DOCTRINA NATURISTA

Emile Gravelle

 

Este texto se publicó en los números 121 y 122 de La Revista Blanca, ambos publicados en Julio de año 1903. Emile Gravelle nació en el año 1855, fue uno de los primeros impulsores del naturismo, publicó entre 1894 y 1898 la revista L'Etat Naturel y colaboró en otras revistas a partir de 1895 como: La Nouvelle Humanité, Le Naturien, La Sauvage, L'Ordre Naturel y La Vie Naturelle. Los naturistas franceses del siglo XIX denunciaron la destrucción del industrialismo y el engaño de la ciencia, cuando eran idealizados por todos los demás movimientos sociales; y desarrollaron una ideología radical basada en el retorno a la naturaleza. Hoy en día este texto sigue siendo perfectamente vigente, con la diferencia de que la civilización aún no había conseguido llegar al nivel de nocividad actual.

 

 

 

DOCTRINA NATURISTA

 

Por qué la miseria no es de orden fatal.

 

           "Quien dice fatalidad dice situación inevitable."

           Ahora bien, la versión de la miseria fatal sobre la tierra está destruída por la misma estadística oficial, que establece que en todos los puntos conocidos del globo, y particularmente en los países civilizados en donde se tiene por más densa la población, la división del territorio fértil entre sus habitantes atribuiría a cada uno (hombre, mujer, niño, anciano) un espacio más que suficiente para satisfacer sus necesidades materiales de alimentación, alojamiento y vestidos.

           Africa y América dan cifras fabulosas de superficie por individuo, que pasan de 80.000, 160.000, á 600.000 y hasta 1.460.000 metros cuadrados de terreno.

           Asia y Europa arrojan cifras más modestas, pero que establecen un promedio de10.000 a 12.000 metros cuadrados de terreno fértil por cabeza.

           Solamente Italia atribuye menos de una hectárea a cada uno de sus habitantes, pero tiene costas marítimas en extremo ricas, y está reconocidoque los países meridionales poseen una vegetación y una atmósfera ricas en ázoe [nitrógeno]

 

 

La sola producción natural del suelo establece la abundancia.

 

En el estado natural el suelo posee una capa de humus de una riqueza desconocida en las tierras mejor abonadas de nuestros días. Esta capa de humus es obra de los vegetales gigantescos que fueron los primeros en aparecer sobre nuestro globo y de los bosques que les sucedieron. Por la caída anual de las hojas desde millares de años se ha formado el mantillo o tierra vegetal que da nacimiento y substancia á la vegetación pequeña.

           Cada año, en efecto, las hojas secas caen en apretada lluvia, se ennegrecen, se descomponen y aumentan el humus ya establecido.

           Las plantas indígenas adquieren allí un desarrollo que no se encuentra ya en los países civilizados. Los animales que ramonean esas plantas dejan en cambio en el lugar sus deyecciones sólidas y líquidas, lo que contribuye á conservar la economía del suelo, y cuando mueren, sus detritus tornan igualmente a la tierra.

           Las plantas diversas que crecen en el estado tupido entrelazan sus raíces y forman una red espesa que matiene humedecida á la tierra y la impide desmoronarse con las aguas en los días de lluvia.

           Este es el desastre que se ha producido precisamente desde que el arado abrió la red de raíces protectoras poniendo al descubierto la tierra, materia desmenuzable, que, deslavazada varias veces al año por los chuvascos, la liquefacción de las nieves, se liquida, y, como todos los terrenos están en pendiente, marcha al arroyo, al río y a la ría que la arroja al mar.

           La tierra vegetal primitiva ha desaparecido ya hace mucho tiempo en los países en donde se practica la labor.

           Sin embargo, por empo brecido que esté, el suelo puede todavía dar, según su latitud y su situación topográfica, la producción espontánea que le es propia: en árboles, y arbustos de vainas, bayas, frutas, o almendras, en plantas leguminosas de hojas, raíces o granos comestibles; en plantas y hierbas forrajeras.

