De:
Rafael
Bautista S.
rafaelcorso@yahoo.com
Asunto: BOLIVIA: RADIOGRAFÍA DEL CONFLICTO (II)
Pero el conflicto
también aparece en el individuo que se define
socialmente como "clase media". Porque si este
aspira a estar entre los grandes, él mismo se
ofrece a defender a los grandes y aplastar a los
de abajo. La sociedad que defiende este individuo
se desnuda como lo que realmente es y, cuando
opone resistencia a su recomposición estructural,
muestra su grado de dependencia: el débil siempre
se apoya en el fuerte. La debilidad de la clase
media consiste en su dependencia; como aspira
siempre a los privilegios, apuesta siempre a
descargar en los pobres el precio de todos sus
antojos. Entonces, la estabilidad de una sociedad
así, se produce sometiendo al pueblo,
empobreciéndolo lo suficiente (que nunca es
demasiado) para sostener los ingresos de poderosos
y subalternos: oligarquía y clase media. Esto
muestra el carácter conservador de la clase media,
que es, en definitiva, el sostén legitimatorio de
la oligarquía.
Se trata entonces de un conflicto cualitativo. La
clase media se incluye en el discurso de la
oligarquía, porque persigue ella misma ser eso; y
se apoya en el dogma que le proporciona estatuto
de superioridad: el racismo. De este modo se
diferencia del resto y sobre esta diferencia
construye sus aspiraciones. Ella es la reserva de
reclutamiento que posee la oligarquía a la hora de
aparecer el conflicto (el precio para ser relevo
de la clase dominante es mantener el sistema
intacto, y es la que, en nombre de la "ley",
"democracia", "libertad", etc., garantiza, en
definitiva, la conservación del sistema). Entonces
la oposición se hace evidente y la mediocracia se
las ingenia para encubrir la naturaleza del
conflicto; por eso opone sociedad contra gobierno,
cuando se trata, en realidad, de la oligarquía
contra el pueblo (y contra el gobierno del
pueblo). La fabricación del oponente es
fundamental (el gobierno es indio y los indios son
revanchistas) para que se constituyan oligarquía y
clase media en bloque. El oligarca se apropia del
demos de la democracia y se presenta a sí mismo
como pueblo, y reúne en torno a él a todos sus
reclutados, para que defiendan sus intereses que,
previa manipulación mediática, aparece como el
"interés general" (por eso no es raro que gente
sin propiedad alguna se preocupe por la supuesta y
falsa confiscación de la propiedad privada, el
absurdo que significa escuchar a un empleado que
hace suyas las cuitas del latifundista). Entonces
acude al imaginario de sus subalternos y les
señala el enemigo: el indio; operación que
enciende su racismo guardado y constituye un
esbirro con sed de venganza. La condición colonial
se actualiza: para ser como el blanco tenemos que
eliminar al indio que tenemos dentro. El desprecio
de saber lo que uno es, en el fondo, se escupe
entonces contra el que recuerda aquel origen. El
desprecio al presidente indio que siente este
individuo es desprecio a sí mismo, porque este
presidente le recuerda, en definitiva, lo que es.
Si el racismo constituye el sedimento de esta
subjetividad, el afán de riqueza constituye el
núcleo de sus aspiraciones. Su odio a los pobres
es, de ese modo, coherente con su lógica: es más
rico cuanto más pobres haya; es decir, la riqueza
es medible por la cantidad de pobreza que produce.
