Felipe Alfau. Detrás de la cancela. Por Juan Bonilla
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Publicado en AJOBLANCO. Julio/Agosto 1996.
Hay una cancela muy alta y una guardesa que debería proponerse dejar los postres cuanto antes. En el teclado de sus dientes hay, cada dos piezas blancas, una negra o quizás un hueco negro, no sé muy bien. Mastica un inglés acelerado que extravía alguna letra en cada frase. He venido hasta la alta cancela y la guardesa sólo para ver si el escritor Felipe Alfau reside en este asilo. La guardesa, sin necesidad de consultar ninguna lista de inquilinos, dice que no, que allí no hay ningún viejo que responda a ese nombre. Bromeo y digo que tal vez, a su edad, está ya un poco sordo y por eso no responde si se le llama. Ella no le encuentra la gracia al chiste. Yo pregunto si ha muerto alguien con ese nombre en los últimos meses, y ella vuelve a negar. Lo hace con tal convicción que uno acoge la certidumbre de que allí, tras esa cancela, nadie puede morirse sin permiso de la guardesa.
El sitio tampoco merece una esforzada descripción. Por fuera parece lo que todos los asilos: un lugar acogedor, con su jardincito, mucha sombra vegetal, silencio, y un par de edificios que no creo que vayan a ser impresos nunca en ninguna postal. He venido hasta el Retirement Home de Rego Park en Queens (N.Y.C.) no con esperanzas de entrevistar a Felipe Alfau, barcelonés de 1902 que saltó a las páginas de los periódicos hace unos años cuando su segunda novela, Chromos, arrumbada en un cajón durante casi medio siglo, fue proclamada finalista del Premio Nacional del Libro en los Estados Unidos, sino sólo para confirmar que aquí residió durante unos años en los que permaneció ignorado por el mundo y por la gloria, el escritor español maldito por excelencia.
La etiqueta de maldito es de ésas que ya ha sido muy adulterada por el uso. Se le ha aplicado a gente que lo único que tenía de maldita era la gracia. Bastaba pincharse heroína y escribir fantasmagóricas visiones del apocalipsis, o empalmar una borrachera con otra y entre vómito y vómito engendrar versos que precisen escoliastas, para ganarse el apodo. La etiqueta de escritor maldito se le ha aplicado a gente que a lo mejor, en efecto, merecía el adjetivo de maldito pero que difícilmente alcanzaba la categoría de escritor. Porque para ser escritor maldito la condición principal es que nadie pueda llamarte así por la sencilla razón de que nadie te conoce. ¿Cómo va a ser maldito alguien sobre quien, mientras está produciendo su obra, ya se escriben tesis doctorales? A los malditos de veras (Rimbaud, Lautreamont, Melville, Jim Thompson) se les celebra mucho después de que ellos puedan disfrutar del reconocimiento. Mientras viven no se les reimprime: sólo se les reprime. En nuestra literatura el maldito mayor fue Alonso de Contreras, cuyo libro autobiográfico salió a la luz un par de siglos después de que lo escribiera. No llega a tanto Alfau, pero para empezar, de él se puede decir algo que de muy pocos más oiremos: ni siquiera tiene una Historia de la Literatura en la que caerse muerto. Porque Alfau escribió en inglés, aunque sus libros sean muy españoles. O sea, ni siquiera pertenece a nuestra literatura, aunque la enriquezca como pocos. Lo malo de los malditos oficiales es que se nos acaba fijando más la atención en los personajes que en sus obras. Esto no sucede con Alfau por la sencilla razón de que él ha tomado la honesta precaución de no existir. Y el día que alguien encierre su existencia en una biografía, es probable que ese libro aburra hasta a sus herederos, porque Alfau padeció una vida monótona que sólo se animó cuando ya era tarde y lo que menos necesitaba eran alteraciones de la rutina.
