EL AGUA MILAGROSA
(sainete teatral)
de Serafín y Joaquín Álvarez Quintero
Personajes: |
Habitación del Padre Juan, cura de misa y olla, en un buen
pueblo castellano. Puerta a la derecha del actor, y al foro dos ventanas
grandes, a través de cuyos cristales se ve un corralillo limpio y alegre. Los
muebles son pocos y se caen de viejos. Una estera de pleita, vieja también y
remendada, cubre el suelo, mucho más viejo que ella y que los muebles. Es por la
mañana.
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(El Padre Juan, sentado en un sillón de vaqueta al lado de una de las
ventanas, lee en un libro, que por excepción en este caso no está empastado en
pergamino. Es hombre de hasta edad de sesenta años, de aspecto bonachón, y tan
pobre y humilde como el cura del Pilar de la Horadada. En sus ojillos, vivos y
sagaces, hay un reflejo de socarronería.
Antonia, su criada, sale de improviso en tal guisa que hace inverosímil toda
murmuración. Viene muy azorada).
ANTONIA —> ¡Padre Juan! ¡Padre
Juan!
PADRE JUAN —> ¿Eh? ¿Qué hay?
ANTONIA —> ¡Visita!
PADRE JUAN —> ¿Visita? ¿Quién es,
tan de mañana? ¿La señora alcaldesa?
ANTONIA —> No, señor; no es del
pueblo. Es una señorona muy señorona; lo menos de Valladolid. Yo he sentido que
me coja en esta facha.
PADRE JUAN —> De Valladolid espero
una visita; pero es el hijo de un amigo mío. ¿No te ha dicho lo que me quiere?
ANTONIA —> Ni sé lo que me ha
dicho, señor. Si estoy aturrullada. ¡Qué sombrero!, ¡qué plumas! Tiene aire de
cómica.
PADRE JUAN —> ¿De cómica?
ANTONIA —> Y ¡qué bien huele!
PADRE JUAN —> A mí no me huele tan
bien; ahí verás tú. Pero hazla pasar.
ANTONIA —> ¿Cómo?
PADRE JUAN —> Que le digas que pase
y la acompañes hasta aquí.
ANTONIA —> Y, ¿me quedo yo
escuchando detrás de la puerta?
PADRE JUAN —> Te quedarás aunque yo
no te dé permiso... conque anda.
ANTONIA —> Voy allá, voy allá.
(Vase)
PADRE JUAN —> ¡Cosa más particular
que esta visita!... No sé qué pensar de ello... En fin...
(Se levanta y espera, fija un la puerta la mirada)
(A poco llega Florentina. Es una mujer hermosa y elegante, aturdida y
ligera)
FLORENTINA —> Muy buenos días,
señor cura.
PADRE JUAN —> Dios guarde a usted,
señora. Buenos días.
FLORENTINA —> ¿Es usted el mismo
Padre Juan?
PADRE JUAN —> El mismo soy.
FLORENTINA —> Usté me perdonará
que venga a importunarlo a estas horas.
PADRE JUAN —> Todas son buenas para
servir a Dios y al prójimo.
FLORENTINA —> Muchas gracias.
Como es tan temprano...
PADRE JUAN —> Para mi es mediodía.
Yo amanezco siempre con el sol. ¿Tiene usted la bondad de sentarse?
FLORENTINA —> (Sin
atenderlo) ¡Qué cuartito más cuco, señor
cura! ¡Qué ambiente de reposo hay en él!...
PADRE JUAN —> Es una pobreza,
señora: lo que corresponde a quien lo habita.
FLORENTINA —> ¿Adónde dan esas
ventanas?
PADRE JUAN —> Al corral.
FLORENTINA —> Ya, ya lo veo. Es
muy alegre este corral. ¡Cuántas flores! ¿Es usted aficionado a las flores?
PADRE JUAN —> A todo lo que cría
Dios.