Inequidad que, una vez racializada, naturaliza la
pobreza, y el aspirante a rico puede dormir
tranquilo: los pobres son lo que son porque son
"inferiores". En el fondo, es el racismo el que
produce la naturalización de las desigualdades
sociales y económicas, no sólo como el instrumento
idóneo de clasificación social sino como eje
legitimador de relaciones de dominación. Pero la
dominación moderno-colonial no es abstracta, su
especificidad es económica, es decir, su
dominación consiste en "privar" a los demás de los
medios de subsistencia y, con ello, producir más
miseria para generar más riqueza. Sólo produciendo
miserables, el capital puede contar con trabajo
cautivo para desarrollarse al infinito; ilusión
que exagera irracionalmente el neoliberalismo,
porque este sólo sabe (parafraseando a Marx)
globalizar todo socavando las dos únicas fuentes
de riqueza: el trabajo humano y la naturaleza (por
eso condena a la miseria al 80% del planeta y
anula, explotando irracionalmente, la capacidad
reproductiva de la naturaleza). De ese modo se
desnuda esa lógica que dirige el afán de riqueza,
lógica del asesino y del ladrón, que hurta para sí
la potestad de las leyes y, de ese modo, santifica
su forma de vida: ya no necesita robar. Al imponer
su ley, lava su fortuna mal habida y lava su
conciencia: el pecado se vuelve virtud y el mal se
transforma en bien. La inversión trastorna todo:
"Si el rico habla, todos le aplauden; aunque diga
necedades le dan la razón. Pero si el pobre habla
le insultan; hablará con discreción y nadie le
reconocerá. Habla el rico y todos callan. Pero
habla el pobre y dicen: ¿quién es este? Y si se
propasa, todos se le echan encima" (Eclesiástico
13:26-29).
La grandeza consiste entonces en defender a los
pobres, porque no hay quién los defienda; y frente
a la ley, son sólo el sacrificio necesario que
necesita esta para mostrarse magnánima y poderosa.
Se trata de defender a las víctimas y hacerle
frente a los poderosos. Es David contra Goliat. Es
Espartaco contra el imperio romano. Son quinientos
años que se acumulan en la soberbia de los
poderosos. El conflicto se produce al destapar lo
podrido que está una sociedad que se sostiene
gracias al racismo, la discriminación, la
injusticia, la desigualdad, la exclusión, etc. Una
sociedad así, sólo puede mirarse al espejo con los
ojos cerrados (estética que realizan los medios) y
creer en lo que le hacen creer. Es una sociedad
que recurre a los calmantes (cosas que su dinero
adquiere para tapar su hueca existencia) para
olvidar su enfermedad crónica, que deposita en el
maquillaje su afán de verse bien; por eso se
vuelve adicta, porque en su putrefacción le gusta
vivir de ilusiones y no encarar su realidad. Por
eso se resiste a asumir lo que, en verdad, es;
prefiere mentirse a renunciar a la forma de vida a
la que le han acostumbrado, en la cual se ha
de-formado. Por eso no escucha, y sólo escupe odio
cuando se le muestra que es su forma de vida la
que le produce la enfermedad y el desequilibrio.
Necesita de voluntad para cambiar, pero es ella
misma la que se resiste; si la adicción puede más
que la voluntad, entonces persigue su propia
muerte: creyendo ser libre y no someterse a nadie,
acaba siendo esclava de sus propias pasiones (las
que, en definitiva, le nublan toda opción
racional).
Es la sociedad criollo-mestiza boliviana
(oligarquía y clase media). Amparada ahora por sus
damas de honor: la embajada gringa y la
mediocracia, autóctona y foránea. Estas le dicen
lo que ella quiere oír, por eso encuentra en sus
faldas el lugar de sus certidumbres huecas, que
sólo se amparan en la altanería y el desprecio al
indio. Su desprecio por la nueva Constitución es
desprecio por aquellos que la realizaron. Frente a
este su "enemigo declarado" se aglutina una
sociedad enferma y escupe a este sus improperios.
Por eso señala en el Otro sus propios prejuicios:
la sed de venganza le corresponde a ella, porque
no tolera que el oprimido haya levantado la voz,
que el pongo haya hecho una constitución, que el
indio sea gobierno. Es ella la que precisa
educarse para emanciparse de sus taras y sus
prejuicios. La ignorancia no proviene de aquellos
que fueron privados de educación sino del sector
que, supuestamente culto, muestra la barbarie que
produce su de-formación; porque una superioridad
afirmada sobre la discriminación y la negación del
Otro (en este caso el indio y el pobre), sólo
puede ser expuesta por la fuerza y jamás por la
razón (eso es lo que encubre su cultura citadina).