Su fortuna, si es que puede llamársele así (tal vez debiera escribir nuestra fortuna, porque quienes de verdad hemos disfrutado de la obra de Alfau hemos sido los lectores) comenzó la tarde de 1987 en que Steve Moore, responsable de The Dalkey Archive Press -una editorial de Illinois que no aparece en ninguna guía, ni siquiera en la telefónica-, halló un ejemplar de Locos -primera edición de 1.250 ejemplares firmados, en cuya sobrecubierta se dice "un autor a merced de sus personajes"- en una librería de viejo. Recordó haber oído hablar de Alfau en un antiguo artículo publicado 15 años atrás en el Harper's. Luego de encontrar la edición de Locos buscó infructuosamente más bibliografía de aquel autor al que sospechaba muerto o lejos de New York. Al final recurrió a la Biblia Moderna: la Guía de Teléfonos. Marcó un número mágico tras el que se hallaba alguien que se reconocía autor de Locos. Entonces Alfau vivía en Kitchen's Hell y no abría la puerta a nadie (años después el corresponsal de La Vanguardia lo fue a visitar allí y una voz detrás de la puerta le dijo que se marchara y no molestase más). Cuando Moore le propuso reeditar su primera novela, Alfau confesó haber escrito otra, pero no le entregó el manuscrito inédito -titulado Chromos- hasta que vio en la calle la nueva edición de Locos.
Como no tengo mejor cosa que hacer le cuento todo esto a la guardesa, con la esperanza de que, en sus ratos libres y por mera curiosidad, se haya leído alguno de los libros de Alfau. Al fin y al cabo, aunque ella quiera vedarme el acceso, sé que Alfau lleva años viviendo allí. Lo sé porque, cuando su nombre empezó a ser rescatado, concedió alguna entrevista telefónica en la que hablaba de sí mismo como si se refiriese a un amigo lejano y perdido en los brumosos días de la juventud. Alguien me asegura que la foto del señor atildado con bigotito que aparece en las solapas de sus libros (el pie de foto la data en el año 1936) no es Alfau. La verdad es que podría ser cualquiera. En el prólogo a la edición española del libro para niños Cuentos españoles de antaño, Carmen Martín Gaite arriesga que Felipe Alfau, con esa conciencia suya de excepcionalidad, exenta de toda huella de interés por el prójimo, se asemeja a ese grupo de individuos tipificados como los del "ni lo sé ni me importa". -¿Y por qué escribía en inglés y no en español? -me pregunta la guardesa, haciéndome concebir esperanzas de que finalmente me abrirá la cancela. Contesto que Alfau escribió Locos porque necesitaba dinero, y en español carecía de público. Su propósito, en cuanto a la novela, no era otro que transformar una tradición. Sentía que, desde los griegos hasta acá, la música había hecho avances espectaculares, del unísono a la policromía, con increíbles descubrimientos que nos habían llevado de la longitud a la latitud. Eso en literatura no se había dado y él quería burlarse de las novelas. Sólo pretendía jugar y aplicar los sistemas musicales desde el punto de vista de la composición y la estructura.
Escribía acerca de cosas que apenas le preocupaban. Sólo le interesaban los problemas de composición: el material con el que traficar le resultaba insignificante. Por eso consideraba superior la música a la literatura: en música hay un tema, que apenas importa comparado con la estructura. "No importan los ladrillos sino lo que uno hace con ellos, lo que en última instancia deja una huella. Y el problema con la literatura es que parece que sólo importan los ladrillos." En el fondo escribía cosas para sus amigos. Su novela está estructurada como un conjunto de historias independientes que se cruzan en matices, detalles mínimos, personajes alucinados, seres que padecen la obstinada certidumbre de que no existen o cuyas existencias se apesadumbran porque son sólo literarias y quisieran revelarse contra esa impotencia. Inolvidables seres que renuncian a la verosimilitud desde sus propios nombres: Fulano, Lunarito, Chinelato, y son presentados en el Café de los Locos, en Toledo. Por cortesía Alfau dio a Locos estructura de libro de relatos, para que el lector entrara y saliera por donde quisiese. Como mero ejemplo de la maestría de Alfau, léase el cuento titulado "Huellas Dactilares", uno de los más deliciosos que yo haya leído nunca.