           Con las repoblación de árboles, el suelo se enriquecería todos los años, y la vegetación originaria recobraría su desarrollo y su sabor primitivos.

           Cada país posee igualmente su fauna, representada por las diferentes catergorías de ganado, caza y peces.

           Y por todas partes se encuentran, además de la caverna abrigo natural, todas las materias para la edificación de habitaciones: piedra, madera, arcilla, así como las necesarias para la confección de trajes: lanas, cueros y plantas textiles.

 

 

La salud es la condición segura de la vida.

 

 

           Los médicos están unánimes en declarar que las condiciones favorables al establecimiento y al mantenimiento de la salud, origen de la fuerza y de la belleza, son estas:la estancia en plena naturaleza, en los bosques y al raso; la alimentación fresca y variada del individuo, el libre juego de los órganos, el ejercicio y el reposo facultativos.

           Ahora bien; esta es la situación otorgada a todos en el Estado Natural.

 

Los males físicos: Epidemias, enfermedades y deformidades son obra de la civilización.

 

 

La palabra civilización designa el estado de una raza salida de las condiciones puramente naturales y cuyo sistema de existencia, llamado en sociedad, está basado sobre la creación de lo artificial.

           Lo artificial entraña: la construcción y la aglomeración de edificios formando ciudades, el establecimiento de vías de comunicación necesitando los servicios de inspección y de higiene, la manufactura de materías químicas para la industria, la confección de objetos de mobiliario y trajes, etc.,etc.

           Como la ejecución de estos diversos trabajos necesita el esfuerzo, los más hábiles societarios, los que se habían apoderado de la tierra -fuente de todas las cosas- esquivaron el esfuerzo para imponerlo a los cándidos, a los desinteresados que se habían dejado despojar de su legítimo derecho a los dones de la Naturaleza.

           Por esto es por lo que vemos desde hace siglos a seres humanos sometidos a las funciones más hostiles al organismo; los trabajos de laboreo y remoción de tierras exponen a los bronquios a la acción de las materias químicas del suelo volatilizándose en el aire y ocasionando la otitis de los labradores y el tifus de los acarreadores de tierra; el horadamiento de las minas sumiendo al individuo en una atmósfera cargada de ácidos subterráneos; la manipulación de esos ácidos en las fábricas, intoxicando al obrero por las vías respiratorias o los poros de la epidermis; la realización de otros trabajos que imponen la exposición prolongada del individuo al efecto directo del frío, de la lluvia o del calor, situaciones anormales todas que determinan la perturbación de los sistemas sanguíneo, bilioso o nervioso, y ocasionan diversas afecciones y enfermedades. Añadamos a esto los accidentes, caídas, contusiones, fracturas, luxaciones, lesiones internas o externas sobrevenidas en el ejercicio de las profesiones; la habitación insalubre, la alimentación adulterada, y conoceremos la fuente del raquitismo, de la escrófula, de la anemia, en fin, de todo lo que ha concurrido a la decadencia física de la Humanidad.

           En lugar de decir ingenuamente de un ser mal constituído que es desgraciado por naturaleza, sería más exacto reconocer que está atrofiado por la civilización.

 

 

Las calamidades llamadas naturales (aludes, hundimientos, inundaciones, sequía) son la consecuencia de los atentados dirigidos a la Naturaleza.

 

           Aquí es donde aparece el papel capital que desempeñan los árboles, los bosques, en la economía de nuestro globo. Independientemente de su suprema función, la composición del aire respirable al que debemos la vida, tienen por efecto abrigar a la tierra y a los animales contra los elementos, y muy especialmente para el punto que nos ocupa aquí, regularizan la acción de las aguas sobre el suelo.

Cuando las alturas estaban cubiertas de árboles hasta 5.000 y 6.000 pies de elevación, los pinos, abetos, y cedros, que son las esencias de esas regiones, formaban una primera barrera a las nieves que se desprenden de las cumbres.