FLORENTINA —> Yo también. Cuando
vuelva a mi casa de Madrid, me permitirá usted que le envíe unos cogollos de
claveles andaluces que quitan el sentido.
PADRE JUAN —> ¡Oh!, ¡tanto honor!...
Pero ¿no se sienta usted?
FLORENTINA —> Déjeme usted
curiosear un poco. Somos tan curiosas las mujeres...
PADRE JUAN —> Bien poco hay que
curiosear aquí.
FLORENTINA —> ¿Es de marfil este
crucifijo?
PADRE JUAN —> No, señora: es
imitación.
FLORENTINA —> ¡Qué bonito es!
(Mirando un cuadro) ¡Ay San Lorenzo!
PADRE JUAN —> San Francisco
de Asís.
FLORENTINA —> Es verdad. Lo he
confundido porque yo, en mi casa de Córdoba, tengo un San Lorenzo muy parecido a
este San Francisco de Asís.
PADRE JUAN —> Ya. Los pintores, a lo
mejor, no son muy católicos.
FLORENTINA —> (Sacando de
un bolso que trae un pomito, y aplicándoselo a la nariz)
Con permiso de usted, padre Juan... ¡Me he
levantado con una jaqueca!... ¿Quiere usted aspirar? Es muy agradable.
PADRE JUAN —> Gracias,
gracias. Yo no tengo jaqueca.
FLORENTINA —> Pues a dársela a
usted vengo yo.
PADRE JUAN —> Pues entonces... luego
aspiraré.
FLORENTINA —> ¡Ay, qué buena
sombra! ¿Es usted andaluz?
PADRE JUAN —> No, señora: soy
castellano viejo. ¿Y usted?
FLORENTINA —> Madrileña. Pero
fíjese usted. Ahora yo me siento. (Lo hace. El Padre Juan se sienta
también) Mi padre, italiano; mi madre,
habanera; el padre de mi padre, de Sevilla; el padre de mi madre, de Lugo; la
madre de mi padre, de Soria; la madre de mi madre, de Gibraltar... Y yo estuve a
punto de nacer en Huesca. ¿De dónde soy?
PADRE JUAN —> (Después
de vacilar) Española... para acabar pronto.
FLORENTINA —> Española; es
verdad. Ha estado usted muy oportuno. Y usted pensará: pero ¿esta señora a qué
ha venido? Porque hasta ahora no he dicho a qué he venido.
PADRE JUAN —> Ha dicho usted,
modestamente, que a darme la jaqueca.
FLORENTINA —> ¡Ay, qué gracioso!
Usted es andaluz.
PADRE JUAN —> No, señora, no. ¿Por
qué había de ocultarlo?
FLORENTINA —> Pues lo parece. Es
usted una estampa de un primo de mi madre que vive en Ronda.
A Ronda voy yo por peros
y a Málaga por manzanas,
a las Indias por dineros
y a la Sierra por serranas.
Bueno; no quiero marearlo. Al asunto.
PADRE JUAN —> Hable usted.
FLORENTINA —> He pasado muy mala
noche, señor cura. Como que no se me descarga la cabeza.
¡Ay! Usted me dispense. (Del propio bolso saca una bellotita y se
frota la frente) Esto refresca mucho. ¿No
quiere usted frotarse?
PADRE JUAN —> Todavía no me duele.
FLORENTINA —> Ni lo permita Dios.
¡Ah! Si usted fuma, fume con libertad: a mí no me molesta. Mi marido con la
colilla de un cigarro enciende el otro. Para otra mujer esto sería una falta;
para mí es un encanto. ¿Querrá usted creer que me divierto con las espirales del
humo? Bueno, yo soy un poco soñadora. Soñemos, alma, soñemos... Pero, en fin, al
grano, que lo estoy entreteniendo a usted. Mi marido... Es decir, mi marido y
yo, para que no se me tache de injusta... Por más que... ¡Ay, padre Juan, yo soy
muy desgraciada!