Para la clase media, el conflicto es violencia que
recae sobre ella. Es lo que le hacen creer y es lo
que quiere creer. Por eso culpa de la violencia al
Evo y quiere ver en el pasado el paraíso al que
quisiera volver; "antes vivíamos sin odios ni
rencores" dice y, al hacerlo, justifica las
dictaduras y el neoliberalismo (que produjo además
su propia merma económica). Cree ser el sostén de
la economía por los impuestos que paga; cuando ese
mismo argumento debiera servirle para enjuiciar a
una oligarquía que siempre vivió hipotecando al
país con sus deudas, haciendo de ellas deuda
pública (pagada también por la clase media). Pero
ni siquiera es capaz de admitir que son los
excluidos de la economía quienes, en definitiva,
le sostienen; porque es la privación y el
sometimiento de las grandes mayorías lo que
permite que exista un sector medio articulado a la
reproducción del capital privado; que su educación
es posible por la marginación de otros a la
educación; que los lujos que se brinda son
privaciones y miseria en otros, porque una
economía desigual, sobre todo cuando es
dependiente y subdesarrollada, sólo puede calmar
el apetito exigente de los pocos a costa de los
muchos. Quiere vivir como se vive en el primer
mundo, por eso trabaja para los poderosos, siendo
parte funcional de una extracción inaudita de
riqueza, que priva a todo un país de la
posibilidad de alimentar de un modo justo a todos
sus hijos. Cuanto más asciende en la escala
social, más aumentan sus deseos, y más la
posibilidad de empobrecimiento de su propio país.
Por eso comienza a ver en el exterior la medida de
sus aspiraciones. Y toda la de-formación que
recibe, maniobra un desprecio elocuente por lo que
le rodea: la pobreza, de la cual es cómplice.
Por eso resulta paradójico que, mientras el pueblo
se alfabetiza, la clase media (Universidad pública
y privada) salga a patear, escupir y matar (como
en Cochabamba, Sucre y Santa Cruz). Esa es la
constatación empírica de su de-formación. Por eso
la "culta Charcas" escupía como llama, mientras
cantaba: "el que no salta es llama", o sea, indio.
Por eso en Santa Cruz y Cochabamba los "defensores
de la democracia", aprendían a jugar béisbol
golpeando cabezas de indios. Y ahora, en Santa
Cruz, hacen de su Matonomía (autonomía) la medida
del bien y del mal. Ya ni la Biblia (a la que
manipulan a su antojo) es recurso para discernir
el bien del mal sino sus estatutos matonómicos,
para eso les basta su decálogo. Porque tienen
además a la jerarquía eclesiástica (como es su
costumbre) santificando, en nombre del
crucificado, sus más entrañables principios.
Actitud que mantiene la iglesia desde que es
cristiandad. Necesita del poder, por eso hace un
pacto diabólico. "Nadie puede servir a dos amos",
pero la cristiandad apostó siempre por ello:
predicó el reino de los cielos, pero justificó
teológicamente el reino de este mundo. Por eso se
instala en Roma y, desde allí, transforma una
teología de liberación en una teología de
dominación. Esa teología, entre otras cosas, es el
apoyo moral que reciben los príncipes de este
mundo para justificar todas sus acciones: opresión
y dominación. Entonces la inversión se produce:
predican el cielo pero producen el infierno. Por
eso no es raro que los matonomistas acudan incluso
a la doctrina social de la iglesia: el sujeto es
anterior al Estado. Porque este sujeto no es el
ser humano sino el sujeto burgués, y la
determinación fundamental de este sujeto es la
propiedad privada; por eso la lectura correcta de
la sentencia es: la propiedad privada es anterior
al Estado. Pero con eso la iglesia no hace otra
cosa que desmentir a la propia doctrina cristiana,
porque hasta Santo Tomas la propiedad privada no
era sino institución positiva, o sea, histórica, o
sea, humana. No divina. Es más, si la iglesia
fuese fiel con el libro sagrado tendría que
condenar toda forma de propiedad privada, pues
hasta la comunidad apostólica se regía por la
propiedad común de los bienes: "Perseveraban en
oír la enseñanza de los apóstoles y en la unión,
en la fracción del pan y en la oración; y todos
los que creían vivían unidos, teniendo todos sus
bienes en común; pues vendían sus haciendas y
posesiones y las distribuían entre todos según la
necesidad de cada uno", (Hechos 2:42-45). Forma de
vida que realizaron (o sea, hicieron posible)
jesuitas y guaraníes en las Reducciones. Mientras
los jesuitas fueron los educadores de Europa, casi
por dos siglos, propagaron este ideal como la
utopía de una sociedad acorde al espíritu
cristiano. El socialismo utópico tiene ese origen,
de modo que el socialismo científico aparece como
nieto de la forma de vida que practicaban jesuitas
y guaraníes en el Nuevo Mundo (cuando expulsan del
Nuevo Mundo a los jesuitas en 1767, por presión de
España y Portugal, y acaban con las Reducciones,
el obispo enviado por Roma critica esa forma de
vida y asegura: "he oído de semejantes y
disparatadas ideas en algunos radicales"; a lo
cual replicaba un jesuita: "pero si era la forma
de vida de los primeros apóstoles").