           Más abajo crecían los robles, las hayas, los castaños, los tilos, los fresnos, los álamos, que, al recibir el agua de las lluvia sobre su follaje, no la dejaban escurrir sino lentamente por sus ramas y sus troncos para ir a embeber el césped y la tierra, y derramarse por filtración formando los manantiales y las corrientes de agua.

           Pero el hombre ha querido modificar esto. Ha llevado el hacha a los bosques y desnudado las montañas hasta los ventisqueros. La nieve, no encontrando ya obstáculos, desciende en aludes a los valles; los aguaceros corren en torrentes por las pendientes arrastrando con ellos las tierras no contenidas por las raíces, las aguas se filtran en las hendiduras de las rocas, las desligan y el hundimiento se produce. -Progreso.- El invierno, inundación; el verano, sequía mortal; pero el hombre acusa a la Naturaleza.

 

 

No Hay intemperies; no hay más que movimientos atmosféricos, todos favorables.

 

           Elhombre está protegido por los árboles: en verano contra los grandes calores, en invierno contra el cierzo, las ráfagas, las lluvias, los turbiones. La acción del viento es nula en el corazón de un bosque; el mismo ciclón, que desarraiga y arrebata los mayores árboles aislados, fracasa allí. El hielo y el granizo no producen el mismo efecto que a campo raso.

           Los árboles, como las aguas, tienen todavía otra función; toman durante el día el calor de la atmósfera y se lo restituyen por la noche; impiden de esta manera las variaciones bruscas de temperatura y la mantienen en un grado favorable para los animales y las plantas.

           Teniendo a su disposición la bundancia de las cosas naturales, el ser humano no tiene que exponerse a la acción de los elementos. Si llueve, puede permanecer a cubierto; si hace frío, tiene para vestirse y calentarse; si hace demasiado calor, tiene la sombra de los bosques y el descanso para permanecer en ellos.

           El sol, el viento, la lluvia y la nieve, no son enemigos; se trata sencillamente de no desafiarlos. Esto es fácil, pero la civilización obliga al hombre a hacer todo lo contrario y se queja tontamente del mal tiempo.

           Si actualmente hay seres que son víctimas, atados de insolación en verano y de congestión en invierno, la culpa no es de la Naturaleza, incumbe la situación en que se les ha puesto por la sociedad civilizada.

           Cuando el 14 de Julio doscientos mil hombres son expuestos durante un día al sol, no hay que asombrarse de ver desfallecer un gran número. El hombre civilizado acusa a los rayos solares, de los que sin embargo, reclama todo el ardor en esa época del año para la madurez de los frutos de la tierra. Pues bien; de la misma manera que los grandes calores son indispensables para la actividad de la Naturaleza, el hielo y la nieve son necesarios para su purificación y reposo.

 

 

La Ciencia no es más que presunción.

 

           Con la destrucción de los bosques la Humanidad ha roto la armonía de la Naturaleza. Se ha expuesto a la acción directa de los elementos, ha expuesto a los animales y a las plantas con que se alimenta y todos han conocido la enfermedad. La vegetación menuda privada de su abrigo, los árboles, es a menudo destruída por el frío, el hielo o los ardores del sol, y el hombre conoce la penuria.

           Por lo tanto, amenazado por la enfermedad y el hambre, ha buscado y encontrado... paliativos que a su vez son nuevos peligros. Al talar los bosques, ha operado la extinción de la fauna y de la flora originarias... y ha tenido que cultivar; ha secado los manantiales y las corrientes de agua... ha tenido que construír canales y acueductos; ha edificado ciudades, aglomerado las habitaciones y los detritus... ha conocido la epidemia y también la medicina. Su sistema de existencia convertido en la antítesis de su constitución física, sus sentidos se debilitan... mas para los ojos apagados hace anteojos; muletas para las piernas atrofiadas; píldoras para su anemia; bromuro para su escrófula; obligado a ir a buscar a lo lejos lo que ha destruído en su morada, franquea el Óceano donde naufraga; lanza sobre vías férreas locomotoras que descarrilan, chocan, cortando brazos y piernas que reemplaza ventajosamente con instrumentos.