PADRE JUAN —> ¿Usted, señora? Nadie
lo diría: su rostro resplandece felicidad. Y la cara es el espejo del alma.
FLORENTINA —> Como que si no
fuera por lo que yo me sé y usted sabrá dentro de un rato, no habría mujer más
dichosa en el mundo.
PADRE JUAN —> ¿Luego, no me engaño
completamente?
FLORENTINA —> No, señor.
PADRE JUAN —> Y, ¿no tiene usted
esperanza de que Dios le otorgue lo que necesita para ser absolutamente dichosa?
¿Se lo ha pedido usted con unción, con fe?
FLORENTINA —> Se lo he pedido
hasta bailando sevillanas.
PADRE JUAN —> ¿Bailando sevillanas?
No es la actitud más a propósito para hablar con Dios.
FLORENTINA —> Quiero decir con
ello que no hay momento en mi vida en que no haya elevado mis súplicas al Señor
para que me conceda lo que me falta. Padre cura, yo tengo unos padres que me
adoran: no hay otros más buenos: los hizo Dios y rompió el molde. Tengo un
marido que es una alhaja: todas mis amigas me lo envidian.
PADRE JUAN —> ¿Las casadas también?
FLORENTINA —> También. Y las
solteras. Porque de las viudas no hay que hablar: por sabido se calla.
PADRE JUAN —> Señora, señora...
FLORENTINA —> ¡Usted no conoce a
mi Toto! Se llama Teófilo; pero así es como le digo en la intimidad. Mi Toto, mi
Totito... Es noble, es generoso, es guapo, adora en mí... También lo hizo Dios y
rompió el molde.
PADRE JUAN —> ¡Que lástima!
FLORENTINA —> ¿Cómo?
PADRE JUAN —> ¡Qué lástima!,
pensarán las otras... las que se lo envidian a usted.
FLORENTINA —> ¡Ah, ya!
PADRE JUAN —> Y ahora pregunto yo:
con unos padres tan ejemplares y un marido tan singular, ¿qué más dicha apetece
usted en la tierra? No hay que ser ambiciosa...
FLORENTINA —> ¿Se le antoja a
usted desatentada ambición pedirle a Dios un hijo... y que no rompa el molde
hasta que yo le avise?
PADRE JUAN —> ¡Ah!... ¡Un hijo!...
¿Es por un hijo por lo que usted suspira?
FLORENTINA —> ¡Uno siquiera,
padre Juan! Así la vida es imposible. Un matrimonio sin hijos es muy soso. ¡Pero
muy soso! A mí se me figura que es un matrimonio equivocado. Y pensar yo que mi
Toto debiera ser de otra y no mío, me estremece, me espanta. Y mi Toto, en
broma, me echa a mí la culpa: me dice que yo no tengo gracia. Y yo le digo que
es él quien no la tiene. Esas tonterías de los matrimonios. Y es él, ahora que
no me oye. Porque, mire usted: mi hermana la de Cáceres tiene seis querubines
—¡seis querubines, padre Juan, y yo ni uno sólo—; otra que vive en Montevideo,
Catalina, está esperando el quinto, o al quinto y al sexto a la vez, porque así
las gasta Catalina; mi hermano Manolo tiene ya dos de la primera, dos de la
segunda y dos de la tercera. Esto parece una charada; pero es que Manolo se ha
casado tres veces. Dígame usted ahora si con estos hermanos tiene la culpa Toto
de lo que nos ocurre, o la tengo yo.
PADRE JUAN —> Así... a primera
vista... la verdad... tiene la culpa Toto.
FLORENTINA —> A usted le ha hecho
gracia lo de Toto. Usted es andaluz. ¡Vaya si es usted andaluz!
PADRE JUAN —> Le advierto a usted
que a los de Castilla la Vieja también nos hacen gracia algunas cosas.
FLORENTINA —> ¡Ay, qué salado! Si
no es usted andaluz, merece serlo. Mi Toto es andaluz.