Es la misma arenga que se escucha en nuestros
cardenales o monseñores. Por eso, para aplacar la
violencia se dirigen al gobierno, pero bendicen
diariamente las agresiones que promueve la
oligarquía cruceña (no en vano el alto mando
eclesial boliviano se instala en Santa cruz). Se
reproduce la situación chilena del 73. Pues fue la
jerarquía eclesiástica la que bendijo el golpe de
Estado; preparando además, todo ese año, la
religiosidad de los creyentes para que
consintieran el golpe como una "obra de paz", un
sacrificio que se le hacía a Dios para
"restablecer el orden" y, otra vez, "la
democracia". Se trata de una iglesia que justifica
el orden y congrega a su rebaño para defenderlo, o
sea, llama a una nueva "cruzada" (como hacía
cierta iglesia en Sucre, que arengaba contra la
Constituyente y ofrecía sus instalaciones como
trinchera de lucha; pero en octubre de 2003 no
permitió la instalación de un solo piquete de
huelga contra la masacre neoliberal de Sánchez de
Losada, porque aseguraban que la iglesia estaba al
margen de la política). Si la iglesia ha
reconocido los valores de la sociedad burguesa
como sus valores, entonces el cuestionamiento de
estos resulta, para ella, un cuestionamiento a su
divinidad misma. Ha secularizado a Dios, y su
reino lo ha identificado con la sociedad burguesa;
de modo que ha fetichizado el orden actual y se
postra ante este como ante un ídolo (hechura de
manos de hombres, que "tienen ojos y no ven,
tienen oídos y no escuchan", por eso nunca
escuchan al pueblo, ni ven los sufrimientos que
padece). Por eso predican el "desarme espiritual",
porque eso significa dejar las cosas como está,
que el poderoso siga explotando y sometiendo, y
que esta sociedad siga viviendo en el autoengaño,
creyendo hacer el bien cuando reproduce el mal,
justificando un orden que le "priva" al prójimo de
lo elemental de la vida: trabajo, salud,
educación, cultura.
La especificidad de la propiedad privada consiste
precisamente en "privar" a los demás de propiedad.