           En fin, cuando haya aniquilado todo lo que se produce naturalmente, el agua, el aire, las plantas y los animales, se verá obligado a procurárselo artificialmente, merced a medios científicos y trabajando desde la mañana hasta la noche. Esto será una ventaja evidente.

 

 

La creación de lo artificial ha determinado el sentido de la propiedad.

 

           Del mismo modo que ningún otro animal, el hombre, en el estado natural, no considera los productos del suelo como cosas que les son propias; el agua de los ríos, las rocas, la arcilla de los arroyos, la madera de los bosques, todas las materias primas cuya abundancia establece el derecho de goce a cada uno. Pero desde que el hombre pone en explotación esas materias para confeccionar un objeto de agrado o de utilidad, se efectúa una rápida transformación: esa roca, esa madera, es arcilla, que antes formaban parte del dominio común, se han hecho para él interesantes hasta el punto que las considera como partes individuales, y ese sentimiento es legítimo. En efecto, ¿no ha hecho pasar realmente a su obra una parte de sí mismo; su impulso su individualidad no se han transmitido al objeto, no ha consagrado a él una suma de fuerza vital? -Hasta aquí nada hay de malo, pues el hombre no se ha atribuído la materia y no la ha transformado sino para su uso personal.

 

 

El Comercio, o especulación sobre lo artificial, ha engendrado el interés, depravado al individuo y abierto la lucha.

 

 

           Al emprender el tráfico de su producción es cuando se manifiesta en el hombre un sentimiento especial, sentimiento nacido de su individualismo y que toma su fuente en el instinto de conservación.

           No siendo nada perfecto, en el sentido de un individuo, sino su propio individuo, todo lo que de él emana adquiere a su juicio un valor superior a cualquiera producción extranjera.

           Esto es por lo que dos artesanos al cambiar sus productos tendrán dificultad al establecer la equivalencia. Esta situación dará siempre lugar a un debate fértil en enumeraciones, en apreciaciones, en sutilidades de toda clase.

           Inevitablemente uno de los dos contratantes se verá siempre lesionado, ya que el objeto adquirido no represente realmente un suma de ingenio y una perfección iguales al otro, ya que él haya conservado juiciosamente o no la convicción de que su obra tenía mayores méritos que la cambiada.

           Prodúcese ya un malestar entre las relaciones interindividuales, y este malestar se manifiesta prontamente en furor, en violencias, en odio, cuando uno de los tratantes, por necesidad imperiosa de cambiar el fruto de sus labores (consecuencia del ejercicio de una profesión única), se encuentra de bueno o mal grado, en el caso de acertar las pretensiones y condiciones del otro.

           De esto nacerá la idea de represalias, y si esta satisfacción escapa, habrá resentimiento, y este será, según el temperamento o la situación del individuo, guerra abierta o guerra sorda.

           Entonces es cuando entrarán en juego la fuerza y la astucia.

 

 

El programa material es el fruto de la esclavitud.

 

           Privado de sus derechos legítimos a los bienes naturales y colocado en la obligación de adquirirlos a cambio de una suma de trabajo determinado o más bien impuesto, el hombre ha tenido que elegir la industria más compatible con sus facultades. Estando ligada su condición de existencia a la medida de su producción, se ha dedicado al estudio de un trabajo único, a adquirir la soltura de mano, y no ha tendido en seguida más que a un resultado, a la ejecución rápida.

           Por lo tanto, su función se ha hecho mecánica, sus movimientos uniformes, su postura siempre la misma. Estando sometidos a la actividad ciertos músculos suyos, mientras que otros conservaban la inmovilidad completa, el vigor se concentraba en los órganos activos con detrimento de los otros. El equilibrio de las fuerzas corporales quedaba, por consiguiente, roto.

           El cuerpo humano, tan vario en sus partes, y cuya estructura está tan maravillosamente ordenada, puede ser sometido a la diversidad de posturas de movimientos, de actos, pero sin postura prolongada, porque de otra suerte se producen desórdenes, tales como la desviación de la columna vertebral en los esportilleros y los sirgueros, el desarrollo monstruoso de las vísceras intestinales en los empleados u obreros constantemente sentados, los calambres intusos de los zapateros, sastres y escritores, etc., etc.

