desde la raíz
con la Revolución y el socialismo; sin la acción ética y eficaz
del partido y de nuestras organizaciones sindicales, políticas y
de masas, seguirán floreciendo actitudes que, envueltas
astutamente en la bandera, continúen lesionando la moral de
nuestra causa y su más que justificada defensa.
- El problema de los paradigmas y las jerarquías morales sigue
siendo un problema retórico, frecuentemente. No hemos logrado,
en la realidad, que nuestras políticas incentiven la imitación o
la identificación consciente de modelos positivos, en parte, por
desconocer las leyes de la comunicación moderna, el poder de los
símbolos, las posibilidades de la tecnología, y también por
nuestro afán de resaltar solo valores históricos colectivos,
raramente individuales o contextualizados en nuestros días, que
si bien son positivos no facilitan la identificación directa y
espontánea de los más jóvenes. No siempre hemos entendido el
papel que desempeña en nuestra época el arte, la literatura y la
cultura, en general, y que estos son los vehículos idóneos,
prácticamente de los más eficaces hoy, para hacer trabajo
político e ideológico y prédica de valores. Debemos
preguntarnos, ¿cuál es la imagen que trasmitimos acerca de lo
que es el éxito individual y colectivo en el 2007?; ¿cuáles son
hoy las jerarquías y los dilemas éticos para nuestros jóvenes?;
¿qué significa, en nuestros días, por ejemplo, ser un buen padre
o una buena madre?; ¿cómo se mide ahora el nivel de satisfacción
material y espiritual de las personas?; ¿tenemos conciencia de
que debemos empezar prácticamente de cero, ahora que empezamos a
salir de esa inmenso tsunami que fue el período especial, donde
los valores que nos salvaron fueron sometidos a una prueba
durísima y a la erosión lógica de los apremios de la
sobrevivencia?
- Por último, ¿cómo vamos a solucionar el dilema que se deriva
de la convivencia entre nosotros de modelos derivados de la
exaltación del pasado capitalista idealizado, de la promoción de
falsos estilos de vida que nos regala generosamente el
capitalismo mediante su maquinaria de propaganda y de la
imitación de modelos del Primer Mundo en un país del Tercero?
Imitar a ese mismo capitalismo en las empresas mixtas,
envolviéndolo en una parodia de socialismo epidérmico, es
probablemente, el peor de los daños que podamos causar a la
moral del pueblo cubano, a la causa del socialismo en Cuba. No
hay socialismo donde no haya revolución, y revolución es, por
definición, el barrer con lo peor del pasado y, a la vez,
construir una vida nueva para todos, sin excepción, sintetizando
lo mejor del ayer con el presente, sin dejar de construir un
nuevo mañana. El socialismo del siglo XXI tiene que entablar su
propio diálogo con la modernidad, en todas sus vertientes, desde
la moda hasta el entretenimiento; desde la apropiación de las
más modernas tecnologías para mejorar y hacer más plena la vida
de todos, hasta el respeto a la sensibilidad de nuestra época en
temas tales como la libertad de expresión, el libre acceso a la
información, la participación democrática, el respeto a la
diferencia (no la tolerancia, que es una actitud frecuentemente
hipócrita y paternalista), el culto a la espiritualidad, a la
solidaridad y al internacionalismo, el respeto a la vida y a los
derechos individuales y colectivos de los seres humanos, todos
los cuales están lejos de ser dádivas emponzoñadas del
capitalismo, destinadas a socavarnos y derrotarnos desde dentro,
sino CONQUISTAS DE MUCHAS GENERACIONES DE LUCHADORES SOCIALES,
ANTIIMPERIALISTAS Y ANTICAPITALISTAS, O SEA, DE LUCHADORES POR
LA REVOLUCIÓN Y EL SOCIALISMO, AUNQUE NO LO SUPIERAN O LO
EXPRESARAN DE MANERA CONSCIENTE. El capitalismo se ha apropiado
indecentemente de ellas para su propaganda, no para asumirlas ni
aplicarlas, pero no les pertenecen: en rigor, las odia y le
repugnan, pero las ha reciclado a su favor siguiendo su astuta
táctica de apropiarse de la imagen exterior de lo que lo amenaza
y de unirse a lo que no pueda, en esencia, derrotar.
¿Cuánto ayuda a la ética y la justicia que defendemos, o cuánto
la daña, que un marginal, que un pícaro sin cultura, sin
espiritualidad, sin valores, de los que siente instintivo
rechazo por el sacrificio, aparezca en los espacios estelares de
la televisión cargado de joyas, vistiendo llamativamente,
deslumbrándonos con la narración de los éxitos de “su carrera”,
o se desplace por la ciudad con el auto de último modelo pasando
por al lado de jóvenes como él, que con esfuerzo y sacrificio
están estudiando, preparándose para el futuro, que han creído en
nosotros cuando le hemos dicho que solo el cultivo del talento,
el estudio y el trabajo son las vías adecuadas para ascender en
la escala social de nuestro país?