Si no hay regulación de esta, entonces se produce
la muerte del prójimo ("me quitas la vida cuando
me quitas los medios con los cuales vivo",
Shakespeare dixit). Cosa que la iglesia no admite;
porque al reconocer al sujeto anterior al Estado
no está dispuesta a admitir al ser humano anterior
a la propiedad privada; de lo contrario, tendría
que admitir un sujeto con necesidades, vulnerable,
que justificaría un Estado que haga suya la
defensa de los pobres, frente a los ricos. Lo cual
le posibilitaría una nueva y más adecuada lectura
del evangelio. Pero su pacto diabólico, con el
reino de este mundo, le impide revisar sus dogmas,
que pone por encima del mismo texto que considera
sagrado. En el día del juicio, dice el Mesías, el
criterio de la resurrección no será la cantidad de
padrenuestros o avemarías que hayan hecho sino les
dirá: "Apartaos de mi malditos. Porque tuve hambre
y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis
de beber; fui peregrino y no me alojasteis; estuve
desnudo y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel
y no me visitasteis. Entonces ellos responderán
diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o
sediento, o peregrino, o enfermo, o en prisión, y
no te socorrimos? |
Él les contestará diciendo: en verdad os digo que
cuando dejasteis de hacer eso con uno de mis
hermanos menores, conmigo dejasteis de hacerlo"
(Mateo 25:41-46). Los hermanos menores son siempre
los pobres, por eso las bienaventuranzas se dan a
los pobres: "Bienaventurados los pobres, porque
vuestro es el reino de Dios", y a los ricos les
dice: "¡Ay de vosotros, ricos, que tenéis vuestro
consuelo! ¡Ay de vosotros que ahora reís, porque
lamentareis y llorareis!" (Lucas 6:24-25). La
palabra es obra de justicia, y lo que está
describiendo el Mesías es que no hay crimen
impune, que el robo del trabajo ajeno (lo que
produce riqueza en unos pocos y pobreza en los
muchos) acaba por maldecir la vida misma de quien
provoca este desajuste. Si el Mesías es el camino,
la verdad y la vida, entonces la iglesia debiera,
como imperativo, deducir una política y una
economía acorde con ese espíritu. Pero una iglesia
pactada con el poder produce totalmente lo
contrario.
Justificando el orden vigente, ya no apuesta por
el cielo que proclama, por eso lo arroja más allá
de la vida (lo vuelve imposible de realización);
así ya no reivindica la vida del Mesías sino sólo
su muerte: ya no importa cómo vivió sino cómo
murió. Se transforma en una iglesia de la muerte y
predica la muerte. Así fue la cristiandad
medieval. La actual ya no necesita recurrir a una
cultura apocalíptica de la muerte, porque el
relativismo (que es la secularización del
politeísmo griego y romano) y la moral modernas,
le otorgan la apatía y la indolencia necesaria
(que interpreta como paz espiritual) para lidiar
con el infierno que ha ayudado a crear. Cada misa
que realiza festeja, de este modo, la muerte del
prójimo; porque el sacrificio ofrecido a su Dios
no es otra cosa que lo robado a los pobres, que es
lo que el rico lleva a su iglesia, a comulgar con
los suyos; una fiesta donde se festeja la
privación de los demás, la muerte del prójimo:
"Mata al prójimo quien le priva de la
subsistencia, y derrama sangre el que retiene el
salario del jornalero" (Eclesiástico 34:26-27).
Por eso Santiago no es nada complaciente: "Y
vosotros los ricos, llorad a gritos por las
desventuras que os van a sobrevenir. Vuestra
riqueza está podrida... El jornal de los obreros
que han segado vuestros campos, defraudado por
vosotros clama, y los gritos de los segadores han
llegado a los oídos del Señor... Habéis condenado
al justo, le habéis dado muerte sin que él os
resistiera" (Santiago 5:1-6). Sin duda también
Santiago sería llamado violento por la jerarquía
eclesiástica actual. Pero de allí viene la
tradición profética que, por acá, la continuó el
padre Luís Espinal y fue también el justo
condenado que, por defender a los humildes, se
enfrentó al orden que hoy defiende la iglesia. Es
el mundo que aborrece a los profetas y que
aborreció al Mesías: "Si el mundo os aborrece,
sabed que me aborreció a mí primero que a
vosotros" (Juan 15:18). Ese mundo por aquel
entonces era el imperio romano, ahora es el
imperio gringo; adonde van a buscar refugio los
asesinos, como Sánchez de Losada, o a recibir
instrucciones quienes prefieren ver destruido su
país que verlo libre, como los prefectos de la
media luna. Es el reino de este mundo que tiene a
sus ejércitos para acabar con los insurrectos,
tiene a las oligarquías nacionales para gestionar
sus intereses, tiene a los grandes medios de
comunicación para manipular a la opinión pública y
aglutinarla en torno a sus apetitos, y tiene a las
iglesias para justificar teológicamente su orden.
La acumulación de sangre humana en capital
necesita una absolución extraordinaria y esta la
otorga una teología que trasforma el mal en bien y
el bien en mal.
Una teología de dominación justifica siempre la
violencia de la dominación; ya no dice "en el
principio era la palabra", sino "en el principio
era la paz", que no es más que guerra disfrazada.