            No solamente cada profesión es susceptible de desórdenes patológicos, sino que hay otras que son inmediatamente peligrosas hasta el punto de que el más elemental sentimiento de humanidad debería prohibir la práctica; tal la fabricación de cianuro, del minio, del albayalde y de otros mil productos que necesitan el empleo de materias cuyo contacto no puede afrontar el organismo. Se contestará con las necesidades del progreso...¡muy bonito! -Por de pronto hay muchas cosas llamadas del progreso que no son de ningún modo necesidades. -Y si la degradación del cuerpo humano es la condición del embellecimiento de la materia, se pregunta uno en donde está el progreso.

           Sería interesante saber lo que piensa de esto el individuo obligado por el hambre a la ejecución de un producto no indispensable y que ve abrise su piel, caer sus cabellos, sus dientes, sus uñas, que siente cariarse sus huesos, taladrarse sus pulmones, corromperse su sangre, cuando experimenta todas las angustias del debilitamiento y del aniquilamiento de su ser.

           Si los que no pueden prescindir del progreso establecido a ese precio tuviesen que ejecutarlo ellos mismos, no hay duda de que sería pronto abandonado.

           Precisamente, en razón de los lados peligrosos, perniciosos y enojosos que presenta, es por lo que el llamado progreso no tiene por artesanos sino los desgraciados desposeídos del derecho natural de caza y recolección, y sometidos ahora a la ley de la labor para la vida. Ciertamente, el hombre está constituído para la actividad, que además le es saludable. Está en el caso de moverse para subvenir a sus necesidades. En el estado natural caza, prepara su abrigo, confecciona sus trajes, sus armas. Se entrega a los ejercicios de fuerza y habilidad, y esto le constituye una conveniente gimnasia; pero de esto a realizar la función industrial hay que convenir en que existe una gran distancia.

           Esto es de tal modo evidente, que todo individuo, seguro de su alimentación, de su alojamiente y traje, es absolutamente desconocido en la mina, en la fábrica y en la cantera.

           Se citará constantemente el ejemplo de Luis XVI cerrajero; pero si este monarca, para tener metal que forjar hubiera tenido previamente que extraerlo él mismo de la mina, fundirle en el horno y colarle en barras, seguramente se hubiese contentado con hacer cestas.

 

 

Las instituciones y condiciones sociales están en antagonismo con las leyes de la fisiología humana.

 

           El estudio de este punto entrañaría un desenvolvimiento muy extenso; pero el espacio, muy restringido aquí, no permite más que designaciones.

           Nos limitaremos, pues, a citar, en contradicción con el estado natural del hombre, todo lo de independencia material y moral.

           El acaparamiento del suelo, consagrado bajo el nombre de propiedad, que trae la ley del trabajo forzado para los desposeídos; las leyes coercitivas para los refractarios a esa condición; el servicio militar, periodo anormal en la vida de los jóvenes en pleno vigor; la reclusión temporal o perpetua para los indómitos; el celibato voluntario por prejuicios; el matrimonio de conveniencia; el derecho material; la autoridad paterna y el derecho de servicios; el estudio escolar para los niños antes de la edad de la pubertad; la jerarquía; la etiqueta; el servicio doméstico, etc.,etc.

 

 

No hay buenos ni malos instintos en el hombre; hay satisfacción o contrariedad de los instintos.

 

           "Todo lo que sucede es un hecho o efecto".

           "Todo efecto tiene una causa".

           "Toda causa tiene un origen".

           Así ha sucedido en toda época, y este hecho bastaría para destruír la versión "de los instintos feroces y sanguinarios del hombre primitivo".

           El hombre es impulsado por diferentes instintos que le guían en la satisfacción de sus necesidades.