PADRE JUAN —> Ya me lo he figurado,
señora.
FLORENTINA —> Pues ésa es mi
pena, padre Juan. Yo necesito en mi casa un angelín, una cabeza rubia —mi Toto
es rubio...
PADRE JUAN —> Entonces... ahí tiene
usted ya la cabeza rubia que necesita...
FLORENTINA —> Otra cabeza, padre
Juan: una cabecita de serafín que pueda yo dormir sobre mi seno, que pueda yo
apretar contra mi regazo, que pueda yo besar hasta volver loca, delante de mi
Toto, para decirle así una vez más todo cuanto le quiero, y cuando mi Toto no
esté en casa, para recordarlo en mi niño y besarlo en él sin que él se entere...
¡Ay, padre Juan, es una obsesión que raya en manía pero que usted convendrá
conmigo en que es muy respetable! A mí me hace falta que en aquella casa de
Madrid suene la voz de una criatura; me hace falta quien corra por aquellos
pasillos, quien me descomponga los relojes, quien me rompa los muebles, quien
asuste al gato; me hace falta un ser a quien yo decirle siete veces al día: «Te
voy a matar, te voy a matar, te voy a matar», y no matarlo sino a besos... ¡Me
hace muchísima falta, señor cura; muchísima falta!
PADRE JUAN —> Si lo comprendo, sí;
pero ¿qué quiere usted que yo le haga, hija mía?
FLORENTINA —> A eso voy; es
decir, a eso vengo. Porque con tanto hablar, aún no he hablado del objeto de mi
visita. Se me ha secado la garganta... (Saca del bolso una caja de
pastillas y toma una, después de ofrecerle al padre Juan)
¿Quiere usted una pastillita, padre? Son muy
buenas... suavizan las fauces... refrescan la boca...
PADRE JUAN —> Gracias...
muchas gracias... Yo no acostumbro...
FLORENTINA —> Yo, sí. Como charlo
tanto, y soy tan expresiva y tan nerviosa... Porque yo soy muy nerviosa, padre
Juan; pero muy nerviosa.
PADRE JUAN —> Ya, ya. (Acabaré por
necesitar el pomito y la bellotita y las pastillas y todo lo que traiga en el
bolso.)
FLORENTINA —> Bueno, pues...
Ahora sí que voy a entrar en materia. Mi marido y yo siempre andamos de la Ceca
a la Meca, como vulgarmente se dice, buscando antigüedades. ¡Como no tenemos
otra cosa que hacer! Él es muy dado a las antigüedades y a ciertos estudios, que
a mí no me importarían un comino si no le importaran a él. A este pueblo hemos
venido a visitar el castillo en ruinas, la torre mudéjar, y no sé qué puerta de
no sé qué casa de no sé qué calle. Y yo tal vez haya venido, sin sospecharlo, a
encontrar mi felicidad.
PADRE JUAN —> ¿Pues?
FLORENTINA —> En la fonda donde
paramos —que se llama «Fonda del Norte, antes del Sur», cosa que no he
entendido...
PADRE JUAN —> Pues es que el
primitivo dueño de la fonda era gaditano, y el dueño actual es gallego... Por
eso lo que era del Sur es ahora del Norte.
FLORENTINA —> Es muy gracioso.
Pues bien, en esa fonda del Norte o del Sur, que el viento no hace al caso, hay
una camarera, padre Juan, que tiene doce hijos. Ya ve usted: ¡doce hijos, todos
de un camarero!
PADRE JUAN —> Naturalmente: todos de
su marido, que es camarero.
FLORENTINA —> Quiero decir de un
hombre pobre, que no gana para alimentarlos siquiera, por muchas propinas que le
den... Y yo, en cambio, yo, en cambio... Pero, en fin, basta de lamentaciones.