La guerra suspende toda ética, la vuelve ridícula,
de modo que la razón se convierte en razón de
guerra, estratégica, racionalidad instrumental,
medio-fin, lógica costo-beneficio; la política
(secularización moderna de la teología medieval)
se vuelve "la guerra continuada por otros medios".
La injusticia, la desigualdad, la opresión, etc.,
son guerras disfrazadas contra la propia humanidad
y también contra la naturaleza. Se trata de, como
expresa el Salmo 73: "la paz de los impíos".
Porque "no hay para ellos tormentos; están sanos y
rollizos". Porque los impíos "no tienen parte en
las humanas aflicciones y no son atribulados como
los otros hombres", por eso son soberbios y la
soberbia "los ciñe como collar, y los cubre la
violencia como vestido... Motejan y haban
malignamente, y altaneramente declaran sus
propósitos perversos". Así producen la violencia
que le increpan al Otro: "Por eso el pueblo se
vuelve tras ellos".
Una teología de dominación tiene necesariamente
que invertir todo en nombre del espíritu que
proclama. Pero ese espíritu resulta ya de la
inversión producida: ya no es el espíritu santo
(el Ruaj haKodesh) sino el espíritu burgués, que
es la contraseña que le permite a la iglesia
entrar a ser parte del orden burgués, del reino de
este mundo. Donde el asesino inventa su propia ley
(amparada en su carácter ahora divino, santificada
por la iglesia), de la cual él mismo es criterio
legal; el asesino de cuello blanco cubre entonces
sus desechos, como los gatos, mediante leyes. Es
el paso del simple matonaje a la mafia organizada;
si antes mataba él mismo, ahora mata sin mancharse
las manos. Pero si su ley se pone en cuestión,
entonces regresa a lo que es. Por eso amenaza y
persigue a las víctimas, porque ellas le recuerdan
su origen; le muestran la mentira que sostiene su
existencia. Ese descubrimiento le obliga a matar
otra vez.
Y le obliga a regresar con los mismos actores.
Mientras Bolivia se debatía en la guerra del
pacífico, Gabriel René Moreno (el intelectual
cruceño al servicio de la oligarquía) y Aniceto
Arce (el empresario sucrense beneficiado de la
guerra contra su propio país), se paseaban en
Santiago, en la capital del enemigo, por
invitación del enemigo. Ahora, otros Morenos y
Arces buscan afuera el apoyo para acabar con lo
que siempre han despreciado: el indio que hay
adentro. Ese es el fin que persigue su matonomía.
No es de extrañar que el refugio de realistas y
conservadores, Sucre, ahora sea el caldo de
cultivo del racismo de la oligarquía cruceña
(racismo cultivado, entre otros, por el "célebre
patricio" camba Gabriel René Moreno). Desde allí
se tejió el odio contra el indio de modo
específico. Porque el odio contra el indio
apareció explicitado como el odio contra el
aymara. No importó tanto la traición de Pando en
la guerra federal, porque era una traición entre
iguales. Lo que no soportó la sociedad sucrense (y
criolla en general) fue el levantamiento de Willka
Zarate y su ejercito aymara. La capacidad de
sobrevivencia y organización (pese a las
paupérrimas e indigentes condiciones en que le
condenó la república) de la nación aymara despertó
en la sociedad criolla, no un sentimiento de
admiración, sino de odio especifico contra aquel
que se había levantado contra sus patrones. Si era
posible soportar la "nobleza" incaica o la
presencia "pintoresca" de los guaraníes (así los
describe Moreno), porque su presencia era
inofensiva para la cultura citadina, la presencia
aymara nunca la dejó descansar tranquila. Golpeada
ya la seguridad criollo-mestiza por los cercos
aymaras de 1780, despertó el miedo que obligó a la
oligarquía a buscar siempre su legitimidad afuera,
haciéndose dependiente de los intereses foráneos,
sin tener nunca la capacidad de congregar a sus
propios explotados, de los cuales vivía, gracias
al tributo obligado, y aun vive, porque son
quienes le alimentan. Esta incapacidad, para no
aparecer como lo que es, se fue cultivando como
odio, en su de-formación cultural. Por eso no es
raro que la insensatez y la demencia, que provoca
el odio, aparezcan de modos elocuentes en Sucre,
Cochabamba, Tarija, Santa Cruz, etc. Ello
demuestra dónde está el verdadero atraso cultural
y social.