           Tiene primero el instinto de la busca y de la posesión de las cosas que le son necesarias; tiene el instinto de actividad y de ingeniosidad; el instinto de abrigo y de reposo; el instinto de reproducción; el instinto de preservación y seguridad; el instinto de sociabilidad y el instinto de libertad.

           La tierra es bastante vasta y su producción natural bastante abundante para permitir a la humanidad entera la completa satisfacción de sus necesidades materiales.

           La totalidad puede vivir a gusto sin que la unidad sea perjudicada o incomodada. La riqueza y la variedad de los productos terrestres apartan la necesidad de administración y, por consiguiente, de jerarquía, y la armonía se establece a condición de que todo esté a la disposición de todos.

           Este es el estado natural, la situación normal.

           En el estado natural, el hombre que caza los animales y recoge las plantas y frutos para su alimentación, no hace más que obedecer el instinto de conservación. Es un acto racional. No estando jamás privado de alimento y seguro de tenerlo constantemente, come con medida, guiado en esto por sugrado de apetito.

           Si desea confeccionar armas, utensilios, un traje, tiene a la mano todos los materiales; y como esos objetos los hará a medida de su fuerza, de su comodidad, de su talla, nadie los ambicionará.

           ¿Le place recrearse con el canto, el baile, los ejercicios corporales?

           Como no depende más que de sí mismo y no incomoda a nadie, obrará con toda libertad. Si quiere también practicar otras artes, pintar o modelar, la naturaleza suministra las materias primas, su ingenio y su talento hacen lo demás, pues el sentido artístico, dígase lo que se diga, es una emanación puramente natural.

           Tras las justas, la danza u otro juego, si su sangre está caldeada, su epidermis sudosa o ardorosa, va por instinto al baño que le refresca purificándole.

           ¿Quiere descansar? Tiene un abrigo propio, que nadie le disputará, pues igualmente poseen uno todos sus semejantes,

           ¿Aspira, en fin, al amor? Tomará la compañera que haya sabido conquistar, no por la violencia (el rapto, la violación, el matrimonio de conveniencia, siendo menos fáciles y más raros que en el estado civilizado y la prostitución por miseria absolutamente desconocida), sino por atracción, pues la mujer libre tampoco tiene que sufrir ninguna violencia.

           Y esta libertas de la mujer y del hombre, establecida por la profusión de las cosas materiales, garantiza la evolución regular del amor; porque a despecho de todas las prescripciones, instituciones, y denominaciones civilizadas, el amor es un apetito como cualquier otro, que realiza una evolución y pide la variedad.

           Tras las emociones preliminares, se efectúan la posesión mutua, el ardor creciente, el paroxismo, el decrecimiento y la saciedad; fases todas que sobrevienen simultáneamente y que acarrean después de una unión de duración indeterminada un apartamiento recíproco sin desgarramientos y sin odio.

           La progenitura resultante de estas aproximaciones no constituye ni un estorbo ni una cadena para los separados, por proveer la naturaleza a las necesidades de todos; y la mujer que, instintivamente, ha conservado los hijos pequeñuelos, puede tomar un nuevo compañero sin que éste pueda considerarlos como una carga.

           ¡No hay hijastros en el estado natural!

           No hay tampoco inyecciones disolventes, ni abortos, ni abandonos de hijos, porque no hay ni desvergüenza, ni depravación, ni deshonor en el acto maravilloso de la procreación.

           Pero ahora, en lugar de ese estado normal de cosas, con lógicas y felices consecuencias (pues los instintos están satisfechos), estamos regidos por el ESTADO SOCIAL CIVILIZADO, SALIDO DE LA PROPIEDAD DEL SUELO por una minoría.

           Nadie ha demostrado todavía, y por causas, la legitimidad de esa institución, pero no por eso está menos establecida. Del establecimiento de esta iniquidad data el desarrollo que conocemos; la situación está completamente falseada, la cuestión humana salida de su eje gira en el error, y jamás, a pesar de todas las sutilidades empleadas, el error no engendrará la verdad.