Esa mujer me ha asegurado anoche mismo —y por eso no he podido dormir: mire
usted qué palidez y qué ojeras— que usted tiene una huerta cerca del pueblo, y
que en la huerta hay una fuente que da un agua pura y cristalina, y que mujer
que bebe ese agua no se queda sin hijos. ¿Es cierto?
PADRE JUAN —> Es cierto que tengo
esa huerta, y esa fuente, y ese agua, a la que se le atribuye esa extraña
virtud... pero...
FLORENTINA —> Pero ¿qué? ¡No me
ponga usted inconvenientes!
PADRE JUAN —> Descuide usted,
señora.
FLORENTINA —> ¿Es cierto que es
precisa la autorización de usted para beberla?
PADRE JUAN —> Es cierto.
FLORENTINA —> Y ¿es cierto que
usted no la concede casi nunca?
PADRE JUAN —> También es cierto.
FLORENTINA —> ¿Por qué?
PADRE JUAN —> Porque me ha
ocasionado muchos disgustos la dichosa agua... y muchos sinsabores... y ha dado
lugar a no pocas calumnias, que es peor. Se llegó a decir que a mí me interesaba
que nacieran chicos en el pueblo por lo que me ganaba en los bautizos...
FLORENTINA —> ¡Qué picardía!
PADRE JUAN —> Los pueblos son así.
Luego, esta es otra: los maridos llegaron a tomarme entre ojos. Esa misma
camarera que le ha dado a usted las noticias, bebió el agua a los cinco años de
casada, y desde entonces a la fecha... ya ve usted: ¡doce! Y el camarero ¡me
echa unas miradas cuando me ve!... ¡Como si yo tuviera la culpa! Además, señora
—todo ha de decirse—, dieron en beber el agua algunas solteritas, y... ¡un
horror! En resumen: que tuve que cerrar la huerta en absoluto y que negarme a
toda súplica y a todo ruego.
FLORENTINA —> Me lo explico,
padre Juan, me lo explico... Le obligaron a usted... Hizo usted admirablemente.
Pero yo soy aquí un ave de paso; me voy mañana... Beberé el agua sin que nadie
se entere de ello más que mi marido, porque para mi marido no tengo secretos...
Y si Dios quiere concederme lo que tan de veras le pido, yo bendeciré a Dios una
y mil veces, y la hora en que vine a este pueblo, y el agua de la fuente, y la
huerta, y a usted. ¡Ay, señor cura, no me niegue usted la felicidad que tiene en
su mano!
PADRE JUAN —> No, hija mía. Beberá
usted el agua... ¿Por qué no?
FLORENTINA —> ¿Qué me dice usted,
padre Juan?
PADRE JUAN —> Que beberá usted toda
el agua que quiera.
FLORENTINA —> ¿Sí?
PADRE JUAN —> ¡Ya lo creo!
FLORENTINA —> ¡Qué bueno es
usted! ¡Déjeme que le bese la mano!
PADRE JUAN —> Luego, más tarde, le
mandaré a usted a la fonda al guarda que tengo en la huerta, y él la acompañará
hasta allí, y la guiará a la fuente, y beberá usted cuanto desee.
FLORENTINA —> ¡Ay! Y ¿me podré
llevar un cantarito a Madrid?
PADRE JUAN —> ¡Sí, señora!
FLORENTINA —> ¿Y Toto? ¿Podrá
beberla Toto?
PADRE JUAN —> ¡Que la beba, si
gusta! No creo que tenga objeto; pero ¡que la beba! Dicen que para los hombres
no vale...
FLORENTINA —> ¿Usted la ha
bebido?
PADRE JUAN —> ¿Eh?
FLORENTINA —> ¡Ay!, usted
perdone: he dicho una tontería como una casa. Y es que ya no sé ni lo que
pienso, ni lo que hablo... Me ha trastornado la alegría. ¡Mi querubín, mi
querubín querido! ¡El ideal de mi matrimonio! ¡El complemento de mi dicha!