Cuando acabó Locos, en 1928, había encontrado trabajo como traductor en la Morgan Bank, no necesitaba dinero y por eso tardó diez años en publicarla. No sabía quiénes eran Joyce, ni Proust; ignoraba las novelas de Unamuno a pesar de la semejanza de Locos con Niebla, ya que en ambas novelas los personajes consiguen mantener conversaciones con los propios autores. Su autor favorito era Caldos, pero la literatura le interesaba poco. Le conté esto a la guardesa que repitió: "Ese tipo nunca ha residido aquí". Durante la Primera Guerra Mundial, el padre de Felipe Alfau, diplomático y aventurero, decidió emigrar a New York para fundar un periódico. Dejaron atrás una infancia que se desarrolló en Barcelona, Madrid, Salamanca y Bilbao. A España sólo volvería en 1959 para visitar a su hermana Monna que se había casado con el pintor de Vilanova, J.Sala. Felipe Alfau se llevó el disgusto de comprobar que aquél ya nunca volvería a ser su país, España no pasaba de ser una imitación patética de los Estados Unidos. En una entrevista, Alfau declarará: "Yo antes sentía orgullo de ser español y enseñaba el pasaporte como una condecoración. Ahora me da vergüenza. Si España necesita imitar a alguien, ¿por qué en vez de imitar a los Estados Unidos no imita a Japón que es el país que de verdad manda en el mundo?". Lo dijo a los 90 años a un periodista español al que le recriminó que viniera de tan lejos sólo para verle. "Seguro que han venido en aeroplano, el peor sistema de locomoción." Alfau, según Miguel Ángel del Arco, que es el nombre del periodista de la revista Tiempo, consideraba unos desequilibrados a todos sus compañeros de asilo, pero paseaba con dignidad ínclita apoyado en su bastón y sin apenas encorvarse. Al fotógrafo, Antonio Tiedra, le dijo que España había degenerado tanto que ya hasta tenía buenos deportistas en cosas tan innecesarias como el tenis. Sólo respetaba dos deportes: el frontón y los toros. Cuando posó para las fotos, advirtió: "No creas que soy un artista, los artistas son todos maricones, como el Lorca ése". Luego, sin despedirse, se fue a ver la televisión en un asilo lleno de viejos a los que despreciaba y perturbados que desdeñaba en defensa propia. Cuando se editó por fin Chromos, tantas décadas después de alojada en el cajón, Alfau se convirtió en un nombre de moda. Su historia tenía morbo. La historia de un exiliado español que publicó una novela en el 36 y en inglés, calló luego y de repente es descubierto por un editor norteamericano que queda alucinado por la fuerza de su literatura. ¿Cómo no aprovecharlo? Los críticos lo leyeron y compartieron el estupor. Alfau se adelantaba a Borges, a Nabokov y a Calvino. Leído en el año 90 parecía un alumno aventajado o un acólito de esos maestros, pero teniendo en cuenta que Locos fue terminado en el año 28 y editado en el 36, se convertía en un precursor asombroso. Al final Chromos no obtuvo el Premio Nacional de Literatura de los Estados Unidos, cosa que si molestó a Alfau fue porque tendría que buscarse otra manera de pagar los 1.700 dólares que costaba su ingreso en el asilo.
La guardesa sigue sin conmoverse y yo contemplo a unos ancianos que salen al jardín y aprovechan una laguna de sol para detenerse y cerrar los ojos. Sé que ella custodia una lista en la que se especifican los visitantes que pueden entrar a ver a Alfau. Los chicos de Tiempo que lograron verle hace seis años, naufragaron una mañana en la que se encontraron con una guardesa similar a ésta con la que yo monologo (o era la misma, sólo que con los dientes menos podridos). Luego contactaron con su editor, que hizo gestiones para que Alfau los recibiera. Pero yo no quiero encontrarme con un Alfau decrépito que con soberanía insulte a sus personajes y a su propia literatura. Sólo quiero saber si ha muerto. Además su editorial quebró y en as señas en las que debían permanecer no hay nadie.