           Así, asistimos al curioso espectáculo de oir a seres constituídos como nosotros, declarar: que la hierba de los prados es de ellos, el agua del arroyo y la sombra de los bosques también; la carpa del estanque y el corzo de la maleza; de ellos siempre la roca de la colina y la arcilla del yacimiento. Y como ellos han tomado mil veces más que para sus necesidades, ocurre que la gran mayoría de los individuos está desposeída.

           Por lo demás, aquí comienza para estos la civilización.

           No tienen derecho a nada, y los dones de la naturaleza no les llegan sino bajo la forma de salario de un trabajo que han de ejecutar en provecho del poseedor del suelo. Muy a menudo también ese trabajo consiste en la caza, la pesca y la recolección de los productos naturales, de los que les abandonan como retribución algunas migajas. Esto es muy incoherente, pero es muy civilizado. En el caso en que, conscientes de su derecho a la vida y a la independencia, quisieran, sin condiciones y para satisfacer sus necesidades, apropiarse las cosas de la tierra, serían en seguida, la ley es formal, presos, juzgados y condenados por actos culpables perpetrados bajo el impulso de malos instintos.

           Cortar ramas, extirpar piedras, arcilla, y construírse un abrigo en donde mejor le parezca a uno, es manifestar igualmente malos instintos, no teniendo así todo hombre derecho en la civilización al espacio necesario para abrigar su cuerpo.

           Negarse a abandonarlo y romper la cabeza al inportuno que quisiera obligaros a ello, os hace semejante a los primeros trogloditas -por haber obrado demasiado naturalmente- y se censurará ese acto de simple defensa, atribuyéndole a instintos de violencia.

           El adolescente pobre y la joven rica, que sin acudir a la autoridad paterna o a la Sociedad, obedecieran a la ley de atracción, serían acusados de instintos perversos. La indulgencia es mayor para prácticas que se establecen en los pensionados, los cuarteles, las penitenciarías y las prisiones, pues no corren riesgo la propiedad y los intereses.

           Y porque se encuentran en la humanidad civilizada individuos sucios, groseros, borrachos o inactivos, estas manchas han sido -candidez o mala intención- inmediatamente atribuídas a los instintos primitivos.

           En éxtasis ante la civilización, pocos psicólogos han ido al origen de la decadencia comprobada en sus congéneres. Y, sin embargo, ¿qué tiene de extraño que generaciones de esclavos sometidos a la faena, mal albergados, mal vestidos y privados de medios de higiene, se hayan acostumbrado a la suciedad; que viviendo constantemente bajo la dominación y el oprobio, obligados a moverse como perros vagabundos y no teniendo contacto sino con los parias de su especie, carezcan de elegancia su lenguaje y sus maneras; que privados de vinos generosos y rara vez en frente de una buena comida, sean un poco glotones y borrachos un día de abundancia, y si se añade a esto el poco atractivo de tareas sórdidas, extenuantes y mal retribuídas, que se siga una legítima aversión hacia el trabajo?

           ¡Pues bien, no! La moral civilizada, no queriendo hacer concesiones peligrosas para ella, atribuirá estos desfallecimientos a instintos de suciedad, de embriaguez y pereza, negándose a reconocer que esas anomalías no se encuentran en ningún hombre u otro animal en el estado libre.

           Y ella nos muestra al hombre primitivo: labor, cuando nada podía excitar su codicia; borracho, cuando no tenía más que agua para beber; dominador, a pesar de la ausencia de jerarquía; violento y brutal, no obstante la carencia de todo motivo de irritación; y, aunque ignorante de las cuestiones de interés, rapaz, trapacer, expoliador e intrigante; ¿por qué no también ducho en tercerías, monedero falso y panamista, lo que no sería inconcebible?

 

 

La prostitución no existe en el Estado Natural

 

           Como la mujer tiene, al igual del hombre, el goce completo de los bienes de la tierra, posee también la misma independecia material y no obedece más que a sus impulsos.

           En cuanto es núbil, experimenta la ley completamente natural de atracción, y si se entrega al hombre, no lo hace sino impulsada por deseos que incitan al acto de generación.