Atraso que se manifiesta en el rechazo a ser
gobernados por sus considerados pongos, atraso que
muestra la verdadera cara de la democracia que
defienden, democracia restringida para los
patrones y sus caporales. Si la clase media
muestra ahora su cara fascista, es porque
manifiesta su conformación como espacio de
disponibilidad social que necesita la oligarquía
para preservar su orden. Y para aglutinarla no
necesita interpelarla racionalmente sino sólo
encender el sedimento irracional que la constituye
en lo que es. Por eso la opinión pública se deja a
merced del periodismo, que no sabe sino fragmentar
la realidad en noticia y reducir lo que sucede en
los estrechos y superficiales márgenes que le
brinda su concepción instrumental de la
comunicación. Un sector tan influenciado
mediáticamente no atiende a razones, por eso cree
ingenuamente en los eslóganes propios del
anticomunismo gringo: que ahora los indios se
comerán a los niños, que expropiará el Estado
todos los bienes, que los hijos serán propiedad
del partido, etc. Se dice que el gobierno no tiene
la capacidad para ganarse a la clase media; pero
esa afirmación es incompleta, porque no pregunta
primero si la clase media está dispuesta a cambiar
racionalmente; si no lo está, entonces todo
intento racional es inútil. Si la clase media
sostiene sus certidumbres no en ideas sino en
eslóganes, entonces ni siquiera el gobierno más
sabio e ilustrado podrá algo con un sector tan
influenciado por la manipulación mediática. Pero a
diferencia de la opción oligárquica, el pueblo
siempre tendrá mayor perspectiva: ante la
violencia amenazante siempre imaginará
alternativas. El arrinconamiento es propio del que
no imagina soluciones, del que propicia el
enfrentamiento.
La apuesta de liberación del pueblo es
interpelación para la sociedad. Es sacarla de su
autismo y mostrarle como lo que ella es. El
proceso de totalización de una sociedad se da en
su negativa a escuchar la palabra interpeladora
del Otro. Palabra que la saca de su seguridad y le
remueve sus certidumbres, porque es enjuiciamiento
de su propia inconciencia: "Pertenece a los que
tienen hambre el pan que guardas, a los desnudos
el manto que conservas en los cofres, al descalzo
los zapatos que se pudren en la despensa, al pobre
el dinero que atesoras. Cometes tanta injusticia
como personas hay a quienes deberías ayudar" (San
Basilio). Por eso los congregados en la sociedad
citadina se niegan a escuchar y tratan, por todos
los medios, de acallar esa voz, porque esa voz
prende el remordimiento y le provoca mirarse al
espejo como lo que realmente es. Por eso prefiere
el falso halago y la conmiseración (hay que
hacerle caricias al caballo para montarlo), la
farándula, el "pan y circo" (así trata el poderoso
a la plebe, que en eso se convierte una sociedad
que ve en la farándula su ideal de vida). Por eso
la pregunta no es si un gobierno tiene o no
capacidad de ganarse a la clase media (que es
básicamente el eje de identificación de toda la
sociedad citadina), o si la radicalidad del pueblo
debería bajar sus tonos. La pregunta es si este
sector es posible de ser interpelado
racionalmente.
En la lógica usual de la política, ganarse a la
clase media significa ceder. Pero aquí ceder es
ceder todo; porque sus reivindicaciones son sólo
disfraces que está usando la oligarquía para
imponer sus intereses. Se puede decir que la clase
media fue siempre la beneficiada inmediata de
todas las luchas populares (los incrementos
salariales, la estabilidad laboral, el rechazo a
la especulación y al alza de precios, sin contar
la lucha por democracia, los derechos humanos y
sociales); porque la estructura económica es
social y todo beneficio repercute en el conjunto,
es decir, la lucha de los pobres siempre acaba
beneficiando a todos y, primero, a quienes el
goteo de la distribución de ingresos les llega
primero. Por eso la recuperación de los recursos y
la nacionalización beneficia incluso a quienes se
opusieron a ella y ahora consideran su dinero. Esa
es la verdadera legitimidad que justificaba la
"guerra del agua" y la "guerra del gas", porque en
Cochabamba o en El Alto se luchaba por todos, para
beneficiar a todos. Las reivindicaciones que ahora
esgrime la clase media no son legítimas, porque
estiman exclusivamente un beneficio particular
(que, en definitiva, va siempre contra el pueblo).