Su editor español Pere Gimferrer tampoco pudo ayudarme. "Jamás he conversado con Alfau ni he recibido carta suya nunca. Contraté su libro directamente con la editorial después de verlo reseñado en el Publisher Weekly. Tal vez haya muerto, aunque tampoco he visto ninguna necrológica en la prensa. La verdad es que no puedo decir mucho más de él, sólo que es evidente la huella de Gómez de la Serna en su obra."
Pero la guardesa del Retirement Home de Rego Park en Queens (N.Y.C.), al revés que la mayoría de las guardesas de los Estados Unidos, ignora quién es Gimferrer y quién Gómez de la Serna. En cambio me dice, tal vez un poco harta de escucharme: "¿Por qué no le pregunta a Ilans Stavans? Estaba trabajando en una biografía de Alfau y preparó la edición de sus poemas. Él le dirá". Y luego me anota dos números. El de su despacho y el de su casa. Y le doy las gracias y me da la espalda.
Ilans Stavans es el biógrafo del fantasma. Se atrinchera tras dos contestadores automáticos en los que resulta vano dejar mensajes. Preparó la edición de los poemas cursis de Alfau -su única producción en español: 22 poemitas ingenuos en los que hay algún verso memorable ("Y así vivió toda su vida: muerto./La egomanía lo encerró como un presidio./Su vida fue un suicidio")-. Investigando en los archivos de Steeve Moore encontró una entrevista en la que Alfau reconoce que el festejo tardío dedicado a su obra le importa un bledo, y que su principal interés radica en abandonar este mundo cuanto antes.
Ya que Ilans Stavans no contestaba a mis mensajes, decidí pasear por la Cocina del Infierno donde Alfau vivió. Se denomina así a la parcela que se sitúa en la Novena Avenida entre la 35 y la 45. Allí está el mejor mercado de carne de New York, y la Port Authority, una estación de autobuses en la que en media hora pasan más cosas siniestras que en toda la obra de Dashiell Hammet. Aunque lo más siniestro de la Cocina del Infierno es el Hotel Evans, uno de esos lugares donde tienes que pagar la habitación antes de subir, porque en el edificio se ha suicidado tanta gente que ya en recepción no se fían de ningún cliente (el mero hecho de que quieras alojarte en el Hotel Evans ya te convierte en sospechoso del poco apego que le tienes a la vida).
En el prólogo de Locos, Alfau dice que el espíritu rebelde de sus personajes se manifiesta en el intenso deseo de convertirse en seres reales. Muy bien podría decirse lo contrario de su propia existencia: parece inyectada por el intenso deseo de ser un personaje de ficción. Si sus personajes sueñan realidad, Felipe Alfau se ha instalado en el tejido espectral de un sueño del que quizá no merezca la pena sacarlo. Miramos las fotos que le hiciera Antonio Tiedra, sus ojos grandes, su aspecto de Quijote. Miramos su firma. ¿Existió alguna vez Felipe Alfau? ¿Qué fue de él?
Por la tarde vuelvo a la cancela alta y a la guardesa. Mi insistencia se verá recompensada. Le llevo la edición de paper-backs Vintage de Locos. Ella me lo agradece, me cuenta que el Sr. Alfau hace ya un par de años que no reconoce a nadie, que vegeta. Me dice que espere. Desaparece. Trascurren diez minutos. Ahora el lugar, con el sol retirando sus haces de luz de los jardines, me parece más tenebroso. Veo a la guardesa salir por otra puerta. Lleva del brazo un viejito. La guardesa le dice algo señalándome. Tal vez algo así como "salúdele". Y el viejito apoyado en el bastón la mira con la misma candidez que un niño que está aprendiendo a hablar miraría a quien se dirige a él en otro idioma. Podría ser Felipe Alfau, o podría ser cualquier otro. Cualquier otro que, con 94 años, estuviera olvidando las palabras de sus idiomas a toda velocidad, con mucha prisa por acceder por fin a un silencio purificador más que merecido.***