           La causa principal de la prostitución en los países civilizados, es decir, en progreso, es la miseria, la carencia absoluta de las cosas imperiosamente necesarias como el alimento y el abrigo.

           Se produce a veces también, pero el caso es menos frecuente, por codicia de cosas de lujo creadas artificialmente, como trajes, adornos, dignidades sociales (!), cuyo valor ficticio consiste en su rareza (lo que implica que no pudiendo ponerse a la disposición de todos, determinarán siempre el sentimiento de la envidia).

           Siempre hipócrita y metirosa la sociedad civilizada (extraña reunión de asociados, los unos repletos, los otros indigentes), la sociedad, no queriendo reconocerse culpable para con la categoría de las prostituídas por miseria, les imputa inclinaciones a la lujuria, y, complacientemente, las ha denominado: folles de leur corps (locas de su cuerpo); o filles de foie ( muchachas de alegría). ¡Muchachas alegres, las desgraciadas! Id a preguntarles cuales son las alegrías del tráfico que realizan; os responderán que la primera es no sentir hambre.

           Pero en el estado natural, como no existe la miseria, la prostitución no puede existir por esa causa. Se ha citado en las relaciones de viajes a los paises no civilizados el ejemplo de mujeres indígenas, entregándose a los visitantes por la posesión de objetos desconocidos: cintas, joyas, collares de vidrio. Si esto es exacto, es la mejor demostración de la influencia corruptora de lo artificial, y esas mujeres no se hubiesen prostituído por la adquisición de cosas naturales, teniéndolas suficiente y gratuitamente a su disposición.

 

 

La Humanidad busca la felicidad, es decir la Armonía.

 

           El ser humano tan perfectamente constituído y tan bien satisfecho en sus necesidades por la prodigalidad de la tierra, libre de cuidados materiales, no tiene aspiraciones sino hacia la alegría. Y puede desearla con la seguridad de poseerla y de sentirla constantemente si no se aparta del medio favorable en que la Naturaleza le ha colocado.

           Ahora puede comprobar lo que le cuesta el heber querido corregir la obra de su productora, y con la sola tala del suelo el haber comprometido el orden establecido por largos siglos de formación.

           Habiendo desarreglado el régimen del aire y de las aguas, vuelve a ver el caos inicial, el agua se mezcla de nuevo a la tierra por inundación frecuente y el desmoronamiento de las montañas; su ser, su cuerpo, separado de su situación normal, aunque todavía animado por fluido vital, se descompone, y su carne tumeficada y rezumante expulsa, reconstituídas, las substancias minerales originales.

           Pero el mal no es irreparable, porque la Naturaleza, esa fuerza suprema, continúa su obra creadora y reparadora; y la tierra recobraría pronto su maravilloso aspecto si el hombre quisiera reconocer su presunción y cesara de contrariar la marcha regular de la producción.

 

 

La Armonía para la Humanidad reside en la Naturaleza.

 

           Por todas partes aparece esa armonía; en la división de los continentes y de los mares, en la disposición topográfica del suelo, en las altas montañas cuyas neveras, esos lugares de reserva naturales, alimentan de agua, en verano, los ríos más caudalosos; en las colinas y los valles que dan lado a lado y en la misma región producciones diferentes; en los árboles gigantes que son la protección de la abundancia del suelo de los seres que de ella gozan.

           Aparece en la diversidad de las formas, de los colores, de los perfumes y de los sonidos y en la disposición de los órganos de nuestro cuerpo que nos permiten percibirlos.

           Es en verdad la condición de la vida humana. Que en la fauna y la flora, el fuerte devora o aplasta al débil, ¿qué importa, si el resultado es en beneficio del hombre? No es el momento de hacer sentimiento respecto de las plantas y de los animales; tengámoslo primero para nosotros mismos. Que baste comprobar que nosotros, seres privilegiados, no tenemos necesidad alguna de devorar a nuestro semejante para vivir y que es posible alcanzar un feliz resultado: la supresión de nuestros sufrimientos.

 

 

Emile Gravelle

 

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