PADRE JUAN —> Dígame usted, señora:
¿cuánto tiempo lleva usted de casada?
FLORENTINA —> ¡Un año!
PADRE JUAN —> ¿Un año nada más?
FLORENTINA —> ¿Le parece a usted
poco tiempo?
PADRE JUAN —> Para tener esa
impaciencia, sí. Calma, un poco de calma, hija mía.
FLORENTINA —> ¡No se arrepienta
usted, señor cura!
PADRE JUAN —> No me arrepiento,
no... Pero creo que es algo exagerada la impaciencia de usted.
FLORENTINA —> ¡Eso me dice Toto!
PADRE JUAN —> ¡Y tiene Toto más
razón que un santo!
FLORENTINA —> Voy a comunicarle
la novedad... Ya no estoy tranquila hasta que lo sepa.
PADRE JUAN —> Es claro.
FLORENTINA —> Disimule usté que
me vaya tan pronto. Verdad es que así dejo de molestarlo.
PADRE JUAN —> Señora...
FLORENTINA —> Ya se me ha quitado
la jaqueca, y la sequedad de la garganta, y todo, todo absolutamente. ¡Ah! Va
usted a consentirme una cosa. ¡No me diga usted que no, padre Juan! ¡No me diga
usted que no!
PADRE JUAN —> ¡Si no he dicho ni que
sí ni que no!
FLORENTINA —> Sé que en el pueblo
hay mucho pobre: he visto a muchos niños... Yo quiero que por mano de usted vaya
esta limosna para ellos... Le da unos billetes. Sin que se sepa de quién es.
PADRE JUAN —> Señora, Dios le
premiará a usted esta obra caritativa... Yo repartiré la limosna entre los más
necesitados que son infinitos... Gracias, un millón de gracias...
FLORENTINA —> Calle usted, por
Dios; no vale la pena. Gracias yo a usted... Y me marcho, me marcho ya. ¡Qué
mañana le he dado! No deje usted de mandarme prontito al guarda de la huerta. Ya
vendré a saludarlo a usted con mi Toto. Mi Toto se alegrará mucho de conocerlo.
En fin adiós... ¿Me dejo algo?, ¿me dejo algo? No; no me dejo nada... Será la
primera vez que me vaya de un sitio sin dejarme algo... Adiós, padre Juan. No me
olvido de los claveles... ¡Ay, padre Juan, si viene el querubín al mundo, usted
me lo bautiza! Adiós otra vez. Adiós, adiós, adiós...
PADRE JUAN —> Adiós, señora, adiós.
(La acompaña a la puerta, y desde ella hace a poco una cortesía, como si la
despidiese. Después se aparta de allí, se santigua y trata de coordinar sus
ideas)
¡Jesús! ¡Jesús!, ¡qué visita!, ¡qué cosa! Quién había
de pensar... Con ese empaque, con esa charla... ¡Qué mundo este!... ¡Jesús!
¡Jesús!
(Vuelve Antonia)
ANTONIA —> Ya se fue... Menos mal
que ha dado una limosna para los pobres... ¡Qué tarabilla!, ¡qué discursos!,
¡qué saltar de una cosa a otra!
PADRE JUAN —> No critiques.
ANTONIA —> Y, ¿sabe usted lo que le
digo?
PADRE JUAN —> ¿Qué?
ANTONIA —> Que si su Toto es un
sietemesino escuchumizao que la estaba esperando en la esquina, ¡ya puede beber
la señora hasta cansarse, que no habrá novedad!
PADRE JUAN —> Anda, anda a volcar la
olla, y déjate de murmuraciones.
ANTONIA —> Ya voy, señor, ya voy.
(Se va)
PADRE JUAN —>
¡Bien merece alcanzar la dicha plena
esa dama habladora
que así socorre la pobreza ajena
al vislumbrar lo que del cielo implora!...
Toda mujer que quiere un hijo, es buena.
FIN
AUTOPROMOCIÓN
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