El discurso regionalista es atractivo pero
mentiroso, porque es la oligarquía latifundista la
que, de este modo, intenta justificar sus
intereses como aspiración regional; mover la sede
de los poderes es una artimaña para modificar el
eje de la hegemonía india al sur conservador; la
matonomía cívica ya evidenció que busca deshacer
el país en pedazos sin relación alguna. Pero la
clase media no ve esto, porque los medios no le
muestran eso; pero sí le alimenta de prejuicios y
le inventa mentiras para empeorar su sordera. Al
apoyar a la oligarquía afirma su dependencia ante
ella y pacta sus beneficios a costa, otra vez, del
pueblo.
Revertir eso es una tarea de concientización,
opción que los medios dificultan, pero que es el
único modo de recuperar ese sector; si educación
es emancipación, es porque es un proceso de
liberación de los prejuicios y taras que una
sociedad arrastra. Por eso la liberación es un
proceso, no se da en un santiamén, es algo que se
construye, desde el pueblo hacia todos aquellos
que puedan ser congregados en torno a un horizonte
de justicia y dignidad. Por eso la destrucción no
es una opción que se plantee un proceso de
liberación. La destrucción la promueve el que está
acostumbrado a destruir. Un gobierno que asume el
conflicto (que no es el poder, por eso lidia con
el legislativo, el poder judicial, empresarios,
ganaderos, terratenientes, medios, etc., que le
impedirán efectuar las transformaciones) necesita
construir las mediaciones para tener un pueblo
organizado, una política de alianzas firme y
duradera (para ir vaciando el bloque dominante de
presencia real), de políticas de comunicación y
coordinación para hacerle frente, sobre todo, a la
mediocracia y a los grupos de poder. El poder
originario radica en el pueblo y un gobierno sólo
puede hacerle frente a la reacción fascista
teniendo el apoyo del pueblo. Sin está
legitimación no hay poder real. La nueva
Constitución puede ser el motor de la
participación popular; para eso se requiere un
pueblo educado y crítico, sobre todo ante la
manipulación mediática que hará, de hoy en
adelante, todo lo posible para desprestigiar sus
contenidos. Es sabido que habrá sectores que
apostarán por un enfrentamiento (los prefectos y
cívicos invocan al ejercito porque no cuentan con
su pleno respaldo; a diferencia de Chile del 73,
esa es una ventaja, como también el fracaso de la
economía gringa y su pérdida hegemónica; pero eso
no es garantía ante las demenciales salidas que
busca Bush y sus aliados a la crisis que han
generado); pero la sabiduría consiste no en llegar
al enfrentamiento, sino en ganar sin llegar a este
(desarmando al opresor se le quita sus únicas
ventajas y, sin ellas, su soberbia se diluye); de
modo que sea posible una comunidad de comunicación
real, ya no un falso diálogo entre sordos y mudos,
víctimas y cínicos, sino entre seres humanos, en
condiciones de igualdad, de reparación y justicia.
Perderá poder el opresor pero ganará en humanidad,
perderá el rico en términos cuantitativos pero
ganará cualitativamente, porque la explotación no
puede ser ejemplo de vida. "Y Dios se hizo ser
humano" quiere decir: todo ser humano es sagrado y
todo acto de opresión es pecado. Si "la esclavitud
de los hombres, es la gran pena del mundo", como
dice José Martí, es porque, si de pecado hablamos,
ese es el pecado estructural que cargamos.
La Paz, diciembre de 2007
Rafael Bautista S. Autor de "OCTUBRE: EL LADO
OSCURO DE LA LUNA" y "LA MEMORIA OBSTINADA"
Editorial "Tercera Piel", La Paz, Bolivia
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