¿Cuánto ayuda a los valores que defendemos que alguien desde un
puesto de funcionario público ignore las quejas o reclamos
justos de los ciudadanos, que se crea con derecho a ignorar la
opinión de los demás, o a tomar decisiones que afectan a otros,
por sí y ante sí? Para ser más concretos, y poner un ejemplo,
alguien decidió instalar una caseta para cobrar la entrada al
conocido parque del Cristo de La Habana, espacio público y
tradicionalmente abierto a todos. Esta manera arbitraria y
oportunista de ingresar dinero a costa de un espacio público,
sin invertir nada, sin hacerlo mejor, sin asumir los gastos de
mantenimiento y protección de la escultura, ni de las áreas
verdes aledañas, debería ser, en sí misma, una señal de alarma:
sin duda, estamos en presencia de una decisión éticamente
injustificable, tomada sin consulta, sin análisis, como si lo
que es de todos fuese propiedad privada o empresarial, una
especie de expropiación cuasi-capitalista, y por lo tanto
injusta, de la propiedad social; una solapada privatización
neoliberal a las puertas de la ciudad que estoy seguro, alguien
intentará justificar con la necesidad de recaudar dinero para el
país.
Sigamos la lógica de este mismo caso para continuar ilustrando
la necesidad de reforzar el nexo cotidiano entre ética, moral y
justicia en Cuba socialista. Lo decidido de manera tan
arbitraria e injusta por alguien, en tanto que afectación
colectiva, debió suscitar las quejas de la población, las
denuncias de la prensa, la activación de las instituciones y los
órganos locales del Poder Popular. No quiero ser absoluto, pero
hasta donde conozco, todo sigue sin novedad en el frente.
Cuando Fidel dijo en 1986, en la clausura del V Congreso de la
UPEC, en medio del prometedor proceso de rectificación de
errores y tendencias negativas, lamentablemente pospuesto por el
período especial “[...] prefiero los inconvenientes de las
equivocaciones a losinconvenientes del silencio… Creo en la
vergüenza de los hombres y por eso creo en la crítica”, nos
estaba dando una lección de moral y justicia, o mejor dicho,
estaba exponiendo las ventajas innegables de la única
metodología socialista conocida capaz de lidiar con los
fenómenos sociales indeseables, que tanto daño provocan a la
causa del propio socialismo. Porque el capitalismo, ya lo
sabemos, es inmoral e injusto, pues se basa en el despojo, la
explotación del hombre por el hombre y el egoísmo, pero el
socialismo no se puede dar ese lujo, sin salir lesionado, ni
siquiera una sola vez, ni siquiera cuando un irresponsable
afecta al más humilde de sus ciudadanos.
Mientras Francis Fukuyama intenta aliviar los males incurables
que corroen al capitalismo recetando tonterías para reconstruir
un orden social imposible de reconstruir, si antes no se
construye una relación fraternal y humanista entre los hombres,
lo que, a su vez es incompatible con la propiedad privada sobre
los medios de producción y las relaciones de subordinación que
de esto se derivan, en nuestro socialismo no hay otras vías para
alcanzar las metas que nos hemos trazado que no pasen por la
consolidación y despliegue de las potencialidades de nuestra
economía, la solución paulatina de los problemas y carencias
materiales que padece una parte considerable de nuestro pueblo,
la sincronización entre los valores ideales en los que creemos y
nuestras actuaciones en la vida cotidiana, el fortalecimiento de
las tendencias socialistas en la vida social y su adecuado
reflejo en los medios, la educación y la familia, el fomento de
una cultura general integral en todos nuestros ciudadanos, sin
excepción, la participación colectiva en las decisiones
esenciales que nos afecten, el despliegue de la crítica y el
fortalecimiento de la ley como factores de contrapeso
democrático y cívico, de vigilancia contra las tendencias al
acomodamiento, la corrupción, el autoritarismo, la
insensibilidad y el renacimiento subterráneo del capitalismo que
intenta copar el todo tras copar las partes.
Y cuando hablamos de esto estamos hablando de ética, moral y
justicia, de verdad y para todos, no como suele hacer Francis
Fukuyama, ese astuto abogado de las grandes corporaciones
norteamericanas que se disputan el dominio del mundo,
disfrazadas de filantrópicas comadres preocupadas por la matanza
de focas en el Ártico mientras sus alegres marines en Iraq
destripan a las mismas niñas que violaron antes de asesinar.
¿Mediante qué liturgia religiosa de nuevo tipo, según las doctas
fórmulas de Fukuyama, alguno de los dioses conocidos por el
hombre podría absolver a tales bestias?
El socialismo es el futuro de la humanidad, pero sobre él pende
un peligro: depende de todos, hasta del último hombre y mujer, y
no solo de una vanguardia, como antes se creía.
Por eso no tenemos más remedio que ser éticamente mejores y más
justos, aquí y ahora.
Notas:
1 Francis Fukuyama: La gran ruptura: la naturaleza humana y la
reconstrucción del orden social, Editorial Atántida, Buenos
Aires, 1999, pp. 34-35.
2 Ídem, p. 35.
3 Ídem, p. 28.
4 Ídem.
5 Ídem, p. 349.
6 Ídem, p. 338.
7 Brent Bozell III: “The Numbers on Moral Decline”. En
Townhall.com, 9 de marzo, 2 0 0 7 .
8 Fukuyama: Ob. cit., p. 359.
|